El martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los murmullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cámara, como olas por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».
María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes. Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».
Marie Antoinette 2006 por sofia coppola
madame Campan refiere en sus Mémoires , que Luis XVI y María Antonieta, cuando les llevaron la noticia de la muerte de Luis XV, cayeron de rodillas y exclamaron: «Dios mío, guíanos y protégenos: somos jóvenes, demasiado jóvenes para reinar». Es ésta una anécdota muy conmovedora; sólo es lástima, como ocurre con la mayor parte de las anécdotas sobre María Antonieta, que tenga el pequeño inconveniente de haber sido inventada de un modo harto torpe y altamente desconocedor de la psicología de los personajes. Pues esta piadosa emoción no conviene en modo alguno con la fría sangre de pez de Luis XVI, el cual no tenía ningún motivo para ser así agitado por un acontecimiento que toda la corte, desde ocho días antes estaba esperando, hora por hora, con el reloj en la mano: y menos aún corresponde con el ánimo de María Antonieta, la cual iba al encuentro de este regalo del momento con despreocupado corazón, como recibía todos los otros dones de la vida.
Marie Antoinette Queen of France (1956)
Orgullosa y sin avergonzarse de su orgullo, María Antonieta coge la corona que le ha tocado en suerte; «aunque ya Dios me hizo venir al mundo en la categoría que hoy poseo -le escribe a su madre-, no puedo menos de admirar la bondad de la Providencia, que me ha escogido a mí, la más joven de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa». Quien en esta declaración no sienta palpitar un alto tono de alegría, tiene duro el oído. Precisamente por sentir sólo la grandeza de su posición, sin advertir al mismo tiempo su responsabilidad, asciende María Antonieta al trono despreocupada y alegre.
Y apenas ha ascendido, cuando llegan ya hasta ella, desde lo profundo del pueblo, mugientes aclamaciones. Aún no han hecho nada, aún no han prometido ni cumplido nada; y, sin embargo, se saluda ya con todo entusiasmo a los jóvenes soberanos. ¿No comenzará ahora la edad dorada con la que sueña el pueblo, que cree eternamente en milagros, ya que la maîtresse sorbedora de tuétanos está desterrada, el viejo, apático y lascivo Luis XV ha sido sepultado y un rey joven, sencillo, ahorrador, modesto y piadoso y una reina encantadora, deliciosamente joven y bondadosa imperan en Francia? En todos los escaparates lucen los retratos de los nuevos monarcas, amados con una esperanza que todavía no conoce la decepción; ferviente entusiasmo acoge cada uno de sus actos, y hasta en la corte, paralizada por el miedo, comienza a sentirse de nuevo la alegría; vienen de nuevo ahora, con bailes y desfiles, diversiones y una renovada dicha de vivir; la soberanía de la juventud y de la libertad. Un suspiro de alivio saluda la muerte del viejo rey, y las campanas mortuorias, en las torres de toda Francia, suenan con tanta claridad y alegría como si repicasen convocando a una fiesta.
Extracto del documental "the french revolution history channel" 2005
Verdaderamente conmovida y espantada, por sentirse presa de tétricos presentimientos, sólo una persona en toda Europa lamenta la muerte de Luis XV: la emperatriz María Teresa. Como monarca, por treinta penosos años, conoce el peso de una corona; como madre, la debilidad y defectos de su hija. Desde el fondo de su corazón habría visto gustosa que el momento de ascender al trono hubiera sido diferido hasta que aquella criatura aturdida y sin freno hubiese ganado mayor madurez y supiera defenderse por sí misma de las tentaciones de sus arrebatos de disipación. La vieja señora siente su corazón angustiado; lúgubres previsiones parecen oprimirla. «Estoy muy apenada -escribe a su fiel embajador al recibir la noticia-, y aún más preocupada por el destino de mi hija, que tiene que ser magnífico o desdichado. La situación del rey, de los ministros, del Estado, no me muestran cosa alguna que pueda tranquilizar, y ¡mi hija es tan joven! Jamás hubo en su pecho ninguna aspiración hacia algo serio, y no la tendrá nunca o la tendrá muy rara vez.»
Melancólicamente responde también a la comunicación, llena de orgullo, que le hace su hija: «No te envío felicitación alguna por tu nueva dignidad, adquirida a muy alto precio y que aún será más cara si no sabes decidirte a llevar la misma vida, tranquila a inocente, que has llevado durante estos tres años, gracias a la bondad y previsión de aquel buen padre, y que ha traído para los dos la aprobación y el amor de vuestra nación. Esto significa una gran ventaja en vuestra situación actual; pero ahora se trata de saber conservar ese favor y emplearlo rectamente para bien del rey y del Estado. Los dos sois aún muy jóvenes y la carga muy grande; por ello estoy preocupada, verdaderamente preocupada... Todo lo que puedo aconsejaros ahora es que no os precipitéis en nada; consideralo todo con vuestros propios ojos, no cambiéis cosa alguna, dejad que todo se desenvuelva por sus propias vías; si no, serán infinitos el caos y las intrigas, y vosotros, mis queridos hijos, caeréis en tal turbación que apenas seréis capaces de volver a salir de ella». Desde lejos, desde la altura de tantos decenios de experiencia, la cauta regente domina, en una ojeada de conjunto, con su mirada de Casandra, la insegura situación de Francia mucho mejor que los que están demasiado cerca; conjura insistentemente a ambos a que, ante todo, conserven la amistad con Austria y, con ello, la paz universal.
«Nuestras dos monarquías no necesitan más que tranquilidad para poner en orden sus asuntos. Si actuamos en una estrecha inteligencia, en adelante nadie perturbará nuestros trabajos y Europa gozará de tranquilidad y de dicha. No sólo serán felices nuestros pueblos, sino que también lo serán todos los otros.» Pero del modo más insistente amonesta a su hija para que se defienda de su ligereza personal, de su tendencia a buscar diversiones: «Temo esto en ti más que todas las demás cosas. Es absolutamente preciso que te ocupes de labores serias y, ante todo, que no te dejes inducir a gastos excesivos. Todo depende de que este dichoso principio que excede a todas nuestras esperanzas sea duradero y os haga felices a los dos al labrar la dicha de vuestro pueblo».
María Antonieta, conmovida por las preocupaciones de su madre, promete todo lo que se quiere, una y otra vez. Reconoce su falta de fuerza para toda actividad seria y jura enmendarse. Pero las angustias de la vieja señora, conmovida como en presagio, no se quieren apaciguar. No cree en la dicha de aquella monarquía ni en la de su hija. Y mientras que todo el mundo aclama a María Antonieta y la envidia, la emperatriz escribe a su confidente el embajador este lamento maternal: «Creo que sus mejores días están ya terminados».
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