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domingo, 4 de febrero de 2024

LA FUITE DE VARENNES: LOS PREPARATIVOS DE UNA FUGA REAL (1791) - CAP.02

La Fuite du roi (20 juin 1791)

Bouille recibía desde hacía tiempo extrañas cartas en las que se trataba de extraños personajes con los nombres de Creton, Fadot o Ervé... El misterioso corresponsal del general precisaba que se apresurarían a salir de FADOTIÈRE, pues los trinitarios se estaban volviendo imposible y los Jodelin demasiado complacientes. Y Bouille, con toda seriedad, se ofreció a enviar los volúmenes de la biblioteca, se asustó de los estragos de la epidemia de fiebres pútridas y recomendó tomar las aguas o hacer uso del suero.

Esta fue la correspondencia secreta intercambiada entre el marqués de Bouillé y el conde de Fersen que se comprometió a traducir estas cartas sibilinas para el rey. Creton era el ministro de Guerra, Ervé simbolizaba a La Fayette, Fadot designaba a Bailly, alcalde de París y, por supuesto, la capital se bautizaba La Fadotière... El general, cuando hablaba de libros, se refería a soldados y sus consejos no iban dirigidos en salud, pero a la salida del rey y la reina hecha esencial por las fiebres pútridas, en otras palabras, por las insurrecciones internas de Francia creadas por la culpa de los Trin y los Jodelin, es decir por los diputados de izquierda y de derecha.

Carta cifrada dirigida al rey por el marqués de Bouillé.
El proceso rápidamente pareció infantil e imprudente, por lo que Bouillé prefirió escribir en números, según una clave cuidadosamente establecida... A medida que el proyecto tomaba forma, el número, al principio muy simple, se fue complicando, tanto que Fersen pronto fue capaz de escribir a Bouille: "A fuerza de ser misterioso has sido casi ininteligible y he echado de menos nunca poder leerte". Hoy en día, los propios especialistas del Ministerio de Asuntos Exteriores no han logrado hacerlo y ciertos documentos que fueron incautados en las Tullerías y en la residencia de Fersen, al día siguiente de la partida, aún no han podido ser descifrados...

Sin embargo, con la ayuda de las memorias de los principales organizadores del equipo, conocemos hasta el más mínimo detalle el proyecto diseñado por el rey, el obispo de Pamiers, Bouillé y Fersen.

El marqués, para llegar a Montmédy, dio a elegir al rey entre dos rutas: la de Stenay por Reims y la de Châlons por Clermont. Si la primera ofrecía el inconveniente de pasar por la ciudad de la coronación, donde el rey corría el riesgo de ser reconocido, tenía la ventaja de ser poco frecuentada. Además, el Regimiento Real Alemán estaba acuartelado en Stenay y podía bastar para escoltar al sedán. La segunda ruta obligó a atravesar primero Châlons, una ciudad de guarnición; luego, para llegar a Montmédy, el rey tendría que pasar por Varennes y Dun que, situado fuera de la carretera principal, no tenía casa de correos. No sabemos, además, si se le dijo al rey hasta qué punto el sitio de Varennes se prestaba a una emboscada y corría el riesgo de convertirse en un verdadero asesino. El camino, dice monseñor Aimon de Varennes, “pasaba bajo una bóveda baja y oscura cerrada en un extremo por una puerta de carro”. Sólo encontró el aire libre después de pasar bajo la iglesia del Château... Ciertamente Luis XVI desconocía este importante detalle, porque, sin más vacilación, prefirió la segunda ruta.

Bouille hizo una reverencia, pero aconsejó al rey que llevara consigo a un hombre valiente que conociera bien el camino. El general propuso al marqués d'Agoult, ex mayor de las guardias francesas. Luis XVI declinó la oferta: habría sido necesario separar a Madame de Tourzel, institutriz de los Niños de Francia que, en virtud de su cargo, tenía la prerrogativa de no dejar al Delfín y Madame Royale. Ahora Madame Elisabeth también debía huir con el rey. Difícilmente podría haber más de seis a bordo del sedán. Por la misma razón, Luis XVI se negó a llevarse a Fersen. ¿Quizás al marido de María Antonieta también le parecía inapropiado viajar bajo la protección del amante de su mujer... o, al menos, del que todos consideraban tal? Con el pretexto de enviar cartas al conde de Artois, el rey se contentó con pedir al conde de Agoult que le nombrara tres guardaespaldas de entre los despedidos en octubre de 1789. Estos tres caballeros se encargarían de ordenar los caballos en los relevos, pagar los postillones y, si era necesario, para proteger a la familia real. El conde d'Agoult eligió a François-Melchior de Moustier, François-Florent de Valory y Jean-François de Malden, a quienes sólo se les informaría en el último momento de la delicada misión que les esperaba.

Además, se traerían dos sirvientas que viajarían en un descapotable. Lo cual, con los seis ocupantes del sedán, elevaría el número de viajeros a once. Por tanto, en cada relevo sería necesario encargar seis limones para el sedán, tres caballos para el descapotable y dos bidés de poste para los correos. ¡Fue mucho!... ¡mucho para nosotros! ¡Pero muy poco para el rey de Francia que, cuando viajaba, solía llevar consigo dos o tres mil personas y otros tantos caballos! Se decidió que los viajeros se quedarían solos hasta Châlons.

El rey había garantizado que podía salir clandestinamente de las Tullerías hacia las once y mitad de la tarde. Por lo tanto, cruzaría la barrera a más tardar a medianoche. El barón de Goguelat, oficial de Estado Mayor implicado en el complot, viajaba solo en un coche de posta y calculó -teniendo en cuenta, al parecer, que un sedán se movía con menos rapidez- que el rey podría llegar sobre las doce y media a las Chalons. 

La Fuite du roi  Louis XVI (20 juin 1791)
Reverso del pasaporte en el que Luis XVI trazó con su mano el camino de Châlons a Metz y de Clermont a Montmédy. La línea de puntos entre Montmédy y Luxemburgo nos demuestra que el rey no tenía intención de abandonar Francia, al menos no inmediatamente.
En consecuencia, las travesías de Meaux y La Ferté-sous-Jouarre se realizarían de madrugada y la de Montmirail hacia las ocho de la mañana. Sin embargo, la ruta a Châlons presentaba un verdadero peligro ya que sería necesario detenerse en doce puestos, ¡lo que representaba una caballería de ciento treinta y dos caballos! Estaríamos pues ante treinta y seis postillones -tres por puesto- por no hablar de la cohorte de novios curiosos y parlanchines que, en cada relevo, desenganchaba y enganchaba los caballos. Sería cuestión de tener cuidado y sobre todo durante la travesía de Châlons, ciudad a la que llegaríamos en pleno día; ¡las persianas del automóvil deben bajarse con cuidado! Tan pronto como se cruzarán las puertas de Châlons, los viajeros estarían en relativa seguridad. Allí, de hecho, comenzó el mando del general de Bouille.

 El marqués iba a poner en su confianza al señor de Mandell, coronel de la Royal German, al duque de Biron, coronel de Lauzun-hussars, conde Charles de Damas que comandaba los Monsieur-dragons y especialmente el duque de Choiseul , coronel de los Dragones Reales, y sobrino del ministro. Estaría con el primer destacamento de cuarenta húsares. Con el pretexto de proteger el paso de un "tesoro" destinado a pagar la paga de las tropas, los jinetes, con Choiseul y Goguelat a la cabeza, esperarían al rey en Pont-de-Somme-Vesle, el primer puesto después Chalons. El destacamento escoltaría al sedán hasta Sainte-Menehould donde habría cuarenta dragones del Regimiento Real. quienes, a su vez, galoparían detrás del carruaje, mientras los húsares de Choiseul, con la misión de no dejar pasar a nadie, bloquearían durante veinticuatro horas el camino a Verdun y el atajo que conduce, a través del bosque, desde Sainte- Menehould a Varennes. 

Durante este tiempo la familia real seguida por su escolta habría llegado a Clermont donde les estarían esperando cien dragones de Monsieur y cuarenta jinetes destacados del Regimiento Real. Sesenta húsares de Lauzun estarían entonces en Varennes y cien en Dun. Finalmente, cincuenta dragones estarían estacionados en Monzay y el regimiento real alemán daría la bienvenida al rey en Stenay.

La Fuite du roi  Louis XVI (20 juin 1791)

Por lo tanto, es a la cabeza de un cuerpo de tropas bastante imponente que el rey entraría en Montmédy. A legua y media del campamento se encontraba el pequeño castillo de Thonelle donde se instalaría la familia real. Pero, ¿por qué el general decidió quedarse detrás de su primera línea establecida en Pont-de-Somme-Vesle? Llevando su puesto de mando a Varennes o Clermont, ¿no habría estado en mejores condiciones para intervenir en caso de dificultad?

El dispositivo diseñado por Bouille también preocupó a Fersen. Sin duda, Axel era de la misma opinión que el general sobre las precauciones que había que tomar de París a Châlons “pues -escribió- lo mejor de todo es no tomar ninguna; todo debe depender de la celeridad y el secreto”. ¿Pero entonces? "Si no estáis seguros de vuestros destacamentos", prosiguió sabiamente el sueco, "sería mejor situarlos sólo de Varennes para no despertar algo de atención en el país". ¡Entonces el rey simplemente pasaría!”  Diez veces volvería a esta pregunta. " ¡Asegúrate de tener destacamentos o solo colócalos de Varennes!" él repetirá.

¡Por qué no lo hemos escuchado!

Sin embargo, los preparativos están llegando a su fin. Fersen era infatigable, se procuraba dinero endeudándose, hacía redactar un pasaporte a nombre de " Mme de Korff -era Mme de Tourzel- que partía para Frankfurt con dos hijos, una esposa -la reina-, un ayuda de cámara -el rey- y tres sirvientes. Madame Elisabeth, vemos, fue olvidada. El ministro Montmorin firmó con toda inocencia.

La Fuite du roi  Louis XVI (20 juin 1791)
La orden secreta dada por Luis XVI al general de Bouillé, transmitida por este último al coronel de Mandell y que supuso el inicio del sistema ideado por el rey y por Fersen.
Para facilitar la difícil salida de las Tullerías, en los aposentos reales se prepararon salidas secretas: como un armario realizado por el señor Trompette, carpintero del rey, y que permite, como especificará más adelante el obrero, "pasar a través del armario como a través de una puerta”.

El rey ordenó a los tres guardaespaldas que se ordenaran "libreas de mensajero" entre sí. No han encontrado nada mejor que vestirse con libreas amarillas, viejas casacas de la Casa del Príncipe de Condé que partió para la emigración, libreas demasiado conocidas en Argonne y, sobre todo, en Clermontois. Es cierto, además, que Moustier, Malden y Valory habían adivinado que iban a participar en esta famosa partida que discutían toda Francia y toda Europa. Los tres guardias habían charlado. El conde de Moustier se había confiado a cierta dama de Fréville, Valory tampoco había podido contener la lengua, y su amante estaba así en la confidencia...

