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María Antonieta se separó de su familia en el temple. artista: Bernard Acloque |
Una gran fatiga pesa sobre los miembros de su cuerpo. En el
semblante de la reina hay algo que se apaga también durante estas semanas de la
prueba extrema. Si se contempla aquel retrato de María Antonieta que cualquier
pintor desconocido hizo en este verano, apenas se reconocería a la reina que
fue de las comedias pastoriles, la divinidad del rococó; apenas tampoco la
mujer orgullosa, luchando majestuosamente erguida, que todavía era María
Antonieta en las Tullerías. La mujer de este desmañado cuadro, con sus tocas de
viuda sobre los encanecidos cabellos -ha sufrido demasiado-, es, a pesar de sus
treinta y ocho años, totalmente una vieja. El centelleo y vida de sus ojos, tan
arrogantes en otro tiempo, se han apagado por completo: con manos
indolentemente caídas, permanece sentada con el mayor cansancio, dispuesta ya a
obedecer dócilmente y sin contradicción toda llamada, aunque sea la postrera.
La gracia que había en su semblante ha cedido el puesto a un resignado duelo;
su inquietud, a una gran indiferencia. Visto de lejos, se tomaría este retrato
de María Antonieta por el de una priora, de una abadesa, de una mujer que no
tiene ya ningún pensamiento terreno, ningún deseo en este mundo, que ya no vive
en esta vida, sino en otra. Ya no se encuentra belleza alguna, ni ánimos, ni
fuerza; nada más una grande y paciente resignación. La reina ha abdicado, la
mujer ha renunciado; sólo hay allí una fatigada y abatida matrona, que alza una
mirada azul clara a la que nada puede ya asombrar ni espantar.
Tampoco se espanta María Antonieta cuando, el 1 de agosto, a
las dos de la madrugada, suena de nuevo un rudo golpe a su puerta. Después de
haberle quitado el marido, el hijo, el amante, la corona, el honor, la
libertad, ¿qué puede hacer aún el mundo contra ella? Se levanta tranquilamente,
se viste y hace entrar a los comisarios. Le leen el decreto de la Convención
que ordena que la viuda de Capet sea trasladada a la Conserjería, ya que se ha
convertido en acusada. María Antonieta escucha tranquilamente y no responde
palabra. Sabe que una acusación del tribunal revolucionario es lo mismo que una
condena y que la Conserjería es igual a la casa de los muertos. Pero no
suplica, no discute, no procura obtener un aplazamiento. No responde ni una
palabra a aquellos hombres que como asesinos vienen a sorprenderla con tal
mensaje en medio de la noche.
Con indiferencia deja que le registren los vestidos y le
quiten lo que tiene consigo. Sólo le es permitido conservar un pañuelo y un
frasquito de sales. Entonces tiene que despedirse otra vez -¡cuántas veces lo
ha hecho ya!- de su cuñada y de su hija. Sabe que son los últimos adioses. Pero
el mundo la ha acostumbrado ya a las despedidas.
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ilustración de la partida de la reina María Antonieta |
Sin volverse, derecha y firme, se dirige María Antonieta
hacia la puerta de su habitación y desciende muy rápidamente la escalera.
Rechaza toda ayuda; fue superfluo dejarle el frasquito con fuertes esencias
para el caso en que quisieran abandonarla sus fuerzas: ella misma está
fortalecida interiormente. Hace mucho tiempo que ha sufrido lo más duro: nada
puede ser peor que su vida en estos últimos meses. Ahora viene lo más fácil: la
muerte. Casi se precipita a su encuentro. Con tal rapidez sale de esta torre de
espantosos recuerdos que -acaso empañados sus ojos por el llanto- se olvida de
inclinarse en la baja puertecilla de salida y se golpea violentamente la frente
contra la dura viga.
Los acompañantes corren solícitos junto a ella y le preguntan si se ha hecho
daño. «No -responde serenamente-, ya no hay ahora cosa alguna que pueda hacérmelo.»
