Hijo de la Ilustración, nacido en Montpellier en 1748,
Fargeon soñaba con el sol de Versalles y el boato de la corte. Los conocía sólo
a través de la lectura del pormenorizado relato que circuló sobre la llegada a
Francia de la archiduquesa María Antonieta de Austria, luego de su casamiento
con Luis, delfín del reino de Francia. En Montpellier, capital de la perfumería
francesa, Fargeon adquirió su habilidad; en París, la transformó en arte.
Instalada en la calle de Roule, la tienda se convirtió en el templo de los
elegantes y su laboratorio, en el refugio de eruditos y curiosos.
El niño estaba destinado a la perfumería por derecho
de nacimiento, porque en su familia se ejercía ese oficio desde hacía más de un
siglo. Los Fargeon, surgidos de la corporación de los boticarios, centraron su
negocio familiar en la actividad de perfumistas. Jean-Louis no quería limitarse
a las recetas. Deseaba comprender la naturaleza de la facultad olfativa. De
manera sumaria, la Academia Francesa había definido el perfume como «el
agradable aroma que exhala algo odorífero mediante el fuego o cualquier otro
medio».
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Un perfumista en el siglo XVIII: claramente un negocio floreciente. |
Jean-Louis Fargeon leyó el Tratado de las sensaciones,
en el que Condillac resaltaba el papel educativo de los sentidos y contaba la
parábola de la estatua a la que el creador había provisto sólo de una nariz. El
olfato estaba en el origen de la Ilustración ya que, si se disponía solo de él,
el mármol podía adquirir todas las otras facultades y tener pleno acceso al
mundo exterior. Así, la estatua, al respirar un
«olor de rosa» no tiene
representación alguna de la flor.
«Será olor de rosa, de clavel, de jazmín, de
violeta, según los objetos que actúen sobre su órgano. En una palabra, los
olores no son, para él, más que sus propias modificaciones o maneras de ser».
El aprendiz ya era un adepto a la naturaleza. Destiló
aguas olorosas simples, espíritus ardientes y aceites esenciales y aprendió a
desconfiar de las falsificaciones del que eran objeto sustancias raras y caras.
Poco a poco, creó su paleta de perfumes y algunos lo inspiraron más que
otros.No dejó de
Perfeccionar los preparados familiares: cosméticos, lápices
de labios, Maquillajes, jabones y pastas para blanquear las manos y el rostro,
polvos y opiatas para los dientes, pastillas y licores que servían para
perfumar la boca. Para el cuidado del cabello creó aceites y polvos de todos
los colores, pomadas y tinturas.
UNA VISITA A MADAME DU BARRY
A comienzos del año 1773, tomó la diligencia a
París. Jean-Louis Fargeon empezaba a impacientarse cuando, por fin, se presentó
la ocasión que iba a distinguirlo de sus colegas. Una mañana, pues, se sentó en
el almohadón gastado de una banqueta de un coche de punto y por primera vez, al
ritmo de los cascos, tomó el camino de Versalles. Quedó maravillado por el castillo,
pero, cuando entró, sintió un olor que lo mareó. «El parque, los jardines,
hasta el castillo revuelven el estómago por los malos olores. Los pasadizos,
patios, edificios y corredores están llenos de orina y materias fecales. Al pie
del ala de los ministros, un porquerizo desangra y asa sus cerdos todas las
mañanas. La avenida Saint-Cloud está cubierta de aguas estancadas y de gatos
muertos».
Cuando se hizo anunciar, Su Majestad estaba con la
favorita. Para que su trato fuera cómodo, ésta se alojaba en los pequeños
apartamentos del segundo piso, encima de los gabinetes del rey. Cuando Fargeon
entró en el tocador, el rey había salido por otra puerta. La condesa estaba
estirada en una chaise-longue con la cabeza apoyada en la mano, para así destacar
el brazo más lindo del mundo. Esa pose dejaba percibir la mayor parte de una pierna
admirablemente torneada. Cuando llegó, lo contempló durante un momento.
- ¿Es el joven perfumista de Montpellier que me han recomendado?
-Para servirla, señora condesa.