María Antonieta, por su parte, ¡fue imprudente al enviar a Bélgica un “esencial enorme en cuanto a su tamaño” -dice la señora Campan y que hasta contenía una palangana! La reina fingió enviar este "mueble" a su hermana, la archiduquesa María Christina, pero el regalo parecía sospechoso. Entonces comenzaron a llover las denuncias… la Asamblea, municipio de París, personal de la Guardia Nacional constantemente alertados. Sin embargo, nadie creía seriamente en la huida de Luis XVI. ¡Salir de las Tullerías parecía una hazaña perfectamente imposible!

***

El 2 de junio, la señora de Korff llamó al carrocero Louis para decirle “que sería bueno probar el auto”. Dos días después, Louis y cuatro de sus trabajadores ocupan sus lugares en el sedán que también está cargado con "quinientos kg de peso". Se le enganchan cuatro caballos y se lanza la máquina a la carretera de Châtillon. Por la noche, el automóvil se almacena nuevamente en el taller del carrocero y Louis le informa a la Sra. de Korff que el viaje se realizó sin incidentes. Sin embargo, se había notado el paso del pesado sedán por las calles de París.

Este famoso carruaje era, según algunos historiadores, "un carruaje que contenía una calesa perforada y un sótano", "una abreviatura del Palacio de Versalles". “Solo faltaba la capilla y la orquesta de músicos”, agrega incluso uno de ellos. Otros, como Lenôtre o M. Ch. Kuntsler, afirman, por el contrario, que se trataba únicamente de un coche "sencillo y cómodo". Hay, sin embargo, un hecho preciso: al día siguiente del montaje, el sedán construido por el carrocero Louis fue utilizado como... diligencia.

La Fuite du roi  Louis XVI (20 juin 1791)

La salida está fijada para el 6 de junio, pero se decide aplazar unos días esta fecha para poder llegar al 7 u 8, los dos millones de la lista civil. El día se pospuso de nuevo "porque", escribió Fersen a Bouillé, "hay una camarera muy democrática con el Delfín que no deja (su servicio) hasta el día 11".

Se eligió definitivamente la fecha del 19 y Bouille comenzó a hacer sus arreglos finales. Todo el Argonne está cubierto de destacamentos que van a ocupar su puesto “para escoltar el tesoro”. Pero la camarera demócrata -una tal madame Rochereuil, encargada de la cómoda del pequeño Delfín y amante, se decía, de un oficial de La Fayette- prolongó su servicio hasta el día 20, veinticuatro horas. Saldremos de las Tullerías el lunes 20 entre las once y la medianoche. “Puedes contar con ello “, le dijo Fersen a Bouille. “Esta demora del rey me molestó mucho”, escribió el marqués en sus Memorias; mis órdenes ya habían sido dadas para la salida de varias tropas, principalmente para las dos escuadras que debían estar en Clermont el día de su paso y cuya estancia en esta ciudad me vi obligado a duplicar: lo que dio lugar a sospechas”.

El Diario de Fersen y el cuadernillo de Luis XVI nos permiten vivir los últimos días que precedieron a la gran aventura.

Jueves 16, escribe Fersen. En Queen's a las 9:30. Transporté los efectos yo mismo; no sospechan nada, no en la ciudad.

Viernes 17: En Bondy y Le Bourget (para reconocer el inicio de la ruta).

El cuaderno del rey es más discreto...

Así que demos la palabra a Fersen:

Sábado 18: Chez la Reine a las 2:30 am hasta las 6 am

Ese mismo día, el conde de Fersen pidió al carrocero que trajera la berlina a sus cobertizos ubicados en la calle principal de Faubourg Saint-Honoré, tres entradas de carruajes sobre la rue de Matignon, pero temiendo la vergüenza de la rue du Bac un sábado por la tarde, Louis prefirió que un caballo de alquiler condujera el sedán a la mañana siguiente. .

Domingo 19, escribe Fersen. Llevó 800 libros y los sellos. Me quedé en el castillo desde las once hasta la medianoche.

Esa misma noche, Luis XVI se contentó con señalar:

Llegó el lunes 20.

Lundy... 20 Nada, escribe Luis XVI.

domingo, 16 de octubre de 2022

LA FUITE DE VARENNES: LUIS XVI UN REY FUGITIVO? - CAP.01

La Fuite Du Roi 20 Juin 1791

María Antonieta solo tenía una idea en mente: huir. Dejare la horrible pesadilla. Al no tener fuerzas para resistir el torrente, el rey sabía muy bien que solo le quedaba una solución: el desierto… y parece muy difícil culparlo. Octave Aubry escribió: "¡huir es perderlo todo!... no, es fallar lo que precipitara el desenlace. Dejar parís hacia las provincias seguía siendo la única solución posible para salvare la monarquía”.

Los rumores de fuga eran tan antiguos como la propia revolución. A lo largo de 1790, ya se hablaba en los periódicos o la correspondencia la evocación de la fuga planificada. A veces se habla de Metz: al señor Saint-Priest, descrito como el más odioso de los exministros, se le atribuye la intención de llevarse al rey allí. A veces, se habla del probable secuestro del delfín. Cada uno aporta sus “pruebas”: el niño es sacado en un coche por un aristócrata y enviado a Sarrebourg, donde será resguardado antes de ser colocado al frente de un ejército formidable; se ordena un sello con las armas del rey y la reina, a quien se le ha dado la razón de la inminente partida de los soberanos.

En esta literatura profética, Marat se distingue como siempre por la vehemencia, las negociaciones de poner “al rey, el delfín y la familia real bajo llave”. Lo que llama la atención en la marea de estas crónicas es la mezcla de extravagancia y discernimiento. La historia de un rey borracho, “envuelto” para Bruselas por su esposa y que estalla en lágrimas cuando las sacudidas de la carretera lo sacan de su letargo; o este retrato de una reina disfrazada con el pelo y las cejas pintadas, conduciendo en un descapotable hacia Holanda; o este cuento de un falso delfín desfilando con su madre en Faubourg Saint-Marceau, mientras el verdadero esta en roma, enclavado en las faldas de las señoras tías; o la fábula de los seiscientos caballos en los establos de Versalles por un miembro de los amigos de la constitución.

La Fuite Du Roi 20 Juin 1791

¡María Antonieta tuvo una aliado imprevisto en la persona de Mirabeau! El célebre tribuno preconizaba la salida de la realeza hacia Normandía, “una provincia fiel y cariñosa, alejada de las fronteras”. Durante el verano de 1790, Mirabeau era demasiado provisorio para no sentir que el afecto de los normandos ya no era suficiente para proteger al rey. Una ciudad fortificada en la frontera le pareció una salida preferible.

En mayo de 1790, escribe el conde de La Marck: “seguía diciéndome y diciéndome que el rey saliera de parís! Si se quedaba los excesos más deplorables contra él y contra la familia real son inevitables!”. Según Mirabeau –como sabemos por La Marck- “el rey solo tenía que anunciar muy positivamente que quería irse de parís, fijar el día de su salida, persistir con energía en su resolución. ¡Tendríamos que dejarlo hacerlo!”. ¿Persistir? ¿Energía? ¿Resolución? Estas eran palabras aún desconocidas para Luis XVI.

Fue solo afines de octubre que el rey decidió escuchar el consejo del tribuno. Durante algún tiempo se pensó en pedirle a Lafayette que salvara la monarquía, pero se prefirió al marqués de Bouille al mando de las tropas de oriente. Según Mirabeau, este último estaba libre de todas las impurezas que Lafayette había contraído y se encontró mas estimado por el ejército que él.

El emisario de Luis XVI, el obispo de Pamiers, fue a Metz y encontró a Bouille de mejor humor. Él también, como todos los demás en Francia, pensó solo en la partida del rey, de la cual todos los días –dijo- “acorta la cadena”. Incluso ya había puesto en marcha un proyecto: comprometer al emperador, aliado del rey, para avanzar algunas tropas a la frontera. Bouille habría tenido entonces un pretexto “para reunir un ejército formado por los mejores regimientos”.

La Fuite Du Roi 20 Juin 1791

El obispo de Pamiers trajo el plan más realista del rey: salir de su prisión en las Tullerias y retirarse a una plaza fronteriza dependiente del mando de Bouille. Allí, Luis XVI reuniría tropas “así como las de sus súbditos que le  habían permanecido leales y buscarían traer de vuelta al resto de su pueblo perdido por las facciones”. Si no se restauraba el orden, el rey contaba con “la ayuda de sus aliados, es decir, Austria”

En diciembre Mirabeau presento a Luis XVI una nota “sobre los medios de conciliar la libertad publica con la autoridad real”. Según La Marck “a fuerza de volver al cargo con el rey, logramos que adoptara el gran plan de Mirabeau y también el proyecto de dejar parís con la familia real”. De qué manera? Mientras Mirabeau recomendó una salida “oficial” y “al aire libre”, Bouille consejo un vuelo realizado en el mayor secreto.

Se espera que la familia real salga de parís en dos diligencias inglesas, dos coches ligeros, que podrían seguirse con una o dos horas de diferencia o incluso tomar dos rutas diferentes. En el primero habrían tenido lugar la reina, el delfín y madame Tourzel; en el segundo, el rey, madame Elizabeth y madame Royal.

-si quieren salvarnos debe ser todos juntos o nada –respondió María Antonieta.

Bouille, a pesar del peligro que presenta, esta salida “en masa”, está encantado con el plan. El rey finalmente parecía haber tomado una decisión.

La Fuite Du Roi 20 Juin 1791

En rápida sucesión, dos fracasos no debieron favorecer los planes de los conspiradores cuyo primer objetivo era rescatar al rey. El 19 de febrero de 1791, las hijas de Luis XV, Mesmades Adelaida y Victoria, abandonaron clandestinamente parís. Detenidas en Moret, luego en Saulieu, finalmente en Arnay-Le-Duc, fue necesario un decreto de la asamblea nacional para permitir el paso de las dos tías del rey. A lo largo del viaje del sedán de las dos solteronas, los distintos guardias nacionales habían demostrado ser los más feroces.

Menos de una semana después, el 25 de febrero, con el pretexto de un motín popular en Vincennes, de quinientos a seiscientos nobles armados con bastones de espadas y cuchillos de caza se reunieron en las Tullerias, aparentemente para proteger al rey, en realidad para tratar de “envolverlo” y galopar con él hasta Metz. Lafayette, advertido a tiempo, se apresuró a salir de Vincennes y obligo al rey a ordenar a sus caballeros que depongan las armas.

