El nombre y la personalidad de Hans Axel de Fersen estuvieron largo tiempo envueltos en misterio. No se le cita en aquella pública lista impresa de amantes de la reina; tampoco en las cartas de los embajadores ni en los informes de los contemporáneos; Fersen no pertenece al número de los conocidos huéspedes del salón de la Polignac; dondequiera que hay luz y claridad no aparece su alta y grave figura. Gracias a esta prudente y calculada reserva se libra de las maliciosas conversaciones de las comadres de la corte, pero también la Historia lo desconoció largo tiempo, y acaso hubiera permanecido para siempre en la oscuridad del más profundo secreto de la vida de la reina María Antonieta si en la segunda mitad de la pasada centuria no se hubiese extendido un romántico rumor.
el conde Axel de Fersen, Retrato de Carl Frederik von Breda alrededor de 1800, Castillo de Löfstad , Suecia. |
erguido, ancho de hombros, con fuertes músculos, produce, como la mayoría de los escandinavos, una impresión varonil, sin ser por eso pesado ni macizo: con ilimitada simpatía se contempla en los retratos su semblante, abierto y de armoniosos rasgos, con claros y firmes ojos, sobre los cuales, redondas como cimitarras, se comban dos cejas sorprendentemente negras. Una libre frente, una boca cálida y sensual, que, según lo ha demostrado asombrosamente, sabe callar de modo impecable. Por el retrato puede comprenderse que una mujer verdadera se enamore de un hombre como éste y, más aún, que se confíe a él totalmente. Como causeur , como homme d'esprit , como hombre de mundo especialmente divertido, son pocos los que celebran a Fersen; pero a su inteligencia, un poco seca y casera, se añade una franqueza muy humana y tacto natural; ya en 1774 el embajador de Suecia puede comunicar al rey Gustavo: «De todos los suecos que estuvieron aquí en mis tiempos, fue éste el mejor recibido en el gran mundo».
Al mismo tiempo, este joven caballero no es ningún cacoquimio ni desdeña los placeres; las damas celebran en él un coeur de feu bajo una capa de hielo; no se olvida en Francia de divertirse y frecuenta asiduamente en París todos los bailes de la corte y de la alta sociedad. De este modo le ocurre una sorprendente aventura. Una noche, el 30 de enero de 1744, en el baile de la ópera, punto de cita del mundo elegante y también del dudoso, una mujer joven y esbelta, con delgado talle, vestida de un modo sorprendentemente distinguido y con un paso desusadamente alado, se dirige hacia él y traba una galante conversación, protegida por la máscara de terciopelo. Fersen, halagado por esta distinción, prosigue placentero en el tono más alegre, encuentra picante y divertida a su agresiva compañera y acaso se forja ya toda suerte de esperanzas para la noche. Pero entonces le sorprende que poco a poco algunos otros caballeros y señoras cuchichean curiosamente, formando círculo alrededor de los dos, y que él mismo y aquella dama con máscara llegan a ser el centro de una atención más viva a cada instante.
Finalmente, la situación se va haciendo ya enojosa, cuando se quita la careta la galante intrigante: es María Antonieta -caso inaudito en los anales de la corte-, la heredera del trono de Francia, que, una vez más, se ha evadido del triste lecho conyugal de su dormilón esposo, ha venido a la redoute de la ópera y ha buscado un caballero extranjero para charlar un rato con él. Las damas de la corte procuran evitar un escándalo demasiado grande. Al punto rodean a la extravagante fugitiva y vuelven a llevarla a su palco. Pero ¿qué se mantendrá en secreto en este Versalles murmurador? Cada cual cuchichea y se asombra del favor hecho por la delfina, tan opuesto a la etiqueta; ya al día siguiente, probablemente, el embajador Mercy habrá dado quejas a María Teresa; de Schoenbrunn habrá sido enviado un correo urgente con una amarga carta esa cabeza de viento de su hija, diciéndole que debe dejar por fin esas inconvenientes dissipations y evitar que hablen más de ella a propósito de Juan o de Pedro en esas malditas redoutes. Pero María Antonieta tiene su voluntad propia; el joven le ha gustado, se lo ha dejado ver. A partir de aquella velada, aquel caballero, nada extraordinario ni por su categoría ni por su posición, es recibido con especial amabilidad en los bailes de Versalles. Ya entonces, después de un principio tan prometedor, ¿se desarrolló entre ambos cierto positivo afecto? Nada se sabe. En todo caso, este flirt -sin duda inocente- es pronto interrumpido por un gran acontecimiento, la muerte de Luis XV, que de la noche a la mañana convierte a la princesa en reina de Francia. Dos días más tarde -¿le habrán hecho alguna indicación?-, Hans Axel de Fersen regresa a Suecia.
