La hora del nacimiento del delfín había significado el apogeo del poder de María Antonieta. Al dar un heredero a la Corona había llegado a ser reina por segunda vez. Una vez más, el júbilo mugiente de la multitud le había mostrado inagotable capital de amor y confianza, a pesar de todos los desengaños, había en el pueblo francés para su Casa reinante y con qué poco esfuerzo podría un soberano unir toda la nación a su persona. Ahora sólo necesitaba la reina dar el paso decisivo de Trianón a Versalles y París, dejar el mundo del rococó por el mundo real, su volandera sociedad por la nobleza y el pueblo, y todo estaría asegurado. Pero, una vez más, después de las horas difíciles, María Antonieta se vuelve hacia lo fácil y placentero; tras las fiestas populares comienzan otra vez las costosas y funestas de Trianón. Pero esta vez ha llegado a su fin la gran paciencia del pueblo; María Antonieta ha alcanzado la divisoria de su dicha. Desde ahora en adelante, las aguas corren hacia lo profundo en sentido opuesto.
Al principio no ocurre nada visible, nada sorprendente. Sólo que Versalles está más y más silencioso; que cada vez hay menos damas y caballeros en las grandes recepciones, y los pocos que acuden muestran cierta positiva frialdad en su saludo. Todavía guardan las formas; pero a causa de la forma y no de la reina. Aún inclinan la rodilla en tierra, aún besan cortésmente la mano regia; pero ya no se disputan el favor de una conversación, las miradas siguen siendo sombrías a indiferentes. Cuando María Antonieta va al teatro, ya no se levanta precipitadamente, como antes, el público del patio y de los palcos; en la calle no resuena ahora el tanto tiempo grito familiar de «Vive la Reine!» . Aún no se manifiesta, en todo caso, ninguna pública hostilidad: sólo que se ha perdido aquel calor que antes presentaba un alma favorable al obligado respeto: todavía se obedece a la soberana, pero ya no se aclama a la mujer. Sirven respetuosamente a la esposa del rey, pero ya no se afanan celosamente en torno a ella. No se contradice abiertamente a sus deseos, sino que se guarda silencio: el duro, maligno y astuto silencio de una conspiración.
El cuartel general de esta secreta conjura está repartido entre los cuatro o cinco palacios de la familia real: el de Luxemburgo, el Palais Royal, el de Bellevue y hasta el mismo Versalles, todos se han coligado en contra de Trianón, la residencia de la reina. El coro de la malevolencia está dirigido por las tres viejas tías. No han olvidado todavía que la joven delfina ha huido de su escuela de malignidad y que la reina está muy por encima de ellas; enojadas porque no representan ya ningún papel, se han retirado al palacio de Bellevue. Allí, muy abandonadas y aburridas, permanecen en sus habitaciones durante los primeros años de triunfo de María Antonieta; nadie se preocupa de ellas, porque todas las atenciones se agitan y revolotean en torno a la joven y hechicera soberana, que tiene todo el poder entre sus ligeras y blancas manos.
Pero cuanto más se va haciendo impopular María Antonieta con tanta mayor frecuencia se abren las puertas del palacio de Bellevue. Todas las damas que no han sido invitadas a Trianón, la despedida «Madame Etiqueta», los ministros dimitidos, las mujeres feas y que, por consiguiente, han seguido siendo virtuosas, los gentileshombres retirados, los piratas de colocaciones que no han logrado presa, todos los que aborrecen el «nuevo orden de las cosas», que se duelen melancólicamente de la pérdida de la antigua tradición francesa, de la devoción y de las «buenas» costumbres, se dan cita en este salón de los menospreciados. La vivienda de las tías en Bellevue llega a ser una secreta botica de venenos, en la cual todos los rencorosos chismes de la corte, las más nuevas locuras de la «austríaca», sus aventuras galantes, son destilados gota a gota y conservados en frascos; aquí es donde se establece el gran arsenal de todas las maliciosas comadrerías, la tan temida calumnia; aquí es donde se compone, se leen en voz alta y se ponen en circulación los mordaces escritos que resuenan después alegremente por Versalles; aquí es donde se reúnen, con intenciones aviesas y disimuladas, todos los que querrían que la rueda del tiempo girara otra vez hacia atrás, todos los vivientes cadáveres desengañados, destronados, sin cargo alguno, las larvas y momias de un mundo pasado, toda la acabada generación vieja, para vengarse de ser vieja y acabada. Pero el veneno de este almacenado odio no se dirige contra el «pobre y buen rey», a quien, hipócritamente, compadecen, sino sólo contra María Antonieta, la joven, deslumbrante y dichosa reina. Más peligrosa que esta desdentada gente de ayer y anteayer, que ya no puede morder, sino sólo salpicar la baba, es la nueva generación, que nunca ha logrado todavía el poder y no quiere permanecer más tiempo en la oscuridad.
Versalles, con su conducta exclusivista a indolente, se ha apartado tanto, irreflexivamente, de la verdadera Francia, que ya no advierte siquiera las nuevas corrientes que agitan al país. Una burguesía inteligente acaba de abrir los ojos, se ha instruido acerca de sus derechos en las obras de Jean-Jacques Rousseau, mira en la vecina Inglaterra una democrática forma de gobierno; los que regresan de la guerra de la independencia norteamericana traen el mensaje de que existe un país extranjero en el cual la diferencia de casta y clases sociales ha sido suprimida por la idea de la igualdad y la libertad. Mas en Francia sólo ven estancamiento y decadencia, nacidos de la total incapacidad de la corte.
Unánimemente, a la muerte de Luis XV, había esperado el pueblo que por fin estaría terminada entonces la vergüenza del gobierno de las favoritas, el escándalo de las indignas protecciones; en lugar de ellas, reinan otra vez ahora las mujeres: María Antonieta y, detrás de ella, la Polignac. La burguesía ilustrada ve con creciente amargura cómo se descompone el poder político de Francia, cómo crecen las deudas, cómo decaen el ejército y la armada; se pierden las colonias, mientras que, todo alrededor, los otros Estados se desarrollan activamente; y en dilatados círculos de opinión crece el deseo de poner fin a esta desorganización indolente.
Este mal humor, siempre creciente, de los auténticos patriotas y de los que conciben el sentimiento de lo nacional, se dirige principalmente -y no sin razón- contra María Antonieta. Incapaz y sin deseos de adoptar una verdadera resolución, el Rey -eso lo sabe todo el país- no significa nada como soberano; únicamente es todopoderoso el influjo de la reina. Ahora bien, María Antonieta habría tenido ante sí dos posibilidades: o tomar seria, activa y enérgicamente, lo mismo que su madre, los asuntos del gobierno, o separarse totalmente de ellos. El grupo austríaco intenta sin cesar impulsarla hacia la política, pero es en vano, porque para reinar o correinar habría que leer a diario, de un modo constante, papeles y documentos durante algunas horas; pero a la reina no le gusta leer. Habría que escuchar los informes de los ministros y reflexionar sobre ellos, y a María Antonieta no le gusta pensar. Ya sólo el escuchar significa para su espíritu volandero un severo esfuerzo.
«Apenas oye cuando se le dice algo -se queja a Viena el embajador Mercy-,
y casi nunca existe la posibilidad de tratar con ella de ningún asunto serio a importante o de atraer su atención hacia una cuestión trascendental. La sed de placeres ejerce sobre ella un poder misterioso.» En las circunstancias más favorables, cuando el embajador la estrecha muy vivamente con un encargo de su madre o de su hermano, responde la reina algunas veces: «Dígame usted lo que debo hacer y lo haré», y, en efecto, va a exponérselo al rey. Pero al día siguiente su inconstancia ha hecho que se olvide de todo, su intervención no va más allá de «ciertos impacientes impulsos» y, finalmente, Kaunitz, en la corte de Viena, acaba por resignarse.
«No contemos jamás con ella para nada. Contentémonos con obtener, como de un mal pagador, lo que buenamente pueda obtenerse.» Hay que conformarse, le escribe a Mercy, ya que tampoco en otras cortes las mujeres intervienen en la política.
Pero ¡si, por lo menos, renunciara realmente a tomar en sus manos el timón del Estado! Entonces, siquiera, se habría conservado sin culpa ni responsabilidad. Pero, impulsada por la pandilla de los Polignac, se mezcla constantemente en la política tan pronto como hay que proveer un puesto de ministro, una plaza de gobernación del Estado: hace lo más peligroso que se puede hacer: habla de todo sin conocer, ni del modo más remoto, la materia; actúa como diletante y decide en un punto las cuestiones más capitales; malgasta exclusivamente en provecho de sus favoritos el poder enorme que ejerce sobre el rey.
«
Cuando se trata de cosas serias -se lamenta Mercy-,
al instante se siente acobardada a incierta en sus gestiones; pero cuando va impulsada por su sociedad pérfida a intrigante, hace todo lo preciso para cumplir los deseos de aquella gente.» «Nada ha contribuido más a suscitar el odio contra la reina -observa el ministro Saint-Priest-
que estas intervenciones intermitentes y estos nombramientos injustos de protegidos suyos.» Pues como a los ojos de la burguesía es ella la que dirige los asuntos del Estado; como todos estos generales, embajadores y ministros colocados por ella no se acreditan capaces, el sistema de esta autocracia arbitraria sufre completo naufragio, y como Francia, con una velocidad cada vez mayor de torrente desbordado, camina hacia la bancarrota financiera, toda la culpa cae sobre la reina, del todo inconsciente de su responsabilidad. (¡Ay, si ella no ha hecho sino ayudar a algunas gentes simpáticas!) Todo lo que en Francia desea el progreso, un orden nuevo, justicia y actividad creadora, lanza censuras, se enoja y pronuncia amenazas contra esta despreocupada dilapidadora, contra la eternamente alegre castellana de Trianón, la cual sacrifica loca y neciamente el amor y bienestar de veinte millones de seres a una orgullosa pandilla de veinte damas y caballeros.
Al cabo de diez años de poder malgastados y disipados, María Antonieta se halla ya cercada por todas partes: en 1785, el odio está ya a punto de producir sus frutos. Todos los grupos hostiles a la reina -abarcan casi toda la nobleza y la mitad de la burguesía- han ocupado ya sus posiciones y sólo esperan la señal de ataque. Pero aún es demasiado fuerte la autoridad del poder hereditario; aún no se ha acordado ningún plan preciso. Sólo conversaciones en voz baja, cuchicheos, zumbidos y silbidos de flechas finamente emplumadas se perciben en Versalles; cada una de ellas lleva en su punta una gota de aretinesco veneno, y todas ellas, volando por encima del rey, apuntan a la reina. Hojillas impresas o manuscritas circulan de mano en mano, pasándoselas por debajo de la mesa, y son rápidamente escondidas en la casaca tan pronto como se oye un paso desconocido.
En las librerías del Palais Royal, muy distinguidos señores de la nobleza, que ostentan la cruz de San Luis y hebillas de diamantes en los zapatos, se hacen llevar por el vendedor a la trastienda, el cual, allí, después de haber atrancado cuidadosamente la puerta, saca de cualquier polvoriento escondrijo, entre libracos viejos, el último libelo contra la reina, aparentemente traído de contrabando de Londres o Amsterdam, pero el cual, en realidad, por su impresión asombrosamente reciente, está casi húmedo y hace sospechar que acaso haya sido impreso en la misma casa, en el Palais Royal, que pertenece al duque de Orleans, o en el de Luxemburgo. Sin vacilar, la clientela distinguida paga a menudo más monedas de oro por estos folletos que hojas se contienen en ellos; a veces, éstas no son más que diez o veinte, pero, en cambio, están abundantemente ornadas de lascivos grabados en cobre y salpimentadas de maliciosas bromas. Uno de tales licenciosos libelos infamatorios es el presente favorito que se puede ofrecer a una noble amante, a una de aquellas damas a quienes María Antonieta no hace el honor de invitar a Trianón; un regalo tan pérfido las alegra más que un anillo precioso o un abanico. Compuestos por un desconocido versificador, impresos por manos secretas, esparcidos por manos que no se dejan sorprender, estos difamatorios escritos contra la reina revolotean como murciélagos a través de las verjas del parque de Versalles y penetran en los salones de las damas y en los palacios de provincia; pero si el teniente de Policía quiere perseguirlos se siente de repente paralizado por fuerzas invisibles. Por todas partes se deslizan estos impresos: la reina los encuentra en la mesa de comer, bajo su servilleta; el rey, en su escritorio, en medio de los documentos; en el palco de la reina, delante de su asiento, está clavada en el terciopelo, con un alfiler, una maligna poesía, y por la noche, si se asoma a su ventana, oye las escarnecidas coplas que desde hace mucho tiempo ruedan por todas las bocas.
Desde la hora en que la reina se encuentra encinta y este inesperado acontecimiento enoja del modo más profundo en la corte a los diversos pretendientes, se agudiza sensiblemente su tono. Precisamente ahora, cuando ya no es verdad, comienzan todos, intencionadamente y en voz alta, a escarnecer al rey como impotente y a la reina como adúltera, para desde el principio -ya se sospecha en favor de qué intereses -, colocar en posición de bastardía la eventual descendencia.
Especialmente desde el nacimiento del delfín, el indiscutible y legítimo heredero del trono, se dispara con bala rasa sobre María Antonieta desde aquellos ocultos y escondidos escondrijos. Sus amigas, la Lamballe y Polignac, son puestas en la picota como ejercitadas maestras en amorosos servicios lesbios: María Antonieta, como una erotómana insaciable y perversa; el rey, como un pobre cornudo; el delfín, como bastardo.
En 1785, el concierto de calumnias se halla ya en su apogeo; está marcado el compás, suministrada la letra. La Revolución sólo necesita después gritar en voz alta por las calles lo que había sido imaginado y versificado en los salones para llevar a María Antonieta ante el Tribunal. Los auténticos motivos de la acusación los ha dictado la corte, y la cuchilla que cae sobre la nuca de la reina ha sido puesta en los rudos puños del verdugo por unas manos aristócratas, delgadas, finas y llenas de anillos.
Los libelos contra María Antonieta son, en aquel momento, el negocio más lucrativo y, al mismo tiempo, no muy peligroso; así, la funesta moda sigue extendiéndose alegremente. El silencio y la charlatanería, el negocio y la ordinariez, el odio y la codicia, colaboran bien y fielmente en el encargo y la difusión de estos escritos. Y bien pronto sus esfuerzos reunidos han alcanzado el apetecido fin: hacer realmente odiada en toda Francia a María Antonieta como mujer y como reina.
María Antonieta percibe claramente a sus espaldas este maligno poder; conoce los escritos vejatorios y adivina también quiénes son sus inspiradores. Pero su desenvoltura, su innato e ineducable orgullo habsburgués tienen por más animoso despreciar el peligro que salir a su encuentro cauta y prudentemente. Despreciativa, se sacude de su vestido estas salpicaduras. «Nos encontramos en una época satíricas -escribe a su madre con despreocupada mano-; las componen sobre todas las personas de la corte, hombres y mujeres, y la ligereza francesa ni ante el rey se ha detenido. En lo que a mí toca, tampoco he sido perdonada.» Eso es todo; aparentemente, no hay más enojo ni más rencor. ¿En qué puede dañarla que un par de moscones vengan a posarse en su traje? Bajo la coraza de su dignidad real se cree invulnerable para las flechas de papel. Pero olvida que una sola gota de este diabólico veneno de la calumnia, una vez penetrado en el torrente sanguíneo de la opinión pública, puede producir una fiebre ante la cual, más tarde, hasta los médicos más sabios permanecerán impotentes. Sonriente y ligera, María Antonieta pasa al lado del peligro. Las palabras no son para ella más que briznas en el viento. Para despertarla tiene que venir una tempestad.