A estos dos fracasos se suma una desgracia: el 2 de abril, la gran voz de Mirabeau se apagó. “es una gran pérdida porque estaba trabajando para ellos –escribió Fersen a su amigo Taube- les habría sido de gran ayuda en la ejecución de su proyecto”. ¿Iba abandonar todo el rey, a aceptar su abdicación como un hecho consumado? ¡Y Bouille se impacienta cada vez más! Muchos de sus oficiales emigraron. “Su situación –le escribió a Fersen- cada día se volvía mas vergonzosa y espantosa”. Pronto no podría hacer nada.

domingo, 22 de mayo de 2022

Era la tarde del día 25 cuando aparecieron a la vista de parís. Tan grandes habían sido los sufrimientos mentales de María Antonieta que en esos pocos días su cabello se había vuelto blanco; y aun le estaban reservadas humillaciones frescas y estudiadas.

Al carruaje no se le permitió tomar el camino más corto; sino fueron conducidos algunos kilómetros de distancia, para que pudiera ser conducido en triunfo por el campo de Eliseo, donde una gran multitud esperaba para deleitarse con sus ojos en el espectáculo, cuya exhibición de malhumorada insatisfacción había sido anunciada por un aviso prohibiendo que alguien se quite el sombrero ante el rey, o profiera una aclamación. Se prohibió a la guardia nacional presentarle armas; y parecía como si interpretaran esta orden como una prohibición también de usarlas en su defensa, porque cuando el carruaje se acercaba al palacio, una pandilla de rufianes desesperados, algunos de los cuales eran reconocidos como uno de los más feroces de los asaltantes de Versalles, se abriera paso a través de sus filas, se apretaron contra el carruaje e incluso se montaron en la berlina.

Barnave y Latour Maubourg, temiendo que intentaran romper las puertas para abrir, se pusieron contra ellos; pero estos se contentaron mirando a través de la ventana, y lanzando amenazas sanguinarias. María Antonieta se alarmo, no por ella, sino por sus hijos. Habían cerrado las entradas del aire fresco que los que estaban dentro se estaban sofocando, y los más jóvenes, por supuesto, sufrían más. La reina llamo a los que se agolpaban alrededor: “por el amor de Dios –exclamo- retírense; ¡mis hijos se están ahogando!”. “pronto te estrangularemos” fue la única respuesta que escucharon sus oídos.

Lafayette apareció con una escolta armada y fueron expulsados; pero aún seguían el carruaje hasta la misma puerta del palacio con gritos de insulto. Y aún tenía un seguidor extraño: detrás del carruaje real había un descapotable abierto, en el que estaba sentado Drouet a la cabeza del cortejo, como si el objeto principal de la procesión se llevara a cabo para celebrar su triunfo sobre su rey.

La mafia incluso esperaba aumentar su capacidad de impresión con las matanza de algunas víctimas, no del rey y la reina, porque creían que estaban destinados a la ejecución publica; pero estaban ansiosos por masacrar a los fieles guardaespaldas, que habían sido devueltos, atados, en la caja del carruaje; e indudablemente habrían cumplido su propósito sangriento si la reina no hubiera fingido no conocerlos y, mientras desmontaban, suplicaron a Barvane y Lafayette que los protegieran.

Las Tullerias de nombre seguía siendo un palacio, pero los que ahora entraron sabían que ahora era su prisión. El sol se estaba poniendo, mientras subían las escaleras para encontrar el descanso que pudieran y meditar en la intimidad de esta única noche sobre su fatal decepción y su futuro aún más fatal. Sin embargo, aunque su regreso estuvo lleno de ignominia y desdicha, aunque su hogar se había convertido en una prisión, la única salida de la cual sería el andamio, aun así, el renombre póstumo puede compensar las miserias sufridas en  esta vida.

Si vale la pena comprar, incluso por las más terribles  y desinterés, de fortaleza, de todas las cualidades que más ennoblecen. Sufrimientos prolongados, un recuerdo eterno e imperecedero de las virtudes más admirable –de fidelidad, de verdad, de paciencia, de resignación y de santificación del corazón- se puede decir, ahora que sus agonías han terminado, y que ha estado mucho tiempo en reposo, que estaba bien para María Antonieta que no había podido llegar a Montmedy, y que había caído nuevamente, sin tener que reprocharse a sí misma, en manos de sus enemigos, como prisionera de la humanidad más baja, como víctima de los monstruos más feroces que han deshonrado a la humanidad, ella siempre ha ordenado, y nunca dejara de mandar, la simpatía y admiración de toda mente generosa.

Luis, por su parte, busco el refugio con el leal y valiente De Bouille. Su llegada a su campamento no podría haber fallado en ser una señal para la guerra civil, bajo tales circunstancias como las de Francia en ese momento, podría haber tenido una sola terminación: su derrota, destitución y expulsión del país. En tierras extranjeras podrían, de hecho, haber encontrado seguridad, pero habría disfrutado de muy poca felicidad. Donde quiera que este, la vida de un soberano depuesto y exiliado debe ser una mortificación incesante.

El más grande de los poetas italianos ha dicho bien que el recuerdo de la felicidad anterior es la grabación más amarga de la miseria actual, y no solo para el monarca fugitivo, sino para aquello que aún conservan su fidelidad hacia él y hacia los extranjeros con quienes está endeudado. En su asilo, el recuerdo de su grandeza estará siempre a la mano para agregar aún más amargura  a su actual humillación. El sentimiento amistoso que sus desgracias, pueden excitar es una pena despectiva, como las mentes nobles y orgullosas deben encontrare más difícil de soportar que la mayor virulencia del odio y la enemistad.

De tal destino, al menos, se salvó a María Antonieta. Durante el resto de su vida, su fracaso la condeno a una prolongación de prueba y agonía como ninguna otra mujer ha soportado; pero ella siempre valoro el honor muy por encima de la vida, y también le abrió una inmortalidad de gloria como ninguna otra mujer ha logrado.

The life of Marie Antoinette, queen of France- Charles Duke Yonge

domingo, 27 de junio de 2021

 “en la mañana del 21 de enero la emoción había sido grande en parís, cuando se supo que el rey había huido. La turba se elevó en tumulto furioso. Ellos irrumpieron en las Tullerias, saquearon el palacio y destruyeron los muebles. Una mujer tomo posesión  de la cama de la reina, como un puesto para vender sus cerezas; y una imagen del rey fue rasgado  debajo de un marco en la pared, y después de haber sido objeto de burla fuera de las puertas por un largo tiempo, se le ofreció en venta al mejor postor. En la asamblea se utilizó el lenguaje más violento. Un oficial cuyo nombre  se ha conservado a través de la eminencia, el general Beauharnais, era el presidente; y como tal, anuncio que Bailly había informado a él que los enemigos de la nación se habían llevado el rey. Toda la asamblea se despertó a la furia ante la idea de haber escapado de su poder. Un decreto fue a la vez redactado en forma, con la intención que debe aprovecharse siempre que se le pudiera encontrar y traerlo de vuelta a parís. Nadie podía pretenderé que la asamblea  tenía el más mínimo derecho a emitir una orden de este tipo; pero La Fayette, con la presteza que siempre aparece cuando cualquier insulto iba a ser ofrecido al rey o la reina, a la vez envío fuera  por su propio ayuda de campo, el señor Romeuf, con instrucciones de llevar la orden ahora a Strausse; el rey, con apenas un intento de resistencia, declaro su voluntad de someterse a ella; antes de las ocho, él y su familia, con su fiel guardaespaldas, ahora en cautiverio no disimulado, viajaban de regreso a parís”

-The Life of Marie Antoinette, Queen of France by Charles Duke Yonge

domingo, 13 de octubre de 2019

RETORNO DE LA FAMILIA REAL A PARÍS TRAS SER DETENIDOS EN VARENNES (1791)

fuite à Varennes

Una nave navega más de prisa con mar tranquilo que en medio de una tempestad. En el viaje de París a Varennes había empleado veinte horas la carroza; el regreso durará tres días. Gota a gota y hasta las heces, tienen que beber el rey y la reina el amargo cáliz de la humillación. Agotados, después de dos noches sin sueño; sin poder cambiar de ropa, la camisa del rey está tan sucia de sudor que tiene que tomar otra prestada de un soldado, van los seis apretujados en el horno abrasador del coche. Despiadadamente, el alto sol de junio cae a plomo sobre el techo, ya abrasador, de la carroza; el aire sabe a polvo ardiente; mofándose rencorosamente, una escolta de pueblo, siempre creciente, rodea el triste regreso de los vencidos. Aquellas seis horas de viaje de Versalles a París fueron paradisíacas al lado de éstas. Palabras groseras, groserísimas, resuenan dentro del coche; cada cual quiere regocijarse con la vergüenza de los forzados al regreso. Por tanto, es mejor cerrar las ventanas y abotagarse de calor y morirse de sed en el hirviente vaho de aquella caldera ambulante que dejarse herir por la befa de las miradas y ofender por las injurias.

fuite à Varennes
Vuelta de varennes. Llegada de Louis Seize a París, 25 de junio de 1791.
Los semblantes de los desgraciados viajeros están ya cubiertos de polvillo gris, como harina; los ojos, inflamados de la vigilia y el polvo; pero no se permite que conserven permanentemente bajas las cortinillas, porque en cada parada cualquier alcaldillo se siente obligado a pronunciar ante el rey una adoctrinante arenga y cada vez tiene que asegurar éste que su intención no había sido abandonar Francia. En tales momentos, la reina, entre todos ellos, es la que conserva mejor su dignidad. Cuando, en una parada, les traen por fin algo de comer y bajan ellos las cortinillas para calmar su hambre, alborota fuera el pueblo y exige que se vuelvan a subir. Ya quiere ceder madame Elisabeth, cuando la reina dice que no enérgicamente. Deja con toda tranquilidad que la gente arme estrépito, y sólo al cabo de un cuarto de hora, cuando ya no tiene trazas de obedecer aquella orden, levanta ella misma las cortinillas, arroja fuera los huesos de gallina y dice con firmeza: «¡Hay que guardar la dignidad hasta el final!». 

Por fin, una sombra de esperanza: descanso nocturno en Châlons. Aguardan allí todos los ciudadanos detrás de un arco de triunfo de piedra, el cual -¡ironía de la historia!- es el mismo que hace veintiún años fue erigido en honor de María Antonieta cuando pasó por allí, en un coche de gala encristalado, aclamada por el pueblo, viniendo de Austria al encuentro de su futuro esposo. Sobre el friso de piedra está grabada esta inscripción: «Perstet oeterna ut amor» , «Persista eterno como el amor». Pero el amor es más transitorio que el buen mármol y la piedra tallada. Como un sueño le parece ahora a María Antonieta que cierta vez, bajo este mismo arco, haya recibido a la nobleza vestida de gala, que las calles hayan estado sembradas de luces y llenas de gente y que de las fuentes haya manado vino en honor suyo. Ahora sólo la espera una fría cortesía, compasiva en el mejor de los casos, pero que siempre hace bien después de tanto descarado, ruidoso a inoportuno odio. Pueden dormir, mudarse de ropa; pero a la siguiente mañana el enemigo sol abrasa de nuevo y tienen que proseguir el camino de su martirio.

