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domingo, 22 de junio de 2025

LA SEMANA SANTA DE 1791

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La Semana Santa de 1791 redobló las inquietudes religiosas de Luis XVI. Compararía el desdichado monarca a los tiempos convulsos en que vivió los tiempos felices y tranquilos, cuando su dignidad de rey, su conciencia de cristiano, no tenía nada que sufrir, cuando gozaba del bien supremo, la paz del corazón, y donde las ceremonias de la Iglesia, los cantos de la liturgia, en lugar de traerle ansiedad, incluso remordimiento, sólo le dio alegría y consuelo. Extrañaba su amada capilla en Versalles y la armonía que una vez existió entre el trono y el altar, ahora también amenazada. Buscó a los sacerdotes del pasado, y se perdió en su preocupación como en un abismo. Los servicios le recordaron su dolorosa situación. La corona de espinas le recordó su propia diadema. Este rey, cuyo palacio se había convertido en prisión, no podría aplicar a sí mismo las palabras que se dicen en la Misa del Domingo de Ramos, después del gradual: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pon tus ojos en mí! ¿Por qué me abandonaste? ¡Dios mío! A ti clamaré durante el día, y no me escucharás. Gritaré durante la noche, y tú permanecerás en silencio. Todos los que me vieron se rieron de mí. Menearon la cabeza diciendo: Él puso su confianza en el Señor. ¡Que el Señor lo libre, lo salve!”

La semana empezó mal. El Domingo de Ramos fue un día de problemas y confusión. ¡Pobre de mí! La tregua de Dios no existía ni en Semana Santa. La iglesia de los Teatinos, que los católicos habían alquilado al municipio para que allí celebraran el culto los sacerdotes fieles a Roma, fue invadida por personas que azotaron a una joven y ataron a la puerta dos carteles con una inscripción que anunciaba el castigo preparado para cualquier sacerdote o cualquier persona que se atreva a entrar en la iglesia. El alcalde Bailly tuvo vio la inscripción, pero no pudo disipar a la multitud. El populacho permaneció frente a la iglesia hasta las seis de la mañana, dispuesto a abalanzarse sobre quien intentara entrar. La misma fermentación se manifestó en las Tullerías, en la capilla real. Un granadero de la guardia nacional declamó allí con furia contra los sacerdotes no juramentados que todavía se acercaban a Luis XVI. Por la noche, se pronunciaron discursos incendiarios en todo París.

La familia real detenida por la turba para ir a Saint-Cloud. grabado revolucionario.
Al día siguiente, lunes, el rey, que se recuperaba de una enfermedad bastante grave, tenía la intención de ir a Saint-Cloud, descansar allí una semana y cumplir allí en paz con sus deberes religiosos. La Fayette y Bailly habían sido los primeros en darle el consejo. También era una oportunidad para él de experimentar su situación actual y ver si todavía era libre, él que había dado libertad a su reino. El evento iba a probarle que era un esclavo. Entre la multitud corrió el rumor de que este viaje ocultaba ideas de contrarrevolución. El rey, se decía, escondía a los sacerdotes refractarios en su castillo, y se comunicaba por su mano, en secreto, en lugar de rendirse en su parroquia, Saint-Germain-l'Auxerrois. Los líderes agregaron que el Bois de Boulogne estaba lleno de hombres que vestían escarapelas blancas, y que tres mil aristócratas se preparaban para llevarse al rey, que en quince días estaría entre los austriacos. Los periodistas escribieron: "¡Patriotas, a las armas!... La boca de los reyes es la guarida de la mentira... Una furia arroja sus serpientes al seno de Luis XVI... Rey, te vas, jefe de un ejército austríaco… Pero lo estás haciendo demasiado tarde. Te conocemos, gran restaurador de la libertad. Si hoy se te cae la máscara, mañana será tu corona”

El Lunes Santo, 18 de abril, a las once de la mañana, Luis XVI subió a un carruaje, en el patio de las Tullerías, con su mujer, sus hijos y su hermana, para dirigirse a Saint-Cloud. Ellos caballeros que debían seguirlo eran el príncipe de Poix, capitán de la guardia; el duque de Brissac, capitán del Cent-Suisses; el Marqués de Duras y el Duque de Villequier, primeros caballeros de Cámara, y el Marqués de Briges, caballerizo. Cuando el rey subió a su carruaje, el cardenal de Montmorency-Laval apareció por un momento en una de las ventanas del castillo. Inmediatamente apuntado por la Guardia Nacional, apenas tuvo tiempo de retirarse. Al mismo tiempo, otros guardias se precipitaron sobre el carruaje real, gritando, amenazando, llevando bayonetas bajo el pecho de los caballos y declarando que ni Luis XVI ni su familia abandonarían las Tullerías. "Sería asombroso -dijo el rey, asomando la cabeza por la puerta- si después de haber dado libertad a la nación, no fuera libre yo mismo". 

Luis XIV, El Rey Sol, más imperioso que nunca, aplasta a su sucesor burlándose de quien forja las cadenas de su propia servidumbre. Pero en el texto hacemos decir a Luis XVI en canciones que podría usarlo para aplastar a los rebeldes franceses: “Soy un pobre soberano que ya no tiene el poder en la mano, pero por medio de mi fragua reduciré a los parisinos o me degollarán más pronto, azotar más pronto, más pronto, buena suerte, forma una nueva esclavitud”
La Fayette, que estaba presente en esta escandalosa escena, hizo en vano los mayores esfuerzos para poner en marcha de nuevo el coche. Arengas, amenazas, órdenes, ruegos, todo fue inútil. "Cállate", le gritaban; "el rey no se irá". "Se irá -prosiguió el general- se irá, aunque yo tenga que usar la fuerza y ​​hacer correr la sangre".

Pero la resistencia continuó y no se utilizó la fuerza. Durante este extraño coloquio, el marqués de Duras, que se había apeado del carruaje, estaba a la puerta del carruaje real. Un granadero de la Guardia Nacional lo sacó. El Delfín, que hasta entonces no había mostrado miedo, se echó a llorar y Luis XVI tuvo que intervenir para evitar que el señor de Duras siguiera siendo maltratado. Tras nuevos esfuerzos, no menos vanos que los primeros, La Fayette le dijo al rey que su salida no estaría exenta de peligro. El desdichado príncipe exclamó, en tres ocasiones distintas: “¿Entonces no quieren que yo salga?... ¿Entonces me es imposible salir?... ¡Pues bien! voy a quedarme”.

La pelea había durado unas dos horas, y los insultos más groseros no habían dejado de resonar. No queriendo enfrentar a una parte de la Guardia Nacional con la otra, y no queriendo ensangrentarse el umbral de las Tullerías, Luis XVI decidió bajarse del carruaje y volvió a subir con su familia a sus aposentos. Allí encontró a su hermano, el conde de Provenza, y estrechándole la mano con ternura, le Cito, no sin melancolía, el verso de Horacio: Beatus ille qui procul negociatiis! Poco después, miembros de la Guardia Nacional y gente del pueblo entraron en el castillo, e inspeccionaron los apartamentos, los áticos, los patios, los galpones, con el pretexto de descubrir a los sacerdotes refractarios que, decían, estaban allí escondidos.

la multitud quemando un esfinge del papa Pio VI, mostrando su rechazo a las afirmaciones del santo padre, quien condeno severamente la constitución civil del clero.
Después de lo ocurrido el Lunes Santo, todo el mundo podía decirse que la realeza ya no existía más que nominalmente. Luis XVI nunca había sondeado mejor la profundidad de sus humillaciones. Ya no quiso compartir la amargura de la misma, ni siquiera entre sus fieles servidores, y despidió a varios de ellos, para evitarles los insultos con que él mismo se vio abrumado. Invitó a los eclesiásticos que componían su capilla a distanciarse de su persona. Eran el cardenal de Montmorency-Laval, gran capellán de la corona; Monseñor de Roquelaure, obispo de Senlis, primer capellán del rey; el obispo de Laon, primer capellán de la reina. El duque de Villequier y el marqués de Duras, primeros caballeros de la Cámara, también se les ordenó salir. María Antonieta, sabiendo que su dama de honor, la Princesa de Chimay, modelo de piedad y virtud, era diariamente insultada y amenazada, le ordenó también que se fuera, y la reemplazó, como dama de honor, por la dama en gala, la condesa d'Ossun, destinada a perecer en el patíbulo, víctima de su devoción.

El día transcurrió en preparativos para la partida. El rey y la reina sufrieron profundamente al ver partir así a sus más fieles servidores y el pequeño Delfín, hablando de los revolucionarios, dijo con tristeza: “¡Qué mala es toda esta gente, para causarle tanto dolor a papá, que es tan bueno!”

