domingo, 19 de abril de 2015

LA REINA MARIE ANTOINETTE SE HACE IMPOPULAR


Les Libelles sur Marie Antoinette

La hora del nacimiento del delfín había significado el apogeo del poder de María Antonieta. Al dar un heredero a la Corona había llegado a ser reina por segunda vez. Una vez más, el júbilo mugiente de la multitud le había mostrado inagotable capital de amor y confianza, a pesar de todos los desengaños, había en el pueblo francés para su Casa reinante y con qué poco esfuerzo podría un soberano unir toda la nación a su persona. Ahora sólo necesitaba la reina dar el paso decisivo de Trianón a Versalles y París, dejar el mundo del rococó por el mundo real, su volandera sociedad por la nobleza y el pueblo, y todo estaría asegurado. Pero, una vez más, después de las horas difíciles, María Antonieta se vuelve hacia lo fácil y placentero; tras las fiestas populares comienzan otra vez las costosas y funestas de Trianón. Pero esta vez ha llegado a su fin la gran paciencia del pueblo; María Antonieta ha alcanzado la divisoria de su dicha. Desde ahora en adelante, las aguas corren hacia lo profundo en sentido opuesto.

Al principio no ocurre nada visible, nada sorprendente. Sólo que Versalles está más y más silencioso; que cada vez hay menos damas y caballeros en las grandes recepciones, y los pocos que acuden muestran cierta positiva frialdad en su saludo. Todavía guardan las formas; pero a causa de la forma y no de la reina. Aún inclinan la rodilla en tierra, aún besan cortésmente la mano regia; pero ya no se disputan el favor de una conversación, las miradas siguen siendo sombrías a indiferentes. Cuando María Antonieta va al teatro, ya no se levanta precipitadamente, como antes, el público del patio y de los palcos; en la calle no resuena ahora el tanto tiempo grito familiar de «Vive la Reine!» . Aún no se manifiesta, en todo caso, ninguna pública hostilidad: sólo que se ha perdido aquel calor que antes presentaba un alma favorable al obligado respeto: todavía se obedece a la soberana, pero ya no se aclama a la mujer. Sirven respetuosamente a la esposa del rey, pero ya no se afanan celosamente en torno a ella. No se contradice abiertamente a sus deseos, sino que se guarda silencio: el duro, maligno y astuto silencio de una conspiración.

El cuartel general de esta secreta conjura está repartido entre los cuatro o cinco palacios de la familia real: el de Luxemburgo, el Palais Royal, el de Bellevue y hasta el mismo Versalles, todos se han coligado en contra de Trianón, la residencia de la reina. El coro de la malevolencia está dirigido por las tres viejas tías. No han olvidado todavía que la joven delfina ha huido de su escuela de malignidad y que la reina está muy por encima de ellas; enojadas porque no representan ya ningún papel, se han retirado al palacio de Bellevue. Allí, muy abandonadas y aburridas, permanecen en sus habitaciones durante los primeros años de triunfo de María Antonieta; nadie se preocupa de ellas, porque todas las atenciones se agitan y revolotean en torno a la joven y hechicera soberana, que tiene todo el poder entre sus ligeras y blancas manos.

Pero cuanto más se va haciendo impopular María Antonieta con tanta mayor frecuencia se abren las puertas del palacio de Bellevue. Todas las damas que no han sido invitadas a Trianón, la despedida «Madame Etiqueta», los ministros dimitidos, las mujeres feas y que, por consiguiente, han seguido siendo virtuosas, los gentileshombres retirados, los piratas de colocaciones que no han logrado presa, todos los que aborrecen el «nuevo orden de las cosas», que se duelen melancólicamente de la pérdida de la antigua tradición francesa, de la devoción y de las «buenas» costumbres, se dan cita en este salón de los menospreciados. La vivienda de las tías en Bellevue llega a ser una secreta botica de venenos, en la cual todos los rencorosos chismes de la corte, las más nuevas locuras de la «austríaca», sus aventuras galantes, son destilados gota a gota y conservados en frascos; aquí es donde se establece el gran arsenal de todas las maliciosas comadrerías, la tan temida calumnia; aquí es donde se compone, se leen en voz alta y se ponen en circulación los mordaces escritos que resuenan después alegremente por Versalles; aquí es donde se reúnen, con intenciones aviesas y disimuladas, todos los que querrían que la rueda del tiempo girara otra vez hacia atrás, todos los vivientes cadáveres desengañados, destronados, sin cargo alguno, las larvas y momias de un mundo pasado, toda la acabada generación vieja, para vengarse de ser vieja y acabada. Pero el veneno de este almacenado odio no se dirige contra el «pobre y buen rey», a quien, hipócritamente, compadecen, sino sólo contra María Antonieta, la joven, deslumbrante y dichosa reina. Más peligrosa que esta desdentada gente de ayer y anteayer, que ya no puede morder, sino sólo salpicar la baba, es la nueva generación, que nunca ha logrado todavía el poder y no quiere permanecer más tiempo en la oscuridad.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Versalles, con su conducta exclusivista a indolente, se ha apartado tanto, irreflexivamente, de la verdadera Francia, que ya no advierte siquiera las nuevas corrientes que agitan al país. Una burguesía inteligente acaba de abrir los ojos, se ha instruido acerca de sus derechos en las obras de Jean-Jacques Rousseau, mira en la vecina Inglaterra una democrática forma de gobierno; los que regresan de la guerra de la independencia norteamericana traen el mensaje de que existe un país extranjero en el cual la diferencia de casta y clases sociales ha sido suprimida por la idea de la igualdad y la libertad. Mas en Francia sólo ven estancamiento y decadencia, nacidos de la total incapacidad de la corte.

Unánimemente, a la muerte de Luis XV, había esperado el pueblo que por fin estaría terminada entonces la vergüenza del gobierno de las favoritas, el escándalo de las indignas protecciones; en lugar de ellas, reinan otra vez ahora las mujeres: María Antonieta y, detrás de ella, la Polignac. La burguesía ilustrada ve con creciente amargura cómo se descompone el poder político de Francia, cómo crecen las deudas, cómo decaen el ejército y la armada; se pierden las colonias, mientras que, todo alrededor, los otros Estados se desarrollan activamente; y en dilatados círculos de opinión crece el deseo de poner fin a esta desorganización indolente.

Este mal humor, siempre creciente, de los auténticos patriotas y de los que conciben el sentimiento de lo nacional, se dirige principalmente -y no sin razón- contra María Antonieta. Incapaz y sin deseos de adoptar una verdadera resolución, el Rey -eso lo sabe todo el país- no significa nada como soberano; únicamente es todopoderoso el influjo de la reina. Ahora bien, María Antonieta habría tenido ante sí dos posibilidades: o tomar seria, activa y enérgicamente, lo mismo que su madre, los asuntos del gobierno, o separarse totalmente de ellos. El grupo austríaco intenta sin cesar impulsarla hacia la política, pero es en vano, porque para reinar o correinar habría que leer a diario, de un modo constante, papeles y documentos durante algunas horas; pero a la reina no le gusta leer. Habría que escuchar los informes de los ministros y reflexionar sobre ellos, y a María Antonieta no le gusta pensar. Ya sólo el escuchar significa para su espíritu volandero un severo esfuerzo. «Apenas oye cuando se le dice algo -se queja a Viena el embajador Mercy-, y casi nunca existe la posibilidad de tratar con ella de ningún asunto serio a importante o de atraer su atención hacia una cuestión trascendental. La sed de placeres ejerce sobre ella un poder misterioso.» En las circunstancias más favorables, cuando el embajador la estrecha muy vivamente con un encargo de su madre o de su hermano, responde la reina algunas veces: «Dígame usted lo que debo hacer y lo haré», y, en efecto, va a exponérselo al rey. Pero al día siguiente su inconstancia ha hecho que se olvide de todo, su intervención no va más allá de «ciertos impacientes impulsos» y, finalmente, Kaunitz, en la corte de Viena, acaba por resignarse. «No contemos jamás con ella para nada. Contentémonos con obtener, como de un mal pagador, lo que buenamente pueda obtenerse.» Hay que conformarse, le escribe a Mercy, ya que tampoco en otras cortes las mujeres intervienen en la política.

Pero ¡si, por lo menos, renunciara realmente a tomar en sus manos el timón del Estado! Entonces, siquiera, se habría conservado sin culpa ni responsabilidad. Pero, impulsada por la pandilla de los Polignac, se mezcla constantemente en la política tan pronto como hay que proveer un puesto de ministro, una plaza de gobernación del Estado: hace lo más peligroso que se puede hacer: habla de todo sin conocer, ni del modo más remoto, la materia; actúa como diletante y decide en un punto las cuestiones más capitales; malgasta exclusivamente en provecho de sus favoritos el poder enorme que ejerce sobre el rey.

