domingo, 30 de octubre de 2016

ARRESTO AL CARDENAL DE ROHAN (1785)


Los ensayos del Barbero de Sevilla tocan a su fin. María Antonieta está cada vez más inquieta y ocupada. ¿Parecerá realmente bastante joven y bastante bonita para hacer de Rosina? El parterre de amigos invitados, tan exigente y mal acostumbrado, ¿no le hará el reproche de tener poca soltura y naturalidad y de parecer más bien una diletante que una cómica? Verdaderamente, está llena de escrúpulos; singulares escrúpulos de una reina. Y ¿por qué no acaba de venir hoy madame Campan, con la cual debe ensayar su papel? ¡Por fin, por fin aparece! Pero ¿qué ocurre? ¡Parece tan extrañamente excitada! En el día de ayer, el joyero de la corte, Boehmer, se ha presentado en su casa totalmente consternado -acaba por balbucear la dama-, para pedir inmediatamente una audiencia a la reina. Aquel judío sajón le ha contado una historia totalmente loca y embrollada; según su relato, la reina había hecho comprar secretamente en casa del joyero, algunos meses antes, cierto célebre y magnífico collar de diamantes, concertando el pago a plazos. Pero hace ya mucho tiempo que está vencido el término del primero y no le ha sido pagado ni un ducado. Sus acreedores le apremian, y necesita en seguida su dinero.

Los joyeros de la corte Bassange Paul y Charles Auguste Boehmer.
¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué diamantes? ¿Qué collar? ¿Qué dinero? ¿Qué plazos? Al pronto, la reina no comprende ni palabra. Por fin recuerda que conoce, naturalmente, el grande y precioso collar que han labrado con tan perfecto gusto los dos joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge. Se lo han ofrecido varias veces en un millón seiscientas mil libras; ¡claro que le habría gustado poseer esta joya magnífica! Pero los ministros no dan dinero para ello; hablan siempre de déficit. ¿Cómo pueden, pues, estos embusteros afirmar que lo han adquirido para ella y hasta a plazos y en secreto y que les debe, además, dinero? Tiene que haber una loca confusión. En todo caso, se acuerda ahora la reina, hará cosa de una semana que ha recibido de estos joyeros una carta singular en la que le daban las gracias por algo y le hablaban de una alhaja preciosa. ¿Dónde está la carta? ¡Ah, es verdad!: la ha quemado. No suele leer nunca detenidamente las cartas, y también esta vez ha destruido al instante aquella respetuosa a incomprensible faramalla. Pero ¿qué quieren, en realidad, de ella? María Antonieta hace al instante que su secretario le dirija una carta a Boehmer. En todo caso, no lo cita ya para el día siguiente, sino para el 9 de agosto. ¡Dios mío!, el asunto de ese loco no corre tanta prisa, y la reina necesita de toda su atención para los ensayos del Barbero de Sevilla.

El 9 de agosto, pálido, excitado, se presenta Boehmer, el joyero. La historia que refiere es completamente incomprensible. Al principio, la reina cree tener en su presencia a un loco. Cierta condesa Valois, la amiga íntima de la reina -«¿Cómo? ¿Amiga mía? No he recibido jamás a una dama de ese nombre»-, ha examinado aquella alhaja en casa del joyero, declarando que la reina quiere comprarla en secreto. Y Su Eminencia, monseñor el cardenal de Rohan -«¿Qué? ¿Ese repugnante sujeto con el cual no he cambiado jamás una palabra?»-, ha recibido la joya por encargo de Su Majestad.


Por insensato que parezca todo ello, algo tiene que haber de verdad en el asunto, pues el sudor brota de la frente de este pobre hombre y tiembla de la cabeza a los pies. También la reina tiembla de furor al saber el villano abuso que aquellos desconocidos bribones han hecho de su nombre. Ordena al joyero inmediatamente que redacte por escrito una detallada exposición de todo el asunto. El 12 de agosto tiene en sus manos este fantástico documento, que todavía se encuentra hoy en los archivos. María Antonieta cree soñar. Va leyendo, y su enojo y su furia crecen de línea en línea: tal impostura carece de precedentes. Hay que hacer un castigo ejemplar. Por el momento no da cuenta de ello a ningún ministro, no se aconseja con ninguno de la familia; únicamente le confía al rey todo el asunto, el 14 de agosto, solicitando que defienda su honor.

Más tarde sabrá María Antonieta que habría hecho mejor meditando cuidadosamente sobre este embrollado asunto, lleno de confusos escondrijos. Pero, en lo fundamental, el reflexionar, el hacer un examen serio de las cosas, no ha figurado nunca entre las notas características de este temperamento dominante a impaciente, y menos que nunca cuando se halla ya excitado el resorte fundamental de su ser: su impulsivo orgullo.

En su falta de dominio, la reina no ve, al principio, en todo este escrito acusatorio más que un solo y único nombre: el del cardenal Luis de Rohan, a quien, con toda la violencia de su no dominado corazón, detesta implacablemente desde hace años y a quien atribuye irreflexivamente todas las ligerezas y todas las infamias.

El rey, sometido sin reserva alguna a su mujer, no reflexiona en nada cuando la reina solicita algo de él; ella, por su parte, jamás examina las consecuencias de todas sus acciones y deseos. Sin comprobar la acusación, sin pedir los documentos, sin interrogar al joyero ni al cardenal, se pone Luis XVI, con obediencia de esclavo, al servicio de una irreflexiva cólera de mujer. El 15 de agosto sorprende el rey a su Consejo de Ministros al manifestarles su intención de hacer detener inmediatamente al cardenal. ¿Al cardenal? ¿Al cardenal de Rohan? Los ministros se asombran, se espantan y, estupefactos, se miran unos a otros. Por último, uno de ellos osa preguntar prudentemente si no hará muy mal efecto el detener públicamente, como a un vulgar criminal, a tan alto dignatario, y, para más, eclesiástico. Pero precisamente esto, precisamente la pública ignominia, es lo que exige María Antonieta como castigo. Hay que dar, por fin, un bien visible ejemplo para que se sepa que el nombre de la reina no puede ser mezclado de este modo en toda vileza.

Inconmovible, María Antonieta lo exige así de la justicia pública. Muy de mala gana, llenos de inquietud y malos presentimientos, acceden por fin los ministros. Pocas horas más tarde se desarrolla un inesperado espectáculo. Como la Asunción de María es el santo de la reina, se presenta toda la corte en Versalles para felicitarla; el Oeil de Boeuf y la Galería de los Espejos están totalmente llenos de cortesanos y de altos dignatarios. También el principal actor, Rohan, a quien incumbe la tarea de celebrar la misa de pontifical en aquel día solemne, espera inocentemente, con su sotana escarlata y revestido ya de su sobrepelliz, en el recinto destinado para los personajes de alta categoría, para las grandes entrées, delante de la cámara del rey.


Pero en lugar de aparecer solemnemente Luis XVI para ir a misa con su esposa, un lacayo se acerca a Rohan. El rey le ruega que pase a su gabinete particular. Allí, mordiéndose los labios y apartando la vista del que entra, se halla en pie la reina; la cual no corresponde a su saludo; a igualmente solemne, glacial y desatento, el ministro barón de Breteuil, enemigo personal del cardenal. Antes de que Rohan pueda reflexionar en lo que es posible deseen de él, el rey comienza a hablarle franca y rudamente: « Querido primo, ¿qué es eso de un collar de diamantes que ha comprado usted en nombre de la reina?».
Rohan palidece. No viene preparado para esto. « bien veo que fui engañado, pero yo no he engañado», balbucea.
«Si es así, querido primo, no tiene usted por qué inquietarse. Pero le ruego que me lo explique todo.» Rohan es incapaz de responder. Ve frente a sí a María Antonieta, muda y amenazadora.
Le falta la palabra. Su confusión provoca la piedad del rey, el cual busca una salida.
«Ponga usted por escrito lo que tenga que decirme», dice el rey, y sale de la habitación con María Antonieta y Breteuil.
El cardenal, al encontrarse solo, logra escribir unas quince líneas en un papel y le tiende su declaración al Rey cuando vuelve a entrar. Una mujer llamada Valois le ha decidido a comprar ese collar para la reina. Pero comprende ahora que ha sido engañado por esa persona.
«¿Dónde está esa mujer?», pregunta el rey.
«no lo sé.» «¿Tiene usted el collar?» «Está en manos de esa mujer.» El rey hace llamar entonces a la reina, a Breteuil y al guardasellos y hace leer la exposición de ambos joyeros. Pregunta por los pagarés aparentemente suscritos por la reina.
Totalmente abrumado, tiene que confesar el cardenal: «están en mi poder; son manifiestamente falsos».
«Claro que lo son», responde el rey. Y aunque el cardenal ofrece ahora pagar el collar, resume severamente el rey: «Señor mío, dadas las circunstancias, no puedo abstenerme de mandar que sellen su casa y de apoderarme de su persona. El nombre de la reina es precioso para mí. Está en compromiso; no debo hacerme culpable de ninguna negligencia».