Es costumbre que el Rey y la Familia Real no falten durante la quincena de Pascua y comulguen en público. Tras los hechos del 18 de abril, Luis XVI entró en la capilla de las Tullerías por una puerta trasera para recibir la comunión del cardenal de Montmorency-Laval, obispo de Metz, gran capellán de Francia, cuya negativa a prestar juramento prohibía los actos públicos. en las imágenes Cardenal de Montmorency, obispo de Metz y gran capellán de Francia y el Monseñor de Roquelaure, obispo de Senlis y primer capellán del rey
El Jueves Santo, 21 de abril, Madame Élisabeth escribe a Mme de Bombelles: “No le daré los detalles del lunes. Confieso que aún no lo sé. Todo lo que sé es que el rey quería ir a Saint-Cloud, que se atascó en su carruaje, donde permaneció dos horas; que la Guardia Nacional y el pueblo le cerraron el paso, y que lo obligaron a no salir... Le escribo con prisa, porque me estoy vistiendo para ir a la oficina, todavía nos quieren dejar asistir. Adiós, creed que siempre seré digna de los sentimientos de los que quieren tenerme estima, y ​​que, pase lo que pase, viviré y moriré sin tener nada que reprocharme frente a Dios”

Esta tranquilidad, esta fuerza que da la paz del corazón, Luis XVI ya no la compartió. Iba a ser obligado a lo que consideraba una humillación, una desgracia: asistir, el día de Pascua, en la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois, a una misa dicha por un cura revolucionario, por el cura intruso. Madame Elisabeth no podía creer tal resolución por parte de su hermano. Ella escribió el Sábado Santo a Madame de Raigecourt: "Se rumorea en París que el Rey irá mañana a la misa mayor en la parroquia. No podré obligarme a creerlo hasta que lo haya. Dios todopoderoso, ¿qué castigo justo reservas para un pueblo tan descarriado?”

El desdichado rey, avergonzado de esta última concesión, buscó medios de escapar a la angustia de una situación que le parecía intolerable. Comenzando esta serie de subterfugios, que desprestigian su memoria, y que una actitud más clara y enérgica le hubiera ahorrado, se creyó obligado a recurrir al recurso de los débiles, astutos, y a imitar, jugando un papel doble, el ejemplo que le había dejado Mirabeau. El deseo secreto del rey constitucional era recuperar lo que había dado y volver a ser un soberano absoluto. A sus ojos, no había otro medio de salvar la religión, de prevenir el cisma, de restablecer el principio de autoridad sobre su base. Lo que hablaba en él no era la ambición, era la conciencia, y creía de buena fe que su duplicidad con los hombres sería aprobada, por Dios.

Crucifixerunt eum inter duos latrones en el frontispicio del folleto porque allí se ve al rey colocado sobre una cruz. Pero él no está, estrictamente hablando, "crucificado". De pie, erguido, vestido con un hábito de coronación completo, la corona en la cabeza, blande su cetro con un gesto altivo. A sus pies, soldados armados, la nobleza y el clero mostrados como los dos ladrones de los evangelios. ahorcados por el bien común. La escena de la ejecución que se muestra aquí solo se refiere al rey, cuyo destino aún está en juego y el futuro institucional aún no está escrito.
El Martes Santo había acudido a la Asamblea Nacional para quejarse de la violencia de que había sido víctima el día anterior, y el sábado siguiente envió a todos los representantes de Francia en el extranjero, por conducto de su ministro, M. de Montmorin, un circular en la que estuvo representado se sentía como el más feliz de los hombres y reyes.

El mismo día (23 de abril de 1791), en la sesión vespertina, uno de los secretarios leyó este documento verdaderamente curioso a la Asamblea Nacional. Luis XVI no sólo se adhiere a la Revolución, "que no es más que el aniquilamiento de una multitud de abusos acumulados durante siglos por el error del pueblo o el poder de los ministros, que nunca ha sido el poder de los reyes", sino que si los tribunales extranjeros hubieran declarado oficialmente que " los más peligrosos de los enemigos internos de la nación francesa son aquellos que han afectado a sembrar dudas sobre las intenciones del monarca", y que "estos hombres son muy culpables o muy ciegos, si se consideran amigos del rey”. Así, Luis XVI designa para la venganza popular a sus cortesanos más íntimos, a sus servidores más devotos: los sacerdotes no juramentados, los nobles de la Asamblea Nacional. La circular, verdadero monumento de la duplicidad, es recibida por transportes artificiales de alegría, por gritos calculados de "¡Viva el rey!" Se decide que será enviado a los departamentos, a los ejércitos, a las colonias; que todos los párrocos deberán leerlo en sus misas parroquiales.

Marat protesta contra este entusiasmo: "¡Qué! -exclama en el número 443 del Amigo del pueblo- ¡todas las cabezas se vuelven al ver a una puta! siempre estarás ¿Engañados por los traidores que os rodean?... La circular no es más que la producción de algún académico pedante, de un ministro, de un viejo ayuda de cámara de la corte”. Luego, recordando que Luis XVI había venido el día 19 a quejarse de que no era libre: "¿Cómo -añade Marat- tuvo el descaro de gritar calumnias contra los que decían que no era libre el que había venido cinco días antes para denunciarlo, como un colegial, ante la Asamblea Nacional?”

Saqueo de una iglesia durante la Revolución Francesa, artista: Victor Henri Juglar, Museo de la Revolución Francesa
Por otra parte, leemos en el Amigo del Rey: "Si los déspotas de Europa, que no están iluminados por las luces celestiales de que están investidos los apóstoles de los Derechos del Hombre, imaginan que ven en esta carta incluso una nueva prueba del cautiverio del rey y de la degradación de su poder, debemos acusar sólo a los que, al obligar al monarca a dar su eco, habrán hecho creer que era su prisionero”

¡Pobre de mí! ¡Qué triste Semana Santa! ¡Cuántas analogías entre la pasión de Cristo y la pasión del rey! Infortunado monarca, tienes el presentimiento de que, como el divino maestro, también tú serás entregado y crucificado. Dices, como Jesús: “¡Dios mío, que este cáliz se aleje de mí si es posible! ¡Que sea, sin embargo, no como yo lo quiero, sino como tú lo quieres!” Te sientes rodeado por estos Judas que te dicen: “¡Te saludo, mi maestro!” de una tropa de gente que venía con espadas y palos Y tú meditas en el campo de sangre. ¡Oh! ¡Qué aterrador y lúgubre te parece el canto de las Tinieblas! ¡Cómo te inclinas ante el sepulcro el viernes! ¡Cómo se asocia vuestra alma al cántico del Miserere! Como dices con fervor: “¡Dios mío, no despreciarás un corazón contrito y humillado! Cor contritum et humiliatum , Deus , non despicies"

Aquí está el Domingo de Pascua. Antes era el día de la alegría, era el día de la resurrección, el día de la vida, de la luz. Ahora es un día oscuro, un día triste hasta la muerte. Estos sacerdotes, a quienes estáis obligados a oír oficiar en la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois, los consideráis apóstatas, traidores. Tu hermana Elisabeth no quiso acompañarte a este santuario, que ella considera profanado por un nuevo pastor, el intruso, el constitucional. Sí, el sacerdote que dice misa es el eclesiástico que se rebela contra las órdenes de la Iglesia, es el enemigo del Santo Padre, es el empleado de la Asamblea Nacional. Madame Elisabeth declaró que escucharía misa de boca de su capellán, en la capilla de las Tullerías. Por carteles, exhibidos en las mismas paredes de una galería contigua a su apartamento, estaba condenada a los ultrajes, a las amenazas más violentas, si no te acompañaba a Saint-Germain-l'Auxerrois.


Pero la valiente mujer no se deja intimidar. Ella reza en la capilla real, mientras vosotros, Rey Cristianísimo, os sancionáis con tu presencia, tú y la reina, la revolución religiosa. Y, mientras se dice ante vosotros esta misa pascual en la antigua basílica de Saint-Germain-l'Auxerrois, el mismo cielo parece iracundo: truena, se desata una tormenta, y vosotros volvéis, profundamente tristes, a vuestro palacio, o, para decirlo mejor, en tu prisión.

Profundamente afectado en su dignidad de rey y en su conciencia de cristiano, Luis XVI estaba al borde de la paciencia. El decreto del 5 de junio de 1791, que acababa de privarle del derecho al indulto, había puesto el colmo de sus humillaciones. Al desgraciado monarca sólo le quedaba una idea: huir. Desde hacía ya mucho tiempo, este plan de fuga le preocupaba. Los recuerdos históricos lo habían disuadido al principio. Recordó a Carlos I condujo a el cadalso por haber luchado contra el parlamento, y Jaime II perdiendo la corona por haber abandonado su palacio. Mirabeau había aconsejado una salida de París; pero quería una salida que no fuera una fuga, una salida que de ninguna manera se pareciera a una fuga: "Porque -dijo- un rey sólo sale a plena luz del día, cuando ha de ser rey". 

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domingo, 23 de febrero de 2025

LUIS XVI Y LA CONSTITUCIÓN CIVIL DEL CLERO (1790)

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Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Sobre la Constitución Civil del Clero , Monseñor Boisgelin, Arzobispo de Aix, anota juiciosamente: “Jesucristo encomendó a los apóstoles ya sus sucesores la misión de la salvación de los fieles; no lo confió ni a los magistrados ni al rey”
Las sociedades que parecen ser las más incrédulas son a menudo aquellas donde las cuestiones religiosas dividen y excitan más las mentes. El París revolucionario y volteriano de 1791 se ocupaba de la teología con una especie de furor. En los salones como en los suburbios, la principal preocupación era saber qué sería de la constitución civil del clero. El francés dependía de que los clérigos prestaran o no juraran. Nunca un tema controvertido había suscitado, en ambos lados, más furia, más ira.