La fuite à Varennes
La familia real regresa a París después de intentar huir, 1791 Imagen de Decaux
Cuanto más se acercan a París, tanto más se muestra hostil la población; suplica el rey que le den una esponja mojada para quitarse del rostro el polvo y la suciedad, y un empleado le responde con escarnio: « Eso es lo que se saca viajando». Vuelve a subir la reina al estribo de la carroza después de breve descanso, cuando detrás de ella oye silbar, como serpiente, una voz femenina: «¡Vamos, pequeña; más negras las pasarás aún!». Un noble que la saluda es arrancado de su caballo y asesinado a tiros y cuchilladas. Sólo ahora comprenden el rey y la reina que no es únicamente París el que ha caído en el «error» de la Revolución, sino que en todos los campos de su reino ha brotado en fertilísima floración la nueva simiente; pero acaso no conservan ya fuerzas para sentir todo esto; poco a poco, la fatiga los va haciendo plenamente insensibles. En su agotamiento, permanecen en el coche, indiferentes ya a lo que les reserva el destino, cuando, por fin, en el último momento, llegan correos a caballo que anuncian que tres miembros de la Asamblea Nacional salen a su encuentro para proteger el viaje de la familia real. La vida está salvada, pero nada más. 

El carruaje se detiene en medio del camino real: los tres delegados: Maubourg, un realista; Barnave, abogado burgués, y Pétion, el jacobino, vienen a su encuentro. La reina abre personalmente la portezuela: «¡Ah, señores! dice excitada, tendiéndoles a los tres rápidamente la mano-. Procuren que ninguna desgracia les ocurra a las gentes que nos han acompañado; que no sean sacrificados, sino que sea respetada su vida». Su tacto infalible en los grandes momentos, le ha hecho encontrar inmediatamente las debidas palabras: una reina no debe pedir protección para sí misma, sino sólo para aquellos que la han servido con fidelidad.


La enérgica altivez de la reina desarma desde el principio la actitud protectora de los delegados; hasta el mismo Pétion, el jacobino, tiene que confesar de mala gana, en sus notas, que estas palabras, dichas con toda vivacidad, hicieron en él fuerte impresión. Al punto ordena a los alborotados que guarden silencio y dice al rey que sería mejor que dos de los delegados de la Asamblea Nacional tomaran asiento en el carruaje, para proteger con su presencia a la familia real de todo incidente de camino. Madame de Tourzel y madame Elisabeth montarían, por tanto, en el otro coche. Pero el rey replica que es también posible estrecharse un poco para hacerles sitio. Rápidamente se establece la siguiente distribución de puestos: Barnave se sienta entre el rey y la reina, la cual coge en su regazo al delfín. Pétion se coloca entre madame de Tourzel y madame Elisabeth, para lo cual madame de Tourzel sostiene a la princesa en sus rodillas. Ocho personas en lugar de seis, pierna contra pierna, estrechamente oprimidos; van ahora sentados, en un solo carruaje, los representantes de la monarquía y los del pueblo, y bien puede decirse que nunca estuvieron tan cerca unos de otros, los miembros de la familia real y los diputados de la Asamblea Nacional, como en aquellas horas. 

Lo que ocurre después en este coche es tan inesperado como natural. Al principio hay una tensión hostil entre ambos polos, entre los cinco miembros de la familia real y los dos representantes de la Asamblea Nacional, entre los presos y sus carceleros. Ambos partidos están firmemente resueltos a conservar rígidamente su autoridad. María Antonieta, justamente por estar protegida por estos rebeldes y entregada a su merced, aparta, con obstinación, de ambos sus miradas y no despliega los labios: no deben imaginarse que la reina solicita su favor. Por su parte, los delegados no quieren a ningún precio dejar que se confunda la cortesía con el rendimiento: en este viaje hay que darle al rey la lección de que los miembros de la Asamblea Nacional, como hombres libres a incorruptibles que son, llevan de otro modo alta la frente que sus rastreros cortesanos. Por tanto, ¡distancia, distancia, distancia! En esta situación de ánimo, Pétion, el jacobino, llega hasta realizar un franco ataque.

La fuite à Varennes

Ya desde el principio, como a la más orgullosa, quiere administrarle una leccioncilla a la reina para desconcertarla. Declara que está muy bien enterado de que la familia real montó en las proximidades del palacio en un vulgar fiacre , guiado por un sueco llamado..., un sueco llamado... Entonces se detiene Pétion como si no fuera capaz de recordarlo, y pregunta a la reina el nombre del sueco. Es un golpe de puñal envenenado el que asesta a la reina al preguntarle, en presencia del rey, el nombre de su amante. Pero María Antonieta para enérgicamente el ataque: «No suelo preocuparme por el nombre de los cocheros de punto» . Las hostilidades y la tensión crecen en malignidad en el estrecho recinto después de esta escaramuza. 

Entonces, un pequeño incidente amortigua la penosa situación. El principito se ha bajado del regazo de su madre. Ambos desconocidos dan mucho que hacer a su curiosidad. Con sus chiquitines dedos coge un botón de cobre del traje de gala de Barnave y deletrea trabajosamente su inscripción: «Vivre libre ou mourir» . Divierte mucho naturalmente, a ambos comisarios el que el futuro rey de Francia aprenda precisamente de este modo el pensamiento fundamental de la Revolución. Poco a poco se traba conversación. Y entonces ocurre lo extraordinario: Pétion, nuevo Balaam, que había salido para maldecir, tiene que bendecir finalmente. Ambos partidos empiezan a encontrarse, uno a otro, mucho más atractivos de lo que podían haber sospechado desde lejos. Pétion, pequeño burgués y jacobino; Barnave, joven abogado de provincias, se habían imaginado a los «tiranos» en su vida privada como inabordables, hinchados, soberbios, tontos a insolentes, pensando que las nubes de incienso de la corte ahogaban en ellos toda humanidad. Pero ahora el jacobino y el revolucionario burgués se quedan por completo sorprendidos al observar la naturalidad de formas de trato que impera en la familia real. 

La fuite à Varennes
Jérôme Pétion de Villeneuve
Hasta Pétion, que pretendía hacer de Catón, tiene que confesarlo: «Advertí un aire de sencillez y familiaridad que me agradaron; no había nada de representación real, existía una naturalidad y bonhomie familiares: la reina llamaba "hermanita" a madame Elisabeth; madame Elisabeth le respondía en el mismo tono. Madame Elisabeth le llamaba "hermano" al rey, y la reina hacía danzar al príncipe sobre sus rodillas. "Madame", aunque muy reservada, jugaba con su hermano; el rey contemplaba todo esto con aire bastante satisfecho, aunque poco conmovido y poco sensible». Ambos revolucionarios miran con asombro como los niños reales juegan exactamente como los suyos propios en sus casas; llega a herirlos penosamente el ver que ellos mismos están vestidos de modo mucho más elegante que el soberano de Francia, el cual hasta lleva sucia la ropa blanca.
Cada vez se va haciendo más floja la hostilidad del principio.

Cuando el rey bebe, le ofrece cortésmente a Pétion su propio vaso, y llega a parecerle al deslumbrado jacobino un acontecimiento de especie sobrenatural el que el rey de Francia y de Navarra, como quiera que su hijo el delfín manifieste deseos de una pequeña necesidad, desabroche el pantaloncito con sus propias manos augustas y mientras dura la operación sostenga el recipiente de plata. Estos «tiranos», reconoce sorprendido el furibundo revolucionario, son realmente unas criaturas humanas exactamente lo mismo que ellos. Igual sorpresa experimenta la reina. ¡Son realmente gente muy amable y cortés estos malvados, estos monstruos de la Asamblea Nacional! Nada sanguinarios ni mal educados, y, sobre todo, nada tontos; muy al contrario, se charla con ellos mucho más discretamente que con el conde de Artois y sus compinches. 

Aún no hace tres horas que viajan juntos en el coche, cuando ambos partidos, que querían imponerse uno a otro por la dureza y la soberbia -transformación asombrosa y, sin embargo, profundamente humana-, comienzan a procurar seducirse mutuamente. La reina pone sobre el tapete problemas políticos para probar a los revolucionarios que, en su círculo, no son tan estrechos de cerebro ni de mala voluntad como piensa el pueblo, descarriado por los malos periódicos. Por su parte, ambos diputados se esfuerzan en hacer comprensible para la reina que no debe confundir los propósitos de la Asamblea Nacional con las incultas vociferaciones del señor Marat; y cuando la conversación llega al tema de la república, hasta el mismo Pétion dulcifica prudentemente sus conceptos. Pronto se manifiesta -antiquísima experiencia- que el aire de la corte perturbaba aun a los más enérgicos revolucionarios, y hasta qué grado de locura la proximidad de la majestad hereditaria puede conducir a un hombre vanidoso, apenas puede testimoniarse de modo más divertido que por las descripciones de Pétion.

La fuite à Varennes
Portrait présumé d'Antoine Barnave (1761-1793)
Mucho más serio es el efecto del peligroso encanto de la Majestad en su acompañante Barnave. Muy joven, como abogado recién fabricado, venido a Paris desde su ciudad de provincias, este revolucionario idealista se siente del todo deslumbrado cuando una reina, la reina de Francia, se hace explicar modestamente por él los pensamientos fundamentales de la Revolución, las ideas de sus compañeros de club. ¡Qué ocasión, piensa involuntariamente este marqués de Posa, de infundir en la soberana respeto y consideración hacia los sacrosantos principios fundamentales, conquistarla acaso para las ideas constitucionales! El ardiente y joven abogado habla escuchándose, y ve jamás lo hubiera creído- que esta mujer, a quien se juzga superficial (¡sabe Dios cómo ha sido calumniada!), oye, llena de interés y comprensión, y que son totalmente razonables sus objeciones. Con su austríaca amabilidad, con su aparente y solícita adhesión a las sugestiones de su interlocutor, atrae María Antonieta al ingenuo y crédulo mancebo por completo hacia su bando. «¡Qué injustamente ha sido tratada esta noble mujer, cuán sin razón le han hecho daño! -piensa con sorpresa el diputado-. La reina no desea más que lo mejor, y si hubiese alguien que se lo indicara rectamente, todo podría ir por el mejor camino en Francia.» María Antonieta no le deja en duda alguna de que busca en realidad tal consejero, y también de que le estaría agradecida si en lo futuro quisiera guiar su inexperiencia con las debidas luces. 

«¡Sí -se dice-, ésa será en adelante mi misión: dar a conocer a esta mujer, tan sorprendentemente inteligente, los verdaderos deseos del pueblo, y convencer al mismo tiempo a la Asamblea Nacional de la pureza de las disposiciones democráticas de la reina!» En las largas conversaciones en el palacio arzobispal de Meaux, donde se detiene a descansar, hasta tal punto sabe envolver María Antonieta a Barnave en sus redes de amabilidad, que éste se pone a sus órdenes para cualquier servicio; de este modo, la reina -nadie hubiera podido sospechar tal desenlace- aporta secretamente de su viaje a Varennes una increíble victoria política. Y mientras los otros no hacen más que sudar, comer y fatigarse y tienen que hacer promesas, alcanza ella, en este coche carcelario, un último triunfo para la causa monárquica. 

