sábado, 20 de octubre de 2018

EL PROCESO CONTRA MARIE ANTOINETTE (1793)


El 12 de octubre, María Antonieta es llamada a la gran sala de las deliberaciones para el primer interrogatorio. Frente a ella se sienta Fouquier-Tinville, Herman, su adjunto, y los secretarios; al lado de ella, nadie. Ni un defensor, ni un auxiliar; nada más que el gendarme que la guarda. Pero en las largas semanas de soledad, María Antonieta ha concentrado sus energías. El peligro le ha enseñado a resumir sus pensamientos, a hablar bien y a callar aún mejor; cada una de sus respuestas se nos muestra como sorprendentemente precisa y cortante y, al mismo tiempo, como cauta y prudente. Ni por un solo momento abandona su calma; ni siquiera las preguntas más absurdas o pérfidas le hacen perder el dominio sobre sí. Ahora, en los últimos momentos de su vida, María Antonieta ha comprendido la responsabilidad que le impone su nombre; sabe que aquí, en esta semioscura sala de audiencia, tiene que ser la reina que no supo ser suficientemente en los magníficos salones de Versalles. No es a un abogadillo, lanzado por el hambre a la Revolución y que cree representar aquí el papel de acusador, a quien ella responde, ni tampoco a esos sargentos y escribanos disfrazados de jueces, sino al único juez verdadero y auténtico: a la historia.

«¿Cuándo llegarás por fin a ser tú misma?», había escrito, desesperada, veinte años antes su madre, María Teresa. A un palmo de la muerte, comienza por sus propias fuerzas a alcanzar María Antonieta aquella grandeza que hasta entonces sólo le habían dado prestada las exterioridades. A la pregunta formulada de cómo se llama, responde con voz alta y clara: «María Antonieta de Austria-Lorena, de treinta y ocho años de edad, viuda del rey de Francia». Pensando escrupulosamente en mantener en todos sus detalles la forma de un procedimiento legal, Fouquier-Tinville se atiene minuciosamente a las formalidades del interrogatorio y sigue preguntando, como si no lo supiera, dónde residía la acusada en el momento de su detención. Sin mostrar ironía, informa María Antonieta a su acusador de que nunca ha estado detenida, sino que la han ido a buscar a la Asamblea Nacional para conducirla al Temple.


Comienzan entonces las verdaderas preguntas y cargos en el patético estilo de la época; la acusan de haber mantenido, antes de la Revolución, relaciones políticas con el «rey de Bohemia y de Hungría»; de haber «dilapidado de una manera espantosa los bienes de Francia, fruto del sudor del pueblo, en sus placeres a intrigas con malvados ministros», y de haber hecho llegar a manos del emperador «millones que debían servir para ser empleados en contra del pueblo que la alimentaba».  Dentro de la Revolución, ha conspirado contra Francia, ha negociado con agentes extranjeros, ha impulsado al rey, su marido, a pronunciar el veto. María Antonieta rechaza todas estas inculpaciones objetiva y enérgicamente. Sólo ante una afirmación de Herman, enunciada con especial torpeza, se anima el diálogo.


-Fue usted quien enseñó a Luis Capet ese arte de profunda disimulación, con el cual engañó durante mucho tiempo al buen pueblo francés, que no sospechaba que se pudiera llevar hasta tal grado la maldad y la perfidia. 

A esta hueca tirada responde con tranquilidad María Antonieta: -Sí, el pueblo ha sido engañado; lo ha sido cruelmente, pero no por mi marido ni por mí. 

-¿Por quién, pues, ha sido engañado el pueblo? -Por aquellos que tenían en ello interés, y el nuestro no estaba en engañarlo. 

Ante esta ambigua respuesta, Herman salta inmediatamente. Espera impulsar a la reina a que pronuncie algunas palabras que puedan significar hostilidad hacia la República.

-¿Quiénes son, en su opinión, los que tenían interés en engañar al pueblo? Pero María Antonieta desvía hábilmente la cuestión. No lo sabe. Su propio interés ha sido ilustrar al pueblo y no engañarle.  Herman comprende la ironía de esta respuesta a insiste severamente: -No ha respondido usted claramente a mi pregunta. Pero la reina no se deja arrastrar fuera de su posición defensiva: -Respondería sin rodeos si conociera los nombres de las personas. 
  

Después de esta primera escaramuza, el interrogatorio vuelve a ser objetivo. Se le pregunta sobre las circunstancias de la huida a Varennes; responde prudentemente, dejando a cubierto a todos aquellos secretos amigos suyos a quienes el acusador quiere envolver en el proceso. Sólo ante otra acusación estólida que le hace Herman vuelve a protestar vivamente: -Jamás cesó usted, ni un solo momento, de querer destruir la libertad; quería usted reinar a cualquier precio que fuera, y volver a subir al trono sobre el cadáver de los patriotas.

La reina responde, soberbia y duramente, a este campanudo galimatías (¡ah!, ¿por qué le han puesto como inquisidor a un imbécil como éste?) que ella y su marido «no tenían necesidad de volver a subir al trono; que ya estaban en él; que jamás desearon otra cosa que la felicidad de Francia, que ésta fuera dichosa, y que, con que lo fuera, ya estarían también ellos contentos». 

Herman entonces se hace más agresivo; cuanto más conoce que María Antonieta no se dejará apartar de su actitud prudente y segura y que no proporcionará ningún «material» para el proceso público, acumula las acusaciones con tanta mayor rabia; le reprocha el haber emborrachado a los regimientos flamencos, haber sostenido correspondencia con las cortes extranjeras, provocado la guerra a influido en el convenio de Pillnitz. Pero María Antonieta, de conformidad con los hechos, rectifica diciendo que la Convención Nacional fue quien declaró la guerra y que en el banquete de los soldados sólo pasó ella por la sala dos veces.


Pero Herman ha reservado para el final las preguntas más peligrosas, aquellas ante las cuales la reina, o tiene que renegar de sus propios sentimientos, o dejarse coger en alguna declaración contra la República. Toda una doctrina de derecho público se exige de ella: -¿Qué interés siente usted por las armas de la República? -La felicidad de Francia es lo que deseo por encima de -¿Cree usted que los reyes sean necesarios para la dicha del pueblo? -Un individuo no puede decidirlo. 

-¿Lamenta usted, sin duda, que su hijo haya perdido el trono al cual hubiera podido subir si el pueblo, instruido por fin acerca de sus derechos, no lo hubiera roto? -Jamás echaré nada de menos para mi hijo mientras su país sea dichoso.
Se ve que el juez instructor no tiene suerte. María Antonieta no hubiera podido expresarse nunca más sutil y astutamente que al decir que «jamás echará nada de menos para su hijo mientras su país sea dichoso», pues con este solo posesivo « su» ha dicho la reina, en el propio rostro del juez instructor, sin declarar abiertamente como no legítima a la República, que siempre considera a Francia como «suya» , como un país propiedad legal de su hijo; aun en el peligro, no ha renunciado a lo más alto, al derecho de su hijo a la corona. Después de esta última escaramuza, el interrogatorio marcha hacia su final rápidamente.


Se le pregunta si para la audiencia pública del proceso quiere elegir defensor. María Antonieta declara que no conoce a ningún abogado y acepta que le sean señalados de oficio uno o dos, aunque le sean personalmente desconocidos. En el fondo, sabe que todo ello es indiferente, ya sea amigo o desconocido, pues ahora en toda Francia no hay ya ningún hombre bastante valeroso para defender seriamente a la ex reina. Quien pronunciara públicamente una sola palabra en su favor pasaría inmediatamente del puesto de defensor al banquillo de los acusados.

Ahora que están cumplidas las apariencias externas de una instrucción legal puede el acreditado formalista que es Fouquier-Tinville ponerse al trabajo y redactar el acta de acusación. Su pluma corre sobre el papel veloz y ligera: quien tiene que fabricar cada día montones de acusaciones adquiere cierta rapidez de mano. En este caso, aquel abogadillo de provincias se cree obligado a emplear cierta poética elocuencia en este caso especial: cuando se acusa a una reina hay que hacerlo en un tono más solemne y poético que cuando sólo se trata de cortarle el pescuezo a cualquier costurerilla que ha gritado «Vive le Roi!». Por ello comienza su escrito en un tono extremadamente hinchado: «Habiendo examinado todas las piezas transmitidas por el acusador público, resulta que, al igual de las Mesalinas, Bomhildas, Fredegundas y Catalinas de Médicis, a quienes se calificó en otros tiempos de reinas de Francia y cuyos nombres, para siempre odiosos, no se borrarán jamás de los fastos de la historia, María Antonieta, viuda de Luis Capeto, ha sido, desde su establecimiento en Francia, azote y sanguijuela de los franceses». Después de este pequeño yerro histórico -pues en tiempo de Fredegunda y de Brunhilda no existía aún ningún reino en Francia- siguen las conocidas acusaciones: María Antonieta ha mantenido relaciones políticas con un hombre conocido por «rey de Bohemia y de Hungría»; ha enviado millones al emperador; ha participado en la «orgía de los guardias de corps»; ha desencadenado la guerra civil; ha provocado la matanza de los patriotas; ha transmitido al extranjero los planes de guerra.


En forma algo más velada se alega la acusación de Hébert de que «es tan perversa y tan familiarizada está con todos los crímenes, que, olvidando su calidad de madre y los límites prescritos por las leyes de la naturaleza, no ha vacilado en entregarse con Luis Carlos Capeto, su hijo, y según confesión de este último, a indecencias cuya sola idea y nombre hacen estremecer de horror». Por el contrario, es cosa nueva y sorprendente la acusación de haber «llevado la perfidia y la disimulación hasta el punto de haber hecho imprimir y distribuir obras en las cuales se la describía bajo poco favorables colores..., para engañar a las potencias extranjeras persuadiéndolas de que era maltratada por los franceses». Por tanto, según la idea de Fouquier-Tinville, la misma María Antonieta había hecho circular los folletos tribadistas de La Motte y los otros innumerables libelos calumniosos. Por razón de todas estas inculpaciones, María Antonieta pasa, de la situación de simple vigilada, a la de acusada.

Este documento, que no es precisamente una obra maestra de sabiduría forense, es comunicado el 13 de octubre, húmeda todavía su tinta, al defensor Chaveau-Lagarde, el cual, acto seguido, se dirige a la prisión junto a María Antonieta. Leen juntos, la inculpada y su defensor, el acta acusatoria. Pero sólo el abogado se sorprende y emociona por el tono de odio con que está escrita. María Antonieta, que después de su interrogatorio no esperaba nada mejor, queda perfectamente tranquila. No obstante, el concienzudo jurista se desespera a cada paso. No, no es posible estudiar tal montón de acusaciones y documentos en una sola noche; sólo estará en disposición de ejercitar una eficaz defensa si puede, realmente, dar una ojeada de conjunto a aquel caos de papelotes.

   Por tanto, insiste con la reina para que pida un aplazamiento de tres días a fin de que pueda preparar de modo fundamental su discurso de defensa a base de los materiales aportados y el examen de las piezas probatorias.
-¿A quién tengo que dirigirme para eso? -pregunta María Antonieta.
-A la Convención.
-No, no; jamás.
-No debería usted
-dice Chaveau-Lagarde- renunciar a lo que la favorece por un inútil sentimiento de orgullo. Tiene usted el deber de conservar su vida; no sólo por usted, sino por sus hijos. 


Al oír que se trata de sus hijos, cede la reina. Escribe al presidente de la Asamblea: «Ciudadano presidente: los ciudadanos Tronson y Chaveau, que el Tribunal me ha dado como defensores, me hacen observar que sólo hoy se les ha hecho conocer su misión; debo ser juzgada mañana y les es imposible en tan corto plazo enterarse de las piezas del proceso y ni hacer siquiera una lectura de ellas. Debo, por mis hijos, no omitir ninguno de los medios necesarios para la completa justificación de su madre. Mis defensores piden tres días de aplazamiento; espero que la Convención se los concederá». 


De nuevo queda uno sorprendido al ver en este escrito la transformación espiritual de María Antonieta. Aquella que durante toda su vida fue una mala autora de cartas y una mala diplomática, comienza ahora a escribir regiamente y a pensar como persona responsable. Pues ni aun en aquel extremo peligro de su vida le hace a la Convención el honor de dirigirle un ruego, instancia suprema a la que legalmente tiene que apelar. No pide nada en su propio nombre -¡no, antes perecer!-, sino que sólo transmite la solicitud de un tercero; «mis defensores piden tres días de aplazamiento» es lo que allí pone, «y espero que la Convención se los concederá». Nada de «Así lo ruego». La Convención no responde. La muerte de la reina está decidida desde hace mucho tiempo; ¿para qué prolongar aún las formalidades anteriores a la vista del proceso? Toda vacilación sería una crueldad. A la mañana siguiente, a las ocho, comienza la vista, y todo el mundo sabe anticipadamente cómo terminará.

lunes, 15 de octubre de 2018

LA MUERTE DEL ARCHIDUQUE CARLOS JOSE (1761): EL HIJO FAVORITO DE LA EMPERATRIZ

Archduke Karl Joseph (1745–1761).Atribuido a Martin van Meytens.
Nacido el 31 de enero de 1745, el archiduque Carlos fue uno de los hermanos mayores de María Antonieta. Él era el hijo favorito de María Teresa; personaje animado, con una lengua afilada, pero la salud delicada, era muy prometedor y como un niño que había mostrado un gran interés por la música se convirtió también en violinista experto.

Él y su hermano mayor, José, no se llevaban bien. José varias ocasiones lo ridiculizo y Carlos, por su parte, no respeto el derecho de nacimiento de José e incluso con desconocidos le gustaba provocarlo imitando su voz y sus gestos. En poco tiempo la antipatía entre los dos hermanos tomo tonos preocupantes. Carlos era mucho más atractivo que José, y debía suceder a su padre como gran duque de Toscana, pero por supuesto no era casi tan esplendida como la posición futura de emperador de su hermano mayor.
  
Carlos José de Habsburgo-Lorena, por Johann Christoph von Reinsperger.
José envidiaba a su hermano menor por su inteligencia y por su habilidad para atraer a las personas con su encanto y comportamiento, el sentimiento era mutuo, ya que Carlos también odiada a su hermano mayor. Carlos se burló de él por su soberbia y pensó en sí mismo como alguien más digno para la corona del Sacro Imperio Romano, sosteniendo que él era el primogénito de Francisco durante su reinado como emperador. Se dice que Carlos, a menudo tenía la intención de competir con su hermano por la corona imperial.

El 1 de febrero de 1759, su cumpleaños, “no recibió el más mínimo elogio, porque no los merecía por el comportamiento que había exhibido. A decir verdad, fue un castigo de sus padres rebajarlo, porque la grandilocuencia de espíritu de este señorito había sido completamente inaceptable hacia sus sirvientes a quienes les expresaba comentarios impactantes y de lo más sensibles".

