Mas para la De la Motte falta aún mucho para que el filón de oro rinda con la debida abundancia. Para meterse aún con mayor seguridad al cardenal en el bolsillo hay que mostrarle cualquier prueba escrita del regio favor. ¿No estarían bien unas cartas? ¿Para qué tendría, si no, la De la Motte un secretario sin escrúpulos en su casa y en su lecho? En efecto, Rétaux escribe sin vacilar unas cartas de la propia mano de María Antonieta a su amiga la Valois. Y ya que el bobalicón las admira como auténticas, ¿por qué no seguir avanzando por este lucrativo camino? ¿Por qué no simular al momento una correspondencia secreta entre Rohan y la reina, a fin de poder llegar más hasta el fondo de la caja del primero? Por consejo de madame De la Motte redacta el deslumbrado cardenal una detallada justificación de su anterior conducta, la corrige durante días enteros y entrega por fin el escrito, puesto en limpio, a aquella mujer impagable en el más auténtico sentido del vocablo. Y he aquí... Realmente, ¿no es una hechicera esta madame De la Motte y la más íntima amiga de la reina? De aquí que, pocos días más tarde, le trae ya una cartita, en un blanco plieguecillo afiligranado, con dorados bordes y la flor de lis francesa en un ángulo.
Por cuanto hay que inventar una jugada de ajedrez muy usada. Como naturalmente está descontado que jamás la reina le dirigirá la palabra al cardenal, ¿no bastará hacer creer a aquel majadero que ha hablado con la reina? ¿Qué ocurriría si, aprovechando el momento favorable para todas las trapacerías, la oscuridad de la noche, y un lugar propicio en cualquier sombrío paseo del parque de Versalles, se llevara a Rohan, en lugar de la reina, una figuranta a quien se hubiera enseñado a decir algunas palabras? De noche todos los gatos son pardos, y, en su excitación y atontamiento, el buen cardenal se dejaría burlar con la misma facilidad que con las paparruchas de Cagliostro y las camas de cantos dorados escritas por mano de su ignaro secretario.
Pero ¿dónde encontrar a toda prisa una figuranta, un «doble», como se dice hoy en el lenguaje del cine? Sólo allí donde unas muy amables damas y damiselas, de todas clases y tamaños, esbeltas y metidas en carnes, flacas y gordas, rubias y morenas, se pasean a todas horas con un fin comercial: en el jardín del Palais Royal, el paraíso de la prostitución de París. El «conde» de la Motte toma a su cargo la espinosa comisión: no necesita mucho tiempo y ya ha hecho el descubrimiento de una sustituta de la reina, una joven dama llamada Nicole -que más tarde llevará el nombre de baronesa de Oliva-, modista en apariencia, pero en realidad más ocupada del servicio de los caballeros que de una clientela de señoras. No cuesta mucho trabajo convencerla para que represente su fácil papel, pues -según explica la señora De la Motte delante de sus jueces- «era muy tonta».
Muy calladamente se desliza la pareja, con su seudo reina disfrazada, por la terraza de Versalles. El cielo los protege, como siempre a los trapaceros, y derrama una oscuridad sin luna sobre los jardines. Bajan hacia el bosquecillo de Venus, espesamente cubierto de abetos, cedros y pinos, donde de cada figura apenas es posible distinguir otra cosa que la silueta; es un lugar maravillosamente apropiado, por tanto, para los juegos de amor, y más aún para esta fantástica comedia de engaños. La pobre golfilla comienza a temblar.
Pero ¡de qué modo tan raro se conduce este hombre extraño! Se inclina respetuosamente hasta el suelo y le besa a la moza la orla del vestido. Ahora debería la Nicole tenderle la rosa y la carta que tiene preparadas. Pero, en su aturdimiento, deja caer la rosa y se olvida de la carta. Sólo balbucea, con voz ahogada, las escasas palabras que trabajosamente le han metido en la cabeza: «puede usted confiar en que todo lo anterior está olvidado». Y estas palabras parecen encantar desmedidamente al desconocido caballero; una y otra vez se inclina ante ella y tartamudea, con manifiesto embeleso, las más sumisas y respetuosas gracias, sin que la pobre modistilla sepa por qué. Sólo tiene miedo, un miedo mortal, de tener que decir algo y con ello traicionarse. Pero, gracias a Dios, rechina otra vez la arena bajo unos pasos precipitados, y alguien dice en voz baja y agitada: «¡Pronto, pronto, venid! Madame y el conde Artois están muy próximas».
La farsa aristofánica ha triunfado gloriosamente. El pobre imbécil del cardenal ha recibido un golpe en el cráneo que le arrebata por completo todos los sentidos. Hasta entonces había habido que volver a cada momento a cloroformizar su desconfianza; el pretendido saludo era sólo una semi prueba, lo mismo que las cartas; pero ahora que el burlado cree haber hablado en propia persona con la reina y haber oído de su boca que lo perdona, cada palabra de la condesa de la Motte va a ser para él más verdadera que el Evangelio. Ahora, llevados sus andares por la condesa, marcha por donde ella quiere. Esta noche no hay un hombre más feliz que él en toda Francia. Rohan se ve ya primer ministro gracias a las mercedes de la reina.
Algunos días más tarde, la De la Motte le anuncia ya al cardenal otro testimonio del favor de la reina. Su Majestad -bien conoce Rohan su generoso corazón- tiene el deseo de hacer entregar cincuenta mil libras a una familia noble caída en la miseria, pero por el momento se ve impedida a pagarlas. ¿No querría el cardenal tomar a su cargo este caritativo servicio? Rohan, dichosísimo, no se asombra ni por un instante de que la reina, a pesar de sus gigantescos ingresos, se encuentre mal de fondos. Todo París sabe, por lo demás, que siempre está metida en deudas. Al instante el cardenal hace llamar a un judío y dos días después las monedas de oro tintinean sobre la mesa de los De la Motte. Por fin tienen éstos ahora en sus manos los hilos para hacer bailar a su gusto al fantoche. Tres meses más tarde tiran de ellos aún con mayor fuerza: otra vez desea dinero la reina, y Rohan empeña, diligente, muebles y objetos de plata, sólo para agradar más pronto y ricamente a su protectora.
Ahora vienen unos tiempos celestiales para el conde y la condesa de la Motte. El cardenal está lejos, en Alsacia, pero sus dineros suenan alegremente en los bolsillos de la pareja. Ahora no necesitan tener ya ninguna preocupación; han encontrado un tonto que paga. Le escribirán de cuando en cuando una carta en nombre de la reina y el cardenal destilará nuevos ducados. Entre tanto, ¡a vivir magníficamente al día y con toda clase de goces y no pensar en mañana! No sólo los soberanos, los príncipes, los cardenales, son irreflexivos en estos tiempos livianos, sino que lo son también los bellacos. Se apresuran a comprar una casa de campo en Bar-sur-Aube, con magnífico jardín y dilatada labranza; comen en vajilla de plata, beben en copas de cristal centelleante; se juega y se oye música en este noble palacio; la mejor sociedad se disputa el honor de poder tratarse con la condesa de Valois de la Motte. ¡Qué hermoso es el mundo donde se dan tales pazguatos! Quien al jugar ha sacado por tres veces la carta más alta, no vacilará en atreverse a realizar, también por cuarta vez, la más audaz jugada.