domingo, 15 de febrero de 2015

LA MUERTE DE LUIS XV

El colapso físico de Louis XV a finales de abril de 1774 tomo a la corte por sorpresa y por un tiempo se hicieron esfuerzos frenéticos para fingir que él era capaz de recuperarse. El barón de Besenval analizo el fenómeno: “cuando la enfermedad llega a los príncipes, la adulación les sigue a la tumba y nadie se atreve a admitir que ellos están enfermos”. Sin embargo, a los sesenta y cuatro, el rey francés había sobrevivido a su padre y su abuelo. Él también había experimentado la extraordinaria popularidad que disfruto en su juventud. Como el conde de Segur describió en sus memorias: “en su juventud, fue objeto de un entusiasmo que era demasiado y poco merecido, y en su vejez, reproches severos era igualmente exagerados”. Cuando una gran estatua de Luis XV se erigió en la plaza, al oeste de los jardines de las Tullerias que lleva su nombre, mostró al rey magníficamente en alto en su corcel con las diversas virtudes agrupadas. Corrió de inmediato una sátira: monumento grotesco! Pedestal infame! Virtudes a pie, lascivo con poder.


El 27 de abril de 1774, el rey Luis XV, encontrándose de caza, es asaltado de súbito desfallecimiento; con intenso dolor de cabeza regresa a Trianón, su palacio favorito. Por la noche, los médicos comprueban que tiene fiebre y lleva a madame Du Barry a su cabecera. A la mañana siguiente, intranquilos, ordenan ya el traslado a Versalles. Hasta la inexorable muerte tiene que someterse a las leyes, aún más inexorables, de la etiqueta: a un rey de Francia no le es lícito estar gravemente enfermo, o morirse, más que en su lecho regio y solemne. Allí rodean inmediatamente el lecho del enfermo seis médicos, cinco cirujanos, tres boticarios, catorce personas en total; seis veces por hora, cada uno de ellos toma el pulso al enfermo.

Pero sólo la casualidad establece el diagnóstico; por la noche, al alzar un servidor un cirio, uno de los presentes descubre en el rostro del enfermo las mal afamadas manchas rojas, y al instante Lo sabe toda la corte, Lo sabe todo el palacio, desde el umbral a los caballetes del tejado: ¡las viruelas! Un viento de terror sopla a través de la gigantesca residencia; miedo del contagio, y, en efecto, algunas personas son atacadas del mal en el curso de los días siguientes, y quizá más miedo en los cortesanos, por su situación en caso de que el rey fallezca. Las hijas muestran el valor de las gentes verdaderamente piadosas; durante todo el día no se apartan del rey; por la noche es madame Du Barry la que se sacrifica al pie del lecho del enfermo. A los herederos del trono, por el contrario, al delfín y a la delfina, las leyes de la casa les prohíben que penetren en la habitación del enfermo, a causa del peligro del contagio; desde hace tres días su vida se ha hecho mucho más preciosa. Y ahora se produce en la corte una profunda división: a la cabecera del lecho de Luis XV vela y tiembla la antigua generación, los poderosos del ayer, las tías y la Du Barry; saben perfectamente que su magnificencia termina con el último aliento de aquellos febriles labios.

En otra estancia se reúne la generación que adviene al poder, el futuro rey Luis XVI, la futura reina María Antonieta y el conde de Provenza, el cual, mientras que su hermano Luis no pueda decidirse a engendrar hijos, se considera también secretamente como futuro heredero del trono. Entre ambas cámaras se alza el destino. A nadie le es permitido entrar en la habitación del enfermo, donde se pone el viejo sol de la soberanía; a nadie, tampoco, en la otra estancia, por donde sale el nuevo sol del poder: entre ellas, en el Oeil-de boeuf , en la antecámara, espera, vacilante y angustiada, la masa de cortesanos, incierta de adónde debe dirigir sus deseos, hacia el rey moribundo o hacia el que viene, hacia el sol que se pone o hacia el que nace. 


