domingo, 10 de abril de 2022

MARIE ANTOINETTE Y LA ANÉCDOTA DEL CUERVO

La reina, María Antonieta, Colección de Autor
Una anécdota de la reina francesa María Antonieta, implica un cuervo de la familia de los córvidos. Al parecer, un cuervo negro habitaba los bosques y parques de Versalles y se ve con frecuencia en el ámbito de la reina en su amado Trianon. Como muchas personas consideran un presagio los cuervos siniestros, tal vez no era la mejor cosa  tener un cuervo en el entorno. Por otra parte, este cuervo era lo suficientemente amable que no estaba preocupado por su seguridad y buscaría fácilmente los alimentos o cuando se le arrojo, recogió las migas de pan.

Una mañana, en octubre de 1785, María Antonieta estaba asomada en la ventana de su gabinete en su amado palacete. Estaba mirando a través del césped del Trianon, mientras degustaba una galleta y una taza de leche. El cuervo apareció de repente batiendo sus alas y pidiendo comida. Aterrizo en la repisa de la ventana, y a pesar de que la reina estaba un tanto alarmada por la visita de la siniestra ave, le dio unos trozos de galleta. Ella volvió a cerrar la ventana de su gabinete y siguió con su rutina. Sin embargó, mas tarde esa mañana le dijo a su marido sobre el  incidente y señalo que era inquietante a causa de sus creencias supersticiosas sobre el ave.

Ilustración de dos cuervos por Arthur Rackham en 1919
Al día siguiente, una escena similar juega entre el cuervo y la reina. Durante las próximas semanas, la misma escena continúo. Pronto el cuervo se ató a la alimentación de la mañana de la reina. De hecho, en la mañanas cuando la reina aparecía vestida de muselina y su sombrero de paja para dirigirse a al mágica aldea; el cuervo fielmente la siguió. Se mantuvo a los alrededores hasta después de que ella regresara a Trianon.

La escena continúo hasta cerca de 1789. A partir de ese momento en adelante, el cuervo no fue visto. Todos los pensamientos del cuervo podrían haber sido olvidado para siempre si no fuera por la segunda esposa de Napoleón. María Luisa comenzó a ocupar el Trianon en 1810. Ella era aficionada a desayunar al aire libre y comento un día a Napoleón que un cuervo se cierne constantemente sobre el edificio en el que desayunaba. También le dijo a Napoleón que el cuervo grazne en voz alta, como si expresara un deseo de disfrutar parte de su desayuno. Napoleón, que era un poco supersticioso, animo a Maria Luisa a dejar Trianon de inmediato.

La emperatriz María Luisa de Francia (1791-1847)
La partida de María Luisa no era permanente. Ella volvió a Trianon en 1814. El 19 de abril, mientras estaba paseando junto con su padre a lo largo de las vías de Trianon. Mientras la pareja se sentó en un banco de piedra cerca del puente, en ese momento la emperatriz escucho el sonido familiar: “el formidable graznar!... se miraron y vieron un pájaro que volaba en la espesura detrás de ellos y reconocieron el cuervo, (supuestamente el mismo cuervo que había visto antes y el mismo que había sido tan unido a María Antonieta)”.

Esa fue la última vez que fue visto el cuervo, sigue siendo un misterio. Pero es posible que un cuervo viviera hasta los 29 años? Seguirá el misterio si María Antonieta vio este cuervo en 1785 y fue visto por última vez por María Luisa en 1814?.

domingo, 27 de marzo de 2022

LA ULTIMA CARTA DE MARIE ANTOINETTE ANTES DE SU MUERTE (16 OCTUBRE 1793)

La última misiva de María Antonieta. Pintura de Battaglini copia de un original de Danloux
Después de la sentencia en la pequeña celda arden dos velas sobre la mesa. A la condenada a muerte le han otorgado este último favor para que no tenga que pasar en la oscuridad su última noche antes de la noche eterna. También a otro ruego no osa resistirse el hasta entonces excesivamente cauto carcelero: María Antonieta pide papel y tinta para una carta; desde su última tenebrosa soledad querría dirigir, una vez aún, la palabra a aquellos que se preocupan por ella. El guardia trae tinta, pluma y un papel plegado, y mientras las primeras rojeces de la aurora penetran ya por la enrejada ventana, María Antonieta, con sus últimas fuerzas, comienza a escribir su última carta.

Goethe dice una vez, tratando de las últimas manifestaciones de vida espiritual inmediatamente anteriores a la muerte, esta frase magnífica: «Al fin de la vida, pensamientos hasta entonces no pensados surgen claramente del espíritu; son como genios dichosos que se posan deslumbrantes en las cimas de lo pasado». Tal misteriosa luz de despedida ilumina también esta última carta de la consagrada a la muerte: jamás María Antonieta ha concentrado su alma tan poderosamente ni con tan manifiesta claridad como en esta despedida a madame Elisabeth, la hermana de su esposo y ahora también protectora de sus hijos. Más firmes, más seguros, casi varoniles, son los rasgos de esta letra trazada en una miserable mesilla de prisión que todos aquellos que salían revoloteando desde la dorada mesa de escribir de Trianón; más pura es ahora la forma del lenguaje sin recatar el sentimiento; es como si la tempestad interna desencadenada por la muerte hubiera desgarrado toda la inquieta masa de nubes que fatalmente, durante largo tiempo, le habían encubierto a esta mujer trágica la vista de su propia profundidad.


María Antonieta escribe así: «A usted, hermana mía, es a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada no a una muerte vergonzosa, sólo lo es para los criminales, sino a ir a reunirme con su hermano inocente como él, espero mostrar la misma firmeza que mostró él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no reprocha nada. Tengo la profunda pena de abandonar a mis pobres hijos; usted sabe que yo no existía más que para ellos y para usted, mi hermana buena y tierna. A usted, que lo había sacrificado todo por su afecto hacia nosotros y para acompañarnos, ¡en qué situación la dejo! He sabido, por el curso del mismo proceso, que mi hija está separada de usted. ¡Ay, mi pobre niña!, no me atrevo a escribirle, no recibiría mi carta; no sé siquiera si ésta llegará a sus manos. Reciba usted mi bendición para los dos; espero que un día, cuando sean mayores, podrán reunirse con usted y gozar por completo de sus tiernos cuidados. Que piensen los dos en lo que no he cesado yo de inspirarles: que los buenos principios y el cumplimiento exacto de los deberes son la primera base de la vida, que su amistad y confianza mutuas les traerán la dicha. Que comprenda mi hija que, en la edad que tiene, debe ayudar siempre a su hermano con los consejos que su experiencia, mayor que la de él, y su cariño puedan inspirarle; que, a su vez, mi hijo preste a su hermana todos los cuidados y los servicios que su cariño pueda inspirarle; que sepan, en fin, los dos que en cualquier posición en que puedan encontrarse sólo por su unión será verdaderamente felices; que tomen el ejemplo de nosotros.