También otra mujer ha sido despertada esta noche. Madame
Richard, la mujer del carcelero de la Conserjería. Ya tarde, por la noche, le
han encargado súbitamente que prepare una celda para María Antonieta; después
de duques, príncipes, condes, obispos, burgueses; después de víctimas de todas
las clases sociales, también debe ahora la reina de Francia venir a la casa de
los muertos. Madame Richard se espanta. Pues todavía para una mujer del pueblo
la palabra «reina» vibra como una campana, potentemente tocada, infundiendo
respeto en el corazón. ¡Una reina, la reina bajo su techo! Al punto busca
madame Richard, entre sus ropas de cama, los más finos y blancos lienzos; el
general Custine, el conquistador de Maguncia, sobre quien pende también la
cuchilla de la guillotina, tiene que abandonar la celda enrejada que sirvió
durante innumerables años como sala de consejo; a toda prisa disponen para la
reina aquel funesto recinto. Un lecho plegable de hierro, una manta ligera;
además, un barreño para lavarse y una vieja alfombra delante de la húmeda
pared; no les es lícito atreverse a dar más a la reina. Y después la esperan
todos en aquel caserón de piedra, antiquísimo y medio subterráneo.
A las tres de la mañana se oye como se acercan algunos coches. Primeramente
entran en el sombrío corredor algunos gendarmes con antorchas; después aparece
el vendedor de limonadas Michonis -su ductilidad le ha salvado felizmente del
asunto de Batz y ha conservado su puesto de inspector general de prisiones-;
detrás de él, a la flamante luz de las antorchas, la reina, seguida de su
perrillo, único ser viviente a quien le es dado acompañarla a la prisión. A
causa de la hora avanzada, y además porque sería una comedia hacer como si no
se supiera en la Conserjería quién es María Antonieta, la reina de Francia, le
evitan las usuales formalidades burocráticas de ingreso y se le permite que se
traslade inmediatamente a su celda a descansar. La criada del ama de llaves,
una pobre muchacha aldeana, Rosalía Lamorlière, que no sabe escribir y a quien,
sin embargo, tenemos que agradecer los informes más verdaderos y conmovedores
sobre los últimos setenta y siete días de la vida de la reina, se desliza,
estremecida, detrás de aquella mujer pálida, vestida de negro, y se ofrece para
ayudarla a desnudarse. «Gracias, hija mía -le responde la reina-; desde que ya
no tengo a nadie, me sirvo yo a mí misma.» Primero cuelga su reloj de un clavo
de la pared, para poder medir el tiempo que le es aún concedido, breve y, sin
embargo, infinito. Se desnuda y se tiende en el lecho. Entra un gendarme con el
fusil cargado; se cierra la puerta. Ha comenzado el último acto de la gran
tragedia.
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arribo de Marie Antoinette a la Conciergerie |
La Conserjería, esta «antesala de la muerte», es, entre
todas las prisiones de la Revolución, la que está sometida a reglamento más
severo. Antiquísimo edificio de piedra con muros impenetrables y puertas gruesas
como un puño, guarnecidas de hierro, cada ventana enrejada, cada pasillo
provisto de barreras, rodeado de toda una compañía de guardias, podría ostentar
sobre el dintel de su puerta la frase de Dante: «Dejad toda esperanza...». Un
sistema de vigilancia conservado durante siglos y agravado grandemente desde
los encarcelamientos en masa del Terror, hace imposible toda comunicación con
el mundo exterior. Ninguna carta puede ser enviada fuera, ninguna visita
recibida, pues el personal de vigilancia no se recluta, como en el Temple,
entre guardianes aficionados, sino entre carceleros de oficio que están
prevenidos contra todas las arterías; además, como medida de precaución, están
mezclados entre los acusados los llamados moutons, soplones profesionales que
informarían anticipadamente a las autoridades de toda tentativa de evasión. En
todas partes donde un sistema está experimentado durante años y años, parece
sin sentido que un individuo aislado pretenda oponerle resistencia.