Mientras tanto, la enfermedad, con mortal violencia, trabaja el debilitado, desfallecido y agotado cuerpo del rey. Espantosamente hinchado, cubierto de pústulas, aquel cuerpo viviente cae en una horrible descomposición, mientras el enfermo no pierde un solo instante la conciencia. Las hijas y madame Du Barry necesitan de abundante valor para resistir, pues a pesar de las ventanas abiertas, una hediondez pestilente llena la cámara regia. Pronto se apartan los médicos, dando por perdido el cuerpo; ahora comienza la otra batalla, la lucha por el alma pecadora. Pero -¡espanto!- los sacerdotes se niegan; aproximarse al lecho del enfermo, a proporcionarle confesión y comunión; primero, el rey moribundo que tanto tiempo ha vivido impíamente y sólo para sus placeres debe probar eficazmente su arrepentimiento. Primero tiene que ser alejada la piedra del escándalo, la concubina, que vela desesperada al pie de un lecho que tanto tiempo compartió anticristianamente. Con dificultad se decide el rey, justamente entonces, en aquella hora espantosa de la última soledad, a echar de su lado a la única criatura humana con la cual se siente unido íntimamente. Pero cada vez de un modo más sañudo le aprieta el gaznate el miedo a los fuegos del inferno.

Por desgracia, desde el punto de vista del rey, la decisión no podía ser revertida, arrepentirse totalmente de una relación particular y luego alegremente renovarlo con el regreso de la salud estaba en contra de las reglas de etiqueta espiritual, que, sin embargo laxa y casuística, aun existían. Treinta años antes, el rey había caído gravemente enfermo y después de un periodo de conjeturas agitado, su entonces amante, la duquesa de Chateauroux se despidió, el rey debidamente recibió la absolución, pero no murió. Lamentablemente esto significaba que la duquesa no podía regresar, su reinado había terminado. Otra amante siguió: la marquesa de Pompadour.

No fue hasta el 3 de mayo que el rey mirando las pústulas de su cuerpo le dijeron en voz alta las temidas palabras que nadie más se había atrevido a pronunciarle: “es la viruela”. Hasta ahora había sido impulsado por la creencia de que ya había sufrido de viruela cuando era joven y estaba, por tanto, inmune. El diagnostico significaba que su confesión se convirtió en una cuestión de urgencia. Sus devotas hijas determinaron que su bienestar espiritual ahora debía prevaleces y que la favorita debía ser desterrada.


En la tarde del cuatro de mayo, el rey finalmente ordeno a la Du Barry salir para el palacete de Rueil. Sus palabras fueron: “madame, yo estoy enfermo, y se lo que tengo que hacer… tenga la seguridad de que siempre tendré los sentimientos más tiernos hacia usted”. Pero tal vez no lo hizo incluso entonces enuncia a toda esperanza, porque unas horas más tarde mando llamar a su amante de nuevo, solo para enterarse de que ella ya se había marchado. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del rey. Fue entonces cuando por fin se enfrentó a la verdad de su propia mortalidad.

Sólo ahora, después de este patente acto de arrepentimiento, es posible la penitencia y la comunión. Sólo ahora penetra en el dormitorio regio el hombre que durante treinta y ocho años ha sido quien tuvo menos quehacer en toda la corte: el confesor de Su Majestad. A su espalda se cierra la puerta y, con gran desolación, no pueden los curiosos cortesanos de la antecámara oír la lista de pecados del Parque de los Ciervos (¡habría sido tan interesante!). Pero con el reloj en la mano miden cuidadosamente desde afuera el curso de los minutos, para, por lo menos, con su maligna complacencia en el escándalo, saber cuánto tiempo necesita un Luis XV para confesar la totalidad de sus culpas y descarríos. Por fin, al cabo de dieciséis minutos, con toda exactitud contados, se abre de nuevo la puerta y sale el confesor. Pero varias señales indican ya entonces que a Luis XV no le ha sido dada todavía la definitiva absolución, que la Iglesia exige una humillación aún más profunda que esa secreta confesión por parte de un monarca que durante treinta y ocho años no ha aliviado ni una sola vez con los sacramentos su pecaminoso corazón y que, ante los ojos de sus hijos, ha vivido en la vergüenza de los placeres carnales.

Precisamente porque ha sido el más grande de este mundo y ha creído despreocupadamente hallarse por encima de las leyes eclesiásticas, exige de él la Iglesia que se incline de modo más hondo delante del Todopoderoso. Públicamente, ante todos y a todos, es preciso que el rey pecador dé cuenta de su arrepentimiento por el indigno curso de su vida. Sólo entonces debe serle administrada la comunión.
Magnífica escena a la mañana siguiente: el autócrata más poderoso de la cristiandad tiene que hacer cristiana penitencia ante la muchedumbre reunida de sus propios súbditos. 