¡Cuántos consuelos en nuestras desgracias no nos han dado nuestra amistad! Y de la dicha se goza doblemente cuando puede compartirse con un amigo; y ¿dónde encontrar uno más tierno y más unido que en su propia familia? Que no olvide jamás mi hijo las últimas palabras de su padre, que tantas veces le he repetido expresamente: ¡que no trate jamás de vengar nuestra muerte! Tengo que hablar a usted de una cosa bien dolorosa para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido producirle ese niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiera y hasta lo que no comprende. Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el aprecio de sus bondades y de su ternura hacia los dos. Me falta todavía confiar a usted mis últimos pensamientos. Habría querido escribirlos desde el comienzo del proceso; pero, aparte que no me dejaban escribir, su marcha ha sido tan rápida que, realmente, no habría tenido tiempo.

Muero en la religión católica, apostólica y romana, en la de mis padres, en la que he sido educada y que he confesado siempre. No teniendo ningún consuelo espiritual que esperar, no sabiendo si existen todavía aquí sacerdotes de esta religión y ni siquiera si el lugar en que me encuentro los expondría a demasiado peligro si entraran aquí una vez, pido sinceramente perdón a Dios de todas las faltas que he podido cometer desde que existo; espero que, en su bondad, querrá aceptar mis últimos ruegos, lo mismo que los que hago desde hace tiempo para que quiera recibir mi alma en su misericordia y su bondad. Pido perdón a todos los que conozco, y en particular a usted, hermana mía, por todas las penas que sin quererlo haya podido causarle. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Digo aquí adiós a mis tías y a todos mis hermanos y hermanas. He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir; que sepan, por lo menos, que hasta mi último momento he pensado en ellos.

Adiós, mi buena y tierna hermana; ¡ojalá esta carta pueda llegar a usted! Piense siempre en mí; la abrazo de todo corazón, lo mismo que a esos pobres y queridos niños. ¡Dios mío, cómo desgarra el alma dejarlos para siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes espirituales. Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote; pero protesto aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a un ser absolutamente extraño.»

Aquí termina súbitamente la carta, sin fórmula de despedida ni firma. Probablemente la fatiga ha vencido a quien la escribió. Sobre la mesa arden todavía las dos velas de cera, cuyas vacilantes llamas acaso duren más que la vida del ser humano que escribió a su resplandor. Esta carta, venida de las sombras, no llega ya a manos de casi ninguno de aquellos a quien iba dirigida. María Antonieta, poco antes de la entrada del verdugo, se la entrega al primer carcelero, Bault, encargándole que se la dé a su cuñada; Bault había tenido bastante humanidad para proporcionarle papel y pluma, pero no el valor necesario para desempeñar sin permiso aquel encargo fúnebre (¡cuantas más cabezas se ven caer, tanto más teme uno por la suya propia!). Por tanto, conforme a los reglamentos, entrega la carta de la reina al juez instructor, Fouquier-Tinvile, que le da entrada en su registro pero tampoco la hace seguir adelante. Y cuando, después de dos años, por su parte, tiene que subir también a la carreta que ha enviado para tantos otros a la Conserjería, desaparece aquel documento; nadie en el mundo sospecha ni conoce su existencia, sino sólo un hombre único, en extremo insignificante, llamado Courtois.

Este diputado, sin altura ni talento, había recibido el encargo de la Convención, después de la prisión de Robespierre, de ordenar y publicar los papeles dejados por éste; con tal motivo, aquel antiguo zuequero tiene la revelación de cuánto poder poner en manos de alguien el apropiarse de secretos documentos de Estado, pues todos los diputados comprometidos se mueven ahora humildemente en torno al pequeño Courtois, a quien antes apenas saludaban, y le hacen las más locas promesas si les devuelve las cartas que habían dirigido a Robespierre. Es, por tanto, labor útil -observa el hábil mercader- apoderarse en cuanto sea posible de correspondencias ajenas; así, se aprovecha del caos general para saquear todos los documentos del Tribunal Revolucionario y negociar con ellos; sólo reserva en su poder, el muy ladino, la carta de María Antonieta, que en esta ocasión cae en sus manos; ¿quién puede saber, dado el curso de los tiempo, cómo podrá alguna vez ser utilizado aquel precioso documento secreto si volviese a cambiar de rumbo el viento? Durante veinte años oculta su rapiña, y, en efecto, cambia el viento. Otra vez llega a ser rey de Francia un Borbón, Luis XVIII, y los «regicidas», aquellos que habían votado la ejecución de su hermoso Luis XVI, sienten ahora en el cuello una extraña picazón. Para adquirir su favor, ofrece Courtois a Luis XVIII (¡ya se ve si es bueno el robar papeles!), en una carta hipócrita, como regalo, aquel escrito de María Antonieta «salvado» por él. Su astucia no le sirve de nada; Courtois es desterrado lo mismo que los otros. Pero se ha obtenido la carta. Veintiún años después de que la reina la ha expedido, sale a la luz esta asombrosa carta de despedida.

El libro de oraciones con las pocas líneas escritas por la reina, en una foto antigua
Pero ¡demasiado tarde! Casi todos aquellos a quienes María Antonieta quería saludar en la hora de su muerte han seguido sus pasos. Madame Elisabeth, en la guillotina; el delfín ha muerto realmente en el Temple o vaga entonces desconocido por el mundo (hasta hoy no se sabe toda la verdad), bajo nombre extraño, ignorante de su propio destino. Y tampoco a Fersen alcanza ya el amoroso saludo. Ninguna palabra lo cita en aquella carta y, sin embargo, ¿a quién si no a él van dirigidas aquellas emocionantes líneas: «He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir.» El deber prohíbe a María Antonieta que mencione delante del mundo a aquel que era para ella lo más querido. Pero había confiado en que estas líneas llegarían a estar alguna vez ante su vista y que el amante reconocería también en estas encubiertas palabras que hasta su último aliento había pensado en él con invariable rendimiento de corazón.