El tercero y último día de viaje es el más espantoso. También el cielo de Francia se muestra a favor de la nación y contra el soberano. Sin compasión, desde la mañana hasta la noche, el sol lanza sus rayos sobre el horno con cuatro ruedas que es la carroza, densamente envuelta en polvo y con exceso cargada de gente; ni una sola nube pone transitoriamente, con fresca mano, un minuto de sombra sobre la abrasada cubierta del coche. Por fin, el cortejo se detiene ante la puerta de París, pero como los cientos de miles de personas que quieren ver al rey transportado como un condenado a galeras tienen que lograr su objeto, el rey y la reina no deben ser llevados directamente por la puerta de Saint-Denis a su palacio, sino que se les impone un gigantesco rodeo por los interminables bulevares. En todo el trayecto no se alza ni un solo grito en honor suyo ni tampoco ninguna palabra injuriosa, pues unos carteles han condenado al desprecio público a quien salude al rey y amenaza con una tanda de palos a quien insulte al prisionero de la nación. Sin embargo, resuenan aclamaciones sin término en torno al coche que viene detrás del regio: se muestra allí vanidosamente el hombre único a quien debe el pueblo este triunfo, Drouet, el maestro de postas, el osado cazador que con astucia y energía ha abatido la presa real.

La fuite à Varennes
El regreso de Luis XVI a París después de su arresto en Varennes después de su intento de escape. 25 de junio de 1791 Lámina giclée por Louis Dupre.
El último momento de este viaje es el más peligroso, los dos metros que separan el carruaje de la puerta de palacio. Allí, la familia real está protegida por los diputados, pero la furia popular, que quiere, absolutamente, tener una víctima, se precipita sobre los tres inocentes guardias de corps que ayudaron a «raptar» al Rey. Han sido arrancados ya de su asiento; durante un momento parece como si la reina tuviera que ver otra vez unas sangrientas cabezas balanceándose en lo alto de unas picas, a la entrada de su palacio; pero entonces la Guardia Nacional se arroja en medio y con sus bayonetas deja libre la puerta. Sólo ahora es abierta la portezuela del horno; sucio, sudoroso y fatigado, desciende el rey, en primer lugar, del carruaje, con su pesado paso; detrás de él, la reina. 

Al instante se alza un peligroso murmullo contra la «austríaca», pero con rápido paso ha atravesado ella el pequeño trecho entre el carruaje y la puerta, seguida de los niños: ha terminado el cruel viaje.
Dentro esperan los lacayos solemnemente alineados; exactamente como siempre es servida la mesa, conservando el orden jerárquico; los que regresan pueden creer que todo ha sido un sueño. Pero, en realidad, estos cinco días han arruinado más los cimientos de la monarquía que cinco años de reformas, pues los prisioneros no son ya soberanos. Una vez más, el rey ha descendido un peldaño; una vez más, la Revolución lo ha subido. 

Pero a aquel hombre fatigado no parece conmoverle mucho tal cosa. Indiferente a todo, también es indiferente hacia su propio destino. Con su letra no alterada por nada, no anota en su diario más que lo que sigue: « Salida de Meaux a las seis y media. Llegada a París a las ocho, sin parada alguna» . Eso es todo lo que un Luis XVI tiene que decir sobre la más profunda vergüenza de su vida. Y Pétion informa igualmente: «Estaba tan tranquilo como si no hubiese ocurrido nada. Podría creerse que el rey regresaba de una partida de caza». 
  
La fuite à Varennes

No obstante, María Antonieta sabe, por su parte, que todo está perdido. Todo el tormento de este inútil viaje tiene que haber sido una sacudida casi mortal para su orgullo. Pero, verdadera mujer y verdadera amante, con todo el rendimiento de una última pasión tardía a irrevocable, piensa únicamente, en medio de este infierno, en aquel que le ha sido arrebatado; teme que Fersen, el amigo, se inquiete demasiado por ella. 

Amenazada por los más espantosos peligros, lo que más la intranquiliza, en sus cuitas, es la pena y la inquietud que sentirá él. «Esté usted tranquilo en cuanto a nosotros -le escribe rápidamente en una hoja de papel-; vivimos.» Y a la mañana siguiente, aún con mayor insistencia y más llena de amor (los pasajes realmente íntimos han sido destruidos por el descendiente de Fersen, pero, sin embargo, se percibe el aliento de ternura en la vibración de las palabras): «Existo..., pero he estado muy inquieta por usted y le compadezco por todo lo que sufre al no tener noticias nuestras. ¿Permitirá el cielo que lleguen a sus manos estas líneas? No me escriba, porque sería exponernos a un peligro, y sobre todo, no vuelva por aquí bajo ningún pretexto. Se sabe que ha sido usted quien nos sacó de aquí, y todo estaría perdido si usted apareciera. Estamos con guardias a la vista noche y día, pero me es igual... Esté usted tranquilo; no sucederá nada. La Asamblea quiere tratamos con dulzura. Adiós... Ya no podré volver a escribirle». 
  
La fuite à Varennes

Y, sin embargo, no puede soportar, justamente ahora, el permanecer sin una palabra de Fersen. Y otra vez, al día siguiente, vuelve a escribirle la carta más tierna y más ardiente, solicitando noticias, palabras tranquilizadoras, amor: « Puedo decirle que le quiero, y sólo tengo tiempo para eso. Me encuentro bien. No esté usted inquieto por mí. Querría saber lo mismo de usted. Escríbame una carta cifrada..., haga que ponga la dirección su ayuda de cámara. Dígame a quién debo dirigir las que yo pueda escribirle, porque yo no puedo vivir sin eso. Adiós, el más amante y más amado de todos los hombres. Le abrazo con todo mi corazón». 

«Ya no puedo vivir sin eso»; jamás ha sido oído tal grito de pasión de labios de la reina.
Pero ¡qué poco reina ya, hasta qué punto le ha sido quitado el poder de otro tiempo! Sólo le queda, a la mujer, lo que nadie puede arrebatarle: su amor. Y este sentimiento le da fuerzas para defender su vida con grandeza y energía.


domingo, 17 de junio de 2018

LA NOCHE EN VARENNES (21 JUNIO 1791)

Monsieur Destrez reconoce a Luis XVI en la tienda de comestibles Sauce.
En este 21 de junio de 1791, en el año treinta y seis de su vida y en el diecisiete de ser reina de Francia, penetra por primera vez María Antonieta en una burguesa casa francesa. Es su única interrupción entre palacio y palacio y prisión y prisión. 

Hay que pasar primero por la tienda del abacero, que huele a aceite rancio y corrompido, a embutido seco y a fuertes especias. Por una crujiente escalera, como de palomar, ascienden, uno tras otro, al primer piso, el rey, o más bien el desconocido señor de la peluca postiza, y aquella gouvernante de la supuesta baronesa de Korff; dos habitaciones, una sala y un dormitorio, bajas de techo, pobres y sucias. Delante de la puerta se colocan al instante, como guardia de un nuevo género, muy diferente de la deslumbrante escolta de Versalles, dos aldeanos con horcones en las manos. Los ocho: la reina, el rey, madame Elisabeth, ambos niños, el aya y las dos doncellas, se reúnen, sentados o de pie, en aquel reducido espacio. Los niños, muertos de fatiga, son acostados en una cama y se duermen al instante bajo la guardia de madame de Tourzel. La reina se ha sentado en una silla, echando el velo sobre su rostro; nadie debe poder alabarse de haber visto su cólera ni su amargura. Sólo el rey comienza al punto a instalarse como en su casa; se sienta tranquilamente a la mesa y corta con el cuchillo robustos trozos de queso. Nadie habla palabra. 
 
La familia real bajó del auto antes de entrar a la casa del tendero Sauce.
Por último, un ruido de herraduras suena en la calle, pero al mismo tiempo se escucha también un salvaje y continuo grito, brotado de centenares de pechos: « ¡Los húsares! ¡Los húsares!». Choiseul, engañado también por falsas noticias, ha acabado por llegar; se abre paso con algunos sablazos y junta sus soldados alrededor de la casa. Los bravos húsares alemanes no entienden la arenga que les dirige, no saben de qué se trata; sólo han comprendido dos palabras alemanas: Der König und die Königin, «el rey y la reina». 

Pero, en todo caso, obedecen, y cargan tan duramente sobre la muchedumbre que, por algunos momentos, el carruaje queda libre de sus cadenas humanas. Con toda celeridad, el duque de Choiseul, retiñendo sus armas, asciende por la escalera y formula su proposición. Está dispuesto a proporcionar siete caballos. El rey, la reina y su acompañamiento deben montar en ellos y salir rápidamente de la población, en medio de sus tropas, antes de que se haya reunido la Guardia Nacional de los alrededores. Después de dar su opinión, el oficial se inclina rígidamente diciendo: «Espero las órdenes de Vuestra Majestad». Pero dar órdenes, tomar rápidas resoluciones, no fue nunca asunto propio de Luis XVI. Discute largamente acerca de si Choiseul puede garantizarle que en este rompimiento de cerco no habrá una bala que pueda alcanzar a su mujer, a su hermana o a uno de sus hijos. ¿No sería más recomendable esperar hasta que también estuvieran reunidos los dragones diseminados por las otras posadas? Con esta discusión pasan los minutos, minutos preciosísimos. En las sillas de paja del cuartito sombrío está congregada la familia real; el antiguo régimen espera, vacila y delibera. Pero la Revolución, la gente joven, no espera. 


De las aldeas, alarmadas por el rebato de las campanas, llegan las milicias; la Guardia Nacional se ha reunido por completo; han bajado de las fortificaciones el antiguo cañón, y las calles están cortadas por barricadas. Los soldados de caballería, diseminados desde hace veinticuatro horas sin razón alguna y que vagan en sus cabalgaduras, aceptan gustosos el vino que les ofrecen y fraternizan con la población. A cada paso, las calles se llenan más de gente. Como si el presentimiento colectivo de hallarse en una hora decisiva penetrara hasta to más profundo en el inconsciente de la muchedumbre, se alzan de su sueño, en todas las cercanías, los aldeanos, los lugareños, los pastores y los obreros, y marchan sobre Varennes; ancianas caducas cogen por curiosidad sus bastones, para, una vez siquiera, ir a ver al rey, y ahora que el rey tiene que darse a conocer públicamente, están todos decididos a no dejarle salir de los muros de la ciudad. 