Rohan procura insistentemente que le sea evitada tamaña vergüenza y especialmente en la hora en que debe comparecer ante Dios y decir la misa de pontifical para toda la corte. El rey, blando y bondadoso, se siente inseguro ante la manifiesta desesperación de aquel hombre que ha sido engañado. Pero ahora María Antonieta no puede contenerse ya por más tiempo y, con coléricas lágrimas en los ojos, zahiere a Rohan, preguntándole cómo pudo haber creído, después de ocho años en que no le ha honrado dirigiéndole ni una sola palabra, que iba a escogerlo a él como mediador para concertar secretamente ningún negocio a espaldas del rey. El cardenal no encuentra respuesta a este reproche; él mismo no comprende ahora cómo ha podido dejarse enredar insensatamente en esta aventura. El rey lo lamenta mucho, pero acaba por decir: «Deseo mucho que pueda usted justificarse. Pero tengo que cumplir aquello a que estoy obligado como rey y como esposo».

 Ha terminado la conversación. Fuera, en la cámara de recepción, colmada de gente, espera, inquieta y curiosa, toda la nobleza. La misa debería haber comenzado hace ya mucho tiempo. ¿Por qué se retrasa tanto? ¿Qué es lo que ocurre? Los vidrios de las ventanas vibran levemente con los impacientes pasos de los que pasean de un extremo a otro; otros se hallan sentados y cuchichean; se percibe en el ambiente que está a punto de estallar una tormenta.


De repente se abren con violencia las hojas de la puerta del gabinete real. El cardenal de Rohan aparece el primero, con su sotana color rojo, pálido y mordiéndose los labios; detrás de él, Breteuil, el antiguo soldado, enrojecido su tosco semblante de viñador, con ojos centelleantes de excitación. En medio del salón ordena de pronto al capitán de los guardias de corps, con voz intencionadamente sonora: «¡Detened al señor cardenal!».

Todos se estremecen. Todos se aterran. ¡Un cardenal detenido! ¡Un Rohan! ¡En la antecámara del rey! ¿Estará borracho ese viejo espadachín de Breteuil? Pero no; Rohan no se defiende, no se indigna; con los ojos bajos, se adelanta obediente al encuentro de la guardia. Estremecidos abren camino los cortesanos y, a través de esta doble fila de miradas investigadoras, humillantes, irritadas, avanza de sala en sala, hasta descender la escalera, el príncipe de Rohan, gran limosnero del rey, cardenal de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; príncipe imperial de Alsacia, miembro de la Academia y decorado, además, con innumerables dignidades. A sus espaldas, lo mismo que tras un condenado a galeras, va un rudo soldado vigilándolo. En una apartada estancia.

imagenes del film l'affaire du collier de la reine de 1946, donde muestran el arresto del cardenal en medio de todos los cortesanos.
Rohan es confiado a la guardia de palacio y, al despertar de su aturdimiento aprovecha el atolondramiento general para trazar rápidamente, con lápiz, algunas líneas en una hoja de papel, en las cuales indica a su abate secretario que queme rápidamente todos los escritos contenidos en una camera roja; son, según se sabrá más tarde por el proceso, las falsificadas cartas de la reina. Abajo, uno de los haiducos de Rohan monta con toda celeridad a caballo, galopa con el papel hasta el Hotel de Estrasburgo y llega antes de que la Policía, más lenta en sus movimientos, vaya a sellar todos los muebles y antes de que -vergüenza sin igual- el gran limosnero de Francia sea conducido a la Bastilla en el momento en que iba a decir la misa ante el rey y toda la corte. Al mismo tiempo es publicada la orden de detención contra todos sus cómplices en este asunto todavía oscuro. Aquel día no se dice ninguna misa más en Versalles; ¿para qué? Nadie habría tenido devoción para oírla; toda la corte, toda la ciudad, todo el país quedan aturdidos con esta noticia, que surge inesperadamente como un rayo que cae de un sereno cielo.

Fotocopia de la carta de Luis XVI ordena el envió a la bastilla del cardenal de Rohan dirigida al gobernador de Launay.
Detrás de la cerrada puerta queda, muy agitada, la reina; vibran aún de enojo sus nervios; la escena la ha excitado espantosamente, pero siquiera ha caído, por fin, uno de los calumniadores, uno de los hipócritas enemigos de su honor. Todas las gentes de buenos sentimientos, ¿no se precipitarán ahora para felicitarla por la detención de ese miserable? ¿No alabará toda la corte la energía con que el rey, tanto tiempo tenido por débil, hizo prender con mano firme al más indigno de los sacerdotes? Pero, cosa rara: nadie viene. Con sus miradas confusas, hasta sus propias amigas evitan acercársele; todo está muy silencioso en Trianón y en Versalles. La nobleza no se esfuerza en disimular su enojo por haber sido preso de modo tan deshonroso uno de los miembros de su clase privilegiada, y el cardenal de Rohan, repuesto de su primer espanto y a quien el rey ha ofrecido indulgencia en el caso de que se someta a su juicio personal, declina fríamente la merced y elige como juez al Parlamento. La precipitada reina se siente molesta. María Antonieta no se alegra de su éxito; por la noche, sus camareras la encuentran llorando.

Pero pronto predomina su antigua frivolidad. « En lo que a mí toca -le escribe con loca ilusión a su hermano José-, estoy encantada de que nunca más volveremos a oír hablar de ese repugnante asunto.» Escribe esto en el mes de agosto, y el proceso ante el Parlamento, en el mejor de los casos, sólo podrá ser visto en diciembre, y hasta quizás en el año próximo. ¿Para qué, pues, cargarse ahora con tal lastre la cabeza? ¿Qué importa que las gentes charlen y murmuren? De prisa por tanto; que traigan los potecillos de ungüentos para el rostro, y los trajes nuevos, que por una nimiedad como ésta no va a renunciarse a tan deliciosa comedia. Los ensayos siguen su curso; la reina estudia (en lugar de los expedientes de la Policía en aquel gran proceso, que acaso todavía estaba en sazón de ser detenido) el papel de la alegre Rosina en El barbero de Sevilla. La comedia rococó termina definitivamente con esta última representación del 19 de agosto de 1785.

domingo, 23 de octubre de 2016

LOUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE: RETRATO DE UNA PAREJA REGIA


En las primeras semanas después de una elevación al trono, siempre y en todas partes tienen las manos llenas de trabajo grabadores, escultores y medallistas. También en Francia se deja a un lado, con apasionada rapidez, el retrato de Luis XV el rey que desde mucho tiempo atrás no era ya «el bien amado», para sustituirle por la imagen de la nueva pareja soberana, coronada solemnemente: «Le Roi est mort, vive le Roi!».

Luis  y Marie Antoinette de 1938.
No necesita mucho arte de adulación un hábil medallista para imprimir un gesto cesariano a la fisonomía de hombre de bien que posee Luis XVI, pues, prescindiendo del corto y robusto cuello, en modo alguno puede decirse que carezca de nobleza la cabeza del nuevo rey: frente huidiza y bien proporcionada, curva nariz fuerte y casi audaz, labios abultados y sensuales, una barbilla carnosa pero bien formada, componen, dentro de un tipo rollizo, un perfil augusto y plenamente simpático. Retoques hermoseadores los necesita, en primer lugar, la mirada, pues el rey, extraordinariamente corto de vista, sin sus anteojos no conoce a nadie a tres pasos de distancia: aquí el cincel del grabador tiene que afinar mucho ya la puntería para prestar alguna autoridad a estos ojos vacunos, pesados de párpados y mortecinos. Mal le va también a Luis, tan tardo y torpe, en lo que se refiere a su figura; presentarlo como realmente erguido y majestuoso con sus trajes de gala procura un duro trabajo a todos los pintores de la corte, pues tempranamente obeso, mazorral y, gracias a su miopía. Desmañado hasta la ridiculez, a pesar de tener casi seis pies de altura y ser bien conformado, Luis XVI, en todas las ocasiones oficiales, presenta la más desdichada figura. Anda por los brillantes pavimentos de Versalles pesadamente y balanceando los hombros, «como un aldeano detrás de su arado»; no sabe bailar ni jugar a la pelota: cuando quiere marchar aceleradamente, da traspiés, tropezando con su propia espada. Esta torpeza corporal es perfectamente conocida por el pobre hombre, y lo azora; este azoramiento aumenta aún más su tosquedad; de modo que cada cual, en el primer momento, tiene la impresión de tener ante sí, en el rey de Francia, la persona de un desdichado zopenco.