A lo largo de toda la escalera de palacio se alzan guardias armados; los suizos tienden sus filas desde la capilla hasta la cámara mortuoria; los tambores redoblan sordamente cuando el alto clero, en solemne procesión, se acerca, llevando la custodia bajo palio. Cada cual con un cirio encendido en la mano, detrás del arzobispo y de su séquito, avanzan el delfín y sus dos hermanos, los príncipes y las princesas, para acompañar hasta la puerta al Santísimo. Se detienen en el umbral y caen de rodillas. Sólo las hijas del Rey y los príncipes no capaces de heredar penetran con el alto clero en la cámara del moribundo. 


En medio de un silencio no interrumpido ni por el respirar de los asistente, se oye al cardenal, que pronuncia una plática en voz baja; se le ve, a través de la puerta abierta, cómo administra la sagrada comunión. Después -momento lleno de emoción y de piadosa sorpresa- se acerca al umbral de la antecámara y, elevando la voz, le dice a toda la corte reunida: «Señores, me encarga el rey que les diga que pide perdón a Dios por todas las ofensas que contra Él ha cometido y por el mal ejemplo que ha dado a sus súbditos. Si Dios volviera a darle salud, promete hacer penitencia, proteger la fe y aliviar la suerte del pueblo». Brotando del lecho, se oye un leve quejido. En forma sólo perceptible para los más próximos, murmura el moribundo: «Querría haber tenido fuerzas para decirlo yo mismo». 

Lo que viene después no es más que espanto. No es un hombre que se muere: es un cadáver, hinchado y ennegrecido, que se descompone. Pero, como si todas las fuerzas de sus antepasados borbónicos se hubiesen reunido en él, el cuerpo de Luis XV se defiende, con gigantesco esfuerzo, contra el inevitable aniquilamiento. Terribles son estos días para todos. Los sirvientes caen desvanecidos ante el tremendo hedor; las hijas emplean en velar sus últimas fuerzas; hace tiempo que, sin esperanza alguna, se han retirado los médicos; cada vez más impaciente, toda la corte espera la pronta terminación de la espantosa tragedia. Abajo, enganchadas desde hace días, están dispuestas las carrozas, pues, para evitar el contagio, el nuevo Luis, sin perder tiempo, debe trasladarse a Choisy con todo su séquito tan pronto como el viejo rey haya exhalado su último aliento. Los de caballerías tienen ya ensillados sus caballos; los equipajes están hechos; horas y horas esperan abajo los lacayos y cocheros; todos miran atentamente el pequeño cirio encendido que ha sido colocado en la ventana del moribundo y que -signo perceptible para todos- debe ser apagado en el consabido momento. Pero el poderoso cuerpo del viejo Borbón se defiende aún un día entero. Por fin, el martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los murmullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cámara, como olas por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 


María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes.  Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 

María Antonieta sale como reina de la habitación donde entró como delfina. Y mientras en la abandonada cámara real, con un suspiro de alivio, colocan rápidamente en el féretro, largo tiempo ha preparado, el irreconocible cadáver de Luis XV, azulado y negruzco, para enterrarlo con la mayor ostentación posible, una carroza conduce a un nuevo rey y a una nueva reina fuera de la dorada verja de la puerta del parque de Versalles. Y en las calles el pueblo los aclama, lleno de júbilo, como si con el viejo rey hubiera terminado la vieja miseria y comenzara con los nuevos soberanos un mundo nuevo.

Cortejo fúnebre del rey Luis XV (1774)
Nadie, sin embargo, se quedo en versalles. El peligro del contagio era extremo piara todos, pero especialmente para Luis augusto que nunca había tenido la viruela, ni siquiera había sido vacunado. A las cuatro de la tarde la comitiva real se organizo para partir hacia el palacio de Choisy, a cinco millas de parís, a orillas del Sena, famoso por su frescura y sus jardines de flores. Un carruaje tomo las tías, a raíz de sus periodos heroicos de enfermería, y las princesas más jóvenes, Clothilde y Elisabeth, con su institutriz, la condesa de Marsan, otro transporto a los jóvenes condes de Artois y Provenza con sus respectivas esposas y finalmente el carroza que llevo al nuevo rey y reina, pues una nueva vida comenzaba.

