El asunto comienza a ser, por lo menos, enojoso para el cardenal, cuando logran por fin echar mano a los cómplices Rétaux y la «baronesa de Oliva», la modistilla, y con sus declaraciones todo queda aclarado. Pero hay un nombre que tanto la acusación como la defensa evitan celosamente pronunciar: el de la reina. Cada uno de los acusados se guarda con todo cuidado de echar sobre María Antonieta la culpa más pequeña; hasta la De la Motte -otras han de ser más tarde sus palabras- rechaza como una criminal infamación la idea de que la reina haya recibido el collar. Mas precisamente esta circunstancia de que todos ellos, como por un convenio propio, hablen de la reina con tan profundas reverencias y tan llenos de respeto, actúa en sentido contrario sobre la desconfiada opinión pública; se esparce cada vez más el rumor de que se ha dado orden de no acusar a la reina. Ya se susurra que el cardenal ha tomado magnánimamente las culpas a su cargo, y se preguntan las gentes si las cartas que ordenó quemar tan pronta y discretamente serían en realidad todas falsas. ¿No habrá, pues, alguna cosa -cierto que no se sabe qué, pero algo, algo-, en este asunto, que sea comprometedor para la reina? De nada sirve que los hechos se aclaren totalmente, precisamente porque su nombre no es pronunciado en el juicio, María Antonieta, de modo invisible, comparece también ante el tribunal.
El 31 de mayo debe por fin ser pronunciada sentencia. Desde las cinco de la mañana, una muchedumbre que no puede abarcar la vista se agolpa delante del Palacio de Justicia; la orilla izquierda del Sena no puede, ella sola, contener toda esta gente, y también el Puente Nuevo y la orilla derecha se encuentran llenos de una masa impaciente; con gran trabajo, la Policía a caballo logra mantener el orden. Ya en su camino, por las excitadas miradas y las apasionadas aclamaciones de los espectadores, comprenden los sesenta y cuatro jueces lo trascendental que es para toda Francia la sentencia que van a pronunciar; pero el aviso decisivo los espera en la antecámara de la gran sala de deliberaciones, del gran chambre. Allí, vestidos de luto, diecinueve miembros de las familias de Rohan, Soubise y Lorena están colocados en fila por donde han de pasar los jueces, y se inclinan respetuosos a su paso. Ninguno de ellos dice palabra, ninguno se adelanta. Su vestido y su actitud lo dicen todo. Y esta silenciosa súplica de que la sentencia devuelva su amenazado honor a la familia de Rohan actúa fuertemente sobre los consejeros, los cuales, en su mayoría, pertenecen también a la alta nobleza de Francia; antes de comenzar las deliberaciones saben ya que el pueblo y la nobleza, y en general todo el país, esperan la libre absolución del cardenal.
Sin embargo, las deliberaciones duran dieciséis horas, y los de Rohan y los millares de personas de la calle tienen que esperar diecisiete horas, desde las seis de la mañana hasta la diez de la noche, porque los jueces no ignoran que se hallan en presencia de una trascendental resolución. La sentencia de la embaucadora es pronunciada primeramente, lo mismo que la de sus cómplices; a la modistilla la dejan gustosos salir libre porque ¡es tan bonita y se dejó conducir al bosquecillo de Venus de modo tan inocente! La verdadera discusión se refiere exclusivamente al cardenal. En absolverlo, porque evidentemente ha sido engañado y no es ningún impostor, están todos de acuerdo; la diferencia de opiniones impera sólo en lo que se refiere a la forma de esta absolución, pues de ello depende una gran cuestión política. Los partidarios de la corte desean -y no sin razón- que esta absolución tenga que ir ligada con una reprensión por «culpable osadía», pues no ha sido otra cosa, por parte del cardenal, el creer que una reina de Francia podía citarse secretamente con él en un oscuro bosquecillo. Por esta falta de respeto a la persona de la reina exige el representante de la acusación que el cardenal presente humilde y públicamente sus excusas ante el gran chambre, lo mismo que la dimisión de todos sus cargos. Por el contrario, el partido adverso, el de los enemigos de la reina, desea la pura y simple suspensión del procedimiento.