Luis y Marie Antoinette (Les Années Lumières 1989)
Pero Luis XVI no es en modo alguno tonto ni limitado; sólo que, lo mismo que en lo físico se ve duramente embarazado por su miopía, también en lo moral le paraliza su timidez (la cual, en último resultado, depende probablemente de su incapacidad sexual).

Sostener una conversación significa siempre, para este monarca receloso hasta lo enfermizo, un esfuerzo espiritual, pues, como sabe lo lento y difícil que es su mecanismo de pensar, siente un miedo indecible ante las gentes inteligentes, ingeniosas y discretas, a quienes las palabras les brotan fácilmente de los labios; comparándose con ellas, aquel hombre sincero siente, avergonzado, su propia insuficiencia. Pero si se le deja tiempo para ordenar sus ideas, si no se le exigen rápidas resoluciones y respuestas, sorprende hasta a los interlocutores más escépticos, como a José II o a Pétion, con su buen juicio, cierto que no sobresaliente, pero por lo menos recto, sano y honrado; tan pronto como su timidez nerviosa ha sido felizmente dominada, procede de un modo totalmente normal.

En general, le gusta más leer y escribir que hablar, pues los libros se mantienen tranquilos y no ahogan con prisas; Luis XVI -no es casi creíble- lee mucho y con placer, conoce bien la historia y la geografía, mejora constantemente su inglés y su latín, en lo cual le ayuda una memoria excelente. Sus cuadernos y libros de recuerdos son llevados con un orden perfecto; todas las noches, con su escritura clara, redonda, limpia, casi caligráfica, consigna las insipideces más desdichadas («he matado seis corzos», «me he purgado») en un diario que actúa sobre nosotros de un modo directamente conmovedor por su ciego desconocimiento de todos los sucesos de importancia histórica. En resumidas cuentas, el rey es un tipo de inteligencia mediana, poco independiente, destinado por la naturaleza para ocupar un puesto de celoso funcionario de aduanas o de escribiente de oficina; para cualquier actividad puramente mecánica y subalterna, lejos del campo de los acontecimientos históricos; para cualquier cosa, no importa cuál, menos para monarca.

Luis  y Marie Antoinette (l'évasion de louis xvi)
La verdadera fatalidad en la naturaleza de Luis XVI es que tiene plomo en la sangre, Algo acorchado y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar, o simplemente para sentir. Sus nervios, lo mismo que tiras de goma relajadas no pueden ponerse tensas ni tirantes, no pueden vibrar, no pueden desprender electricidad. Este innato embotamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor (en sentido espiritual lo mismo que en sentido fisiológico), alegría, goce, miedo, dolor, terror, todos estos elementos emotivos no logran perforar la piel de elefante de su indiferencia y ni una sola vez inmediatos peligros de muerte consiguen despertarlo de su letargo. Mientras los revolucionarios asaltan las Tullerías, su pulso no late ni un ápice más de prisa, y hasta en la misma noche antes de ser guillotinado no están perturbadas ninguna de las dos columnas de su bienestar: sueño y apetito. Jamás palidecerá este hombre, ni aun con una pistola delante del pecho; jamás la cólera brillará en sus torpes ojos; nada puede espantarle, pero tampoco nada entusiasmarle.

Sólo los más rudos esfuerzos, como la cerrajería o la caza, agitan su persona, por lo menos exteriormente; todo lo delicado, fino de espíritu y gracioso, como el arte, la música y la danza, no es, en modo alguno, accesible al orden de su sensibilidad: ninguna musa ni ningún dios, ni siquiera Eros, son capaces de poner en conmoción sus perezosos sentidos. Jamás, durante veinte años, Luis XVI ha deseado otra mujer que la que su abuelo le ha destinado por esposa; permanece feliz y contento con ella, lo mismo que se contenta con todo, en su carencia de necesidades realmente exasperante. Por ello, fue una diabólica maldad del destino ir a exigir a una naturaleza como ésta, tan estancada, roma y elemental, las más importantes determinaciones históricas de todo aquel siglo, y colocar a un ser humano tan absolutamente destinado a una vida pasiva en medio del más espantoso de los universales cataclismos. Porque precisamente allí donde comienza la acción, donde el resorte de la voluntad debe ponerse en tensión, para actuar o resistir, este hombre, corporalmente robusto, se nos presenta con una debilidad lamentable; toda resolución que adoptar significa siempre para Luis XVI la más espantosa de las perplejidades. Sólo es capaz de ceder; sólo sabe hacer lo que quieren los otros, porque él mismo no quiere otra cosa sino paz, paz y paz.

Luis  y Marie Antoinette (Jefferson in Paris)
Acosado y sorprendido, le promete a cada cual lo que desea; y, de un modo igualmente flojo y afable, lo contrario al que viene tras él; quien se le acerca lo tiene ya vencido. A causa de esta incalificable debilidad, Luis XVI es siempre culpable, aun estando siempre sin culpa, y poco honrado, aun con las mejores intenciones; rey pelanas, sin serenidad ni carácter; pelota con que juegan su mujer y desesperante en las horas en que debería reinar de veras. Si la Revolución, en lugar de hacer caer bajo la cuchilla el corto cuello de este hombre ingenuo y apático, le hubiera concedido, en cualquier sitio, una casita de aldeano con un jardincillo, imponiéndole cualquier insignificante obligación, le habría hecho más feliz que el arzobispo de Reims con la corona de Francia, que llevó indiferentemente durante veinte años, sin orgullo, sin placer y sin dignidad.

Si ni el más servil de todos los poetas de corte osó jamás celebrar como gran monarca a este hombre bondadoso y poco viril, en cambio todos los artistas rivalizan en celo para glorificar a la reina en todas las formas y medios de expresión: mármol, terracota, biscuit , pastel, lindas miniaturas de marfil, y en graciosas poesías, pues el semblante de la reina, y sus modos y maneras, reflejan directa y plenamente el ideal de su tiempo. Tierna, esbelta, graciosa, encantadora, juguetona y coqueta, aquella muchacha de diecinueve años se convierte desde el primer momento en la diosa del rococó, el prototipo de la moda y de los gustos dominantes; si una mujer desea pasar por bella y atractiva, se esfuerza por semejarse a la reina. Mas, sin embargo, María Antonieta no tiene realmente un semblante ni muy notable ni muy expresivo; el suave óvalo de la cara. Finamente recortado, con algunas pequeñas incorrecciones atractivas, como el fuerte labio inferior de los Habsburgo y una frente algo plana en demasía, no seduce ni por su expresión espiritual ni por cualquier rasgo fisonómico muy personal. Algo fresco y vacío, como en un esmalte de lisos colores, impresiona en este rostro de muchacha aún poco formada, todavía curiosa de sí misma, al cual solamente los venideros años de madurez femenina añadirán cierta majestuosa plenitud y resolución. 

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette reine de France, 1956)
Únicamente los ojos, dulces y muy mudables de expresión, de los que fácilmente se desborda el llanto, para centellear en ellos inmediatamente después la alegría en juegos y bromas, denotan una viveza de sentimientos, y la miopía presta a su azul frívolo y no muy profundo un carácter vago y conmovedor; pero en ningún lugar la fuerza de voluntad traza una línea dura de carácter en este semblante pálido; sólo se percibe una naturaleza blanda y acomodaticia, que se deja guiar por cada estado de su ánimo y que, de un modo totalmente femenino, sólo sigue siempre las corrientes profundas de su sentimiento. Pero este encanto delicado es lo que todos admiran más en María Antonieta. Verdaderamente hermoso, sólo se nos aparece en esta mujer lo que es esencialmente femenino: la exuberante cabellera, de un color rubio ceniza que centellea con reflejos rojizos; la blancura de porcelana y el pulido color de su rostro; la redondeada suavidad de sus formas; la línea acabada de sus brazos, lisos como marfil y delicadamente torneados; la cuidada belleza de sus manos; todo lo que hay de floreciente y fragante en una feminidad aún no del todo desplegada; en todo caso, atractivos harto fugitivos y quintaesenciados para que se los pueda adivinar plenamente a través de unos retratos.