Pero -¡misterioso efecto lejano del sentimiento!, como si Fersen hubiese sentido el deseo de la reina de estar con él en su última hora, responde a ello, como a una llamada mágica, su Diario, al recibir la noticia de la muerte: «Es mi mayor dolor, en medio de todas mis penas, pensar que en sus últimos instantes estuvo sola, sin el consuelo de tener a alguien cerca de sí con quien hubiera podido hablar». Lo mismo que ella en él, en la más extrema soledad, también él piensa en ella en el mismo momento. Apartadas por leguas y muros, invisibles e inalcanzables una para otra, respiran sus dos almas con idéntico deseo en el mismo segundo del tiempo: en espacios inalcanzables, por encima del tiempo, se unen sus pensamientos, al difundirse en vibraciones circulares, lo mismo que labio y labio en el beso.

María Antonieta ha dejado la pluma. Lo más difícil está vencido: despedirse de todos y de todo. Ahora descansa en su lecho algunos momentos para concentrar sus últimas fuerzas. Ya, para ella, no hay nada que hacer en esta vida. Sólo una única cosa: morir, y, a la verdad, morir bien. 

domingo, 13 de marzo de 2022

MARIE ANTOINETTE ES TRASLADADA A LA CONCIERGERIE (1793)

María Antonieta se separó de su familia en el temple. artista: Bernard Acloque 
Una gran fatiga pesa sobre los miembros de su cuerpo. En el semblante de la reina hay algo que se apaga también durante estas semanas de la prueba extrema. Si se contempla aquel retrato de María Antonieta que cualquier pintor desconocido hizo en este verano, apenas se reconocería a la reina que fue de las comedias pastoriles, la divinidad del rococó; apenas tampoco la mujer orgullosa, luchando majestuosamente erguida, que todavía era María Antonieta en las Tullerías. La mujer de este desmañado cuadro, con sus tocas de viuda sobre los encanecidos cabellos -ha sufrido demasiado-, es, a pesar de sus treinta y ocho años, totalmente una vieja. El centelleo y vida de sus ojos, tan arrogantes en otro tiempo, se han apagado por completo: con manos indolentemente caídas, permanece sentada con el mayor cansancio, dispuesta ya a obedecer dócilmente y sin contradicción toda llamada, aunque sea la postrera. La gracia que había en su semblante ha cedido el puesto a un resignado duelo; su inquietud, a una gran indiferencia. Visto de lejos, se tomaría este retrato de María Antonieta por el de una priora, de una abadesa, de una mujer que no tiene ya ningún pensamiento terreno, ningún deseo en este mundo, que ya no vive en esta vida, sino en otra. Ya no se encuentra belleza alguna, ni ánimos, ni fuerza; nada más una grande y paciente resignación. La reina ha abdicado, la mujer ha renunciado; sólo hay allí una fatigada y abatida matrona, que alza una mirada azul clara a la que nada puede ya asombrar ni espantar.

Tampoco se espanta María Antonieta cuando, el 1 de agosto, a las dos de la madrugada, suena de nuevo un rudo golpe a su puerta. Después de haberle quitado el marido, el hijo, el amante, la corona, el honor, la libertad, ¿qué puede hacer aún el mundo contra ella? Se levanta tranquilamente, se viste y hace entrar a los comisarios. Le leen el decreto de la Convención que ordena que la viuda de Capet sea trasladada a la Conserjería, ya que se ha convertido en acusada. María Antonieta escucha tranquilamente y no responde palabra. Sabe que una acusación del tribunal revolucionario es lo mismo que una condena y que la Conserjería es igual a la casa de los muertos. Pero no suplica, no discute, no procura obtener un aplazamiento. No responde ni una palabra a aquellos hombres que como asesinos vienen a sorprenderla con tal mensaje en medio de la noche.

Con indiferencia deja que le registren los vestidos y le quiten lo que tiene consigo. Sólo le es permitido conservar un pañuelo y un frasquito de sales. Entonces tiene que despedirse otra vez -¡cuántas veces lo ha hecho ya!- de su cuñada y de su hija. Sabe que son los últimos adioses. Pero el mundo la ha acostumbrado ya a las despedidas.

ilustración de la partida de la reina María Antonieta
Sin volverse, derecha y firme, se dirige María Antonieta hacia la puerta de su habitación y desciende muy rápidamente la escalera. Rechaza toda ayuda; fue superfluo dejarle el frasquito con fuertes esencias para el caso en que quisieran abandonarla sus fuerzas: ella misma está fortalecida interiormente. Hace mucho tiempo que ha sufrido lo más duro: nada puede ser peor que su vida en estos últimos meses. Ahora viene lo más fácil: la muerte. Casi se precipita a su encuentro. Con tal rapidez sale de esta torre de espantosos recuerdos que -acaso empañados sus ojos por el llanto- se olvida de inclinarse en la baja puertecilla de salida y se golpea violentamente la frente contra la dura viga.

Los acompañantes corren solícitos junto a ella y le preguntan si se ha hecho daño. «No -responde serenamente-, ya no hay ahora cosa alguna que pueda hacérmelo.» 

También otra mujer ha sido despertada esta noche. Madame Richard, la mujer del carcelero de la Conserjería. Ya tarde, por la noche, le han encargado súbitamente que prepare una celda para María Antonieta; después de duques, príncipes, condes, obispos, burgueses; después de víctimas de todas las clases sociales, también debe ahora la reina de Francia venir a la casa de los muertos. Madame Richard se espanta. Pues todavía para una mujer del pueblo la palabra «reina» vibra como una campana, potentemente tocada, infundiendo respeto en el corazón. ¡Una reina, la reina bajo su techo! Al punto busca madame Richard, entre sus ropas de cama, los más finos y blancos lienzos; el general Custine, el conquistador de Maguncia, sobre quien pende también la cuchilla de la guillotina, tiene que abandonar la celda enrejada que sirvió durante innumerables años como sala de consejo; a toda prisa disponen para la reina aquel funesto recinto. Un lecho plegable de hierro, una manta ligera; además, un barreño para lavarse y una vieja alfombra delante de la húmeda pared; no les es lícito atreverse a dar más a la reina. Y después la esperan todos en aquel caserón de piedra, antiquísimo y medio subterráneo.

A las tres de la mañana se oye como se acercan algunos coches. Primeramente entran en el sombrío corredor algunos gendarmes con antorchas; después aparece el vendedor de limonadas Michonis -su ductilidad le ha salvado felizmente del asunto de Batz y ha conservado su puesto de inspector general de prisiones-; detrás de él, a la flamante luz de las antorchas, la reina, seguida de su perrillo, único ser viviente a quien le es dado acompañarla a la prisión. A causa de la hora avanzada, y además porque sería una comedia hacer como si no se supiera en la Conserjería quién es María Antonieta, la reina de Francia, le evitan las usuales formalidades burocráticas de ingreso y se le permite que se traslade inmediatamente a su celda a descansar. La criada del ama de llaves, una pobre muchacha aldeana, Rosalía Lamorlière, que no sabe escribir y a quien, sin embargo, tenemos que agradecer los informes más verdaderos y conmovedores sobre los últimos setenta y siete días de la vida de la reina, se desliza, estremecida, detrás de aquella mujer pálida, vestida de negro, y se ofrece para ayudarla a desnudarse. «Gracias, hija mía -le responde la reina-; desde que ya no tengo a nadie, me sirvo yo a mí misma.» Primero cuelga su reloj de un clavo de la pared, para poder medir el tiempo que le es aún concedido, breve y, sin embargo, infinito. Se desnuda y se tiende en el lecho. Entra un gendarme con el fusil cargado; se cierra la puerta. Ha comenzado el último acto de la gran tragedia.

arribo de Marie Antoinette a la Conciergerie
La Conserjería, esta «antesala de la muerte», es, entre todas las prisiones de la Revolución, la que está sometida a reglamento más severo. Antiquísimo edificio de piedra con muros impenetrables y puertas gruesas como un puño, guarnecidas de hierro, cada ventana enrejada, cada pasillo provisto de barreras, rodeado de toda una compañía de guardias, podría ostentar sobre el dintel de su puerta la frase de Dante: «Dejad toda esperanza...». Un sistema de vigilancia conservado durante siglos y agravado grandemente desde los encarcelamientos en masa del Terror, hace imposible toda comunicación con el mundo exterior. Ninguna carta puede ser enviada fuera, ninguna visita recibida, pues el personal de vigilancia no se recluta, como en el Temple, entre guardianes aficionados, sino entre carceleros de oficio que están prevenidos contra todas las arterías; además, como medida de precaución, están mezclados entre los acusados los llamados moutons, soplones profesionales que informarían anticipadamente a las autoridades de toda tentativa de evasión. En todas partes donde un sistema está experimentado durante años y años, parece sin sentido que un individuo aislado pretenda oponerle resistencia.

Pero (misterioso consuelo frente a toda potencia colectiva) el individuo aislado, si es tenaz y resuelto, al final acaba casi siempre mostrándose como más fuerte que todo sistema. Siempre el elemento humano, en cuanto su voluntad permanece inquebrantable, arruina todas las disposiciones de papel; éste es el caso de María Antonieta. También en la Conserjería, al cabo de algunos días, gracias a aquella notable magia que en parte proviene del brillo de su nombre, en parte de la noble fuerza de su conducta, ha convertido en amigos, en auxiliares y servidores a todos aquellos hombres que debían guardarla. La mujer del portero no tendría, reglamentariamente, que hacer otra cosa sino barrer su habitación y prepararle groseros alimentos. Pero guisa para la reina, con tierno primor, los manjares más selectos; se ofrece para peinarla; hace venir expresamente y a diario, de otra parte de la ciudad, una botella de aquella agua que prefiere María Antonieta.

La criada de la portera, a su vez, aprovecha cada momento para deslizarse rápidamente junto a la prisionera y preguntarle si puede servirla en algo. Y los severos gendarmes, con sus bigotes retorcidos, con sus anchos sables retiñidores y los fusiles incesantemente cargados, que en realidad debían prohibir todo esto, ¿qué es lo que hacen? Traen todos los días a la reina -según lo prueba el testimonio de un interrogatorio-, a su propio coste, un ramo de flores frescas, compradas en el mercado por su voluntad, para adornar su desolada habitación. Es justamente entre el más bajo pueblo, que vive más próximo a la desgracia que la burguesía, donde se desarrolla con lastimosa fuerza la compasión hacia aquella princesa tan detestada en sus dichosos días. Cuando, cerca de la Conserjería, las mujeres del mercado saben por madame Richard que el pollo o las hortalizas están destinados a la reina, escogen escrupulosamente lo mejor, y, con enojado asombro, Fouquier-Tinville tiene que hacer constar en el proceso que la reina ha gozado en la Conserjería de facilidades mucho más importantes que en el Temple.

Reconstrucción de la primera celda de la reina
Precisamente allí donde reina la muerte del modo más cruel, se desarrollan en el hombre los sentimientos de humanidad como inconsciente defensa.

Que hasta en el caso de una prisionera de Estado tan importante como María Antonieta se haya ejercido la vigilancia con tanta laxitud, considerando sus anteriores tentativas de fuga, produce al principio una impresión de asombro. Pero se comprenden muchas cosas tan pronto como se recuerda que el inspector supremo de esta prisión es nada menos que Michonis, el vendedor de limones, que había ya introducido valiosamente sus manos en el complot del Temple. También a través de los gruesos sillares de la Conserjería engolosina y centellea el millón del barón de Batz, y todavía sigue Michonis jugando su audaz doble juego. Cada día, fiel a su deber y severo, se traslada a la celda de la reina, sacude las rejas de hierro, examina las puertas, y con pedante solicitud informa de esta visita a la Comuna, que se tiene por feliz con haber colocado como vigilante a inspector a un tan firme republicano.

En realidad, Michonis sólo espera siempre el momento en que los gendarmes han abandonado la habitación para charlar con la reina de modo casi amistoso, traerle del Temple las anheladas noticias de sus hijos, y hasta a veces, bien por codicia, bien por bondad, pasar de contrabando algún curioso, cuando tiene que hacer su inspección en la Conserjería, ya un inglés, ya una inglesa, acaso la excéntrica señora Atkins, enferma de esplín, ya un sacerdote no juramentado que debe haber recibido la última confesión de la reina, ya aquel pintor a quien debemos el retrato del Museo Camavalet.

domingo, 27 de febrero de 2022

LA MAÑANA DEL 21 DE JUNIO DE 1792


En la mañana del 21 de junio todavía había algunas reuniones desordenadas frente a las Tullerías. Al despertar, el Delfín le hizo esta pregunta ingenua a la Reina: "Mamá, ¿es ayer todavía?". todavía era ayer, siempre iba a ser ayer hasta las catástrofes al final del drama. Había pasado apenas un año o un día desde que la familia real había abandonado furtivamente París para comenzar el viaje fatal que terminaba en Varennes. Este recuerdo se le ocurrió a María Antonieta y, recordando las primeras estaciones de su Calvario, la infortunada soberana se dijo a sí misma que sus humillaciones apenas habían comenzado. Sus labios habían tocado sólo el borde del cáliz, y debían escurrirlo hasta las heces.