Cuando murió Mirabeau, la lucha había entrado en un período agudo. Los escritos antirreligiosos se distribuyeron entre hombres dotados de una voz sonora y cierto talento para la declamación, que iban y los vomitaban de un lugar a otro, de un cruce de caminos a otro. Eran diálogos donde uno hace sabe hacer comentarios odiosos o ridículos a los llamados amigos del clero. También eran cuentos obscenos, historias obscenas de monjes y monjas. En los muelles, en los bulevares, en todos los paseos públicos, se exhibían profusamente caricaturas que representaban o bien a curas y monjas en posturas indecentes, bien a prelados cuyas monstruosas barrigas eran apretadas por campesinos, y surgían montones de luises de oro.

En el otro campo, se veía, junto a devotos sinceros, mujeres de moral perdida, filósofas, enciclopedistas, a veces incluso ateas, convirtiéndose de pronto en misioneras, teólogas, ardientes defensoras de la pureza y de la integridad de la fe romana.

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Estampas que contrastan el “sacerdote patriota que presta juramento cívico de buena fe” con el “sacerdote aristocrático” que huye del mismo juramento (1790).
Desde el 24 de agosto de 1790, Luis XVI tenía el corazón desgarrado por una tortura que nunca antes había experimentado: el remordimiento. Ese día había dado, a pesar del clamor de su conciencia, su real asentimiento a la constitución civil del clero. El hijo mayor de la Iglesia, el rey muy cristiano, el soberano sagrado de Reims, el sucesor de Carlomagno y de San Luis, tuvo un escalofrío de dolor cuando levantó la mano hacia el arca sagrada. Con votos, la Asamblea Nacional había derribado el edificio religioso. El clero ya no existía como cuerpo político.

Se decretó la venta de los bienes eclesiásticos, se suprimió la perpetuidad de los votos monásticos. Los sacerdotes, transformados en simples funcionarios, recibían su salario del Estado. El pacto que había unido a Francia a la Santa Sede durante tantos siglos se había roto. La autoridad del Papa ya no pesaba nada en la balanza. Cada departamento territorial formó una diócesis y se abolió cualquier circunscripción eclesiástica que no respondiera a una circunscripción civil. Los curas y las sedes episcopales se entregaban a la elección de los laicos, sin que uno tuviera que preocuparse por la sanción de Roma. los registros del estado civil pasaban de manos del clero a las de los municipios.

Los sacerdotes fueron obligados a prestar juramento a la nueva Constitución, que fue condenada por el Papa; y aquellos de ellos que no tenían fortuna fueron colocados entre esta alternativa, la ruina o la apostasía. Un centenar de miembros eclesiásticos de la Asamblea Nacional, entre otros dos prelados, Talleyrand, obispo de Autun, y Gobel, obispo de Lydda, prestaron juramento. Todos los demás resistieron. Todo el episcopado, con excepción de los dos obispos juramentados, protestó en los términos más enérgicos. La anarquía religiosa pronto llegó a su apogeo. La guerra civil estaba en todas las parroquias. Los partidarios de la Revolución amenazaron con los mayores castigos a los sacerdotes que obedecieran al Vaticano, en lugar de obedecer a la Asamblea Constituyente.

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Una descripción de cómo la revolución trató al alto clero de Francia.
Los partidarios de la reacción decían que el Papa iba a lanzar sus rayos sobre una Asamblea sacrílega y sobre sacerdotes apóstatas; que las poblaciones rurales, privadas de los sacramentos, se levantarían en masa; que ejércitos extranjeros entrarían en Francia y que en un abrir y cerrar de ojos se derrumbaría el edificio de la iniquidad. Los obispos no juramentados emitían decretos en los que declaraban que no se retirarían de sus sedes a menos que fueran obligados. Agregaron que alquilarían casas para continuar con sus funciones eclesiásticas, y que los fieles se dirigirían sólo a ellos. solo hablábamos de religión. Los clubes sólo se preocupaban por la Iglesia. Los mismos individuos que, dos años después, iban a bailar en círculos alrededor del cadalso de los curas, no tenían otra idea que saber cuál, en tal o cual parroquia, sería el cura que diría misa. Desde el rey hasta los jacobinos, desde la reina y Madame Elisabeth hasta las futuras furias de la guillotina, no había nadie que no se apasionara por esta candente cuestión. Era el tema de todas las peleas, el gran alimento de la discordia. En la misma familia, vimos a los dos campos librando una guerra total.

Todo el país conoció una oleada de escritos, polémicas, refutaciones de todo tipo, que llevaron la pasión política y religiosa a una extrema intensidad. Sin embargo, el asunto se agrava aún más cuando el Pío VI condena la Constitución Civil del Clero, como herética, sacrílega y cismática. ¡Anulada, por tanto, la elección y consagración de los primeros obispos constitucionales! Y se obliga a los sacerdotes que ya han prestado juramento a retractarse dentro de cuarenta días, bajo pena de suspensión. Por otra parte, en su primer escrito, Pío VI ataca la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, algunos de cuyos artículos se consideran incompatibles con la fe y la tradición católicas. El Papa aspira en particular a la libertad en materia de opinión religiosa. Muy profundamente, no admite nada de los principios revolucionarios que trastornan el orden querido por Dios:

“La sociedad humana -dice san Agustín -no es más que una convención general de reyes obedientes; y no es tanto del contrato social como de Dios mismo, autor de todo bien y de toda justicia, de donde saca su fuerza el poder de los reyes”

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Caricatura del Papa Pío VI, de los clérigos y sus vanos esfuerzos para oponerse al establecimiento de la Constitución Civil del Clero. Grabado de 1791 con la leyenda: "Burbujas del siglo XVIII: mientras Pío VI, rodeado por su guardia, juega a los juguetes, el Abbé Royou, armado con un manojo de plumas que un general al mando le cortó con una daga, enjabona el jabón apostólico. Dos grandes damas hacen lo mejor que pueden, Francia rechaza a las Burbujas con una sonrisa desdeñosa. El cardenal de Bernis, que ha recogido las gafas del Papa, se las presenta rotas. El abate Maury, prior de los Leones, montado en un burro, se apresura tanto para ir a Roma a buscar el capelo cardenalicio, que hace atrapar al pobre animal. Bajo la roca de la Constitución quedan aniquilados para siempre los órdenes que engendraron el orgullo y el despotismo. El resto se explica por sí mismo"
Esta vez se consumó la ruptura entre la Iglesia romana y la Revolución. La instalación de obispos y otros sacerdotes constitucionales se verá empañada por innumerables incidentes. De hecho, poco a poco se instalará una iglesia paralela, entonces clandestina, rebelde a la Iglesia constitucional. La tolerancia esperada por la mayoría de la Asamblea es impracticable. La cuestión religiosa se ha convertido en cuestión política: el refractario, a los ojos del patriota, ha elegido el campo de los emigrantes, el campo del enemigo. Por el contrario, muchos sacerdotes favorables a la Revolución se encontrarían del lado de sus primeros opositores, por lealtad a sus convicciones religiosas; el bajo clero bretón dará el ejemplo más elocuente. Ante tal lío, cabe preguntarse si la ruptura era inevitable. Porque para muchos historiadores, todo se enlaza desde cuestiones muy materiales: la desamortización de los bienes del clero, la abolición del diezmo, la reorganización de la Iglesia... No hubo oposición irreductible sobre el fondo. Extremistas de ambos lados, gran parte de la contingencia, eso fue lo que hizo irreversible el cisma.

El general La Fayette representó a los sacerdotes juramentados. Su esposa se mantuvo fiel a los demás. “La constitución civil del clero -decía Madame de Lasteyrie, en su Vida de Madame de La Fayette, de la que era hija- fue motivo de gran tribulación para mi madre. Pensó que debía, precisamente por su situación personal, mostrar su apego a la causa católica. Presenció, por tanto, la negativa a prestar juramento hecha desde el púlpito por el párroco de Saint-Sulpice, su parroquia. Ella estaba allí con las personas más conocidas por su aristocracia. Ella fue diligentemente a las iglesias, luego en los oratorios donde se refugiaba el clero perseguido. Recibió continuamente monjas que se quejaban y pedían protección, así como sacerdotes no juramentados a los que animaba a ejercer sus funciones y reclamar la libertad de culto. Mi padre recibía a menudo a cenar a los eclesiásticos del clero constitucional. Mi madre profesaba ante ellos su apego a la causa de los antiguos obispos”

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Un dibujo que muestra al diablo incitando al Papa Pío VI a firmar la bula condenando la constitución civil del clero
Incluso en el hotel del Comandante en Jefe de la Guardia Nacional, La Fayette, el hombre liberal por excelencia, la causa de la Iglesia Romana contaba con fervientes partidarios. el mismo Mirabeau, que pretendía apoyar la constitución civil del clero, era, en el fondo de su corazón, el adversario de esta constitución. Vio en él, no sin un placer secreto, una especie de trampa que se estaban tendiendo los enemigos del trono y del altar. Desde la tribuna, arremetió contra los sacerdotes que se habían mantenido fieles a las doctrinas de Roma, y ​​les dijo que "si la Iglesia cayera en ruinas, a ellos se les debería atribuir la causa". Y el mismo hombre que poseía esta lengua escribió, el 5 de enero de 1791, al conde de La Marck: “La Asamblea está en el infierno. Ayer no hubo juramento, y si la Asamblea cree que la renuncia de 20.000 sacerdotes no tendrá efecto en el reino, tiene gafas extrañas”. Y, en su nota 430 para la corte, insistía en el uso que podía hacerse en beneficio de la causa real del decreto contra el clero. "No se podria -dijo- encontrar una ocasión más favorable para unir a un gran número de personas descontentas, de un tipo más peligroso, y aumentar la popularidad del rey, a expensas de la de la Asamblea Nacional… Es necesario, para eso, provocar al mayor número de eclesiásticos a rehusar el juramento, los ciudadanos activos de las parroquias que están unidos a sus párrocos para rechazar la reelección, llevar a la Asamblea Nacional a medios violentos contra estas parroquias, presentar al mismo tiempo todos los proyectos de decretos que se relacionan con la religión y, sobre todo, provocar la discusión sobre el estado de los judíos de Alsacia, sobre el matrimonio de los sacerdotes y sobre el divorcio, para que el fuego no se apague por falta de materiales combustibles”. ¡Mirabeau, el gran tribuno, el ídolo de la democracia, el inmortal revolucionario, era, si no públicamente, al menos en el fondo de su alma, un clerical!

