lunes, 20 de julio de 2020

LA CARROZA FÚNEBRE DE LA MONARQUÍA (1789)

A las dos de la tarde son abiertas las grandes puertas de la dorada verja del palacio. Una gigantesca carreta tirada por seis caballos se lleva para siempre de Versalles, rodando sobre el traqueteante pavimento, al rey, a la reina y a toda la familia. Ha terminado todo un capítulo de la Historia Universal; mil años de autocracia regia han acabado en Francia.

Bajo una lluvia torrencial, bajo el azote del viento, había abierto su combate la Revolución el 5 de octubre para ir en busca del rey. Su victoria del 6 de octubre es saludada por un día resplandeciente. Otoñalmente claro el aire, el cielo de un azul de seda, ni una ráfaga acaricia las hojas de los árboles teñidas de oro; es como si la naturaleza contuviera, curiosa, el aliento para contemplar este espectáculo, único de todos los siglos, de ver cómo un pueblo rapta a su soberano. Pues ¡qué cuadro el de este regreso a la capital de Luis XVI y María Antonieta! Mitad cortejo público, mitad mascarada, entierro de la monarquía y carnaval del pueblo. Y ante todo, ¿Qué nueva moda es ésta, qué extraña etiqueta? No van correos galonados trotando, como en otro tiempo, delante de la carroza del rey; no van los halconeros en sus pardos caballos, ni guardias de corps, con sus casacas cubiertas de cordones, cabalgando a derecha a izquierda del coche regio.

Valor de las mujeres parisinas el 5 de octubre de 1789
No va la nobleza, con trajes de gala, rodeando la carroza solemne, sino un torrente sucio y desordenado de gentes, en cuyo centro es arrebatada, flotando como un barco náufrago, la triste carreta. A la cabeza, la guardia nacional con desabrochados uniformes, no formados y en fila, sino cogidos del brazo, con la pipa en la boca, riendo y cantando, cada cual con un mollete de pan clavado en la punta de su bayoneta. Por medio, las mujeres, montadas a caballo de los cañones, compartiendo la silla con algunos galantes dragones o marchando a pie cogidas del brazo con trabajadores y soldados, como si fuesen a un baile. Tras ellos rechinan los carros cargados de harina de los almacenes reales, escoltados por dragones. E incesantemente, saltando de adelante a atrás de la cabalgata, aclamada con claros gritos por los regocijados espectadores, blande fanáticamente su sable la superiora de las amazonas: Théroigne de Méricourt. En medio de este espumeante estrépito flota, polvorienta, la miserable y lúgubre carroza en la cual, muy estrechamente, se amontonan, tras las semibajas cortinillas, Luis XVI, el pusilánime descendiente de Luis XIV, y María Antonieta, la hija trágica de María Teresa, con sus hijos y la gouvernante. Siguen, a igual paso de entierro, las carrozas de los príncipes reales, de la corte, de los diputados y de algunos pocos amigos que permanecen fieles: el antiguo poder de Francia arrastrado por el nuevo, que ensaya hoy, por primera vez, su fuerza irresistible.

Seis horas dura este cortejo fúnebre de Versalles a París. De todas las casas, a lo largo del camino, salen gentes a verlos. Pero los espectadores no se quitan con respeto el sombrero ante los tan ignominiosamente vencidos, sino que sólo se acercan silenciosos, queriendo, cada uno de ellos, poder decir que ha visto, en su humillación, al rey y a la reina. Con gritos de triunfo, las mujeres les muestran su presa: «Aquí los llevamos, al panadero, a la panadera y al mozo de la tahona. Están ahora acabadas todas nuestras hambres». María Antonieta oye todos estos gritos de odio y de befa y se acurruca profundamente en el fondo del coche, para no ver nada ni ser vista. Sus ojos están cerrados. Acaso recuerda, en este infinito viaje de seis horas, los innumerables que ha hecho por este mismo camino, alegres y ligeros, en cabriolet, con la Polignac, para ir a un baile de máscaras, a la ópera o a alguna cena, y su regreso al romper el día. Acaso también busca con la mirada, entre los guardias a caballo, a una persona que acompaña al cortejo, disfrazada: Fersen, su único amigo verdadero. Acaso también no piense absolutamente en nada y sólo esté cansada, sólo rendida, pues lentamente, muy lentamente y de un modo inmodificable, ruedan las ruedas, ella bien lo sabe, hacia un funesto destino.

