Mi visita era esperada. Subí la escalera de mármol que conducía al segundo piso donde estaba su dormitorio. Todavía puedo ver la curva de la escalera, las vasijas de porcelana azul y blanca que estaban colocadas en los escalones (siempre me hacían desear ir a Holanda al verlas; me gustan mucho los molinos de viento), el pasillo algo estrecho, construido para permitir que dos personas se rozaran, las puertas en las que estaban escritos con tiza los nombres de aquellos pocos amigos considerados lo suficientemente dignos como para pasar la noche en el Petit Trianon. También hubo, en varios rincones, cuartitos improvisados para los criados, tablas removibles sobre las que colocarían un delgado colchón que enrollarían inmediatamente al despertar y guardarían fuera de la vista. En el Petit Trianon, el día borraba las huellas de la noche. Pero no en su lugar especial, no, no en su alcoba, no en el territorio privado que marcaba con su dulzura, con su olor. Allí, la noche y el día se mezclaron, se prolongaron, se encontraron y se entrelazaron. Y esto era especialmente cierto en aquella alcoba del Pequeño Trianón, tan querida para ella porque no podía confundirse en modo alguno con un escenario oficial.
La habitación daba a un estanque ornamental y al
Templo del Amor, parcialmente oculto a la vista por un pequeño bosque de
juncos. ¿Bosque? Al menos así se refería a la docena o más de juncos
cuyo susurro, cuando la ventana estaba abierta, era parte del encanto que
encontré en aquella alcoba del Pequeño Trianón. Sonidos de agua y cañas,
voces de encajeras, costureras, hiladoras y planchadoras, cuyas canciones gustaba
escuchar a la Reina mientras trabajaban en el lavadero. Esa, en mi
memoria, es la música del Pequeño Trianón, y no la sucesión de conciertos que
allí se dieron, por numerosos que fueran. Es la música del jardín y de las
voces de las mujeres. ¿Y las fragancias? Al igual que la música,
estas provienen en primera instancia del exterior. Son delicados y cambian
en primavera con las flores cambiantes del jardín. Pero hay uno que
persiste, idéntico a lo largo de las estaciones: el olor del café llevado a la
Reina para su desayuno. Si por casualidad llegaba justo cuando ella estaba
tomando su café, les pedía a sus asistentes que me trajeran otra taza. Y
en el instante en que tocó mi garganta, el sabor del fuerte brebaje negro, que
para ella era el sabor de su despertar diario, se convirtió en parte del sabor
mismo de mi vida.
Si busco en mi memoria, hay otra fragancia, más cargada de
significado, con un olor muy fuerte y suave, que olí solo cuando llegué al
Petit Trianon. Pero tenía miedo de respirarlo, porque estaba demasiado
relacionado con el cuerpo de la Reina y el cuidado que prodigaba en
él. Este era un ungüento de flores de jazmín que ella hacía que sus
mujeres untaran alrededor de las raíces de su cabello. El ungüento tenía
la propiedad de evitar la caída del cabello e incluso hacerlo
crecer. Todas las mujeres anhelaban tener algo para ellas, pero Monsieur
Fargeon, de The Scented Swan en Montpellier, lo guardaba celosamente para uso
exclusivo de la Reina".
-extracto del libro "farewell my queen" de Chantal Thomas (2003) donde Agathe-Sidonie, antigua lectora de cámara de la reina describe el ambiente del palacete querido por Marie Antoinette, el Trianon.
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