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
El juramento fue el siguiente: “Juro velar con esmero por los fieles de la parroquia (o diócesis) que se me encomienden, ser fiel a la Patria, a la Ley, al Rey y mantener con todas mis fuerzas la Constitución decretada por la Asamblea Nacional y aceptada por el Rey"
Si tales fueran los sentimientos de Mirabeau, ¡cuántas no debían ser las de Luis XVI y su familia! Madame Elisabeth, que enfrentó tantas persecuciones, sólo temía una: la persecución religiosa. Su correspondencia indica casi en cada línea sus angustias cristianas. Decidida, si es necesario, a enfrentar el martirio, estaba absolutamente resuelta, a obedecer el grito de su conciencia, a hacer frente a todos, al mismo rey, si era necesario. Ella escribió a Madame de Bombelles el 28 de noviembre de 1790: "¿Cómo podemos esperar que la ira del cielo se canse de caer sobre nosotros, cuando nos deleitamos en irritarla constantemente? Tratemos al menos, corazón mío, con nuestra fidelidad de servirle, de borrar algunas de las ofensas que se le hacen a diario. Pensemos que su corazón sufre aún más de lo que se irrita su ira. Depende de nosotros consolarlo. ¡Ay! ¡Cómo esta idea debe animar el fervor de las almas bastante felices de tener fe! Haced orar a vuestros hijitos. Dios nos dice que la oración de ellos le agrada”

7 de enero1791, la piadosa princesa escribió a Madame de Raigecourt: “No tengo gusto por el martirio; pero siento que me alegraría mucho tener la certeza de sufrirlo, antes que abandonar el menor artículo de mi fe. Espero que, si estoy destinado a ello, Dios me dará la fuerza. ¡Él es tan bueno, tan bueno!" Y, el 7 de febrero siguiente, a la señora de Bombelles: “¡Ah! si hemos pecado, ¡Dios nos castiga bien! Feliz ¡Aquel que sólo toma esta prueba con espíritu de penitencia! Debemos agradecer a Dios por el coraje que otorga al clero. Todos los días se cuentan historias admirables”. El 21 de marzo, escribió a Madame de Raigecourt: “Aquí estamos en una angustia terrible. El emisario del Papa aparecerá en estos días, y la verdadera persecución comenzará poco después. Esta perspectiva no es la más agradable. Pero como siempre se nos ha dicho que debemos querer lo que Dios quiere, debemos regocijarnos. De hecho, cuando sepamos bien lo que tenemos que hacer, será mucho más conveniente, porque no habrá más consideraciones que mantener con nadie. Cuando Dios habla, un católico solo conoce su voz”

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El cardenal de Montmorency-Laval, obispo de Metz y gran capellán de Francia, se dirige al rey para protestar contra el último decreto que obliga al clero a prestar juramento. En su discurso, que dirigió al Rey, utilizó las siguientes expresiones: "El Trono está derribado, la religión está perdida, el pueblo ya no tiene freno..."
Básicamente, los sentimientos de Luis XVI eran los mismos que los de su hermana. El Papa le había escrito el 10 de julio de 1790: “Si estuviera a tu disposición renunciar incluso a los derechos inherentes a la prerrogativa real, no tienes derecho a enajenar nada ni a abandonar lo que se debe a Dios y a la Iglesia, del cual eres el hijo mayor”. Esta carta del Santo Padre había impresionado profundamente al Rey. Él, que había sufrido con tanta paciencia los asaltos a su dignidad de príncipe, a su libertad de hombre, a sus prerrogativas de monarca, no podía resignarse al dolor que sufría como católico. Para obligarle a sancionar la constitución civil del clero, Blique exigió imperiosamente este sacrificio, sin el cual sacerdotes y nobles serían masacrados. Es fácil comprender lo que pasaba entonces en el corazón de este devoto soberano por excelencia, de este monarca sobre todo religioso, que valoraba mucho más su título de cristiano que el de rey.

El 3 de abril de 1791 repicaron las campanas para anunciar la instalación de los sacerdotes que habían prestado juramento a la nueva Constitución. Madame Elisabeth escribió: “Los sacerdotes intrusos están establecidos esta mañana. Escuché todas las campanas de San Roque. No puedo ocultarte que esto me causó un dolor terrible”. Luis XVI se lamentó nada menos que su hermana. Descubrió que estas campanas tenían un sonido fúnebre. Todo ha terminado. No habrá un solo momento de descanso moral para el desdichado rey. ¡Qué preocupaciones! ¡Qué insomnio! ¡Qué remordimiento! El mártir real escribió estas líneas dolorosas en su testamento: “profundo que debo haber puesto mi nombre (aunque fuera en contra de mi voluntad) a actos que pueden ser contrarios a la disciplina y la fe de la Iglesia Católica, a la que siempre he permanecido sinceramente unidos de corazón”.

Louis XVI and the civil constitution of the clergy
Los miembros de la Iglesia Católica prestando el juramento exigido por la Constitución Civil del Clero.
Este lamento conmovedor fue quizás la más dura de sus torturas para Luis XVI. "¡Que ella sea maldita para siempre!" exclamó Joseph de Maistre, en su ardor ultramontano, la facción infame que venía, beneficiándose descaradamente de las desgracias de una soberanía esclavizada y profanada, para apoderarse brutalmente de una mano sagrada y obligarla a firmar lo que aborrecía. Si esta mano, dispuesta a encerrarse en el sepulcro, creyó trazar el solemne testimonio de un profundo arrepentimiento, que esta sublime confesión, consignada en el inmortal testamento, caiga como un peso abrumador, como un eterno anatema sobre este culpable que la hizo necesaria a los ojos de la augusta inocencia, inexorable sólo para ella, en medio de los respetos del universo.

La Révolution française 1989

domingo, 22 de septiembre de 2024

MARIE ANTOINETTE EN LAS TULLERIAS: EXAMEN DE CONCIENCIA

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The Flood (2024) - Le Déluge film
le deluge film
The Flood — Film (2024)

La quietud es un elemento creador. Recoge en sí, purifica y ordena las fuerzas internas; vuelve a juntar lo que ha desparramado la agitación violenta. Lo mismo que en una botella que ha sido sacudida, si se la deposita en tierra, lo pesado se aparta de lo leve, también en una naturaleza turbada, el silencio y la reflexión hacen cristalizar más claramente el carácter. Brutalmente obligada a vivir consigo misma, comienza María Antonieta a descubrir su propia alma. Sólo ahora llega a ser reconocible que nada ha sido tan fatal para esta naturaleza aturdida, ligera y frívola, como la facilidad con que el destino la colmó de todo; justamente estos inmerecidos regalos de la vida la han empobrecido en su interior. Demasiado temprano y demasiado ricamente la había mimado el destino; un alto nacimiento y una posición más alta todavía le habían sido adjudicados sin trabajo alguno por su parte; por ello pensaba que no tenía para qué molestarse por nada; sólo necesitaba dejarse vivir como quisiera y todo estaba hecho.

Los ministros pensaban, el pueblo trabajaba, los banqueros pagaban para satisfacer sus comodidades, y la niña mimada lo aceptaba todo sin reflexión ni gratitud. Sólo ahora, provocada por la monstruosa exigencia de tener que defender todo esto, su corona, sus hijos, su propia vida, contra la más grandiosa sublevación de la historia, busca en sí misma fuerza de resistencia y extrae repentinamente de sí misma inutilizadas reservas de inteligencia y actividad. Por fin se ha producido el brote. «Sólo en la desgracia se sabe quién es cada cual»; esta frase bella, conmovedora y conmovida centellea ahora de repente en una de sus cartas. Sus consejeros, su madre, sus amigos, no han tenido poder alguno, durante años enteros, sobre esta alma altanera. Era demasiado pronto para la que no había sido enseñada. El dolor es el primer maestro auténtico de María Antonieta, el único cuyas lecciones ha aprendido.

Con la desgracia comienza una nueva época para la vida interna de esta mujer extraña.
Pero la desgracia, a decir verdad, no transforma jamás un carácter, no inyecta en él nuevos elementos; no hace más que dar formas a disposiciones de mucho tiempo atrás existentes. María Antonieta no se convierte de pronto -sería una falsa concepción- en inteligente, enérgica, activa y rica en vitalidad, en estos años de su último combate; todo ello estaba desde siempre, en estado latente, en su interior; sólo que, por una misteriosa pereza espiritual, por una infantil frivolidad de sus sentidos, no había puesto en ejercicio toda esta mitad esencial de su personalidad; hasta entonces sólo había jugado con la vida -cosa que no exige ningún esfuerzo- y jamás había luchado con ella; sólo ahora, desde que cae sobre su persona la gran tarea, se azuzan todas estas energías hasta convertirse en armas.