El 6 de octubre de 1789 Bailly recibiendo a Luis XVI en el 'Hôtel de ville
Por fin se detiene el carro fúnebre de la monarquía a la puerta de París: aquí le espera todavía, al muerto político, una solemne ceremonia de responsorio. Al vacilante resplandor de las antorchas, el alcalde Bailly recibe al rey a la reina, y celebra como un «hermoso día» esta fecha del 6 de octubre que para siempre hace de Luis el súbdito de los súbditos. «¡Qué hermoso día- dice enfáticamente-este que permite que los parisienses posean en su ciudad a Vuestra Majestad y a su real familia!» Hasta el insensible rey percibe esta puntada a través de su piel de elefante, y responde brevemente: « Espero, señor, que mi residencia en París traerá la paz, la concordia y la sumisión a las leyes».

Pero todavía no dejan descansar a los mortalmente fatigados. Aún tienen que ser llevados al Ayuntamiento para que todo París pueda contemplar sus rehenes. Bailly transmite las palabras del rey: «Siempre me veo con placer y confianza en medio de los habitantes de mi buena ciudad de París», pero, al hacerlo, olvida repetir la palabra «confianza» ; sorprendente presencia de espíritu, observa la omisión la reina. Reconoce lo importante que es que, con esta palabra, «confianza», se le imponga también la obligación al sublevado pueblo. En voz alta recuerda que el rey ha expresado también su confianza.

Louis XVI y Bailly en el Hotel de Ville. Ilustración para Francia y sus revoluciones 1789-1848 por George Long (Charles Knight, 1850).
«Ya lo oyen ustedes, señores -dice Bailly, rápidamente dueño de sí-, es aún mejor que si yo no me hubiese equivocado.» Para acabar, llevan a la ventana a los forzados viajeros. A derecha a izquierda sostienen antorchas cerca de sus rostros, a fin de que el pueblo pueda cerciorarse de que lo que han traído de Versalles no son muñecos disfrazados, sino, realmente, el rey y la reina. Y el pueblo está totalmente entusiasmado, totalmente ebrio de su inesperada victoria. ¿Por qué no ser ahora magnánimos? El grito de «¡Viva el rey, viva la reina!», no oído desde hace mucho tiempo, retumba una y otra vez en la plaza de la Grève, y, en recompensa, les es permitido ahora a Luis XVI y a María Antonieta que se trasladen sin protección militar a las Tullerías, para descansar por fin de aquella espantosa jornada y meditar a qué profundidad han sido precipitados por el pueblo.

Los coches polvorientos y sofocantes se detienen delante de un palacio sombrío y abandonado. Desde Luis XIV, desde hace cincuenta años, la corte no ha vuelto a habitar las Tullerías, la antigua residencia de los reyes; las habitaciones están desiertas, los muebles han sido quitados, faltan camas y luces, las puertas no cierran, el aire frío penetra por los rotos vidrios de las ventanas. A toda prisa, a la luz de prestados cirios, se intenta improvisar un semidormitorio para la familia real, caída del cielo como un meteoro. «¡Qué feo es todo aquí, mamá!» , dice, al entrar, el delfín, de cuatro años y medio de edad, que ha sido criado en el esplendor de Versalles y de Trianón, habituado a brillantes candelabros, centelleantes espejos, riqueza y suntuosidad. «Hijo mío -responde la reina-, aquí vivió Luis XIV y se encontraba bien. No debemos ser más exigentes que él.» Sin lamento alguno, Luis el Indiferente se instala en su incómoda yacija nocturna. Bosteza y dice perezosamente a los otros: «Que cada cual se coloque como pueda. Por mi parte, estoy satisfecho».