Pues hasta las escasas obras maestras que hay entre sus imágenes no nos manifiestan tampoco lo más esencial de su naturaleza, el elemento más personal de su seducción. Los retratos no son capaces casi nunca sino de conservar la fortaleza y rígida pose de un ser humano, y el encanto característico de María Antonieta -acerca de ello coinciden todos los testimonios consistía en la gracia inimitable de sus movimientos. Sólo en la animada manera de mover su cuerpo revela María Antonieta la innata armonía de su natural: cuando, sobre sus finos tobillos, atraviesa, alta y esbelta, por en medio de las filas de cortesanos la Galería de los Espejos; cuando, coqueta y deferente, se reclina en un asiento para charlar; cuando, impetuosa, salta de prisa por las escaleras como en un vuelo; cuando, con un ademán naturalmente gracioso, da a besar su mano, deslumbradoramente blanca, o coloca con ternura su brazo en torno al talle de una amiga, sus gestos, sin nada estudiado, brotan de una pura intuición de su ser femenino. «Cuando está en pie -escribe, completamente entusiasmado, el escritor inglés Horacio Walpole, en general tan cauto-, es la estatua de la hermosura; cuando se mueve, la gracia en persona.» Y, realmente, monta a caballo y juega a la pelota como una amazona; en todas partes donde entra en juego su cuerpo flexible, bien formado y rico en dones, sobrepasa a las más bellas damas de su corte no sólo en destreza, sino también en encantos sensuales, y enérgicamente lo demuestra el fascinado Walpole cuando, al objetársele que la reina, al bailar, no sigue suficientemente el compás, responde con la bella frase de que, en ese caso, es la música la que comete la falta.

Luis y Marie Antoinette (the affair on the necklace)
Por un consciente instinto -coda mujer conoce la ley de su belleza-, María Antonieta ama el movimiento. La agitación es su verdadero elemento; por el contrario, permanecer tranquilamente sentada, oír, leer, escuchar, reflexionar, y, en cierto modo, hasta dormir, son para ella insoportables ejercicios de paciencia. Sólo ir y venir, arriba y abajo y de un lado a otro; comenzar algo, siempre cosa distinta, sin terminarlo nunca; estar siempre ocupada, sin, a pesar de ello, aplicarse a nada seriamente; sólo percibir contantemente que el tiempo no se detiene; ir tras él, adelantársele, vencerlo en su carrera... Nada de comidas largas; sólo catar algunas golosinas; no dormir mucho, no meditar mucho; nada más que ir siempre adelante y adelante, en ociosidades, en cambio permanente. De este modo, los veinte años de vida de reina de María Antonieta constituyen un eterno torbellino, que gira alrededor de su propio ser y que, no dirigiéndose hacia ninguna meta externa o interna, humana o política, se nos presenta como una carrera plenamente vacía de sentido.

Esta falta de dominio de sí misma, este no pararse nunca, esta autodilapidación de una fuerza grande pero mal empleada, es lo que en María Antonieta disgusta tanto a su madre; aquella antigua conocedora de caracteres humanos sabe muy bien que esta muchacha bien dotada por su natural y rica de fuerzas podría obtener cien veces más de sí misma que lo que hoy alcanza. María Antonieta no necesita más sino querer ser lo que en el fondo es, y sólo con ello tendría ya un poder soberano; pero, infaustamente, vive siempre, por comodidad, por debajo de su propio nivel espiritual. Como verdadera austríaca, posee, sin duda, muchas dotes y mucho talento; pero, por desgracia, no tiene ni la voluntad de utilizar seriamente estos dones naturales, ni de profundizar su valer, y aturdidamente disipa sus capacidades para disiparse a sí misma. 

Luis y Marie Antoinette (film Sofia Coppola,2006)
«Su primer movimiento -dice José II- es siempre el verdadero, y si perseverase en él, reflexionando un poco más, sería excelente.» Pero precisamente ya esto de reflexionar un poco es una carga para su impetuoso temperamento; todo pensamiento que no sea el que brota de repente significa para ella un esfuerzo, y su naturaleza, caprichosa y nonchalance, odia toda especie de esfuerzo intelectual. No quiere más que juego, sólo facilidad, en lo general, y en lo particular, ninguna molestia, ningún auténtico trabajo. María Antonieta charla exclusivamente con la boca y no con el cerebro. Cuando se le habla, escucha distraída y con intermitencias; en la conversación, en la cual cautiva con su encantadora amabilidad y su volubilidad centelleante, deja que se pierda toda idea apenas expresada; no dice nada, no piensa nada, no lee nada hasta el final, no aprisiona firmemente cosa alguna para extraer de ella un sentido y auténtica experiencia. Por eso no le gusta ningún libro, ningún asunto de Estado, nada serio que exija paciencia y atención, y sólo de mala gana, con una letra garrapateada a ilegible, despacha las cartas más indispensables; hasta en las dirigidas a su madre se nota claramente con frecuencia el deseo de acabar pronto. No complicarse la vida; nada que pueda producir tristeza, melancolía o aburrimiento. Como de un salto, se aparta de todos los consejeros razonables, para unirse a sus gentiles hombres y a las damas que opinan como ella. Sólo se trata de gozar, sólo de no ser perturbada por reflexiones y cuentas y economías: así piensa la reina, y así piensan todos los de su círculo. Vivir sólo para los sentidos y no pensar en nada; moral de toda una estirpe; moral de este siglo XVIII cuyo destino, como reina, representa María Antonieta simbólicamente, en forma tal que, de modo bien visible, vive con él y con él muere.

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette la veritable histoire)
Una más extraña oposición de caracteres que la de una pareja altamente desigual no podría imaginarla ningún poeta; hasta en los últimos nervios de su cuerpo, hasta en el ritmo de la sangre, hasta en las vibraciones más exteriores de su temperamento, María Antonieta y Luis XVI, en todas sus facultades y caracteres, representan un modelo de antítesis. Él, pesado; ella, ligera; él, torpe; ella, ágil; él, tibio; ella, desbordante; él, apático; ella, con nervios como llamas. Y más adentro, en el terreno espiritual: él, indeciso; ella, resuelta, con excesiva rapidez; discurre él lentamente; tiene siempre ella en la boca un «sí» y un «no» espontáneos; él, severamente devoto; ella, sólo feliz entre mundanidades; él, modesto y humilde; ella, conscientemente coqueta; él, metódico: ella, inconstante; él, ahorrativo, ella, dilapidadora; él, demasiado serio; ella, desmedidamente juguetona; él, oscuras profundidades con corrientes densas; ella, todo espuma y cabrillear de olas. Él se siente a gusto en la soledad; ella, en el puro estrépito de una reunión; a él, con una especie de oscura satisfacción animal, le gusta comer mucho y beber vinos fuertes; ella no cata el vino y come poco y con ligereza. El elemento del rey es el sueño; el de la reina, la danza: el mundo del esposo es el día; el de la mujer, la noche; así, las agujas del reloj de su vida están siempre en oposición, como el sol y la luna. A las doce de la noche, cuando Luis XVI se echa a dormir, es cuando María Antonieta comienza a brillar realmente: hoy en una sala de juego, mañana en un baile, siempre en distintos lugares; cuando, por la mañana, hace ya horas enteras que cabalga él cazando, apenas comienza ella a levantarse de la cama. En ningún sitio, en ningún punto, coinciden sus costumbres, sus inclinaciones, su distribución del tiempo: en realidad, María Antonieta y Luis XVI, durante gran parte de su existencia, hicieron vidas separadas.

Luis y Marie Antoinette (Louis XVI l'homme qui ne voulait pas être roi)
Por tanto, ¿un mal matrimonio, regañón, irritado, difícilmente mantenido? ¡En modo alguno! Por el contrario, un matrimonio absolutamente plácido y satisfecho y, si no hubiese sido por la carencia de virilidad del principio, con sus conocidas consecuencias penosas, hasta un matrimonio completamente feliz. Porque para que se produzcan tiranteces es necesario que haya en ambos lados cierta fuerza de carácter; la voluntad tiene que chocar contra otra voluntad; la dureza contra la dureza. Pero estos dos, María Antonieta y Luis XVI, esquivan todo roce y tirantez; él, por dejadez corporal: ella, por dejadez espiritual. «Mis gustos no son iguales a los del rey -confiesa traviesamente en una carta María Antonieta-; no se interesa él por otra cosa sino por la caza y los trabajos mecánicos... Me concederá usted que mi puesto en una fragua no tendría ninguna gracia especial; no sería allí ningún Vulcano, y el papel de Venus acaso desagradara aún más a mi esposo que todas mis otras aficiones.»