Mientras tanto, los visitantes llegaban uno tras otro a las Tullerías para mostrar rechazo a lo ocurrido y  su fidelidad al Rey y su familia. Cuando el mariscal de Mouchy hizo su aparición, el digno anciano fue recibido con los honores debidos a su noble conducta el día anterior. Cuando comenzó la invasión, Luis XVI, para no irritar a la chusma, había dado a sus caballeros una orden formal de retirarse, pero el anciano mariscal, esperando que su gran edad (tenía setenta y siete años) excusara su presencia en el palacio, se había negado a dejar a su amo. Más de una vez, con una fuerza rejuvenecida por la devoción, había logrado rechazar a personas cuya violencia lo hacía temblar por la vida del Rey. En cuanto vio al mariscal, María Antonieta se apresuró a decir: "Me enteré por el rey con qué valentía lo defendiste ayer. Comparto su gratitud". Había figurado entre los promotores de la Revolución, "hice muy poco en comparación con las heridas que quisiera reparar. No eran mías, pero me tocan muy cerca”.

Después del mariscal de Mouchy vino el señor de Malesherbes. Contrariamente a su costumbre habitual, llevaba su espada. "Hace mucho tiempo - le dijo alguien- desde que llevas espada". - "Es cierto - respondió el anciano- pero ¿Quién no se armaría cuando la vida del Rey está en peligro?" Luego, mirando con emoción al principito, le dijo a María Antonieta: "¡Espero, señora, que al menos nuestros hijos vean días mejores!".

Los alborotadores sacando el trono de las Tullerias.
Y, sin embargo, incluso por el momento, todavía quedaba un rayo de esperanza. Apenas los invasores abandonaron el palacio, surgieron invectivas contra ellos de todas las clases sociales. La tranquilidad y el coraje del Rey y su familia encontraron admiradores por todos lados. Los departamentos enviaron direcciones exigiendo el castigo de los culpables. Los sentimientos realistas volvieron a despertar. Casi se podría creer que la indignación provocada por los recientes escándalos produciría una reacción inmediata a favor de Luis XVI. Posiblemente, con un soberano enérgico, se podría haber intentado algo. En general, la insurrección no había obtenido nada. Incluso los girondinos percibieron el carácter peligroso de las pasiones revolucionarias. Los hombres honestos estigmatizaron las tendencias criminales que acababan de manifestarse. Era el momento de que el Rey se mostrara y asestara un gran golpe. Pero Luis XVI no tenía voluntad ni energía. Dejando escapar la última oportunidad de seguridad que le ofrecía la fortuna, no pudo aprovechar el giro de la opinión pública. Nada podría sacarlo de esa fácil paciencia que fue la principal causa de su ruina.

La propia María Antonieta se opuso a medidas enérgicas. Todavía deseaba probar los efectos de la bondad. Al enterarse de que se proponía una investigación judicial sobre los hechos del 20 de junio, y previendo que el señor Hue sería citado como testigo, le dijo a este fiel servidor: "Diga lo poco en su declaración como la verdad lo permita. Le recomiendo, Por parte del Rey y por usted mismo, olvidar que fuimos objeto de estos movimientos populares. Debe evitarse toda sospecha de que el Rey o yo misma sentimos el menor resentimiento por lo sucedido; no es el pueblo el culpable, ni siquiera si lo fuera, siempre obtendrían de nosotros el perdón y el olvido de sus errores”.

Durante este tiempo la Asamblea mantuvo una actitud más que equívoca. Contenía un gran número de hombres honestos. Pero, aterrorizado ya, ya no poseía el valor de la indignación. Palideció ante las amenazas del público. Al encogerse ante la chusma había alcanzado ese optimismo hipócrita que es el rasgo distintivo de los revolucionarios moderados y que los convierte a su vez en los engañados y víctimas de los más celosos.
 
El grabado de 1775, un retrato típico del rey en ese momento, fue reelaborado en 1792 para registrar la colocación del gorro rojo por parte del rey durante la invasión del Palacio de las Tullerías por los sans-culottes parisinos. La adición de la gorra hace que Louis se vea un poco ridículo, en comparación con el digno original.
Si la mayoría de los diputados hubieran dicho abiertamente lo que pensaban en silencio, no habrían dudado en estigmatizar la invasión de las Tullerías como se merecía. Pero en ese caso, ¿Qué habría sido de su popularidad entre los piqueros? Y luego, ¿no deben tener en cuenta las ambiciones de los girondinos, los odios del partido Mountain, y el rencor de Madame Roland y sus amigos? ¿No fue, además, una verdadera satisfacción para la burguesía dar una lección al poder y humillar a un soberano? ¡Ah! ¡Cuán cruelmente será expiado este placer por quienes se deleitan en él, y cómo se arrepentirán algún día de haber permitido que la justicia, la ley y la autoridad fueran pisoteadas!

Cuando se inauguró la sesión del 21 de junio, el diputado Daverhoult denunció enérgicamente la violencia del día anterior. Thuriot exclamó: "¿Se espera que presionemos una investigación contra cuarenta mil hombres?" Duranton, el ministro de Justicia, leyó entonces una carta del Rey, fechada ese día, y redactada así: "Señores, la Asamblea Nacional ya está al tanto de los hechos de ayer. París está sin duda consternada; Francia escuchará la noticia con asombro y dolor. Me conmovió mucho el celo mostrado por mí por la Asamblea Nacional en esta ocasión. Dejo a su prudencia la tarea de investigar las causas de este hecho, sopesar sus circunstancias y tomar las medidas necesarias para mantener la Constitución y asegurar la inviolabilidad y libertad constitucional del representante hereditario de la nación".