Luis XVI en ropa de ciudad, seguido de María Antonieta que sostiene la mano del Delfin; los tres, con la cabeza descubierta, avanzan hacia la derecha, liderados por la ciudad de París, cubiertos y coronados con torres, que les muestra la fachada de las Tullerías, frente a la cual se reúne la multitud.
María Antonieta, sin embargo, no está satisfecha. Nunca considera esta morada, que no ha elegido libremente, más que como una prisión: nunca olvidará de qué humillante manera fue arrastrada hasta aquí. «Jamás se podrá creer -le escribe precipitadamente al fiel Mercy- lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Por mucho que se diga, nada será exagerado, sino que, por el contrario, quedará muy por debajo de lo que hemos visto y soportado.» 

domingo, 5 de julio de 2020

LA MODA EN TRIANON


Por la exclusión e indignados por la provocación de María Antonieta, los aristócratas, aparte revivieron el viejo apodo que el partido francés le dio a la reina, l'Autrichienne , y puso en marcha una nueva serie de ataques xenófobos contra ella. Afirmando que esta princesa de los Habsburgo nunca había podido adaptarse a los refinamientos formales de la corte francesa, nadie había olvidado su antigua guerra con el corsé, llamaron a Trianon "pequeña Viena" y "pequeña Schönbrunn". Aunque había sido despojada ritualmente de toda la ropa austriaca a su llegada a Francia, la pizarra en blanco de su cuerpo no había podido corresponder a dar su promesa como un lugar de inscripción de la costumbre borbónica; Como el historiador Thomas E. Kaiser ha declarado convincentemente, se sospechaba que María Antonieta "no había intercambiado su identidad nacional lo suficiente". Completamente manifiesta en su comportamiento desviado en el Trianon, su disgusto por el protocolo y su deseo de privacidad fueron interpretados por los enemigos menos como una extensión de una vista protonaturalista del mundo a la manera de Rousseau como evidencia de su irreformado "corazón de Austria" y su despreciable barbarie Alemán.

Este estilo de vida dio lugar a placeres más directamente relacionados con la moda, y aparentemente más inocentes. Aunque sus primeros años en el Petit Trianon coincidieron con el descubrimiento de la mode parisienne, ella eligió no vestirse en el país de la manera en que exageraba en la capital; Era casi como si, en la intimidad del refugio de su país, pudiera dejar de intentar atraer la atención y el respeto con tanta claridad. Con la excepción de su suntuosa vestimenta teatral, a menudo trató de combinar la simplicidad cultivada del diseño de la mansión con un enfoque de vestimenta igualmente natural y despojado. (Los escritos de Rousseau, de hecho, la sencillez prescrita de la ropa como un antídoto para los trajes muy elaborados y caros de la capital francesa). 

 
Lejos de las miradas curiosas de sus súbditos, Marie Antoinette parece haber afirmado su poder no tanto al cultivar una personalidad llamativa, interesada en llamar la atención, como usar exactamente lo que le gustaba, y estos disfraces una vez más estaban claramente en desacuerdo. Las tradiciones del vestido de Versalles. "Por lo tanto, le pido amablemente", le dijo a su amiga de la infancia, la princesa Louise von Hesse-Darmstadt, "que no venga con ropa formal, sino con ropa de campo". Con Bertin a mano para satisfacer sus caprichos, y con el rey todavía sin levantar ningún obstáculo serio para sus gastos, María Antonieta inventó con entusiasmo nuevos trajes adecuados para su refugio y basándose en la idea de que ella, como reina, podía suspender libremente los dictados. En relación con la ropa que había transgredido de manera arriesgada como la delfina.

En la medida que expreso un rechazo completo de las tradiciones aristocráticas y reales, el movimiento de la reina hacia la simplicidad estilizada hizo nada para disipar la ira que sus modas parisinas, en otros aspectos muy diferentes, hiperdecoradas, también habían despertado los sujetos. El 22 de octubre de 1781, finalmente cumplió con su deber con el reino y le dio a la nación un delfín, Sin embargo, la creciente aversión pública al comportamiento inapropiado de la reina pareció eclipsar una vez más la reacción a este tan esperado evento dinástico. Visto a través del lente de sus otras modas de Trianon, la ropa que llevaba María Antonieta atrajo la atención indignada de cortesanos y plebeyos, que parecen haberlos interpretado igualmente como signos adicionales de su desviación "austríaca", su desafío a las costumbres francesas, su extravagancia salvaje y su robo del poder sagrado del rey. 