Bien, joven, tiene un buen aspecto. Por lo que me han dicho,
su talento no desmerece en absoluto esta apariencia. Muéstreme algunos de sus
preparados. Con el corazón palpitante, le tendió un frasco de agua de Chipre
compuesta, en la que el jazmín, el iris, la angélica, la rosa y el nerolí
surgían de tres nueces moscadas blancas machacadas y treinta gotas de ámbar. El
olor agradaba aun a los que sentían horror por el ámbar. La joven dejó caer en
el dorso de su mano una gota hacia la que inclinó su linda nariz. El perfume le
resultó exquisito y Jean-Louis, estimulado, le hizo oler un preparado más
audaz. Había puesto en él cidra, nerolí e iris en aguardiente de Cognac
adicionada con macis y una onza de biznaga. Ella dijo que era una mezcla
sorprendente y revigorizante como un cordial. quedó encantada al saber que el
sucesor del perfumista de la corte había conquistado a su más ilustre
cliente.
REINA DE FRANCIA… Y DE LA MODA
La condesa Du Barry había prometido al joven
perfumista alabarlo frente al rey para sentar su prestigio en la Corte, pero
Luis XV nunca llegó a escuchar ese elogio. Menos de un mes después de que
Jean-Louis Fargeon aprobó la maestría, una tarde abril de 1774, al volver de la
caza el rey empezó a sentir escalofríos. Los médicos diagnosticaron viruelav,
mal del que después de nueve días uno se cura o se muere. Fargeon estaba
desolado por haber fracasado tan cerca de la meta.
Fargeon no perdía de vista el objetivo que se había
marcado: embellecer el brillo de la belleza con cosméticos artísticamente
preparados y reparar los daños de la edad o de la naturaleza en el sexo
femenino, cuyo más dulce gozo es el de complacer. Fargeon quería servir a la
belleza de María Antonieta de manera menos escandalosa y más natural. Tenía
prisa por repetir con ella el trabajo de seducción que tan bien le había
resultado con la condesa Du Barry antes de que se malograra, pero a menudo se
preguntaba si la reina estaría molesta por el breve favor que había recibido de
la «criatura».
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Insegna di Fargeon |
Madame de Guéménée había recibido de su tía, madame de
Marsan, la sucesión del cargo de gobernantas de los Hijos de Francia. Formaba
parte de la sociedad íntima de la reina y daba brillantes fiestas en París y en
su propiedad de Montreuil. Un día que le hacía una entrega a la princesa de
Guéménée, Fargeon le confesó que soñaba con ser proveedor de Su Majestad.
“¿Es sólo eso?” Hágame traer uno de sus productos y
recomendaré su uso a la reina. Tiene la bondad de confiar en mi opinión.
Buscó en qué campo podía sorprenderla y se decidió por
los guantes. Como todo hombre cultivado, conocía la significación del guante.
Ese objeto, que las damas fingen olvidar cuando quieren que vuelvan a
llamarlas, lleva la marca de la persona, el perfume y la huella. Oculta la mano
que se da o se quita. A la reina le gustaba llevar guantes de color claro para
acompañar sus vestidos.
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escudo de guanteros-perfumistas. Armorial general, tomo XXIII. |
A diferencia de sus competidores, Fargeon no se
limitaba a perfumarlos: conocía los secretos de la fabricación, la elección y
el tratamiento de las pieles, la mejor manera de teñirlas en todos los tonos.
Por lo tanto, era capaz de diferenciarse de la competencia en ese campo y crear
guantes al modo de la reina, que la soberana podría llevar a caballo. Fargeon
eligió una piel de cabritilla y la tiñó de color gamuza, que consideró que
combinaba con el traje de amazona. Para perfumar los guantes eligió flores
simples: violetas, jacintos, claveles rojo carmesí, junquillos almizcleros
llamados al modo de la reina.