Luis y Marie Antoinette (les adieux a la reine)
Luis XVI, por su parte, no encuentra a su gusto, en modo alguno, la vertiginosa y turbulenta manera de divertirse de la reina, pero el desmazalado esposo no tiene voluntad ni fuerzas para intervenir enérgicamente en ello; bonachonamente, se sonríe de sus excesos, y, en el fondo, está orgulloso de tener una mujer tan charmante y universalmente admirada. Hasta el punto en que su lánguida sensibilidad es capaz de una vibración, este hombre honrado se muestra a su manera -torpe y sinceramente, por tanto- plena y voluntariamente sometido a su hermosa mujer, superior a él en inteligencia, y se echa a un lado, consciente de su inferioridad, para no quitarle la luz. A su vez. Ella sonríe algún tanto de este marido cómodo, pero lo hace sin malignidad, pues también ella lo quiere en cierta indulgente forma, pues la deja regirse y gobernarse según su capricho; se retira delicadamente cuando siente que no es deseada su presencia; no penetra jamás sin anunciarse en la cámara de su esposa; marido ideal que, a pesar de su espíritu ahorrativo, vuelve siempre a pagar las deudas de la reina, le consiente todo, y, a la postre, hasta un amante. Cuanto más tiempo vive con Luis XVI, tanto más crece en ella la estimación por el carácter de su esposo, altamente merecedor de respeto, a pesar de todas sus debilidades. Del matrimonio concertado diplomáticamente se origina, poco a poco, una auténtica camaradería, una mansa vida en común afectuosa; más afectuosa, en todo caso, que la mayor parte de los matrimonios regios de aquel tiempo.

sábado, 22 de octubre de 2016

LAS MUÑECAS "PANDORA"

Un fabricante de muñecos de Pandora - Comte d'Angelo
de Courten.
Las niñas han jugado con muñecas de papel desde la época del antiguo Egipto, a pesar de que las muñecas de moda como tal, se conocieron hasta finales de la edad media. El origen de la muñeca es incierto; algunos argumentan que proceden de Francia, otros de la Italia del renacimiento. Sin lugar a dudas, la historia de la muñeca está vinculada estrechamente con parís, estableciéndola como la capital de la moda.

diseño de una pandora
En la Europa medieval, las muñecas fueron intercambiadas entre los miembros de la realeza en espectáculos extravagantes de la diplomacia. En 1391, Carlos VI de Francia envió una muñeca de tamaño completo a la reina de Inglaterra, y en 1496, la reina Ana de Bretaña en vio una muñeca pandora a la reina Isabel de España. Enrique IV de franca envió a su prometida, Marie de Medicis, la forma de vestir de la corte francesa mediante una colección de muñecas pandora.

Luis XIV estaba ansioso por mostrar el esplendor de la moda parisina, envió muchas muñecas en miniatura de tamaño natural a todas las cortes de Europa. Las muñecas fueron consideradas tan importantes que se les concedió escolta de caballería y la inmunidad diplomática en las alturas de la guerra entre Inglaterra y Francia. En 1704, el Abad Prouost escribió: “por un acto de galantería… los ministros de ambos tribunales otorgan un pase especial para el maniquí, con respeto y durante los momentos de mayor enemistad con experiencia de ambos lados del maniquí era el único objeto que permaneció sin ser molestado”.

Un pastel por Lio en representación de la hija del pintor (ahijada de la emperatriz María Teresa), con su Pandora.
En 1768, el príncipe de Starhemberg fue encargado por Marie Theresa para pasar una asombrosa suma de cuatrocientos mil francos para el ajuar de María Antonieta. Toda la ropa seria elaborada en parís, encargado por los sastres que sirvieron regularmente a la corte. Fueron enviadas 37 muñecas pandoras vestidas a la francesa, llamados aquel entonces “poupees de la mode” o “pouppes de la rue saint-honore”. Estas muñecas fueron divididas en “pequeñas pandoras” (por el desgaste del día) y “gran pandora” (para la noche).

una muñeca pandora cuyo vestido fue diseñado por Rose Bertin para Maria Feodorovna,
Museum palace Gatchina
En 1778, María Antonieta rodena a madame Bertin enviar muñecas vestidas para su madre en Viena, también para sus hermanas en Nápoles y Parma. Se crearon docenas de muñecas con pelucas hechas con pelo de caballo, cada una vestida ricamente, seis cofres contenían una sola muñeca, más grande y más elaborada que la otra. La ropa era de raso, seda, brocado y damasco e incluso bordadas en oro y plata con encaje de Chantilly, Alencon y Le Puy.

Muchas mujeres de la alta sociedad poseían una muñeca pandora vestida en gran Toilette (en traje de corte). Estas pandoras fueron hechas de madera o yeso, con el rostro pintado y el cabello peinado. Llevaban pieles en miniatura, joyería e incluso ropa interior.

Christopher Anstey y su hija con su Pandora - por William Hoare
A mediados del siglo XVIII, las muñecas se habían convertido en algo más que una diversión para la aristocracia, era una parte esencial del comercio de un sastre. Las modistas las utilizaban para mostrar sus creaciones. Estas muñecas viajaron por todo el continente y algunas incluso llegaron a américa.

dama aristócrata acompañada de su hija quien le enseña su pandora

lunes, 17 de octubre de 2016

ISABEL DE PARMA, LA ESPOSA DEL EMPERADOR JOSE II

“Tiene un aspecto muy atractivo, los ojos y el cabello hermoso, labios besables y un busto armonioso. La tez quizás un poco más oscura pero realmente maravillosa…” este es el retrato de la archiduquesa María cristina sobre su cuñada Isabel de Parma.

Isabel de Parma en un retrato que se mantiene en el Hofburg.
La emperatriz María Teresa no podía haber encontrado para el primogénito José una mejor esposa. Isabel, princesa de Borbón-Parma e infanta de España, siendo nieta del rey de España y del rey de Francia. María Teresa dijo una vez, hablando sobre su nuera, que tenía el aspecto “más agradable, combinado con una apariencia atractiva y dulce”.

Criada según la costumbre española, se supuso que Isabel seria doblegada a la voluntad de su marida y la de su madre en ley. Pero no era habitual el nivel cultural de la joven, apenas 19 años, tocaba el violín perfectamente, sabía acerca de política y tenía una buena formación literaria y filosófica. Esto fue considerado extraño por no decir un inconveniente en un tribunal, como el de los Habsburgo, donde el nivel cultural de las archiduquesas fue muy alto.

Isabel escribió a José: “he estudiado un poco de filosofía, un poco de la moral, novelas y reflexión profunda, se de lógica, física, historia, metafísica y canto alegremente”.

José II en un retrato de Liotard
Además de enviar un boleto a la futura madre en ley: “estoy muy halagada con el honor que la emperatriz me hizo. Pero estoy segura de que no viviré el tiempo suficiente para cumplir con sus esperanzas”. María Teresa subestimo la pena teniendo en cuenta un disparate escrito por una niña romántica.

José por su parte escribió a su amigo, el conde de Salm: “voy a hacer todo para ganar el respeto y la confianza de mi mujer. Pero el amor no es que no pueda hacerlo bonito… es que va en contra de mi naturaleza”.

Isabel de Parma en un detalle de la pintura. La princesa es retratado dentro de su carro en compañía de su ama de llaves, la dama Catalina de Gonzales.
El matrimonio se celebró el 6 de octubre de 1760 a bombo y platillo, una pompa con la que la madre del novio quiso destacar no solo la importancia de la unión dinástica, son quizás también para mostrar a sus amigos y enemigos que sus finanzas, a pesar de la guerra de los siete años, aun no se había agotado.

“no hay pluma que pueda expresar adecuadamente toda la magnificencia y el esplendor que caracteriza este solemne día”, así grabo el “Wienerische Diarium” al mencionar la inmensa multitud con profunda alegría y aplausos de júbilos. Un evento que fue exaltado aún mejor de la mano de Martin Van Meytens: los cinco cuadros con las que quiso capturar los mejores momentos de la boda, la entrada de Isabel a Viena, la unión de la pareja en la iglesia de San Agustín, el almuerzo oficial establecido en la gran sala del Hofburg, la cena de gala y finalmente la serenata en el salón de baile.

