domingo, 22 de mayo de 2016

TRIANON : STEFAN ZWEIG


En sí mismo, no es ningún gran regalo el que María Antonieta recibe de su esposo al darle Trianón, pero es juguete que debe ocupar y encantar su ociosidad durante más de diez años.

Su constructor no había pensado jamás este palacete como residencia permanente para la familia real, sino sólo como «buen retiro», como apeadero, y en el sentido de secreto nido de amor, había sido abundantemente utilizado por Luis XV con su Du Barry y otras damas de ocasión. Cálido aún de estas lascivas escenas, se posesiona María Antonieta de este apartado palacete del parque de Versalles. Tiene ahora la reina su juguete, y, a la verdad, uno de los más encantadores que ha inventado jamás el gusto francés; delicado en sus líneas, perfecto en sus proporciones, verdadero estuche para una reina joven y elegante. Edificado con una arquitectura simple, levemente arcaizante, de un blanco reluciente en medio del lindo verde de los jardines; plenamente aislado y, sin embargo, inmediato a Versalles, este palacio de una favorita, y ahora de una reina, no es mayor que una casa de una familia de hoy día, y apenas más cómodo o más lujoso; siete a ocho habitaciones en conjunto, vestíbulo, comedor, un pequeño salón y uno grande, dormitorio, baño, una biblioteca en miniatura ( caso inaudito , pues, según unánimes testimonios, María Antonieta jamás abrió un libro en toda su vida, aparte de algunas novelas rápidamente hojeadas).

En el interior de este palacete, la reina, en todos aquellos años, no cambia gran cosa en la decoración; con seguro gusto no introduce nada llamativo, nada pomposo, nada groseramente caro, en aquel recinto totalmente destinado a la intimidad; por el contrario, no lleva allí nada que no sea delicado, claro y discreto, en aquel nuevo estilo, al cual se llama Luis XVI, con tan escaso motivo como a América por el nombre de Américo Vespucio. Tendría que llevar el nombre de la reina, el nombre de esta delicada, inquieta y elegante mujer; tendría que llamarse estilo María Antonieta, pues nada, en sus formas frágiles y graciosas, recuerda al hombre gordo y macizo que era Luis XVI y a sus toscas aficiones, sino que todo hace pensar en la leve y linda figura de mujer cuya imagen adorna todavía hoy aquellos recintos; formando una unidad desde el lecho hasta la polvera, desde el clavicordio hasta el abanico de marfil, desde la chaise-longue hasta la miniatura, utilizando sólo los materiales más escogidos en las formas menos llamativas, aparentemente frágil y, sin embargo, duradero, uniendo la línea clásica a la gracia francesa, este estilo, aún comprensible hoy para nosotros, anuncia, como ningún otro, el señorío victorioso de la mujer, el dominio de Francia por damas cultas y llenas de buen gusto y trasmuda la pompa dramática de los Luis XIV y Luis XV en intimidad y musicalidad.


El saloncito en que se condensa y se divierte la sociedad de un modo tierno y ligero llega a ser el punto principal de la casa, en lugar de las orgullosas y resonadoras salas de recepción; revestimientos de madera, tallados y dorados, sustituyen al severo mármol; blancas y relucientes sedas, al incómodo terciopelo y al pesado brocado. Los matices tiernos y pálidos, el créme apagado, el rosa de melocotón, el azul primaveral, inician su suave reinado; este arte se apoya en la mujer y en la primavera; no se aspira provocativamente a nada magnífico, a nada teatral a imponente, sino a lo discreto y amortiguado; aquí no debe poner su acento el poder de la reina, sino que todas las cosas que la rodean deben reflejar tiernamente la gracia de la joven mujer. Sólo en el interior de este marco precioso y coquetón alcanzan su auténtica y verdadera medida las deliciosas estatuillas de Clodion, los cuadros de Watteau y de Pater, la música de plata de Boccherini y todas las otras selectas creaciones: este incomparable arte de jugar con las cosas, esta dichosa despreocupación, casi en la víspera de las grandes preocupaciones, ningún otro lugar produce en nosotros un efecto tan directo y auténtico.

Para siempre sigue siendo Trianón el vaso más fino, más delicado, y, sin embargo, irrompible, de aquella floración exquisitamente lograda; aquí, el culto del goce refinado se nos revela por completo como un arte en una morada y una figura de mujer. Y, cenit y nadir del rococó, al mismo tiempo su florecimiento y su agonía, su duración es medida aún hoy de modo más exacto por el relojito de la chimenea de mármol de la habitación de María Antonieta.


Este Trianón es un mundo en miniatura y de juguete: tiene un valor simbólico el que desde sus ventanas no se pueda lanzar ninguna mirada hacia el mundo viviente, hacia la ciudad, hacia París, o siquiera hacia el campo. En diez minutos están recorridas sus escasas brazas de terreno, y, sin embargo, este ridículo rincón era más importante y significativo en la vida de María Antonieta que toda Francia, con sus veinte millones de súbditos. Pues aquí no se sentía sometida a cosa alguna, ni a las ceremonias, ni a la etiqueta, ni apenas a las buenas costumbres. Para dar a conocer claramente que, en aquellos reducidos terrones, sólo ella y nadie más que ella manda, dispone la reina, con gran enojo de la corte, que acata severamente la Ley Sálica, que todas las disposiciones sean dadas no en nombre de su esposo, sino en el suyo propio, de par la reine; los sirvientes no llevan la librea real, roja, blanca y azul, sino la suya propia, rojo y plata.