Los guantes luego se pusieron «entre flores»,
dispuestos en cajas entre dos capas de flores frescas durante ocho días para
que se impregnaran perfectamente de su aroma. El perfumista los untó con un
preparado que tenía la virtud de conservar la suavidad y la frescura de las
manos y de protegerlas del duro contacto con las riendas. Untó los guantes de
piel con una mezcla de cera virgen blanca, aceite de almendra dulce y agua de
rosas, luego los extendió sobre un lecho de rosas mosqueta frescas, para que se
impregnaran por última vez de su olor. Después de ese tratamiento debían tener
las mismas propiedades bienhechoras que los guantes llamados cosméticos, que se
consideraba que embellecían las manos durante la noche.
LA BENEVOLENCIA DE LA REINA
Unos días después de haber enviado los guantes,
recibió de la camarera el pedido de varios pares idénticos, así como otros de
color pastel. Madame de Guéménée le comunicó esta buena nueva y le aconsejó que
se colocara al paso de la reina cuando iba a la misa, para agradecerle su
bondad. Le aseguró que le avisaría de su presencia. Salió hacia Versalles el
domingo siguiente con el regocijo en el alma. Mientras ella se acercaba, Con un
nudo en la garganta por la emoción, lo miró y se sonrió como si acabara de
reconocerlo. Siguió su camino, pero ya era un signo firme de su benevolencia.
Como la perfumería combinaba naturalmente con el
peinado, Victoire le aconsejó que hiciera una alianza con el principal
peluquero de la reina, el célebre Léonard, y que le señalara que en Montpellier
había estudiado los polvos y las pomadas que servían para cuidar el cabello,
que le podrían ser útiles. En efecto, Léonard colocaba en la cabeza de las
damas un adorno ahuecado de crin y gasa sobre el que levantaba toda la cabellera
y la untaba con pomada. Luego empolvaba con almidón perfumado y agregaba
postizos. Fargeon no tuvo problemas en que una de sus clientas lo presentara al
peluquero con el pretexto de que lo admiraba tanto como para desear conocerlo.
El perfumista explicó que no era un competidor de los
peluqueros, sino su aliado. Lejos de invadir su territorio los instalaba con
más solidez en él, al proveerlos de productos de mejor calidad que los que
usaban. El último argumento convenció a Léonard. El peluquero sacó más ventajas
que el perfumista de su colaboración. Era de una extraña avaricia y nunca tenía
dinero para pagar sus facturas. Al igual que Mademoiselle Bertin, estaba
ensoberbecido por el favor de la reina.
LOS PERFUMES PREFERIDOS DE LA REINA
Fargeon conocía a la perfección los gustos de su
augusta clienta. Aunque amaba el lujo con locura, apreciaba sobre todo las
aguas simples, como la de azahar, llamada del rey, que el difunto Vigier había
dedicado a Luis XV. Se obtenían por destilación de una única materia prima
olorosa, de origen vegetal o animal, y se consideraba que tenían virtudes
calmantes. La reina gozaba de los beneficios de la esencia de lavanda, muy de
moda desde hacía más de veinte años, y de la esencia de limón.
Hacía poner algunas gotas en el agua del baño y en
cazoletas para purificar sus apartamentos. Elegía vinagres aromatizados con
azahar o lavanda. Las damas de la reina siempre tenían al alcance de la mano
pequeñas cajas, llamadas «vinagreras», para presentárselas a su señora en caso de
una emoción fuerte o un malestar. Las preferían a las sales revigorizantes que
se obtenían de tártaro vitriolado, embebido de espíritu de Venus rectificado.
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Frascos de perfume María Antonieta |
Para María Antonieta, Fargeon preparaba sobre todo
aguas espirituosas de rosa, violeta, jazmín, junquillo o nardo, obtenidas por
destilación con espíritu de vino, después de una infusión más o menos
prolongada. Las intensificaba con almizcle, ámbar u opopónaco. Como la reina
había adquirido el gusto de los perfumes concentrados, creó espíritus ardientes,
que ella se divertía en rebautizar espíritus penetrantes, y que eran fruto de
varias destilaciones sucesivas. Su precio era muy alto debido a que exigían
mayor consumo de materia prima y de tiempo de trabajo. De esto se ocupaba la
azafata de la reina, y a menudo le hacía encargos para perfumar el aire, así
como pastillas para quemar y popurrí de milflores.
