le deluge film The Flood — Film (2024) |
La quietud es un elemento creador. Recoge en sí, purifica y ordena las fuerzas internas; vuelve a juntar lo que ha desparramado la agitación violenta. Lo mismo que en una botella que ha sido sacudida, si se la deposita en tierra, lo pesado se aparta de lo leve, también en una naturaleza turbada, el silencio y la reflexión hacen cristalizar más claramente el carácter. Brutalmente obligada a vivir consigo misma, comienza María Antonieta a descubrir su propia alma. Sólo ahora llega a ser reconocible que nada ha sido tan fatal para esta naturaleza aturdida, ligera y frívola, como la facilidad con que el destino la colmó de todo; justamente estos inmerecidos regalos de la vida la han empobrecido en su interior. Demasiado temprano y demasiado ricamente la había mimado el destino; un alto nacimiento y una posición más alta todavía le habían sido adjudicados sin trabajo alguno por su parte; por ello pensaba que no tenía para qué molestarse por nada; sólo necesitaba dejarse vivir como quisiera y todo estaba hecho.
Los ministros pensaban, el pueblo trabajaba, los banqueros
pagaban para satisfacer sus comodidades, y la niña mimada lo aceptaba todo sin
reflexión ni gratitud. Sólo ahora, provocada por la monstruosa exigencia de
tener que defender todo esto, su corona, sus hijos, su propia vida, contra la
más grandiosa sublevación de la historia, busca en sí misma fuerza de
resistencia y extrae repentinamente de sí misma inutilizadas reservas de
inteligencia y actividad. Por fin se ha producido el brote. «Sólo en la desgracia
se sabe quién es cada cual»; esta frase bella, conmovedora y conmovida
centellea ahora de repente en una de sus cartas. Sus consejeros, su madre, sus
amigos, no han tenido poder alguno, durante años enteros, sobre esta alma
altanera. Era demasiado pronto para la que no había sido enseñada. El dolor es
el primer maestro auténtico de María Antonieta, el único cuyas lecciones ha
aprendido.
Con la desgracia comienza una nueva época para la vida interna de esta mujer
extraña.
Pero la desgracia, a decir verdad, no transforma jamás un carácter, no inyecta
en él nuevos elementos; no hace más que dar formas a disposiciones de mucho
tiempo atrás existentes. María Antonieta no se convierte de pronto -sería una
falsa concepción- en inteligente, enérgica, activa y rica en vitalidad, en
estos años de su último combate; todo ello estaba desde siempre, en estado
latente, en su interior; sólo que, por una misteriosa pereza espiritual, por
una infantil frivolidad de sus sentidos, no había puesto en ejercicio toda esta
mitad esencial de su personalidad; hasta entonces sólo había jugado con la vida
-cosa que no exige ningún esfuerzo- y jamás había luchado con ella; sólo ahora,
desde que cae sobre su persona la gran tarea, se azuzan todas estas energías
hasta convertirse en armas.
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María Antonieta sólo piensa y reflexiona desde que le es preciso pensar. Trabaja porque se ve forzada a trabajar. Se eleva sobre sí misma porque el destino la obliga a ser grande, para no ser lamentablemente aplastada por las fuerzas que se le oponen. Sólo en las Tullerías comienza una plena transformación, externa a interna, de su vida. La misma mujer que durante veinte años no ha podido prestar atención hasta el final al informe de ningún embajador, que no ha leído ninguna carta sino velozmente, y jamás un libro; que no se ha preocupado de otra cosa sino de juego, deportes, modas y análogas futesas, transforma su mesa de escribir en una cancillería de Estado, y su habitación, en gabinete diplomático. Negocia -en lugar de su marido, a quien ahora todos dejan enojadamente a un lado, como a un caso incurable de debilidad- con todos los ministros y los embajadores; vigila la ejecución de sus disposiciones y redacta sus cartas. Aprende a escribir con clave a inventa los más extraños medios técnicos para poder aconsejarse secretamente, por vía diplomática, con sus amigos del extranjero; ya escribe con tinta simpática, ya sus noticias, escritas según un sistema de cifras, son pasadas de contrabando a través de toda vigilancia, en revistas y cajas de chocolate; cada palabra tiene que ser cuidadosamente estudiada para que sea clara para los iniciados a incomprensible para los no llamados a comprenderla. Y todo esto lo hace ella sola, sin ningún auxiliar, ningún secretario al lado, con espías a la puerta y hasta en su propia habitación: una sola de estas cartas sorprendida, y estarían perdidos su marido y sus hijos.
Trabaja hasta el agotamiento corporal esta mujer jamás acostumbrada a ningún
trabajo.
«Estoy ya completamente fatigada de tanta escritura», balbucea una vez en una
carta, y dice en otra: «No veo ya lo que escribo». Y además, y cosa muy
interesante en su transformación espiritual: María Antonieta aprende, por fin,
a reconocer la importancia de tener buenos consejeros; renuncia a la loca
pretensión de decidir ella misma, en un nervioso abrir y cerrar de ojos, a la
primera ojeada, acerca de los asuntos políticos. Mientras que antes no recibía
sino con reprimidos bostezos al tranquilo y canoso embajador Mercy y respiraba
con visible alivio cuando aquel pesado pedante cerraba la puerta al salir,
solicita ahora, modestamente, las opiniones de aquel hombre, demasiado tiempo
desconocido, leal y muy experimentado: «Cuanto más desgraciada soy, tanto más
me siento, del modo más tierno, obligada hacia mis verdaderos amigos»; en este
humano tono escribe ahora al viejo amigo de su madre, o le dice: «Estoy ya
impaciente por encontrar un momento en que pueda volver a hablarle y verle
libremente y darle a conocer los sentimientos que, por muy justos motivos, debo
a usted y que le he dedicado para toda mi vida» .