Segundo acto. Al cabo de cuatro años, en 1778, vuelve Fersen a Francia; el padre envía al mozo, de veintidós años, para que se procure como esposa a alguna rica heredera, ya a una señorita de Reyel, de Londres, o a la señorita Necker, la hija del banquero de Ginebra, universalmente famosa más tarde con el nombre de Madame de Staël. Pero Axel de Fersen no muestra ninguna especial inclinación hacia el matrimonio, y pronto se comprenderá por qué. Apenas llegado, el joven aristócrata, vestido de gala, se presenta en la corte. ¿Lo conoce todavía?' ¿Habrá alguien que se acuerde de él? El rey corresponde displicente a su saludo; los demás miran con indiferencia al insignificante extranjero, nadie le dirige una amable palabra. Sólo la reina, apenas lo descubre, exclama bruscamente: «Ah! C'est une vielle connaissance». («¡Ah! nos conocemos ya desde hace tiempo.») No, no se ha olvidado de su bello caballero del Norte. Al punto se inflama nuevamente su interés por él -no era, pues, ninguna fogata de paja-. Invita a Fersen a sus reuniones; lo colma de amabilidades; lo mismo que al comienzo de su conocimiento en el baile de la ópera, es María Antonieta la que da los primeros pasos. Pronto puede comunicarle Fersen a su padre: «La reina, la princesa más amable que conozco, tuvo la bondad de preguntar por mí. Le ha preguntado a Creutz por qué no iba yo a sus partidas de juegos dominicales, y al saber que había ido en un día en el que no recibía, casi llegó a presentarme sus excusas». «¡Espantosa merced a este mancebo!», se siente uno tentado a decir, con palabras de Goethe, al ver que esta orgullosa, que ni siquiera corresponde al saludo de las duquesas, que durante siete años no le concedió ni una inclinación de cabeza a un cardenal de Rohan y durante cuatro a una Du Barry, se disculpe con un pequeño noble viajero porque una vez se haya molestado en venir en vano a Versalles.
«Cada vez que le ofrezco mis respetos en su partida de juego, me dirige la palabra», le anuncia pocos días más tarde el joven caballero a su padre. Contra toda etiqueta, ruega una vez al joven sueco « la más amable de las princesas» que se presente en Versalles con el uniforme de su país, porque quiere ver --capricho de enamorada- cómo le sienta aquel exótico traje. El «bello Axel» accede, naturalmente, a este deseo. El antiguo juego ha comenzado de nuevo.
Mas esta vez es ya un juego peligroso para una reina a quien la corte vigila con mil ojos de Argos. María Antonieta tendría ahora que ser más prudente, pues ya no es la princesa de dieciocho años de antes, cuyas locuras disculpaban su puerilidad y juventud, sino la reina de Francia. Pero su sangre se ha despertado. Por fin, al cabo de siete años espantosos, el inhábil esposo Luis XVI ha logrado realizar el acto conyugal, ha hecho realmente de la reina una esposa. Pero, sin embargo, ¿qué sentirá esta mujer de fina sensibilidad, de una belleza plenamente florecida y casi sensual, cuando compare a este panzudo esposo con su joven y brillante enamorado? Sin que ella misma tenga conciencia de ello, apasionadamente enamorada por primera vez, comienza a revelar a los ojos de todos los curiosos sus sentimientos hacia Fersen por el cúmulo de sus agasajos, y, más aún, por cierto rubor y confusión. Una vez más, como le ocurre con tanta frecuencia, es peligrosa para María Antonieta su más humana y atractiva cualidad: el que no puede ocultar sus simpatías y aversiones.