Pero (misterioso consuelo frente a toda potencia colectiva)
el individuo aislado, si es tenaz y resuelto, al final acaba casi siempre
mostrándose como más fuerte que todo sistema. Siempre el elemento humano, en
cuanto su voluntad permanece inquebrantable, arruina todas las disposiciones de
papel; éste es el caso de María Antonieta. También en la Conserjería, al cabo
de algunos días, gracias a aquella notable magia que en parte proviene del
brillo de su nombre, en parte de la noble fuerza de su conducta, ha convertido
en amigos, en auxiliares y servidores a todos aquellos hombres que debían
guardarla. La mujer del portero no tendría, reglamentariamente, que hacer otra
cosa sino barrer su habitación y prepararle groseros alimentos. Pero guisa para
la reina, con tierno primor, los manjares más selectos; se ofrece para
peinarla; hace venir expresamente y a diario, de otra parte de la ciudad, una
botella de aquella agua que prefiere María Antonieta.
La criada de la
portera, a su vez, aprovecha cada momento para deslizarse rápidamente junto a la
prisionera y preguntarle si puede servirla en algo. Y los severos gendarmes,
con sus bigotes retorcidos, con sus anchos sables retiñidores y los fusiles
incesantemente cargados, que en realidad debían prohibir todo esto, ¿qué es lo
que hacen? Traen todos los días a la reina -según lo prueba el testimonio de un
interrogatorio-, a su propio coste, un ramo de flores frescas, compradas en el
mercado por su voluntad, para adornar su desolada habitación. Es justamente
entre el más bajo pueblo, que vive más próximo a la desgracia que la burguesía,
donde se desarrolla con lastimosa fuerza la compasión hacia aquella princesa
tan detestada en sus dichosos días. Cuando, cerca de la Conserjería, las
mujeres del mercado saben por madame Richard que el pollo o las hortalizas
están destinados a la reina, escogen escrupulosamente lo mejor, y, con enojado
asombro, Fouquier-Tinville tiene que hacer constar en el proceso que la reina
ha gozado en la Conserjería de facilidades mucho más importantes que en el
Temple.
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Reconstrucción de la primera celda de la reina |
Precisamente allí donde reina la muerte del modo más cruel,
se desarrollan en el hombre los sentimientos de humanidad como inconsciente
defensa.
Que hasta en el caso de una prisionera de Estado tan importante como María
Antonieta se haya ejercido la vigilancia con tanta laxitud, considerando sus
anteriores tentativas de fuga, produce al principio una impresión de asombro.
Pero se comprenden muchas cosas tan pronto como se recuerda que el inspector
supremo de esta prisión es nada menos que Michonis, el vendedor de limones, que
había ya introducido valiosamente sus manos en el complot del Temple. También a
través de los gruesos sillares de la Conserjería engolosina y centellea el
millón del barón de Batz, y todavía sigue Michonis jugando su audaz doble
juego. Cada día, fiel a su deber y severo, se traslada a la celda de la reina,
sacude las rejas de hierro, examina las puertas, y con pedante solicitud
informa de esta visita a la Comuna, que se tiene por feliz con haber colocado
como vigilante a inspector a un tan firme republicano.
En realidad, Michonis
sólo espera siempre el momento en que los gendarmes han abandonado la
habitación para charlar con la reina de modo casi amistoso, traerle del Temple
las anheladas noticias de sus hijos, y hasta a veces, bien por codicia, bien
por bondad, pasar de contrabando algún curioso, cuando tiene que hacer su
inspección en la Conserjería, ya un inglés, ya una inglesa, acaso la excéntrica
señora Atkins, enferma de esplín, ya un sacerdote no juramentado que debe haber
recibido la última confesión de la reina, ya aquel pintor a quien debemos el
retrato del Museo Camavalet.