A principios de 1761 una calamidad cayó sobre la familia imperial. La viruela que era el azote de los siglos XVII y XVIII, estallo entre ellos; el archiduque Carlos, el ídolo de su padre y madre, el más prometedor de sus hijos y el favorito de todos, tuvo una repentina recaída, María Teresa, en Schönbrunn con su marido, se enteró de que Carlos, que permanecía en Viena, mostraba los primeros signos de viruela. Sin esperar, ella decide regresar. “El emperador ciertamente había hecho todo lo posible para que este evento prefiriera prolongar su estancia en Schönbrunn en lugar de acortarla, pero la mujer [la emperatriz] no quiso obedecer y no quiso permanecer separada de su hijo por más tiempo . y recibir noticias lo antes posible sobre la evolución de su enfermedad".

Al día siguiente, Khevenhüller escribió a su hijo Segismundo: "La erupción continúa hasta ahora como deseamos y nos jactamos de que será una especie benigna [...] Sin embargo, puedes juzgar bien que no estamos menos preocupados y por este mismo príncipe que es muy amable y como sabes, el niño de los ojos de sus padres […] y especialmente por su incomparable madre. Tiemblo cuando lo pienso porque ella no quiere protegerse".

Retrato de Karl Josef hacia 1760
por Johann Christoph von Reinsperger
Después de unos días de preocupación, la condición de Charles mejoró tanto que sus padres, su hermano y sus hermanas mayores ofrecieron acción de gracias y asistieron a un Te Deum . Pero apenas había transcurrido un año cuando Carlos volvió a enfermar, esta vez de escorbuto, del que murió el 18 de enero de 1761. María Teresa, que no se separó de su lado durante más de tres semanas, alternaba entre la esperanza y la desesperación. El 13 de enero, la señora Bentinck escribió: “El acontecimiento del día es tan triste, tan doloroso, tan abrumador. El archiduque Carlos será administrado en breve y no sabemos si este príncipe sólo pasará la noche. Juzgad el dolor de la Emperatriz, la mejor y más tierna de las madres. Era sumamente querido y preferido incluso por el emperador y la emperatriz […]. Todos temblamos ante el escenario que se prepara para el pobre y sensible corazón de la Emperatriz. Esta lúgubre ceremonia de la religión de este país, donde toda la augusta familia, toda la corte, todas las damas, toda la nobleza en traje ceremonial, están obligadas a acompañar al Santísimo Sacramento desde la iglesia hasta el lecho del moribundo. Esta triste procesión, estos vestidos de luto tienen algo tan aterrador que hasta los indiferentes se conmueven. Juzga lo que debe pasar en el corazón de una madre pobre y muy tierna". 

“a pesar de la mejora, todos los remedios y todos los esfuerzos hechos para someter la malignidad de la enfermedad, su alteza real fue atacado inesperadamente con un nuevo y violeto paroxismo el pasado sábado después de la medianoche, después de un día durante el cual había aparecido mejor esperanza que en cualquier otro. La constancia y la tranquilidad del ánimo, que hace que la admiración supere. Murió con coraje, resignación y la calma, admirable de hecho a su tierna edad de dieciséis años, y que demuestran los excelentes principios de la educación dada a todos los miembros de la familia. La amarga angustia de los soberanos y de todos los príncipes era indescriptible, y de hecho el dolor de toda la ciudad era muy similar, pues el archiduque era generalmente amado por sus cualidades y dones extraordinarios” (informe del embajador italiano Ruzzini).

El sarcófago de bronce, obra de Moll con rica ornamentación, se levanta sobre una base de mármol, sostenido por cuatro águilas y dos pies de volutas. Cuatro cabezas de ibis, símbolos de la resurrección, sirven como asas. La sección central del lado largo derecho muestra el retrato en relieve del Archiduque con la inscripción: Carolus Archidux Avst.
La señora Bentinck escribió a su madre: “El pobre archiduque Carlos murió el día 24 de su enfermedad, en el momento en que se habían levantado las mayores esperanzas de su recuperación. La triste emperatriz está devastada. Se había acostado después de tantos días de angustia, empezó a respirar y creyó que su hijo estaba salvo. Cuando despertó, le avisaron de su muerte. Demuestra firmeza, sensibilidad y una piedad ejemplar y verdaderamente heroica. Ella es la más tierna, la mejor de las mejores madres y este hijo fue quizás el más querido de sus hijos".

Maria Teresa experimentó un largo duelo por este hijo, más largo al parecer que por sus otros hijos. “Su pérdida nunca abandonará mi corazón. Cuando otros lo olviden, se volverá más vívido en mi casa". Su dolor sólo parece aliviarse ante la tumba de su hijo en la cripta de los Capuchinos. “No dormí dos noches y me sentí tan agitada que quería sangrar, pero desde entonces todo ha estado en calma. Yo estuve allí y al pie de la tumba de este querido hijo. Sentí un dulce consuelo que no puedo expresar y ni siquiera mis arrepentimientos son ya tan intensos. Ellos [los consuelos] están mezclados con una dulzura interior".

Cualesquiera que fueran sus dolores posteriores por la muerte de dos de sus hijas, nunca volvería a mostrar ese rostro de mater dolorosa .

sábado, 13 de octubre de 2018

FRANCIA DECLARA LA GUERRA A AUSTRIA (1792)

Luis XVI sanciona la declaración de guerra en la Asamblea Legislativa.
Receta antiquísima: cuando los Estados y gobiernos no saben ya cómo dominar una crisis interna, tratan de desviar la atención hacia fuera; conforme con esta ley permanente, los directores de la Revolución, para librarse de la inevitable guerra civil, exigen desde meses atrás la guerra con Austria. Al aceptar la Constitución, es cierto que Luis XVI ha disminuido su categoría regia, pero la ha asegurado. La Revolución debía estar ahora terminada para siempre -y los espíritus cándidos como La Fayette así lo creen-, mas el partido de los girondinos, que domina en la recién elegida Asamblea Nacional, es republicano de corazón. Quiere suprimir la monarquía, y para ello no hay mejor medio que una guerra, la cual, inevitablemente, tiene que poner a la familia real en conflicto con la nación, pues la vanguardia de los ejércitos extranjeros la forman los dos bulliciosos hermanos del rey y el Estado Mayor enemigo está sometido al hermano de la reina.

Que una guerra no ayudará a sus asuntos, sino que puede dañarlos, lo sabe muy bien María Antonieta. Cualquiera que sea su desenlace militar, tiene que ser perjudicial para ellos. Si los ejércitos de la Revolución alcanzan la victoria contra los emigrados, los emperadores y los reyes, es indudable que Francia no continuará soportando un «tirano». Si, de otra parte, las tropas nacionales son vencidas por los parientes del rey y de la reina, es indudable que el populacho de París, excitado espontáneamente o por elementos interesados, hará responsables a los prisioneros de las Tullerías. Si vence Francia, perderán el trono; si vencen las potencias extranjeras, perderán la vida. Por este motivo, ha conjurado María Antonieta, en innumerables cartas, a su hermano Leopoldo y a los emigrados para que se mantengan tranquilos, y aquel soberano, prudente, vacilante, que calcula con frialdad y es íntimamente enemigo de la guerra, se ha sacudido literalmente de sobre sí a los príncipes y emigrantes, que hacen sonar sus sables, evitando todo lo que pudiera significar una provocación.