Una dama de la corte afirma haber observado claramente que, una vez, al entrar inopinadamente Fersen, la reina comenzó a temblar, presa de dulce espanto; que otra vez, estando María Antonieta sentada al piano cantando el aria de Dido, ocurrió que delante de toda la corte, al pronunciar las palabras: « Ah!, cuan bien inspirada estuve cuando lo invite a la corte!» , dirigió con ilusión y ternura sus azules ojos, en general tan fríos, hacia el secreto (ya no tan secreto) elegido de su corazón. Se alzan ya murmuraciones. Bien pronto toda la sociedad de la corte, para quien las intimidades regias son los acontecimientos más importantes del mundo, observa la situación con apasionada ansiedad: ¿Será su amante? ¿Cuándo? ¿Cómo? Pues el sentimiento de la reina se ha manifestado harto públicamente para que cada cual pueda saber, cosa de que ella misma no tiene conciencia, que Fersen podría obtener de la joven reina cualquier favor, hasta el supremo, si tuviese el atrevimiento o la ligereza necesarios para intentar apoderarse de su presa.
Acto tercero: nuevo regreso de Fersen. Directamente desde Brest, donde desembarca, en junio de 1783, al cabo de cuatro años de voluntario destierro con el cuerpo auxiliar de los americanos, se precipita sobre Versalles. Epistolarmente había estado desde América en relación con la reina, pero el amor exige la presencia real. ¡Que no tengan ahora que volver a separarse, que por fin pueda establecerse junto a ella, que no haya ninguna distancia más entre sus miradas! Evidentemente por deseo de la reina, solicita al punto Fersen el mando de un regimiento francés. ¿Por qué? Este enigma no es capaz de resolvérselo en Suecia el viejo y económico senador su padre. ¿Por qué quiere Hans Axel permanecer en Francia? Como soldado experimentado, como heredero de un nombre de antigua nobleza, como favorito del romántico rey Gustavo, podría elegir en su país el puesto que más le agradara. ¿Por qué, pues, en Francia?, se pregunta una y otra vez el senador, enojado y desengañado. Y el hijo, para engañar al escéptico padre, inventa rápidamente que lo hace para casarse con una rica heredera, con la señorita Necker y sus millones suizos.
Pero la verdad de todo es que piensa en cualquier cosa menos en casarse, como lo revela la carta íntima que, al mismo tiempo, escribe a su hermana, en la que, con toda sencillez, le entrega las llaves de su corazón. «He tomado la resolución de no contraer nunca matrimonio; sería contranatural... La única a quien querría pertenecer y que me ama, no puede ser mía. Por tanto, no quiero ser de nadie.» ¿Está bastante claro? ¿Hay que preguntar todavía quién es esa «única» que le ama y que nunca podrá pertenecerle como esposa, como abreviadamente llama Fersen a la reina en sus Diarios? Tienen que haber pasado cosas decisivas para que tan abiertamente se atreva a confesarse a sí mismo y a su hermana que está seguro del cariño de María Antonieta. Y cuando le escribe al padre que hay otras «mil razones personales que no puede confiar al papel y que le retienen en Francia», detrás de esas mil razones no hay más que una sola que no quiere comunicar: el deseo o la orden de María Antonieta de tener siempre cerca de sí a su dilecto amigo. Pues, apenas Fersen ha solicitado ahora un mando de regimiento, ¿quién le ha hecho « la merced de intervenir en el asunto»? María Antonieta, que, por lo demás, no se ha ocupado nunca de mandos militares. Y ¿quién, contrariamente a todo uso, anuncia la rápida obtención del cargo al rey de Suecia? No el jefe supremo del ejército, único calificado para ello, sino, en una carta de su puño y letra, su mujer, la reina.
Ahora que este cariño, superficial en otro tiempo, ha llegado a llenar el alma y que el amorío se ha convertido en amor, hacen ambos todos los imaginables esfuerzos por mantener ocultas sus relaciones ante el mundo. Para despistar toda malicia, hace María Antonieta que el joven oficial no sea enviado a la guarnición de París, sino a una situada muy cerca de la frontera, a Valenciennes. Y si «se»(así se expresa Fersen reservadamente en su Diario) le llama a palacio, oculta, bajo toda especie de artificios, entre sus amigos el verdadero objeto del viaje, a fin de que de su presencia en Trianón no pueda deducirse ninguna consecuencia. «No le digas a nadie que te escribo desde aquí -le advierte desde Versalles a su hermana-, pues fecho todas mis otras cartas desde París.Adiós, tengo que ir junto a la reina.»
Pero ¿qué hace Fersen? ¡Ay!, guarda silencio. Toma la pluma y anota pulcramente en su Diario toda la conversación de Edelsheim con Bonaparte, incluyendo la imputación de haberse acostado él con la reina. En la más profunda intimidad consigo mismo, no tiene palabras para atenuar esta afirmación, «infame y cínica» en opinión de sus biógrafos. Baja la cabeza, y con este signo presta su aquiescencia. Cuando, algunos días más tarde, las gacetas inglesas comentan este incidente y «con ello hablan de él y de la desgraciada reina», añade en su Diario: «Le qui me choqua» , es decir, « lo que fue enojoso para mí». Ésta es toda la protesta de Fersen, o más bien su no protesta. Una vez más, el silencio habla más claro que todas las palabras.
Se ve, por tanto, que lo que los timoratos herederos trataban de ocultar tan celosamente, el hecho de que Fersen hubiera sido amante de María Antonieta, el amante mismo no lo negó jamás. Por docenas aparecen más y más detalles demostrativos de una porción de hechos y documentos: el que su hermana le conjure, al dejarse ver él públicamente en Bruselas con otra querida, a que haga de modo que ella no sepa nada, porque se ofendería (¿con qué derecho, hay que preguntar, si no fuese su amante?); el que en el Diario esté borrado el pasaje en el que Fersen anota que ha pasado la noche en las Tullerías, en las habitaciones regias; el que, ante el tribunal revolucionario, una camarera declare que con frecuencia alguien salía secretamente del cuarto de la reina.
Esta interpretación se acomoda perfectamente con el cuadro de la situación. Nada era más extraño a María Antonieta que la hipocresía y disimulación; un cazurro engaño a su esposo no corresponde con su conducta espiritual, y tampoco la promiscuidad indecente, con tanta frecuencia usada, esa fea comunidad simultánea entre esposo y amante, no puede pensarse de ella, dado su carácter. Es indudable que, tan pronto como se establecieron sus relaciones con Fersen -relativamente tarde, lo más probable sólo entre los quince y los veinte años de su matrimonio-, María Antonieta cortó las relaciones corporales con su esposo; esta sospecha, puramente psicológica, es sorprendentemente confirmada por una carta del imperial hermano de la reina, el cual ha sabido, no sabemos cómo, en Viena, que su hermana quiere retirarse del comercio con Luis XVI después del nacimiento de su cuarto hijo; la fecha concuerda exactamente con el comienzo de sus relaciones más estrechas con Fersen. Aquel a quien le guste ver claro, verá con claridad esta situación. María Antonieta, casada por razón de Estado con un hombre sin ningún atractivo, a quien no ama, reprime durante años su necesidad espiritual de amor en obsequio de estos deberes conyugales. Pero tan pronto como ha dado a luz dos hijos varones, cuando, por tanto, ha proporcionado a la dinastía herederos al trono de indudable sangre borbónica, siente como terminados sus deberes morales para con el Estado, la ley y la familia y se cree por fin libre.
Al cabo de veinte años sacrificados a la política, esta mujer, tan castigada en la última y trágicamente emocionante hora, se refugia en su puro y natural derecho de no negarse por más tiempo al hombre desde hace mucho tiempo amado, que para ella, en un solo sujeto, es amigo y amante, confidente y compañero, animoso como ella misma y dispuesto, por su afán de sacrificio, a corresponder al que ella le hace. ¡Qué pobres son todas las artificiales hipótesis de una reina dulzonamente virtuosa frente a la clara realidad de su conducta y cuánto rebajan su valor humano y su dignidad espiritual precisamente aquellos que quieren defender incondicionalmente el regio « honor» de esta mujer! Pues jamás una mujer es más honrada y noble que cuando cede plena y libremente a unos sentimientos que no la engañan, probados durante años; jamás una reina es más reina que cuando procede humanamente.