domingo, 8 de febrero de 2015

LA MALVADA REINA: CHANTAL THOMAS

Les Libelles sur Marie Antoinette
Marie Antoinette retratada como bruja
El odio hacia ella fue creciendo, al mismo tiempo que su vanidad, la reina baratija de plumas de cerebro, engalanada como sus jardines, se convirtió en la perversa María Antonieta, la reina disoluta de la matriz madre. Sus excesos se reducen a lo infrahumano (era peor que un animal) y la catapulto mucha más allá de la humanidad (que era una bruja, un azote, un vampiro, la reina malvada de los cuentos de hadas). Sus vicios no solo amenazaba la salud de los ciudadanos de Francia y el estado financiero de la nación, sino también en equilibrio del mundo: - a lomos de un monarca humano/ veo a la madre de vice/ sumergida en los placeres de miedo dos veces/ una reina puta, una corte principesca/ un patán como príncipe, una reina prostituta – (la mujer de Austria en el alboroto, 1789).

Frívola, extravagante, libertina, orgiasta, lesbiana, incestuosa, sedienta de sangre, un envenenador, infanticida, María Antonieta puso la mano en todos estos crímenes, a través de su maldad causo la revolución. ella arruino el país, llevo al pueblo a la desesperación, lo llevo a la rebelión: “todo se debe revelar, era de su lujuria que nuestras arcas se vaciaron para sus placeres, ella era la corrupción personificada, infinitamente decadente” (el secreto de la conducta de María Antonieta de Austria, reina de Francia, 1790).

Como si no hubiera sido suficiente esparcir en el pueblo la imagen de una reina extravagante, corrompida la transformación de la corte de Francia en un burdel y al rey en un cornudo todopoderoso… un golpe más de la depravación tenía que añadir: a María Antonieta le gustaban las mujeres. Se agoto de los hombres sin amarlos. En realidad, ella estaba interesada en su propio sexo. La imagen se pone peor: lo que fue un estremecimiento de incorrección se convirtió en un asco, nauseas, una imagen repulsiva de una reina de Francia. María Antonieta antes bienvenida, ahora era vilipendiada lo largo y ancho del país.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Lo pero era la cuestión de su relación “sáfica” con los dioses –vosotros que se deleitan experimentando una noche encantadora- las acusaciones sonaron tan felizmente con la noción popular de la reina como viciosamente pervertida e inmoral. El “asunto” con Artois era una cosa, los episodios sexuales con la Lamballe y la Polignac resonaron alegremente con tanto detalle que era poco natural darlo por falso. Además de atacar también su familia austriaca, especialmente su hermano José: “fue el más ambicioso de los soberanos, el hombre más inmoral, hermano de Leopoldo, en definitiva, quien gozo de las primicias de la reina de Francia. Acumulo en él, por decirlo así, la pasión del incesto, los gozos más sucios, el odio a Francia, la aversión a los deberes de esposa y madre, en una palabra, todo lo que rebaja a la humanidad al nivel de las bestias feroces” (la vida privada, libertina y escandalosa de María Antonieta de Austria, 1793).

Otro aspecto de estas denigraciones fue la comparación de la reina: “el monstruo escapo de Alemania”, para otras notoriamente era igual a malas mujeres y lascivas de la historia: era pero que cleopatra, mas orgullosa que Agripina, mas lubrica que mesalina, mas cruel que Catalina de Medicís… este fue el canto misógino vicioso que continuaría con la  muerte de María Antonieta y mas allá de ella.

Nos vamos a Louise Robert, una mujer que tuvo la tarea de acusar a la reina: “pero puede ser que Antonieta, superando todo su gusto, infecto a la corte de Francia con un tipo de libertinaje que nunca antes regia allí, mi pluma…. Me falla, Antonieta! ¿Quién de ahora en adelante en el mundo entero podría ser tan impuro como para oír su nombre sin estremecerse de horror?

-Extractos del libro "la malvada reina: orígenes del mito sobre Maria Antonieta" de Chantal Thomas.

domingo, 1 de febrero de 2015

MARIE ANTOINETTE Y SU PASIÓN POR EL ARPA

“a pesar de los placeres del carnaval soy siempre fiel a mi arpa, y encontró que estoy haciendo progresos”.
María Antonieta (13 enero 1773)


Para el siglo 18 la elite francesa, la música no solo era un placer social, sino también una actividad que equipara una vida de privilegios, refinamiento y riqueza. El interés por la música era “fundamental en el concepto y la práctica de la vida artística del siglo 18”, una parte esencial de los placeres cotidianos de los ricos, la música evoca un estilo de vida de la clase alta que animo las interacciones sociales, esto se ve especialmente en el instrumento musical de la arpa, la cual, debido a su tamaño y sonido delicado, enfatizo tales nociones.