«Cuando se trata de cosas serias -se lamenta Mercy-, al instante se siente acobardada a incierta en sus gestiones; pero cuando va impulsada por su sociedad pérfida a intrigante, hace todo lo preciso para cumplir los deseos de aquella gente.» «Nada ha contribuido más a suscitar el odio contra la reina -observa el ministro Saint-Priest- que estas intervenciones intermitentes y estos nombramientos injustos de protegidos suyos.» Pues como a los ojos de la burguesía es ella la que dirige los asuntos del Estado; como todos estos generales, embajadores y ministros colocados por ella no se acreditan capaces, el sistema de esta autocracia arbitraria sufre completo naufragio, y como Francia, con una velocidad cada vez mayor de torrente desbordado, camina hacia la bancarrota financiera, toda la culpa cae sobre la reina, del todo inconsciente de su responsabilidad. (¡Ay, si ella no ha hecho sino ayudar a algunas gentes simpáticas!) Todo lo que en Francia desea el progreso, un orden nuevo, justicia y actividad creadora, lanza censuras, se enoja y pronuncia amenazas contra esta despreocupada dilapidadora, contra la eternamente alegre castellana de Trianón, la cual sacrifica loca y neciamente el amor y bienestar de veinte millones de seres a una orgullosa pandilla de veinte damas y caballeros.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Al cabo de diez años de poder malgastados y disipados, María Antonieta se halla ya cercada por todas partes: en 1785, el odio está ya a punto de producir sus frutos. Todos los grupos hostiles a la reina -abarcan casi toda la nobleza y la mitad de la burguesía- han ocupado ya sus posiciones y sólo esperan la señal de ataque. Pero aún es demasiado fuerte la autoridad del poder hereditario; aún no se ha acordado ningún plan preciso. Sólo conversaciones en voz baja, cuchicheos, zumbidos y silbidos de flechas finamente emplumadas se perciben en Versalles; cada una de ellas lleva en su punta una gota de aretinesco veneno, y todas ellas, volando por encima del rey, apuntan a la reina. Hojillas impresas o manuscritas circulan de mano en mano, pasándoselas por debajo de la mesa, y son rápidamente escondidas en la casaca tan pronto como se oye un paso desconocido.

En las librerías del Palais Royal, muy distinguidos señores de la nobleza, que ostentan la cruz de San Luis y hebillas de diamantes en los zapatos, se hacen llevar por el vendedor a la trastienda, el cual, allí, después de haber atrancado cuidadosamente la puerta, saca de cualquier polvoriento escondrijo, entre libracos viejos, el último libelo contra la reina, aparentemente traído de contrabando de Londres o Amsterdam, pero el cual, en realidad, por su impresión asombrosamente reciente, está casi húmedo y hace sospechar que acaso haya sido impreso en la misma casa, en el Palais Royal, que pertenece al duque de Orleans, o en el de Luxemburgo. Sin vacilar, la clientela distinguida paga a menudo más monedas de oro por estos folletos que hojas se contienen en ellos; a veces, éstas no son más que diez o veinte, pero, en cambio, están abundantemente ornadas de lascivos grabados en cobre y salpimentadas de maliciosas bromas. Uno de tales licenciosos libelos infamatorios es el presente favorito que se puede ofrecer a una noble amante, a una de aquellas damas a quienes María Antonieta no hace el honor de invitar a Trianón; un regalo tan pérfido las alegra más que un anillo precioso o un abanico. Compuestos por un desconocido versificador, impresos por manos secretas, esparcidos por manos que no se dejan sorprender, estos difamatorios escritos contra la reina revolotean como murciélagos a través de las verjas del parque de Versalles y penetran en los salones de las damas y en los palacios de provincia; pero si el teniente de Policía quiere perseguirlos se siente de repente paralizado por fuerzas invisibles. Por todas partes se deslizan estos impresos: la reina los encuentra en la mesa de comer, bajo su servilleta; el rey, en su escritorio, en medio de los documentos; en el palco de la reina, delante de su asiento, está clavada en el terciopelo, con un alfiler, una maligna poesía, y por la noche, si se asoma a su ventana, oye las escarnecidas coplas que desde hace mucho tiempo ruedan por todas las bocas.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Desde la hora en que la reina se encuentra encinta y este inesperado acontecimiento enoja del modo más profundo en la corte a los diversos pretendientes, se agudiza sensiblemente su tono. Precisamente ahora, cuando ya no es verdad, comienzan todos, intencionadamente y en voz alta, a escarnecer al rey como impotente y a la reina como adúltera, para desde el principio -ya se sospecha en favor de qué intereses -, colocar en posición de bastardía la eventual descendencia.

Especialmente desde el nacimiento del delfín, el indiscutible y legítimo heredero del trono, se dispara con bala rasa sobre María Antonieta desde aquellos ocultos y escondidos escondrijos. Sus amigas, la Lamballe y Polignac, son puestas en la picota como ejercitadas maestras en amorosos servicios lesbios: María Antonieta, como una erotómana insaciable y perversa; el rey, como un pobre cornudo; el delfín, como bastardo.
                                        Les Libelles sur Marie Antoinette

En 1785, el concierto de calumnias se halla ya en su apogeo; está marcado el compás, suministrada la letra. La Revolución sólo necesita después gritar en voz alta por las calles lo que había sido imaginado y versificado en los salones para llevar a María Antonieta ante el Tribunal. Los auténticos motivos de la acusación los ha dictado la corte, y la cuchilla que cae sobre la nuca de la reina ha sido puesta en los rudos puños del verdugo por unas manos aristócratas, delgadas, finas y llenas de anillos.

Los libelos contra María Antonieta son, en aquel momento, el negocio más lucrativo y, al mismo tiempo, no muy peligroso; así, la funesta moda sigue extendiéndose alegremente. El silencio y la charlatanería, el negocio y la ordinariez, el odio y la codicia, colaboran bien y fielmente en el encargo y la difusión de estos escritos. Y bien pronto sus esfuerzos reunidos han alcanzado el apetecido fin: hacer realmente odiada en toda Francia a María Antonieta como mujer y como reina.

Les Libelles sur Marie Antoinette
 
María Antonieta percibe claramente a sus espaldas este maligno poder; conoce los escritos vejatorios y adivina también quiénes son sus inspiradores. Pero su desenvoltura, su innato e ineducable orgullo habsburgués tienen por más animoso despreciar el peligro que salir a su encuentro cauta y prudentemente. Despreciativa, se sacude de su vestido estas salpicaduras. «Nos encontramos en una época satíricas -escribe a su madre con despreocupada mano-; las componen sobre todas las personas de la corte, hombres y mujeres, y la ligereza francesa ni ante el rey se ha detenido. En lo que a mí toca, tampoco he sido perdonada.» Eso es todo; aparentemente, no hay más enojo ni más rencor. ¿En qué puede dañarla que un par de moscones vengan a posarse en su traje? Bajo la coraza de su dignidad real se cree invulnerable para las flechas de papel. Pero olvida que una sola gota de este diabólico veneno de la calumnia, una vez penetrado en el torrente sanguíneo de la opinión pública, puede producir una fiebre ante la cual, más tarde, hasta los médicos más sabios permanecerán impotentes. Sonriente y ligera, María Antonieta pasa al lado del peligro. Las palabras no son para ella más que briznas en el viento. Para despertarla tiene que venir una tempestad.

domingo, 5 de abril de 2015

MADAME DE POLIGNAC ES NOMBRADA INSTITUTRIZ REAL

La reina fue ocupada en lo personal de la educación de sus hijos. Tal preocupación la manifestó a través de sus cartas a su amiga la princesa de Hesse. Una quiebra inesperada y horrible de una familia noble a principios del otoño de 1782, fue por lo tanto de interés particular para la reina porque se trataba de la real institutriz de sus hijos. Esta era la princesa de Guemenee que solo un año antes había desfilado tan felizmente con el delfín recién nacido en medio de las filas de cortesanos.

La quiebra por la suma de 33 millones de libras fue el mayor escándalo en Versalles. Los Rohan-Guemenee, como pareja, habían sido deslumbrante y por un tiempo era difícil creer en el colapso de su futuro tan brillante. La princesa finalmente renuncio a su puesto, el rey y la reina se comportaron tan bien y generosamente con la pareja, a pesar de los consejos del conde Mercy y Vermont que la reina evitara cualquier enredo en este asunto. María Antonieta aseguro una enorme pensión para la princesa en la rendición de su puesto, mientras que el rey compro la propiedad Guemenee en Montreuil.

¿Por tanto quién ocuparía este puesto tan importante? educar al futuro monarca desde niño significaría una influencia enorme de grande. Corrieron rumores de que la reina elegiría a su idolatra madame Polignac. Sin embargo la favorita seducida por la importancia del empleo, trato de anticiparse a decir que no lo aceptaría y siguió manteniendo su punto de vista de elegir una buena ama de llaves. Los cortesanos que se consideraban agraviados, de todos lo que se le concedió, siguieron circulando intrigas contra ella.


El rey se debatió entre dos mujeres; la princesa de Chimay y madame de Duras, pero antes faltaba la opinión de la reina: “me temo, en la adoración aprobada por la princesa de Chimay podría garantizar en nuestros niños el sentimiento de la verdadera piedad. En cuanto a la señora de Duras, ella es muy inteligente y la educación superior va en detrimento de la dedicación. Así que mucho conocimiento puede ser esencial para un gobernador, pero me parece perjudicial para una ama de casa que debe limitarse a desarrollar el alma y el carácter de sus alumnos”.

El rey impresionado por esta sentencia pensó en que su esposa elegiría madame Polignac y se apresuró a difundir que esta iba a ser nombrada institutriz, Luis XVI dio plena confianza y estima a la favorita y más aún en dejar en sus manos la educación de los hijos de Francia. Por tanto la camarilla Polignac tejió una red para ratificar la confianza de la una y ablandar la apatía de la otra. El astuto barón de Besenval estuvo a cargo de este espinoso asunto: “aproveche el momento en que la reina iba de una habitación a otra -dice- me fui a ella y le pregunte lo que pensaba sobre los rumores que circulaban en el palacio, sobre la jubilación de la señora de Guemenee y su reemplazo por madame Polignac. La reina se detuvo y me miro como alguien que presenta una idea totalmente nueva, se quedó un momento sin hablar - ¿madame Polignac?- majestad tiene todas las cualidades necesarias para este puesto, creo que desagradara en el ojo público sino diera esa confianza a su amiga”.

En cualquier nivel normal, la Duquesa de Polignac tenía un carácter dulce y era una buena opción. Compartió las preocupaciones de la maternidad; su cuarto hijo, Camille, nació tres meses después del delfín.

Madame Polignac hablo con la reina. Con lágrimas manifestó su gratitud, luego hablo de las repercusiones que podrían surgir en su contra, pues la duquesa de Grammont codiciaba esta oficina: "no he prometido el puesto a nadie –respondió la reina- y yo solo daré a usted antes que cualquier persona. Confió ciegamente en que usted educara muy bien a mis hijos".


Pero Versalles no era un mundo normal. El peligro no radica en los vicios retratados en los folletos sobre la Polignac con títulos como “la princesa de priape” o “la mesalina francesa”. Tampoco Luis XVI que tomo la molestia de asegurar a la duquesa de antemano que iba a confiar fácilmente a sus hijos. Su dependencia agradeció en la capacidad de Yolanda de aliviar las amarguras de la reina.

Según el conde Mercy “la elección como institutriz no ha recibido la aprobación general”, La noticia no solo sorprendió a Versalles, el disgusto llego hasta Viena donde José II escribió a Mercy mostrando su desagrado: “el nombramiento de la señora Polignac, lo admito, me sorprendió como todas las personas sensatas, pero aun así, es un hecho y yo soy cuidadoso de no hablar en esos términos a la reina, pero no dejo de mostrar mi disgusto como una mujer tan impúdica se le asigné un cargo de tanta importancia”.

El nuevo cargo añadió a la lista de prestaciones de los Polignac, apartamentos en Versalles y el cargo lucrativo de director general de correos, dado al duque de Polignac. Es cierto que por 1782, María Antonieta ya estaba totalmente dominada por el conjunto de los Polignac.

A pesar de todo era una carga muy grande para una mujer de vida tranquila. La infancia del delfín Luis José, nacido débil y delicado, era doloroso, madame de Polignac fue despertada varias veces en la noche por los gritos del joven príncipe, cuya habitación estaba al lado de la suya. Las preocupaciones era la muerte de la esperanza dinástica de Francia. Su angustia se calmo un poco cuando nació el pequeño Luis Carlos, que se produjo tres años más tarde, pero su fatiga se duplica.
 

Mucho cuidado, ya que la rendición de cuantas, había alterado profundamente la salud de madame de Polignac, quien se vio obligada a considerar el retiro. De hecho, la etiqueta prohibió al gobernante alejarse por un momento de los estudiantes. Debía tener el permiso del rey y la reina, que rara vez se concede. Su renuncia no fue aceptada, hemos visto como con dificultad y en qué condiciones se le permitió a madame de Guemenee retirarse.

Esta vez madame de Polignac sintió un rechazo absoluto. Durante el viaje a Fontainebleau y con el pretexto de ir a las aguas solicito por segunda vez la renuncia. El rey termino por aceptada con la condición de que esperara un año para conseguir una persona adecuada para el cargo. La reina agrego que en su retorno de las aguas, ella compartiría con su favorita el cuidado de sus hijos.

Madame de Polignac solo podía retirar su renuncia en presencia de tal testimonio de amistad. Así que fue con su marido a las aguas termales; pasaron dos meses en tierras inglesas. La muerte de la princesa Sofía apresuro su volver.

Pero las horas tristes ya habían comenzado, la furiosa oposición había surgido contra el rey y la reina, en especial con tea la reina que fue criticada por su apego a madame de Polignac. Esta última supuestamente había acorralado todos los cargos, todos los honores para el beneficio de su familia.

domingo, 22 de marzo de 2015

LA CONQUISTA DE PARÍS (1773)

visita oficial de la delfina a paris!
En las noches oscuras, desde las colinas que rodean Versalles se ve claramente el reluciente halo de luces de París reflejándose en el cielo nuboso, tan cercano de la capital está el palacio; un cabriolé de muelles recorre el camino en dos horas; un peatón apenas necesita seis para ello. Por tanto, ¿Qué hubiera sido más natural sino que la nueva heredera del trono hiciese una visita a la capital de su reino dos, tres o cuatro días después de la boda? Pero el verdadero sentido, o más bien la falta de sentido del ceremonial, consiste precisamente en oprimir o torcer lo natural en todas las formas de la vida. Entre Versalles y París se alza para María Antonieta una muralla invisible: la etiqueta. Pues sólo con toda solemnidad, después de un especial anuncio, precedido de un permiso del rey, le es dado al heredero del trono de Francia entrar por primera vez en la capital con su esposa. Pero justamente esta solemne entrada, trata la querida parentela de retrasarla todo lo posible. Aunque entre ellos se aborrezcan mortalmente, las viejas tías beatas, la Du Barry y el par de ambiciosos hermanos, los condes de Provenza y Artois, todos trabajan en común, celosamente, para labrar la valla que cierra el camino de París para María Antonieta; no quieren concederle un triunfo que mostrará de modo harto visible su futura categoría. Cada semana, cada mes, la «camarilla» encuentra un nuevo impedimento, y pasan así seis meses, doce, veinticuatro, treinta y seis; un año, dos años, tres años, y María Antonieta continúa siempre prisionera detrás de las doradas rejas de Versalles. Por último, en mayo de 1773, pierde María Antonieta la paciencia y pasa abiertamente al ataque. Como los maestros de ceremonias, llenos de preocupación, menean siempre dubitativos sus empolvadas pelucas ante los deseos de la princesa, se hace ésta anunciar en las habitaciones de Luis XV. El rey no encuentra en tal pretensión nada de extraordinario y, débil ante las mujeres bonitas, dice al punto que «sí» y «amén» a la charmante esposa de su nieto, con gran enojo de toda la clique. Y hasta le deja libertad para que escoja ella misma el día de la entrada solemne.

María Antonieta elige el 8 de junio. Pero como el rey ha dado definitivamente su permiso, divierte a la petulante princesa hacerle secretamente una jugarreta al odiado reglamento de palacio, que durante tres años ha tenido cerrado para ella el camino de París. Y así como a veces algunos enamorados novios, sin que la familia lo sospeche, anticipan la noche de bodas antes de la bendición sacerdotal, para añadir a su goce el encanto de lo prohibido, también María Antonieta convence a su esposo y a su cuñado, muy poco antes de la entrada pública en París, para hacer allí una excursión secreta. Algunas semanas antes de la visita oficial, ya tarde, por la noche, hacen enganchar las carrozas y, disfrazados y con careta, se dirigen al baile de la ópera, en la Meca, en París, la ciudad prohibida. A la mañana siguiente, como se presenta muy como es debido a la primera misa, esta no permitida aventura queda desconocida por completo. No hay ningún escándalo y, sin embargo, María Antonieta ha tomado su primera venganza de la odiada etiqueta. Después de haber saboreado en secreto el paradisíaco fruto de París, tanto más poderosamente impresiona a la princesa la entrada pública y solemne.

multitudes acuden a  saludar el cortejo que lleva a los delfines en su visita a paris.
Después del rey de Francia, también el rey del cielo da su aprobación solemne: este 8 de junio es un radiante día de verano que atrae, como espectadores, a una muchedumbre que la vista no consigue abarcar. Todo el camino de Versalles a París se transforma en un doble seto humano, ininterrumpido, mugiente, sobre el cual se agitan sombreros, pintorescamente salpicados de banderas y guirnaldas. En la puerta de la ciudad, el mariscal De Brissac, gobernador de la capital, espera la carroza de gala para presentar respetuosamente, en una bandeja de plata, a los pacíficos conquistadores, la llave de la ciudad. Después vienen las placeras del mercado; vestidas con sus mejores galas, presentan las primicias de la estación, frutos y flores, recitando dinásticos versos. Al mismo tiempo retumban los cañones de los Inválidos, del Ayuntamiento y de la Bastilla. La carroza de gala recorre lentamente toda la ciudad; va a lo largo del muelle de las Tullerías hasta Notre-Dame; en todas partes, en la catedral, en los conventos, en la universidad, son recibidos con discursos; pasan a través de un arco de triunfo, erigido expresamente, y por medio de bosques de banderas; pero la acogida más hermosa es la que a los dos les hace el pueblo.


Por docenas de miles, por centenares de millares afluyen las gentes por todas las calles de la gigantesca ciudad para ver a la joven pareja, y el espectáculo inesperado de aquella joven esposa, encantadora y encantada, provoca indecible entusiasmo. Aplauden, lanzan exclamaciones, agitan pañuelos y sombreros; mujeres y niños se apretujan para llegar más cerca, y cuando María Antonieta, desde el balcón de las Tullerías, contempla las inmensas oleadas de aquella delirante muchedumbre, dice casi espantada: «¡Dios mío, cuánta gente!», pero entonces el mariscal De Brissac se inclina hacia ella y le responde con una galantería auténticamente francesa: «Señora, que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres enamorados de Vuestra Alteza».