El matrimonio de José e Isabel en la iglesia de los Agustinos
El evento que quedo grabado en la memoria de María Antonieta, que tenía entonces cinco años, y aun más debe haber impresionado en la memoria de la prometida. Criada en un convento, la princesa sufría de nostalgia. En una carta a su hermana María Luisa, Isabel escribió: “una princesa, no puede, como una mujer pobre en su complazca cabaña en el seno de su familia, cuando se siente abrumada en la alta sociedad en la que se ve obligada a vivir, no tiene ni conocimiento o amistades. Por eso tuvo que abandonar a su familia y país. Porque? Pertenecer a un hombre al que no conoce el carácter y entrar en una familia en la que es recibida con una sensación de celos”.

Ya debilitada por una salud frágil, la sensibilidad de Isabel había sido sacudida por un matrimonio forzado con un joven altivo. Isabel nunca fue capaz de devolver el amor de José, pero siempre trato de comprenderlo y apoyarlo: “hay que decir la verdad en todas las cosas y siempre tratarlo con amabilidad y ternura”, escribió Isabel a su hermana. 

Isabel en un retrato de Mengs
Isabel albergaba una pasión más profunda por la hermana de José, María Cristina: “debo decirle mi querida mimi, que mi única alegría es cuando te veo y puedo estar contigo… no puedo soportar la ansiedad, no puedo pensar en nada más que en el amor por ti. Créeme querida, te amo con locura”.

En otra carta, escribió: "Yo suelo decir que el día comienza por el pensamiento de Dios. Sin embargo Empecé el día pensando en el objeto de mi amor, es por eso que continuamente pienso en ella. "
Confundida y avergonzada, cristina le respondió de una manera cariñosa. Con la esperanza de que Isabel cambiara la actitud, la archiduquesa viajo por un tiempo a Praga, Isabel quedo devastada: “nunca he pensado tanto como ahora en el deseo de morir pronto, dios conoce el deseo de escapar de una vida que tengo que aparentar en este mundo. No soy buena para nada, si se me permitiera matar, yo ya lo he hecho”. La archiduquesa respondió con firmeza: “su deseo de muerte es algo muy malo como se indica, el egoísmo o deseo de una actitud heroica es incompatible con la misma disposición para su amor”.

Dividida entre el amor por cristina, un deber hacia su marido y la fe profunda, Isabel sintió morir de vergüenza y culpa. Su depresión alcanza niveles impresionantes, pero parece que María Teresa y José no se daban cuenta de nada. Ni siquiera el nacimiento de una hija, María Teresa logro apaciguar la depresión de Isabel. El lesbianismo en una corte rígidamente intolerante como lo fue para los Habsburgo, era impensable y pronto la desafortunada Isabel empezó a oír voces: “la muerte me habla con voz secreta pero despierta en mi alma una dulce satisfacción”. Estaba literalmente “obsesionada” por María Cristina y era esto, en parte, la causa de su autodestrucción. 

Una acuarela hecha archiduquesa María Cristina que representa el nacimiento de la pequeña María Teresa, hija de José II e Isabel de Parma. María Cristina en el vestido azul está al lado del recién nacido y la enfermera. José e Isabel están en la cama, al igual que cualquier pareja burguesa.
Isabel fue afectada por la viruela, mientras tenía siete meses de embarazo. Él bebe, una niña a la que se le dio el nombre de María Cristina, nació prematuramente y murió tres horas después del nacimiento, Isabel murió a los pocos días, el 27 de noviembre de 1763, apenas tres años después de la boda.

José estaba inconsolable y golpeado por la pena, permaneció encerrado en sus habitaciones por semanas. María Teresa, para comunicarse con su hijo que no quería ver a nadie, le escribió las notas pasándolas en la noche por debajo de la puerta.

domingo, 16 de octubre de 2016


“En octubre de 1770, el abad de Vermont había sido autorizado a reunirse con su familia. María Antonieta tenía que escribir a su madre durante estos meses. En ocasiones excepcionales, como una enfermedad real, un servicio de mensajería adicional podría ser enviado. Pero, en general, los mensajeros imperiales dejaron Viena a principios de cada mes, viajaron a Bruselas para los despachos, antes de ir a parís y recoger nuevas cartas allí. Se esperaban de regreso en Viena alrededor del día 28 del mes.

Dado que todo el proceso llevo ocho a nueve días de cualquier manera, María Antonieta tuvo que hacer frente a una respuesta rápida; en cualquier caso, tendría que escribir sus cartas en el último minuto, por temor a ser espiados por su nueva familia. Mercy comento sobre como la delfina estaba cerrando para siempre las cosas en contra de la inspección ilegal; defendiendo las manchas en las letras por los motivos de esta velocidad necesaria.

La primera letra sobreviviente de María Antonieta a su madre, data del 9 de julio de 1770, es sin duda una misiva mal escrita, llena de tachaduras. La firma fue destinada evidentemente a ser “antonie”, ya que “tte” era el certificado de matrimonio, pero la delfina ahora tenía que firmar a sí misma “antoinette” a su madre, “Marie antoniette” estaba reservado para documentos formales. No fue, sin embargo, hasta el año siguiente que la firma fue más fluida y fácil.

Además de estas cartas obedientes y no desesperadas de alguien que nunca fue corresponsal natural, la emperatriz recibió informes regulares, detallados e íntimos sobre el comportamiento de su hija”.

Marie Antoinette the journey - Antonia Fraser (2002)

CORONACIÓN DE LUIS XVI EN LA CATEDRAL DE REIMS (1775)

procesión hasta la catedral de Reims.
En Francia, toda la atención de la nación se concentró en la coronación, que había sido designada para ser llevada a cabo en junio. Tras un breve debate, se había decidido que Luís fuera coronado por sí solo. No había muchos precedentes para la coronación de una reina en Francia; y el último ejemplo, la de María de Medicis, coronada después del asesinato de su marido, fue considerado como un mal presagio. Sin embargo, María Antonieta había expresado no tener ningún deseo de ser compañera de su marido en la solemnidad, ella se mantuvo indiferente sobre el tema y se conforme con contemplar como espectadora.

Luis XVI se había visto obligado a pospones la ceremonia e incluso ofreció a abolirla. El ministro Turgot manifestó su repugnancia en el consejo: “va a ser –dijo al rey- mucho más agradable para su gente, diciéndoles que desea mantener la corona de su amor”. Muchos partidarios están de acuerdo en que Luís XVI merecía ser coronado y recibir la bendición de dios. Según Mirabeau “es el más grande de todos los eventos para un pueblo, es sin duda, la inauguración de su rey. El cielo dedica nuestro monarca y aprieta de alguna manera los lazos que nos unen a ellos”.

La escasez del tesoro había provocado las dudas del rey. Sin embargo se le ordeno proporcionar los preparativos para la coronación y la ceremonia, se fijó para el domingo, 11 de agosto de 1775. El rey fue a Reims con la reina y toda la corte. Entro en una carroza de dieciocho pies de altura. Los magistrados de la ciudad habían ordenado que, según la costumbre antigua, las calles estaban cerradas, a lo que Luís XVI respondió: “no quiero nada que me impida ver a mi pueblo”.

grabado de la época que muestra la carroza en la que fue transportado el rey.
El domingo, a las seis de la mañana, llego el arzobispo de Reims, seguido por cardenales y prelados, ministros, mariscales de Francia, consejeros de estado y parlamentarios de diferentes empresas del reino. A las seis y media los compañeros laicos alcanzaron el palacio arzobispal. El ducado de Borgoña representado por el rey, el ducado de Normandía por el conde Artois, el ducado de Aquitania por el duque de Orleans; el duque de Chartres, el príncipe de Conde y el duque de Bourbon representando los condados de Toulouse, Flandes y Champaña.

A las siete de la mañana el obispo de Laon y el obispo de Earl Beauvais fueron en procesión a buscar al rey. Ambos prelados con su vestido de pontifical, llevando las reliquias que cuelgan de sus cuellos, fueron precedidos por la música de la catedral. El marqués de Dreux-Breze, gran maestro de ceremonias, se dirigió inmediatamente ante el clero. Pasaron a través de una pasarela cubierta y llegaron a la puerta del rey. El prelado dijo estas palabras: “pedimos a Luís XVI a quien dios nos ha dado para ser rey”. Tan pronto como las puertas se abrieron, el gran maestro de ceremonia llevo a los obispos ante el rey.