Momentos después de la lectura de esta carta, la sesión se vio perturbada por una advertencia del agente municipal del departamento, en el sentido de que una multitud armada marchaba hacia el palacio. A esto pronto siguió la noticia de que Pétion había obstaculizado su avance, y el propio alcalde acudió a la Asamblea para recibir los elogios de sus amigos. "El orden reina en todas partes – dijo- Se han tomado todas las precauciones. Los magistrados han cumplido con su deber; siempre lo harán, y se acerca la hora en que se les hará justicia".

Pétion fue entonces a las Tullerías, donde se dirigió al rey casi en estos términos:

"Señor, nos enteramos de que ha sido advertido de la llegada de una multitud al palacio. Venimos a anunciar que esta multitud está compuesta por ciudadanos. Sé, señor, que el municipio ha sido calumniado, pero su conducta será entendida por usted. "-" Debería ser por toda Francia  -respondió Luis XVI- No acuso a nadie en particular, lo vi todo.” - “Lo será -respondió el alcalde- y de no haber sido por las prudentes medidas tomadas por el municipio, podrían haber ocurrido hechos mucho más desagradables". El rey intentó responder, pero Pétion, sin escucharle, prosiguió: " tu propia persona; bien puedes entender que siempre será respetada". El Rey, que no estaba acostumbrado a las interrupciones al hablar, dijo en voz alta: "¡Cállate!" Se hizo el silencio por un instante, y luego Luis XVI agregó: "¿Es lo que llamas respetar  ¿personas entran  en mi casa en armas, derribar mis puertas y usar la fuerza con mis guardias? "-" Señor -respondió Pétion-  sé el alcance de mis deberes y de mi responsabilidad. "-" ¡Cumpla con su deber!  -respondió Luis XVI- Usted es responsable de la tranquilidad de París. ¡Adiós! ”Y el Rey le dio la espalda al alcalde.

Luis XVI convoca a Petion, alcalde de París, a las Tullerías, después del día 20 de junio de 1792.
Pétion se vengó esa misma noche, haciendo circular el rumor de que la familia real se disponía a escapar; en consecuencia, solicitó a los comandantes de la Guardia Nacional que reforzaran a los centinelas y redoblaran su vigilancia. Los revolucionarios, desconcertados por un momento por la indignación popular, volvieron a levantar la cabeza.  Prudhomme escribió en las Révolutions de Paris: "El pueblo parisino —sí, el pueblo, no la clase aristocrática de ciudadanos— acaba de dar un gran ejemplo a Francia. El rey, a instancias de Lafayette, destituyó a sus ministros patrióticos; paralizó por su veto el decreto relativo al campamento de veinte mil hombres, y eso sobre el destierro de los sacerdotes. ¡Muy bien! El pueblo se levantó y le manifestó su voluntad soberana de que los ministros fueran reintegrados y estos dos vetos asesinos retirados... Sin duda no pasará mucho tiempo. Antes Europa estará llena de una caricatura que representa a Luis XVI de panza grande, cubierta de órdenes, coronada con un gorro rojo, y bebiendo de la misma botella con los sans-culottes , que gritan: “El Rey está bebiendo, el Rey ha bebido. Tiene la libertad, la gorra en la cabeza. ¡Ojalá pudiera tenerla en su corazón! "

A propósito de este gorro rojo que permaneció durante tres horas en la cabeza del soberano, Bertrand de Molleville se atrevió a plantear algunas preguntas a Luis XVI. En la noche del 21 de junio. Según las Memorias del exministro de Marina, esto es lo que el Rey respondió: "Los gritos de 'Viva la Nación' aumentando en violencia y pareciendo dirigidos a mí, le respondí que la nación no tenía mejor amigo que yo. Entonces, un hombre de mal aspecto, abriéndose paso entre la multitud, se acercó a mí y dijo en tono grosero: '¡Muy bien! Si estás diciendo la verdad, demuéstranoslo poniéndote  esta gorra roja. "Doy mi consentimiento", dije. Al instante una o dos de estas personas avanzaron y me colocaron el gorro en el pelo, porque era demasiado pequeño para que mi cabeza entrara. Estaba convencido, no sé por qué, que su intención era simplemente colocarme esta gorra en la cabeza y luego retirarme, y yo estaba tan preocupado por lo que estaba pasando ante mis ojos, que no me di cuenta de si estaba allí o no. Lo sentí tan poco que después de haber regresado a mi habitación no observé que todavía lo usaba hasta que me dijeron. Me quedé muy sorprendido de encontrarlo en mi cabeza, y me disgustó tanto más porque me lo podría haber quitado de inmediato sin la menor dificultad. Pero estoy convencido de que si hubiera dudado en recibirlo, el borracho que me lo presentó me habría clavado la pica en el estómago ". 

El gorro rojo Saint-Culotte
Durante la misma entrevista, Bertrand de Molleville felicitó al rey por su casi milagrosa huida de los peligros del día anterior. Luis XVI Respondió: "Todas mis inquietudes eran por la Reina, mis hijos y mi hermana; porque no temía nada por mí mismo". - "Pero me parece -replicó su interlocutor- que esta insurrección estaba dirigida principalmente contra Vuestra Majestad". - "Lo sé muy bien -respondió Luis XVI- Vi claramente que querían asesinarme, y no sé por qué no lo hicieron; pero no me escaparé de ellos otro día. Así que no he ganado nada; da igual si me asesinan ahora o ¡dentro de dos meses! "-" ¡Gran Dios!  -exclamó Bertrand de Molleville- ¿cree Vuestra Majestad que le asesinarán?,  "Estoy convencido de ello -respondió el rey-  lo esperaba desde hace mucho tiempo y me he acostumbrado al pensamiento. ¿Crees que le tengo miedo a la muerte? ”-“Desde luego que no, pero desearía que Su Majestad tomara medidas enérgicas para protegerse del peligro”. -“Es posible  -prosiguió el Rey después de un momento de reflexión- para que pueda escapar. Hay muchas probabilidades en mi contra y no tengo suerte. Si estuviera solo, me arriesgaría a un intento más. ¡Ah! si mi esposa e hijos no estuvieran conmigo, la gente debería ver que no soy tan débil como creen. ¿Cuál sería su destino si las medidas que me propones no tuvieran éxito? ”-“Pero si asesinan a Su Majestad, ¿cree que la Reina y sus hijos estarían en menos peligro? ”-“ Sí, creo, así que, y aunque fuera de otro modo, no tendría que reprocharme ser la causa ".