Resulta vana toda tentativa para enganchar nuevos caballos al coche. «¡A París o disparamos y lo matamos dentro de su coche!», mugen salvajes voces dirigiéndose al postillón, y, en medio de este tumulto, resuena otra vez la campana tocando a rebato. Nueva alarma en medio de esta dramática noche: ha llegado un coche por el camino de París: dos comisarios de los que la Asamblea Nacional ha enviado al azar en todas direcciones para detener al rey han encontrado dichosamente sus huellas. Ilimitados clamores de júbilo acogen ahora a los mensajeros del poder público. Varennes se siente libre de la responsabilidad; ya no necesitan ahora los panaderos, zapateros, sastres y carniceros de esta pobre y pequeña ciudad decidir el destino del mundo: aquí están los emisarios de la Asamblea Nacional, única autoridad que el pueblo reconoce como suya. En triunfo son llevados ambos comisarios hasta la casa del valiente tendero Sauce, y, por la escalera arriba, junto al rey. 

Mientras tanto, la espantosa noche ha ido terminando poco a poco y son ya las seis y media de la mañana. De los dos delegados, hay uno, Romeuf, que está pálido, azorado y parece poco satisfecho de su comisión. Como ayudante de La Fayette, ha prestado servicio de vigilancia en las Tullerías, en las habitaciones de la reina. María Antonieta, que siempre trató a todos sus subordinados con su natural bondad y cordialidad, se hallaba animada de buenos sentimientos hacia él, y con frecuencia tanto ella como el rey le han hablado de un modo casi amistoso; en lo más profundo de su corazón, este ayudante de La Fayette tiene un solo deseo: salvar a ambos. Pero la fatalidad, que trabaja invisiblemente en contra del rey, ha querido que, en su misión, le haya sido dado por compañero a un hombre muy ambicioso y plenamente revolucionario llamado Bayon. 

Llegada de Romeuf y Bayon: acaban de entregar el decreto que ordena el arresto de la familia real a Luis XVI.
Secretamente, ha procurado Romeuf, apenas han encontrado rastro del rey, retrasar su viaje para dejar que el monarca tomara la delantera, pero Bayon, despiadado vigilante, no le deja descansar ni un momento, y de este modo se encuentra ahora, avergonzado y temeroso, delante de la reina y le tiende el fatal decreto de la Asamblea Nacional que ordena la detención de la familia real. María Antonieta no puede dominar su sorpresa: «¿Cómo? ¿Es usted, señor? ¡Jamás lo hubiera pensado!». En su aturdimiento, balbucea Romeuf que todo París está alborotado y que el interés del Estado exige que regrese el rey. La reina se impacienta y le vuelve la espalda; detrás de la confusa charla no ve más que maldad. Por fin el rey pide el decreto y lee que sus derechos están suprimidos por la Asamblea Nacional y que todo emisario que encuentre a la real familia tiene que tomar todas las medidas necesarias para impedir la prosecución del viaje. Las palabras «fuga», «detención» y « aprisionamiento» es cierto que están evitadas con toda habilidad. Pero, por primera vez, con este decreto, la Asamblea Nacional declara que el rey no es libre, sino que está sometido a su voluntad. Hasta Luis el Lento percibe esta transformación de trascendencia histórica. 

Pero no se defiende. «Ya no hay rey en Francia», dice con su voz adormecida, como si la cosa apenas le importara, y distraídamente deposita el decreto sobre la cama en que duermen los agotados niños. Pero entonces, de pronto, se levanta María Antonieta. Cuando es herido su orgullo y ve su honor amenazado, se manifiesta siempre en esta mujer, que ha sido insignificante en lo insignificante, y vana en todo to vano, una súbita dignidad. Arruga violentamente el decreto de la Asamblea Nacional, que se permite disponer de su persona y de su familia, y lo arroja despreciativa contra el suelo: «No quiero que este papel manche a mis hijos». 
 
María Antonieta tiró el decreto de la Asamblea Nacional; "No quiero que ensucie a mis hijos", dice ella.
Se apodera un escalofrío de aquellos insignificantes funcionarios ante tamaña provocación. Para evitar una escena, Choiseul recoge el papel rápidamente. Todos, en la habitación, se sienten igualmente sobrecogidos: el rey, por la audacia de su mujer; ambos comisarios, por su penosa situación; para todos es un momento de perplejidad. Pero entonces el rey formula una proposición aparentemente de desistimiento, pero llena, en realidad, de astucia. Sólo que lo dejen descansar aquí dos o tres horas más y después se volverá a París. Ellos mismos pueden ver lo cansados que están los niños; después de días y noches tan espantosos, se necesita un poco de reposo. Romeuf comprende al instante lo que el rey quiere. Dentro de dos horas estará aquí toda la caballería de Bouillé y, tras ella, su infantería y los cañones. Como, en su interior, desea salvar al rey, no opone ninguna objeción; en resumidas cuentas, su comisión no contiene otra orden que la de suspender el viaje. Esto está ya hecho. Pero el otro comisario, Bayon, advierte rápidamente de lo que se trata y decide responder a la astucia con la astucia. Accede en apariencia, desciende como sin ánimos la escalera y, al ser rodeado por la excitada muchedumbre que le pregunta lo que está resuelto, suspira hipócritamente: «¡Ay!, no quieren partir.. Bouillé está ya cerca y esperan por él». Estas pocas palabras derraman aceite sobre un fuego que arroja ya llamas. ¡No puede ser! ¡No se dejarán engañar más! «¡A Paris! ¡A París!» Las ventanas vibran con el estrépito; desesperadas, las autoridades municipales, y antes que nadie el desgraciado tendero Sauce, insisten para que el rey se vaya, pues no pueden responder ya de su seguridad. 

Los húsares están aprisionados en medio de la masa, sin poder moverse, o se han puesto del bando popular; el coche es arrastrado en triunfo por delante de la puerta y enganchado para impedir toda vacilación. Y ahora comienza un humillante juego, pues sólo se trata de retrasar un cuarto de hora más la partida. Los húsares de Bouillé tienen que estar muy cerca, cada minuto que se gane puede salvar la monarquía, por tanto, hay que acudir a todos los medios, hasta lo más indignos, para dilatar la marcha hacia París. Hasta la misma María Antonieta tiene que bajar la cabeza a implorar por primera vez en su vida. Se dirige a la esposa del tendero y le suplica que los ayude. Pero esta pobre mujer teme por su marido. Con lágrimas en los ojos, se queja de que es espantoso para ella tener que negar el derecho de hospitalidad en su casa a un rey y a una reina de Francia, pero ella misma tiene hijos y su marido lo pagaría con su vida -adivinó rectamente la pobre mujer, pues al desgraciado tendero le costó la cabeza haber ayudado al rey, en aquella noche, a quemar algunos papeles secretos-. Una y otra vez retrasan el rey y la reina la partida con los más desdichados pretextos, pero el tiempo corre rápidamente y los húsares de Bouillé no se presentan. Ya está todo dispuesto y entonces declara Luis XVI -¡qué abajo tiene que haber caído el rey para representar semejante comedia!- que, antes de partir, desea comer alguna cosa. 
 
Louis XVI en la casa Sauce. (el arresto de la familia real visto por los holandeses)
¿Puede negársele a un rey una humilde comida? No, pero se precipitan a traérsela, para no provocar ninguna nueva dilación. Luis XVI mastica un par de bocados; María Antonieta rechaza despreciativamente el plato. Ahora no queda ya ninguna excusa. Pero se produce un nuevo y último incidente: ya está en la puerta de la habitación de la familia, cuando una de las camareras, madame Neuveville, cae al suelo con una convulsión simulada. Al instante declara imperativamente María Antonieta que no abandonará a su camarera. No partirá antes de que vayan por un médico. Pero también el médico -todo Varennes está levantado- llega antes que las fuerzas de Bouillé. Administra a la simuladora algunas gotas de un calmante; ya no es posible llevar más adelante la triste comedia. El rey suspira y desciende el primero por la estrecha escalera. 

Mordiéndose los labios, del brazo del duque de Choiseul, le sigue María Antonieta.Adivina lo que les espera en este viaje de regreso. Pero, en medio de sus preocupaciones por los que la acompañan, piensa todavía en el amigo; su primera palabra a la llegada de Choiseul había sido: «¿Cree usted que se habrá salvado Fersen?». Con un hombre verdadero a su lado seria tolerable este infernal viaje; mas es difícil conservarse fuertes en medio de gentes débiles y sin ánimos. La familia real monta en el carruaje. Todavía confía en Bouillé y sus húsares. Pero nada. Sólo el amenazador estrépito de la masa. Por fin se pone en movimiento la gran carroza. Seis mil hombres la rodean; todo Varennes marcha con su presa, y el miedo y el furor se disuelven en clamores de triunfo. Zumbando a su alrededor los cánticos de la Revolución, cercado por el ejército proletario, el desdichado navío de la monarquía arranca del escollo donde había encallado.
Pero sólo veinte minutos después, cuando aún se alzan como columnas, por el cálido cielo, detrás de Varennes, las nubes de polvo de la carretera, penetran a todo galope por el otro extremo de la población varios escuadrones de caballería. 
 
María Antonieta se prepara para subir al sedán para regresar a París
¡Por fin están ahí los húsares de Bouillé tan vanamente anhelados! Con media hora más que hubiera resistido el monarca, lo habrían llevado en medio de su ejército, mientras que, llenos de consternación, se habrían retirado a sus casas los que ahora lanzaban voces de júbilo. Pero cuando Bouillé oye decir que el rey se ha entregado cobardemente, se retira con sus tropas. ¿Para qué un inútil derramamiento de sangre? También él sabe que el destino de la monarquía está decidido por la debilidad del soberano; que Luis XVI no es ya rey, ni María Antonieta reina de Francia. 

domingo, 14 de mayo de 2017

LA FUGA A VARENNES (1791)

La noche de este 20 de junio de 1791, ni aun el observador más desconfiado habría podido advertir nada sospechoso en las Tullerías: como siempre, los guardias nacionales están en su puesto; como siempre, las camareras y los lacayos se han retirado después de la cena, y en el gran salón están sentados pacíficamente, como a diario, el rey, su hermano el conde de Provenza y los otros miembros de la familia, jugando al chaquete o entregados a una pacífica conversación. ¿Es para asombrarse el que la reina, a eso de las diez, se levante en medio de la conversación y se aleje durante algún tiempo? En modo alguno. Acaso tenga que atender a algún pequeño cuidado o que escribir una carta; no la sigue ningún sirviente y, cuando sale al pasillo, lo encuentra completamente solitario. 