El rey en su traje para la ceremonia de coronación.
El príncipe estaba vestido con una larga camisola de color carmesí mezclado con oro, abierto en los lugares donde debe recibir la unción; lleva encima una túnica larga en tela de plata y en la cabeza, un gorro de terciopelo negro adornado con una línea de diamantes y una pluma de garza blanca. La mano eclesiástica se levanta sobre su cabeza y dice la siguiente oración: “dios todopoderoso y eterno, que ha elevado a la realeza a tu servidos Louis, procura el bien de sus súbditos, en el curso de su reinado y nunca desviarse de los caminos de la justicia y la verdad”. Esta oración termina, los dos obispos toman al rey por el brazo y lo llevan en procesión a la iglesia.

El rey había llegado a la puerta, el cardenal De La Roche-Aymon le dio estas palabras: “señor, tengo la dicha de recibir a su sucesor en la iglesia, introduzca, señor, su ejemplo, bajo estas bóvedas sagradas que la religión lo ha recibido. Abraza la fe que haz de trasmitir a sus sucesores, con la promesa de proteger la misma fe que ha recibido de sus padres. Llevas las cualidades necesarias para fundar un imperio cristiano, las virtudes para mantener su esplendor. Son todos los que figuran en el amor al orden y este amor es el carácter distintivo de su majestad”.

La procesión avanza hasta el altar donde el arzobispo acercándose al rey, presento el libro de los evangelios. Luis puso sus manos y hablo en latín, el siguiente juramento:

“en el nombre de Jesucristo, yo prometo al pueblo cristiano que está delante de mí. En primer lugar, para interponer mi autoridad para mantener en todo momento una verdadera paz entre todos los miembros de la iglesia de dios. Aplicar para mí mismo en mi poder y de buena fe, para evitar, en la medida completa de mi dominación todos los herejes denunciados por la iglesia. Confirmo estas promesas por juramento; yo a dios por testigo y estos santos evangelios”.

Luis XVI recibe después del rito los tributos de los caballeros del espíritu santo como gran maestro de la orden. cuadro de Gabriel François Doyen.
El rey presto un segundo juramento como gran maestro de la orden del espíritu santo y una tercera, que data del reinado de Luís XIV, en relación con el castigo de los duelos. El mariscal de Clermont-Tonnerre ofrece la espada de Carlomagno con estas palabras: “el roció del cielo y la abundancia de la tierra en el reino procure de maíz, vino, aceite y de todo tipo de frutas, de modo que durante este reinado, las personas puedan disfrutar de una salud constante”.

Cuando se terminaron las oraciones, cuatro obispos entonaban letanías y mientras cantaban alternativamente con el coro, el rey se mantuvo postrado en un terciopelo purpura, a su derecha, el arzobispo de Reims también postrado. Recibió la unción en la cabeza, el pecho, entre los hombros y cada brazo. Puso un anillo en el dedo anular de la mano derecha como símbolo de la omnipotencia, así como la unión intima que reinan entre el rey y su pueblo. Luego tomo el cetro en el altar y lo puso en la mano derecha del rey, y finalmente, en su mano izquierda el símbolo de la justicia.


El arzobispo tomo la corona de Carlomagno, traída de Saint-Denis y la puso sobre la cabeza. La multitud de asistentes que llenaron las tribunas repitió el grito de ¡viva el rey!. En ese momento se abrieron las puertas y la multitud de personas se precipito en la enrome basílica. La reina, demasiado excitada, se desvaneció, pero pronto recobro sus fuerzas y fue aclamada como el rey con entusiasmo. Al mismo tiempo los cazadores soltaron en la iglesia una gran cantidad de aves blancas como símbolo de libertad y esperanza.

Detalle de un grabado que muestra al rey recibiendo la unción por parte del arzobispo de Reims.
Saliendo de la iglesia, Luís XVI encontró una multitud aún mayor. Los guardias querían dispersar la masa de gente pero el rey se opuso. Las lágrimas brotaban de los ojos de todos y el rostro del príncipe no era menos movido. La ciudad estaba llena de arcos de triunfo, ornamentos, emblemas y divisas que expresaban los sentimientos más entrañables para el rey y la reina. Dos mil representantes habían viajado a Reims de todas partes de Francia. El rey se acercó a cada uno de ellos y les toco la frente, diciendo: “el rey te toca, dios te bendiga!”.

Moneda conmemorativa por la coronación de Luis XVI.
La ceremonia en la catedral fue de gran magnificencia; después de su regreso a Versalles, María Antonieta escribió a su madre, ella no entra en detalles, solo se limita más bien a una descripción de la impresión manifestada por el pueblo:

“la coronación fue perfecta en todos los sentidos. Se hizo evidente que cada uno era muy encantado con el rey, por lo que todos los súbditos de grandes y pequeños rangos, todos muestran el mayor interés en él… y por el momento de colocar la corona en la cabeza, la ceremonia fue interrumpida por las aclamaciones más conmovedoras que no puede contenerme; mis lágrimas fluyeron a pesar de todos mis esfuerzos… hice todo lo posible para corresponder a la seriedad de la gente y aunque el calor era grande y la multitud inmensa, no me arrepiento de mi fatiga… pero al mismo tiempo es agradable ser tan bien recibido solo dos meses después de la revuelta, a pesar del alto precio del pan, que desgraciadamente todavía continua… es muy cierto que cuando vemos a la gente, incluso en los momentos de angustia, nos tratan bien, lo que nos obliga a trabajar por su felicidad. El rey parece estar de acuerdo conmigo. En cuanto a mí, siento que toda mi vida, incluso si tuviera que vivir cien años, nunca olvidare el día de la coronación”.



“levanto la vista de repente y vio Antonieta. Ella estaba en una galería cerca del altar, y él vio que ella se inclinaba hacia adelante y lloraba en silencio.
Hizo una pausa y el sonrió a través de sus lagrimas, mientras que muchos testigos de su intercambio de miradas, sintieron su emoción y su cariño en esas largas miradas que le dieron unos a otros. Algunos lloraban y todos aplaudieron gritando: “¡viva el rey y su reina!”.
Fue un momento conmovedor, un alejamiento de la tradición y nunca, se dijo, hubo un rey y una reina tan devotos el uno al otro, como esta pareja real.
Tan pronto como pudo se incorporo a Antonieta. Ella le tendió las manos a él y levanto la cara a la suya. “siempre vamos a estar juntos”, dijo Luis XVI”. 
(haciendo gala de la reina extravagante! - Jean Plaidy- 1957)

LA FALLIDA EXCURSION A SAINT-CLOUD (1791)

los parisinos impiden la salida de la familia real de las tullerias. cuadro de
cuadro: Navlet José.
Con Mirabeau se le ha muerto a la monarquía el único auxiliar en su lucha con la Revolución. De nuevo se encuentra sola la corte. Existen dos posibilidades: combatir la Revolución o capitular ante ella. Como siempre, la corte, entre las dos soluciones, elige la más desdichada, el término medio: la fuga.

Ya Mirabeau había considerado la idea de que el rey, para el restablecimiento de su autoridad, debía sustraerse a la imposibilidad de defensa que le era impuesta en París, pues los prisioneros no pueden librar batalla. Para combatir se necesita tener libres los brazos y un suelo firme bajo los pies. Sólo que Mirabeau había exigido que el rey no tomara secretamente las de Villadiego, porque esto sería contrario a su dignidad. «Un rey no huye de su pueblo -decía, y añadía aún con más insistencia-: A un rey no le es lícito marcharse más que en pleno día y solo para ser realmente rey.» Había propuesto que Luis XVI hiciera en su carroza una excursión a los alrededores, y allí debía esperarlo un regimiento de caballería que se conservaba fiel, y en medio de él, a caballo, a la luz del día, debía ir al encuentro de su ejército y entonces, como hombre libre, negociar con la Asamblea Nacional. En todo caso, para tal conducta hace falta ser hombre, y jamás una invitación a la audacia habrá encontrado alguien más indeciso que Luis XVI. Cierto que juguetea con el proyecto, lo examina una y otra vez, pero, en resumidas cuentas, prefiere su comodidad a su vida. 

la guardia nacional en sus puestos para vigilar a la familia real en las tullerias.
Ahora, sin embargo, cuando ha muerto Mirabeau, María Antonieta, cansada de las humillaciones cotidianas, recoge enérgicamente aquella idea. A ella no le espanta el peligro de la fuga, sino sólo la indignidad que para una reina va unida al concepto de huida. Pero la situación, peor cada día, no admite ya elección. «Sólo quedan dos extremos -escribe a Mercy-: permanecer bajo la espada de los facciosos, si es que ellos triunfan (y por consecuencia no ser ya nada), o encontrarse encadenado al despotismo de gentes que afirman tener buenas intenciones y que, sin embargo, nos han hecho y nos harán siempre daño. Éste es el porvenir, y quizás ese momento está más cerca de lo que se piensa, si no somos capaces de tomar nosotros mismos un partido y de dirigir las opiniones con nuestra fuerza y nuestra acción. Créame usted que lo que le digo no procede de una cabeza exaltada ni de la repugnancia que infunde nuestra situación o de la impaciencia por actuar. Conozco perfectamente todos los peligros y los diferentes riesgos que corremos en este momento. Pero por todas partes veo a nuestro alrededor cosas tan espantosas que más vale perecer buscando medios de salvarse, que dejarse aniquilar enteramente en una inacción total.» 

