domingo, 27 de marzo de 2022

LA ULTIMA CARTA DE MARIE ANTOINETTE ANTES DE SU MUERTE (16 OCTUBRE 1793)

La última misiva de María Antonieta. Pintura de Battaglini copia de un original de Danloux
Después de la sentencia en la pequeña celda arden dos velas sobre la mesa. A la condenada a muerte le han otorgado este último favor para que no tenga que pasar en la oscuridad su última noche antes de la noche eterna. También a otro ruego no osa resistirse el hasta entonces excesivamente cauto carcelero: María Antonieta pide papel y tinta para una carta; desde su última tenebrosa soledad querría dirigir, una vez aún, la palabra a aquellos que se preocupan por ella. El guardia trae tinta, pluma y un papel plegado, y mientras las primeras rojeces de la aurora penetran ya por la enrejada ventana, María Antonieta, con sus últimas fuerzas, comienza a escribir su última carta.

Goethe dice una vez, tratando de las últimas manifestaciones de vida espiritual inmediatamente anteriores a la muerte, esta frase magnífica: «Al fin de la vida, pensamientos hasta entonces no pensados surgen claramente del espíritu; son como genios dichosos que se posan deslumbrantes en las cimas de lo pasado». Tal misteriosa luz de despedida ilumina también esta última carta de la consagrada a la muerte: jamás María Antonieta ha concentrado su alma tan poderosamente ni con tan manifiesta claridad como en esta despedida a madame Elisabeth, la hermana de su esposo y ahora también protectora de sus hijos. Más firmes, más seguros, casi varoniles, son los rasgos de esta letra trazada en una miserable mesilla de prisión que todos aquellos que salían revoloteando desde la dorada mesa de escribir de Trianón; más pura es ahora la forma del lenguaje sin recatar el sentimiento; es como si la tempestad interna desencadenada por la muerte hubiera desgarrado toda la inquieta masa de nubes que fatalmente, durante largo tiempo, le habían encubierto a esta mujer trágica la vista de su propia profundidad.


María Antonieta escribe así: «A usted, hermana mía, es a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada no a una muerte vergonzosa, sólo lo es para los criminales, sino a ir a reunirme con su hermano inocente como él, espero mostrar la misma firmeza que mostró él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no reprocha nada. Tengo la profunda pena de abandonar a mis pobres hijos; usted sabe que yo no existía más que para ellos y para usted, mi hermana buena y tierna. A usted, que lo había sacrificado todo por su afecto hacia nosotros y para acompañarnos, ¡en qué situación la dejo! He sabido, por el curso del mismo proceso, que mi hija está separada de usted. ¡Ay, mi pobre niña!, no me atrevo a escribirle, no recibiría mi carta; no sé siquiera si ésta llegará a sus manos. Reciba usted mi bendición para los dos; espero que un día, cuando sean mayores, podrán reunirse con usted y gozar por completo de sus tiernos cuidados. Que piensen los dos en lo que no he cesado yo de inspirarles: que los buenos principios y el cumplimiento exacto de los deberes son la primera base de la vida, que su amistad y confianza mutuas les traerán la dicha. Que comprenda mi hija que, en la edad que tiene, debe ayudar siempre a su hermano con los consejos que su experiencia, mayor que la de él, y su cariño puedan inspirarle; que, a su vez, mi hijo preste a su hermana todos los cuidados y los servicios que su cariño pueda inspirarle; que sepan, en fin, los dos que en cualquier posición en que puedan encontrarse sólo por su unión será verdaderamente felices; que tomen el ejemplo de nosotros.

¡Cuántos consuelos en nuestras desgracias no nos han dado nuestra amistad! Y de la dicha se goza doblemente cuando puede compartirse con un amigo; y ¿dónde encontrar uno más tierno y más unido que en su propia familia? Que no olvide jamás mi hijo las últimas palabras de su padre, que tantas veces le he repetido expresamente: ¡que no trate jamás de vengar nuestra muerte! Tengo que hablar a usted de una cosa bien dolorosa para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido producirle ese niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiera y hasta lo que no comprende. Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el aprecio de sus bondades y de su ternura hacia los dos. Me falta todavía confiar a usted mis últimos pensamientos. Habría querido escribirlos desde el comienzo del proceso; pero, aparte que no me dejaban escribir, su marcha ha sido tan rápida que, realmente, no habría tenido tiempo.