The Flood (2024) - Le Déluge film
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The Flood — Film (2024)

María Antonieta sólo piensa y reflexiona desde que le es preciso pensar. Trabaja porque se ve forzada a trabajar. Se eleva sobre sí misma porque el destino la obliga a ser grande, para no ser lamentablemente aplastada por las fuerzas que se le oponen. Sólo en las Tullerías comienza una plena transformación, externa a interna, de su vida. La misma mujer que durante veinte años no ha podido prestar atención hasta el final al informe de ningún embajador, que no ha leído ninguna carta sino velozmente, y jamás un libro; que no se ha preocupado de otra cosa sino de juego, deportes, modas y análogas futesas, transforma su mesa de escribir en una cancillería de Estado, y su habitación, en gabinete diplomático. Negocia -en lugar de su marido, a quien ahora todos dejan enojadamente a un lado, como a un caso incurable de debilidad- con todos los ministros y los embajadores; vigila la ejecución de sus disposiciones y redacta sus cartas. Aprende a escribir con clave a inventa los más extraños medios técnicos para poder aconsejarse secretamente, por vía diplomática, con sus amigos del extranjero; ya escribe con tinta simpática, ya sus noticias, escritas según un sistema de cifras, son pasadas de contrabando a través de toda vigilancia, en revistas y cajas de chocolate; cada palabra tiene que ser cuidadosamente estudiada para que sea clara para los iniciados a incomprensible para los no llamados a comprenderla. Y todo esto lo hace ella sola, sin ningún auxiliar, ningún secretario al lado, con espías a la puerta y hasta en su propia habitación: una sola de estas cartas sorprendida, y estarían perdidos su marido y sus hijos.

Trabaja hasta el agotamiento corporal esta mujer jamás acostumbrada a ningún trabajo.
«Estoy ya completamente fatigada de tanta escritura», balbucea una vez en una carta, y dice en otra: «No veo ya lo que escribo». Y además, y cosa muy interesante en su transformación espiritual: María Antonieta aprende, por fin, a reconocer la importancia de tener buenos consejeros; renuncia a la loca pretensión de decidir ella misma, en un nervioso abrir y cerrar de ojos, a la primera ojeada, acerca de los asuntos políticos. Mientras que antes no recibía sino con reprimidos bostezos al tranquilo y canoso embajador Mercy y respiraba con visible alivio cuando aquel pesado pedante cerraba la puerta al salir, solicita ahora, modestamente, las opiniones de aquel hombre, demasiado tiempo desconocido, leal y muy experimentado: «Cuanto más desgraciada soy, tanto más me siento, del modo más tierno, obligada hacia mis verdaderos amigos»; en este humano tono escribe ahora al viejo amigo de su madre, o le dice: «Estoy ya impaciente por encontrar un momento en que pueda volver a hablarle y verle libremente y darle a conocer los sentimientos que, por muy justos motivos, debo a usted y que le he dedicado para toda mi vida» .

The Flood (2024) - Le Déluge film
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The Flood — Film (2024)

A los treinta y cinco años advierte por fin para qué papel ha sido elegida por un singular destino: no para disputar a otras mujeres bonitas, coquetas y de mediano espíritu, los fugaces triunfos de la moda, sino para acrisolarse ante lo permanente y más que permanente, ante la inflexible mirada de la posteridad, y acrisolarse en dos sentidos: como reina y como hija de María Teresa. Su orgullo, que hasta entonces sólo había sido el mezquino orgullo infantil de una muchacha mimada, se dirige resueltamente ahora hacia la tarea de aparecer grande y valerosa ante el mundo en una gran época. Ya no lucha por lo personal ni por el poder y la dicha privada: «En lo que se refiere a nuestras personas, ya sé bien que todo pensamiento de felicidad está pasado para siempre, ocurra lo que quiera. Sé que es deber de un rey sufrir por los otros, y lo cumplimos perfectamente. ¡Ojalá, algún día, pueda ser así reconocido!».

Tardíamente, aunque hasta en lo más íntimo de su alma, comprende María Antonieta que está destinada a ser figura histórica, y esta aspiración intemporal eleva magníficamente sus fuerzas. Pues cuando un ser humano se aproxima a lo más profundo de sí mismo, cuando está decidido a registrar lo más íntimo de su personalidad, remueve en su propia sangre las potencias fantasmales de todos sus antepasados. El ser una Habsburgo, nieta y heredera de un antiquísimo honor imperial, hija de María Teresa, eleva de repente, de un modo mágico, sobre sí misma a esta mujer débil a insegura. Se siente obligada a ser digne de Marie Thérèse, digna de su madre, y esta palabra «valor» llega a ser su sinfonía fúnebre. Repite siempre que «nada puede quebrantar su valor», y cuando recibe de Viena la noticia de que su hermano José, en su espantosa agonía, ha conservado hasta el último momento su viril y resuelta actitud, entonces, igualmente, como de modo profético, se siente llamada a hacer lo mismo y responde con las palabras de su vida más llenas de dignidad: «Me atrevo a decir que ha muerto digno de mí».

Este orgullo, que mantiene levantado ante el mundo como una bandera, le cuesta, en todo caso, a María Antonieta mucho más de lo que a otros les es lícito sospechar. Pues, en el fondo, esta mujer no es ni orgullosa ni fuerte, no es ninguna heroína, sino una mujer muy femenina, nacida para la abnegación y la ternura y no para el combate. El valor que muestra es para infundir valor a los otros; ella misma no cree ya, realmente, en días mejores. Apenas se vuelve a sus habitaciones, se le caen de fatiga los brazos con los que ha sostenido la bandera del orgullo ante el mundo; Fersen la encuentra casi siempre deshecha en llanto; estas horas de amor con el amigo infinitamente amado y por fin encontrado no se parecen en nada a galantes jugueteos, sino que este hombre, también él emocionado, necesita emplear todas sus fuerzas para arrancar a la mujer amada de su cansancio y su melancolía, y justamente esto, la desgracia de la amada, provoca en el amante el más profundo sentimiento. «Llora frecuentemente conmigo -escribe Fersen a su hermana- y es muy desgraciada. ¡Juzga si no tengo que amarla!»

The Flood (2024) - Le Déluge film
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The Flood — Film (2024)

Los últimos años habían sido demasiado duros para este ligero corazón. «Hemos visto demasiados espantos y demasiada sangre para que alguna vez podamos aún ser felices.» Pero siempre crece nuevamente el odio contra esta mujer indefensa, que ya no tiene ningún otro defensor que su conciencia. «Desafío al mundo entero a que encuentre en mí ninguna culpa verdadera -escribe la reina- Espero el justo juicio del porvenir, y eso me ayuda a soportar todos mis sufrimientos. A aquellos que me niegan esa justicia los desprecio demasiado para ocuparme de ellos.» Y, sin embargo, suspira: «¡Cómo podemos vivir en semejante mundo y con tal corazón!», y se adivina que, en ciertas horas, la desesperada no tiene más que un deseo, que todo pueda encontrar un rápido fin: «¡Si siquiera, algún día, lo que nosotros ahora hacemos y sufrimos pudiera hacer felices a nuestros hijos! Éste es, todavía, el único deseo que me permito abrigar».

El pensamiento en sus hijos es lo único que María Antonieta osa relacionar todavía con la palabra «dicha». «Si aún pudiera yo ser feliz, sólo lo sería a través de mis dos hijos», suspira una vez, y otra exclama: «Cuando estoy muy triste, tomo conmigo a mi chico», y en otra ocasión: «Estoy sola durante todo el día y mis niños son mi único recurso; los tengo conmigo lo más que puedo». De cuatro que ha traído al mundo, dos se le han muerto, y ahora aquella que en otro tiempo entregó ligeramente su amor a todo el mundo, lo concentra, desesperada y apasionadamente, en estos dos hijos que le quedan.

tan lejos está la nueva María Antonieta de la otra, tan lejos como la dicha de la desdicha, la desesperación de la petulancia. En las almas blandas, todavía sin acabar de formar, todavía dúctiles, imprime su sello del modo más visible la desgracia: con claros rasgos manifiestos, se forma ahora un carácter, que hasta entonces era fluido a inconsciente, como un agua que corre. «¿Cuándo serás por fin tú misma?», le había siempre preguntado desesperadamente la madre. Ahora, con los primeros cabellos blancos en las sienes, María Antonieta ha llegado por fin a ser ella misma.

domingo, 21 de enero de 2024

LA MUERTE DE MIRABEAU (2 ABRIL DE 1791)

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“Estos tiempos tormentosos en que nosotros, tan pródigos de vida, ve nuestros días pasar tan rápido y terminar tan rápido, agotado por el trabajo y las pasiones aún más que amenazada por la mala voluntad, parecería que la consolación, las lecciones de la filosofía ya no pueden satisfacernos… Si la muerte llega demasiado pronto, es especialmente para aquellos que tienen a la posteridad a la vista, que eternizan de sus nombres por sus acciones o sus obras, y a quien la muerte siempre interrumpe en medio de alguna empresa, con gran pérdida del público que lo tienen en cuenta en su memoria que todavía honran más por la reverencia y el arrepentimiento".