La reina guardaba sus perfumes preferidos en un
admirable mueble tocador. Cuando viajaba, los llevaban en un suntuoso neceser
en el que había hecho colocar frascos de vidrio con facetas coloreadas y
tapones de plata. Le gustaban las bolsitas de aromas, entonces muy de moda.
Para fabricarlas, Fargeon tapaba una pieza de tafetán de Holanda con otra tela
de satén o de seda y, según los gustos, las rellenaba de popurrís, polvos o
algodones perfumados con plantas aromáticas. A María Antonieta le agradaba
regalarlas a sus íntimos y se preocupaba de que concordaran con su
personalidad.
Cuidaba mucho su cutis. El agua cosmética de paloma limpiaba
la piel, el agua de los encantos, hecha con las lágrimas que chorrean de la vid
en mayo, la tonificaba. El agua de ángel blanqueaba y purificaba la tez. María
Antonieta, cuyo cutis era admirable, no necesitaba el agua de Ninon de Lenclos,
que se creía que conservaba la juventud. Cubría sus manos con pasta real que
mantenía la suavidad y preservaba de grietas. Adoraba la pomada a la rosa, a la
vainilla, al franchipán, al nardo, al clavel, al jazmín, al milflores. Para el
baño usaba jabones a las hierbas, al ámbar, a la bergamota o al popurrí y, para
mantener el brillo de sus dientes, encargaba polvos y opiatas. El maestro
perfumista creó un polvo y una pomada a la reina, sólo para ella. Se proveía de
rouge con Mademoiselle Martin, pero Fargeon se permitió hacerle llegar, sin que
se la hubiera encargado, una pomada roja excelente para los labios. No supo si
la había usado.
EL «PERFUME DEL TRIANÓN»
Una mañana, la reina, a la que Fargeon veía por lo
general brevemente en su tocador, lo mandó llamar al Trianón. Descubrió
maravillado los senderos serpenteantes y los canteros floridos de ese pequeño
paraíso.
- “Señor Fargeon -le dijo finalmente-, espero que
ponga mi Trianón en un frasco. Quiero tanto a este lugar que deseo llevarlo a
todas partes conmigo”. Agregó que las flores que la rodeaban en su retiro
tenían para ella un efecto tranquilizador y que le gustaban las rosas
apasionadamente. Observó también que el nardo ejercía un poder extraño en ella.
El perfume pedido por María Antonieta planteaba un problema arduo, porque debía
evocar el Trianón y la doble naturaleza de la reina-pastora.
Fargeon creó el perfume del Trianón como un fragmento
de música pensando que a quien lo llevaría le gustaba cantar, tocaba el
clavecín y el arpa, protegía a Gluck y apreciaba su Orfeo, del que admiraba lo
novedoso. En su imaginación, aspiró sus armonías. La nota principal debía
surgir de una rosa absoluta, seductora y protectora a la vez, que reuniera a su
alrededor las esencias más preciosas y más nobles. Partió de la idea de los
pétalos de los azahares blancos, espesos, ricos en aroma y frescura, olor de
felicidad, céfiro naciente como un beso de niño. Puso en el preparado un poco
de espíritu de azahar, cuyo frescor, en contacto con la piel, tomaba una
intensidad perturbadora y cuya emanación desarrollaba una fastuosa embriaguez.
Lo acompañó con notas tranquilizantes de espíritu de lavanda, y agregó aceite
esencial de sidra y bergamota, que obtuvo por prensado. La reina los conocía
bien y se sentiría reconfortada.
Terminó las notas de cabeza con gálbano, sustancia
grasa, dúctil como la cera, que gustaba de utilizar en lágrimas y que daría una
tonalidad verde, como un pequeño latigazo entre la cabeza y el corazón del
perfume. Era lo que sentía con claridad cada vez que rompía un tallo bien verde
del que escapaba esa nota poderosa. Recordaría que la reina había roto los
códigos de la etiqueta con su espíritu libre e independiente de la rutina.
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M adame Vigée-Lebrun -Detalle - Óleo sobre lienzo |