La impresión de este primer encuentro de María Antonieta con el pueblo es inmensa. De natural poco reflexiva, pero dotada de rápida comprensión, no concibe las cosas sino sólo por una inmediata y personal impresión, por intuitiva labor de sus sentidos y de sus ojos. Sólo en aquellos minutos, cuando la masa anónima, tan grande que no se puede abarcar con la vista, gigantesca selva viviente con banderas, griterío y agitar de sombreros, asciende mugidora hacia ella en cálidas oleadas, sospecha por primera vez el esplendor y la grandeza de su posición a que el destino la ha elevado. Hasta entonces, en Versalles, le han hablado llamándola Madame la Delfina, pero eso no era más que un título entre mil otros, un peldaño superior dentro de la rígida escala interminable de la nobleza, una palabra vacía de sentido, un concepto helado. Ahora, por primera vez, comprende María Antonieta plásticamente, el inflamado sentido y la orgullosa promesa que se contienen en estas palabras: «heredera del trono de Francia». Conmovida, le escribe a su madre: « El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al vernos. En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento. Antes de retirarnos hemos saludado con la mano al pueblo, lo que causó gran alegría. ¡Qué dicha es, en nuestro alto estado, poder adquirir con tanta facilidad el afecto de las gentes! Y, sin embargo, nada hay tan precioso: lo he comprendido bien y jamás he de olvidarlo».

Son éstas las primeras palabras verdaderamente personales que se encuentran en las cartas de María Antonieta a su madre. Las impresiones fuertes son siempre accesibles a su natural fácilmente emocionable, y la bella conmoción producida en ella por este afecto popular, en modo alguno merecido y, sin embargo, tan violento a impetuoso, provoca en su pecho un magnánimo sentimiento de gratitud. Pero si es rápida en la comprensión, también lo es en el olvido.

Al cabo de algunas otras excursiones a París, ya recibe estas manifestaciones de júbilo como homenaje debido a su categoría y situación y se alegra de ello del modo infantil a inconsciente como recibe todos los dones de la vida. Le parece maravilloso verse envuelta ruidosamente por la ardiente muchedumbre, dejarse amar por ese desconocido pueblo; en adelante sigue disfrutando de este amor de veinte millones de criaturas como de un derecho propio, sin sospechar que el derecho impone también deberes y que el amor más puro acaba por fatigarse si no se siente correspondido. 


Ya en su primera visita, María Antonieta ha conquistado París. Pero, al mismo tiempo, también París ha conquistado a María Antonieta. Desde ese día vive entregada a esta ciudad. Con frecuencia, y muy pronto con demasiada frecuencia, se traslada a la seductora capital, inagotable en placeres; ya de día, en un cortejo principesco, con todas las damas de su corte; ya de noche, con un pequeño séquito íntimo, para ir al teatro o a los bailes y entregarse privadamente a extravagancias y caprichos de un género más o menos pernicioso. Sólo ahora, cuando se ha desprendido de la uniforme distribución del tiempo del calendario de la corte, se da cuenta aquella seminiña, aquella indisciplinada mozuela, de lo mortalmente aburrido que es el palacio de Versalles, con sus centenares de ventanas y sus bloques de piedra y mármol, donde todo son reverencias a intrigas y fiestas con rigidez de almidón; de lo fastidiosas que son aquellas criticonas y gruñonas tías, con las cuales tiene que ir a misa por las mañanas y calcetear por la noche. 

Fantasmal, momificada y artificiosa, comparándola con la torrencial plenitud de vida de París, le parece toda la existencia de la corte, sin alegría ni libertad, con actitudes horriblemente afectadas, eterno minué con iguales eternas figuras, los mismos acompasados movimientos a idéntico espanto. Es para ella como si se hubiese escapado al aire libre desde un invernadero. Aquí, en la confusión de la gigantesca ciudad, puede uno sumergirse y desaparecer, sustraerse al implacable horario de la distribución del día y jugar con el azar; aquí puede uno vivir su propia vida y gozar de ella, mientras que allí sólo se vive para la galería. De este modo, con regularidad, rueda ahora una carroza por el camino de Versalles, dos o tres noches por semana, llevando a París unas mujeres contentas y engalanadas que no regresarán hasta que palidezca el cielo del alba.

Pero ¿qué ve de París María Antonieta? En los primeros días examina por curiosidad toda suerte de cosas dignas de ser vistas: los museos, los grandes comercios; asiste a una fiesta popular, y hasta una vez a una exposición de pinturas. Mas con ello queda plenamente satisfecha, para los próximos veinte años, su necesidad de instruirse en París. 

En general, se consagra exclusivamente a los lugares de diversión: va con regularidad a la ópera, a la Comedia Francesa, a la Comedia italiana, a bailes, mascaradas; visita las salas de juego; Lo que más la atrae son los bailes de la ópera, pues la libertad del disfraz es la única permitida a aquella joven prisionera de su categoría. Con el antifaz sobre el semblante, una mujer puede permitirse algunas bromas que en otro caso habrían sido imposibles a una Madame la Delfina. Puede tener algunos minutos de lozana conversación con caballeros desconocidos -el aburrido a incapaz esposo se ha quedado a dormir en casa-; puede dirigirle la palabra a un joven seductor, y, cubierta por la máscara, charla con él hasta que las damas de honor vuelven a llevarla al palco; puede bailar, esto es, aquietar hasta el cansancio un cuerpo ágil y cálido; aquí es lícito reír sin preocupaciones; ¡ay, en París se puede pasar la vida tan deliciosamente! Pero jamás, en todos aquellos años, penetra en una casa burguesa, jamás asiste a una sesión del Parlamento o de la Academia, jamás visita un hospital, un mercado; ni una sola vez intenta conocer algo de la existencia cotidiana de su pueblo. 

María Antonieta permanece siempre, en estas escapadas parisienses, dentro del estrecho círculo centelleante de los placeres mundanos, y piensa haber hecho ya bastante por las buenas gentes, correspondiendo con una sonrisa indolente a sus entusiastas aclamaciones; y he aquí que la muchedumbre continúa siempre formando muros de vítores a su paso, y lo mismo la ovaciona la nobleza y la rica burguesía cuando, por la noche, aparece en el antepecho del palco. Siempre y en todas partes, la mujer joven siente que se aprueba su alegre ociosidad, sus francas excursiones de placer; por la noche, cuando va a la ciudad y las gentes regresan fatigadas de su trabajo, y lo mismo por la mañana, a las seis, cuando «el pueblo» vuelve a ir a sus labores. ¿Qué puede, pues, haber de indebido en esta arrogancia, en este libre vivir para sí misma? En la impetuosidad de su alocada juventud, María Antonieta piensa que todo el mundo está contento y sin cuidados, porque ella misma no tiene preocupaciones y es feliz. Pero mientras que en su falta de presentimientos se imagina renunciar a la corte y hacerse popular en París con sus diversiones, pasa realmente en su lujosa carroza de muelles, encristalada y chirriante, durante veinte años, al lado del verdadero pueblo y del París verdadero, sin verlos.


La poderosa impresión del recibimiento de París ha transformado algo en María Antonieta. La admiración ajena fortalece siempre el sentimiento de confianza en sí mismo; una mujer joven a quien millares de personas han asegurado que es hermosa, se hermosea todavía más con la conciencia de su hermosura; así le ocurre también a esta muchacha intimidada que hasta entonces se había sentido siempre en Versalles como extranjera y superflua. Pero ahora un juvenil orgullo, asombrado de sí mismo, extingue plenamente en su ser toda inseguridad y recelo; ha desaparecido la muchacha de quince años que, protegida y tutelada por un embajador y el confesor, por tías y parientes, se deslizaba por los salones haciendo una reverencia delante de cada dama de honor. Ahora María Antonieta ha aprendido de repente a guardar el porte debido a su categoría, cosa que tanto tiempo se deseó de ella; se impone tiesura dentro de sí; erguida y con su gracioso paso alado, se desliza por en medio de todas las damas de la corte como entre subordinadas. Todo se transforma en ella. La personalidad de la mujer comienza a revelarse; su letra misma de pronto se transforma: hasta entonces desmañada, con gigantescas formas infantiles, se estrecha ahora, en sus lindas esquelas, con un carácter nervioso y femenino. Claro que la impaciencia, la inconstancia, lo desconocido a irreflexivo de su ser no desaparecerán jamás por completo de su escritura; pero, en cambio, comienza a manifestarse en ella cierta independencia. Ahora estaría madura esta muchacha ardiente, totalmente llena de sentimiento de su palpitante juventud, para vivir una vida personal, para amar a alguien. No obstante, la política la ha unido con ese zamborotudo esposo, que ni siquiera es todavía hombre, y como María Antonieta no ha descubierto aún su corazón y a su alrededor no sabe de ningún otro a quien amar, esta muchacha de dieciocho años se enamora de sí misma. El dulce veneno de la adulación se precipita ardiente por sus venas. Cuanto más se la admira, más quiere ser admirada, y antes de ser soberana por la ley quiere como mujer, someter a su dominio, con su gracia, a la corte, la ciudad y el reino. Tan pronto como llega a ser consciente de sí misma, siente el afán de ponerse a prueba. 

domingo, 15 de marzo de 2015

El templo del amor - film "Louis XVI l'homme qui ne voulait pas être roi" (2011) 

domingo, 8 de marzo de 2015

LAS MASCOTAS EN VERSALLES EN TIEMPOS DE LUIS XVI


Para el gran palacio de Versalles era un paraíso para los animales exóticos, varios extranjeros de visita en Francia comentaron sobre esta extraña predilección de la corte por tales animales.

Los gatos de Turquía se convirtió inmediatamente en un objeto de admiración a los tribunales europeos. Luis XV era un gatofilo y tenía mucha simpatía por un gato angora turco que le dio el embajador, que había llamado Brillant (diamante) un nombre muy popular entre los aristócratas gatos. Al parecer Brillant era muy gordo y muy dócil; Habían reconocido privilegios que no fueron pagados a los principios de alta cuna. Dufort de Cheverny nos ha dejado un relato sabroso que muestra cómo Brillant se llevó a cabo en alta estima:

El amado gato de angora turco de Luis XV, Brillant (diamante) 
en una pintura de Jean-Jacques Bachelier (1761)
"Una noche que estábamos esperando a el Rey, cuando Louis Quentin de Champcenetz, el fiel servidor de Su Majestad, que estaba con nosotros, de repente dijo: "Usted sabe que yo puedo hacer bailar a un gato durante unos minutos". Le preguntamos cómo era posible. Champcenetz cogió una botella de Eau de Fleur Mille de su chaqueta y le frotó un poco en las piernas del gato de Su Majestad. Como sintió el olor del gato empezó a saltar por toda la habitación, en la alfombra, en torno a la mesa del Rey, lamiendo y haciendo piruetas. De repente entro el rey. Todo el mundo quedo en su lugar. Avendoci oyó reír a Su Majestad que preguntó: "Señores, ¿qué los divierte tanto?" Champcenetz dijo que se rió de su propia broma, pero mientras tanto el gato de nuevo comenzó a saltar y retorcerse lamiendo sus patas A lo que añadió el Rey, con el ceño fruncido: "Señores, ¿qué está pasando aquí", a su pregunta exigía una respuesta y Champcenetz le contó lo que había sucedido a su Majestad, aunque con una sonrisa divertida, agregó con severidad: "que manera de tratar a un servidor mío".

Para la Du Barry favorecía los pericos y los monos amaestrados, así como un perro que recibió un propicio collar de diamantes como regalo de parte del príncipe visitante de Suecia.


La princesa de Chimay también favoreció los monos, a pesar de la ocasión celebre cuando su mono corrió salvajemente en su tocador, enlucido a sí mismo con el colorete y el polvo, lo que aterro a los presentes. En 1787, madame Elisabeth estaba dotada de un mono por el marqués de Bombelles, aunque era común en la sociedad alta francesa, la princesa no pudo mantener el mono:

“Estoy desesperada por el sacrificio que me hacen de su mono, y tanto más, porque no puedo mantenerlo, mi tía Victoria tiene temor por estos animales y se enfadaría si yo tuviera uno. Por lo tanto, mi corazón, a pesar de todas sus gracias y de la mano de quien me lo dio, tengo que renunciar a él. Lo voy a enviar de nuevo a usted, sino, se lo daré al señor de Guemenee. Estoy desesperada, siento que es muy grosero y se enfada mucho. Lo que me consuela es que usted habría tenido que deshacerse de él muy pronto a causa de sus hijos ya que podría llegar a ser peligroso”. (Madame Elisabeth al marqués de Bombelles, 27 junio 1787).

La princesa de Lamballe favoreció los canes raza galgos, la señora de Tantes amaba los perros raza spaniels. El conde de Hezecques, en sus días en Versalles, recordó una escena caótica cuando la familia real salió a la gran galería, de pronto algo asusto a los animales y todos empezaron a entrar en pánico, gritando y huyendo a través de los vastos salones como sombras.


La reina en particular adoraba los perros pequeños, a pesar que irritaban al conde Mercy pues eran tan indisciplinados, podrían romper los muebles y rasgar la ropa, aunque en este caso María Antonieta estaba simplemente siguiendo la costumbre de palacio. Tales placeres sin duda hicieron parte de la vida de la reinas en sus días en Versalles.

Luis XVI, al contrario de su esposa y su abuelo le disgustaba los gatos y era el único entre los reyes que le habían precedido a no mantener a los perros en sus apartamentos. Conde de Hézecques en sus memorias dice un episodio tragicómico que le pasó a Luis XVI: "Un día el rey, sentado en su retrete, no notó la presencia de un gato de angora durmiendo dentro de la cómoda. todo estaba bien con el animal hasta la privación de aire que le había interrumpido ronronear. En algún momento, es fácil de adivinar, el gato enojado de verdad, mostró su disgusto al hacer esfuerzos extraordinarios para salir de su posición desafortunada. El rey asustado y sorprendido por este ataque a mano armada, huyó inmediatamente con los pantalones en la mano, y corrieron a socorrer a su majestad...

Esta anécdota, te lo garantizo, no podía entretener a Luis XVI que no le gustan los gatos. En esto, como en muchas otras cosas, se diferenció de Luis XV, que siempre tuvo una de sus sus chimeneas, en la que, para protegerlos de demasiado frío, ponía un cojín de terciopelo sobre el mármol".

Es la vizcondesa de Fars Fausselandry quien nos cuenta en sus Memorias que Brillant era el nombre del gato de Madame Maurepas; que jugó un papel importante; Le pidieron su informe de salud, hablaron de él como si fuera un príncipe de sangre. Colocado junto a su amante, sobre un suntuoso cuadrado de terciopelo rojo, ricamente bordado en oro, recibió, con noble indiferencia, el homenaje de los cortesanos.

"Por muchas precauciones que se tomaran, por mucho cuidado que se pusiera para proporcionarle, como al difunto monarca, los medios para satisfacer sus caprichosos afectos, esto todavía no la satisfacía: a veces el señor gato volvía a ser un simple gato, abandonaba la pompa del apartamentos de la condesa de Maurepas, y, ni más ni menos que el último plebeyo de su especie, empezó a correr por los desvanes y los canalones.

Sus recados amorosos lo llevaron hasta un taller de cerrajería que Luis XVI que había dispuesto en el ático del castillo, y a Brillant , por casualidad o por gusto, le gustó este lugar. Las travesuras que hizo allí causaron desorden; El rey se dio cuenta de esto, y un día, cuando entró inesperadamente en su taller, el gato Maurepas, al no haber escapado a tiempo, fue alcanzado por un martillazo que el rey le dio sin reconocerlo, y el gato murió en el acto.

Era una época bastante tormentosa: la revuelta producida por el alto precio del trigo y la guerra que se preparaba con Inglaterra debieron sin duda preocupar mucho al Ministro de Estado Jean Frédéric de Maurepas. Y bien! quedó demostrado que los grandes acontecimientos políticos le causaron menos problemas, penas y vergüenzas que los que tuvo al anunciar primero a su esposa la cruel pérdida que acababa de sufrir y luego consolarla en su arrepentimiento.

La condesa de Maurepas hizo resonar el castillo con sus gritos, se quejó, entre lágrimas, de la barbarie de Luis XVI, y sus quejas pusieron en una situación difícil a los cortesanos que acudían a darle el pésame. El rey envió al barón de Breteuil en una embajada ante la condesa para tratar de apaciguarla, y el monarca no estaba menos satisfecho con el talento diplomático que este ministro mostraba en ese momento que con sus negociaciones en Viena. Durante ocho días, en Versalles, no se habló más que del gato de Madame de Maurepas .

El señor de Breteuil fue recompensado por el éxito de su misión con un retrato de cuerpo entero de Brillant, que el conde de Maurepas le regaló con singular pompa. El barón lo colocó en el lugar más visible de su apartamento, donde permaneció hasta el día de la muerte del primer ministro".

domingo, 1 de marzo de 2015

EL DIFÍCIL HABITO DE LA LECTURA!

Aparte de las diversiones, había otras distracciones a la mano para disipar la pesadez de los esfuerzos políticos. Sería una exageración añadir a la lista la lectura entre los placeres de la reina, ella nunca cultivo este habito.


Desde sus tiempos como delfina no le iba tan bien con el abate Vermond, su antiguo maestro, confesor y lector. Pues debía leerle todos los días durante una hora y obligarla a que lea ella misma, debido a que Marie Theresa le pregunta por sus lecturas en casi todas las cartas, no cree exacta la noticia de que toilette lea o escriba todas las tardes: “trata de amueblarte la cabeza con buenas lecturas –amonestará la madre- es para ti más necesario que para cualquier otro. Desde hace dos meses estoy esperando la lista del abate, y temo que no te has ocupado de ello y que los burros y caballos te han quitado el tiempo destinado para los libros. Ahora, en invierno, no abandones esta ocupación, ya que no posees a fondo ninguna otra”.

Por desgracia, Marie Theresa tiene motivos para desconfiar, porque su toilette, de un modo al mismo tiempo ingenuo y hábil, sabe seducir por completo al abate Vermond -¡claro que no se puede obligar a una delfina y futura reina a que haga alguna cosa o imponerle un castigo!- que la hora de lectura se convierte siempre en una hora de charla; aprende poco o nada, y su madre, con todas sus apremiantes admoniciones no consigue dirigirla hacia ninguna trabajo serio.


Como la mayoría de las mujeres europeas de su época y clase, María Antonieta le gustaba leer novelas ligeras, el llamado libres du boudoir. Las referencias en sus cartas sobre los hábitos de lectura tienden a ser dirigidos a su madre y su hermano, con la obvia intención de impresionarlos. Notas como “voy muy avanzada” en su lectura de los protestantes Hume aunque duro un tiempo en que se jactaba por comenzarlo.

No obstante la reina parece inclinarse un poco por las novelas históricas, del tipo que podría relacionarse con su propia experiencia, a juzgar por la cantidad de ellos en su colección. De las novelas extranjeras, tanto Amelia por Fielding y Evelina por Fanny Burney estaban en su biblioteca privada. Los libros de la reina eran generalmente en marruecos rojos, con una desviación ocasional a gamuza verde y la cubierta estaba estampada en oro con los emblemas de Francia y Austria. Los libros en el Petit Trianon, sin embargo, continuaron con la tradición de simplicidad, estaban obligados o la mitad con destino, en piel de becerro y marcado “ct” por Chateau de Trianon en la esquina.

Horas Royal dedicado a la reina María Antonieta. La unión del período llamado "el tulipán" mosaico marruecos rojo en la parte plana de un verde marruecos amapola estilizada en el centro. . el regalo a la joven reina María Antonieta, que entonces tenía 23 años.
Muchos de los libros de la colección de María Antonieta contenían las palabras “dedicado a la reina”, inscrito en la portada. Estos incluían como Mustapha et Zeangir por Sebastien Roch Nicolas de Chamfort, una tragedia en cinco actos, en verso, realizado en Fontinebleau “delante de sus majestades” en 1776 y 1777 más tarde en la comedia francesa.

Aunque la formación de sus diversas bibliotecas en sus distintos palacios para el final hubo casi unos 5000 volúmenes –debido más a las energías de su bibliotecario, Pierre Campan- que a la suya. La colección de libros de música estaban en uso frecuente. Era ciertamente muy amplia, que van desde sonatas para clavecín su favorito, canciones italianas y las operas que disfrutaba.

A pesar de todo tenía una biblioteca amplia pero debemos decir desafortunadamente según unánimes testimonios, María Antonieta jamás en su vida abrió un libro, aparte de ojear rápidamente algunas novelas.

domingo, 15 de febrero de 2015

LA MUERTE DE LUIS XV

El colapso físico de Louis XV a finales de abril de 1774 tomo a la corte por sorpresa y por un tiempo se hicieron esfuerzos frenéticos para fingir que él era capaz de recuperarse. El barón de Besenval analizo el fenómeno: “cuando la enfermedad llega a los príncipes, la adulación les sigue a la tumba y nadie se atreve a admitir que ellos están enfermos”. Sin embargo, a los sesenta y cuatro, el rey francés había sobrevivido a su padre y su abuelo. Él también había experimentado la extraordinaria popularidad que disfruto en su juventud. Como el conde de Segur describió en sus memorias: “en su juventud, fue objeto de un entusiasmo que era demasiado y poco merecido, y en su vejez, reproches severos era igualmente exagerados”. Cuando una gran estatua de Luis XV se erigió en la plaza, al oeste de los jardines de las Tullerias que lleva su nombre, mostró al rey magníficamente en alto en su corcel con las diversas virtudes agrupadas. Corrió de inmediato una sátira: monumento grotesco! Pedestal infame! Virtudes a pie, lascivo con poder.


El 27 de abril de 1774, el rey Luis XV, encontrándose de caza, es asaltado de súbito desfallecimiento; con intenso dolor de cabeza regresa a Trianón, su palacio favorito. Por la noche, los médicos comprueban que tiene fiebre y lleva a madame Du Barry a su cabecera. A la mañana siguiente, intranquilos, ordenan ya el traslado a Versalles. Hasta la inexorable muerte tiene que someterse a las leyes, aún más inexorables, de la etiqueta: a un rey de Francia no le es lícito estar gravemente enfermo, o morirse, más que en su lecho regio y solemne. Allí rodean inmediatamente el lecho del enfermo seis médicos, cinco cirujanos, tres boticarios, catorce personas en total; seis veces por hora, cada uno de ellos toma el pulso al enfermo.

Pero sólo la casualidad establece el diagnóstico; por la noche, al alzar un servidor un cirio, uno de los presentes descubre en el rostro del enfermo las mal afamadas manchas rojas, y al instante Lo sabe toda la corte, Lo sabe todo el palacio, desde el umbral a los caballetes del tejado: ¡las viruelas! Un viento de terror sopla a través de la gigantesca residencia; miedo del contagio, y, en efecto, algunas personas son atacadas del mal en el curso de los días siguientes, y quizá más miedo en los cortesanos, por su situación en caso de que el rey fallezca. Las hijas muestran el valor de las gentes verdaderamente piadosas; durante todo el día no se apartan del rey; por la noche es madame Du Barry la que se sacrifica al pie del lecho del enfermo. A los herederos del trono, por el contrario, al delfín y a la delfina, las leyes de la casa les prohíben que penetren en la habitación del enfermo, a causa del peligro del contagio; desde hace tres días su vida se ha hecho mucho más preciosa. Y ahora se produce en la corte una profunda división: a la cabecera del lecho de Luis XV vela y tiembla la antigua generación, los poderosos del ayer, las tías y la Du Barry; saben perfectamente que su magnificencia termina con el último aliento de aquellos febriles labios.

En otra estancia se reúne la generación que adviene al poder, el futuro rey Luis XVI, la futura reina María Antonieta y el conde de Provenza, el cual, mientras que su hermano Luis no pueda decidirse a engendrar hijos, se considera también secretamente como futuro heredero del trono. Entre ambas cámaras se alza el destino. A nadie le es permitido entrar en la habitación del enfermo, donde se pone el viejo sol de la soberanía; a nadie, tampoco, en la otra estancia, por donde sale el nuevo sol del poder: entre ellas, en el Oeil-de boeuf , en la antecámara, espera, vacilante y angustiada, la masa de cortesanos, incierta de adónde debe dirigir sus deseos, hacia el rey moribundo o hacia el que viene, hacia el sol que se pone o hacia el que nace. 


Mientras tanto, la enfermedad, con mortal violencia, trabaja el debilitado, desfallecido y agotado cuerpo del rey. Espantosamente hinchado, cubierto de pústulas, aquel cuerpo viviente cae en una horrible descomposición, mientras el enfermo no pierde un solo instante la conciencia. Las hijas y madame Du Barry necesitan de abundante valor para resistir, pues a pesar de las ventanas abiertas, una hediondez pestilente llena la cámara regia. Pronto se apartan los médicos, dando por perdido el cuerpo; ahora comienza la otra batalla, la lucha por el alma pecadora. Pero -¡espanto!- los sacerdotes se niegan; aproximarse al lecho del enfermo, a proporcionarle confesión y comunión; primero, el rey moribundo que tanto tiempo ha vivido impíamente y sólo para sus placeres debe probar eficazmente su arrepentimiento. Primero tiene que ser alejada la piedra del escándalo, la concubina, que vela desesperada al pie de un lecho que tanto tiempo compartió anticristianamente. Con dificultad se decide el rey, justamente entonces, en aquella hora espantosa de la última soledad, a echar de su lado a la única criatura humana con la cual se siente unido íntimamente. Pero cada vez de un modo más sañudo le aprieta el gaznate el miedo a los fuegos del inferno.

Por desgracia, desde el punto de vista del rey, la decisión no podía ser revertida, arrepentirse totalmente de una relación particular y luego alegremente renovarlo con el regreso de la salud estaba en contra de las reglas de etiqueta espiritual, que, sin embargo laxa y casuística, aun existían. Treinta años antes, el rey había caído gravemente enfermo y después de un periodo de conjeturas agitado, su entonces amante, la duquesa de Chateauroux se despidió, el rey debidamente recibió la absolución, pero no murió. Lamentablemente esto significaba que la duquesa no podía regresar, su reinado había terminado. Otra amante siguió: la marquesa de Pompadour.

No fue hasta el 3 de mayo que el rey mirando las pústulas de su cuerpo le dijeron en voz alta las temidas palabras que nadie más se había atrevido a pronunciarle: “es la viruela”. Hasta ahora había sido impulsado por la creencia de que ya había sufrido de viruela cuando era joven y estaba, por tanto, inmune. El diagnostico significaba que su confesión se convirtió en una cuestión de urgencia. Sus devotas hijas determinaron que su bienestar espiritual ahora debía prevaleces y que la favorita debía ser desterrada.


En la tarde del cuatro de mayo, el rey finalmente ordeno a la Du Barry salir para el palacete de Rueil. Sus palabras fueron: “madame, yo estoy enfermo, y se lo que tengo que hacer… tenga la seguridad de que siempre tendré los sentimientos más tiernos hacia usted”. Pero tal vez no lo hizo incluso entonces enuncia a toda esperanza, porque unas horas más tarde mando llamar a su amante de nuevo, solo para enterarse de que ella ya se había marchado. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del rey. Fue entonces cuando por fin se enfrentó a la verdad de su propia mortalidad.

Sólo ahora, después de este patente acto de arrepentimiento, es posible la penitencia y la comunión. Sólo ahora penetra en el dormitorio regio el hombre que durante treinta y ocho años ha sido quien tuvo menos quehacer en toda la corte: el confesor de Su Majestad. A su espalda se cierra la puerta y, con gran desolación, no pueden los curiosos cortesanos de la antecámara oír la lista de pecados del Parque de los Ciervos (¡habría sido tan interesante!). Pero con el reloj en la mano miden cuidadosamente desde afuera el curso de los minutos, para, por lo menos, con su maligna complacencia en el escándalo, saber cuánto tiempo necesita un Luis XV para confesar la totalidad de sus culpas y descarríos. Por fin, al cabo de dieciséis minutos, con toda exactitud contados, se abre de nuevo la puerta y sale el confesor. Pero varias señales indican ya entonces que a Luis XV no le ha sido dada todavía la definitiva absolución, que la Iglesia exige una humillación aún más profunda que esa secreta confesión por parte de un monarca que durante treinta y ocho años no ha aliviado ni una sola vez con los sacramentos su pecaminoso corazón y que, ante los ojos de sus hijos, ha vivido en la vergüenza de los placeres carnales.

Precisamente porque ha sido el más grande de este mundo y ha creído despreocupadamente hallarse por encima de las leyes eclesiásticas, exige de él la Iglesia que se incline de modo más hondo delante del Todopoderoso. Públicamente, ante todos y a todos, es preciso que el rey pecador dé cuenta de su arrepentimiento por el indigno curso de su vida. Sólo entonces debe serle administrada la comunión.
Magnífica escena a la mañana siguiente: el autócrata más poderoso de la cristiandad tiene que hacer cristiana penitencia ante la muchedumbre reunida de sus propios súbditos. 

A lo largo de toda la escalera de palacio se alzan guardias armados; los suizos tienden sus filas desde la capilla hasta la cámara mortuoria; los tambores redoblan sordamente cuando el alto clero, en solemne procesión, se acerca, llevando la custodia bajo palio. Cada cual con un cirio encendido en la mano, detrás del arzobispo y de su séquito, avanzan el delfín y sus dos hermanos, los príncipes y las princesas, para acompañar hasta la puerta al Santísimo. Se detienen en el umbral y caen de rodillas. Sólo las hijas del Rey y los príncipes no capaces de heredar penetran con el alto clero en la cámara del moribundo. 


En medio de un silencio no interrumpido ni por el respirar de los asistente, se oye al cardenal, que pronuncia una plática en voz baja; se le ve, a través de la puerta abierta, cómo administra la sagrada comunión. Después -momento lleno de emoción y de piadosa sorpresa- se acerca al umbral de la antecámara y, elevando la voz, le dice a toda la corte reunida: «Señores, me encarga el rey que les diga que pide perdón a Dios por todas las ofensas que contra Él ha cometido y por el mal ejemplo que ha dado a sus súbditos. Si Dios volviera a darle salud, promete hacer penitencia, proteger la fe y aliviar la suerte del pueblo». Brotando del lecho, se oye un leve quejido. En forma sólo perceptible para los más próximos, murmura el moribundo: «Querría haber tenido fuerzas para decirlo yo mismo». 

Lo que viene después no es más que espanto. No es un hombre que se muere: es un cadáver, hinchado y ennegrecido, que se descompone. Pero, como si todas las fuerzas de sus antepasados borbónicos se hubiesen reunido en él, el cuerpo de Luis XV se defiende, con gigantesco esfuerzo, contra el inevitable aniquilamiento. Terribles son estos días para todos. Los sirvientes caen desvanecidos ante el tremendo hedor; las hijas emplean en velar sus últimas fuerzas; hace tiempo que, sin esperanza alguna, se han retirado los médicos; cada vez más impaciente, toda la corte espera la pronta terminación de la espantosa tragedia. Abajo, enganchadas desde hace días, están dispuestas las carrozas, pues, para evitar el contagio, el nuevo Luis, sin perder tiempo, debe trasladarse a Choisy con todo su séquito tan pronto como el viejo rey haya exhalado su último aliento. Los de caballerías tienen ya ensillados sus caballos; los equipajes están hechos; horas y horas esperan abajo los lacayos y cocheros; todos miran atentamente el pequeño cirio encendido que ha sido colocado en la ventana del moribundo y que -signo perceptible para todos- debe ser apagado en el consabido momento. Pero el poderoso cuerpo del viejo Borbón se defiende aún un día entero. Por fin, el martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los murmullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cámara, como olas por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 


María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes.  Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 

María Antonieta sale como reina de la habitación donde entró como delfina. Y mientras en la abandonada cámara real, con un suspiro de alivio, colocan rápidamente en el féretro, largo tiempo ha preparado, el irreconocible cadáver de Luis XV, azulado y negruzco, para enterrarlo con la mayor ostentación posible, una carroza conduce a un nuevo rey y a una nueva reina fuera de la dorada verja de la puerta del parque de Versalles. Y en las calles el pueblo los aclama, lleno de júbilo, como si con el viejo rey hubiera terminado la vieja miseria y comenzara con los nuevos soberanos un mundo nuevo.

Cortejo fúnebre del rey Luis XV (1774)
Nadie, sin embargo, se quedo en versalles. El peligro del contagio era extremo piara todos, pero especialmente para Luis augusto que nunca había tenido la viruela, ni siquiera había sido vacunado. A las cuatro de la tarde la comitiva real se organizo para partir hacia el palacio de Choisy, a cinco millas de parís, a orillas del Sena, famoso por su frescura y sus jardines de flores. Un carruaje tomo las tías, a raíz de sus periodos heroicos de enfermería, y las princesas más jóvenes, Clothilde y Elisabeth, con su institutriz, la condesa de Marsan, otro transporto a los jóvenes condes de Artois y Provenza con sus respectivas esposas y finalmente el carroza que llevo al nuevo rey y reina, pues una nueva vida comenzaba.

domingo, 8 de febrero de 2015

LA MALVADA REINA: CHANTAL THOMAS

Les Libelles sur Marie Antoinette
Marie Antoinette retratada como bruja
El odio hacia ella fue creciendo, al mismo tiempo que su vanidad, la reina baratija de plumas de cerebro, engalanada como sus jardines, se convirtió en la perversa María Antonieta, la reina disoluta de la matriz madre. Sus excesos se reducen a lo infrahumano (era peor que un animal) y la catapulto mucha más allá de la humanidad (que era una bruja, un azote, un vampiro, la reina malvada de los cuentos de hadas). Sus vicios no solo amenazaba la salud de los ciudadanos de Francia y el estado financiero de la nación, sino también en equilibrio del mundo: - a lomos de un monarca humano/ veo a la madre de vice/ sumergida en los placeres de miedo dos veces/ una reina puta, una corte principesca/ un patán como príncipe, una reina prostituta – (la mujer de Austria en el alboroto, 1789).

Frívola, extravagante, libertina, orgiasta, lesbiana, incestuosa, sedienta de sangre, un envenenador, infanticida, María Antonieta puso la mano en todos estos crímenes, a través de su maldad causo la revolución. ella arruino el país, llevo al pueblo a la desesperación, lo llevo a la rebelión: “todo se debe revelar, era de su lujuria que nuestras arcas se vaciaron para sus placeres, ella era la corrupción personificada, infinitamente decadente” (el secreto de la conducta de María Antonieta de Austria, reina de Francia, 1790).

Como si no hubiera sido suficiente esparcir en el pueblo la imagen de una reina extravagante, corrompida la transformación de la corte de Francia en un burdel y al rey en un cornudo todopoderoso… un golpe más de la depravación tenía que añadir: a María Antonieta le gustaban las mujeres. Se agoto de los hombres sin amarlos. En realidad, ella estaba interesada en su propio sexo. La imagen se pone peor: lo que fue un estremecimiento de incorrección se convirtió en un asco, nauseas, una imagen repulsiva de una reina de Francia. María Antonieta antes bienvenida, ahora era vilipendiada lo largo y ancho del país.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Lo pero era la cuestión de su relación “sáfica” con los dioses –vosotros que se deleitan experimentando una noche encantadora- las acusaciones sonaron tan felizmente con la noción popular de la reina como viciosamente pervertida e inmoral. El “asunto” con Artois era una cosa, los episodios sexuales con la Lamballe y la Polignac resonaron alegremente con tanto detalle que era poco natural darlo por falso. Además de atacar también su familia austriaca, especialmente su hermano José: “fue el más ambicioso de los soberanos, el hombre más inmoral, hermano de Leopoldo, en definitiva, quien gozo de las primicias de la reina de Francia. Acumulo en él, por decirlo así, la pasión del incesto, los gozos más sucios, el odio a Francia, la aversión a los deberes de esposa y madre, en una palabra, todo lo que rebaja a la humanidad al nivel de las bestias feroces” (la vida privada, libertina y escandalosa de María Antonieta de Austria, 1793).

Otro aspecto de estas denigraciones fue la comparación de la reina: “el monstruo escapo de Alemania”, para otras notoriamente era igual a malas mujeres y lascivas de la historia: era pero que cleopatra, mas orgullosa que Agripina, mas lubrica que mesalina, mas cruel que Catalina de Medicís… este fue el canto misógino vicioso que continuaría con la  muerte de María Antonieta y mas allá de ella.

Nos vamos a Louise Robert, una mujer que tuvo la tarea de acusar a la reina: “pero puede ser que Antonieta, superando todo su gusto, infecto a la corte de Francia con un tipo de libertinaje que nunca antes regia allí, mi pluma…. Me falla, Antonieta! ¿Quién de ahora en adelante en el mundo entero podría ser tan impuro como para oír su nombre sin estremecerse de horror?

-Extractos del libro "la malvada reina: orígenes del mito sobre Maria Antonieta" de Chantal Thomas.

domingo, 1 de febrero de 2015

MARIE ANTOINETTE Y SU PASIÓN POR EL ARPA

“a pesar de los placeres del carnaval soy siempre fiel a mi arpa, y encontró que estoy haciendo progresos”.
María Antonieta (13 enero 1773)


Para el siglo 18 la elite francesa, la música no solo era un placer social, sino también una actividad que equipara una vida de privilegios, refinamiento y riqueza. El interés por la música era “fundamental en el concepto y la práctica de la vida artística del siglo 18”, una parte esencial de los placeres cotidianos de los ricos, la música evoca un estilo de vida de la clase alta que animo las interacciones sociales, esto se ve especialmente en el instrumento musical de la arpa, la cual, debido a su tamaño y sonido delicado, enfatizo tales nociones.