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A los treinta y cinco
años advierte por fin para qué papel ha sido elegida por un singular destino:
no para disputar a otras mujeres bonitas, coquetas y de mediano espíritu, los
fugaces triunfos de la moda, sino para acrisolarse ante lo permanente y más que
permanente, ante la inflexible mirada de la posteridad, y acrisolarse en dos
sentidos: como reina y como hija de María Teresa. Su orgullo, que hasta
entonces sólo había sido el mezquino orgullo infantil de una muchacha mimada,
se dirige resueltamente ahora hacia la tarea de aparecer grande y valerosa ante
el mundo en una gran época. Ya no lucha por lo personal ni por el poder y la
dicha privada: «En lo que se refiere a nuestras personas, ya sé bien que todo
pensamiento de felicidad está pasado para siempre, ocurra lo que quiera. Sé que
es deber de un rey sufrir por los otros, y lo cumplimos perfectamente. ¡Ojalá,
algún día, pueda ser así reconocido!».
Tardíamente, aunque hasta en lo más íntimo de su alma, comprende María
Antonieta que está destinada a ser figura histórica, y esta aspiración
intemporal eleva magníficamente sus fuerzas. Pues cuando un ser humano se
aproxima a lo más profundo de sí mismo, cuando está decidido a registrar lo más
íntimo de su personalidad, remueve en su propia sangre las potencias
fantasmales de todos sus antepasados. El ser una Habsburgo, nieta y heredera de
un antiquísimo honor imperial, hija de María Teresa, eleva de repente, de un
modo mágico, sobre sí misma a esta mujer débil a insegura. Se siente obligada a
ser digne de Marie Thérèse, digna de su madre, y esta palabra
«valor» llega a ser su sinfonía fúnebre. Repite siempre que «nada puede
quebrantar su valor», y cuando recibe de Viena la noticia de que su hermano
José, en su espantosa agonía, ha conservado hasta el último momento su viril y
resuelta actitud, entonces, igualmente, como de modo profético, se siente
llamada a hacer lo mismo y responde con las palabras de su vida más llenas de
dignidad: «Me atrevo a decir que ha muerto digno de mí».
Este orgullo, que mantiene levantado ante el mundo como una bandera, le cuesta, en todo caso, a María Antonieta mucho más de lo que a otros les es lícito sospechar. Pues, en el fondo, esta mujer no es ni orgullosa ni fuerte, no es ninguna heroína, sino una mujer muy femenina, nacida para la abnegación y la ternura y no para el combate. El valor que muestra es para infundir valor a los otros; ella misma no cree ya, realmente, en días mejores. Apenas se vuelve a sus habitaciones, se le caen de fatiga los brazos con los que ha sostenido la bandera del orgullo ante el mundo; Fersen la encuentra casi siempre deshecha en llanto; estas horas de amor con el amigo infinitamente amado y por fin encontrado no se parecen en nada a galantes jugueteos, sino que este hombre, también él emocionado, necesita emplear todas sus fuerzas para arrancar a la mujer amada de su cansancio y su melancolía, y justamente esto, la desgracia de la amada, provoca en el amante el más profundo sentimiento. «Llora frecuentemente conmigo -escribe Fersen a su hermana- y es muy desgraciada. ¡Juzga si no tengo que amarla!»
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Los últimos años habían sido demasiado duros para este ligero corazón. «Hemos visto demasiados espantos y demasiada sangre para que alguna vez podamos aún ser felices.» Pero siempre crece nuevamente el odio contra esta mujer indefensa, que ya no tiene ningún otro defensor que su conciencia. «Desafío al mundo entero a que encuentre en mí ninguna culpa verdadera -escribe la reina- Espero el justo juicio del porvenir, y eso me ayuda a soportar todos mis sufrimientos. A aquellos que me niegan esa justicia los desprecio demasiado para ocuparme de ellos.» Y, sin embargo, suspira: «¡Cómo podemos vivir en semejante mundo y con tal corazón!», y se adivina que, en ciertas horas, la desesperada no tiene más que un deseo, que todo pueda encontrar un rápido fin: «¡Si siquiera, algún día, lo que nosotros ahora hacemos y sufrimos pudiera hacer felices a nuestros hijos! Éste es, todavía, el único deseo que me permito abrigar».
El pensamiento en sus hijos es lo único que María Antonieta osa relacionar
todavía con la palabra «dicha». «Si aún pudiera yo ser feliz, sólo lo sería a
través de mis dos hijos», suspira una vez, y otra exclama: «Cuando estoy muy
triste, tomo conmigo a mi chico», y en otra ocasión: «Estoy sola durante todo
el día y mis niños son mi único recurso; los tengo conmigo lo más que puedo».
De cuatro que ha traído al mundo, dos se le han muerto, y ahora aquella que en
otro tiempo entregó ligeramente su amor a todo el mundo, lo concentra,
desesperada y apasionadamente, en estos dos hijos que le quedan.
tan lejos está la nueva María Antonieta de la otra, tan lejos como la dicha de
la desdicha, la desesperación de la petulancia. En las almas blandas, todavía
sin acabar de formar, todavía dúctiles, imprime su sello del modo más visible
la desgracia: con claros rasgos manifiestos, se forma ahora un carácter, que
hasta entonces era fluido a inconsciente, como un agua que corre. «¿Cuándo
serás por fin tú misma?», le había siempre preguntado desesperadamente la
madre. Ahora, con los primeros cabellos blancos en las sienes, María Antonieta
ha llegado por fin a ser ella misma.