The death of the Comte de Mirabeau

Estas líneas lastimeras, escritas por Mirabeau en la ocasión de la muerte prematura de uno de sus amigos, aplica aún más exactamente a la suya. Él, sobre todo hombres, era "pródigo de la vida". Uno podría decir que, presagiando la brevedad de su carrera, deseaba multiplicarse y concentrarse en unos pocos años, unas pocas semanas, la mayor suma posible de emociones, fatigas, alegrías, luchas y triunfos. Devorado por una actividad que era como una fiebre, ávida de oro, de placer, y de gloria, embriagados de popularidad sedientos por la miríada de fuegos que consumieron su mente y corazón, descendió la cuesta fatal con la rapidez de locura Su destino fue el de la mayoría de los hombres que desea a la vez trabajo y placer. Para el placer pronto se convierte en fatiga y sufrimiento; pero cuando sus vicios los abandonen, ellos no abandonarán sus vicios Enemigos de su propio reposo, acosan y ponen lazos para atraparse a sí mismos. Ellos matan el cuerpo; si pudieran, matarían al alma. Una excitación violenta, comparable a la última impulsión de un motor roto, les da por un rato una energía ficticia. Un hábito persistente, los pone en los asuntos mundanos, de los cuales, sin embargo, ya comprenden el vacío, la inanidad.

Tal era el gran Mirabeau. no fue sin amargura que vio levantarse ante él un poder más fuerte que su genio, que su elocuencia –“¡Muerte! Sufría por su tarea interrumpida, porque del mal que había hecho, y del bien que podía ya no lo hago”. A pesar de todos los ecos que repetía los acentos de su incomparable voz, a pesar de sus innumerables aduladores, a pesar de su prodigioso renombre, sintió que necesitaba rehabilitación, si no a los ojos de la multitud, al menos a los suyos. Él dijo para sí mismo, como diría un día André Chenier: "Morir sin vaciar mi aljaba, Sin perforar, sin triturar, sin amasar en sus inmundicias, ¡Estas leyes brutales y chapuceras! "

Este gigante sufría porque debía desaparecer. El gran luchador, arrancado de la arena, lamentó las emociones del anfiteatro. Como ciudadano, como artista y como patriota, tenía de qué quejarse. tanta fuerza, tanta elocuencia, tanta esperanza, tantas intrigas, todo para ser extinguido con un soplo! El gran el hombre se vio morir con no sé qué melancólica curiosidad, y se lamentó por su intentar más que por sí mismo. Su lucha a muerte, como su talento, era ser grandioso, patético, teatral. Su vida, su muerte, sus exequias fueron igualmente extraordinarias. En realidad, había brillado durante veintidós meses solamente. Tenía cuarenta años cuando logró popularidad, y veintidós meses le habían bastado para hacerse un nombre que lo coloque en la historia al lado de Cicerón y Demóstenes. 

la mort de mirabeau (2 avril 1791)
Busto de Honoré Gabriel Riqueti de Mirabeau en el Palacio de Versalles
Fue en el momento en que estaba a punto de irse. abajo en la tumba que ejerció la más mayor influencia perceptible sobre la Asamblea. Su voz, incluso cuando pronunció una sola palabra de su banco, tenía un acento formidable. Un asentimiento fue suficiente para gobernar a sus amigos e intimidar a sus enemigos. cuando, volviéndose hacia los Barnaves y los Lameths, gritó: "¡Silencio, esos votos!", los vencidos y la oposición temblorosa calló; pero la muerte, que hace juego de todos los proyectos y de todas las glorias, estuvo a punto de decir al conquistado: "Deberás ¡No vayas más!" Era cuando estaba más cargado con coronas que el vencedor se sentía tambalearse y cae. El exceso de sus emociones lo había matado. Su cabeza se volvió pesada y su andar lento. Una melancolía, no habitual con él, oprimió todo su ser. Tuvo desmayos repentinos, lo intentó en vano detener la enfermedad. En lugar de tomar precauciones, él abusó de su fuerza hasta el final. una orgia en la casa de una bailarina de ópera dio el golpe final, y en 28 de marzo de 1791, se acostó, para nunca levantarse otra vez.

La emoción en París fue inmensa. una vasta multitud rodeó la casa del enfermo en la calle Chaussde d'Antin. Boletines de su estado se transmitían de boca en boca hasta el mismo extremo de París. Su principal adversario, Barnave, llegó a la cabeza de una delegación de jacobinos para tener noticias de él. Mirabeau amaba la vida, y luchó contra la muerte con toda la energía de su naturaleza poderosa. "Eres un gran médico -dijo a Cabanis- pero hay uno más grande que tú: El que hizo el viento que trastorna todas las cosas, el agua que penetra y fecunda todo, el fuego que todo lo vivifica"; y todavía esperaba que este Gran Médico obraría un milagro y lo salvaría. A pesar de los dolores intolerables, continuaba siendo intervenido. lo que pasó en la Asamblea, el Conocimiento que una ley relativa al derecho a inventar bienes había sido puesta a la orden del día, le dijo a Talleyrand esa mentira ya tuvo un discurso sobre el tema preparado, y le pidió que lo leyera de la tribuna. "Será divertido -agregó- escuchar lo que es un hombre que hizo su testamento el día anterior, tiene que decir contra la capacidad de hacer uno". 

También se ocupó de los asuntos exteriores. "Pitt -dijo- es el ministro de preparativos; gobierna con sus amenazas más que con sus hechos. Si tuviera que vivir, creo que debería darle algún fastidio". Incluso en su agonía de muerte, tenía momentos de orgullo. Le dijo a su sirviente: "Apoya esta cabeza, la más poderosa de Francia". la multitud de personas que se agolpaban acerca de él, exclamó: "Mira toda esta gente quiere rodearme; me sirven como sirvientes, y ellos son mis amigos; es lícito amar la vida y arrepentirse, cuando uno deja atrás tanta riqueza". El día de su muerte, el 2 de abril, tuvo las ventanas abiertas de par en par, y dirigiéndose a Cabanis, dijo: "Amigo mío, moriré hoy. Cuando uno ha llegado a eso, solo queda una cosa, y eso es perfumarse, coronarse de flores y ambientada con música, para entrar como agradablemente posible en el sueño del que uno no se despierta más. dame tu palabra de que tu no me dejará sufrir dolores inútiles...Yo quiero disfrutar sin mezcla la presencia de todo lo que es querido para mí." 

The death of the Comte de Mirabeau

Minutos después, dijo con amargura: "Mi corazón está lleno de dolor por la monarquía cuyas ruinas irán a convertirse en presa de los sediciosos". Entonces el discurso le falló Hizo señas para una pluma que era cerca de su cama, y ​​con su mano debilitada escribió la palabra: "dormir". Cabanis fingió no entender. Mirabeau reanudó la pluma y añadió este verso: "¿Puede un hombre dejar morir a su amigo en el estante por varios días?. Impaciente, Mirabeau gritó con un último esfuerzo: "¿Están? ¿Me vas a engañar?" - "No, amigo, no -respondió el señor de la Marck- el remedio está acuñando; todos lo vimos ordenado". -"¡Ah! los doctores! -continuó el moribundo-  ¿No prometiste ¿Me ahorras las agonías de tal muerte? ¿Quieres que me arrepienta de haber confiado en ti?" Y murió.

 La Asamblea levantó la sesión al recibir la noticia. Se prescribió el duelo general y los preparativos hecho para un magnífico funeral. La Asamblea decretó que la Iglesia de Santa Genoveva, se transforma en el panteón francés, debería en el futuro recibir los restos de grandes hombres, y tener estas palabras grabadas en su frontón: "A sus grandes hombres, el país agradecido". Se decidió al mismo tiempo momento en que el cuerpo de Mirabeau yaciera junto al de Descartes en este nuevo Panteón. Durante tres días no se habló de nada más que del célebre difunto. La gente derribó el nombre de la rue Chausse d'Antin, donde había vivido, y en su lugar escribió rue Mirabeau. Revolucionarios y aristócratas se unieron en su gloria. Como Homero, sobre quien siete ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna, ambas partes reclamaron al gran orador. "El día después de su muerte -dice Camille Desmoulins- pensé que iban a hacer un santo en serio”. Fue lamentado por los jacobinos, y también en el Tullerías. La Revolución había perdido a su favorito, y la corte creía que había perdido a su salvador.

The death of the Comte de Mirabeau

Luis XVI y María Antonieta estaban en profunda aflicción. Madame Elisabeth juzgaba sola a este hombre con severidad. 3 de abril de 1791, escribió al Marquesa de Bombelles: "Mirabeau murió ayer. Su llegada al otro mundo debe haber sido extremadamente doloroso. Dicen que vio su sacerdote durante una hora. Lo siento mucho por su infeliz hermana, que es muy piadosa y que lo amaba con locura. Los políticos dicen que esta muerte es de lamentar; por mi parte, espero antes de decidir”. pensando en esta muerte como por una idea fija, escribió el mismo día a otra de sus amigas, la señora de Raigecourt: "Mirabeau llegó a la conclusión de entrar en el otro mundo, para ver si la Revolución es demostrado allí. ¡Dios bueno! que despertar él debe haber tenido! Muchas personas están preocupadas por eso. Los aristócratas lo lamentan profundamente. Por los últimos tres meses ha tomado el lado derecho, y ellos esperaban mucho de su talento. Por mi parte, aunque muy aristocrático, no puedo dejar de considerar su muerte como providencial para el reino. no creo eso es por hombres sin principios ni moral que Dios va a salvarnos. Me guardo esta opinión, porque no es política; pero me gustan los que son religioso mejor".

La multitud, sin embargo, continuó ensalzando al hombre muerto como si fuera un semidiós. Su ataúd fue completamente escondido bajo una lluvia de guirnaldas. la Sociedad de los Amigos de la Constitución resolvió llevar luto por ocho días, y reanudarlo anualmente el 2 de abril, y tener un busto de mármol de él, en cuyo pedestal debe ser inscrito el célebre dicho: "Ve y diles a esos quien os envió que estamos aquí por voluntad del pueblo, y que no nos iremos sino por la fuerza de bayonetas".

The death of the Comte de Mirabeau
Cortejo fúnebre de Mirabeau. Anónimo, Funerarios del convoy de Mirabeau: "a los grandes hombres la nación agradecida" , 1791, París, Biblioteca Nacional de Francia, De Vinck, 1914.
Jamás hubo una ceremonia más grandiosa o lúgubre. La procesión comenzó a formarse en la noche. Un destacamento de la Guardia Nacional y la caballería abrió la marcha. Luego vino una diputación de los Inválidos elegidos entre los veteranos más gravemente mutilados; Lafayette y su personal; una diputación de los sesenta batallones; los guardias del preboste; la banda militar tocando música fúnebre, y con sus tambores amortiguados en negro crespón. El clero precedió al cadáver. primero se tuvo la intención de poner el ataúd en un coche fúnebre, pero el batallón de La Grange Bateliere, que Mirabeau había mandado, pedido y obtenido el honor de llevarlo con sus propios brazos. Una corona cívica fue sustituida por la insignia feudal y el escudo de armas. Detrás del cuerpo caminó toda la Asamblea Nacional, escoltada por el batallón de veteranos y el de los niños. Luego vinieron los magistrados y todos los clubes.

 La procesión, que tenía tres millas de largo, marchó lentamente entre dos filas de Guardias nacionales. Tardaron tres horas en llegar a San Eustaquio. En el momento del levantamiento del cadáver, veinte mil hombres dispararon una descarga simultánea. Parecía como si la iglesia iba a caer sobre el ataúd. después de la oficina por los muertos, se reanudó de nuevo la línea de marcha en dirección al Panteón. Era medianoche cuando lo alcanzaron. Las antorchas brillaban en medio de la penumbra como tantas luces irreales y fantásticas. El cuerpo de fue colocado en la misma bóveda que el de Descartes. Entonces la multitud se dispersó y nada turbó más la calma de la noche.

la mort de mirabeau (2 avril 1791)
Funerales de Mirabeau, el 4 de abril de 1791 en la iglesia de San Eustaquio, (Museo de la Revolución francesa).
Y ahora dejemos la palabra a Camille Desmoulins, escribe: "Se sentía admiración en todos lados, y dolor en ninguna parte. Los honores debidos a Mirabeau, el genio le fue pagado; sino los que pertenecen sólo a la virtud no se la puede usurpar. Había más dolor en el funeral solitario de Loustalot que en esta procesión de una legua. uno debe decir la verdad. Esta ceremonia era más como la translación de Voltaire, de un gran hombre que había estado muerto diez años, que la de uno recién fallecido. la negativa de un solo hombre, un Catón o un Petion, a ser estar presente en su funeral o llevar luto por él, hace más daño a su memoria que cuatrocientos mil espectadores pueden hacerle honor. decirse a sí mismos al ver tanto homenaje: Mente y talento, entonces, lo son todo. Y tú, Virtud, ya que no eres más que un fantasma, Brutus puede empujar a través de su propia espada, ¡y la victoria del César está asegurada!"

Sí, es César quien triunfará, el desconocido César, César el corso. Oh previsión de esto ¡Mundo, de qué poca cuenta sois! oh jactanciosos genios, grandes políticos, grandes oradores, grandes estadistas, ¿qué podéis hacer contra el futuro misterioso? ¡Qué breve eres, oh humana sabiduría, y qué ciega, y qué poca hasta la elocuencia de un Mirabeau pesa en las balanzas del Destino!

lunes, 19 de junio de 2023

LA REINA VISTA EN LAS TULLERIAS

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LES FEMMES DES TUILERIES - Marie Antoinette at the Tuileries, 1789-1791

"Durante la misa todos los ojos estaban fascinados por la reina y no vieron nada más a su alrededor. Ciertamente no ganó corazones con su afabilidad y benevolencia; porque ese día, entre otros, se mostró altiva y despectiva; y su madre, la imperiosa María Teresa, no hubiera mirado con más malos ojos a su enemigo mortal, el rey de Prusia Federico, que María Antonieta a la audiencia de caballeros y burgueses pobres. Pero todos admiraban su belleza, su coraje en la desgracia y su majestuosidad que era la expresión de los últimos recuerdos de la monarquía. Buscaban sus pensamientos y esperanzas en sus facciones, como una vez el oráculo se interrogó a sí mismo para conocer el destino de un país. No creo que, desde los días de la Reina Blanca, el papel que ocupó haya sido sostenido con una dignidad tan imponente. Tenía el porte de una verdadera reina, y bastaba verla para convencerse de que era ella la que había de reinar. Su estatura parecía muy alta. Sin embargo, tuvo que ser reducida a toda la altura de su peinado, que estaba formado por un edificio de cabello, coronado con grandes plumas blancas. Ni el disgusto del rey por esta moda exagerada, ni la aventura de la pluma de garza que había aceptado temerariamente por parte del duque de Lauzun, habían podido inducirla a abandonar este altivo peinado que, lo reconozco, le sentaba perfectamente.

Aunque era muy hermosa, y mucho más de lo que aparece en sus retratos, los rasgos de su rostro producían este efecto sólo del conjunto, de la blancura y delicadeza de su tez, de la luminosidad de su piel y de una expresión llena de nobleza y majestad. Su labio estaba un poco pesado, un sello distintivo de la casa de Lorraine; su cabello, sin polvos, habría sido demasiado rubio, pero su frente era perfecta, tres años de revolución debieron dejar su huella pero nada se podía leer del dolor y las preocupaciones. El tiempo la hubiera respetado, difícilmente le hubieran dado más de veintiséis años, es decir, diez años menos. No creo haber visto a una mujer de su edad tan joven. Era increíble, y no sabía que podías resistir tan bien las pruebas de la mala suerte. Me inclino a pensar que si no sufrió fue porque se alimentó de ilusiones y expectativas. Era sobre todo su cuello, hombros, brazos y pecho los que eran de admirable belleza, por la pureza de sus formas y la magnífica tela que los cubría. 

Esto podría haberse juzgado científicamente, porque el traje cortesano dejaba al descubierto todo el busto de las damas, jóvenes o decrépitas. El vestido de la reina era, sin reproche, el más escotado; se abría por delante y mostraba una falda rosa cubierta de encaje, extendida sobre una cesta de tres metros de largo. Terminaba detrás en una cola larga y rastrera; y una capa azul real, con lirios dorados, colgada entre los hombros; ocultó a la vista su tamaño, que no era tan delgado como el que podemos alcanzar hoy. Este vestido de corte me pareció un invento muy feo de la etiqueta. Una vez vi a la reina con traje de ciudad, sin ese adorno real y espeluznante, vestida con un vestido blanco y con una baigneuse de gasa con cintas rosas, absolutamente simple burguesa; era encantador; lo fue aún más mientras sonreía. Si hubiera sido muy feliz, podría haber olvidado que era reina".

El pasaje que acabamos de relatar está tomado de "Aventuras bélicas en los tiempos de la República y el Consulado" de Alexandre Moreau de Jonné, aventurero, militar y alto funcionario francés, responsable de las estadísticas generales de Francia hasta 1851. Nacido en Rennes el 19 de marzo , 1778 y muerto en París el 28 de marzo de 1870, Alexandre, a la edad de trece años y medio, fue alistado por Jean-Lambert Tallien en la Guardia Nacional y en las Tullerías vio a menudo a la reina. Sus recuerdos pueden haber estado influenciados por otros recuerdos que surgieron durante la Restauración, teniendo en cuenta su corta edad en ese momento. Sin embargo, sigue siendo un precioso testimonio de las costumbres de la realeza durante el cautiverio en las Tullerías.

domingo, 18 de septiembre de 2022

EL ASUNTO DE LOS "CABALLEROS DE LAS DAGAS" LOS NOBLES INTENTAN SALVAR AL REY LUIS XVI (28 FEBRERO 1791)

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Estampa que representa la señal de reunión de los caballeros de la daga, durante el día 28 de febrero de 1791 en las Tullerías.
Ya no hay ningún dique en el camino. La anarquía esta en todas partes. El gobierno, la maquina mental está rota. Luis XVI ya no es más que la sombra de un rey. No hay calumnia, por absurda que sea, que no es universalmente creído no apelar a las pasiones que no reciba audiencia inmediata. Las palabras pierden su significado. La rebelión se llama patriotismo. Los fieles siervos que vienen a proteger la persona de su rey con una muralla de sus propios cuerpos, son tratados como sediciosos, como asesinos, y se señalan a los populares, venganza bajo el melodramático título de “caballeros de Poniard”.