Los tres emperadores alemanes que afrontaron la revolución francesa: Jose II, Leopoldo II y Francisco II.
Pero hace mucho tiempo que se ha oscurecido la buena estrella de María Antonieta. Todo lo que tiene preparado el destino en cuanto a sorpresas se vuelve contra ella. Precisamente ahora, el 1º de marzo de 1792, una enfermedad repentina arrebata la vida de su hermano Leopoldo, el mantenedor de la paz, y quince días más tarde, el pistoletazo de un conspirador da muerte al mejor defensor de la idea monárquica entre los soberanos europeos, a Gustavo de Suecia. Con ello ha llegado a ser inevitable la guerra. Pues el sucesor de Gustavo no piensa ya en sostener la causa monárquica, y el sucesor de Leopoldo II no se preocupa de su pariente consanguínea, sino que exclusivamente presta atención a sus propios intereses. En este emperador Francisco II, de veinticinco años, limitado, frío, totalmente sin corazón, en cuya alma no brilla ya ninguna chispa del espíritu de María Teresa, no encuentra María Antonieta ni inteligencia ni voluntad de comprensión. Recibe secamente sus mensajes y con indiferencia sus cartas; aunque su familiar se encuentre en el más espantoso de los dilemas, aunque las medidas que el emperador adopta pongan en peligro la vida de la reina, nada de ello le preocupa. Ve sólo la coyuntura de aumentar su potencia y rechaza todos los deseos y solicitudes de la Asamblea Nacional fría y provocativamente.

El tribunal de Viena se mostró intratable. Prohibió a los príncipes que tenían posesiones en Lorena Y Alsacia recibir las indemnizaciones ofrecidas por Francia a cambio de sus derechos feudales, y amenazó con anular cualquier tratado privado que pudiera concluir sobre ellos. Los electores de Treves, Colonia y Mayence favorecieron discretamente la imposición de tropas por parte de los príncipes emigrantes, e incluso pagaron subsidios para su apoyo. Se negaron a reconocer a los embajadores de Luis XVI, mientras reconocían los plenipotenciarios de estos príncipes. Se habló de celebrar un congreso en Aix-La-Chapelle con el propósito de intimidar a la asamblea nacional.

Francois II en 1792.
Austria, que había enviado cuarenta mil hombres a los países bajos y veinte mil al Rin, acababa de firmar un tratado de alianza con Prusia, “para poner fin a los problemas en Francia”. Dumouriez exigió urgentemente al tribunal de Viena que se explicara a sí mismo. Finalmente envió al embajador francés, el marqués de Noailles, una nota seca, cortante y formal exigiendo el restablecimiento de la monarquía francesa. “la nación, por lo tanto –dice Dumouriez- no puede aceptar esta condición excepto violando su constitución… podría ser tan humillante una obediencia esperada de una gran nación, orgullosa de haber conquistado su libertad? Y eso por el bien de colocarse una vez más bajo el yugo de nobles que, habiendo abandonado a su propio rey, ahora amenazan con volver a entrar a su país con espada y fuego”.

Toda la asamblea nacional razono de la misma manera que Dumouriez. Un grito de guerra surgió por todos lados. Los Girondinos vieron en ella la consagración indispensable de la revolución. Ciertos reaccionarios, sofocando el sentimiento de patriotismo en sus corazones estaban igualmente ansiosos de la guerra, en su secreta esperanza de que sería desastroso para el ejercito francés y daría como resultado el restablecimiento del antiguo régimen.

Luis XVI viene a anunciar a los miembros que se declara la guerra al rey de Bohemia y Hungría
Los ministros fueron unánimes y el entusiasmo universal. Incluso si lo hubiera deseado, Luis XVI no podía resistir más. El 20 de abril de 1792. Fue a la asamblea nacional. El salón estaba lleno de una multitud que comprendía la importancia y la solemnidad del acto a punto de realizarse. Después de una larga resistencia –y, según se afirma, con lágrimas en los ojos-, se ve obligado Luis XVI a declarar la guerra al rey de Hungría. Luego presta la mayor atención al informe del ministro de asuntos exteriores y, con los gestos de su cabeza y manos, pareció aprobarlo en todos los aspectos.

¿De qué lado está el corazón de la reina en esta guerra? ¿Con su antigua o con su nueva patria? ¿Con los ejércitos franceses o con los extranjeros? Negarla es mentir. Porque María Antonieta, que ante todo se siente reina y, sólo después, reina de Francia, no sólo está contra aquellos que han limitado su poder real y a favor de los que quieren fortalecerla en sentido dinástico, sino que llega a hacer todo lo permitido y no permitido para acelerar la derrota francesa y promover la victoria del extranjero. «Dios quiera que algún día queden vengadas todas las provocaciones que hemos recibido en este país», escribe a Fersen, y aunque hace mucho tiempo que ha olvidado su lengua materna y se ve obligada a hacer que le traduzcan las cartas escritas en alemán, escribe de este modo: «Más que nunca me siento ahora orgullosa de haber nacido alemana». Cuatro días antes de que sea declarada la guerra transmite al embajador austríaco -es decir, traidoramente- los planes de campaña del ejército revolucionario, hasta el punto en que son conocidos por ella. Su situación es perfectamente clara: para María Antonieta, las banderas austríaca y prusiana no son nunca enemigas, y la francesa tricolor sí lo es.


Indudablemente -la palabra viene al instante a los labios-, ésta es una manifiesta traición a la patria, y los tribunales de todos los países calificarían hoy de criminal tal conducta. Pero no hay que olvidar que el concepto de lo nacional y de la nación no estaba todavía formado en el siglo XVIII sólo la Revolución francesa comienza a darle forma en Europa. El siglo XVIII, a cuyas concepciones está indisolublemente unida María Antonieta, no conoce todavía ningún otro punto de vista que el puramente dinástico; el país pertenece al rey; allí donde esté el rey, está el derecho; quien lucha por el rey y la monarquía, combate indudablemente por la causa justa. Quien se alza contra la monarquía es un insurgente, un rebelde, aun cuando combata por su propio país. La absoluta falta de desenvolvimiento de la idea de patria produce, sorprendentemente, en esta guerra una disposición antipatriótica en la sensibilidad del campo adversario; los mejores alemanes: Klopstock, Schiller, Fichte, Hölderlin, por la idea de la libertad anhelan la derrota de las tropas alemanas, que todavía no son tropas del pueblo, sino los ejércitos de la causa del despotismo. Celebran la retirada de las fuerzas prusianas, mientras que, a su vez, en Francia, el rey y la reina saludan la derrota de sus propias tropas como una ventaja personal. A un lado y otro, la guerra no se hace por intereses del país, sino por una idea, la de la soberanía o de la libertad. 

Declaración de guerra al rey de Bohemia y Hungría fecha 25 de abril 1792 y firmada por Luis XVI
Y nada caracteriza mejor la notable confusión entre las concepciones del antiguo y del nuevo siglo como el hecho de que el caudillo de los ejércitos aliados alemanes, el duque de Brunswick, un mes antes de la declaración de guerra, delibere aún seriamente sobre si no será preferible para él tomar el mando de las tropas francesas contra las alemanas. Se ve bien que los conceptos de patria y nación no estaban todavía bien claros en 1791, en el espíritu del siglo XVIII. Sólo esta guerra, creando los ejércitos nacionales y la conciencia nacional, y con ello las espantosas luchas fratricidas entre naciones enteras, producirá la idea del patriotismo nacional que ha de heredar el siglo siguiente.

Primavera de 1792 voluntarios que salen del ejército
De que María Antonieta desee la victoria de las potencias extranjeras, lo mismo que del hecho de su traición al país, no se tiene en París ninguna prueba. Pero si el pueblo, como masa, no piensa nunca lógicamente y conforme a un plan, tiene sin embargo una facultad para el husmeo más elemental y animal que la del individuo aislado; en lugar de actuar reflexivamente, lo hace por instinto, y este instinto es casi siempre infalible. Desde el primer momento siente el pueblo francés en la atmósfera la hostilidad de las Tullerías; sin que tenga de ello puntos externos de referencia, ventea la traición militar, realmente ocurrida, de María Antonieta a su ejército y a su causa; y a cien pasos del palacio real, en la Asamblea Nacional, uno de los girondinos, Vegniaud, lleva abiertamente la acusación a la sala de sesiones. «Desde esta tribuna de donde os hablo se descubre el palacio donde unos consejeros perversos extravían y engañan al rey que la Constitución nos ha dado, forjan las cadenas con que quieren prendernos y preparan las maniobras que deben entregarnos a la Casa de Austria. Veo las ventanas del palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se combinan los medios de volver a sumirnos otra vez en los horrores de la esclavitud.» Y a fin de que se reconozca claramente a María Antonieta como la verdadera instigadora de esta conjuración, añade amenazadoramente: «Que todos los habitantes sepan que nuestra Constitución no concede inviolabilidad más que al rey.
Que sepan que la ley alcanzará allí, sin distinción, a los culpables y que no habrá ni una sola cabeza a la cual se le pruebe culpabilidad que pueda librarse de la cuchilla».

  
El duque de Brunswick observando el ejército francés
La Revolución comienza a comprender que sólo puede vencer al enemigo exterior librándose igualmente del de dentro de casa. A fin de poder ganar la gran partida ante el mundo, tiene que haber dado jaque mate al rey en sus influencias. Todos los verdaderos revolucionarios intervienen ahora enérgicamente en este conflicto; de nuevo marchan en vanguardia los periódicos y exigen la destitución del rey; nuevas ediciones del famoso escrito La vie scandaleuse de Marie-Antoinette son repartidas por las calles, a fin de reanimar con nueva energía el antiguo odio. En la Asamblea Nacional son presentadas intencionadamente proposiciones con las cuales se espera llevar al rey a tener que hacer use de su constitucional derecho de veto; ante todo, aquellas a las que Luis XVI, como católico ferviente, no puede nunca dar su aprobación, como la de desterrar violentamente a los clérigos que se han negado a prestar juramento a la Constitución: se procura provocar un rompimiento oficial. Y, en efecto, el rey saca por primera vez fuerzas de flaqueza y opone su veto. Mientras fue fuerte, jamás había hecho use de sus derechos; ahora, a un palmo de la ruina, este hombre desdichado, en uno de los momentos más inoportunos y contraproducentes, intenta mostrar por primera vez su valor. Pero el pueblo no quiere sufrir ya la oposición de este títere. Este veto, debe ser la última palabra del rey contra su pueblo.


domingo, 30 de septiembre de 2018

EL MATRIMONIO DEL CONDE DE ARTOIS (1773)

Marie Therese de Savoie, comtesse d'Artois, Retrato de François-Hubert Drouais , 1775
Después de los sucesivos compromisos del futuro Luis XVI y su hermano, el conde de Provenza, el rey Luis XV comenzó a buscar una esposa para el joven conde de Artois. Para fortalecer los vínculos con las casa de Saboya, Luis XV puso sus mirada en María Teresa de Saboya. Todas estas alianzas con la casa de Saboya, finalmente ofendieron a la corte austriaca que encuentra su influencia demasiado extendida en Italia. La emperatriz María Teresa escribió a María Antonieta: “lo que me marca en el matrimonio del conde de Artois es de extrañar: dos hermanas de la misma casa de Sajonia no es nada agradable”.

Mirando el retrato que se le presento, el conde Artois lucha por ocultar su disgusto de este matrimonio político para el que no fue consultado. Los ojos azules de la princesa de Saboya no podía olvidar la nariz larga que disgusto al joven conde. Charles, que tenía dieciséis años, primero se comprometió con Louise Adelaida, la encantadora hija del príncipe de Conde. Pero desagrado a Luis XV uniéndose a un problema entre los jueces y el rey.

Charles Phillipe Comte d'Artois,1773 by Jean Marital Fredou
El 16 de octubre de 1773, en Turín, la solicitud oficial del matrimonio se hará con prontitud. Ocho días más tarde, el 23 de octubre se realizara el matrimonio por poder, la nueva condesa de Artois, de diecisiete años, llego a Francia el 4 de noviembre. El pueblo se viste de gala para recibir a la princesa. Maris teresa de Saboya comienza el viaje ritual que le permite descubrir su nuevo país. Tímida, reservada, la princesa se esconde en el fondo de su carruaje mientras ella es aclamada por los franceses.

Cuando la princesa desciende de su carruaje y se dirige hacia el rey Luis XV; es acompañada por el marqués de Ventimiglia, su caballero de honor y el marqués de Chabrillant, su primer escudero queda su mano. Además, se acompaña de la condesa de Forcalquier, su dama de horno; la condesa de Bourbon-Busset, su dama de compañía y las señoras que el rey había encargado para recibirla en la frontera. El rey después de darle la bienvenida, la presento al conde de Artois que la besa en la mejilla. Después de la entrevista, emprenden el viaje al castillo de Chosiy para ser presentada al resto de la familia real.

El matrimonio de María Teresa de Saboya y el Conde de Artois, 1773. 
El 16 de noviembre, la unión de Charles Philip de Artois y Marie Therese Savoy se celebró con pompa en Versalles. El cardenal de La Roche-Aymon, gran capellán de Francia, presidio la ceremonia con la bendición de 13 monedas de oro y el anillo de compromiso. Él los presento al conde Artois, que pone el anillo en el dedo anular de la mano izquierda de la condesa de Artois y le da las 13 monedas de oro. La ceremonia se ha completado, el conde y condesa de Artois recibieron la bendición nupcial. Tras el ofertorio, al final del “padre nuestro” se extiende por encima de su cabeza una corona de brocado de plata.

Una vez de vuelta a su apartamento, la condesa de Artois es emitida por el mariscal de Richelieu, primer caballero de la cámara del rey, un cofre lleno de una gran cantidad de joyas que Luis XV había ordenado para su nueva nuera, a continuación, los primeros oficiales de la cámara de la condesa tienen el honor de tomar juramento en manos de este ultimo; luego los embajadores y ministros extranjeros son presentados uno a uno ante la condesa.

La condesa D'Artois en un retrato de Jean-Martial Fredou (1783)
Los invitados a la boda asistieron a la representación de Ermelinda y el desfile de cuatrocientos granaderos a caballo en el escenario de la ópera. Luego se abrió el baile tradicional. Todo el mundo pudo ver como una triste evidencia la danza de la condesa de Artois sin placer y sin ninguna gracia. Charles Philip, guapo y un gran amante de las mujeres hermosas no pudo evitar mostrar cierta impaciencia con esta mujer, que se mueve sin elegancia, no tiene talento para la conversación y no puede incluso servir de ornamento.

Después del banquete real, Luis XV acompaño al conde y condesa de Artois a sus apartamentos privados. De ante mano, el cardenal de La Roche-Aymon bendijo la cama, donde se llevó a cabo la ceremonia: Luis XV le da la camisa a su pequeño nieto y María Antonieta a su vez a la condesa de Artois. Luego, la pareja en presencia de la corte se acuestan en la cama donde las cortinas se cierran. La pareja queda sola.
 
esta hermosa representación de la condesa de Artois y la condesa de Provenza, con sus hijos
La corte francesa y en particular el embajador Mercy condenaron a la condesa de Artois sin escrúpulos: “lo que es aún más desafortunado para esta princesa, es la desgracia de su postura, su timidez y su aire avergonzado. Ella no sabe pronunciar una palabra, baila muy mal… todo el público la ha juzgado y su primera mirada ha sido muy desfavorable para madame la condesa de Artois”.

Sin embargo como anota Mercy la excepción que constituye una amenaza para la delfina, fue la capacidad de María Teresa para “agradar a su marido”, en palabras de Luis XV. Aquí el novio realizo sus deberes con valentías desde la noche de bodas en adelante. A parte de la satisfacción marital, no había duda de que en términos de apariencia y modales seductores, la condesa de Artois había conseguido el mejor trato de los tres principescos ya casados.

lunes, 24 de septiembre de 2018

LE HAMEAU DE LA REINE MARIE ANTOINETTE

  
La moda quiere todavía más autenticidad. Para desnaturalizar aún más a fondo la naturaleza, para embadurnar las decoraciones hasta el punto más refinado de viviente verdad, para realce de la manía de la veracidad, son introducidos auténticos figurantes en esta comedia pastoral, la más preciosamente representada de los tiempos; verdaderos aldeanos y verdaderas aldeanas, legítimas vaqueras con legítimas vacas, temeros, cerdos, conejos y ovejas, auténticos segadores y guadañeros, pastores, cazadores, lavanderas y queseros, para que sieguen, y laven, y estercoleen, y ordeñen, con objeto de que la comedia de figurillas se continúe alegre a incesantemente.

Un nuevo y más profundo zarpazo a la caja del Tesoro, y por orden de María Antonieta se desembala al lado de Trianón un teatro de muñecos en tamaño natural para aquellos juguetones niños grandes, con cuadras, pajares, graneros, con palomares y nidales de gallinas, el famoso Hameau . El gran arquitecto Mique y el pintor Huberto Robert dibujan, bosquejan y construyen ocho grandes chozas campesinas, copiadas con todo cuidado de las usuales en el país, con techumbres de paja, gallineros y estercoleros. A fin de que estas engañosas construcciones, que relumbraban como recién construidas en medio de aquella naturaleza costosamente lograda, por nada del mundo parezcan falsificadas, se imita exteriormente hasta la pobreza y la ruina de las verdaderas chozas de la miseria; a martillazos se producen grietas en los muros; se hacen románticos desconchones en los recovecos; vuelven a ser arrancadas algunas tablillas en los techos. 

vista de la aldea.
Huberto Robert pinta hendiduras figuradas en la madera, a fin de que todo haga impresión de podrido y antiquísimo; los humeros de las chimeneas son ennegrecidos con humo. Pero por dentro algunas de las casitas aparentemente arruinadas se hallan provistas de todas las comodidades, con espejos y estufas, billares y cómodos canapés. Pues si la reina se aburre alguna vez y tiene gusto en jugar a Jean-Jacques Rousseau, haciendo quizá manteca con sus propias manos, con sus damas de corte, en ningún caso es lícito que, al hacerlo, se ensucie los dedos. 

Marie Antoinette en la lechería del Hameau. escenas de su vida
Si visita, en su establo, a sus vacas Brunette y Blanchette , naturalmente es pulido antes el suelo como un parqué por una mano invisible; la piel de las vacas, almohazada hasta ser de un blanco de flores y un pardo de caoba; la espumeante leche es servida no en un grotesco cubo de aldeano, sino en vasos de porcelana especialmente hechos en la fábrica de Sèvres. Este Hameau , hoy encantador a causa de su ruina, era para María Antonieta un teatro a la luz del día, una comédie champêtre frívola, casi provocativa justamente a causa de su frivolidad. Pues mientras ya en toda Francia los aldeanos se amotinan, mientras la verdadera población campesina, abrumada de impuestos, exige tumultuosamente, con desmedida excitación, una mejora en su insostenible situación, en esta aldeíta de teatro a la Potemicine reina un abobado y embustero bienestar. 


Atadas con cintitas azules, son llevadas al pasto las ovejas; bajo una sombrilla, sostenida por una dama de la corte, contempla la reina cómo las lavanderas aclaran la ropa blanca en el arroyo murmurador: ¡ay!, es tan deliciosa esta sencillez tan moral y tan cómoda; todo es limpio y encantador en este mundo paradisíaco; tan pura y clara es aquí la vida como la leche que brota de la ubre de la vaca. Se ponen vestidos de fina muselina de una sencillez campestre (y se hacen retratar con ellos pagando algunos miles de libras); se entregan a inocentes placeres; rinden homenaje al goût de la nature con toda la frivolidad de los ahítos de todo. Pescan, cogen flores, pasean -rara vez solos- a través de los entrecruzados senderos, corren por las praderas, ven trabajar a los buenos aldeanos falsificados, juegan a la pelota, bailan minués y gavotas sobre campos floridos en lugar de hacerlo sobre pulidas baldosas, cuelgan columpios entre los árboles, construyen un chinesco juego del anillo, se pierden y se encuentran entre las casitas y los caminitos umbrosos, montan a caballo, se divierten y hacen representar comedias en medio de aquel teatro natural y, por último, acaban por representarlas ellos mismos para otros.

Y aquella pandilla se toma muy en serio su papel en esta comedia pastoril: en las mesas de mármol madame Lamballe reparte la leche. Madame Polignac y su hija, la duquesa de Guiche recolectan verduras en preciosos canastos con cintas rosadas. Por la orilla del lago las lavanderas del momento; la condesa de Chalons, de cuyas sonrisas para muchos caballeros sostuvo, con la condesa Diana, para desempeñar el papel, con la ropa de ébano en los batidores.

En el establo, donde las ovejas, inconscientes del honor de ser dispuestas para el recorte con unas tijeras de oro por parte del duque de Coigny. Desde lo alto de un árbol, el duque de Guines ameniza la jornada tocando su flauta; el conde Adhemar iza los sacos de maíz y la caoba, el barón de Besenval junto con el impaciente conde Artois ordeñan las vacas. madame Polastron reparte refrescos para alentar a los trabajadores.


Hay fiestas, ya en honor del esposo, o del hermano, ya de príncipes extranjeros, huéspedes de Versalles, a quienes María Antonieta quiere mostrar su encantado imperio; fiestas en las cuales millares de lucecitas escondidas, reflejadas por vidrios de colores, centellean en la oscuridad como amatistas, rubíes y topacios, mientras que chisporroteantes garbas de fuego surcan el cielo y una música, que toca invisible en un lugar próximo, se deja oír dulcemente. Se organizan banquetes de centenares de cubiertos; se construyen puestos de feria para bromas y danzas, y el inocente paisaje sirve, obediente, de refinada decoración de fondo a todo aquel lujo. No; no se aburre uno en medio de la «naturaleza». María Antonieta no se ha retirado a Trianón para hacerse reflexiva, sino para divertirse mejor y más libremente.

sábado, 8 de septiembre de 2018

LA EJECUCION DEL MARQUES DE FAVRAS (1790)

Thomas de Mahy: Caballero de la Orden Real y Militar de San Luis nacido el 26 de marzo de, 1744 condenado 18 de de febrero de, 1790 murió 19 con el valor de la renuncia y la firmeza de la conciencia tranquila y sin reproche , el grabado.
 La hora se acercaba cuando Luis XVI vería todas las prerrogativas de la realeza del, incluso el derecho del perdón. Ya, en los primeros meses de 1790, no se atrevió a salvar de la muerte a un realista cuyo crimen había sido un exceso de celo a la familia real. El patíbulo del marqués de Favras fue el preludio del andamio del rey.

El marqués de Favras nació en 1745, sirvió en el ejército con distinción y su esposa era una hija del príncipe de Anhalt-Schavenburg. Desde que la revolución comenzó, él había estado considerando un proyecto tras otro para rescatar a la monarquía de los peligros que la rodeaban. Creyendo que era necesaria una contrarrevolución, se involucró con los planes del conde de Provenza, hermano del rey para salvar a la familia real. Desafortunadamente, fue tan imprudente como para confiar en ciertos oficiales de la guardia nacional, que lo traicionaron.

El arresto del marqués de Favras, Revolución Francesa, el 24 de diciembre de 1789.
Un panfleto comenzó a circulare por todo parís, alegando que Favras había planeado rescatar a la familia real del palacio de las Tullerias, declarar regente al conde de Provenza, matar a Necker (ministro de finanzas), el marqués de LaFayette (comandante de la guardia) y Bailly (alcalde de parís) y contratar una fuerza de 30.000 soldados para sitiar parís.

Favras y su esposa fueron arrestados y encarcelados en la prisión de Abbaye. Como el nombre del conde de Provenza había sido implicado en la denuncia, el príncipe fue de inmediato a la comuna de parís para contrarrestar, sin un momento de retraso, los rumores sospechosos que podrían estar en circulación: “desde el día en que la segunda asamblea de notables me ha pronunciado sobre las cuestiones fundamentales que dividen las mentes de los hombres, no he cesado en creer que una gran revolución es inminente, que el rey, en virtud de sus intenciones, sus virtudes y su rango supremo, debe estar a la cabeza, ya que ni puede ser ventajoso para la nación sin ser igual al monarca, y, finalmente, esa autoridad real debería ser la muralla de la libertad nacional”.

Juicio del marques de Favras
El discurso fue recibido con aplauso general, y el príncipe fue acompañado por la multitud de vuelta a el palacio de Luxemburgo, donde residía. En cuanto al desafortunado Favras, todo el mundo estaba contra él. Quince días más tarde, fue separado e su esposa y enviado a Chatelet para ser juzgado. Allí tuvo que ser guardado cuidadosamente por temor a que la gente lo asesine. Durante todo el juicio, que duro dos meses debido a la falta de pruebas y testimonios confusos de los testigos, la gente gritaba constantemente “¡a la farola con él!” y el propio LaFayette dijo: “si el señor de Favras no es condenado, no responderé por la guardia nacional”. Fue incluso necesario tener piezas de artillería y numerosas tropas constantemente firmes en el patio. La multitud había sido exasperada por la absolución del barón de Besenval y otros implícitos en el caso del 14 de julio.

La acusación principal contra él era su plan de traer tropas para atacar parís, pero esto nunca pudo ser probado. La única evidencia para ello fue una carta al señor de Foucault, que decía: “¿Dónde están sus tropas? ¿de qué dirección entraran a parís? me gustaría servir entre ellas”. Esto fue muy vago y no se descubrió ningún rastro de los caballeros que iban a hacer el supuesto ataque, o de los ejércitos suizos, alemanes o Piamontés esperando para ayudarlos.

Acontecimiento del 19 de febrero de 1790: el señor de Favras llegó a la puerta principal de Notre Dame, tomó con gran valor la antorcha quemándose con una mano, y en el otro su sentencia de muerte.
El 18 de febrero de 1790, a pesar de la falta de pruebas, fue declarado culpable y condenado a muerte. Después de escuchar la sentencia, dijo a los jueces: “le tengo una gran misericordia si el simple testimonio de dos hombres es suficiente para condenar a una persona inocente”. También comentó, cuando vio su orden de ejecución: “veo que ha cometido tres errores ortográficos”. La sentencia debía llevarse a cabo al día siguiente, en la Place Greve. 

A las tres de la tarde la horca estaba preparada, y el carro aguardaba al reo a la puerta del Châtelet. El marqués subió a él en cay con la cabeza y los pies desnudos: llevaba en la mano una vela de cera amarilla y al cuello la cuerda con que iba a ser ahorcado, y una de cuyas puntas tenía el verdugo. Tan pronto como la gente lo vio esta escena, rompieron en exaltado salvaje y gritos de alegría entusiasta. El escribano del Châtelet se preparaba para leer la sentencia, pero Favras se la tomó de las manos y la leyó en voz alta. Terminada la lectura, dijo con voz segura:

“Próximo a comparecer ante Dios, perdono a los que contra su conciencia me han acusado suponiéndome proyectos criminales. Amaba a mi rey, y moriré fiel a mis sentimientos, pero jamás he podido ni querido emplear medios violentos contra el nuevo orden de cosas. Sé que el pueblo pide a gritos mi muerte, y supuesto que ha menester una víctima, prefiero que su elección haya recaído en mí que, en otro débil, y a quien el aspecto de un patíbulo no merecido sumiría en la desesperación. Voy, pues, a espiar crímenes que no he cometido”

Luego, después de haberse inclinado ante el altar que veía a lo lejos, volvió a subir con pie firme al carro.

Era de noche, y las lámparas se encendieron sobre la Place de Greve; incluso pusieron una en el patíbulo. En el cadalso reitero su inocencia: “ciudadanos –dijo llorando el condenado- muero inocente, recen a dios por mí”. Luego dirigiéndose al verdugo, dijo: “ven, amigo, cumple con tu deber”.
  

Tan pronto como lo ahorcaron, varias voces gritaron: “encore!”, exigiendo, más ejecuciones. La gente quería llevar el cadáver, rasgarlo en pedazos y llevar la cabeza sangrante en el extremo de una pica. Con gran dificultad la guardia nacional pudo prevenir esta escena, digna de caníbales.

Madame Elizabeth quedo horrorizada por esta acción, en una carta a la marquesa de Bombelles escribió: “fui penetrada por la injusticia de la muerte del señor de Favras, por la forma excelente en que termino su vida y el amor que mostro por su rey” y si la marquesa hubiera estado en parís “se habría preguntado, como todos los que respiran en parís, tanto por la injusticia de su muerte como por el coraje con que se sometió a su condena. Solo dios, que se lo pudo haber dado. Así que espero haya recibido la recompensa por ello. Los corazones de hombres honestos le rinden el homenaje que se merece…”.

Se ha conservado una frase de la Memoria de Favras, que es una terrible acusación contra Monsieur de Provenza: «No me queda duda de que una mano invisible se une a mis acusadores para perseguirme. ¡Pero, que importa! Mis ojos siguen por todas partes al que me han nombrado; es mi acusador, y no creo que por ello sienta ni un remordimiento; pero hay un Dios vengador, y espero que tomará a su cargo mi defensa, porque nunca jamás han permanecido impunes crímenes como los suyos»


María Antonieta estaba muy triste por la muerte del marques, pero se vio obligada a ocultar su dolor. Ni siquiera podía consolar a su familia como a ella le hubiera gustado. Cuando pocos días después, Monsieur de La Villeurnoy llevo a su viuda e hijo a una cena publica del rey y la reina. María Antonieta, que estaba sentada cerca de Santerre, comandante de un batallón de la guardia nacional, no se atrevió a hablar con ellos. Más tarde fue a la habitación de madame Campan y grito: “he venido a llorar contigo. Necesitamos que perezcan las necesidades cuando somos atacados por hombres que unen todos los talentos a cama crimen, y defendidos por hombres que son muy estimables, me han comprometido con ambas partes presentando a la esposa y al hijo de Favras. Si fuera libre, debería haber tomado al hijo de un hombre que acababa de sacrificarse por nosotros, y lo habría puesto en la mesa, entre el rey y yo; pero, rodeado por los verdugos que acababan de matar a su padre, ni siquiera me atreví a mirarlo. Los relistas me culparan por no haber tomado al pobre niño y los revolucionarios se enfurecerán con la idea de que al presentarlo esperaban complacerme”.
 
Familia Favras
Ella, sin embargo, ordeno a madame Campan que le enviara varios rollos de papel con cincuenta Louis cada uno, con la seguridad de que tanto ella como el rey siempre se encargarían de ellos. Que tortura para la reina estar obligada al incesante disimulo, controlar su semblante, esconder sus lágrimas, sofocar sus suspiros, miedo a dar a conocer su simpatía y gratitud a sus amigos y defensores que rodee incluso en su palacio por los inquisidores, ella no se atrevió ni actuar ni hablar. Ella apenas se atrevió a pensar. Que tortura para un alma altiva y sincera, para una mujer quien, sin embargo, llevo su cabeza tan alta como la hija de los cesares alemanes, como reina de Francia y Navarra.

domingo, 2 de septiembre de 2018

LA PRINCESA Y LA BURGUÉS (MADAME JULIETTE RECAMIER)

Madame Royale.
En ocasiones, al público se le permitió circular alrededor de la mesa real. Los ojos de los espectadores que llagaron a admirar la magnificencia de Versalles y la propia atención de la familia real fueron, en ese día, atraídos por la belleza de una niña que estaba a la vanguardia de los curiosos. La reina comento que parecía tener la edad de Madame Royale, y envió a una de sus damas a pedirle a la madre de esta encantadora niña que la dejara ir a los apartamentos donde se retiraba la familia real.

Inmediatamente la pequeña Juliette Bernard, que un día pasaría a la historia como madame Recamier, fue llevada a los apartamentos privados. Allí, Juliette fue medida con madame Royale y encontraron que en altura era un poco más grande, tenía entonces once o doce años. Madame Royale ese día hizo pucheros al sentirse indignada por haber sido confrontada con una chica de clase media.

Retrato de la pequeña Juliette Récamier by
Jacques-Louis David
Madame Recamier más tarde se convirtió en la anfitriona del famoso salón donde se encontraba la sociedad elite. La extraordinaria belleza y el encanto de Juliette ganaron una gran multitud de admiradores. La dama refinada fue una de las primeras en adoptar el “sabor griego” en la ropa –vestidos de muselina traslucida simples- y desempeño un papel importante en la difusión del gusto por la antigüedad, entonces conocido como imperio. Amiga de madame Stael y luego de Chateaubriand, fue una figura calve en la oposición al régimen de Napoleón.

Para citar a Amelia Gere Mason en “las mujeres de los salones franceses”: “madame Recamier representa mejor que cualquier mujer de su tiempo los talentos peculiares que distinguen a los líderes de algunos de los salones más famosos. Tenía tacto, gracia, inteligencia, aprecio y el don de inspirar a los demás. Los hombres y mujeres más inteligentes de la época se encontrarían en su salón. Se encontró allí el genio, la belleza, el espíritu, la elegancia, la cortesía y la brillante conversación que es la herencia gala”

Retrato de Madame Récamier por Jacques-Louis David (1800, Louvre )
Madame Recamier alimentaria bien a sus invitados, luego presidiría la discusión mientras estaba recostada en un sofá, generalmente envuelta en un chal amarillo. En su juventud durante el reinado de Napoleón, se hizo famosa por el “baile de chal” que realizaría con el pelo suelto y tenía muchos admiradores. Muchos nobles y príncipes intentarían seducirla pero sin éxito; ella permaneció fiel a su esposo.

Cuando era muy joven, la habían dado en matrimonio a un hombre rico tres veces mayor que ella. El matrimonio fue más una adopción que un verdadero matrimonio y probablemente fue una unión solo de nombre. Una vez, cuando un príncipe prusiano pidió su mano en matrimonio, Juliette pensó en buscar una anulación, pero Monsieur Recamier le suplico que no lo abandonara. Ella se quedó con él hasta su muerte, incluso después de que perdió toda su fortuna y Juliette tuvo que cambiar su elegante casa por una habitación en un antiguo monasterio. Sin embargo, tal era la leyenda de su salón, que los famosos autores y artistas seguían reuniéndose en su vivienda. Uno de los más prestigiosos fue el gran Chateaubriand.

Todas las opiniones políticas y todos los orígenes coexisten allí. Es necesario que la anfitriona despliegue todos sus talentos frente a la cada vez mayor cantidad de salones que se dan cita en la buena sociedad parisina. Juliette sabe cómo desarrollar más que cualquier otro de sus rivales su arte de la seducción para unir a sus invitados. Lecturas, conciertos y recitales están organizados, todos los cuales son oportunidades para atraer a los recién llegados.
El vizconde Chateaubriand fue el padre del romanticismo francés, ya que en sus escritos están las fascinaciones con la muerte, el misticismo, el amor no correspondido y la inconformidad que llegaron a caracterizar el movimiento romántico. También tuvo una carrera como político y diplomático, además de amante. Había sido un poco libre pensador, experimento una conversión religiosa dramática debido a la muerte de la mayor parte de su familia a manos de la revolución.

François-René, vicomte de Chateaubriand (1768-1848)
En sus memorias describe su primera entrevista con madame Recamier: “de repente, madame Recamier entro con un vestido blanco. Ella se sentó en el centro de un sofá de seda azul; madame Stael permaneció de pie y continúo su conversación, de una manera muy animada y hablando con bastante elocuencia; apenas respondí, mis ojos se fijaron en madame Recamier. Me pregunte si estaba viendo una imagen de ingenuidad o voluptuosidad. Nunca había imaginado nada para igualarla y estaba más desaminado que nunca; mi admiración despierta se convirtió en enojo conmigo mismo. Creo que le suplique al cielo que envejeciera a este ángel, que redujera su divinidad un poco, que pusiera menos distancia entre nosotros. Me dote de todas las perfecciones para complacerla; cuando pensé en madame Recamier disminuí sus encantos para acercarla más a mí: estaba claro que amaba la realidad más que el sueño”.

Madame Juliette Recamier Rodeada de figuras literarias y políticas: Charles Rodier, Chateaubriand, Sophie Gay, Benjamin Constant, Madame Ancelot, Madame de Stael, Ampere.
Muchos años y muchas mujeres más tarde, se encontró con Juliette nuevamente. Como Chateaubriand luego recordó: “alce los ojos y vi a mi ángel guardián en mi mano derecha”. Fue el comienzo de una amistad de por vida. Algunos han dicho que Juliette era la amante de Chateaubriand, pero no hay evidencia de que el romance haya sido consumado alguna vez. Nunca vivieron juntos y conservaron establecimientos separados.

Retrato de Juliette Récamier sentada, por el barón Gérard (1802).
Para él, ella fue la musa que lo inspiro. Cuando ambos era muy viejos y sus dos conyugues habían fallecido, Chateaubriand en su enfermedad avanzada todavía visitaría a Juliette, que estaba ciega. Víctor Hugo fue testigo de una de sus reuniones finales:

“El señor Chateaubriand, a comienzos de 1847, era un paralítico; madame Recamier estaba ciega. Todos los días a las 3 en punto, Chateaubriand fue llevado a casa de madame Recamier. Fue conmovedor y triste. La mujer que ya no podía ver extendió sus manos a tientas hacia el hombre que ya no podía sentir; sus manos se encontraron. ¡Alabado sea dios! La vida estaba muriendo, pero el amor aún vivía”.

“Ella fue la fuente oculta de mis afectos. Mis recuerdos de varias edades, tanto los de mis sueños como los de mis realidades, se han moldeado, mezclado en un conjunto de alegrías y dulces sufrimientos de los que se ha convertido en la encarnación visible. Ella gobierna mis sentimientos, de la misma manera que el Cielo ha traído la felicidad, el orden y la paz a mis deberes” - Francois Chateabriand.
Madame Recamier murió en 1849, llevándose consigo los últimos recuerdos de una era de revolución y agitación social, pero dejando atrás una leyenda de belleza que adornaba la época tumultuosa.