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visita oficial de la delfina a paris! |
En las noches oscuras, desde las colinas que rodean Versalles se ve claramente el reluciente halo de luces de París reflejándose en el cielo nuboso, tan cercano de la capital está el palacio; un cabriolé de muelles recorre el camino en dos horas; un peatón apenas necesita seis para ello. Por tanto, ¿Qué hubiera sido más natural sino que la nueva heredera del trono hiciese una visita a la capital de su reino dos, tres o cuatro días después de la boda? Pero el verdadero sentido, o más bien la falta de sentido del ceremonial, consiste precisamente en oprimir o torcer lo natural en todas las formas de la vida. Entre Versalles y París se alza para María Antonieta una muralla invisible: la etiqueta. Pues sólo con toda solemnidad, después de un especial anuncio, precedido de un permiso del rey, le es dado al heredero del trono de Francia entrar por primera vez en la capital con su esposa. Pero justamente esta solemne entrada, trata la querida parentela de retrasarla todo lo posible. Aunque entre ellos se aborrezcan mortalmente, las viejas tías beatas, la Du Barry y el par de ambiciosos hermanos, los condes de Provenza y Artois, todos trabajan en común, celosamente, para labrar la valla que cierra el camino de París para María Antonieta; no quieren concederle un triunfo que mostrará de modo harto visible su futura categoría. Cada semana, cada mes, la «camarilla» encuentra un nuevo impedimento, y pasan así seis meses, doce, veinticuatro, treinta y seis; un año, dos años, tres años, y María Antonieta continúa siempre prisionera detrás de las doradas rejas de Versalles. Por último, en mayo de 1773, pierde María Antonieta la paciencia y pasa abiertamente al ataque. Como los maestros de ceremonias, llenos de preocupación, menean siempre dubitativos sus empolvadas pelucas ante los deseos de la princesa, se hace ésta anunciar en las habitaciones de Luis XV. El rey no encuentra en tal pretensión nada de extraordinario y, débil ante las mujeres bonitas, dice al punto que «sí» y «amén» a la charmante esposa de su nieto, con gran enojo de toda la clique. Y hasta le deja libertad para que escoja ella misma el día de la entrada solemne.
María Antonieta elige el 8 de junio. Pero como el rey ha dado definitivamente su permiso, divierte a la petulante princesa hacerle secretamente una jugarreta al odiado reglamento de palacio, que durante tres años ha tenido cerrado para ella el camino de París. Y así como a veces algunos enamorados novios, sin que la familia lo sospeche, anticipan la noche de bodas antes de la bendición sacerdotal, para añadir a su goce el encanto de lo prohibido, también María Antonieta convence a su esposo y a su cuñado, muy poco antes de la entrada pública en París, para hacer allí una excursión secreta. Algunas semanas antes de la visita oficial, ya tarde, por la noche, hacen enganchar las carrozas y, disfrazados y con careta, se dirigen al baile de la ópera, en la Meca, en París, la ciudad prohibida. A la mañana siguiente, como se presenta muy como es debido a la primera misa, esta no permitida aventura queda desconocida por completo. No hay ningún escándalo y, sin embargo, María Antonieta ha tomado su primera venganza de la odiada etiqueta. Después de haber saboreado en secreto el paradisíaco fruto de París, tanto más poderosamente impresiona a la princesa la entrada pública y solemne.
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multitudes acuden a saludar el cortejo que lleva a los delfines en su visita a paris. |
Después del rey de Francia, también el rey del cielo da su aprobación solemne: este 8 de junio es un radiante día de verano que atrae, como espectadores, a una muchedumbre que la vista no consigue abarcar. Todo el camino de Versalles a París se transforma en un doble seto humano, ininterrumpido, mugiente, sobre el cual se agitan sombreros, pintorescamente salpicados de banderas y guirnaldas. En la puerta de la ciudad, el mariscal De Brissac, gobernador de la capital, espera la carroza de gala para presentar respetuosamente, en una bandeja de plata, a los pacíficos conquistadores, la llave de la ciudad. Después vienen las placeras del mercado; vestidas con sus mejores galas, presentan las primicias de la estación, frutos y flores, recitando dinásticos versos. Al mismo tiempo retumban los cañones de los Inválidos, del Ayuntamiento y de la Bastilla. La carroza de gala recorre lentamente toda la ciudad; va a lo largo del muelle de las Tullerías hasta Notre-Dame; en todas partes, en la catedral, en los conventos, en la universidad, son recibidos con discursos; pasan a través de un arco de triunfo, erigido expresamente, y por medio de bosques de banderas; pero la acogida más hermosa es la que a los dos les hace el pueblo.