Fue revelador en este contexto que el nuevo peinado masculino de la reina, el catogan, provocó la desaprobación de Luis XVI, aunque con su característica amabilidad y oblicuidad expresó su descontento con una broma. En mayo de 1783, apareció en la cámara de la mujer con el pelo recogido en un moño. Cuando María Antonieta le preguntó, riendo, por qué había hecho esta cosa tan horrible, él respondió que aunque el peinado era realmente "ignorable",

“Es una moda que me gustaría lanzar, ya que hasta ahora nunca había lanzado una moda mía... También los hombres necesitan un peinado que los distinga de las mujeres. Usted ha tomado de nosotros, la pluma y el sombrero... hasta hace poco todavía tenía el catogan y me parece que es muy vergonzosa para las mujeres” 

Según Memoires Secrets , quien era solo uno de los tabloides de chismes que denunciaron este incidente, María Antonieta aceptó las bromas del rey como censura y "inmediatamente les ordenó deshacer su catogan ". Este espectáculo superficial de la docilidad, sin embargo, no borró su reputación como una reina que no conocía su lugar y que sólo había vestido con la ropa del sexo opuesto y, escandalosamente, gracias a su marido castró a hacer lo mismo.
  

Recordando el moño deliberadamente extraño del rey, esta sugerencia sarcástica de moda expresó el grado en que se pensaba que la moda femenina en ese momento había comprometido la dignidad masculina. Al igual que Sansón privado de su cabello, los franceses sin sus sombreros fueron reducidos a sillones impotentes, desdeñosamente llamados 'hombrecitos' y 'limitados', feminizados y, quizás, los más humillantes, anticuados con las gorras del año pasado.

En 1783, la Reina corroboró directa y sustancialmente estas acusaciones cuando permitió que Madame Vigée-Lebrun incluyera en la exposición pública de ese año en el Louvre Hall de París un retrato de sí misma titulado La Reine en Gaulle .

En esta pintura, la figura de María Antonieta estaba completamente desprovista de las prendas y accesorios convencionalmente presentes en los retratos reales. Atrás quedaron el gran hábito de cour , la suntuosa capa de armiño con flor de lis bordada, las joyas invaluables, el peinado muy pulverizado, los enormes círculos de colorete. (Incluso en el retrato pintado por Gautier-Dagoty en 1775, en el que adornaba su traje con ramas de lirio natural, María Antonieta había conservado estas otras insignias más tradicionales de la vestimenta de una reina.) En cambio, el soberano de Madame Vigée-Lebrun solo vestía un sombrero de paja de ala ancha y, como lo anunciaba el título de la pintura, un Gaulle de muselina apretada con una amplia franja de gasa azul claro. Aparte de las rosas que sostenía que se parecían a su nacimiento en los Habsburgo, absolutamente nada en el retrato sugería su augusta identidad, y eso era claramente lo que la reina quería. Al igual que su antigua némesis, Madame Du Barry, María Antonieta estaba tan entusiasmada con el estilo nuevo y simplificado del vestido que estaba ansiosa por ver sus halagadores efectos celebrados en una pantalla... y que las verdaderas expectativas de representación eran un infierno. 