Muero en la religión católica, apostólica y romana, en la de mis padres, en la que he sido educada y que he confesado siempre. No teniendo ningún consuelo espiritual que esperar, no sabiendo si existen todavía aquí sacerdotes de esta religión y ni siquiera si el lugar en que me encuentro los expondría a demasiado peligro si entraran aquí una vez, pido sinceramente perdón a Dios de todas las faltas que he podido cometer desde que existo; espero que, en su bondad, querrá aceptar mis últimos ruegos, lo mismo que los que hago desde hace tiempo para que quiera recibir mi alma en su misericordia y su bondad. Pido perdón a todos los que conozco, y en particular a usted, hermana mía, por todas las penas que sin quererlo haya podido causarle. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Digo aquí adiós a mis tías y a todos mis hermanos y hermanas. He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir; que sepan, por lo menos, que hasta mi último momento he pensado en ellos.

Adiós, mi buena y tierna hermana; ¡ojalá esta carta pueda llegar a usted! Piense siempre en mí; la abrazo de todo corazón, lo mismo que a esos pobres y queridos niños. ¡Dios mío, cómo desgarra el alma dejarlos para siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes espirituales. Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote; pero protesto aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a un ser absolutamente extraño.»

Aquí termina súbitamente la carta, sin fórmula de despedida ni firma. Probablemente la fatiga ha vencido a quien la escribió. Sobre la mesa arden todavía las dos velas de cera, cuyas vacilantes llamas acaso duren más que la vida del ser humano que escribió a su resplandor. Esta carta, venida de las sombras, no llega ya a manos de casi ninguno de aquellos a quien iba dirigida. María Antonieta, poco antes de la entrada del verdugo, se la entrega al primer carcelero, Bault, encargándole que se la dé a su cuñada; Bault había tenido bastante humanidad para proporcionarle papel y pluma, pero no el valor necesario para desempeñar sin permiso aquel encargo fúnebre (¡cuantas más cabezas se ven caer, tanto más teme uno por la suya propia!). Por tanto, conforme a los reglamentos, entrega la carta de la reina al juez instructor, Fouquier-Tinvile, que le da entrada en su registro pero tampoco la hace seguir adelante. Y cuando, después de dos años, por su parte, tiene que subir también a la carreta que ha enviado para tantos otros a la Conserjería, desaparece aquel documento; nadie en el mundo sospecha ni conoce su existencia, sino sólo un hombre único, en extremo insignificante, llamado Courtois.

Este diputado, sin altura ni talento, había recibido el encargo de la Convención, después de la prisión de Robespierre, de ordenar y publicar los papeles dejados por éste; con tal motivo, aquel antiguo zuequero tiene la revelación de cuánto poder poner en manos de alguien el apropiarse de secretos documentos de Estado, pues todos los diputados comprometidos se mueven ahora humildemente en torno al pequeño Courtois, a quien antes apenas saludaban, y le hacen las más locas promesas si les devuelve las cartas que habían dirigido a Robespierre. Es, por tanto, labor útil -observa el hábil mercader- apoderarse en cuanto sea posible de correspondencias ajenas; así, se aprovecha del caos general para saquear todos los documentos del Tribunal Revolucionario y negociar con ellos; sólo reserva en su poder, el muy ladino, la carta de María Antonieta, que en esta ocasión cae en sus manos; ¿quién puede saber, dado el curso de los tiempo, cómo podrá alguna vez ser utilizado aquel precioso documento secreto si volviese a cambiar de rumbo el viento? Durante veinte años oculta su rapiña, y, en efecto, cambia el viento. Otra vez llega a ser rey de Francia un Borbón, Luis XVIII, y los «regicidas», aquellos que habían votado la ejecución de su hermoso Luis XVI, sienten ahora en el cuello una extraña picazón. Para adquirir su favor, ofrece Courtois a Luis XVIII (¡ya se ve si es bueno el robar papeles!), en una carta hipócrita, como regalo, aquel escrito de María Antonieta «salvado» por él. Su astucia no le sirve de nada; Courtois es desterrado lo mismo que los otros. Pero se ha obtenido la carta. Veintiún años después de que la reina la ha expedido, sale a la luz esta asombrosa carta de despedida.

El libro de oraciones con las pocas líneas escritas por la reina, en una foto antigua
Pero ¡demasiado tarde! Casi todos aquellos a quienes María Antonieta quería saludar en la hora de su muerte han seguido sus pasos. Madame Elisabeth, en la guillotina; el delfín ha muerto realmente en el Temple o vaga entonces desconocido por el mundo (hasta hoy no se sabe toda la verdad), bajo nombre extraño, ignorante de su propio destino. Y tampoco a Fersen alcanza ya el amoroso saludo. Ninguna palabra lo cita en aquella carta y, sin embargo, ¿a quién si no a él van dirigidas aquellas emocionantes líneas: «He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir.» El deber prohíbe a María Antonieta que mencione delante del mundo a aquel que era para ella lo más querido. Pero había confiado en que estas líneas llegarían a estar alguna vez ante su vista y que el amante reconocería también en estas encubiertas palabras que hasta su último aliento había pensado en él con invariable rendimiento de corazón.

Pero -¡misterioso efecto lejano del sentimiento!, como si Fersen hubiese sentido el deseo de la reina de estar con él en su última hora, responde a ello, como a una llamada mágica, su Diario, al recibir la noticia de la muerte: «Es mi mayor dolor, en medio de todas mis penas, pensar que en sus últimos instantes estuvo sola, sin el consuelo de tener a alguien cerca de sí con quien hubiera podido hablar». Lo mismo que ella en él, en la más extrema soledad, también él piensa en ella en el mismo momento. Apartadas por leguas y muros, invisibles e inalcanzables una para otra, respiran sus dos almas con idéntico deseo en el mismo segundo del tiempo: en espacios inalcanzables, por encima del tiempo, se unen sus pensamientos, al difundirse en vibraciones circulares, lo mismo que labio y labio en el beso.

María Antonieta ha dejado la pluma. Lo más difícil está vencido: despedirse de todos y de todo. Ahora descansa en su lecho algunos momentos para concentrar sus últimas fuerzas. Ya, para ella, no hay nada que hacer en esta vida. Sólo una única cosa: morir, y, a la verdad, morir bien. 

domingo, 13 de marzo de 2022

MARIE ANTOINETTE ES TRASLADADA A LA CONCIERGERIE (1793)

María Antonieta se separó de su familia en el temple. artista: Bernard Acloque 
Una gran fatiga pesa sobre los miembros de su cuerpo. En el semblante de la reina hay algo que se apaga también durante estas semanas de la prueba extrema. Si se contempla aquel retrato de María Antonieta que cualquier pintor desconocido hizo en este verano, apenas se reconocería a la reina que fue de las comedias pastoriles, la divinidad del rococó; apenas tampoco la mujer orgullosa, luchando majestuosamente erguida, que todavía era María Antonieta en las Tullerías. La mujer de este desmañado cuadro, con sus tocas de viuda sobre los encanecidos cabellos -ha sufrido demasiado-, es, a pesar de sus treinta y ocho años, totalmente una vieja. El centelleo y vida de sus ojos, tan arrogantes en otro tiempo, se han apagado por completo: con manos indolentemente caídas, permanece sentada con el mayor cansancio, dispuesta ya a obedecer dócilmente y sin contradicción toda llamada, aunque sea la postrera. La gracia que había en su semblante ha cedido el puesto a un resignado duelo; su inquietud, a una gran indiferencia. Visto de lejos, se tomaría este retrato de María Antonieta por el de una priora, de una abadesa, de una mujer que no tiene ya ningún pensamiento terreno, ningún deseo en este mundo, que ya no vive en esta vida, sino en otra. Ya no se encuentra belleza alguna, ni ánimos, ni fuerza; nada más una grande y paciente resignación. La reina ha abdicado, la mujer ha renunciado; sólo hay allí una fatigada y abatida matrona, que alza una mirada azul clara a la que nada puede ya asombrar ni espantar.

Tampoco se espanta María Antonieta cuando, el 1 de agosto, a las dos de la madrugada, suena de nuevo un rudo golpe a su puerta. Después de haberle quitado el marido, el hijo, el amante, la corona, el honor, la libertad, ¿qué puede hacer aún el mundo contra ella? Se levanta tranquilamente, se viste y hace entrar a los comisarios. Le leen el decreto de la Convención que ordena que la viuda de Capet sea trasladada a la Conserjería, ya que se ha convertido en acusada. María Antonieta escucha tranquilamente y no responde palabra. Sabe que una acusación del tribunal revolucionario es lo mismo que una condena y que la Conserjería es igual a la casa de los muertos. Pero no suplica, no discute, no procura obtener un aplazamiento. No responde ni una palabra a aquellos hombres que como asesinos vienen a sorprenderla con tal mensaje en medio de la noche.

Con indiferencia deja que le registren los vestidos y le quiten lo que tiene consigo. Sólo le es permitido conservar un pañuelo y un frasquito de sales. Entonces tiene que despedirse otra vez -¡cuántas veces lo ha hecho ya!- de su cuñada y de su hija. Sabe que son los últimos adioses. Pero el mundo la ha acostumbrado ya a las despedidas.

ilustración de la partida de la reina María Antonieta
Sin volverse, derecha y firme, se dirige María Antonieta hacia la puerta de su habitación y desciende muy rápidamente la escalera. Rechaza toda ayuda; fue superfluo dejarle el frasquito con fuertes esencias para el caso en que quisieran abandonarla sus fuerzas: ella misma está fortalecida interiormente. Hace mucho tiempo que ha sufrido lo más duro: nada puede ser peor que su vida en estos últimos meses. Ahora viene lo más fácil: la muerte. Casi se precipita a su encuentro. Con tal rapidez sale de esta torre de espantosos recuerdos que -acaso empañados sus ojos por el llanto- se olvida de inclinarse en la baja puertecilla de salida y se golpea violentamente la frente contra la dura viga.

Los acompañantes corren solícitos junto a ella y le preguntan si se ha hecho daño. «No -responde serenamente-, ya no hay ahora cosa alguna que pueda hacérmelo.» 

También otra mujer ha sido despertada esta noche. Madame Richard, la mujer del carcelero de la Conserjería. Ya tarde, por la noche, le han encargado súbitamente que prepare una celda para María Antonieta; después de duques, príncipes, condes, obispos, burgueses; después de víctimas de todas las clases sociales, también debe ahora la reina de Francia venir a la casa de los muertos. Madame Richard se espanta. Pues todavía para una mujer del pueblo la palabra «reina» vibra como una campana, potentemente tocada, infundiendo respeto en el corazón. ¡Una reina, la reina bajo su techo! Al punto busca madame Richard, entre sus ropas de cama, los más finos y blancos lienzos; el general Custine, el conquistador de Maguncia, sobre quien pende también la cuchilla de la guillotina, tiene que abandonar la celda enrejada que sirvió durante innumerables años como sala de consejo; a toda prisa disponen para la reina aquel funesto recinto. Un lecho plegable de hierro, una manta ligera; además, un barreño para lavarse y una vieja alfombra delante de la húmeda pared; no les es lícito atreverse a dar más a la reina. Y después la esperan todos en aquel caserón de piedra, antiquísimo y medio subterráneo.

A las tres de la mañana se oye como se acercan algunos coches. Primeramente entran en el sombrío corredor algunos gendarmes con antorchas; después aparece el vendedor de limonadas Michonis -su ductilidad le ha salvado felizmente del asunto de Batz y ha conservado su puesto de inspector general de prisiones-; detrás de él, a la flamante luz de las antorchas, la reina, seguida de su perrillo, único ser viviente a quien le es dado acompañarla a la prisión. A causa de la hora avanzada, y además porque sería una comedia hacer como si no se supiera en la Conserjería quién es María Antonieta, la reina de Francia, le evitan las usuales formalidades burocráticas de ingreso y se le permite que se traslade inmediatamente a su celda a descansar. La criada del ama de llaves, una pobre muchacha aldeana, Rosalía Lamorlière, que no sabe escribir y a quien, sin embargo, tenemos que agradecer los informes más verdaderos y conmovedores sobre los últimos setenta y siete días de la vida de la reina, se desliza, estremecida, detrás de aquella mujer pálida, vestida de negro, y se ofrece para ayudarla a desnudarse. «Gracias, hija mía -le responde la reina-; desde que ya no tengo a nadie, me sirvo yo a mí misma.» Primero cuelga su reloj de un clavo de la pared, para poder medir el tiempo que le es aún concedido, breve y, sin embargo, infinito. Se desnuda y se tiende en el lecho. Entra un gendarme con el fusil cargado; se cierra la puerta. Ha comenzado el último acto de la gran tragedia.

arribo de Marie Antoinette a la Conciergerie
La Conserjería, esta «antesala de la muerte», es, entre todas las prisiones de la Revolución, la que está sometida a reglamento más severo. Antiquísimo edificio de piedra con muros impenetrables y puertas gruesas como un puño, guarnecidas de hierro, cada ventana enrejada, cada pasillo provisto de barreras, rodeado de toda una compañía de guardias, podría ostentar sobre el dintel de su puerta la frase de Dante: «Dejad toda esperanza...». Un sistema de vigilancia conservado durante siglos y agravado grandemente desde los encarcelamientos en masa del Terror, hace imposible toda comunicación con el mundo exterior. Ninguna carta puede ser enviada fuera, ninguna visita recibida, pues el personal de vigilancia no se recluta, como en el Temple, entre guardianes aficionados, sino entre carceleros de oficio que están prevenidos contra todas las arterías; además, como medida de precaución, están mezclados entre los acusados los llamados moutons, soplones profesionales que informarían anticipadamente a las autoridades de toda tentativa de evasión. En todas partes donde un sistema está experimentado durante años y años, parece sin sentido que un individuo aislado pretenda oponerle resistencia.

Pero (misterioso consuelo frente a toda potencia colectiva) el individuo aislado, si es tenaz y resuelto, al final acaba casi siempre mostrándose como más fuerte que todo sistema. Siempre el elemento humano, en cuanto su voluntad permanece inquebrantable, arruina todas las disposiciones de papel; éste es el caso de María Antonieta. También en la Conserjería, al cabo de algunos días, gracias a aquella notable magia que en parte proviene del brillo de su nombre, en parte de la noble fuerza de su conducta, ha convertido en amigos, en auxiliares y servidores a todos aquellos hombres que debían guardarla. La mujer del portero no tendría, reglamentariamente, que hacer otra cosa sino barrer su habitación y prepararle groseros alimentos. Pero guisa para la reina, con tierno primor, los manjares más selectos; se ofrece para peinarla; hace venir expresamente y a diario, de otra parte de la ciudad, una botella de aquella agua que prefiere María Antonieta.

La criada de la portera, a su vez, aprovecha cada momento para deslizarse rápidamente junto a la prisionera y preguntarle si puede servirla en algo. Y los severos gendarmes, con sus bigotes retorcidos, con sus anchos sables retiñidores y los fusiles incesantemente cargados, que en realidad debían prohibir todo esto, ¿qué es lo que hacen? Traen todos los días a la reina -según lo prueba el testimonio de un interrogatorio-, a su propio coste, un ramo de flores frescas, compradas en el mercado por su voluntad, para adornar su desolada habitación. Es justamente entre el más bajo pueblo, que vive más próximo a la desgracia que la burguesía, donde se desarrolla con lastimosa fuerza la compasión hacia aquella princesa tan detestada en sus dichosos días. Cuando, cerca de la Conserjería, las mujeres del mercado saben por madame Richard que el pollo o las hortalizas están destinados a la reina, escogen escrupulosamente lo mejor, y, con enojado asombro, Fouquier-Tinville tiene que hacer constar en el proceso que la reina ha gozado en la Conserjería de facilidades mucho más importantes que en el Temple.

Reconstrucción de la primera celda de la reina
Precisamente allí donde reina la muerte del modo más cruel, se desarrollan en el hombre los sentimientos de humanidad como inconsciente defensa.

Que hasta en el caso de una prisionera de Estado tan importante como María Antonieta se haya ejercido la vigilancia con tanta laxitud, considerando sus anteriores tentativas de fuga, produce al principio una impresión de asombro. Pero se comprenden muchas cosas tan pronto como se recuerda que el inspector supremo de esta prisión es nada menos que Michonis, el vendedor de limones, que había ya introducido valiosamente sus manos en el complot del Temple. También a través de los gruesos sillares de la Conserjería engolosina y centellea el millón del barón de Batz, y todavía sigue Michonis jugando su audaz doble juego. Cada día, fiel a su deber y severo, se traslada a la celda de la reina, sacude las rejas de hierro, examina las puertas, y con pedante solicitud informa de esta visita a la Comuna, que se tiene por feliz con haber colocado como vigilante a inspector a un tan firme republicano.

En realidad, Michonis sólo espera siempre el momento en que los gendarmes han abandonado la habitación para charlar con la reina de modo casi amistoso, traerle del Temple las anheladas noticias de sus hijos, y hasta a veces, bien por codicia, bien por bondad, pasar de contrabando algún curioso, cuando tiene que hacer su inspección en la Conserjería, ya un inglés, ya una inglesa, acaso la excéntrica señora Atkins, enferma de esplín, ya un sacerdote no juramentado que debe haber recibido la última confesión de la reina, ya aquel pintor a quien debemos el retrato del Museo Camavalet.