Las funciones principales de la música para los ricos eran para el entretenimiento, el disfrute y la apreciación. Solo la clase alta podía darse el lujo de estudiar música en sí misma, y por lo que fueron por lo general los compradores y empleadores de músicos. Para la clase alta, la presencia del arpa creo situaciones sociales de intercambio o música de lección dio lugar a espacios muy íntimos de placer.


La música en Francia en la ilustración es una historia de mujeres. Entre los que cuentan en la renovación de las artes, el primer lugar pertenece claramente a María Antonieta.

En la música, la estética “Louis XVI” se define principalmente por un amplio espectro estilístico de gran opera trágica “neoclásica” como Gluck y ópera cómica de Gretry y Monsigny; todos protegidos por la reina. Es imposible comparar a María Antonieta con Luis XIV, pues las artes eran objeto de propaganda y poder, una extensión natural de la energía. María Antonieta no veía tan lejos, lo demuestra loas representaciones en la que se produjo en su pequeño teatro privado en Trianon. Sin embargo, su ecléctico gusto y buen juicio casi hizo la técnica de todas las estrategias, sin saberlo revoluciono las artes en Francia.

salón de música de la reina en el trianon
Para María Antonieta, el arpa era la manera perfecta para entretenerse y tal vez mostrase a sus invitados. También permitió una expectativa más íntima de la reina de Francia, a pesar de no utilizar su ajuar completo, María Antonieta llevo un sencillo vestido en la mañana mientras ella elegantemente tomaba lecciones, a pesar de su conjunto casual, ella fue todavía una gran reina.

“la reina ha utilizado un par de horas todos los días a la música –según el informe del embajador Mercy-  sobre todo a tocar el arpa, un instrumento para el cual muestra progreso… tiene casi todas las tardes un concierto que sirvió para mostrar lo aprendido en las lecciones de la mañana. Los progresos realizados por la reina en la música aumentan el saber por este tipo de entretenimiento”.

El arpa era no solo un instrumento musical, sino también un apoyo social, que, si se usa correctamente, podría resaltar el cuerpo a su ventaja. Una manera de controlar los actos de ocio de la sociedad privilegiada. El arpa tenía la capacidad de representar interacciones humanas, el arpa es el foco central de la escena, ya que sus resultados dan intimidad, sensualidad y romance. El arpa demuestra ser un poderoso instrumento de seducción y un estimulante sexual para los jugadores de arpa y espectadores.


Jean-Henry Naderman, un maestro Luthier, hizo una hermosa arpa para María Antonieta y se la dio en versalles para su cumpleaños número 19 en 1774. El instrumento fue pintado a mano, represento a Minerva, la patrona de los artistas. La reina a menudo toco canciones de cuna en esta arpa para calmar a sus hijos, especialmente al pequeño Luis Carlos.

Para los ricos, la musicalidad, eran aspectos positivos asociados con un alto estatus y gusto. La aptitud musical fue visto como un “signo de feminidad refinada, lo que eleva las perspectivas de matrimonios de una mujer joven”. La reina alentó al tribunal para seguir su afición por el instrumento lo que se convirtió en la nueva moda francesa. Las facturas de arpas en época de Luís XVI alcanzo sin precedentes de refinamientos, hermosos terminados, suntuosamente decoradas, farolas, adornos como ramos de flores, querubines, guirnaldas y escenas pintadas.

En 1774 Jean Baptiste Gautier pinto a María Antonieta en su dormitorio en versalles precisamente con su pasatiempo favorito: el arpa. Era una composición encantadora. Llevaba un vestido de gasa gris claro bajo un envoltorio con un toque de la cinta color melocotón en el pecho, una lectora tendió un libro, un cantante toco la música, una doncella extendió una cesta de plumas para poner en el pelo y en la esquina un artista contemplo su paleta. Aquí la reina afirma su feminidad a través del simbolismo del arpa, que se posiciona a si misma para acentuar su figura y manos delicadas.

domingo, 11 de enero de 2015

MARIE ANTOINETTE: EL MITO DE LA "CAJA DE PANDORA"


En la mitología griega, pandora fue una mujer enviada a los hombres para castigar su orgullo, ya sea por error o por el deseo consciente de hacer el mal. Todo empieza cuando Zeus crea a la última especie de raza humana, los "hombres de hierro". Se especifica que Zeus solo crea hombres. Tras un engaño por parte del titán Prometeo, Zeus decide castigar a la humanidad quitándoles el fuego. Pero Prometeo, ayudando a los humanos, roba el fuego que Zeus había quitado. Entonces Zeus, enfurecido, decide castigar al hombre nuevamente, esta vez enviándole una mujer. Cabe destacar que en la mitología griega, la mujer era vista como un "mal hermoso". La belleza de las mujeres era vista como algo que podía ser admirable y seductor, pero esa misma sensualidad femenina podía también debilitar al hombre. 

Zeus le entrega al hombre la primera mujer sobre la tierra, Pandora. Con ella había sido enviada una caja, pero se le había dicho que no debía de abrirla bajo ninguna circunstancia. Ignorando esto, Pandora abre la caja, la cual contenía en su interior todos los males que hoy conocemos. Dolor, ira, enfermedad, sufrimiento, tristeza, plagas, muerte son esparcidas por todo el mundo. 


La caricatura, aunque difícil hasta la fecha, se refiere a la boda de Luis XVI.Una figura vestida de rojo (probablemente el ministro austriaco Kaunitz o el embajador Mercy) presentan al delfín Luis, rodeado de cuatro mujeres (las hijas de luis XV), una caja de la que una joven identificada por las palabras “Antoinette” sobresale del estuche. La tapa de la caja está decorada con el águila austriaca y lleva las palabras “de todos los males, es el peor”.

De la boca de las mujeres salen diálogos como: “esta es la única joya de Alemania que se puede ganar dinero”, “es mejor derretirla”, “esparce un olor no precisamente a rosas”, “cuidado con este personaje, es un regalo que nos hace la corte de Viena” 

domingo, 4 de enero de 2015

LOS ÚLTIMOS MOMENTOS DE LUIS XVI CON SU FAMILIA


Extracto de Marie Theresa: el destino de la hija de Marie Antoniette de Charles Benazech.

"El domingo, 20 de enero, un voceador caminaba por la prisión del temple, anunciando a la familia real que al rey Luís XVI se le había dado la sentencia de muerte. Así es como la reina y sus hijos se enteraron que el rey iba a morir. El abad Clery fue con la familia real cuando el rey vino a ellos, y desde las siete hasta las diez de la noche, vio la despedida angustiosa. María Antonieta y Luís Carlos se aferraron al rey, pero Marie Theresa se puso histérica. En sus memorias, el abad recordó generalmente que Marie Theresa gimió incontrolablemente por lo que ella cayó al suelo en un estado de inconsciencia".

Pasemos al relato de Marie Theresa: "A las siete de la tarde, un decreto de la Convención llegó, lo que nos permite ir a mi padre; nos apresuramos allí y nos pareció que él había cambiado mucho. Lloró por dolor por nosotros, y no del miedo a la muerte; relató su juicio a mi madre, excusando a  los miserables que le causaron la muerte; él le dijo que se propuso hacer un llamamiento a las asambleas primarias, pero se opuso a ella, porque esa medida podría traer problemas en el Estado. Luego le dio la instrucción religiosa a mi hermano, le dijo que por encima de todo debía perdonar a los que le estaban poniendo a la muerte, y le dio su bendición; también a mí. Mi madre deseaba ardientemente que debamos pasar la noche con él; él se negó, haciéndola sentir que no tenía necesidad de tranquilidad. Ella le rogó al menos dejar que nos acercamos a la mañana siguiente; concedió que a ella; pero tan pronto como nos habían desaparecido, dijo a la guardia para no dejar que nos encontramos de nuevo, porque nuestra presencia le dolía demasiado".

Más tarde, la retratista de la reina, madame Vigee Le-Brun, pidió a Clery contarle lo sucedido para pintar la familia por última vez, pero cuando ella escucho los detalles estaba demasiado alterada para pintar la escena. Otro artista, Jean-Baptiste Mallet, sin embargo, trato de capturar la escena en una acuarela basada en los recuerdos de un guardia de servicio. Otros artistas lo siguieron con sus propias interpretaciones.

Antes de darles las buenas noches, el rey les dijo que iba a verlos en la mañana. La reina, que ni siquiera tenía fuerza para desvestirse, yacía en su cama, llorando y temblando de dolor toda la noche. Marie Theresa yacía en el suelo junto a ella… el rey se le permitió tener un sacerdote con él durante sus últimas horas y pidió al abate Edgeworth, quien también lo acompaño al patíbulo. El rey no podía soportar el sufrimiento de su familia, él no cumplió su palabra a su esposa e hijos. El 21 de enero, Luís XVI fue guillotinado sin un adiós final.

“Les Adieux de Louis XVI à sa famille”
(la veille de son exécution; adieux de Louis XVI à sa famille au Temple, le 20 janvier 1793).
Dessin d’époque, de Jean-Baptiste Mallet.