La multitud está inquieta, agitada en la mañana del 28 de febrero de 1791. Se podría decir que los materiales explosivos con los que se esparce el suelo están a punto de ser incendiados. Se están realizando ciertas reparaciones en los calabozos de Vincennes, para que pueda servir como auxiliar de las cárceles de parís. El rumor se extiende entre la población en el sentido de que se está preparando una nueva bastilla, para suceder a la anterior.

Lafayette se dirige a la multitud que destruye la mazmorra en Château Vincennes el 28 de febrero de 1791
Los alborotadores, reclutados van al castillo de Vincennes y comienzan a demoler los parapetos y varios otros las mazmorras. Informado de este movimiento popular, Lafayette va enseguida a Vincennes, con un destacamento de guardia nacional. En el Faubourg Saint-Antonie el pueblo muestra disposiciones hostiles, y tres batallones  niegan marchar. Para el comandante del batallón de los capuchinos de Marais, seguido de un gran número de voluntarios, penetra en las mazmorras y pone fin a la demolición. Sesenta y cuatro alborotadores, que resisten son arrestados.

Al regresar  de la expedición, que duro hasta la noche, algunos hombres le dispararon al ayudante de Lafayette confundiéndolo con el general. La guardia nacional encuentra las puertas de Faubourg cerradas y los habitantes se niegan a abrirlas. La caballería, apoyada por infantería y doce piezas de artillería, están obligados a intervenir con el fin de reivindicar la ley.

Mientras los alborotadores están buscando demoler la mazmorra de Vincennes y Mirabeau está en la tribuna sancionando la ley de emigración, el palacio de las Tullerias se convierte en presa de la angustia más aguda. Se rumorea que se está organizando una insurrección y que se violara el santuario de la monarquía. Varios nobles con armas bajo el abrigo, viene espontáneamente al palacio para defender a la familia real. Penetran incluso hasta los apartamentos del rey y Luis XVI sale a verlos. “señor –dicen- sus nobles se apresuran a rodear su persona sagrada”. El soberano modera su celo y responde que está a salvo.

Caballeros de la Daga desarmados por orden del Rey en el Château des Tuileries, 28 de febrero de 1791
Al mismo tiempo, las cabezas de los revolucionarios se están sobrecalentando. Los nobles que habían venido al palacio a través de un impulso caballeresco son estigmatizados como conspiradores cuya intención es llevarse al rey. Lafayette volviendo de Vincennes, va al palacio, donde encuentra gran emoción. Ha habido una pelea. La guardia nacional de turno ha insultado a los nobles, algunos de los cuales han sido heridos, algunos pisoteados, otros arrastrados por el barro.

El duque de Pienne y el conde Alexander Tilly se encuentran entre los peor tratados. Algunos han opuesto una enérgica resistencia, en particular el marqués de Chabert, jefe del escuadrón y el marqués de Beaucharnais. Luis XVI ha pedido a sus adeptos deponer las armas: "Vuestro celo es indiscreto; entrega sus armas y retirarse; Estoy a salvo en medio de la Guardia Nacional" y al mismo tiempo se dirige a  Lafayette  "que le mostró pesar por esta escaramuza que había comenzado, al parecer, sin su conocimiento". Los nobles depositan temblorosamente sus armas en la gran mesa en la antecámara del rey.

¿Qué querían? ¿Habían tratado de mantener alejado a La Fayette atrayéndolo a Vincennes? Pero ¿con qué fin? ¿Se trataba de secuestrar al rey y llevarlo a Metz? ¿O simplemente para protegerlo, porque había circulado el rumor de que su vida estaba amenazada? ¿Eran realmente caballeros? El caso conserva aspectos misteriosos. ¿Quién había montado una operación tan ridículamente mal organizada que parecía una provocación?
Este desastre, ya tan humillante, fue seguido de otra ceremonia aún más humillante, la expulsión. Estos quinientos a seiscientos caballeros, la mayoría vestidos, por precaución, con batas negras, o con pelucas de magistrados, salieron de los aposentos entre dos vallas de guardias nacionales, recibiendo humildemente los abucheos. La guardia arresto y encarcelo a siete de estos señores que habían opuesto resistencia. Fueron puestos en libertad unos días después. Sus nombres se han conservado: eran los señores de La Bourdonnaye, Fanget-Champine, Godard-Danville, Berthier de Sauvigny, Fontbelle, Dubois de la Motte y Lillers.

“el evento de Vincennes –dice Dulaure- y el de las Tullerias tienen una conexión sorpréndete entre ellos: el primero favorece el segundo”. El testimonio de Ferrieres no debe ser sospechoso. Aquí están sus palabras: “los aristócratas –dijo- sabían desde el día anterior del movimiento que se preparaba en Vincennes. Se asegura que su plan era aprovechar la lejanía de Lafayette y la guardia nacional, para secuestrar al rey y llevarlo a Metz. Pero el falso motín de Vincennes había terminado mucho antes de lo que pensaban los aristócratas”.

Los nobles presentes en las Tullerías fueron brutalmente desarmados el 28 de febrero de 1791.  según el dibujo de Jean-Louis Prieur le Jeune.
Estas armas consistían en unos cuantos puñales de singular forma, cuchillos de caza, espadas, pistolas, bastones: se llenaron dos grandes canastos con ellos, y los guardias nacionales se los repartieron como buenos premios. El diario de Prud'homme menciona a cuatrocientos caballeros "vestidos con un traje oscuro, signo de guerra, armados hasta los dientes" y escondiendo en sus mangas puñales cuya hoja estaba en "lengua de víbora", y afirma que se habían reunido en las Tullerías para forzar el rey a huir, "para entregar a Francia a los horrores de la guerra civil y plantar el estandarte del despotismo entre ríos de sangre y montones de muertos".

Rabaut-Saint-Étienne, ex presidente de la Asamblea Constituyente - del 15 al 28 de marzo de 1790 - y contemporáneo de este día de las Dagas , afirma que “las dagas hechas con anticipación y de una forma particular, anuncian que la trama estaba formada desde hace mucho tiempo; para sostenerlos se usaba un fuerte anillo, del cual salía una hoja de dos filos que terminaba en lengua de víbora. La cita se dio en el castillo; había que reunir una multitud de supuestos amigos del rey: debían gritar que su vida estaba en peligro, y hacer uso de las armas que hubieran traído"

El desarme de la buena nobleza. Grabado de 1791 con el subtítulo: Forma exacta de los infames puñales con los que fueron abofeteados, detenidos o expulsados ​​de las Tullerías por la Guardia Nacional el 28 de febrero de 1791 . En el puñal se puede leer la inscripción: "Forja de los aristomonárquicos. Empapados por los gorros refractarios a la ley"
Al día siguiente, Lafayette público un registro de los eventos del día anterior por los señores de Duras y Villequier, primeros señores de la cámara, que habían favorecido la entrada de los conspiradores en el castillo. Estos dos duques dimitieron y abandonaron Francia.  El acceso a las Tullerías quedaría prohibido en adelante a los hombres armados que "se hubieran atrevido a interponerse entre el rey y la Guardia Nacional" y especificando que "el comandante de la Guardia Nacional dio las órdenes más precisas a los dos jefes de los servidores del rey para que el orden y la decencia eran mantenidos por sus subordinados dentro del castillo”.

Esta fórmula, muy torpe para designar a los duques de Villequier y Duras como cómplices, primeros caballeros de la Cámara, despertó evidentemente una fuerte protesta del propio Rey y de los interesados, sobre todo porque la proclama se publicó el 4 de marzo en Le Diario de París. Luis XVI escribió a La Fayette pidiéndole que repudiara un texto "tan contrario a la verdad como a todo decoro", y el general respondió de inmediato para dar satisfacción; el 7 de marzo envió una corrección al periódico para desmentir esta información inexacta que también había provocado una respuesta de los Mariscales de Francia, los oficiales generales y los oficiales de la Maison du Roi. No pudo, sin embargo, dejar de preguntar irónicamente a estos últimos qué habían pensado "al ver esta numerosa reunión de hombres armados interponiéndose entre el rey y los que responden ante la nación por su seguridad". Algunos “que llevaban armas ocultas solo fueron notados por comentarios antipatrióticos e incendiarios, y entraron de contrabando en el palacio"

Esta escapada un tanto ridícula y, cualquiera que fuera su propósito, tan mal concebida como torpemente ejecutada, provocó reacciones contrastantes. Los realistas reprocharon a La Fayette haber permitido "saquear, insultar, maltratar indignamente a los que habían venido con la esperanza no de atacar a nadie sino de defender al príncipe". D'Allonville afirma que este asunto llevó a algunos a emigrar, porque "determinaba a varios realistas a mudarse de un lugar donde se estaban volviendo no solo inútiles sino peligrosos incluso para el rey".

Tales eventos puso inquieta la situación. Los nobles ya no tenían derecho a defender a su soberano, y Luis XVI, mortificado por la afrenta infligida a sus adherentes en su presencia, cayó enfermo de disgusto. En la tribuna, Mirabeau pronuncio discursos reaccionarios, pero las monarquía estaba casi muerta, y Mirabeau estaba a punto de morir.