Una especie de fanatismo cristiano se había adueñado del alma del rey. Resignado a su destino, dejó de luchar y escribió a su confesor: "Ven a verme hoy; he terminado con los hombres; ahora no quiero nada más que el cielo".

domingo, 6 de febrero de 2022

MARIE ANTOINETTE Y EL FATÍDICO AÑO 1789

María Antonieta nunca se había sentido más sola que a principios de 1789. Mercy vio los acontecimientos del año anterior los precursores de una revolución a vicisitudes que una vida ociosa y frívola no había preparado a la reina. por renuncia de Lomenie de Brienne, se había dado cuenta de que no podía confiar en ninguno de sus amigos. en los tiempos que corrían, su compañía fue de gran ayuda, a pesar de que había tenido varios altercados con la duquesa de Polignac, sin embargo, en momentos tan oscuros tenía necesidad de ella: "la reina se verá obligada a volver a Madame Polignac porque la tormenta a punto de estallar en su cabeza le obliga a buscar refugio en el seno de la amistad" -señalo Bombelles.

Las relaciones familiares también se deterioraron. los príncipes de Provenza y Artois se afirman como los defensores de los privilegios. no dudaron en oponerse con dureza ante el rey cuando se reunieron las tres parejas. María Antonieta observo con tristeza que Luis XVI no se atrevió a silenciar a sus hermanos, ni imponer su opinión soberana. se prestó grandes ambiciones para el conde de Provenza que generalmente cauteloso y reservado, yendo mucho más sutil que su predecesor. la reina siempre sintió la mayor desconfianza hacia él. mientras adopta la actitud del cortesano más atento, observaba sin la menor indulgencia.

Un extraño rumor circulo durante meses. se decía que el conde de Provenza habría depositado en la asamblea de notable de 1787 un dossier que probaba la ilegitimidad de los infantes reales. aunque no se tenía ninguna evidencia formal de este enfoque, se mantiene en voz baja. se habló de un posible retiro de la reina a Val-De-Grace. el abad de Soulavie, en sus memorias escribe que se pensaba que María Antonieta "se llevaría con ella todas las maldiciones del pueblo y que la autoridad seria, por este motivo, total y súbitamente regenerada y restaurada".

Las señoras tías incluso aconsejaron a su sobrino para que fuera regresada a Viena. para algunos partidarios de la corte, la medida habría constituido "el ultimo y único remedio para todos los males". en el bosque, compañeros de caza del rey, lo habían encontrado sentado en una pendiente, llorando mientras leía un paquete de cartas difamatorias contra la reina.

Por otro lado, para el pueblo por el grado de inhumanidad en que se sitúan sus crímenes, la horca sigue siendo demasiado honor. algunos preferirían que en continuidad con las "orgias sucias" de la reina, su muerte participe del mismo desorden bestial: "monstruo en todos los aspectos, no se te puede ver sin estremecerse, contemplarte sin pensar en Jezabel... nosotros también te despreciamos mucho... pero hay perros para darse un festín con tu cuerpo... te están esperando". algunos panfletos consideran que la pena de muerte es sin duda un castigo demasiado breve, se propone que se envié a Luis XVI a la penitenciaria o galeras. y, en cuanto a María Antonieta, que la lleven por las calles de parís o la coloquen como trabajadora en La Salpetriere. María Antonieta entregada al silencio de un convento, a la venganza publica, a barrer las calles de parís, la horca o a los perros.

"¿sabe usted de una mujer más digna de lástima que yo?" pregunto la reina a su amigo el conde Esterhazy. "es fácil concebir que esta buena y amable princesa debe sufrir muchos dolores juntos -señalo Bombelles- no es fácil demostrar que la mayoría de sus problemas no habrían llegado si la vanidad no la hubiera cegado, y, el sentimiento de superioridad de la soberana sobre su marido... el entusiasmo por su hermano le ha hecho daño en el espíritu de una nación en la que hubiera querido, habría sido el ídolo. parece que la emperatriz madre impregno de estas ideas de la monarquía universal para la casa de Austria, al inspirar a todas sus hijas inclinaciones que tienden a invadir la autoridad de sus maridos".

Folletos y dibujos animados florecieron aún más. la reina fue su blanco favorito. esa sensación de ser nefasta, cuyo destino era atraer la desgracia, la perseguía de nuevo. esta mujer que en ciertos sectores se creía fervientemente que tenía la intención de envenenar al rey e instalar a su amante, el conde Artois como regente de Francia. esta mujer que, de acuerdo con una obra de teatro de 1789 llamada "la destrucción de la aristocracia", odiaba a los franceses con tal intensidad que se ”deleita bañándose en su sangre". también se decía de ella que rápidamente envió toneladas de oro a su hermano José a Austria para financiar la invasión del reino.

El conde Artois en "Autrichienne Goguette" tomo a la reina por detrás en público con exclamaciones obscenas sobre su "firme y elástico cuerpo" si no es un ardiente amante masculino, María Antonieta fue una ardiente amante de las mujeres; los folletos recalcaron que la reina era insaciable incluso cuando estaba sola. en "Le Godemichet" o "Dildo Real" de 1789, representa a la reina como la diosa Juno, el folleto muestra a la reina dándose placer ella misma. tal fue su "vigor germánico" el responsable que había llevado a su desfloración incluso antes de salir de Austria.

¿Quién podría respetar una criatura como una mujer y mucho menos una reina? una mujer, que, a parte de sus apetitos sexuales, era un peligroso agente de una potencia extranjera. todo tenía que ser verdad. se pensaba que Luis XVI era un burro débil y obstinado, pero no cruel, que debieron haberle acoplado a una joven y dulce burra, pero en su lugar le dieron una tigresa. según el gobernador Morris la reina fue "odiada, humillada y mortificada".

También María Antonieta deleito a sus enemigos con el espectáculo de la pérdida de su juventud. La que les gustaba representar como una libertina usando y abusando de sus encantos de repente se convierte en una anciana. “su decadencia física -escribe Gerard Walter- en las rarísimas ceremonias oficiales en las que todavía estaba obligada a aparecer, excesivamente pintada, y gracias a los artificios de su peluquero y su costurera,  la reina consigue disimular su decrepitud, pero en la intimidad los estragos que sufre su cuerpo se manifiestan con aterradora claridad. Ella sigue perdiendo peso, los senos están caídos, la cara inflamada se cubre de granos, los ojos se abatieron y se hundieron, la saliva humedece continuamente las comisuras de su boca”.

domingo, 23 de enero de 2022

LUIS XVI SOBRE LAS HABLADURÍAS Y CALUMNIAS HACIA ÉL Y SU ESPOSA

Portrait of Louis XVI (1754-93) King of France - French School
Thierry, ayuda de cámara del rey, entrego un paquete de cartas difamatorias contra la reina. Luis XVI leyó las primeras líneas del texto, las menos sucias, según su hombre de confianza. A petición del rey, se contentó con leer los títulos, con una voz atemporal:

-vida privada, libertina y escandalosa de Marie Antoinette, Le cadran de la volupté o las aventueras secretas de chérubin, las tardes amorosas de la bella Antoniette, del pequeño spaniel del austriaco…

En ese momento, Thierry vacilo. Con una mirada, Luis XVI le pidió que continuara.