 
Los discretos encantos de un disfraz tan poco notorio pasaron desapercibidos por la multitud en París, que se enfureció porque esta vez la reina había ido demasiado lejos. Con esta última afrenta a la dignidad y la santidad del trono, ella definitivamente demostró que sus otros errores en el campo de la moda ya se ha sugerido: María Antonieta no merecía ni su posición especial y el respeto de sus súbditos. La exposición estaba abierta al público, y la noticia de que contenía un retrato de la reina "vestida de sirvienta" "usando un paño de limpieza" llevó a detractores y críticos a hablar con toda su fuerza. Incluso el progresista Mirabeau, un aristócrata que pocos años después alentaría a los miembros de la burguesía en su descarado ataque contra los fundamentos políticos del Antiguo Régimen, comentó puntualmente que "Luis XIV estaría muy sorprendido si pudiera ver a la esposa y sucesor de su bisnieto con el vestido y el delantal de una camarera". En efecto, María Antonieta tenía un largo camino desde los primeros años, imitando la grandeza de Luis XIV. En el retrato de Madame Vigée-Lebrun, su rechazo al lujo cortesano representaba una desviación completa de la imperiosa gloria de su antepasado. Y para hacer este cambio, la reina violó "la ley fundamental de este reino: la gente no puede soportar ver a sus príncipes caer al nivel de simples mortales".

Como en sus quejas sobre la dudosa diversión de Marie Antoinette en el Trianon, la ansiedad del público sobre la forma en que Madame Vigée-Lebrun la representaba tenía un toque de malestar sexual. Para los no iniciados, el vestido en el retrato se parecía sobre todo a una camisa de vestir: una pieza que una mujer usaba debajo de otra ropa o vestía como un atuendo informal cuando descansaba en el espacio íntimo de su tocador privado. Como la propia Madame Vigée-Lebrun recordó más tarde, la similitud entre la gaulle y la camisa llevó a muchos espectadores a concluir que "había pintado a la reina en ropa interior”. Por lo tanto, La Reine en gaulle no solo parecía indigna sino indecente, y combinó la autodegradación. La vida social de María Antonieta con su supuesta inmoralidad sexual. 

 
Además, se volvió a ver que el libertinaje de la reina tenía un inconfundible carácter alemán. Un visitante enojado del Louvre declaró que el retrato de Madame Vigée-Lebrun debería haberse titulado Francia vestida como Austria, reducida a cubrirse con paja. Como la historiadora del arte María Sheriff sugiere, esta broma reveló que la pintura "fue visto como una indicación del deseo de la reina de dejar de ser francés, para traer lo que era un extraño en el corazón del reino francés" - que era un extranjero el tejido supuestamente belga, simbólicamente austriaco, de su gaulle. Y, no hace falta decir que, como símbolos de su herencia de los Habsburgo, las rosas que sostenía en el retrato solo realzaron estas supuestas lealtades extranjeras.

El clamor de La Reine en gaulle fue tan violento que Madame Vigée-Lebrun tuvo que quitar la pintura de la exposición y reemplazarla con otro lienzo ejecutado apresuradamente llamado La Reine à la rose. Esta pintura representaba a María Antonieta en una túnica francesa de aureola de seda gris azulada con suntuosas joyas de perlas, atributos que atestiguaban tanto su majestad como su condición de francesa. La propia Vigée-Lebrun, una rebelde de 28 años con gustos poco convencionales e informales, prefería a la reina con un vestido más "natural" y la apoyaba firmemente en su abandono de los adornos más majestuosos. 

  
Sin embargo, a la propia María Antonieta claramente le gustaban demasiado sus trajes simples para abandonarlos, incluso después del fiasco de la exposición y la aprobación de una ley proteccionista que prohibía la importación de muselina extranjera. Una vez más, burlándose de la autoridad de su marido y del disgusto de sus súbditos, se aferró a sus gaulles y sombreros de paja, mostrándolos no solo en su palacio sino también en Versalles, donde ahora se negaba a usar vestimenta formal, excepto en ocasiones. Más solemne. En la mayoría de las fiestas de la corte, rechazó las máscaras y el dominó con los que alguna vez se había escondido de los molestos espectadores y sorprendió a estas personas con su indudable vestimenta campesina, Incluso fue tan lejos como para llamar a su hija "Muselina" (Mousseline) y vestir a la niña con ropas campesinas simples que iban encantadoramente con las suyas. Alimentada por estos actos desafiantes, la indignación por los trajes indignos y antifrancés de la reina duró mucho después de que La Reine en Gaulle desapareciera de la vista.