Hasta el propio marido no aparece allí más que como huésped, un huésped lleno de tacto y cómodo por demás, que nunca se presenta sin ser invitado o a hora inoportuna, sino que respeta severamente los usos domésticos de su esposa. Pero aquel hombre sencillo viene muy gustoso, porque se pasa aquí el tiempo de modo mucho más agradable que en el gran palacio; por orden de la reina está abolida toda severidad y afectación; no se hace vida de corte, sino que, sin sombrero y con sueltos y ligeros vestidos, se sientan en el verde campo; desaparecen las categorías jerárquicas en la libertad de la alegre reunión, desaparece todo engallamiento, y, a veces también, la dignidad. Aquí se encuentra a gusto la reina, y pronto se ha acostumbrado de tal modo a esta laxa forma de vida, que, por la noche, se le hace más pesado regresar a Versalles. Cada vez se le hace más extraña la corte después que ha probado esta libertad campestre; cada vez la aburren más los deberes de su cargo, y, probablemente, también los conyugales: con creciente frecuencia se retira, durante el día entero, a su divertido palomar. Lo que más le gustaría sería permanecer siempre en su Trianón. Y como María Antonieta hace siempre lo que quiere, se traslada, en efecto, totalmente a su palacio de verano. Se dispone un dormitorio, cierto que con un lecho para un solo durmiente, en el cual el voluminoso rey apenas habría tenido cabida. Como todo lo demás, desde ahora también la intimidad conyugal no está sometida al deseo del rey, sino que, lo mismo que la reina de Saba a Salomón, María Antonieta sólo visita a su buen esposo cuando se le antoja (y la madre da voces muy violentamente contra manera de vivir por separado).

En el lecho de su mujer, ni una sola vez es huésped el rey de Francia, pues Trianón es para María Antonieta el imperio, dichosamente intacto, sólo consagrado a Citerea, sólo a los placeres, y jamás ha contado ella entre sus placeres sus obligaciones, por lo menos las conyugales. Aquí quiere vivir por sí misma, sin estorbos; no ser otra cosa sino la mujer joven, desmesuradamente adulada y adorada, que, en medio de mil superfluas ocupaciones, se olvida de todo, del reino, del esposo, de la corte, del tiempo, y a veces -y éstos son acaso sus minutos más dichosos- hasta de sí misma.  

domingo, 15 de mayo de 2016

LA FAMILIA POLIGNAC

En un baile de corte, el año 1775, descubre la reina una joven a quien no conoce todavía, conmovedora en su modesta gracia, angelicalmente pura la mirada azul, de una delicadeza virginal toda la figura; a sus preguntas le dan el nombre de la condesa de Jules Polignac. Esta vez no es, como en el caso de la princesa de Lamballe, una simpatía humana que asciende poco a poco hasta la amistad, sino un repentino interés apasionado, una especie de ardiente enamoramiento. María Antonieta se acerca a la desconocida y le pregunta por qué se le ve tan rara vez en la corte. No es lo bastante acomodada para costear los gastos de la vida de palacio, confiesa sinceramente la condesa de Polignac, y esta franqueza encanta a la reina, pues ¿Qué alma pura tiene que ocultarse en esta mujer encantadora para que confiese con tan conmovedora sinceridad, a las primeras palabras, que padece la más terrible vergüenza en aquellos tiempos, el no tener dinero? ¿No será ésta, para ella, la amiga ideal tanto tiempo buscada? Al punto María Antonieta trae a la corte a la condesa de Polignac y amontona sobre ella tal suerte de sorprendentes privilegios que excita la envidia general; va con ella públicamente cogida del brazo, la hace habitar en Versalles, la lleva consigo a todas partes y hasta llega una vez a trasladar toda la corte a Marly sólo para poder estar más cerca de su idolatrada amiga, que está a punto de dar a luz. Al cabo de pocos meses, aquella noble arruinada ha llegado a ser dueña de María Antonieta y de toda la corte.


Pero, desgraciadamente, este ángel tierno a inocente no desciende del cielo, sino de una familia pesadamente cargada de deudas, que quiere amonedar celosamente para sí aquel favor inesperado; bien pronto los ministros de Hacienda saben algo de tal cuestión. 

Primeramente son pagadas cuatrocientas mil libras de deudas; la hija recibe como dote ochocientas mil; el yerno, una plaza de capitán, a lo que se añade, un año más tarde, una posesión rústica que rinde setenta mil ducados de renta; el padre, una pensión, y el complaciente esposo, a quien en realidad hace mucho tiempo que ha sustituido un amante, el título de duque y una de las prebendas más lucrativas de Francia: los correos. 

La cuñada Diana de Polignac, a pesar de su mala fama, llega a ser dama de honor de la corte, y la misma condesa Julia, aya de los hijos de la reina; el padre, además de su pensión, aún llega a ser embajador, y toda la familia nada en la opulencia y los honores, y derrama además sobre sus amigos el cuerno de la abundancia repleto de favores; en una palabra, este capricho de la reina, esta familia de Polignac, le cuesta anualmente al Estado medio millón de libras. «No hay ningún ejemplo -escribe espantado a Viena el embajador Mercy- de que en tan poco tiempo una suma de tanta importancia haya sido adjudicada a una sola familia.» Ni siquiera la Maintenon o la Pompadour han costado más que esta favorita de ojos angelicalmente bajos, que esta tan modesta y bondadosa Polignac. 


Los que no son arrebatados por el torbellino contemplan, se asombran y no comprenden la ilimitada condescendencia de la reina, que deja que abuse de su nombre regio, de su posición y de su reputación aquella parentela indigna, aprovechada sin valor alguno. 

Todo el mundo sabe que la reina, en cuanto a inteligencia natural, fuerza de alma y lealtad, está colocada cien codos por encima de aquellas criaturas que forman su diaria compañía. Pero en las relaciones humanas nunca decide la fuerza, sino la habilidad; no la superioridad de inteligencia, sino la voluntad. María Antonieta es indolente y los Polignac ambiciosos; ella es inconstante y los otros tenaces: se mantiene sola, pero los otros han formado una cerrada camarilla que aparta intencionadamente a la reina de todo el resto de la corte; divirtiéndola, la conservan en su poder. ¿De qué sirve que el pobre viejo confesor Vermond amoneste a su antigua discípula diciéndole: «Sois demasiado indulgente respecto a las costumbres y a la fama de vuestros amigos y amigas», o que la reprenda, con notable atrevimiento, diciéndole: «La mala conducta, las peores costumbres, una reputación averiada o perdida, han llegado a ser justamente los medios para ser admitido en vuestra sociedad?». ¿De qué sirven tales palabras contra aquellas dulces y tiernas conversaciones, cogidas del brazo; de qué la prudencia contra esta diaria astucia, todo cálculo? La Polignac y su pandilla poseen las llaves mágicas de su corazón, ya que divierten a la reina, ya que combaten su aburrimiento, y al cabo de algunos años María Antonieta está por completo en poder de aquella banda de fríos calculadores. En el salón de la Polignac, los unos apoyan las aspiraciones de los otros a obtener puestos y colocaciones; mutuamente se procuran prebendas y pensiones: cada uno parece preocuparse sólo del bienestar de los demás, y de este modo corren por entre las manos de la reina, que no se da cuenta de nada, las últimas fuentes áureas de las agotadas cámaras del tesoro del Estado en favor de unos pocos. 

“Cuando estoy sola contigo ya no soy una reina, soy yo!”.
Los ministros no pueden impedir este impulso. « Faites parler la Reine .» Haga usted que hable la reina en su favor, responden, encogiéndose de hombros, a todos los solicitantes; porque categorías y títulos, destinos y pensiones, únicamente los confiere en Francia la mano de la reina, y esta mano la guía invisiblemente la mujer de ojos de violeta, la bella y dulce Polignac. 

Con estas permanentes diversiones, el círculo que rodea a María Antonieta va haciéndose inaccesiblemente limitado. Las otras gentes de la corte lo advierten pronto; saben que detrás de aquellas paredes está el paraíso terrenal. Allí florecen los altos empleos, allí manan las pensiones del Estado, allí, con una broma, con un alegre cumplido, se recoge un favor al cual muchos otros, con perseverante capacidad, vienen aspirando desde hace decenios. En aquel dichoso más allá reina eternamente la serenidad, la despreocupación y la alegría, y quien ha penetrado en estos campos elíseos del favor real tiene para sí todas las mercedes de la tierra. No es milagro que todos los expulsados fuera de aquellos muros, la antigua y meritoria nobleza, a la que no es permitido el acceso a Trianón, cuyas manos, igualmente ávidas, jamás se han humedecido con la lluvia de oro, estén cada vez agriadas de modo más violento. 

¿Somos, pues, menos que esos arruinados Polignac?, rezongan los Orleans, los Rohan, los Noafles, los Marsan. ¿De qué sirve tener un rey joven, modesto y honesto, que por fin no es juguete de sus maîtresses , para que después de la Pompadour y de la Du Barry tengamos otra vez que mendigar de una favorita lo que nos pertenece por razón y derecho? ¿Debe realmente soportarse este descarado modo de dejarse a uno a un lado, esta osada desconsideración de la joven austríaca, que se rodea de mozos extranjeros y mujeres dudosas, en lugar de hacerlo de la nobleza originaria del país o domiciliada en él desde siglos remotos? Cada vez más estrechamente se agrupan los excluidos unos con otros; cada día, cada año, crecen sus filas. Y pronto, por las ventanas del desierto Versalles, un odio con cien ojos fija sus miradas en el despreocupado y frívolo mundo de juguete de la reina.