-señor, este es una abominación: lo lamentos superfluos del cerdo coronado…

Thierry guardo silencio, incapaz de seguir adelante. Esta vez el rey, tan aturdido como su criado, no le ordenó reanudar la lectura. El título de este último libelo fue increíblemente violento. Que abominaciones tuvo entonces que enumerar los versos que siguieron… levanto los ojos, considero por un momento los estantes cargados de libros y  archivos que se alienaban en una pared de su misma habitación trasera. Fue allí, en esta pequeña habitación que da al patio del sótano del rey, donde Luis XVI le gustaba estar cuando quería estar tranquilo y hablar con un íntimo sobre un asunto secreto o delicado.

Finalmente, el rey tuvo la fuerza para hablar:

-¿supongo que soy el cerdo de la historia? ¿Dónde se encontró este texto?

-en el suelo, en la acera, frente a la puerta del primer patio, justo frente a la caseta de vigilancia. Fueron los soldados de guardia quienes se lo entregaron a sus oficiales. El criminal  anónimo que lo dejo, al parecer, aprovecho la animación creada por la llegada de los entrenadores  del príncipe de Conde y su sequito para mezclarse con la multitud.

El rey se enojó:

-¿la gente cree que puede engañarme y hacer caer mis sospechas sobre los lacayos o cocheros de mi primo? Ilustre descendiente de una gusta familia, el príncipe de Conde. ¡No tengo súbditos más fieles que él y su hijo, el duque de Borbón!

Thierry continuo: nadie puede dudarlo, señor. Había un montón de estas hojas. Más bien creo que el criminal que depósito allí estos escritos esperaba que los cascos de los caballos de Conde los esparciera por todo el patio. Para que el mayor número posible de visitantes, sirvientes y cortesanos que se dirigían al castillo en ese momento pudieran tener cada uno su propia copia… creo que también se esperaba el pasaje de la reina.

El rey guardo silencio. Pero Thierry adivino sus pensamientos. Luis XVI estaba seguro de ello: sus enemigos querían que María Antonieta viera las hojas del libelo revoloteando alrededor de su carruaje y entonces habría leído este panfleto que no solo ridiculizaba al rey, sino que  lo degradaba…

-debemos poner fin a todo esto muy rápido. Más allá de mí, se abusa del trono y de la reina.

Thierry vacilo. Luego saco un último panfleto titulado Le nul potentat… este texto evoca de manera muy precisa el pasillo secreto que su majestad decidió disponer para conectar su habitación con la de la reina, pasando por los entrepisos bajo el salón.

-es imposible! Son pocas las personas que conocen este proyecto, que aún no se ha emprendido. La reina, el capitán de mis guardias, el arquitecto y un puñado de familiares, así como el embajador de Austria.

El primer ayuda de cámara no respondió. El rey se levantó y  se acercó a la ventana que ofrecía poca luz a la habitación. Tuvo dificultad para ver el cielo, incluso cuando se acercó muy cerca de la ventana y miro hacia arriba. Luis XVI sabía que a menudo se habían burlado de Luis XIV  y Luis XV. Pero nunca los habían comparado así con un cerdo, símbolo de pereza, inmundicia, glotonería y necedad.


El rey se acercó a un estante, saco de él una carpeta de cartón donde guardo cuidadosamente los nuevos folletos. Incapaz de entender porque se le profeso este odio y desprecio, no quiso cuestionarse más a sí mismo. El gesto lento y tranquilo, Luis XVI tenía una aguda inteligencia. Más allá de su dureza, su indignación, cada uno de estos inmundos escritos contenía un paquete, incluso uno diminuto de verdad.

Distorsionaron, sin duda, con una trivialidad repugnante, pero se basaron en la verdad. El rey sabia en su foro interior, que solo él tenía la culpa, ya que todo se debía a su incapacidad para reinar. Sin embargo, su mente se negó a enfrentar esta evidencia con claridad y le impidió mostrar toda la determinación que se hubiera requerido para restaurar su autoridad y honor de una vez por todas.

Un día de caza le entregaron al rey un paquete de cartas difamatorias sobre la reina. Como relata un testigo se la escena: “se escondió en un matorral para leerlos, y pronto lo vieron sentado en el suelo, con la cara entre las manos y de rodillas. Sus escuderos y otras personas, habiéndole oído sollozar, fueron a buscar al señor Lambesc. Él se acercó. El rey le dijo bruscamente que se retirara. El insistió. Entonces el rey, mostrando el rostro lleno de lágrimas, le repitió con un tono de bondad: “déjame”. Poco después, su majestad, volvió a montar en su caballo y tuvo que ser llevado de allí. En cierto modo, él estaba muy mal…” (Video: extracto de la película Jefferson in parís).

domingo, 9 de enero de 2022

MARIE ANTOINETTE ET ALEXANDRE LAMETH (1778)

Alexandre Théodore Victor Conde de Lameth 1760-1829

En 1778, durante la guerra de independencia, el soberano recompenso a algunos de los luchadores más fuertes. Había entre ellos un joven oficial de 18 años, Alexandre de Lameth, que sirvió en esta independencia americana como coronel en el regimiento real de Lorena bajo Rochambeau. Lameth había sido herido en la pierna y se sostiene con dificultad en muletas.

De acuerdo con la etiqueta, tenía que estar de pie a lo largo de la audiencia real. Con mayor dificultad logro sostenerse, pero la herida se abrió de nuevo por el esfuerzo sostenido y la sangre broto visiblemente. Al verlo agacharse y a punto de caer, la reina se levantó de su trono y, a pesar de las protestas de los soldados confundidos y avergonzados, ella quería por si misma vendar la herida de este héroe. Toda la audiencia quedo sorprendida por este acto de bondad de la soberana.