Pero María Antonieta se detiene un instante, con los nervios tensos, y escucha, conteniendo el aliento, el pesado paso de los guardias; después sube corriendo hasta la puerta de la habitación de su hija y golpea suavemente. La princesa se despierta y llama espantada a la segunda gouvernante , la señora Brunier; llega ésta y se asombra de la incomprensible orden de la reina de que vista a todo correr a la niña, pero no se atreve a oponer ninguna resistencia. Mientras tanto, la reina ha despertado también al delfín al abrir las cortinas de damasco del baldaquín del lecho, y murmura tiernamente a su oído: «Ven, levántate; nos vamos de viaje. Vamos a una fortaleza donde hay muchos soldados». Borracho de sueño, el príncipe balbucea alguna cosa; pide un sable y su uniforme, ya que debe estar en medio de soldados. «Pronto, pronto, partamos», le ordena María Antonieta a la primera gouvernante , madame de Tourzel, que hace mucho tiempo que está iniciada en el secreto y que, bajo pretexto de que van a un baile de máscaras, viste al príncipe de niña. Ambas criaturas son llevadas, sin rumor alguno, por las escaleras abajo hasta la habitación de la reina. Allí los espera una divertida sorpresa, pues al abrir la reina el armario de la pared sale de él un oficial de la guardia, un tal señor Malden, a quien el infatigable Fersen ha escondido previsoramente allí. Los cuatro se dirigen ahora con toda rapidez hacia la salida que no está guardada. 

Grabación en representación del rey, la reina, el delfín y la señora de touzel durante el viaje hacia varennes.
El patio está en una oscuridad casi completa. En la larga fila están colocados los carruajes; algunos cocheros y lacayos se pasean ociosos o charlan con los guardias nacionales, que han dejado a un lado sus pesados fusiles -¡tan hermosa y suave es la noche veraniega!- y no piensan ni en el deber ni en el peligro. La reina abre personalmente la puerta y mira hacia fuera: su aplomo no la abandona ni un momento en esta hora decisiva. Y de la sombra de los coches sale un hombre disfrazado de cochero que coge, casi sin decir palabra, la mano del delfín: es Fersen, el infatigable, que desde la mañana temprano viene realizando una tarea sobrehumana. Ha encargado los postillones, ha disfrazado de correos a los tres guardias de corps, colocado a cada cual en su debido sitio. Ha sacado de contrabando de palacio las cosas necesarias para la noche, preparado la carroza y, además, por la tarde, consolado a la reina, conmovida hasta el llanto. Tres, cuatro o cinco veces, en ocasiones disfrazado, otras con su traje habitual, ha ido de un extremo a otro de París para disponerlo todo. Ahora se juega la vida al sacar de palacio al delfín de Francia, y no desea ninguna otra recompensa sino una agradecida mirada de la amada, que a él y sólo a él confía a sus hijos. 

Las cuatro sombras se pierden, deslizándose por la oscuridad; la reina cierra suavemente la puerta. Sin ser notada, con leves y despreocupados pasos, vuelve a entrar en el salón, como si hubiese salido para ir a buscar una carta, y sigue charlando con aparente indiferencia, mientras los niños, conducidos felizmente por Fersen a través de la gran plaza, son colocados en un anticuado fiacre donde al instante vuelven a sumergirse en el sueño; al mismo tiempo, en otro coche, las dos camareras de la reina son enviadas a Claye. Hacia las once comienza la hora crítica. El conde de Provenza y su mujer, que, a su vez huirán igualmente en esta noche, salen del palacio como de costumbre; la reina y madame Elisabeth se dirigen a sus habitaciones. Para no despertar ninguna sospecha, la reina se hace desnudar por su camarera y encarga el coche para salir a la mañana siguiente. A las once y media tiene que estar terminada la inevitable visita de La Fayette al rey; da órdenes la reina para que se apaguen las luces y, con ello, la señal de que puede retirarse la servidumbre. 


Pero apenas se ha cerrado la puerta detrás de las camareras, cuando la reina vuelve a levantarse, se viste rápidamente y, a la verdad, con un traje poco llamativo, de seda gris, y un sombrero negro con un velillo violeta que hace irreconocible su semblante. Ahora no queda más que bajar calladamente la escalerita que lleva directamente hasta la puerta donde espera un hombre de confianza y atravesar la oscura plaza de Carrousel; todo resulta excelentemente. Pero, desgraciada coincidencia, precisamente en este momento se acercan unas luces y un coche, precedido de guardias a caballo y portadores de antorchas: el marquez de La Fayette, que viene de convencerse de que, como siempre, todo está en el más perfecto orden. La reina, ante el resplandor de las luces, se arrima rápidamente a la pared, en la oscuridad, bajo el arco de la puerta, y tan próxima a su persona pasa rozando la carroza de La Fayette, que podría haber tocado las ruedas. Nadie se ha fijado en ella. Un par de pasos más y está junto al coche de alquiler que contiene lo que más ama sobre la tierra: Fersen y sus hijos. 


Más difícil se hace la escapatoria para el rey. Primeramente tiene que soportar aún la visita de todas las noches de La Fayette, y tan larga es aquella vez que hasta para aquel hombre de sangre espesa resulta difícil permanecer tranquilo. A cada instante se levanta de su asiento y se acerca a la ventana, como si quisiese contemplar el cielo. Por fin, a las once y media, se despide el pesado visitante. Luis XVI se dirige a su alcoba, y aquí comienza el último combate desesperado con la etiqueta, que lo protege de una manera excesivamente previsora. Conforme a un antiquísimo uso, el ayuda de cámara del Rey tiene que dormir en su habitación, con un cordón atado a la muñeca, en forma que el monarca sólo necesite mover la mano para despertar al punto al durmiente. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey recibiendo la visita de La Fayette.
Por tanto, si Luis XVI quiere ahora escaparse, el infeliz tiene que librarse de su propio ayuda de cámara. Luis XVI se deja, pues, desnudar sosegadamente; como de costumbre, se tiende en el lecho y cierra por ambos lados las coronas del baldaquín, como si quisiera dormirse. En realidad, sólo espera el minuto en que el criado se traslada al gabinete vecino para desnudarse, y entonces, en este breve momento -la escena sería digna de Beaumarchais-, el rey se desliza rápidamente por detrás del baldaquín; se escabulle, descalzo y en camisa de noche, por la puerta que lleva a la abandonada habitación de su hijo, donde le han colocado un sencillo traje, una grosera peluca y -¡nueva vergüenza!- un sombrero de lacayo. Mientras tanto, el fiel sirviente vuelve a entrar en el dormitorio, con suprema precaución, reteniendo angustiosamente el aliento, por miedo de despertar a su bien amado rey, que descansa bajo el baldaquín, y se amarra, como todos los días, el extremo del cordón a la muñeca. Por la escalera se desliza, entre tanto, en camisa, hasta el piso bajo, Luis XVI, descendiente y heredero de san Luis, rey de Francia y de Navarra, llevando en el brazo la casaca gris, la peluca y el sombrero de lacayo, y allí le espera, para mostrarle el camino, oculto en el armario de pared, el guardia de corps señor de Malden. 

Irreconocible con su sobretodo verde botella y el sombrero de lacayo sobre la ilustrísima cabeza, el rey atraviesa tranquilamente por el desierto patio de su palacio; los guardias nacionales, no muy celosos de su guardia, lo dejan pasar sin reconocerlo. Con ello parece logrado lo más difícil, y a medianoche toda la familia está reunida en el fiacre ; Fersen, disfrazado de cochero, asciende al pescante, y, con el Rey disfrazado de lacayo y su familia, corre a través de París. 
¡A través de París! ¡Desdichada idea la de atravesar París! Pues Fersen, el aristócrata, está acostumbrado a dejarse llevar por sus cocheros, no a guiar él mismo los caballos, y no conoce el infinito laberinto de calles de la intrincada ciudad. Fuera de eso, quiere también por precaución -¡fatal precaución!-, en vez de salir inmediatamente de la ciudad, pasar aún por la calle de Matignon, para comprobar si ha partido ya la gran carroza. Sólo a las dos de la madrugada, en lugar de hacerlo a la medianoche, sale con su precioso cargamento por la puerta de la ciudad; se han perdido dos horas, dos horas irrecuperables. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey por fin llegar a la berlina.
Detrás de la barrera del portazgo debe esperar la enorme carroza. Primera sorpresa: no está allí. De nuevo se pierde algún tiempo hasta que, por fin, se la descubre enganchada con un tiro de cuatro caballos y con linternas sordas. Ahora acerca Fersen el fiacre al otro coche, a fin de que la familia real pueda pasar de uno a otro sin mancharse los zapatos -¡sería espantoso!- con el lodo de los caminos franceses. Son las dos y media de la madrugada, en vez de las doce de la noche, cuando por fin se ponen en marcha los caballos. Fersen no economiza los latigazos, y en una media hora están en Bondy, donde un oficial de la guardia los espera ya con ocho nuevos caballos de postas, bien reposados. Aquí hay que despedirse. No es cosa fácil. De mala gana ve María Antonieta cómo los abandona el único ser en quien puede confiar, pero el rey ha declarado expresamente que no desea que Fersen los acompañe más adelante. El motivo se ignora. 

Quizá para no llegar junto a sus fieles partidarios con este amigo demasiado íntimo de su esposa; quizá por consideración hacia el mismo Fersen; en todo caso, consigna éste en su diario: «Il n'a pas voulu» . Por otra parte, está acordado que Fersen los buscará tan pronto estén definitivamente libertados: corta despedida, por tanto. De este modo, Fersen, a caballo, ya se elevan vívidos resplandores sobre el horizonte, anunciando un cálido día de verano, se acerca al carruaje y grita intencionadamente, para engañar a los postillones desconocidos: «¡Adiós, madame de Korff!» .
Ocho caballos tiran mejor que cuatro; al alegre trote de los animales, la inmensa carroza se columpia sobre la cinta gris de la carretera. 


Todos se muestran de buen humor; los niños han dormido bien, el rey está más contento que de costumbre. Bromean acerca de los nombres fingidos que se han adjudicado; la señora Tourzel pasa por ser la distinguida señora madame de Korff; la reina, por gouvernante de los niños, y se llama madame Rochet; el rey, con su sombrero de lacayo, es el intendente Durand; madame Elisabeth, la doncella; el delfín se ha convertido en una niña. Realmente, en aquel cómodo carruaje, la familia se siente más libremente reunida que en su palacio, donde estaban acechados por cien lacayos y seiscientos guardias nacionales; pronto se anuncia aquel fiel amigo de Luis XVI, que jamás le abandona: el apetito. Son desempaquetadas las abundantes provisiones de boca, comen copiosamente en vajilla de plata, vuelan por las ventanillas los huesos de pollo y las botellas vacías, y tampoco son olvidados los buenos guardias de corps. Los niños están encantados de la aventura, juegan en el coche; la reina charla con todos, y el rey utiliza esta insospechada ocasión para conocer su propio reino: saca un mapa y sigue con gran interés el desarrollo del viaje, de aldea en aldea, de caserío en caserío, de legua en legua. Poco a poco se apodera de todos un sentimiento de seguridad. 