Por docenas de miles, por centenares de millares afluyen las gentes por todas las calles de la gigantesca ciudad para ver a la joven pareja, y el espectáculo inesperado de aquella joven esposa, encantadora y encantada, provoca indecible entusiasmo. Aplauden, lanzan exclamaciones, agitan pañuelos y sombreros; mujeres y niños se apretujan para llegar más cerca, y cuando María Antonieta, desde el balcón de las Tullerías, contempla las inmensas oleadas de aquella delirante muchedumbre, dice casi espantada: «¡Dios mío, cuánta gente!», pero entonces el mariscal De Brissac se inclina hacia ella y le responde con una galantería auténticamente francesa: «Señora, que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres enamorados de Vuestra Alteza».
La impresión de este primer encuentro de María Antonieta con el pueblo es inmensa. De natural poco reflexiva, pero dotada de rápida comprensión, no concibe las cosas sino sólo por una inmediata y personal impresión, por intuitiva labor de sus sentidos y de sus ojos. Sólo en aquellos minutos, cuando la masa anónima, tan grande que no se puede abarcar con la vista, gigantesca selva viviente con banderas, griterío y agitar de sombreros, asciende mugidora hacia ella en cálidas oleadas, sospecha por primera vez el esplendor y la grandeza de su posición a que el destino la ha elevado. Hasta entonces, en Versalles, le han hablado llamándola Madame la Delfina, pero eso no era más que un título entre mil otros, un peldaño superior dentro de la rígida escala interminable de la nobleza, una palabra vacía de sentido, un concepto helado. Ahora, por primera vez, comprende María Antonieta plásticamente, el inflamado sentido y la orgullosa promesa que se contienen en estas palabras: «heredera del trono de Francia». Conmovida, le escribe a su madre:
« El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al vernos. En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento. Antes de retirarnos hemos saludado con la mano al pueblo, lo que causó gran alegría. ¡Qué dicha es, en nuestro alto estado, poder adquirir con tanta facilidad el afecto de las gentes! Y, sin embargo, nada hay tan precioso: lo he comprendido bien y jamás he de olvidarlo».
Son éstas las primeras palabras verdaderamente personales que se encuentran en las cartas de María Antonieta a su madre. Las impresiones fuertes son siempre accesibles a su natural fácilmente emocionable, y la bella conmoción producida en ella por este afecto popular, en modo alguno merecido y, sin embargo, tan violento a impetuoso, provoca en su pecho un magnánimo sentimiento de gratitud. Pero si es rápida en la comprensión, también lo es en el olvido.
Al cabo de algunas otras excursiones a París, ya recibe estas manifestaciones de júbilo como homenaje debido a su categoría y situación y se alegra de ello del modo infantil a inconsciente como recibe todos los dones de la vida. Le parece maravilloso verse envuelta ruidosamente por la ardiente muchedumbre, dejarse amar por ese desconocido pueblo; en adelante sigue disfrutando de este amor de veinte millones de criaturas como de un derecho propio, sin sospechar que el derecho impone también deberes y que el amor más puro acaba por fatigarse si no se siente correspondido.
Ya en su primera visita, María Antonieta ha conquistado París. Pero, al mismo tiempo, también París ha conquistado a María Antonieta. Desde ese día vive entregada a esta ciudad. Con frecuencia, y muy pronto con demasiada frecuencia, se traslada a la seductora capital, inagotable en placeres; ya de día, en un cortejo principesco, con todas las damas de su corte; ya de noche, con un pequeño séquito íntimo, para ir al teatro o a los bailes y entregarse privadamente a extravagancias y caprichos de un género más o menos pernicioso. Sólo ahora, cuando se ha desprendido de la uniforme distribución del tiempo del calendario de la corte, se da cuenta aquella seminiña, aquella indisciplinada mozuela, de lo mortalmente aburrido que es el palacio de Versalles, con sus centenares de ventanas y sus bloques de piedra y mármol, donde todo son reverencias a intrigas y fiestas con rigidez de almidón; de lo fastidiosas que son aquellas criticonas y gruñonas tías, con las cuales tiene que ir a misa por las mañanas y calcetear por la noche.
Fantasmal, momificada y artificiosa, comparándola con la torrencial plenitud de vida de París, le parece toda la existencia de la corte, sin alegría ni libertad, con actitudes horriblemente afectadas, eterno minué con iguales eternas figuras, los mismos acompasados movimientos a idéntico espanto. Es para ella como si se hubiese escapado al aire libre desde un invernadero. Aquí, en la confusión de la gigantesca ciudad, puede uno sumergirse y desaparecer, sustraerse al implacable horario de la distribución del día y jugar con el azar; aquí puede uno vivir su propia vida y gozar de ella, mientras que allí sólo se vive para la galería. De este modo, con regularidad, rueda ahora una carroza por el camino de Versalles, dos o tres noches por semana, llevando a París unas mujeres contentas y engalanadas que no regresarán hasta que palidezca el cielo del alba.
Pero ¿qué ve de París María Antonieta? En los primeros días
examina por curiosidad toda suerte de cosas dignas de ser vistas: los museos,
los grandes comercios; asiste a una fiesta popular, y hasta una vez a una
exposición de pinturas. Mas con ello queda plenamente satisfecha, para los
próximos veinte años, su necesidad de instruirse en París.
