La última misiva de María Antonieta. Pintura de Battaglini copia de un original de Danloux |
Goethe dice una vez, tratando de las últimas manifestaciones de vida espiritual
inmediatamente anteriores a la muerte, esta frase magnífica: «Al fin de la
vida, pensamientos hasta entonces no pensados surgen claramente del espíritu;
son como genios dichosos que se posan deslumbrantes en las cimas de lo pasado».
Tal misteriosa luz de despedida ilumina también esta última carta de la
consagrada a la muerte: jamás María Antonieta ha concentrado su alma tan
poderosamente ni con tan manifiesta claridad como en esta despedida a madame
Elisabeth, la hermana de su esposo y ahora también protectora de sus hijos. Más
firmes, más seguros, casi varoniles, son los rasgos de esta letra trazada en
una miserable mesilla de prisión que todos aquellos que salían revoloteando
desde la dorada mesa de escribir de Trianón; más pura es ahora la forma del
lenguaje sin recatar el sentimiento; es como si la tempestad interna
desencadenada por la muerte hubiera desgarrado toda la inquieta masa de nubes
que fatalmente, durante largo tiempo, le habían encubierto a esta mujer trágica
la vista de su propia profundidad.
¡Cuántos consuelos en
nuestras desgracias no nos han dado nuestra amistad! Y de la dicha se goza
doblemente cuando puede compartirse con un amigo; y ¿dónde encontrar uno más
tierno y más unido que en su propia familia? Que no olvide jamás mi hijo las
últimas palabras de su padre, que tantas veces le he repetido expresamente:
¡que no trate jamás de vengar nuestra muerte! Tengo que hablar a usted de una
cosa bien dolorosa para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido producirle ese
niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo
fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiera y hasta lo que no comprende.
Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el aprecio de
sus bondades y de su ternura hacia los dos. Me falta todavía confiar a usted
mis últimos pensamientos. Habría querido escribirlos desde el comienzo del
proceso; pero, aparte que no me dejaban escribir, su marcha ha sido tan rápida
que, realmente, no habría tenido tiempo.
Muero en la religión católica, apostólica y romana, en la de mis padres, en la
que he sido educada y que he confesado siempre. No teniendo ningún consuelo
espiritual que esperar, no sabiendo si existen todavía aquí sacerdotes de esta
religión y ni siquiera si el lugar en que me encuentro los expondría a
demasiado peligro si entraran aquí una vez, pido sinceramente perdón a Dios de
todas las faltas que he podido cometer desde que existo; espero que, en su bondad,
querrá aceptar mis últimos ruegos, lo mismo que los que hago desde hace tiempo
para que quiera recibir mi alma en su misericordia y su bondad. Pido perdón a
todos los que conozco, y en particular a usted, hermana mía, por todas las
penas que sin quererlo haya podido causarle. Perdono a todos mis enemigos el
mal que me han hecho. Digo aquí adiós a mis tías y a todos mis hermanos y
hermanas. He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y
sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir; que
sepan, por lo menos, que hasta mi último momento he pensado en ellos.
Adiós, mi buena y tierna hermana; ¡ojalá esta carta pueda
llegar a usted! Piense siempre en mí; la abrazo de todo corazón, lo mismo que a
esos pobres y queridos niños. ¡Dios mío, cómo desgarra el alma dejarlos para
siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes espirituales.
Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote; pero protesto
aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a un ser
absolutamente extraño.»
Aquí termina súbitamente la carta, sin fórmula de despedida ni firma. Probablemente la fatiga ha vencido a quien la escribió. Sobre la mesa arden todavía las dos velas de cera, cuyas vacilantes llamas acaso duren más que la vida del ser humano que escribió a su resplandor. Esta carta, venida de las sombras, no llega ya a manos de casi ninguno de aquellos a quien iba dirigida. María Antonieta, poco antes de la entrada del verdugo, se la entrega al primer carcelero, Bault, encargándole que se la dé a su cuñada; Bault había tenido bastante humanidad para proporcionarle papel y pluma, pero no el valor necesario para desempeñar sin permiso aquel encargo fúnebre (¡cuantas más cabezas se ven caer, tanto más teme uno por la suya propia!). Por tanto, conforme a los reglamentos, entrega la carta de la reina al juez instructor, Fouquier-Tinvile, que le da entrada en su registro pero tampoco la hace seguir adelante. Y cuando, después de dos años, por su parte, tiene que subir también a la carreta que ha enviado para tantos otros a la Conserjería, desaparece aquel documento; nadie en el mundo sospecha ni conoce su existencia, sino sólo un hombre único, en extremo insignificante, llamado Courtois.
Este diputado, sin altura ni talento, había recibido el
encargo de la Convención, después de la prisión de Robespierre, de ordenar y
publicar los papeles dejados por éste; con tal motivo, aquel antiguo zuequero
tiene la revelación de cuánto poder poner en manos de alguien el apropiarse de
secretos documentos de Estado, pues todos los diputados comprometidos se mueven
ahora humildemente en torno al pequeño Courtois, a quien antes apenas
saludaban, y le hacen las más locas promesas si les devuelve las cartas que
habían dirigido a Robespierre. Es, por tanto, labor útil -observa el hábil
mercader- apoderarse en cuanto sea posible de correspondencias ajenas; así, se
aprovecha del caos general para saquear todos los documentos del Tribunal
Revolucionario y negociar con ellos; sólo reserva en su poder, el muy ladino,
la carta de María Antonieta, que en esta ocasión cae en sus manos; ¿quién puede
saber, dado el curso de los tiempo, cómo podrá alguna vez ser utilizado aquel
precioso documento secreto si volviese a cambiar de rumbo el viento? Durante
veinte años oculta su rapiña, y, en efecto, cambia el viento. Otra vez llega a
ser rey de Francia un Borbón, Luis XVIII, y los «regicidas», aquellos que
habían votado la ejecución de su hermoso Luis XVI, sienten ahora en el cuello
una extraña picazón. Para adquirir su favor, ofrece Courtois a Luis XVIII (¡ya
se ve si es bueno el robar papeles!), en una carta hipócrita, como regalo,
aquel escrito de María Antonieta «salvado» por él. Su astucia no le sirve de
nada; Courtois es desterrado lo mismo que los otros. Pero se ha obtenido la
carta. Veintiún años después de que la reina la ha expedido, sale a la luz esta
asombrosa carta de despedida.
El libro de oraciones con las pocas líneas escritas por la reina, en una foto antigua |
María Antonieta ha dejado la pluma. Lo más difícil está vencido: despedirse de todos y de todo. Ahora descansa en su lecho algunos momentos para concentrar sus últimas fuerzas. Ya, para ella, no hay nada que hacer en esta vida. Sólo una única cosa: morir, y, a la verdad, morir bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario