domingo, 22 de abril de 2018

MARIE ANTOINETTE RECIBE LA VISITA DE LA FAMILIA DE HESSE (1780)

Un retrato de María Antonieta atribuye a Madame Vigée Le Brun que la reina dio a
de la familia de Hesse en 1780. El retrato estaba en el castillo Darmstadt, donde, en 1872, nació Alice de Hesse,
futura zarina Alexandra (de la misma suerte trágica) Siempre que tenía una gran admiración por la reina francesa.
En la primavera de 1780 una visita prolongada de los amigos de la juventud de María Antonieta, las princesas de Hesse, permitió a la reina demostrar de manera elocuente el estilo que estaba empezando a desarrollar en su propia vida privada. María Antonieta rodeada a menudo en Francia por una corte de aduladores y parásitos, y no pudo siempre o era capaz de discernir entre los que eran verdaderos devotos de aquellos que hábilmente explotaban su gran necesidad de afecto.

La reina cultivo amistades duraderas, especialmente aquellas que le recordaban los felices años pasados en Viena. Es un claro testimonio de la correspondencia que mantuvo con sus amigos de la infancia, las dos hermanas Charlotte de Hesse Darmstdt, duquesa de Mecklemburgo-Strelitz y Louise de Hesse Darmstadt Landgravina y gran duquesa de Hesse. La correspondencia preciosa, además de ser una demostración de la fuerte sensación que unió a las tres mujeres, también nos proporciona muchos pequeños detalles de la vida real; nacimientos, eventos importantes, confidencias íntimas y los acontecimientos políticos que cambiaron totalmente la época.


María Antonieta había sido educada en Viena, como ella misma dijo en su juicio, con sus dos compañeras princesas que permanecieron con ella (aunque la distancia) siempre en buenos términos, tanto es así que en 1780 la totalidad de la familia de Hesse fue a visitar a la reina en el petit trianon. El 13 de febrero de 1780 finalmente el príncipe hereditario George Guillame, aunque gravemente aquejado por la gota y la perdida de la visión, llego de incognito en Francia bajo el nombre de conde Epstein, junto con su esposa y sus hijos.

Esta llegada de esta familia soberana alemana, querida por reina, fue mencionada en su correspondencia con su madre y estos príncipes demostraron el cuidado atento dado a la comodidad de sus huéspedes durante su estancia, la bondad y el espíritu evidente de amistad sincera de la reina para sus amigos. La estancia de los príncipes de Hesse se extendería en Francia hasta el 15 de abril. Durante estos meses, María Antonieta, excelente anfitriona y amiga sincera, se multiplicara para entretener a sus invitados en bailes, recepciones, varios paseos, visitas a Trianon y Marly.

retrato de Louisa de Hesse Darmstadt
La princesa Louise de Hesse nacida en 15 de febrero de 1761, fue llevada a la corte de bien a con su hermana Charlotte. Con quien acompaño a María Antonieta en su “entrega” a la nación francesa. La princesa estaba casada, en febrero de 1777, con su primo Louis, príncipe hereditario de Hesse Darmstadt, que se convirtió en el primer gran duque de este país con el nombre de Louis X. el príncipe hereditario había dado sus primeros pasos al servicio de Rusia contra los turcos, como teniente general. De vuelta en Darmstadt, se dedicó sobre todo al estudio de las artes, especialmente la música. Tres años después de su matrimonio, ambos visitaron Francia. El príncipe Louis tenía entonces veintisiete años y su esposa tenia diecinueve. Ella profesaba una particular admiración por María Antonieta.

Charlotte von Hessen-Darmstadt
La princesa Charlotte nació el 5 de noviembre de 1755, se casó el 28 de septiembre de 1784 con Charles, duque de Mecklemburgo. La noche de su llegada, Charlotte fue invitada por la reina a Versalles para una obra de teatro y alto honor, ella y su familia se les hizo llegar por lo menos con dos horas de antelación. Tal era el lazo que unió a esta familia que objetos de María Antonieta llevo consigo a la Conciergerie, había también dos miniaturas de Louise y Charlotte; en el proceso se le pregunto el nombre de las dos mujeres retratadas. Ella respondió: “princesa de Hesse y madame Mecklenburgo, dos mujeres que fueron educadas conmigo en Viena”. El 12 de diciembre de 1785 Charlotte moriría en el parto, María Antonieta devastada escribió: “voy a llevar para toda la vida su memoria y pesar por su muerte”.

Un fotograma de la película "El Autrichienne" de 1990. La escena tiene el cuestionamiento de la reina en la que se le pidió que proporcionar los nombres de las mujeres retratadas en las miniaturas en su posesión.
Un valioso testimonio sobre el carácter de la reina ofrece la hermana menor de Charlotte y Louise, la princesa Augusta, futura esposa de Maximiliano I de Baviera y bisabuela de Ludwing II, el romántico y rey soñador, que tenía una gran veneración por María Antonieta. Augusta describe a la reina en una carta: “tenía con frecuencia de ver a la reina, es hermosa, siempre bien preparada, muy educada y amable con todo el mundo, pero, hay que decir, especialmente hacia nosotros su mayor alegría que es hacer felices a los demás, para difundir a su alrededor alegría y desvanecer la rígida etiqueta de la corte. Te puedo asegurar que a menudo se olvida, con ella, que se encuentra junto a una reina…”

domingo, 15 de abril de 2018

EL DUQUE DE CHOISEUL ES ENVIADO AL EXILIO (1770)

Detalle de una pintura que muestra al duque de Choiseul.
Choiseul tenía sus planes. Su política exterior estaba lejos de ser un éxito. La Guerra de los Siete Años y la Paz de Hubertsburg eran un amargo recuerdo en su memoria, y temía que sus enemigos estuvieran prestos a recordarse a sí mismos y a los demás el papel preeminente que él había jugado en ellos. Al mirar hacia atrás se preguntaba si no hubiera sido más sabio dejar que Francia se mantuviera al margen de esa lucha entre Federico de Prusia y María Teresa, la emperatriz de Austria, por la posesión de Silesia; una guerra en la que Inglaterra y otras naciones europeas habían tomado parte. Había creído que el lado de Francia estaba junto a Austria, y ahora estaba planeando una unión entre los dos países para que su amistad fuera reforzada de la más segura de las maneras, cuando el duque de Berry, heredero al trono de Francia, se casase con la pequeña María Antonieta, la hija de María Teresa. Junto con Suecia, Polonia y Rusia, Francia había luchado contra Prusia e Inglaterra; y cuando un año antes del cese de hostilidades Rusia cambió de bando, Francia había empezado a preguntarse qué iba a sacar en claro de esa guerra. Estaba claro que iba a perderla. Los Sueños de un imperio colonial francés se habían evaporado, y los ingleses habían confirmado su supremacía 
en Norteamérica y en la India.

Sin embargo Choiseul había decidido no descorazonarse. Planeaba nuevas conquistas para Francia, y ese mismo año había conquistado Córcega. Tenía grandes planes: quería convertir a Francia en el más poderoso país de Europa. Pretendía reformar el ejército de tierra y la Armada. Y no estaba dispuesto a permitir que sus planes se arruinaran sólo por una estúpida mujer que había entretenido al rey durante una o dos semanas. Desechó sus temores. La mujer lo había amenazado. Era ridículo. Él, Étienne, duque de Choiseul, se consideraba a sí mismo el hombre más poderoso de Francia. El rey confiaba en él, aprobaba su política. Era un noble de ilustre cuna, descendiente de la gran casa de Lorena, y eso lo ponía en una posición especialmente privilegiada ante María Teresa, quien se había casado con un príncipe de Lorena. Sus contactos eran contactos con la realeza, y él era un brillante hombre de estado. Era encantador y popular tanto entre los colegas políticos como entre el pueblo.

El duque de Choiseul junto al rey Luis XV. en la pelicula madame du Barry de 1934. 
Había tenido la perspicacia de cubrir los más importantes puestos de la Corte y el gobierno con quienes le servirían lealmente. Recientemente había estado de acuerdo con la expulsión de los jesuitas de Francia, una decisión que había aumentado su popularidad en España y Portugal. Sería bien tonto si se dejaba intimidar por las insinuaciones de una estúpida mujer.  A Jeanne le resultó imposible mantenerse al margen de la política. Un  nuevo partido había comenzado a formarse, y militaban en él todos  aquellos que estaban determinados a apoyarla y a propiciar la caída de Choiseul. Este partido llegó incluso a conocerse como el de los «Barriens», y estaba presidido por Richelieu, Aiguillon, Maupeou, el duque de la Vauguyon y el abad de Terray, todos ellos hombres de reconocida influencia.  La indiferencia de Jeanne hacia los insultos que Choiseul continuaba dirigiéndole era una fuente de preocupación para los «Barriens», cuyo objetivo principal consistía en usar su influencia sobre el rey para arrojar a  Choiseul y a sus seguidores de las posiciones que habían detentado durante tanto tiempo, y poder ocuparlas ellos mismos.

grabado que muestra al duque de choiseul.
Cada palabra que decía Choiseul en contra de Jeanne se le comunicaba a ésta  enseguida, y al final Jeanne tuvo que afrontar el hecho de que ese hombre  estaba intentando destruirla. En ocasiones, cuando la Corte estaba reunida esperando la llegada del rey, se solían formar dos grupos: uno alrededor de Choiseul y el otro alrededor de madame du Barry; y resultaba evidente que gradualmente el grupo que apoyaba al ministro disminuía y el que apoyaba a la favorita aumentaba. Luis sentía pena por él y llegó al punto de recriminarle: "No deberíais disgustar tanto a madame du Barry, amigo mío " - le dijo amablemente- "No es muy sabio por vuestra parte. Dejadme deciros esto: madame du Barry es muy consciente de vuestras capacidades. Ella no pide sino que no os preocupéis por ella. Es muy  hermosa. Yo le tengo un gran afecto. Eso debería bastar para convertiros en su amigo". Pero Choiseul, a pesar del aviso del rey, fue incapaz de ofrecer esa sonrisa o esa palabra amable, y la brecha entre ambos se ensanchó. Era una situación, se decía en la Corte, que no podía durar; y Choiseul continuaba creyendo que su astuta capacidad de hombre de estado le llevaría a triunfar sobre la favorita.

Las negociaciones para la boda entre el delfín y María Antonieta estaban casi acabadas, y estaba convencido de que los lazos entre Austria y Francia se estrecharían; todos se darían cuenta de quién los había forjado y quién era el hombre idóneo para mantenerlos intactos. ¿Cómo podría el afecto de un viejo libertino por una mujer de quien muchos creían que era poco mejor que una prostituta  ser comparado con la necesidad que tenía el país del hombre que había guiado la política exterior de Francia durante tanto tiempo? En poco tiempo esperaba poder traer a Francia a la archiduquesa austriaca. Así estaban las cosas cuando la archiduquesa María Antonieta llegó a Francia para casarse con el delfín.
  
Grabado que muestra al rey Luis XV con su amante madame Du Barry.
Desde el momento en que María Antonieta vio a madame du Barry se determinó a odiarla. No en vano, María Antonieta sabía perfectamente que ella debía la gran posición en que se encontraba al duque de Choiseul, ese gran aliado de Austria y amigo personal de su madre; y ella había sido bien aleccionada por su madre sobre la línea de conducta que había de seguir. Por lo tanto, los enemigos de Choiseul eran sus enemigos. La pequeña delfina, consentida hasta cierto punto, a pesar dela dureza de su madre, esperaba ganarse inmediatamente el afecto del rey y del delfín. El delfín parecía un chico hosco, casi indiferente a sus encantos. En cuanto al rey, era, en efecto, encantador; pero María Antonieta descubrió pronto que toda su atención se dirigía a una joven que parecía estar constantemente a su lado y a quien casi todos, con la excepción del duque de Choiseul mostraban gran respeto.

Con el matrimonio del delfín habían crecido las esperanzas de Choiseul. Sus enemigos, él lo sabía muy bien, estaban esperando una oportunidad para hacerlo caer en desgracia, pero él consideraba que su posición se había visto considerablemente reforzada por la alianza con Austria, y el pequeño delfín era un firme aliado suyo. Había contemplado el asunto de los asientos con gran regocijo. Era en naderías así donde se solía hallar una indicación fiable de hacia qué dirección soplaba el viento del favor real. Luis se estaba haciendo viejo. Tenía sesenta años. Y un hombre que había llevado una vida tan disipada era improbable que viviese muchos años más. El delfín estaría absolutamente en manos de su encantadora esposa, y la delfina era una de las más ardientes defensoras de Choiseul. Por lo tanto, no necesitaba perder su tiempo en ella, y dirigió sus pensamientos hacia Aiguillon, pues Aiguillon encabezaría el nuevo partido que se haría con el poder si él, Choiseul, cayera en desgracia; y sería Aiguillon quien le robaría el sillón. Aiguillon también era un loco, o así le parecía a Choiseul; y además era un hombre de quien no podía decirse que, en el pasado, hubiera tenido mucha suerte en sus asuntos. El nuevo partido que se había formado teniendo a Jeanne como cabeza visible —los «Barriens»— se colocó inmediatamente al lado de Aiguillon, quien era uno de sus líderes más influyentes. Choiseul, con el «Parlement», estaba al otro lado, enfrente.

Carle Van Loo (1705-1765), Portrait de Louis XV en habit militaire
La emoción era intensa. Para mucha gente parecía que el ministro y la favorita se hallaban frente a frente, dispuestos para la batalla. Por aquella época había una pugna creciente entre España e Inglaterra por la posesión de las islas Malvinas. El Tratado de Utrecht las había puesto bajo soberanía española, pero los ingleses habían construido allí un fuerte y defendían su posición. Los españoles habían enviado tres fragatas para asegurarse de que España seguía reteniendo aquellas islas, pero cuando los ingleses oyeron lo que estaba ocurriendo enviaron una escuadra hacia aquellas latitudes. Se trataba de un pequeño incidente, no un asunto para una guerra de envergadura, pero Choiseul creía que si Francia se ofrecía como aliada, ya fuera  de Inglaterra, ya fuera de España, el país que recibiera su apoyo declararía la guerra. Estos planes se los expuso al rey, y Luis vio cómo su ministro de Asuntos Exteriores empezaba un doble juego, coqueteando primero con el embajador inglés y luego con el español.Luis estaba ansioso por evitar la guerra contra Inglaterra, y temió que ésa fuera la dirección hacia la que Choiseul le estaba llevando. Luis todavía estaba  dolido por la pérdida de la India y de Canadá, y no le costó recordar que esas pérdidas se habían producido bajo el ministerio de Choiseul.

Ahora, Choiseul, temiendo que su influencia fuera a menos, buscaba desesperadamente algún
modo de reavivarla, y esto, a ojos de un rey determinado a mantener la paz, parecía una acción criminal. los enemigos de Choiseul fueron acorralándole. Richelieu y Aiguillon explicaron a Jeanne la necesidad del cese de Choiseul, y Jeanne, conocedora del deseo criminal de Choiseul de embarcar al país en una guerra para salvaguardar su puesto, se sumó a las voces de los otros y discutió con el rey el daño que la política de Choiseul podía depararles al trono y al país.  Luis asintió sombríamente. Ya había tomado una decisión. Escribió dos cartas; una se la dirigió a su primo, el rey de España, y en ella se leía: "Majestad no desconoce el espíritu de independencia y fanatismo que se ha extendido por todo mi reino. He soportado esto con paciencia, pero he  llegado al extremo de sentirme acosado y mis «Parlements» tienen el propósito de arrebatarme el poder soberano que yo poseo por mandato divino. Usaré todos los medios a mi alcance para exigir obediencia. La guerra, tal y como están las cosas, sería desastrosa para nosotros…" Después seguía haciendo hincapié en los lazos que unían a los dos países cuyos reyes eran parientes tan próximos, y añadió que, aun en el caso de que considerara necesario cambiar a sus ministros, sus objetivos seguirían siendo los mismos. 

Retrato de madame Du Barry.
Tras haber escrito la carta al rey de España, Luis escribió otra al duque de Choiseul, en la que le decía: "Primo, la insatisfacción que me han provocado tus servicios me fuerza a desterrarte a Chanteloup, por lo cual debes dejar palacio en el plazo de veinticuatro horas. Debería haberte enviado bastante más lejos, pero no lo hago por compasión de madame de Choiseul, en cuyo bienestar tengo un gran interés. Ten cuidado de que tu conducta no me obligue a cambiar de idea. Deseo que Dios, primo, te tenga en su santa y valiosa custodia". Esta carta le fue entregada a Choiseul por el duque de Vrillière en la nochebuena del año 1770. Aunque ponía fin a la fama, la fortuna y todo lo que él hubiera querido seguir reteniendo,  Choiseul recibió la carta sin mostrar decepción alguna; y al día siguiente dejó Versalles por Chanteloup. La gente de París y Versalles, que había cantado las canciones que él había ordenado escribir y que les habían enseñado a odiar al rey y a su favorita, se aglomeraron alrededor del carruaje tirado por seis caballos, pues viajaba con su esposa y con su hermana, la duquesa de Gramont, al estilo real. Desde Chanteloup la campaña contra Jeanne du Barry continuaba. Se hicieron circular escándalos, se inventaron historias y los cantantes de las calles de París aún cantaban las canciones que habían sido escritas a instigación del duque de Choiseul.

Allegory of the Exile of the duc de Choiseul

domingo, 1 de abril de 2018

EL ESCÁNDALO DEL COLLAR DE DIAMANTES (1785)


Con su mirada de águila reconoció Napoleón la manifiesta falta de María Antonieta en el proceso del collar: «La reina era inocente, y para dar a conocer públicamente esta su inocencia, quiso que juzgara el Parlamento. El resultado fue que la reina fue tenida por culpable». En efecto, en esta ocasión María Antonieta perdió por primera vez su seguridad en sí misma. Mientras que en general pasa despreciativamente, sin volver la mirada, junto al apestoso fango de maledicencias y calumnias, esta vez busca refugio en un tribunal al que hasta entonces había menospreciado: el de la opinión pública. Años enteros se ha conducido de modo como si no oyera nada del zumbido de las flechas envenenadas lanzadas contra ella. Al solicitar ahora un proceso, en una repentina y casi histérica explosión de cólera, revela lo muy violenta y antigua que era ya la irritación de su orgullo; ahora, este cardenal de Rohan, que es quien se ha atrevido a avanzar más contra ella y de modo más visible, debe pagar por todos.  El odio contagiado por la madre ha llevado a María Antonieta a una irreflexiva precipitación. Y con aquel ademán torpe y violento cae de los hombros de la reina el manto protector de la soberana: se descubre a sí misma ante el odio general.

grabado que muestra el arresto del cardenal de rohan por parte de la guardia real.
Pues, por fin, ahora todos los secretos adversarios de la reina pueden reunirse para una acción común. María Antonieta ha puesto la mano, temerariamente, en todo un nido de serpientes de ofendidas vanidades. Luis, el cardenal de Rohan -¡cómo ha podido olvidarlo!-, es portador de uno de los más antiguos y gloriosos nombres de Francia, y aliado por la sangre de otras estirpes feudales, ante todo de los Soubise, los Marsan, los Condé; todas estas familias se sienten, como es natural, mortalmente ofendidas de que uno de los suyos haya sido detenido en el palacio del rey como un vulgar ratero. Por otra parte, el alto clero también está indignado. ¡Hacer prender por un grosero espadón a un cardenal, a una Eminencia, revestido de todos sus ornamentos, pocos minutos antes de decir la misa ante la faz del Señor! Las quejas llegan hasta Roma; tanto la nobleza como el estado eclesiástico se sienten afrentados en su totalidad. Resueltos a la lucha, se presenta en el ruedo el poderoso grupo de la francmasonería, pues no sólo a su protector el cardenal, sino también al dios de los sin Dios, a su jefe, al maestro de la orden, a Cagliostro, han llevado los gendarmes a la Bastilla; llega, por fin, ahora la ocasión de lanzar algunas grandes piedras contra los vidrios de la soberanía, del trono y del altar. 
Además, el pueblo, en general excluido de todas las fiestas y picantes escándalos del mundo de la corte, está encantado con todo el asunto. 

grabado satírico del cardenal de Rohan con el "Collar en camino a Roma" del siglo XVIII
Una vez, por fin, le es ofrecido un gran espectáculo: un cardenal, en propia persona, acusado públicamente, y, a la sombra de sus vestiduras cardenalicias de color púrpura, un verdadero muestrario de estafadores, trapaceros, alcahuetes, falsarios, y además de todo, en el último fondo -¡atractivo principal!-, la orgullosa, la soberbia, la perra austríaca. Asunto más divertido que este escándalo de la «bella Eminencia» no podía ser regalado a los aventureros de la pluma y el lápiz, a los autores de libelos, a los caricaturistas, a los voceadores de periódicos. las librerías son asaltadas por el público y la Policía tiene que intervenir en ello. Ni las obras inmortales de Voltaire, de Jean-Jacques Rousseau o de Beaumarchais conocieron en varios decenios las gigantescas ventas  que tienen estos escritos en una sola semana. Siete mil, diez mil, veinte mil ejemplares, todavía con la tinta húmeda, son arrancados de las manos de los vendedores, y en las Embajadas extranjeras los diplomáticos tienen que pasarse el día entero atando paquetes para enviar, sin pérdida de tiempo, a sus príncipes, llenos de curiosidad, los más recientes libelos sobre el escándalo de la corte de Versalles. Todo el mundo quiere leerlo todo y poder decir que lo ha leído; durante semanas enteras no hay otro tema de conversación; las más alocadas conjeturas son creídas ciegamente.

grabado que muestra al conde Cagliostro en las mazmorras de las bastilla.
Para asistir al propio proceso vienen grandes caravanas de provincias, nobles, burgueses, abogados; en París, los artesanos abandonan sus talleres. Inconscientemente, adivina el recto instinto popular que aquí no se verá solamente el proceso de una falta aislada, sino que de este pequeño y sucio ovillo saldrán espontáneamente todos los hilos que llevan a Versalles; el abuso de las lettres de cachet, de la nobleza, esas arbitrarias órdenes de prisión, las dilapidaciones de la corte, el mal estado de las finanzas, el escándalo de las indignas protecciones, todo puede ahora ser tomado desde su origen. Por primera vez, gracias a una grieta casualmente abierta, puede la nación columbrar el secreto mundo inaccesible hasta ahora para ella.



Se trata en este proceso de mucho más que de un collar; se trata del sistema de gobierno ahora existente, pues esta acusación, si es hábilmente dirigida, puede rebotar contra toda la clase directora, contra la reina, y con ella contra la monarquía. «¡Qué acontecimiento grande y prometedor! -exclama uno de los frondeurs habituales del Parlamento-. ¡Un cardenal, descubierto como estafador! ¡La reina, envuelta en un proceso escandaloso! ¡Cuánta basura sobre el báculo y el cetro! ¡Qué triunfo para las ideas de la libertad!» Aún no sospecha la reina qué males ha desencadenado con un único ademán precipitado. Pero cuando un edificio está reblandecido y tiene minados sus cimientos desde hace mucho tiempo, basta arrancar de la pared un solo clavo para que toda la fábrica se venga abajo.

domingo, 25 de marzo de 2018

LA MUERTE DEL EMPERADOR FRANCISCO ESTEBAN (1765)

La dicha de la imagen de la imperial familia personificada desapareció completamente. El emperador y la emperatriz emprenden la marcha a Innsbruck con el fin de celebrar el matrimonio de su segundo hijo superviviente, el archiduque Leopoldo con la hija del rey español. Fue pesando para ser tan esplendida ocasión con el fin de destacar no solo la majestad de ambas monarquías, sino también la naturaleza brillante de la alianza.


La emperatriz ordena la construcción de un arco de triunfo con el fin de conmemorar la valiosa alianza: “servirá como un recuerdo duradero de la ocasión. Yo le enviare un boceto de lo que me gustaría. Vi un arco más satisfactorio en Waizen, muy simple y muy al estilo romano. En Innsbruck debe ser muy alto, podría ser iluminado por tres noches: en honor a nuestra llegada, la venida de la novia y otra vez en la noche de bodas”.

Antes de salir de Viena el emperador francisco Esteban hizo una pausa, y en un impulso extraño se apresuró para dar a la pequeña Antonieta de nueve años un abrazo más. La tomo en sus rodillas y la abrazo una y otra vez. Antonieta se dio cuenta con sorpresa de que tenía lágrimas en los ojos. Veinticinco años después mas tarde, ella todavía recuerda el incidente con dolor, ella creía que francisco Esteban había tenido algún presentimiento de la gran infelicidad que sería su suerte. 


A pesar de la temprana hora, las calles estaban llenas de espectadores que animaron a los viajeros a su paso primero a san esteban para oír la misa y de allí al límite de la ciudad. El novio estaba acompañado por el emperador y l emperatriz, su hermano José, sus hermanas Marianne y María Cristina, y sus tíos, el príncipe Carlos y la princesa Charlotte de Lorena. Kaunitz, que en la ocasión del segundo matrimonio de José había sido avanzado al rango de príncipe del imperio, estuvo presente con sus majestades, junto con otros titulares de estado y un sequito aparentemente interminable. Fue, de hecho, un éxodo de toda la corte.

El 1 de julio el sequito llego a Innsbruck donde la imperial familia se unió con el huésped invitado especialmente por el emperador. Era el duque de Chablais, hijo del rey de Cerdeña y la hermana mayor de francisco. Cada uno sabía que la ocasión ameritaba para discutir la unión de la archiduquesa María Cristina con el joven duque. En el primer indicio de lo que estaba en la contemplación, María Cristina imploro a su madre para salvarla de la miseria de la unión con este primo desconocido. La situación hizo un llamamiento a la emperatriz. Pero se negó a intervenir antes de la salida de Innsbruck. Sin embargo, ella no dejo que le duque de Chablais tuviera el campo para sí mismo. El otro pretendiente, Alberto de Sajonia también fue invitado a Innsbruck. Su hermano Clemente de Sajonia, ahora un hecho y derecho obispo, iba a ser el celebrante principal en el matrimonio. 

Retrato del archiduque Leopoldo por Joseph Hickel
El 30 de julio, el emperador y Leopoldo se dirigieron a Botzen para cumplir con el tiempo de espera para la novia. Tres días después, la acompañaron a la capital de Tirol, debidamente pasando por debajo del arco de triunfo. Con esta hija en ley, María teresa era del todo satisfecha. Su primera impresión se registró para el beneficio de la electora de Sajonia: “la infanta tiene un cutis resplandeciente, con un bonito color de ojos azul claro, y el más bello pelo que he visto en mi vida. Ella tiene una figura muy fina, en una palabra, una encantadora joven, llena de vida y buen humor… mi felicidad podría ser demasiado completa si la salud de mi hijo no me provocar ansiedad. Durante el viaje mostro signos de fiebre”.

La ansiedad aumenta cuando se hizo evidente que Leopoldo había contraído un resfriado durante su ausencia de Innsbruck. Durante la ceremonia le costó mantenerse de pie y tan pronto termino, tuvo que ser llevado de la capilla a la cama. Cuando se hizo evidente que tendría que reservar toda su fuerza para el viaje a Florencia, hubo más objetos en el retraso de las celebraciones públicas de su matrimonio. En ausencia del esposo, los otros miembros de la familia imperial redoblaron sus esfuerzos para asegurar el éxito de las diversas festividades. 
 
Emperatriz Maria Theresa y Kaiser Franz-Stephan coronan el arco del triunfo en Innsbruck, que fue construido en 1765 para la boda de su segundo hijo mayor Leopold.
El 18 de agosto hubo una actuación especial en el teatro. El emperador se había quejado de dolores la noche anterior, pero, la sensación de mejoría por la mañana, se levantó como de costumbre y cumplió con los compromisos del día. Para obtener un breve descanso entre las funciones de la tarde, abandono el teatro antes del cierre de La, actuación. Había llegado al final del corredor entre el teatro y la residencia, cuando retornaron los síntomas angustiantes de la noche anterior, el emperador se inclinó hacia atrás en el ángulo dela puerta. José, su único acompañante le propuso que debería sentarse mientras el medico fue llamado. Pero antes de que pudiera caminar a través del pasillo cayó al suelo. Fue llevado a una vecina habitación, pero nunca recupero la conciencia y en unas pocas horas murió de un derrame cerebral masivo.

El primer pensamiento de José era su madre, pero apenas la verdad había sido aceptada, la emperatriz entro al cuarto. La conmoción en el palacio había provocado el presentimiento de que algo le había sucedido al emperador y ella había corrido al lugar. Estaba preparada para una enfermedad alarmante, pero no por el golpe que se produjo a raíz mismo de su ser. Aturdida por lo repentino y la gravedad, se arrodillo al lado de su marido, con los ojos secos, incapaz de moverse hasta por su propio bien.

“nunca olvidare esa noche –escribe el príncipe Alberto a la electora de Sajonia- pensar en ello, el emperador muerto, la emperatriz consolada en sus apartamentos por su cuñado y hermana, las archiduquesas pesas del dolor, los huéspedes que llegan para la cena y rompieron a llorar hasta que todo el palacio resonaba con sollozos y gemidos”. 

Colocación del emperador muerto (en la sala gigante del Palacio Imperial de Hofburg Innsbruck)
En el trascurso de la mañana, María Teresa pidió ver a sus hijos e hijas que estaban en Innsbruck. Todos ellos llegaron incluso Leopoldo, aunque todavía era demasiado débil para caminar. En esta tarea dolorosa y en las oraciones para el alma del difunto, el primer día de viudez estuvo totalmente ocupada. No podía ser persuadida para emitir cualquier orden o expresar cualquier deseo que sea, ninguno iba a ver a sus ministros. Por lo tanto la responsabilidad de cada descripción recayó sobre el joven de veinticuatro años que, se convirtió sin más formalidad en el emperador José II. 

El duelo con mayor sinceridad lo padeció Josefa que escribió a su hermana: “no me siento cómoda al aceptar las felicitaciones por mi título de emperatriz. Lo he recibido a un costo demasiado alto. Si hubiera dependido de mí, yo hubiera elegido en lugar de permanecer como reina, que sobreviviera mi padre en ley. Soy incapaz de expresar mi sentimiento de pesar por su perdida. Él nunca hizo ninguna diferencia entre sus propios hijos y yo, y me encanto y lo honre como si efectivamente hubiera sido mi padre. Su memoria está grabada en mi corazón y mi agradecimiento para toda la vida”.


La segunda carta, casi textualmente, fue enviada a las Archiduquesas por su hermano, el emperador reinante, José II: "Perdónenme, mis queridas hermanas, si me abruman con la pena más terrible y, además, con todas las disposiciones que deben tomarse, me dirijo a ustedes de inmediato. Acabamos de sufrir el golpe más terrible que alguna vez nos haya podido pasar. Hemos perdido al padre más tierno y a nuestro mejor amigo. ¡Inclina la cabeza a los decretos del Señor! -Esperemos sin cesar por su alma, y ​​seamos más que nunca apegados a la única felicidad que nos queda, tu augusta madre. Su preservación es mi único cuidado en los momentos espantosos del presente. Si toda la amistad de un hermano, que ahora no puede ofrecérsela, como la poseyó hace mucho tiempo, parece ser de algún servicio, mándeme; Seré consolado al poder servirte. Los abrazo a todos. Solo pido compasión por los Hijos más infelices. Tu muy humilde servidor y hermano, JOSÉ ".

La devastación de la emperatriz era total. En su diario golpeo con una nota nostálgica: “mi feliz vida matrimonial duro veintinueve años, seis meses y seis días”. Como símbolo de dolor se cortó el pelo del cual una vez había estado tan orgullosa, cubrió sus apartamentos con terciopelos sombríos y ella misma llevaría nada más que negro de viuda por el resto de su vida. Todo en ella era y seguía siendo “oscuro y lúgubre”. Incluso hablo de retirarse del mundo y terminar sus días como abadesa del recién fundado convento de Salzburgo.

domingo, 18 de marzo de 2018

MARIE ANTOINETTE, ACUSADA DE INCESTO, "LLAMA A TODAS LAS MADRES"

Nunca estuvo la Revolución francesa en mayor riesgo que en aquel momento. Dos de sus principales plazas fortificadas, Maguncia y Valenciennes, han sido tomadas por el enemigo; los ingleses se han apoderado del más importante de sus puertos de guerra; la segunda gran ciudad de Francia, Lyon, está sublevada; están perdidas las colonias; en la Convención reina la discordia; en París, hambre y abatimiento: la República está a dos pulgadas de su pérdida.

Sólo una cosa puede ahora salvarla: una audacia desesperada, una provocación suicida; la República sólo puede sobreponerse a su miedo infundiéndolo ella misma. «Pongamos el terror a la orden del día»; esta frase espantosa resuena cruelmente en la sala da la Convención, y, sin miramiento alguno, confirman los hechos esta amenaza. Los girondinos son puestos fuera de la ley, el duque de Orleans y muchos otros son transferidos al Tribuna Revolucionario. La cuchilla está ya vibrando, cuando se levanta Billaud-Varennes y declara: «La Convención Nacional acaba de dar un gran ejemplo de severidad frente a los traidores que preparan la ruina de su país; pero todavía le falta dar un importante decreto. Una mujer, vergüenza de la humanidad y de su sexo, la viuda de Capeto, debe por fin expiar en el patíbulo sus crímenes. Ya se dice públicamente, por todas partes, que ha sido vuelta a llevar al Temple, que se la ha juzgado en secreto y que el Tribunal Revolucionario la ha declarado inocente, como si la mujer que ha hecho derramar la sangre de muchos millares de franceses pudiera ser absuelta por un jurado francés. Pido que el Tribunal Revolucionario se pronuncie esta semana sobre su suerte». 



Aunque esa proposición pida no sólo que se juzgue a María Antonieta, sino también claramente su ejecución, es adoptada por unanimidad. Pero, ¡cosa extraña!, Fouquier-Tinville, el acusador público, que de ordinario trabaja sin descanso, fría y velozmente, como una máquina, vacila también ahora de modo espantoso. Ni en esta semana, ni en la siguiente, ni siquiera en la otra, presenta su acusación contra la reina; no se sabe si alguien, secretamente, le detiene la mano, o si aquel hombre de corazón de bronce, que, en general, transforma con celeridad de prestidigitador el papel en sangre y la sangre en papel, no tiene realmente aún entre sus manos ningún firme documento probatorio. En todo caso, roncea y aplaza una y otra vez la acusación. Escribe al Comité de Salud Pública que le envíen el material del proceso, y, asombrosamente, también el Comité de Salud Pública, por su parte, se mueve con la misma sorprendente lentitud. 

Finalmente empaqueta algunos papeles sin importancia, las declaraciones sobre el asunto del clavel, una lista de testigos, los documentos del proceso del Rey. Pero todavía Fouquier-Tinville persiste en la inacción. Le falta todavía alguna cosa, la orden secreta de iniciar definitivamente el proceso o algún documento especialmente convincente, un hecho notorio, que pueda dar a su escrito de acusación un brillo y un fuego de auténtica indignación republicana, una falta totalmente irritante y provocativa, ya sea de la mujer, ya de la reina. De nuevo parece querer hundirse en arena la acusación exigida tan patéticamente. Entonces, Fouquier-Tinville, en el último momento, recibe súbitamente de Hébert, el más encarnizado y resuelto enemigo de la reina, un documento que es lo más espantoso a infame de toda la Revolución francesa. Y esta fuerte impulsión es decisiva: de repente se pone en marcha el proceso. 


¿Qué había ocurrido? El 30 de septiembre recibe Hébert, inopinadamente, una carta del zapatero Simón, el preceptor del delfín, escrita desde el Temple. La primera parte está trazada por una mano desconocida, con una decorosa y legible ortografía, y dice de este modo: «¡Salud! Ven pronto, amigo mío; tengo cosas que decirte y tendré gran placer en verte. Trata de venir hoy mismo, me encontrarás siempre como bravo y franco republicano». Por el contrario, el resto de la carta es de la propia mano de Simón, y, con su ortografía increíblemente grotesca, muestra el grado de instrucción de este  "preceptor". Hébert, celoso de su deber y enérgico, corre sin vacilar junto a Simón. Lo que oye le parece hasta tal punto siniestro, aun a este duro de cocer, que no quiere seguir interviniendo personalmente, sino que convoca una comisión de toda la Comuna, bajo la presidencia del alcalde, para que se traslade secretamente al Temple, y allí establecer el decisivo material acusador contra la reina, cosa que se hace en tres actos de interrogatorio, que todavía hoy se conservan. 

Llegamos ahora a aquel episodio de la historia de María Antonieta largo tiempo tenido por increíble y por psicológicamente inexplicable, y que sólo a medias es posible comprender por la funesta sobreexcitación del tiempo y por el envenenamiento sistemático de la opinión pública practicado durante años enteros. El pequeño delfín, un mozuelo muy precoz y arrogante, pocas semanas antes, en el tiempo en que estaba aún bajo la protección de su madre, se había herido en un testículo, con un bastón, jugando; un cirujano al que llamaron había construido una especie de braguero para el niño. Con esto parecía terminado y olvidado este incidente, ocurrido en el Temple todavía durante la estancia de María Antonieta. Pero ahora descubren un día Simón o su mujer que el niño, precoz y mal educado, se entrega a ciertas viciosas prácticas de muchachos, a los llamados plaisirs solitaires . El niño, sorprendido en su falta, no puede negarlo. Apretado a preguntas por Simón, para saber quién lo ha inducido a estos malos hábitos, dice, o el desdichado se deja persuadir para que diga, que su madre y su tía lo han impelido hacia este vicio. Simón, a quien de esta «tigresa» todo le parece verosímil, hasta lo más infernal, sigue preguntando más y más, honradamente indignado por esta perversidad de una madre, y finalmente lleva al muchacho hasta tan lejos, que acaba por afirmar que ambas mujeres, en el Temple, frecuentemente lo habían metido en su cama y que su madre había cometido con él actos incestuosos. 


Ante esta declaración tan espantosa de un niño que aún no ha cumplido los nueve años, un hombre sensato, en tiempos normales, habría sentido, naturalmente, la más extrema desconfianza. Pero el convencimiento del insaciable erotismo de María Antonieta ha penetrado tan hondo en la sangre de las gentes de la Revolución, gracias a los innumerables folletos calumniosos, que hasta esta insensata acusación de que su propia madre hubiera abusado sexualmente de un niño de ocho años y medio, no provoca ningún sentimiento de duda en Simón y Hébert. Por el contrario, a estos fanáticos y deslumbrados sans-culottes les parece la cosa completamente lógica y clara. María Antonieta, la archiprostituta babilónica, aquella desalmada tribada que desde los tiempos de Trianón está habituada a agotar por completo todos los días a algunas mujeres y algunos hombres, ¿no es natural, piensan ellos, que una tal loba, encerrada en el Temple, donde no encuentra ningún compañero para sus infernales locuras carnales, se precipite sobre su propio hijo, inocente y sin defensa? Ni un solo momento vacilan Hébert y su triste amigo, totalmente oscurecida su razón por el odio, de la justeza de las engañosas acusaciones del niño contra su madre. Ahora se trata sólo de establecer judicialmente, por escrito, toda esta ignominia de la reina, a fin de que toda Francia conozca la extrema depravación de la asquerosa austríaca, para cuya avidez de sangre y de lujuria la guillotina puede ser considerada como un leve castigo. De este modo, tienen lugar tres interrogatorios de un niño que aún no tiene nueve años, de una muchacha de quince y de madame Elisabeth: escenas hasta tal punto crueles y vergonzosas, que podría tenérselas por irreales si no existieran aún hoy los bochornosos documentos en el Archivo Nacional de París, cierto que amarillentos, pero claramente legibles y con las torpes firmas de los niños trazadas por su propia mano. 

María Antonieta en la Conciergerie. Simon Gervais, s. XIX
En el primer interrogatorio, el 6 de octubre, aparecen el alcalde Pache, el síndico Chaumette, Hébert y otros miembros de la Comuna; en el segundo, el 7 de octubre, se lee también entre las firmas el nombre de un célebre pintor, que, al mismo tiempo, es uno de los seres más versátiles de la Revolución: David. Primeramente es llamado como testigo principal el niño de ocho años y medio; al principio se le pregunta sobre estos sucesos ocurridos en el Temple, y el charlatán mozuelo, sin comprender el alcance de sus declaraciones, traiciona a los secretos auxiliares de su madre, ante todo a Toulan. 

Después llega a tratarse del escabroso asunto, y dice aquí el documento: «Habiendo sido sorprendido varias veces, en su cama, por Simón y su mujer, encargados por la Comuna de vigilarle, cometiendo consigo mismo indecencias dañosas para su salud, les aseguró que había sido iniciado por su madre y su tía en sus hábitos perniciosos, y que diferentes veces se habían divertido viéndole practicarlos delante de ellas, cosa que con mucha frecuencia tenía lugar cuando lo hacían acostar entre las dos; que tal como el niño se ha explicado, nos ha hecho comprender que una vez su madre lo hizo aproximarse a ella, de lo que resultó una cópula, y él resultó con una hinchazón en uno de los testículos, por lo cual lleva un vendaje, y que su madre le recomendó que jamás hablara de ello; que este acto fue repetido varias veces después; añadió que otros cinco particulares conversaban con mayor familiaridad que los otros comisarios del Consejo con su madre y con su tía». 


Con tinta sobre papel y siete a ocho firmas abajo queda establecida esta monstruosidad; la autenticidad de las actas, el hecho de que el deslumbrado niño haya prestado realmente esta espantosa declaración no puede ser negado; cuando más, podría objetarse que precisamente aquel pasaje que contiene la acusación de incesto con el niño de ocho años y medio no se encuentra en el texto mismo, sino que ha sido añadido ulteriormente al margen; manifiestamente, los mismos inquisidores habrán deliberado entre sí para establecer auténticamente esta infamia. Pero hay una cosa que no se puede refutar: la firma de «Louis Charles Capet» se encuentra bajo la declaración con letras gigantescas, trabajosamente dibujadas con infantil torpeza. El propio hijo ha presentado en realidad, ante estas gentes desconocidas, la más infame de todas las acusaciones contra su propia madre. 

Pero no hay bastante con este delirio; los jueces instructores quieren desempeñar su comisión a fondo. Después del mozuelo, que aún no tiene nueve años, es traída su hermana, la muchacha de quince. Chaumette le pregunta «si cuando jugaba ella con su hermano no la tocaba éste donde no debía ser tocada, y si la madre y su tía no la hacían acostar entre ellas». Responde que «no». Entonces, ¡espantosa escena!, ambos niños, el de nueve años y la de quince, son colocados uno frente a otro para disputar, delante de los inquisidores, acerca del honor de su madre. El pequeño delfín mantiene su afirmación, y la de quince años, intimidada por la presencia de aquellos hombres severos, y aturdida por aquellas preguntas inconvenientes, vuelve a refugiarse siempre en la declaración de que no sabe nada, de que no ha visto nada de todo aquello. Ahora es llamada como tercer testigo madame Elisabeth, la hermana del rey; con esta enérgica señorita de veintinueve años no son tan fáciles las cosas para los que interrogan como con los dos niños, cándidos y aterrorizados.

madame elisabeth en cautiverio.
Pues apenas le han presentado el texto de la declaración del delfín, cuando la sangre sube a las mejillas de la ofendida muchacha, rechaza despreciativamente el papel y dice que tal ignominia está demasiado por debajo de su persona para que pueda responder siquiera a ella. Ahora, nueva escena infernal, la colocan delante del muchacho. Mantiene éste, enérgica y descaradamente, que ella y su madre lo han inducido a estas deshonestidades. Madame Elisabeth no puede contenerse por más tiempo: «Ah, le monstre!» , exclama irritada, con un justo y arrebatado furor, al ver que este insolente y embustero monicaco afirma tales desvergüenzas. Pero los comisarios han oído ya todo lo que querían. El acta de estos interrogatorios es firmada también pulcramente y Hébert lleva, triunfal, los tres documentos al juez de instrucción con la esperanza de que ahora está desenmascarada y queda puesta en la picota la reina, para los contemporáneos y para la posteridad, para ahora y para siempre. Patrióticamente hinchado el pecho de orgullo, se pone con esta denuncia a disposición de las autoridades para comparecer ante la barra del Tribunal a testimoniar la infamia incestuosa de María Antonieta. 

Esta declaración de un hijo contra su propia madre, cosa quizá sin ejemplo en los anales de la historia, ha sido desde siempre el gran enigma para los biógrafos de María Antonieta; y para salvar este pequeño escollo, los defensores apasionados de la reina han recurrido a las más tortuosas explicaciones y deformaciones. Hébert y Simón, a quienes describen constantemente como diablos hechos carne, se habrían asociado, según ellos, para esta conjura, obligando bajo poderosas coacciones al pobre a inocente niño a que se dejara arrancar esta vergonzosa acusación. Lo habrían hecho manejable- primera versión monárquica- en parte con golosinas y en parte con el látigo, o si no -según versión igualmente falsa desde el punto de vista psicológico- lo habrían embriagado antes con aguardiente. Su declaración había sido prestada en estado de embriaguez, no siendo válida por eso. Ambas afirmaciones, no probadas, se contradicen, ante todo, con la descripción de esta escena, clara y absolutamente imparcial, que traza un testigo ocular de ella, el secretario Daujo, que escribió por su mano el acta del último interrogatorio: « El joven príncipe estaba sentado en un sillón, balanceando sus piernecitas, cuyos pies no llegaban al suelo. Interrogado sobre las cosas, le preguntaron si eran verdaderas, y respondió afirmativamente...». Toda la conducta del delfín muestra más bien una insolencia desafiadora y juguetona. Resulta también indudable, del texto de las otras dos actas, que el mozuelo no procedió, en modo alguno, bajo una coacción externa, sino que, por el contrario, con infantil obstinación -se advierte también en ello cierta maldad y afán de venganza- repitió libremente contra su tía la monstruosa afirmación.
 

¿Cómo se explica esto? No es cosa excesivamente difícil para nuestra generación, que está instruida de modo mucho más fundamental que las de tiempos anteriores, científica y psicológicamente, sobre las mentiras de las declaraciones infantiles en materia sexual y que se ha acostumbrado a acercarse a estos extravíos psíquicos de los menores con mayor comprensión. Ante todo, tenemos que dejar a un lado la versión sentimental de que el delfín hubiera sentido una espantosa humillación al ser entregado al zapatero Simón y que echara muy de menos a su madre; los niños se habitúan con sorprendente rapidez a todo ambiente desconocido y, por muy terrible que pueda parecer a primera vista, probablemente el chico de ocho años y medio se encontraba mejor con el rudo pero jovial Simón que en la torre del Temple con las dos mujeres, constantemente de luto y deshechas en llanto, que durante todo el día le daban lecciones, le obligaban a estudiar y trataban de obligar al niño, como futuro roi de France , a mantener artificialmente una severa conducta y dignidad. Pero con el zapatero Simón el pequeño delfín está plenamente libre; bien sabe Dios que no se le atormenta mucho para que aprenda; puede jugar por todas partes como quiera, sin preocuparse ni inquietarse por nada; es muy probable que para él fuera más divertido cantar la Carmagnole con los soldados que rezar el rosario con la devota y aburrida madame Elisabeth. Pues cada niño tiene instintivamente en sí la tendencia a rebajarse, y se defiende contra la cultura y las buenas manera que le son impuestas; se siente mejor entre personas despreocupadas y sin educación que bajo la coacción de la cultura; donde reina mayor libertad, mayor naturalidad y se exige menos dominio de sí mismo, puede desplegar con más fuerza to que hay de realmente anárquico en su naturaleza. 


El deseo de una elevación social sólo se presenta con el despertar de la inteligencia, a los diez, y a veces a los quince años; pero, en realidad, todo niño de buena familia envidia a sus camaradas de escuela proletarios, a quienes les es permitido todo to que a él le prohíbe su bien cuidada educación. Con esta veloz transformación de la sensibilidad que es característica de los niños, parece que el delfín -y esta cosa plenamente natural no querían admitirla a ningún precio los biógrafos sentimentales- se desprendió muy pronto de la melancólica esfera maternal y se habituó a la menos coactiva del zapatero Simón, cierto que inferior pero más divertida para él; su propia hermana confiesa que el pequeño cantaba a gritos canciones revolucionarias; otro testigo de fiar habla de una expresión del delfín respecto a su madre y a su tía hasta tal punto grosera que ni siquiera se atreve a repetirla. Acerca de la especial predisposición de este niño a mentir por fantasía, poseemos, fuera de eso, el más irrefutable testimonio; nada menos que su propia madre había dicho ya de él, cuando tenía cuatro años y medio, en aquellas instrucciones a la gouvernante: «Es muy indiscreto; repite fácilmente lo que ha oído decir; y con frecuencia, sin querer mentir, añade to que le hace ver su imaginación. Es su mayor defecto y del cual es preciso corregirle». 

En esta descripción de su carácter nos da María Antonieta el dato decisivo para la solución del enigma. Y se complementa lógicamente con unas palabras de la declaración de madame Elisabeth. Se sabe que casi siempre los niños atrapados en la ejecución de un acto prohibido tratan de echar la culpa sobre alguna otra persona. Por una instintiva medida de protección (porque sospechan que sólo a disgusto se hace responsable a un niño), declaran casi siempre que han sido «incitados» por alguien. En el caso que nos ocupa, la declaración de madame Elisabeth aclara la situación por completo. Dice terminantemente -y de este hecho, con insensatez, se ha prescindido en general- que su sobrino estaba, en realidad, entregado a aquel vicio juvenil desde hacía tiempo, y recuerda con precisión que, tanto ella como la madre, han solido reprenderlo con violencia por ello. Aquí tenemos la verdadera solución. El niño, por tanto, había sido ya sorprendido antes por su madre y por su tía y probablemente castigado con mayor o menor severidad. Al preguntarle Simón de quién procede aquella mala costumbre, al instante la relaciona, en forma muy comprensible en la trabazón de sus recuerdos, con la primera vez que fue encontrado practicándola, y de modo totalmente fatal piensa en aquellas que lo han castigado por ello. Inconscientemente se venga del castigo y, sin sospechar las consecuencias de tal declaración, cita el nombre de quienes lo castigaron como el de las personas que lo iniciaron en el vicio, y responde afirmativamente y sin vacilar, y, por tanto, con apariencias de la más extrema veracidad, a una pregunta sugestionadora que en este sentido le dirigen. Ahora se encadena muy claramente el curso de todo. 
 

Una vez envuelto en la mentira, el niño no puede ya retroceder; al contrario, tan pronto como advierte que se concede fe a sus afirmaciones y hasta que se las cree con placer, se siente plenamente seguro de su mentira y continúa afirmando alegremente todo lo que le preguntan los comisarios. Mantiene firmemente su versión, por un instinto de propia defensa, desde que nota que le evita un castigo. Hasta a psicólogos más diestros que estos maestros zapateros, ex cómicos, pintores y escribanos les habría costado trabajo no ser engañados en el primer momento al oír una declaración tan clara y firmemente expresada. Pero, además, en este caso especial, los investigadores estaban bajo la influencia de una sugestión colectiva; para ellos, lectores diarios del Père Duchéne , esta espantosa acusación del hijo concordaba plenamente con el carácter infernal de la madre, la cual, en los folletos pornográficos que circulaban por toda Francia, era presentada como resumen de todos los vicios. Ningún crimen, ni aun el más absoluto, podía sorprender a estos hombres sometidos a una sugestión, si se acusaba de él a María Antonieta. Así no se asombraron durante mucho tiempo, no meditaron a fondo, sino que, con la misma despreocupación que el niño de nueve años, plantaron sus firmas bajo las mayores infamias que hayan sido inventadas jamás contra una madre. 

El impenetrable aislamiento de la Conserjería protegió dichosamente a María Antonieta de conocer en seguida esta monstruosa declaración de su hijo. Sólo el penúltimo día de su vida, el acta acusatoria la enteró de esta humillación suprema. Durante decenios había soportado sin abrir los labios todos los ataques posibles contra su honor, las más infames calumnias. Pero ésta, verse tan espantosamente calumniada por su propio hijo, este tormento no imaginable, tiene que haberla conmovido hasta la más profunda intimidad de su alma. Hasta el mismo umbral de la muerte le acompaña este martirizador pensamiento; todavía tres horas antes de ser guillotinada, esta mujer, en general tan dueña de sí, escribe a madame Elisabeth, como ella acusada: «Sé cuánta pena ha debido producirle ese niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiere y hasta lo que no comprende. Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el precio de sus bondades y de su ternura hacia las dos».


A Hébert no le ha resultado lo que se proponía: deshonrar a la reina ante el mundo con estrepitosa acusación; al contrario, en el curso del proceso, el hacha por él blandida se le escapa de las manos y viene a golpear en su propia nuca. Pero ha logrado una cosa: herir mortalmente el alma de una mujer ya entregada a la muerte, envenenando aún en mayor grado sus horas postreras. 

domingo, 11 de marzo de 2018

LA FORMA EN QUE LUIS XVI FOMENTO EL CULTIVO DE PAPA

 Una pintura de Henri Gervex que representa a Luis XVI y María Antonieta visitando Parmentier en sus campos de papa, 1904.
Originaria de américa del sur donde se conoce con el nombre de papa, la patata llego a España hacia 1535. Los campesinos miran con ojos funestos a esta planta, que florece bajo el suelo, en el dominio del demonio, y no bajo el ojo de dios como los cereales. En Europa, son los irlandeses quienes lo adoptan primero a gran escala. De hecho, no tienen otra opción. Eso es todo o mueren de hambre, porque los ingleses, muy justos como siempre juegan, monopolizan todo el trigo irlandés. Poco a poco, la planta conquista Austria, Alemania, suiza e incluso el este de Francia. A fínales del siglo XVI, el famoso agrónomo Olivier de Serres lo cultivo en el Vivarais. Luego gano en Lyonnais, Dauphine y Franche-Comte. Pero los campesinos lo reservan exclusivamente para sus cerdos, comparándolo con una hierba de brujas, otros creen que puede transmitir la lepra.

El rey Federico II examinando un cultivo de papas. Óleo de Robert Warthmüller (1886).
El farmacéutico del ejercito Antonie Parmentier descubre la papa durante su encarcelamiento en Westfalia durante la guerra de los siete años. De hecho, los amistosos alemanes alimentan a sus prisioneros franceses con las gachas de papa que sirve para los cerdos. En su libertad, Parmentier regresa regordete como un pequeño a Holanda. Además, cuando en 1771, la academia de ciencias de Besançon lanzo una competencia titulada: “¿Cuáles son las plantas que podrían sustituirse en caso de escasez por las que se usan comúnmente y cuál debería ser la preparación?”, él se apresura a entregar un informe para enfatizar las virtudes de la papa. El gano la competencia de manos abajo por la fabricación de panes de papa. En 1772, justo después de su nombramiento como boticario principal del hotel Des Invalides, la facultad de medicina de parís declaro segura la patata, lo que levanta la prohibición del parlamento de parís que llego a su consumo desde 1778.

Cesto con papas de Vincent van Gogh (1885).
Parmentier comienza a cultivar papas en tierras alquiladas a monjas cerca de Les Invalides. Organiza cenas en las que se invita a científicos como Benjamín franklin y Lavoisier, a quien le propone veinte platos a base de tubérculos. Incluso publica un libro de cocina en 1777 titulado “aviso a las buenas amas de casa de las ciudades y el campo, sobre la mejor manera de hacer su pan”. Pero eso no es suficiente para convencer a los franceses de poner la papa en su mesa y los campesinos para cultivarla.

En 1785, expulsado `por las monjas, Parmentier busca nuevo terreno para plantar sus tubérculos. El rey Luis XVI, que apoya los esfuerzos de los agrónomos en favor de la papa, le otorga dos ocres de tierra en la llanura de Sablons, Nevilly, un sitio anteriormente utilizado como campo de maniobras por las tropas. La tierra es pobre, pero esto no es un problema para las papas.

Antoine-Augustin Parmentier
Es entonces cuando Parmentier tiene una idea genial: para hacer creer que sus “Parmetieres” son una delicia reservada para la mesa del rey y los altos señores, los mantiene vigilados por los soldados durante todo el día. Solo que, se cuida de no quitar toda la guardia durante la noche. Como resultado, pequeños ladrones irrumpen en el campo pata robar las preciosas patatas.

Durante la primera floración, Parmentier ofrece un ramo de hermosas flores blancas para el rey y la reina: “señor, quiero ofreceros un ramo digno de su majestad: la flore de una planta que puede solucionar la alimentación de los franceses”. El rey que ya había leído sus estudios sobre la papa, tomo el ramo, lo contemplo un momento y dijo: “Monsieur Parmentier, un hombre como vos no puede recompensarse con dinero, pero hay una moneda quizá digna de ellos, dadme su mano y acompáñeme a besar a la reina”. Ese mismo día, sirvió en la mesa real un plato de “Parmentieres”.

Parmentier mostrando las papas a Luis XVI.
Convencido de su importancia para nutrir su pueblo, el rey acepta en agosto de 1786 lucir un ramo de sus flores durante una recepción, prendiendo algunas de ellas en el pelo de María a Antonieta y de otros cortesanos. Luis XVI, además incluyo varios platos con patatas en el menú de la cena. El ejemplo empezó a cundir en otras mesas de la aristocracia y así la papa gracias al rey gano su puesto en el palara francés.

Parmentier presenta un ramo de flores de patata a María Antonieta y Luis XVI. 1901 Petit Journal ilustración.

domingo, 4 de marzo de 2018

INSTALACION DE LA FAMILIA REAL EN LAS TULLERIAS (1789)


Comienza el drama de las Tullerias. Es el 6 de octubre de 1789. La hora es diez de la noche. Después de un día de sufrimiento indescriptible, la familia real, que salió de Versalles a la una de la tarde, había entrado en el hotel de Ville en parís hacia las nueve en punto. “siempre es con placer y confianza –Luis XVI había dicho- que me encuentre en medio de los habitantes de mi buena cuidad de parís”. Al repetir el discurso del rey, el alcalde, Bailly, había olvidado las palabras “con confianza”. La reina las recordó al instante. “caballeros -prosiguió Bailly- son más afortunados que si lo hubiera ducho yo mismo”. 

Entonces Luis XVI y su familia regreso a las Tullerias. No fue sin vacilación y tristeza cuando entraron. El palacio parecía más sombrío por el contraste entre su fachada negra y las iluminaciones en las calles vecinas. Deshabitada la mayoría desde Luis XV. ¿Era sombrío para la hija de Marie teresa? ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué puede deparar el futuro? ¿Qué se puede esperar? ¿Qué temía? ¿Cómo ocultara ella los sentimientos de indignación y de ira sagrada que estallan en un corazón noble? ¿Qué figura puede hacer ella en la presencia de este trastorno desenfrenado? ¿Cómo soportar humillaciones supremas que golpean al linaje de San Louis, de enrique IV y Luis XIV?. La atmosfera esta sobrecargada con tormentas.

María Antonieta se siente rodeada de furias. Se podría decir que desde cada ventana, desde cada lado de la pared, desde detrás de cada mueble, los puñales apuntan a la augusta víctima. La mujer más intrépida temblaría. Oh! Que mañana! Que despertar! Y sin embargo, los rayos de esperanza estaban aquí y allá para brillar a través de este cielo nublado. La presencia del rey y su familia en la capital produjo un cierto cese de la tormenta. Las panaderías y ano estaban asediadas, había suficiente comida. La gente abarrotada hacia las Tullerias, las avenidas, los patios, los jardines, fueron encerrador por la multitud.
 

En la mañana del 7 de octubre, las mismas mujeres, que, a horcajadas de los cañones, habían rodeado ayer el transporte de la familia real con amenazas e insultos, se metieron debajo de las ventanas de la reina y exigieron presentar su homenaje. María Antonieta se mostró a la multitud. Como su bonete sombreada parcialmente su rostro, se le rogo que lo quitara, que se la pudiera ver mejor. Ella concedió la solicitud. La realeza ya no era más que un juguete, con el que la gente se divirtió antes de romperlo. Las mujeres que ayer se aferraron a los escalones del carruaje real, se aferraron a sus puertas y se inclinaron sobre María Antonieta, tratando de tocarla, de ensuciarla con la respiración, ahora estaban en diálogo con ella.
  
“ama a los habitantes de tu buena ciudad” dijo uno. “los ame en Versalles, los amare de igual manera en parís” respondió la reina. “si, si” dijo otro “pero el 14 de julio querías sitiar la ciudad y bombardearla”. “se lo dijeron –contesto la reina- y lo creyeron, fue lo causo los problemas del pueblo y del mejor de los reyes”. Una tercera mujer se dirigió al soberano y el grito “alemán!”. La reina volvió su mirada y dijo: “ya no lo entiendo, me he convertido en una mujer francesa tan minuciosa que incluso he olvidado mi lengua materna”. Hubo estallidos de aplausos. Las mujeres le pidieron a la reina las flores y las cintas de su gorro. Ella las desabrocho y se las dio. La multitud grito, larga vida a nuestra buena reina!.

Mientras los patios y los jardines de las Tullerias resonaron con vítores, los guardaespaldas, pálidos, encorvados y con las marcas de la angustia que habían padecido la noche anterior, recorrían los paseos públicos, bajo la escolta de la guardia nacional, ayer sus vencedores, hoy sus camaradas. Fueron recibidos por todos lados. Hubiera dicho que la reconciliación estaba completa. Durante todo el día, innumerables delegaciones visitaron al rey. Luis XVI, siempre optimista, parecía haber olvidado totalmente la violencia del día anterior. Sus cortesanos estaban lejos de compartir su serenidad. La etiqueta se mantenía, pero los caballeros unidos a su servicio cumplieron con sus deberes tristemente.


Muchos ya había emigrado, pero por otro lado, había una mujer que, a la primera mención del peligro, se había apresurado al puesto de honor y devoción, fue la princesa de Lamballe. A las nueve de la tarde del 7 de octubre ella estaba sentada tranquilamente con su suegro, el duque de Penthievre, en el castillo de Eu, cuando un correo llego a toda velocidad trayendo la noticia de lo que había pasado en Versalles durante los últimos dos días. “oh papa!”, exclamo la princesa, “que acontecimientos tan terribles! Debo ir de inmediato”. A medianoche, en un clima espantoso, madame Lamballe dejo el castillo, para regresar a toda prisa a parís. Llego allí durante la noche del 8 de octubre y tomo sus habitaciones en la planta baja del pabellón de Flora. En su calidad de superintendente, dio varias veladas allí, algunas de las cuales hizo su aparición María Antonieta. Pero cuando la reina rápidamente se convenció de que su posición ya no permitía su asistencia a grandes recepciones, permaneció en sus propios apartamentos, leyendo, orando, cosiendo y supervisando la educación de sus hijos.

Madame Elisabeth escribió al Abad de Lubersac el 16 de octubre: “la reina, que ha tenido un coraje increíble, comienza a estar en mayor favor con el pueblo. Espero que con el tiempo y con prudencia inquebrantable, podamos recuperar el amor de los parisinos, que simplemente han sido engañados”. Durante varios días la gente continúo obstruyendo los patios de las Tullerias. Su indiscreción fue llevada a tal punto que varias mujeres del mercado se aventuraron a subir al apartamento de madame Elisabeth. Cada instante personas venían a hacer comentarios escandalosos e indignos bajo las ventanas del castillo. El abuso fue tan grande, que uno de los ministros propuso prohibir la entrada al palacio. “no –dijo el infortunado monarca- pueden presentarse, tendremos valor para escucharlos”.


Un día, cuando estas fingidas delegaciones estaban hostigando a Luis XVI, uno de ellos se atrevió a acusar a la reina, que estaba presente, en la mayoría de los términos ofensivos. “usted confunde -dijo el rey, gentilmente- la reina y yo no tenemos intenciones con las que se nos acreditan. Actuamos en concierto para su bienestar común”. Cuando la delegación se retiró, María Antonieta se puso a llorar.

Augeard, su secretario privado, da cuenta en sus muy curiosas memorias de una conversación que tuvo con ella poco después de los días de octubre: “su majestad esta presa”. “dios mío! ¿Qué estás diciendo?”. “Señora, es cierto, desde el momento cuando su majestad dejo de tener una guardia de honor, usted es una prisionera”. “estos hombres aquí, sostengo, están más atentos que nuestros guardia”. Augeard le aconsejo a la reina que se reuniera con su hermano, el emperador, él agrego: “solo se de una manera, pero eso es infalible, de salvar al rey, a usted misma, a sus hijos y a toda Francia. Es mejor para usted que se valla. Ya no se puede establecer en contra de la nueva constitución que quieren darnos y sus vidas estarían a salvo”.


Se le presentó un plan de fuga extremadamente preciso. A las siete y media de la tarde, vestida de sirvienta, acompañada de sus hijos (el Delfín vestido de niña), salía de las Tullerías por una escalera que bajaba del desván al patio de los Príncipes. Allí la esperaría un coche que la llevaría al hotel de Augeard donde tomaría otro coche. Le aseguró que llegaría a Reims a las nueve de la mañana y que llegaría, por la tarde, al castillo de La Tour, en territorio del Imperio, a diez leguas de Luxemburgo. Antes de su partida, la reina obviamente debería advertir en secreto a su marido. Sin embargo, para que él no se viera comprometido, por la noche entregó una carta a una doncella, con la misión de entregársela al rey a la mañana siguiente. Este mensaje era para anunciar que ella “se condenaba a un retiro profundo fuera de sus estados, donde sólo regresaría cuando allí se restableciera la tranquilidad”. La reina escuchó atentamente a Augeard, pero no se atrevió a separarse del rey. “Temo demasiado por sus días”, le dijo. Augeard insistió: “Los salvará, señora, porque cuando ya no tengan a la madre y a los niños a su disposición, preferirán envolver al rey en algodones antes que causarle el más mínimo daño. Esta gente sabe que los reyes nunca mueren en Francia".

La reina pidió un tiempo de reflexión. Augeard pensó que ella estaría de acuerdo con su plan. En mapas que le compraron, trazó la ruta que le transmitió. Pero María Antonieta se negó a embarcarse en semejante aventura sola con sus hijos. El 19 de octubre su decisión fue irrevocable: permaneció en París. El rey acababa de enviar al duque de Orleans a Inglaterra. La reina, que lo creía responsable de los disturbios del 5 y 6 de octubre, estaba convencida de que había ordenado su asesinato. La distancia con este príncipe al que odiaba ayudó a tranquilizarla. “Cuando él esté allí, estaremos más tranquilos y seguros”, le dijo a Augeard.

Augeard insistió largamente con ella, describiendo su situación en los términos más dramáticos y asegurándole que pronto sería demasiado tarde para pensar en huir. La reina permaneció inquebrantable. "No! No me iré! mi deber es morir a los pies del rey". Sin embargo, añadió que no renunciaba por completo a la idea de escapar. "Creo que sólo puedo realizarlo con el rey", le dijo finalmente.

La reina tenía razón. Ella permaneció valientemente en el puesto de devoción y peligro. Aquellos que trataron de convencerla de que abandonara a su esposo dieron un consejo indigno de su elevado corazón. Siguiendo ese consejo la hija de la gran María Teresa podría haber salvado la vida, pero habría perdido algo más deseable: su honor.