domingo, 12 de febrero de 2017

DESPUÉS DE VARENNES: EL UNO ENGAÑA AL OTRO

regreso del rey a parís tras ser detenido en varennes.
La fuga de Varennes abre un nuevo período en la historia de la Revolución: ese día nace un nuevo partido, el republicano. Hasta entonces, hasta el 21 de junio de 1791, la Asamblea Nacional había sido unánimemente realista, como compuesta exclusivamente de nobles y burgueses; pero ya para las próximas elecciones se agita detrás del tercer Estado, el burgués, un cuarto Estado, el proletariado; la gran masa, tormentosa y elemental, de la cual la burguesía se espanta en la misma forma que el rey se había espantado de la burguesía. Llena de miedo y con tardíos remordimientos, toda la dilatada clase de los poseedores reconoce qué poderes primitivos y demoníacos ha desencadenado, y por tanto rápidamente, por medio de una Constitución, querría limitar, unos frente a otros, los poderes del rey y los del pueblo. Para conseguir que Luis XVI apruebe tal proyecto es indispensable tratar bien, personalmente, al monarca; para ello, los partidos moderados acuerdan que no se le haga al rey ningún reproche por su fuga a Varennes; no abandonó París voluntariamente, no por su propia voluntad, declaran hipócritamente, sino que ha sido « raptado». Y cuando los jacobinos, por el contrario, organizan en el Campo de Marte una manifestación para pedir la destitución del soberano, los jefes de la burguesía, Bailly y La Fayette, hacen, por primera vez, que sea disuelta enérgicamente la muchedumbre por medio de la caballería y con salvas de fusilería. Pero la reina -estrechamente vigilada en su propia morada desde la huida a Varennes: no le es ya permitido cerrar con llave sus puertas y la Guardia Nacional observa cada uno de sus pasos- no se engaña durante mucho tiempo sobre el auténtico valor de tales tardíos intentos de salvación. Con demasiada frecuencia oye ante sus ventanas, en lugar del antiguo grito de « ¡Viva el rey!», el nuevo de « ¡Viva la república!». Y sabe que esta república sólo puede surgir habiendo antes perecido ella, su marido y sus hijos. 

caricatura del rey como un cerdo: "¡ay que alimentarlo bien para que nos firme la constitución! mas queso!"
La verdadera fatalidad de la noche de Varennes -también esto no tarda en reconocerlo la reina- no consistió tanto en el fracaso de su propia fuga como en el éxito de la emprendida, al mismo tiempo, por el hermano nacido después de Luis, el conde de Provenza. Apenas llegado a Bruselas, se sacude la subordinación fraternal, tanto tiempo y tan trabajosamente soportada; se declara regente del reino como representante legítimo de la monarquía, mientras el auténtico rey Luis XVI está prisionero en París, y hace en secreto todo lo imaginable para alargar este plazo cuanto sea posible. «Del modo más inconveniente, se ha manifestado aquí la alegría por haber sido hecho prisionero el rey -informa Fersen desde Bruselas-; el conde de Artois estaba literalmente radiante.» Por fin ahora montan en la silla los que tanto tiempo tuvieron que cabalgar humildemente a la zaga de su hermano; ahora pueden hacer retiñir el sable y lanzar sin ninguna consideración desafíos guerreros; si con este motivo perecen Luis XVI, María Antonieta y probablemente Luis XVII, tanto mejor para ellos, pues de este modo habrán ascendido de un solo salto dos de las gradas del trono, y finalmente, Monsieur el conde de Provenza podrá llamarse Luis XVIII. De este modo totalmente misterioso, adoptan también los príncipes extranjeros la concepción de que es indiferente, para la idea monárquica, cuál sea el Luis que se siente en el trono de Francia; lo esencial es que se ponga un obstáculo en Europa a la difusión del veneno republicano, que sea ahogada en germen la «epidemia francesa».

caricatura que muestra a los príncipes emigrados celebrando en Coblenza la detención del rey.
Con espantosa sangre fría escribe Gustavo III de Suecia: «Por grande que sea el interés que tomo por el destino de la familia real, pesa más en la balanza la dificultad de la situación general del equilibrio europeo, los intereses especiales de Suecia y la causa general de los soberanos. Todo depende de que se pueda restablecer la monarquía en Francia, y debe sernos indiferente el que sea Luis XVI, Luis XVII o Carlos X quien ocupe el trono, con tal que el trono mismo sea restaurado y destrozado el monstruo de la Manège (la Asamblea Nacional)». Más clara y cínicamente no puede ser dicho. Para los monarcas no hay más que «la causa de los monarcas», es decir, su propio poder no aminorado, «y debe ser indiferente», como dice Gustavo III, qué Luis ocupe el trono francés. En efecto, les es y sigue siéndoles indiferente. Y esta indiferencia les cuesta la vida a María Antonieta y a Luis XVI Contra este doble peligro interior y exterior, contra el republicanismo del país y los impulsos guerreros de los príncipes en la frontera, debe combatir ahora, al mismo tiempo, María Antonieta: tarea sobrehumana y plenamente insoluble para una mujer solo, débil, aislada y abandonada por todos sus amigos. Sería menester un genio, al mismo tiempo Ulises y Aquiles, astuto y osado; un nuevo Mirabeau; pero, en esta gran necesidad, sólo encuentra al alcance de la mano pequeños auxiliares, y a ellos se dirige la reina. 