Las funciones principales de la música para los ricos eran para el entretenimiento, el disfrute y la apreciación. Solo la clase alta podía darse el lujo de estudiar música en sí misma, y por lo que fueron por lo general los compradores y empleadores de músicos. Para la clase alta, la presencia del arpa creo situaciones sociales de intercambio o música de lección dio lugar a espacios muy íntimos de placer.


La música en Francia en la ilustración es una historia de mujeres. Entre los que cuentan en la renovación de las artes, el primer lugar pertenece claramente a María Antonieta.

En la música, la estética “Louis XVI” se define principalmente por un amplio espectro estilístico de gran opera trágica “neoclásica” como Gluck y ópera cómica de Gretry y Monsigny; todos protegidos por la reina. Es imposible comparar a María Antonieta con Luis XIV, pues las artes eran objeto de propaganda y poder, una extensión natural de la energía. María Antonieta no veía tan lejos, lo demuestra loas representaciones en la que se produjo en su pequeño teatro privado en Trianon. Sin embargo, su ecléctico gusto y buen juicio casi hizo la técnica de todas las estrategias, sin saberlo revoluciono las artes en Francia.

salón de música de la reina en el trianon
Para María Antonieta, el arpa era la manera perfecta para entretenerse y tal vez mostrase a sus invitados. También permitió una expectativa más íntima de la reina de Francia, a pesar de no utilizar su ajuar completo, María Antonieta llevo un sencillo vestido en la mañana mientras ella elegantemente tomaba lecciones, a pesar de su conjunto casual, ella fue todavía una gran reina.

“la reina ha utilizado un par de horas todos los días a la música –según el informe del embajador Mercy-  sobre todo a tocar el arpa, un instrumento para el cual muestra progreso… tiene casi todas las tardes un concierto que sirvió para mostrar lo aprendido en las lecciones de la mañana. Los progresos realizados por la reina en la música aumentan el saber por este tipo de entretenimiento”.

El arpa era no solo un instrumento musical, sino también un apoyo social, que, si se usa correctamente, podría resaltar el cuerpo a su ventaja. Una manera de controlar los actos de ocio de la sociedad privilegiada. El arpa tenía la capacidad de representar interacciones humanas, el arpa es el foco central de la escena, ya que sus resultados dan intimidad, sensualidad y romance. El arpa demuestra ser un poderoso instrumento de seducción y un estimulante sexual para los jugadores de arpa y espectadores.


Jean-Henry Naderman, un maestro Luthier, hizo una hermosa arpa para María Antonieta y se la dio en versalles para su cumpleaños número 19 en 1774. El instrumento fue pintado a mano, represento a Minerva, la patrona de los artistas. La reina a menudo toco canciones de cuna en esta arpa para calmar a sus hijos, especialmente al pequeño Luis Carlos.

Para los ricos, la musicalidad, eran aspectos positivos asociados con un alto estatus y gusto. La aptitud musical fue visto como un “signo de feminidad refinada, lo que eleva las perspectivas de matrimonios de una mujer joven”. La reina alentó al tribunal para seguir su afición por el instrumento lo que se convirtió en la nueva moda francesa. Las facturas de arpas en época de Luís XVI alcanzo sin precedentes de refinamientos, hermosos terminados, suntuosamente decoradas, farolas, adornos como ramos de flores, querubines, guirnaldas y escenas pintadas.

En 1774 Jean Baptiste Gautier pinto a María Antonieta en su dormitorio en versalles precisamente con su pasatiempo favorito: el arpa. Era una composición encantadora. Llevaba un vestido de gasa gris claro bajo un envoltorio con un toque de la cinta color melocotón en el pecho, una lectora tendió un libro, un cantante toco la música, una doncella extendió una cesta de plumas para poner en el pelo y en la esquina un artista contemplo su paleta. Aquí la reina afirma su feminidad a través del simbolismo del arpa, que se posiciona a si misma para acentuar su figura y manos delicadas.