Y como Mercy, prudente y moderado, continúa siempre, desde Bruselas, manifestando sus escrúpulos, le escribe ella una carta aún más violenta y clarividente que muestra con qué implacable claridad aquella mujer, antes tan fácilmente crédula, reconoce su propia ruina: «Nuestra posición es espantosa, y de tal índole, que los que no están en situación de verla no pueden formarse de ella ni idea. Aquí no hay más que una alternativa para nosotros: o hacer ciegamente todo lo que exigen los facciosos o perecer bajo la espada que sin cesar está suspendida sobre nuestras cabezas. Crea usted que no exagero los peligros. ya sabe usted que, mientras fue posible, mi consejo ha sido la dulzura, la confianza en el tiempo y en la mudanza de la opinión pública; pero hoy todo está cambiado: tenemos que perecer o tomar el único partido que todavía nos queda. Estamos bien lejos de cegarnos hasta el punto de creer que este partido mismo deja de tener sus peligros; pero si hay que perecer, sea por lo menos con gloria y habiendo hecho todo lo necesario en pro de nuestros deberes, de nuestro honor y de la religión... Creo que las provincias están menos corrompidas que la capital, pero siempre es París el que da el tono a todo el reino... Los clubes y las sociedades secretas gobiernan a Francia de un extremo al otro; las gentes honradas y los descontentos (aunque estén en gran número) huyen de su país y se ocultan, porque no son los más fuertes y no tienen quien los relacione entre sí. Sólo podrán aparecer cuando el rey pueda mostrarse libremente en una ciudad fortificada, y entonces será general el asombro ante el número de descontentos existentes y que hasta aquí gimen en silencio. Pero cuanto más tiempo se vacile, tanto menos se encontrará un apoyo, pues el espíritu republicano se extiende de día en día entre todas las clases sociales; las tropas están más acosadas que nunca, y no habrá ya ningún medio de contar con ellas si todavía se dilata».

grabado que muestra la vigilancia permanente de la familia real.
Pero, aparte la Revolución, amenaza todavía un segundo peligro. Los príncipes franceses, el conde de Artois, el príncipe de Condé y los otros emigrados, flojos héroes pero estrepitosos fanfarrones, arman estrépito con sus sables, que prudentemente mantienen en sus vainas, a lo largo de la frontera. Intrigan en todos los países, pretenden, para disfrazar lo enojoso de su fuga, hacer el papel de héroes mientras no es peligroso para ellos; viajan de corte en corte, tratan de azuzar contra Francia al emperador y a los reyes, sin reflexionar ni preocuparse de que con estas hueras demostraciones aumenta el peligro del rey y de la reina. «Él (el conde de Artois) se preocupa muy poco de su hermano y de mi hermana -escribe el emperador Leopoldo-: "gli importa un frutto" , así se expresa cuando habla del Rey, y no piensa en lo que perjudica al rey y a la reina con sus proyectos y tentativas.» Los grandes héroes se establecen en Coblenza y en Turín, se dan grandes banquetes y afirman, al hacerlo, que están sedientos de sangre jacobina; a la reina le cuesta enorme trabajo impedir que siquiera no cometan las más burdas tonterías. 

También a ellos hay que quitarles la posibilidad de actuar. El rey tiene que estar libre para poder sujetar a ambos partidos, los ultrarrevolucionarios y los ultrarreaccionarios, los extremistas de dentro de París y los de las fronteras. El rey tiene que ser libre, y para alcanzar esa meta ha de recurrirse al más penoso de los rodeos: la huida. Maria Antonieta Escribió al embajador de España Fernán Núñez:
“Nuestra partida es algo así como ceder al torrente para poder conservar nuestras vidas y necesitamos salir de aquí, cueste lo que cueste, pero para esto necesitamos que las potencias extranjeras nos ayuden, socorriéndonos".

Ahora no falta más que una cosa: un motivo muy manifiesto, un pretexto moral que justifique esta fuga, a pesar de todo no muy caballeresca. Es preciso que sea encontrado algo que pruebe ante el mundo, de paladina manera, que el rey y la reina no se han fugado por simple miedo, sino que el mismo régimen del Terror los ha obligado a ello. Para procurarse este pretexto, anuncia el rey a la Asamblea Nacional y al Municipio que quiere pasar en Saint-Cloud la semana de Pascua. Y bien pronto, como se había deseado en secreto, contando con ello, la prensa jacobina cae en el lazo y dice que la corte quiere ir a Saint-Cloud sólo para oír la misa y recibir la absolución de un cura no juramentado. Fuera de ello, dice también que hay, además, el inmediato peligro de que el rey pretenda escaparse de allí con su familia. Los excitados artículos hacen su efecto. El 19 de abril, cuando el rey quiere subir a su coche de gala, que muy ostensiblemente está ya dispuesto, se halla allí reunida, tumultuosamente, una gigantesca masa humana: las tropas de Marat y de los clubes, venidas para impedir con violencia la partida.

Precisamente este escándalo público es lo que han anhelado la reina y sus consejeros. A los ojos del mundo entero quedará así demostrado que Luis XVI es el único hombre de toda Francia que no tiene ya la libertad necesaria para ir con su coche a una legua de distancia a respirar el aire libre. Toda la familia real se instala, pues, visiblemente en el coche y espera que sean enganchados los caballos. Pero la muchedumbre, y con ella la Guardia Nacional, ordena que le dejen al rey camino libre. Pero nadie le obedece; el alcalde, a quien ordena que despliegue la bandera roja como intimidación, se ríe en sus narices. La Fayette quiere hablar al pueblo, pero ahogan su voz con mugidos. La anarquía proclama públicamente su derecho a la injusticia. 

los Parisinos impidiendo la salida de Luis XVI a Saint-Cloud. 18 de abril de 1791.
Mientras el triste comandante suplica en vano a sus tropas que le obedezcan, el rey, la reina y madame Elisabeth permanecen sentados tranquilamente en el coche, en medio de la bramadora multitud. El bárbaro estrépito, las groseras injurias, no afligen a María Antonieta; por el contrario, contempla con secreto placer cómo La Fayette, el apóstol de la libertad, favorito del pueblo, es demasiado débil ante la excitada masa. No se mezcla en la contienda entre estos dos poderes, para ella igualmente odiosos: tranquila y sin desconcertarse, deja que el tumulto brame en torno suyo, porque trae el testimonio, público y evidente para todo el mundo, de que ya no existe la autoridad de la Guardia Nacional, de que impera en Francia una anarquía completa, de que el populacho puede ofender impunemente a la familia real, y con ello de que el rey está moralmente en su derecho en caso de fuga. Durante dos horas y cuarto dejan que el pueblo haga su voluntad; sólo después da orden el rey de que las carrozas vuelvan a ser llevadas a las caballerizas y declara que renuncia a la excursión a Saint-Cloud.

el marques de La Fayette.
 Como siempre, cuando ha triunfado, la muchedumbre, que aún alborotaba furiosa en el instante anterior, se siente entusiasmada de repente: todos aclaman al matrimonio real, y, con un cambio instantáneo, la Guardia Nacional promete su protección a la reina. Pero María Antonieta sabe cómo debe entender esta protección: «Sí, ya contamos con ello. Pero ahora tenéis que convenir que no somos libres». Con intención pronuncia en voz alta estas palabras. 
Aparentemente, se dirigen a la Guardia Nacional; en realidad, a toda Europa.