Durante los primeros años de reinado, a veces hay pequeñas preocupaciones que agobian a la joven reina, a veces le disgusta la pesadez de los asuntos de estado, con creciente frecuencia se siente extraña en medio de estos nobles duros y belicosos, le repugna la disputa con las celosas damas de la corte y los secretos intrigantes: en tales horas vuelve a huir a Austria, la patria de su corazón. Desde luego no puede abandonar Francia, así que ha fundado una pequeña Viena, un diminuto trozo de mundo donde puede entregarse libremente y sin ser observada a sus inclinaciones predilectas, su Trianon.
Con unos cuantos caballeros son felices de olvidar aquí, en el espacio cálido e iluminado de la amistad, la tristeza de este país severo y trágico y María Antonieta sobre todo de poderse quitar la fría mascara de la majestad y ser simplemente una joven alegre en el círculo de unos compañeros de igual forma de ser. Es natural que sienta tal necesidad. Pero para María Antonieta es un peligro ceder a su dejadez. El fingimiento la agobia, la cautela le resulta a la larga insoportable, pero precisamente esa virtud del no saber callar, le crea más incomodidades que a otros el peor de los engaños y la más furibunda dureza.
Marie Antoinette, 1775 by Jean-Laurent Mosnier. |
Todas sus parientes de su misma edad; todas sus amigas hace ya tiempo que tienen hijos, cada una tiene un marido verdadero, o por lo menos, un amante, solo ella está excluida por la torpeza de su desdichado esposo; solo que es más hermosa que todas, más deseable y más deseada que ninguna otra en su círculo, no ha entregado todavía a nadie el tesoro de sus sentimientos.
En vano ha desviado hacia sus amigas su intensa necesidad de ternura, aturdiéndose con incesantes placeres mundanos, para olvidar su vacío íntimo, no le sirve de nada; en toda mujer de naturaleza reclama, poco a poco, sus derechos, y por tanto también en esta, plenamente normal y natural. La vida en común de María Antonieta con los caballeros que la rodean pierde cada vez más su primitiva y despreocupada seguridad. Cierto que se guarda todavía de lo más peligroso, pero no deja de jugar con el peligro, y al hacerlo ya no es capaz de gobernar su propia sangre, que le hace traición: se ruboriza, palidece, comienza a temblar al acercarse a aquellos jóvenes inconscientemente deseados.
En las memorias de Lauzun, aquella asombroso escena en la cual la reina, recién disipado un enojo, lo estrecha de repente en un súbito abrazo, y, espantada al instante de sí misma, huye de vergüenza, tiene por completo el acento de la verdad, pues el informe del embajador de Suecia sobre la manifestación de pasión de la reina por el joven Fersen refleja idéntico estado de excitación. Es innegable que esta mujer de veintidós años, atormentada, sacrificada, dejada como en reserva por su torpe esposo, se encuentra al borde de no ser dueña de si, cierto que María Antonieta se defiende; pero, acaso por ello mismo, sus nervios no resisten ya la invisible tensión interna.
Textualmente, como si quisiera completar el cuadro clínico, el embajador Mercy habla de “afecciones nerviosas” aparecidos de repente y de los llamados “vapores”. Porque la naturalidad con la que la reina se mueve entre estos jóvenes, aceptando sonriente sus homenajes y quizá incluso provocándolos inconscientemente, engendra en esos chicos una inadecuada camarería, y para las naturalezas apasionadas se convierte incluso en un atractivo.
Precisamente porque no era poseída por un hombre, permitiera pequeñas confianzas físicas -una mano que acaricia, un beso, una mirada que invita- a veces permite olvidar a los jóvenes que la rodean que, como reina, la mujer que hay en ella tiene que seguir siendo inaccesible a todo pensamiento osado.
Durante algún tiempo, el barón de Besenval, un noble suizo de cincuenta años, con la ruidosa brusquedad de un antiguo soldado, es el que ostenta la supremacía. Hombre de buen tamaño, una figura agradable, el espíritu y la audacia. Sus modales eran demasiado libres con su gallardía y mal tono. Tal era el hombre que aspiraba a ser el guía de María Antonieta. Después cae la preferencia por el duque de Coigny, hombre apuesto, sus modales de rara distinción, su fina figura, su alto nacimiento, su valentía, su alegría pavimentada de moda, concilio el favor del rey y la reina. Lejos de los chismes y calumnias, era el caballero de honor que María Antonieta necesitaba.
retratos del barón de Besenval y el duque de Coigny. |
retratos del duque de Guines y el conde de Vaudreuil. |
retratos del conde húngaro Esterhazy y el duque de Lauzun. |
retratos del conde Adhemar y el embajador británico el duque de Dorset. |
retratos del príncipe de Ligne y el duque de Polignac. |
Ninguno de estos caballeros, a excepción del príncipe de Ligne, tiene realmente una categoría espiritual, ninguno, la ambición de utilizar elevadamente en sentido político, la influencia que les brinda la amistad de la reina: ninguno de estos héroes de las mascaradas de Trianon ha llegado a ser realmente un héroe de la historia. Por ninguno de ellos, verdaderamente, en lo profundo, siente estimación María Antonieta. A varios les ha permitido la joven coqueta más familiaridades de lo que hubiera sido conveniente en la posición de una reina, pero a ninguno de los, y esto es lo decisivo, se le ha entregado por completo no física ni espiritualmente. El único de todos que, de una vez para siempre, debe ser quien llegue al corazón de la reina esta todavía envuelto en sombra. Y acaso la abirragada agitación de la comparsería sirva solo para ocultar mejor su proximidad y presencia: el conde Axel de Fersen.
Miniatura del conde Axel de Fersen. |
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