En los primeros cambios de tiro, a las seis de la mañana, los ciudadanos están todavía en sus camas y nadie pregunta por los pasaportes de la baronesa de Korff; si pasan ahora felizmente a través de la gran ciudad de Châlons, está ya todo ganado, pues, a cuatro leguas de este último obstáculo, en Pont-de-Somme Vesles, el primer destacamento de caballería espera ya a los viajeros al mando del joven duque de Choiseul. Por fin, Châlons a las cuatro de la tarde. No es, en modo alguno, por malicia por lo que tantas gentes se reúnen delante de la casa de postas. Cuando llega una diligencia se desea obtener de los postillones, con toda rapidez, las últimas noticias de París o, en otro caso, entregarles una carta o un paquetito para la próxima parada; por otra parte, en una pequeña ciudad aburrida, entonces como ahora, es un placer el charlar, gusta ver gente forastera y un hermoso coche. ¡Dios mío, qué cosa mejor puede hacerse en un ardiente día de verano! Con competencia profesional señalan los entendidos la carroza.

grabado que muestra a la familia real durante su viaje.
Comprueban primeramente, con respeto, que todo está flamante y es de una desacostumbrada elegancia, cubierta de damasco, admirablemente tapizada, magníficos equipajes: cierto que los viajeros deben de ser nobles, probablemente emigrados. En realidad, no es escaso el interés por verlos, por conversar con ellos; pero, cosa rara: ¿por qué, pues, estas seis personas, en un maravilloso y ardiente día estival, después de tan largo viaje, permanecen obstinadamente encerradas en su carroza, en lugar de apearse para estirar un poco las piernas o beber, charlando, un vaso de vino fresco? ¿Por qué estos lacayos galoneados se dan descaradamente tanta importancia, como si fuesen algo excepcional? ¡Extraño, muy extraño! Comienza un suave murmullo; alguien se acerca al maestro de postas y le murmura algo al oído. Éste aparece sorprendido, altamente sorprendido. Pero no se mete en cosa alguna y deja que el coche prosiga tranquilamente su viaje; no obstante -nadie sabe cómo-, media hora después, toda la ciudad comenta y chacharea que el rey y la familia real ha pasado por Châlons. 


Pero ellos ni saben ni sospechan nada; por el contrario, a pesar de toda su fatiga, se encuentran grandemente divertidos, pues en la próxima parada los espera ya Choiseul con sus húsares; entonces quedarán acabados los disimulos y fingimientos, se tirará lejos el sombrero de lacayo y se romperán los falsos pasaportes; se oirá por fin otra vez el «Vive le Roi! Vive la Reine!» , gritos que han sido silenciados durante tanto tiempo. Llena de impaciencia, madame Elisabeth mira una y otra vez por la ventanilla para ser la primera en saludar a Choiseul; los postillones alzan su mano, para resguardarse los ojos del sol poniente y ver a to lejos el centellear de los sables de los húsares. Pero, nada. Nada. Por fin descubren a un jinete, pero sólo uno, aislado, un oficial de la guardia que se ha adelantado. 
-¿Dónde está Choiseul? -le gritan.
-Se ha ido.
-¿Y los otros húsares? -No hay nadie aquí.

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde el rey recibe la mala noticia que los husares se han ido.
 De repente cesa el buen humor. Hay algo que no funciona como es debido. Y, además, va oscureciendo, se hace de noche. Es cosa siniestra viajar ahora por lo desconocido, por lo incierto. Pero no hay vuelta posible, ni posibilidad de detenerse: un fugitivo no tiene ante sí más que un solo camino: ¡adelante!, ¡adelante! La reina anima a los otros. Si faltan aquí los húsares, se encontrarán dragones en Sainte-Menehould, que sólo está a dos horas de camino, y entonces estarán a salvo. Estas dos horas se hacen más largas que el día entero. Mas -¡nueva sorpresa!- tampoco en Sainte-Menehould hay ninguna escolta. Los soldados han esperado largo tiempo, han pasado el día entero en las posadas, y allí, por aburrimiento, han trincado tan recio y armado tal alboroto que han provocado la curiosidad de toda la población. Por último, el comandante, aturdido por una embrollada comunicación del peluquero de la corte, ha considerado más prudente llevarlos fuera de la población y hacerlos esperar más lejos, al borde del camino, quedándose allí él solo. 

Por último llega pomposamente la carroza de ocho caballos y detrás de ella el cabriolé de dos, y constituye, para aquellos buenos ciudadanos, el segundo inexplicable y misterioso acontecimiento del día. Primero aquellos dragones que llegaron y anduvieron dando vueltas por allí, sin que se supiera por qué ni para qué; ahora los dos carruajes con distinguidos postillones de librea. Y ¡fijaos en lo respetuosamente, en la obsequiosidad con que el comandante de dragones saluda a estos extraños huéspedes! No, no es ya respeto, sino reverencia; todo el tiempo, mientras habla con ellos, permanece con la mano en la gorra. El maestro de postas Drouet, miembro del club de los jacobinos y feroz republicano, lo observa perspicazmente. Tienen que ser gentes de la alta aristocracia, o más bien emigrados, chusma dorada a quienes los nuestros deberían echar mano. En todo caso, comienza por ordenar en voz baja a sus mozos de mulas que no se apresuren demasiado para servir a estos misteriosos pasajeros, pero el tiro llega a estar cambiado y soñolientamente sigue tambaleándose la carroza con sus soñolientos ocupantes. 


Mas apenas han transcurrido diez minutos desde su partida cuando, súbitamente, se extiende el rumor -¿ha traído alguien la noticia desde Châlons o el instinto popular ha adivinado rectamente?- de que la familia real iba en aquel coche. Todos se alborotan y agitan; el comandante de dragones advierte al punto el peligro y quiere hacer que sus soldados salgan al galope para ir como escolta. Pero es ya demasiado tarde; la muchedumbre, exacerbada, se opone violentamente, y los dragones, caldeados por el vino, fraternizan con el pueblo y no obedecen ya. Algunos hombres resueltos hacen tocar a generala, y, mientras que todo anda revuelto en estrepitoso tumulto, un hombre aislado toma una trascendental resolución: el maestro de postas Drouet, buen jinete desde su servicio militar, manda que le ensillen un caballo, y a todo galope, acompañado por un camarada, atravesando atajos, precede a la pesada carroza en su llegada a Varennes. Allí será posible realizar un minucioso interrogatorio de los sospechosos viajeros, y si realmente fuera el rey..., entonces, ¡ay de él y de su corona! Lo mismo que en otros millares de ocasiones, también esta vez la acción enérgica de un solo hombre enérgico modifica el curso de la Historia. 

Mientras tanto, el gigantesco coche del rey va rodando por las revueltas del camino que desciende a Varennes. Veinticuatro horas de viaje bajo una cubierta abrasada por el sol, estrechamente oprimidos unos contra otros, han fatigado a los viajeros; los niños duermen desde hace rato, el Rey ha recogido cuidadosamente sus mapas, la reina va en silencio. Sólo falta una hora; una hora última y estarán bajo la protección de una segura escolta. Pero, nueva sorpresa: no hay ningún caballo en el convenido lugar para cambiar de tiro fuera de los muros de la ciudad de Varennes. En la oscuridad, van tanteando por todas partes, llaman a las ventanas y les responden airadas voces. Los dos oficiales que tenían la misión de esperar aquí -no debe elegirse a Fígaro como mensajero- han llegado a creer, por los embrollados discursos del peluquero Léonard, enviado por delante, que el rey no vendrá ya. Se han echado a dormir, y este sueño es tan funesto para el rey como aquel de La Fayette el 6 de octubre de 1789. Por tanto, ¡adelante con los fatigados caballos hasta dentro de Varennes! Acaso allí se encontrará un tiro de recambio. Pero, segunda sorpresa: bajo el arco de la puerta de la ciudad surgen algunos jóvenes delante del postillón delantero y le ordenan: «¡Alto!». En un instante, ambos carruajes se ven rodeados y seguidos por una banda de mancebos. Drouet y su acompañante, que han llegado con diez minutos de anticipación, han ido a sacar de sus camas o de las tabernas a toda la juventud revolucionaria de Varennes. «¡Los pasaportes!», ordena alguien. 


«Tenemos prisa, necesitamos llegar pronto», responde desde el coche una voz femenina.
Es la que pasa por madame Rochet, en realidad la reina, la única que conserva su energía en el peligroso momento. Pero de nada sirve la resistencia; tienen que seguir hasta la próxima posada, la cual ostenta como muestra: «Au grand monarque» -¡qué ironía de la Historia!»-, y allí se encuentra ya el alcalde, abacero de profesión, que responde al sabroso nombre de «Sauce» y que quiere ver los pasaportes. El tenderillo, en el fondo devoto del rey y lleno de miedo de ir a caer en un enojoso asunto, examina rápidamente los pasaportes y dice: «¡Están en regla!». Él, por su parte, dejaría seguir viajando los coches con toda tranquilidad. Pero ese joven Drouet, que no quiere soltar presa, pega un puñetazo sobre la mesa y exclama: «Son el Rey y su familia, y si usted los deja pasar al extranjero, será usted reo de alta traición» . Tal amenaza penetra en un buen padre de familia hasta la médula de los huesos. Al mismo tiempo comienza a retumbar el rebato de las campanas tocadas por los camaradas de Drouet; se encienden luces en todas las ventanas, toda la ciudad está alarmada. En torno a los coches se congrega una muchedumbre cada vez más numerosa; no es posible pensar en proseguir el camino sin acudir a la violencia, pues los caballos de refresco no están aún enganchados. Para salir del apuro, propone el valiente alcalde-tendero que, como quiera que es demasiado tarde para continuar viaje, la señora baronesa de Korff y los suyos pasen la noche en su casa.

 
Hasta mañana temprano, piensa para sí astutamente, tiene que haberse aclarado todo, en un sentido o en otro, y estará libre de la responsabilidad que ha caído sobre él. No queda ningún recurso mejor que dilatar las cosas, y como los dragones no han de dejar de venir, acepta el rey la invitación. No pueden pasar más de dos o tres horas antes de que Choiseul o Bouillé se encuentren allí. De este modo, Luis XVI entra tranquilamente en la casa con su peluca postiza, y su primer acto regio es pedir una botella de vino y un pedacito de queso. «¿Es el rey? ¿Es la reina?», murmuran, inquietos y excitados, las viejecillas y los aldeanos que han acudido allí. 

Pues tan alejada se encuentra entonces una pequeña ciudad francesa de la grande a invisible corte, que ni uno sólo de todos estos súbditos ha visto jamás el semblante del Rey en otra forma que en las monedas, y tienen que enviar ex profeso un mensajero en busca de un noble, a fin de que pueda establecer finalmente si aquel viajero desconocido no es otra cosa, en realidad, sino el lacayo de una tal baronesa Korff o Luis XVI, el cristianísimo rey de Francia y de Navarra. 
 
Otra caricatura que muestra a la familia real pasar por las alcantarillas para escapar ...