En general, se consagra exclusivamente a los lugares de diversión: va con
regularidad a la ópera, a la Comedia Francesa, a la Comedia italiana,
a bailes, mascaradas; visita las salas de juego; Lo que más la atrae son los
bailes de la ópera, pues la libertad del disfraz es la única permitida a
aquella joven prisionera de su categoría. Con el antifaz sobre el semblante,
una mujer puede permitirse algunas bromas que en otro caso habrían sido
imposibles a una Madame la Delfina. Puede tener algunos minutos de
lozana conversación con caballeros desconocidos -el aburrido a incapaz esposo
se ha quedado a dormir en casa-; puede dirigirle la palabra a un joven seductor,
y, cubierta por la máscara, charla con él hasta que las damas de honor vuelven
a llevarla al palco; puede bailar, esto es, aquietar hasta el cansancio un
cuerpo ágil y cálido; aquí es lícito reír sin preocupaciones; ¡ay, en París se
puede pasar la vida tan deliciosamente! Pero jamás, en todos aquellos años,
penetra en una casa burguesa, jamás asiste a una sesión del Parlamento o de la
Academia, jamás visita un hospital, un mercado; ni una sola vez intenta conocer
algo de la existencia cotidiana de su pueblo.
María Antonieta permanece siempre, en estas escapadas parisienses, dentro del estrecho círculo centelleante de los placeres mundanos, y piensa haber hecho ya bastante por las buenas gentes, correspondiendo con una sonrisa indolente a sus entusiastas aclamaciones; y he aquí que la muchedumbre continúa siempre formando muros de vítores a su paso, y lo mismo la ovaciona la nobleza y la rica burguesía cuando, por la noche, aparece en el antepecho del palco. Siempre y en todas partes, la mujer joven siente que se aprueba su alegre ociosidad, sus francas excursiones de placer; por la noche, cuando va a la ciudad y las gentes regresan fatigadas de su trabajo, y lo mismo por la mañana, a las seis, cuando «el pueblo» vuelve a ir a sus labores. ¿Qué puede, pues, haber de indebido en esta arrogancia, en este libre vivir para sí misma? En la impetuosidad de su alocada juventud, María Antonieta piensa que todo el mundo está contento y sin cuidados, porque ella misma no tiene preocupaciones y es feliz. Pero mientras que en su falta de presentimientos se imagina renunciar a la corte y hacerse popular en París con sus diversiones, pasa realmente en su lujosa carroza de muelles, encristalada y chirriante, durante veinte años, al lado del verdadero pueblo y del París verdadero, sin verlos.
La poderosa impresión del recibimiento de París ha
transformado algo en María Antonieta. La admiración ajena fortalece siempre el
sentimiento de confianza en sí mismo; una mujer joven a quien millares de
personas han asegurado que es hermosa, se hermosea todavía más con la
conciencia de su hermosura; así le ocurre también a esta muchacha intimidada
que hasta entonces se había sentido siempre en Versalles como extranjera y
superflua. Pero ahora un juvenil orgullo, asombrado de sí mismo, extingue
plenamente en su ser toda inseguridad y recelo; ha desaparecido la muchacha de
quince años que, protegida y tutelada por un embajador y el confesor, por tías
y parientes, se deslizaba por los salones haciendo una reverencia delante de
cada dama de honor. Ahora María Antonieta ha aprendido de repente a guardar el
porte debido a su categoría, cosa que tanto tiempo se deseó de ella; se impone
tiesura dentro de sí; erguida y con su gracioso paso alado, se desliza por en
medio de todas las damas de la corte como entre subordinadas. Todo se
transforma en ella. La personalidad de la mujer comienza a revelarse; su letra
misma de pronto se transforma: hasta entonces desmañada, con gigantescas formas
infantiles, se estrecha ahora, en sus lindas esquelas, con un carácter nervioso
y femenino. Claro que la impaciencia, la inconstancia, lo desconocido a
irreflexivo de su ser no desaparecerán jamás por completo de su escritura;
pero, en cambio, comienza a manifestarse en ella cierta independencia. Ahora
estaría madura esta muchacha ardiente, totalmente llena de sentimiento de su
palpitante juventud, para vivir una vida personal, para amar a alguien. No
obstante, la política la ha unido con ese zamborotudo esposo, que ni siquiera
es todavía hombre, y como María Antonieta no ha descubierto aún su corazón y a
su alrededor no sabe de ningún otro a quien amar, esta muchacha de dieciocho
años se enamora de sí misma. El dulce veneno de la adulación se precipita
ardiente por sus venas. Cuanto más se la admira, más quiere ser admirada, y
antes de ser soberana por la ley quiere como mujer, someter a su dominio, con
su gracia, a la corte, la ciudad y el reino. Tan pronto como llega a ser
consciente de sí misma, siente el afán de ponerse a prueba.