Al regreso de Varennes, María Antonieta ha reconocido, con su rápida mirada, lo fácilmente que el abogadillo provincial Barnave, cuya palabra hace gran papel en la Asamblea, se deja prender por aduladoras palabras tan pronto como habla una reina; decide utilizar ahora esta debilidad.
Por ello, se dirige directamente a Barnave, en una carta secreta, y le dice que «desde su regreso de Varennes ha reflexionado mucho sobre la inteligencia y el talento de aquel con quien ha hablado tanto, y que ha comprendido todo el provecho que podría obtener continuando con él una especie de conversación por escrito». Puede él contar con su discreción, lo mismo que con su carácter, el cual, cuando se trata del bien general, está siempre dispuesto a someterse a lo que sea necesario. Después de esta introducción, se explica más claramente: «No se puede continuar tal como estamos; es cierto que es preciso hacer algo. Pero ¿qué? Lo ignoro. Es a él a quien me dirijo para saberlo. Debe haber visto en nuestras mismas discusiones cuánta era mi buena fe. Así to será siempre.
Es el único bien que nos queda y que no podrán quitarme jamás. Creo que existe en él el deseo del bien; nosotros también lo tenemos y, dígase lo que se diga, lo hemos tenido siempre. Pónganos él en situación de que lo ejecutemos todos juntos; que encuentre medio para comunicarme sus ideas; responderé con franqueza sobre todo lo que yo podría hacer. Nada será gravoso para mí si veo realmente en ello el bien general». 

libelle: la atractivas y escandalosa vida privada de Marie Antoinette de Austria (1791). en el fondo los partidos sabían que la reina estaba detrás de cualquier conspiración contra la asamblea y no dudaron en seguir dañando su imagen.
Barnave les muestra esta carta a sus amigos, que a un mismo tiempo se alegran y se espantan; pero, por último, deciden que desde entonces transmitirán en común secretos consejos a la reina -Luis XVI no cuenta para nada-. Comienzan por pedir a la reina que procure que regresen los príncipes y que su hermano, el emperador, se incline a reconocer la Constitución francesa. Dócil en apariencia, acepta la reina todas estas proposiciones.
Le envía a su hermano cartas dictadas por sus consejeros; procede según sus órdenes; sólo se atreve a resistir «en un punto donde están comprometidos el honor y el agradecimiento». Y creen ya los nuevos maestros políticos haber encontrado en María Antonieta una alumna atenta y agradecida.
No obstante, ¡hasta qué punto se engañan aquellas buenas gentes! En realidad, ni por un momento piensa María Antonieta en entregarse a estos facciosos; todas estas negociaciones no deben servir más que para el antiguo temporizar, para diferir las cosas hasta que su hermano haya convocado aquel deseado «Congreso armado». Como Penélope, deshace por la noche el tejido que ha hecho de día con sus nuevos amigos. 

caricatura de Barnave que lo muestra como un político de doble juego.
Mientras que, por aparentar que cede, envía a su hermano, el emperador Leopoldo, las cartas que le han sido dictadas, le hace saber al mismo tiempo a Mercy: «Le he escrito el 29 una carta que comprenderá fácilmente que no es de mi propio estilo. He creído deber ceder en este punto a los deseos de los jefes de partido que me han dodo ellos mismos el proyecto de carta. He escrito otra vez al emperador ayer, día 30; sería humillante para mí si no esperase que mi hermano comprenderá que, en mi posición, estoy obligada a hacer y escribir todo lo que de mí exijan.» Insiste en «que es esencial que el Emperador esté persuadido de que no hay allí palabra que sea suya ni de su manera de ver las cosas». De este modo, aquella carta es como una carta de Uría. Si bien, «para ser justa, tengo que confesar que, en mis consejeros, aunque se atenga a sus opiniones, no he visto nunca más que gran franqueza, energía y verdaderos deseos de restablecer el orden y, por tanto, la autoridad real», siempre se niega a seguir por completo a sus auxiliares, pues, «por muy buenas intenciones que muestren, sus ideas son exageradas y no pueden convenimos jamás». 