El cardenal ha sido engañado y queda, por tanto, sin mácula ni culpa. Esta plena absolución lleva en su aljaba una flecha envenenada. Pues si se admite que el cardenal, por todo lo que se conoce de la conducta de la reina, ha podido juzgar como posibles tales clandestinidades y libertades, con ello se saca a la vergüenza la ligereza de la reina. En el platillo de la balanza está colocado algo difícil de pesar; considérese, por lo menos, que la conducta de Rohan ha sido irrespetuosa con la soberana, y, de este modo, María Antonieta queda compensada del mal uso que se ha hecho de su nombre; mientras que si se absuelve al cardenal pura y simplemente, al mismo tiempo se condena moralmente a la reina.
Esto lo saben los jueces del Parlamento, esto lo saben ambos partidos, esto lo sabe el pueblo, ávido a impaciente; tal sentencia tiene que resolver algo distinto de aquel caso aislado e insignificante. Aquí no se trata de ningún asunto privado, sino de la cuestión política de aquel tiempo; de si el Parlamento de Francia considera aún la persona de la reina como «sagrada» e intangible, o la tiene por sometida plenamente a las leyes, como cada uno de los otros ciudadanos franceses; por primera vez, la Revolución que llega arroja resplandores de un rojo matinal por las ventanas de aquel edificio en el cual se contiene también la Conciergerie , es estremecedora prisión desde la cual María Antonieta debe ser conducida al cadalso. Bajo un mismo techo comienza la causa de la reina y en él ha de terminar. En la misma sala que la De la Motte tendrá más tarde que defenderse la reina.
Los jueces deliberan durante dieciséis horas; combaten violentamente unas con otras las diversas opiniones y los no menos opuestos intereses; pues ambos partidos, el monárquico y el antimonárquico, han aprovechado toda suerte de influencias, y no la que menos la del oro; desde varias semanas antes, todos los ministros del Parlamento están sometidos a recomendaciones, amenazas, maniobras, cohechos y regalos, y se canta ya por las calles.Por último se venga también el Parlamento de la antigua indiferencia del rey y de la reina hacia tal institución; hay muchos, entre estos jueces, que piensan que ya es tiempo de que la autocracia reciba una lección fundamental y sin precedentes. Por veintiséis votos contra veintidós -el partido se juega con fuerzas casi iguales- es absuelto el cardenal «sin ninguna censura», lo mismo que su amigo Cagliostro y la modistilla del Palais Royal. También con los cómplices se muestra indulgente el tribunal: quedan libres, sólo con pena de destierro. El gasto lo paga la De la Motte, la cual, por unanimidad, es condenada a ser azotada públicamente por el verdugo, a ser marcada con un hierro candente que le imprima una « V» (voleuse) y a permanecer encerrada por todo el tiempo de su vida en la Salpêtrière.
Pero hay también una persona, que no estuvo sentada en el banquillo de los acusados y que, con la absolución del cardenal, queda condenada y también a perpetuidad: María Antonieta. Desde aquella hora es abandonada, sin defensa alguna, a la calumnia pública y al odio ilimitado de sus adversarios.
Al oír el veredicto, alguien se precipita fuera de la sala de audiencia y lo comunica a las masas; centenares de personas lo siguen y, locas de entusiasmo, proclaman la absolución por las calles. Con tanta violencia se desborda el júbilo, que sus bramidos llegan hasta la orilla del río. «¡Viva el Parlamento!» -grito nuevo que sustituye al habitual de « ¡Viva el Rey!»- resuena por toda la ciudad. A los jueces les cuesta trabajo defenderse de la entusiasta gratitud. Las gentes los abrazan, las vendedoras del mercado los besan, su camino es cubierto de flores, magníficamente se desarrolla el cortejo triunfal de los absueltos. Diez mil personas, lo mismo que a un general victorioso, escoltan al cardenal, nuevamente vestido de púrpura, hasta la Bastilla, donde todavía debe pasar aquella noche; hasta el amanecer lanzan gritos de júbilo ante sus murallas muchedumbres siempre renovadas. No menos divinizado es Cagliostro, y sólo una orden de la Policía logra impedir que la ciudad se ilumine en su honor. De este modo, señal alarmante, festeja todo el pueblo a dos personas que no han hecho ni logrado otra cosa para Francia sino dañar mortalmente el prestigio de la reina y de la monarquía.
En vano se esfuerza la reina por ocultar su desesperación; este latigazo en mitad del rostro ha estallado con demasiada dureza y demasiado en público. Su camarera la encuentra deshecha en llanto; Mercy comunica a Viena que su dolor es «mayor de lo que razonablemente parece exigir la causa». Siempre más fuerte por sus instintos que por consciente reflexión, María Antonieta ha reconocido al punto lo irreparable de esa derrota; por primera vez desde que lleva la corona, ha tropezado con un poder más fuerte que su voluntad.
Pero el rey tiene aún entre sus manos la resolución final. Aún podría, con una enérgica disposición, salvar el ofendido honor de su esposa a intimidar a su debido tiempo la sorda resistencia general. Un rey fuerte, una reina resuelta, tendrían que haber disuelto un Parlamento hasta aquel punto sedicioso; así habría precedido Luis XIV y acaso Luis XV Pero Luis XVI no posee más que un ánimo abatido. No se atreve con el Parlamento; solamente, para dar a su esposa una especie de satisfacción, envía al cardenal al destierro y expulsa a Cagliostro fuera del país -tímido expediente que enoja al Parlamento sin herirlo realmente y ofende a la justicia sin reparar el honor de la reina-. Indeciso, como siempre, emplea el término medio, cosa que en política siempre resulta lo más perjudicial. El rey ha dejado escapar irreparablemente el momento de tomar una gran decisión. Con la sentencia del Parlamento contra la reina comienza una época nueva.
También contra la De la Motte emplea la corte idéntico y funesto procedimiento de términos medios. También aquí existían dos posibilidades: o evitar magnánimamente a la criminal el castigo cruel -cosa que hubiera hecho un efecto excelente o, en otro caso, llevar a efecto la ejecución de la pena con la mayor publicidad posible. Pero de nuevo se refugia la íntima vacilación en medidas intermedias. Cierto que erigen solemnemente el patíbulo, prometiendo con ello a todo el pueblo el bárbaro espectáculo de una pública estigmatización; ya están alquiladas a fantásticos precios las ventanas de las casas vecinas: no obstante, en el último momento, se espanta la corte de su propio valor. A las cinco de la mañana, por tanto, intencionalmente a una hora en la que no son de temer los testigos, catorce verdugos arrastran a la condenada, que grita agudamente y, llena de furor, reparte golpes entre los que la rodean, hasta las escaleras del Palacio de Justicia, donde le será leída la sentencia que la condena a ser azotada y marcada con hierro candente.
Pero han agarrado a una leona enfurecida; la histérica mujer lanza penetrantes aullidos; sus maldiciones contra el rey, el cardenal y el Parlamento despiertan a los durmientes de todos los alrededores; resuella ruidosamente, muerde, pega puntapiés, y finalmente se ven obligados a arrancar los vestidos de su cuerpo para poder imprimirle la ardiente señal. Más en el instante en que la enrojecida marca toca su hombro, se revuelve convulsivamente la víctima de tal tortura, descubriendo su total desnudez, con gran diversión de los espectadores, y la encendida «V» cae sobre su pecho en lugar del hombro. Entre alaridos, el frenético animal muerde al verdugo a través de su jubón; después la martirizada cae sin sentido. Como a un cadáver, arrastran a la desmayada hasta la Salpétrière, donde, según la sentencia, debe trabajar durante toda su vida con un hábito de tela gris, calzada con zuecos y alimentada sólo con pan negro y lentejas.
Apenas son conocidas las horrorosas circunstancias de este castigo, todas las simpatías se vuelven de repente hacia la De la Motte; se llena de pronto de conmovedora piedad por la «inocente» De la Motte, pues dichosamente se ha encontrado ahora una nueva forma, y nada peligrosa, de protestar contra la reina: se hace ostentación de pública simpatía por la «víctima», por la «pobre desgraciada». El duque de Orleans organiza una cuestación pública, y toda la nobleza envía regalos a la cárcel; a diario elegantes carrozas se detienen delante de la Salpêtrière. Visitar a la castigada ladrona es el dernier cri de la sociedad parisiense. Con asombro reconoce un día la abadesa, entre las emocionadas visitantes, a una de las mejores amigas de la reina, la princesa de Lamballe. ¿Ha ido por propio impulso o, como al instante cuchichea la gente, con una comisión secreta de María Antonieta? En todo caso, esta piedad fuera de lugar arroja una penosa sombra sobre la situación de la reina. ¿Qué significa esta sorprendente compasión?, se preguntan todos.
¿Le remuerde a la reina la conciencia? ¿Busca un acuerdo secreto con su «víctima»? No cesan los murmullos. Y como pocas semanas más tarde, de una manera misteriosa -manos desconocidas le abrieron por la noche las puertas de la prisión-, la De la Motte huye a Inglaterra, una sola voz domina entonces en todo París para decir que la reina ha salvado a su «amiga» en agradecimiento por haber silenciado generosamente ante el tribunal la culpa o la complicidad de María Antonieta en el asunto del collar.
En realidad, el facilitar la fuga de la De la Motte fue el más pérfido golpe que los conjurados, desde su celda, podían asestar contra la reina. Pues ahora no sólo el misterioso rumor del acuerdo de la reina con la ladrona encuentra abiertas todas las puertas, sino que, por su parte, la azotada De la Motte puede, desde Londres, presentarse como acusadora a imprimir impunemente las mentiras y calumnias más desvergonzadas; y aún más, como en Francia y en toda Europa hay un público inmenso que espera tales «revelaciones», puede, por fin, volver a manejar mucho dinero. Ya el mismo día de su llegada, un editor de Londres le ofrece grandes sumas; en vano intenta la corte, que ahora conoce ya la trascendencia de las calumnias, detener el vuelo de estas flechas envenenadas; la favorita de la reina, la Polignac, es enviada a Inglaterra para comprar el silencio de la ladrona a cambio de doscientas mil libras, pero la astuta embaucadora engaña de nuevo a la corte, coge el dinero y hace publicar una, dos y hasta tres veces, en forma siempre diferente y con nuevas adiciones sensacionales, el libro de sus Memorias.
En estas memorias se encuentra todo lo que un público ávido de escándalo podía esperar y más aún; el proceso ante el Parlamento ha sido un vano simulacro, se ha sacrificado a la pobre De la Motte del modo más abominable. Naturalmente que nadie, sino la reina, ha encargado el collar y lo ha recibido de manos de Rohan, mientras que ella, la pobre inocente, sólo por amistad, ha echado sobre sí el delito para proteger el desacreditado honor de la reina. De qué manera ha llegado a ser tan amiga de María Antonieta, también esto lo explica la desvergonzada embustera en la forma como desea verlo explicado el concupiscente público: more lésbico, intimidades del lecho. No sirve de nada que, a los ojos de todo espíritu libre de prevenciones, la mayor parte de estas mentiras queden ya desenmascaradas por su torpe intervención; por ejemplo, cuando la De la Motte afirma que María Antonieta tuvo ya relaciones amorosas con el cardenal de Rohan cuando archiduquesa, en el tiempo en que éste había sido embajador en Viena, a toda persona de buena voluntad le basta contar con los dedos para saber que María Antonieta hacía ya largo tiempo que era delfina en Versalles cuando la embajada de Rohan. Pero las buenas voluntades se han hecho escasas. En cambio, al gran público le embelesan las docenas de cartas de amor de la reina a Rohan, perfumadas con almizcle, que la De la Motte falsifica en sus memorias, y cuantas más perversidades sabe referir de la reina, tantas más quiere conocer.
A los dos o tres años del proceso del collar es imposible ya salvar a María Antonieta, infamada en toda Francia como la mujer más lasciva y depravada, más astuta y tiránica que cabe imaginar, mientras que, por el contrario, la bribona De la Motte, marcada por el fuego, pasa por víctima inocente. Y apenas estalla la Revolución, cuando intentan los clubs traer a París a la fugitiva De la Motte, bajo su protección, para abrir nuevamente y con maña todo el proceso del collar, pero esta vez con la De la Motte como acusadora y María Antonieta en el banco de los acusados; sólo la muerte súbita de la De la Motte -en 1791 se arrojó por la ventana de un ataque de manía persecutoria- impidió que esta magnífica embaucadora fuera llevada en triunfo por París, concediéndosele el decreto de que «ha sido acreedora de la gratitud de la República». Sin esta intervención del destino, el mundo habría asistido a una comedia de justicia mucho más grotesca aún que el proceso del collar: la De la Motte, espectadora aclamada en la decapitación de la reina calumniada por ella.