Es un doble juego sospechoso el que comienza a emplear María Antonieta con estos desacuerdos, y no muy honroso para ella, porque, por primera vez desde que se dedica a la política, o más bien porque se dedica a la política, se ve obligada a mentir, y lo hace de la manera más audaz. Mientras asegura hipócritamente a sus auxiliares que acompaña sus pasos sin reserva alguna, escribe a Fersen: «No tema usted que me deje sorprender por los fanáticos, y, si veo a algunos de ellos y tengo con ellos relaciones, no es más que para aprovecharlos; me producen demasiado horror para que nunca pueda ir con ellos». En el fondo, ella se da cuenta perfectamente de la indignidad de ese engaño hecho a gentes bienintencionadas que por su culpa perderán la cabeza en el cadalso; comprende con toda evidencia su falta, pero resueltamente atribuye la responsabilidad al tiempo y a las circunstancias, que la han obligado a desempeñar un papel tan desdichado. «A veces -escribe, desesperada, al fiel Fersen- no me entiendo ya ni a mí misma y me veo obligada a reflexionar para saber si soy realmente yo la que habla; pero ¿qué quiere usted? Todo es necesario, y crea usted que estaríamos más abajo aún de lo que estamos si no hubiese tomado yo inmediatamente este partido; por lo menos, de esta manera ganaremos tiempo, y eso es todo lo que se precisa. ¡Qué dicha si algún día puedo volver a ser lo bastante yo misma para probar a todos estos bribones (geux) que no he sido engañada por ellos!» Sólo con esto sueña, una y otra vez, su orgullo indomable: poder volver a ser libre, no verse ya obligada a mentir ni diplomáticamente. Y como, en su calidad de reina coronada, tiene la sensación de poseer esta ilimitada libertad como derecho dado por Dios, opina que también tiene el de engañar de la manera más desconsiderada a todos los que quieren poner límites a este privilegio suyo.

sátira revolucionario francés de Luis XVI y María Antonieta como una bestia de dos extremos.
Pero no es sólo la reina la que engaña, sino que, en esta crisis decisiva, todos los que participan en el gran juego se engañan mutuamente -en raros casos puede reconocerse de modo más plástico la inmoralidad de toda política llevada secretamente que al examinar la infinita correspondencia cambiada entre los gobiernos de entonces, príncipes, embajadores y ministros-. Todos trabajan subterráneamente contra los otros y sólo en favor de sus privados intereses. Luis XVI miente al dirigirse a la Asamblea Nacional, la cual, por su parte, sólo espera a que la idea republicana haya penetrado suficientemente en el pueblo para deponer al rey. Los constitucionales fingen ante María Antonieta un poder que están muy lejos de poseer, y son burlados por ella de la manera más despreciativa, pues, a espaldas suyas, negocia con su hermano Leopoldo. Éste, a su vez, entretiene con palabras a su hermana, pues está íntimamente decidido a no emplear en el asunto ni un soldado ni un tálero, y pacta, entre tanto, con Rusia y Prusia acerca de un segundo reparto de Polonia. Pero mientras que el rey de Prusia discute con él desde Berlín sobre el «Congreso armado» contra Francia, al mismo tiempo, en París, su propio embajador da fondos a los jacobinos y come a la mesa con Pétion. Los príncipes emigrados incitan a la guerra, pero no para conservar el trono de su hermano Luis XVI, sino para ascender a él ellos mismos lo más pronto posible, y, en medio de este torneo de papel, hace grandes aspavientos el Don Quijote de la realeza, Gustavo de Suecia, a quien, en el fondo, no le importa nada todo esto y que sólo querría desempeñar el papel de Gustavo Adolfo, el salvador de Europa. El duque de Brunswick, que debe mandar los ejércitos coligados contra Francia, trata, al mismo tiempo, con los jacobinos, que le ofrecen el trono francés; Danton, a su vez, y Demouriez juegan también un doble juego. 

el juego de las potencias extranjeras, aprovechando la revolución francesa para sus propios intereses expansionistas.
Los príncipes están tan exactamente de acuerdo entre sí como los revolucionarios; el hermano engaña a la hermana; el rey, a su pueblo: la Asamblea Nacional, al rey: un monarca, al otro; todo son mentiras recíprocas, sólo para ganar tiempo en favor de su propia causa. Cada uno querría sacar algo para sí de la general confusión, y aumenta con sus amenazas la inseguridad general. Nadie querría quemarse los dedos, pero todos juegan con el fuego; todos, el emperador, el rey, los príncipes, los revolucionarios, crean, mediante este eterno negociar y engañar, una atmósfera de desconfianza (semejante a la que envenena el mundo en el día de hoy), y por último, sin quererlo realmente, arrastran a veinticinco millones de hombres en la catástrofe de una guerra de tantos años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario