sábado, 1 de agosto de 2009

EL ESTILISTA DE MARIE ANTOINETTE: LEONARD

“Leonard vino y se convirtió en rey”
Madame Genlis sobre Leonard.


Una tarde, en la ópera, María Antonieta vio a una cantante peinada maravillosamente y quedo encantada con el arte de aquel desconocido peluquero llamado Leonard. Interesante, pues la emperatriz Sissi, un siglo más tarde, encontraría a su estilista, Fanny Angerer, peinando en el teatro en el Horburg, siendo el creador de peinados para las actrices de la época.

Los peinados se exhibieron hasta entonces en el escenario y fue la reina la encargada de introducirlos en la corte. La vieja madame etiqueta lanzo un grito de terror: ¿Cómo puede la reina de Francia encomendar la cabeza a un hombre que toco el cabello de la señorita Guimard o incluso cualquier ninfa de la calle o el Palais Royal?.

Ya en los últimos años del reinado de Luis XV fue atribuido cada vez más importancia al cabello de la mujer y sus adornos. Este era rizado con plancha muy caliente, humedecido con jugo de ortiga y empolvado con una mezcla nutritiva de raíz de rosa, madera de aloe, coral rojo, ámbar, haba y almizcle. Antes de la llegada de Leonard, Legros De Rumigny, era el peluquero oficial en la corte de Luis XV y en particular de madame de Pompadour.

Léonard peinando a María Antonieta.
Imagen tomada desde la cubierta del libro
"Recuerdos de Léonard".
Lo mismo que Mansart, el gran arquitecto, levanta sobre las casas los ingeniosos tejados que llevan su nombre, también el señor Léonard edifica sobre la frente de toda dama de categoría que se respete verdaderas torres de cabellos y decora estas altas edificaciones con simbólicos ornamentos. Con gigantescas agujas y un enérgico empleo de pomada se encaraman primeramente los cabellos, desde su raíz, sobre la frente, rectos como cirios, hasta una altura aproximadamente doble de la de una gorra de granadero prusiano; después, en este espacio aéreo, a medio metro por encima de las cejas, comienza realmente el imperio plástico del artista. No sólo paisajes completos y panoramas, con frutas, jardines, casas y navíos en movidos mares, toda una visión multicolor del universo, modelado con el peine sobre esos poufs o ques-à-quo (así se llaman, según un libelo de Beaumarchais), sino que también, para hacer la moda más rica en cambios, estas construcciones representan simbólicamente los acontecimientos del día. Todo lo que ocupa a aquellos cerebros de colibrí, lo que llena aquellas cabezas de mujer, en general vacías, tiene que ser anunciado por el peinado.

María Antonieta, en particular con un puf sencillo, el en retrato de Josef Hauzinger.
¿Produce sensación la ópera de Gluck? Al instante inventa Léonard una coiffure à la lphigénie con negras cintas de luto y la media luna de Diana. ¿Es vacunado el rey contra la viruela? Pronto aparece representado este acontecimiento emocionante por medio de los pouf de l'inoculation. Llega la insurrección americana a ponerse a la moda, y al punto es la vencedora del día la coiffure de la libertad; y, cosa aún más vil y estúpida, cuando son saqueadas las panaderías de París, durante la crisis del hambre, esta frívola sociedad de cortesanos no sabe hacer nada más importante que mostrar este suceso en los bonnets de la révolte. Estas edificaciones artificiales sobre las huecas cabezas ascienden cada vez más locamente. Poco a poco, las torres capilares, gracias a ocultos refuerzos y a postizos mechones, se hacen tan altas, que las damas que las llevan ya no pueden sentarse en sus carrozas, sino que tienen que ir de rodillas, levantándose las faldas, pues en otro caso el precioso edificio capilar tropezaría con el techo del carruaje.

 Imagen satírica de Mateo Darly de 1776
En los palacios se hacen más altos los dinteles de las puertas, a fin de que las damas en gran toilette no necesiten siempre inclinarse al pasar por ellas; en los palcos de los teatros se aboveda el techo. El especial tormento que estos moños ultraterrestres constituyen para los amantes de tales damas es cosa sobre la cual se encuentran pasajes divertidos en las sátiras contemporáneas.

De nuevo resuena el eco en Viena: «No puedo impedirme de tocar un punto que, con mucha frecuencia, encuentro repetido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que, desde la raíz del pelo, tienen treinta y seis pulgadas de alto, y encima aún hay plumas y lazadas».

Las creaciones ocupaban horas y horas de trabajo, y, por supuesto, tuvo que ser conservado durante tanto tiempo como sea posible, lo que significaba que el cuero cabelludo sufriera de picazón y sudor bajo la pesada carga, tenía que ser protegido con ungüentos, algunos mezclados con granos triturados o ámbar disuelto con polvo de coral.


Lo que criticaban los peinados piramidales fueron señalando que causaban un flujo excesivo de sangre en la cabeza, dolores, fatiga visual y erisipela. La caída del cabello, dolor de muelas y entre los rizos, no deseados huéspedes como pulgas y piojos. Louis-Sebastien Mercier, un agudo observador de la época escribió: “toda la construcción se comprime por medio de una especie de triple de vendaje, pelo falso, pasadores, tintura, pomada y finalmente la cabeza, triplica el tamaño más de lo normal, por ultimo descansa sobre la almohada envuelto como un paquete, de modo que incluso en el sueño se respete el valioso trabajo de la peluquería”.

Incluso en otras cortes se imitaron los peinados lanzados por Leonard, aunque nunca alcanzo la elegante locura de los de Francia. Ciertamente, incluso el pelo en Nápoles constituyo el punto culminante de la elegancia y la sensualidad femenina, pero el grito de los peluqueros del reino que no eran capaces de igualar la gracia de Leonard, por lo que María Carolina recibió a los peluqueros de su hermana cada año para que les revelaran los secretos de su arte.


En sus memorias, la baronesa Oberkich evoca su propio estilo de peinado en 1782: "Probé por primera vez una cosa muy de moda, pero lo suficientemente molesto: botellas pequeñas de plana y curvada en la forma de la cabeza, que contiene un poco de agua para mojar las flores naturales de la cola y mantener fresca en peluquería. Esto no siempre tiene éxito, pero cuando llegó al final, era precioso. La primavera en la cabeza, en medio de la nieve en polvo, produce un efecto único (...). Sra. condesa del Norte tenía en la cabeza un poco piedras de aves que podíamos ver cómo era brillante. Él se balanceó por un resorte, batiendo las alas, sobre una rosa en todos sus movimientos”.


Léonard continúa edificando cada vez a mayor altura, hasta que al todopoderoso se le ocurre cortar aquella moda, y al año siguiente son demolidas las torres, cierto que para ceder el puesto a una moda aún más costosa: la de las plumas de avestruz. cuando se trata de una moda, las mujeres, según se sabe, están siempre dispuestas a todo sacrificio, y, por su parte, la reina se imaginaría, sin duda alguna, no ser realmente tal si no introdujera o sobrepasara todas estas locuras:” es verdad que paso mucho tiempo en mi corte de pelo, en cuanto a las plumas, todos el mundo las usa -por todo el mundo entiende siempre María Antonieta el centenar de damas de la corte- sería raro si yo no las utilizara también”

ROSE BERTIN: "EL MINISTRO DE LA MODA" DE MARIE ANTOINETTE

Couturière de la reine Marie antoinette
Rose Bertin ,retrato en su juventud.
María Antonieta esa hora considerada el primer “icono de la moda”, alguien incluso la ha llamado la primera “supermodelo” de la historia. Sin embargo, su interés en el aspecto y la ropa era lento y gradual. Todavía como delfina, solo tenía que seguir la moda oficial recomendada por las damas de la corte. Hasta ese momento no se había aventurado a ninguna extravagancia en el vestir. Pero el ascenso al trono de Luis XVI, la duquesa de Chartres y la princesa de Lamballe le presentaron a Rose Bertin, la costurera o modista, venerada por todas las damas de la corte.

Rose, cuyo verdadero nombre era Marie Jeanne, fue picardía y en unos pocos años  había logrado su ascenso gracias a un talento poco común de maestro supremo de la frivolidad, de ser  una humilde modista en Amiens, hasta llegar a ser la señorita marcador con encanto “le trait galant”, en la calle de Saint-Honore. Pronto comenzó su propio negocio, la tienda “le gran mogol”. Actrices, burguesas ricas y las más bellas damas de la corte cayeron bajo su hechizo. Mademoiselle Bertin estaba operando de una manera muy sencilla: dio disposiciones a la medida, que le devolvió un modelo sin adornos, en la que dio rienda suelta a su imaginación.

Couturière de la reine Marie antoinette
La moda del comerciante.
El gran mérito de Bertin fue haber descubierto la manera de “colarse” en la forma del mecanismo del tiempo. En el siglo XVIII no se podía hablar acerca de moda en el sentido estricto del término, ni diseñador. Para ello, tendría que esperar hasta el siglo XIX y la llegada de Worth, ingles trasplantado a parís, considerado el primer diseñador de la historia. Bertin tuvo mérito de comprender que con el fin de imponer su tendencia, necesariamente tenía que ir a la corte y ser escuchada por la reina. A pesar de que fue Bertin la que propuso, fue Maria Antonieta la que arrojo la tendencia.

En los recuerdos de Madame Tussaud se puede leer: “los parisinos fueron copiando cada nuevo estilo que Maria Antonieta adopto, era tan grande el deseo de seguir a la reina, que una noche, cuando apareció en su palco en la ópera, luciendo una nueva creación de Leornard, el público creó una estampida, personas acudieron para ver lo más cerca posible a la reina”.

Couturière de la reine Marie antoinette
María Antonieta (centro) en el detalle de una
pintura que la retrata durante la ceremonia de
coronación de Luis XVI. El vestido que usó
en esta ocasión fue creado por Rose Bertin.
Madame Bertin, alcanza mayor influjo sobre María Antonieta que todos los ministros, a estos se le puede sustituir por docenas, aquella mujer es incomparable y única. Salta por encima de las prescripciones de la etiqueta que prohíbe a una persona burguesa la entrada en los petits cabinets de la reina; esta artista, en su género, alcanza lo que Voltaire y todos los poetas y pintores del tiempo no lograron jamás: ser recibida a solas por la reina. Cuando aparece, dos veces por semana, con sus dibujos. María Antonieta abandona a sus nobles damas de honor y se encierra, para un consejo secreto, con la venerada artista en lo más recogido de sus habitaciones privadas, para lanzar con ella una nueva moda, aún más disparatada que la anterior. Ya se comprende que la modista, como buena mujer de negocios, convierte valientemente en ingresos para su caja cada uno de tales triunfos. 

Couturière de la reine Marie antoinette

Después de haber impelido a María Antonieta hacia el más dispendioso gasto, pone a contribución a toda la corte y la nobleza; con letras gigantescas hace poner sobre su tienda de la Rue Saint-Honoré su título de proveedora de la reina, y, altiva, y negligente, les explica a las parroquianas a quienes ha hecho esperar: «Precisamente vengo ahora de trabajar con Su Majestad». Pronto tiene a sus órdenes todo un regimiento de costureras y bordadoras, porque cuanto más elegante se viste la reina, tanto más impetuosamente se esfuerzan las otras damas por no quedar atrás. Algunas sobornan a la infiel hechicera, con muy buenas monedas de oro, para que les haga un modelo que la reina no ha llevado todavía: el lujo en la toilette se contagia como una enfermedad en torno a ella. La inquietud en el país, las cuestiones con el Parlamento, la guerra con Inglaterra, no agitan, ni con mucho, tanto a aquella sociedad cortesana como el nuevo color pulga que Mademoiselle Bertin pone a la moda, que un corte atrevidamente sesgado de la falda à paniers o un nuevo matiz de seda por primera vez producido en Lyon. 

Toda dama que se considere en algo se siente obligada a seguir paso a paso estas monerías de la extravagancia, y un marido se queja, suspirando: «Jamás las mujeres de Francia han gastado tanto dinero para ponerse en ridículo». 

Couturière de la reine Marie antoinette
María Antonieta vestido de cuento de hadas adornado con crepé (tejido característico
ondulado, arena gruesa y entrecortado), es casi seguro que el trabajo de Rose Bertin.
Pero ser reina en esta esfera lo considera María Antonieta como el primero de sus deberes. Al cabo de un trimestre de reinado, la princesita ha ascendido ya a la categoría de muñeca a la moda del mundo elegante, como modelo de todos los trajes y peinados; por todos los salones, por todas las cortes, resuenan sus triunfos. A la verdad, llegan también hasta Viena, donde producen un eco poco alegre. María Teresa, que querría para su hija más dignas tareas, le devuelve con enojo al embajador un retrato que muestra a su hija adornada a la moda y con exagerado lujo, diciendo que será el retrato de una cómica y no el de una reina de Francia. Enojada amonesta a su hija, aunque, a la verdad, siempre en vano: « Ya sabes que siempre fui de opinión que se deben seguir moderadamente las modas, pero sin exagerarlas jamás. Una mujer joven y bonita, una reina llena de gracia, no necesita de esas locuras; al contrario, la sencillez del vestido le sienta mejor y es más digna de la categoría de una reina. Como es ella la que da el tono, todo el mundo se esforzará por seguirla hasta en estos pequeños malos pasos. Pero yo, que quiero a mi reinecita y observo cada una de sus acciones, no debo vacilar en llamar su atención sobre esta pequeña frivolidad».

Couturière de la reine Marie antoinette
El encanto de una sombrerería en el siglo XVIII. En su tienda Bertin también se venden artículos como: auriculares grandes, sombreros adornados con flores y plumas, capas, abrigos con cuellos de piel, corbatas, pañuelos de seda, velo pañoleta, mangas, abanicos, pasamanerías, cinturones, guantes, zapatos, zapatillas bordadas y miles de otras baratijas. Era imposible dejar el Gran Mogol con las manos vacías.
Los colores de la época eran nombres extravagantes y caprichosos: carmelitas y el vientre de carmelitas, ojo de rey, loza de barro azul, amapola, mota de parís, la llama opera, el humo de la ópera, mierda de ganso, caca, Delfino, así sucesivamente. En 1776 los hombres y mujeres vistieron con un color rojo-marrón que se conocía como “puce”. Un tono más claro del mismo color fue llamado “vientre de pulgas”. Las damas prefirieron colores suaves, entre los cuales el más común era un color dorado pálido llamado “pelo de la reina”, para imitarlo fue enviando un mechón de cabello de María Antonieta a Gobelins y Lyon, para crear tejidos de la misma tonalidad.

Rose Bertin et Marie Antoinette
El Charlotte Joaquina Infanta con un vestido hecho para ella por Rose Bertin en 1785.
En el “cuaderno de viaje a través de Francia” por Sophie La Roche en 1785 hay una interesante descripción de la forma de trabajar por Rose Bertin y sus cualidades empresariales: 

“en la casa de la señorita Bertin, modista reconocida y respetada en parís, creadora de toda la ropa de la reina y las principales damas de la corte, Bertin había recibido una suma de 500.000 libras y todo lo necesario para la doble boda de las dos infantas (Carlota Joaquina de España y María de Portugal).

Toda la escena parecía memorable. La casa era grande y muy bonita, aunque muy descuidadas en la limpieza. Por una hermosa escalera de entrar en una antecámara donde, por un lado, dos vendedores deambulaban escribiendo y en los otros dos vendedores estaban ocupados con cintas métricas y crepe. Entonces nos conduce a una gran sala donde las ventanas eran doradas, la chimenea de mármol y estuco en el techo. Allí, una ventana de trabajadores jóvenes estaban sentados en tres mesas a lo largo de la pared, cada uno con diferentes tareas y vestidos con ropa diferente…

Rose Bertin et Marie Antoinette
Rose Bertin en un retrato de Madame Vigée Le Brun.
Mademoiselle Bertin fue cortes: su vestido era modesto pero valioso, ya que era un hermoso encaje bordado de muselina y termino con Bruselas. Admiramos la belleza de toda la ropa. Ella dijo que había empleado dos mil personas que estaban produciendo cintas, crespos, textiles, flores de metal y “rubias”, de acuerdo con los modelos que había inventado y que había invertido en parís más de un millón de libras al año. Estos modelos imaginativos que estaban trabajando dos mil personas, condujeron a su creadora una ganancia de la que tuvo que ser agradecida. Se dice que gana cuarenta mil francos al año, lo que dejara en herencia a los hijos de sus hermanos y hermanas, porque no quiere casarse”.

EL GUSTO DESMEDIDO DE MARIE ANTOINETTE POR LA MODA

el toilette de Marie-Antoinette
¿Cuál es el primer cuidado de la reina del rococó cuando se despierta por las mañanas en su palacio de Versalles? ¿Las noticias de la ciudad y del Estado? ¿Las cartas de los embajadores, el saber si han vencido los ejércitos o si se le ha declarado la guerra a Inglaterra? En modo alguno; María Antonieta, como de costumbre, no ha regresado a casa hasta las cuatro o las cinco de la madrugada; ha dormido pocas horas; su inquietud no necesita de mucha quietud. El día comienza ahora con una importante ceremonia. la camarera principal que tiene a su cargo el guardarropa de la reina, penetra en la cámara con algunas camisas, pañuelos y toallas para la toilette matinal, llevando a su lado a la primera doncella. esta se inclina y tiende a la reina un libro en folio, en el que están colocados, sujetas con alfileres, un muestrecilla de cada uno de los trajes existentes en el guardarropa. Marie Antoinette tiene que decidir que traje desea ponerse aquel día. elección dificultosa y rica en responsabilidades, porque para cada estación están prescritos doce nuevos trajes de gala, doce vestidos de fantasía, doce trajes de ceremonia, sin contar los otros cientos que son adquiridos todos los años. habitualmente, la elección dura largo tiempo. ¿imagínense que seria para una reina de la moda llevar el vestido dos veces? un pecado mortal!...



Cuando Maria Antonieta  llega de Austria a Francia, acoge los nuevos estilos y modas como forma de mostrar su sincera dedicación a su nuevo país. además angustiada por no poder dar a luz a un heredero, María Antonieta buscaba desahogarse en la vida material. La moda fue quizás lo que más le gustaba.

"madame mi querida hija,... he visto los dibujos que muestran como se viste, se nos muestran trajes tan exagerados que yo no puedo creer que la reina, hija mía, debe usar ese estilo".(Marie Teresa, 30 mayo 1776)

El embajador Mercy trató de advertir en contra de estas extravagancias: "No he de ocultar de Su Majestad -escribió a Maria Theresa- que en las actuales condiciones económicas habría sido más prudente evitar ese enorme gasto". En cualquier caso, nadie puede negar que la nueva reina parecía totalmente radiante en sus magnífico ropas y joyas.

Vestidos, joyas, diademas, peinados, zapatos, sombreros... todo era del agrado de la Reina, que invertía sumas desmedidas por obtener la última tendencia y mostrarse con toda En aquella época, la vestimenta era una cuestión de honor, de dignidad. Y en ella mas que nadie, un símbolo de poder. Es innegable que impuso tendencia en su época, introduciendo nuevos diseños.

En palabras de la señora campan: "la habilidad de la modista, que fue recibida en el hogar, apesar de la etiqueta que restringía su acceso a él, le dio la oportunidad de introducir alguna nueva moda todos los días. hasta ese momento la reina había mostrado un gusto muy sencillo en el vestir, ahora comenzaba hacer de ello su ocupación principal, la cual fue, por supuesto, imitado por otras mujeres".

Una escena de "Les adieux à la reine" en el que la reina, interpretada por Diane Kruger, tiene la intención de consultar  las láminas de moda.
Maria Antonieta presidía extravagantes desfiles, estaba obsesionada con una moda ridícula. Incluyendo esos peinados tipo torre, que llevaban horas y horas de elaboración y en los que metían todo tipo de ornamentos. A muchos les parecía una obscenidad, terminaron representando los problemas de ella, de Versalles y a esa cultura. Todo esto generaba malestar en el pueblo, quienes veían desmedido el gasto que hacía en diseños o peinados, mientras ellos no tenían para comer. Este asunto llevó a los panfleteros a ridiculizarla haciendo dibujos exagerando la situación.

Mientras se culpaba a la reina de todos los derroches y excesos, las francesas la imitaron oculto. no había una sola mujer que no imitara el mismo vestido, la misma capa y las mismas plumas que le habían visto usar a la reina. había una absoluta revolución en el vestido de las damas. las madres y maridos murmuraban, dando lugar a escenas de discusiones domesticas con la queja de que: "esa reina será la ruina de todas las damas francesas".

REINA DE FRANCIA (1774)

El martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los murmullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cámara, como olas por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 
María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes.

Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».



María Antonieta sale como reina de la habitación donde entró como delfina. Y mientras en la abandonada cámara real, con un suspiro de alivio, colocan rápidamente en el féretro, largo tiempo ha preparado, el irreconocible cadáver de Luis XV, azulado y negruzco, para enterrarlo con la mayor ostentación posible, una carroza conduce a un nuevo rey y a una nueva reina fuera de la dorada verja de la puerta del parque de Versalles. Y en las calles el pueblo los aclama, lleno de júbilo, como si con el viejo rey hubiera terminado la vieja miseria y comenzara con los nuevos soberanos un mundo nuevo.

 
madame Campan refiere en sus Mémoires , que Luis XVI y María Antonieta, cuando les llevaron la noticia de la muerte de Luis XV, cayeron de rodillas y exclamaron: «Dios mío, guíanos y protégenos: somos jóvenes, demasiado jóvenes para reinar». Es ésta una anécdota muy conmovedora; sólo es lástima, como ocurre con la mayor parte de las anécdotas sobre María Antonieta, que tenga el pequeño inconveniente de haber sido inventada de un modo harto torpe y altamente desconocedor de la psicología de los personajes. Pues esta piadosa emoción no conviene en modo alguno con la fría sangre de pez de Luis XVI, el cual no tenía ningún motivo para ser así agitado por un acontecimiento que toda la corte, desde ocho días antes estaba esperando, hora por hora, con el reloj en la mano: y menos aún corresponde con el ánimo de María Antonieta, la cual iba al encuentro de este regalo del momento con despreocupado corazón, como recibía todos los otros dones de la vida.



No es que estuviera ávida de poder o sintiese ya impaciencia por empuñar las riendas del gobierno; jamás ha soñado María Antonieta con ser una Isabel, una Catalina o una María Teresa: para ello era demasiado escasa su energía moral, demasiado estrecho el horizonte de su espíritu, demasiado perezoso su ser entero. Sus deseos, como ocurre siempre con un carácter de término medio, no se extienden más allá de lo que afecta a su propia persona: esta mujer joven no tiene ninguna idea política que quiera imprimir al mundo, ninguna inclinación a oprimir o a humillar a sus semejantes: desde su infancia sólo es característico en ella un fuerte, un obstinado y a menudo pueril instinto de independencia; no quiere dominar, pero tampoco ser dominada o influida por nadie. Ser soberana no es otra cosa para ella sino ser libre. Solamente ahora, después de más de tres años de tutela y vigilancia, se siente por primera vez sin trabas: nadie está ya allí para decirle que se contenga -pues la severa madre habita a mil leguas de distancia y las tímidas protestas del sumiso esposo las rechaza con una sonrisa de desprecio--. Una vez ascendido este último peldaño decisivo de heredera del trono a reina, se alza finalmente sobre todos, a nadie sometida sino a su propio humor caprichoso. Ha terminado con los molestos enredos de las tías: ha terminado con tener que pedir al rey su consentimiento para que se le permita ir al baile de la Opera: queda a un lado la arrogancia de su adversaria la Du Barry: mañana le será para siempre impuesto el destierro a esa créature , nunca más centellearán sus brillantes regios, jamás se congregarán en su boudoir los príncipes y reyes para besarle la mano.

Orgullosa y sin avergonzarse de su orgullo, María Antonieta coge la corona que le ha tocado en suerte; «aunque ya Dios me hizo venir al mundo en la categoría que hoy poseo -le escribe a su madre-, no puedo menos de admirar la bondad de la Providencia, que me ha escogido a mí, la más joven de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa». Quien en esta declaración no sienta palpitar un alto tono de alegría, tiene duro el oído. Precisamente por sentir sólo la grandeza de su posición, sin advertir al mismo tiempo su responsabilidad, asciende María Antonieta al trono despreocupada y alegre.

Y apenas ha ascendido, cuando llegan ya hasta ella, desde lo profundo del pueblo, mugientes aclamaciones. Aún no han hecho nada, aún no han prometido ni cumplido nada; y, sin embargo, se saluda ya con todo entusiasmo a los jóvenes soberanos. ¿No comenzará ahora la edad dorada con la que sueña el pueblo, que cree eternamente en milagros, ya que la maîtresse sorbedora de tuétanos está desterrada, el viejo, apático y lascivo Luis XV ha sido sepultado y un rey joven, sencillo, ahorrador, modesto y piadoso y una reina encantadora, deliciosamente joven y bondadosa imperan en Francia? En todos los escaparates lucen los retratos de los nuevos monarcas, amados con una esperanza que todavía no conoce la decepción; ferviente entusiasmo acoge cada uno de sus actos, y hasta en la corte, paralizada por el miedo, comienza a sentirse de nuevo la alegría; vienen de nuevo ahora, con bailes y desfiles, diversiones y una renovada dicha de vivir; la soberanía de la juventud y de la libertad. Un suspiro de alivio saluda la muerte del viejo rey, y las campanas mortuorias, en las torres de toda Francia, suenan con tanta claridad y alegría como si repicasen convocando a una fiesta.



Verdaderamente conmovida y espantada, por sentirse presa de tétricos presentimientos, sólo una persona en toda Europa lamenta la muerte de Luis XV: la emperatriz María Teresa. Como monarca, por treinta penosos años, conoce el peso de una corona; como madre, la debilidad y defectos de su hija. Desde el fondo de su corazón habría visto gustosa que el momento de ascender al trono hubiera sido diferido hasta que aquella criatura aturdida y sin freno hubiese ganado mayor madurez y supiera defenderse por sí misma de las tentaciones de sus arrebatos de disipación. La vieja señora siente su corazón angustiado; lúgubres previsiones parecen oprimirla. «Estoy muy apenada -escribe a su fiel embajador al recibir la noticia-, y aún más preocupada por el destino de mi hija, que tiene que ser magnífico o desdichado. La situación del rey, de los ministros, del Estado, no me muestran cosa alguna que pueda tranquilizar, y ¡mi hija es tan joven! Jamás hubo en su pecho ninguna aspiración hacia algo serio, y no la tendrá nunca o la tendrá muy rara vez.»

Melancólicamente responde también a la comunicación, llena de orgullo, que le hace su hija: «No te envío felicitación alguna por tu nueva dignidad, adquirida a muy alto precio y que aún será más cara si no sabes decidirte a llevar la misma vida, tranquila a inocente, que has llevado durante estos tres años, gracias a la bondad y previsión de aquel buen padre, y que ha traído para los dos la aprobación y el amor de vuestra nación. Esto significa una gran ventaja en vuestra situación actual; pero ahora se trata de saber conservar ese favor y emplearlo rectamente para bien del rey y del Estado. Los dos sois aún muy jóvenes y la carga muy grande; por ello estoy preocupada, verdaderamente preocupada... Todo lo que puedo aconsejaros ahora es que no os precipitéis en nada; consideralo todo con vuestros propios ojos, no cambiéis cosa alguna, dejad que todo se desenvuelva por sus propias vías; si no, serán infinitos el caos y las intrigas, y vosotros, mis queridos hijos, caeréis en tal turbación que apenas seréis capaces de volver a salir de ella». Desde lejos, desde la altura de tantos decenios de experiencia, la cauta regente domina, en una ojeada de conjunto, con su mirada de Casandra, la insegura situación de Francia mucho mejor que los que están demasiado cerca; conjura insistentemente a ambos a que, ante todo, conserven la amistad con Austria y, con ello, la paz universal.

«Nuestras dos monarquías no necesitan más que tranquilidad para poner en orden sus asuntos. Si actuamos en una estrecha inteligencia, en adelante nadie perturbará nuestros trabajos y Europa gozará de tranquilidad y de dicha. No sólo serán felices nuestros pueblos, sino que también lo serán todos los otros.» Pero del modo más insistente amonesta a su hija para que se defienda de su ligereza personal, de su tendencia a buscar diversiones: «Temo esto en ti más que todas las demás cosas. Es absolutamente preciso que te ocupes de labores serias y, ante todo, que no te dejes inducir a gastos excesivos. Todo depende de que este dichoso principio que excede a todas nuestras esperanzas sea duradero y os haga felices a los dos al labrar la dicha de vuestro pueblo». 

María Antonieta, conmovida por las preocupaciones de su madre, promete todo lo que se quiere, una y otra vez. Reconoce su falta de fuerza para toda actividad seria y jura enmendarse. Pero las angustias de la vieja señora, conmovida como en presagio, no se quieren apaciguar. No cree en la dicha de aquella monarquía ni en la de su hija. Y mientras que todo el mundo aclama a María Antonieta y la envidia, la emperatriz escribe a su confidente el embajador este lamento maternal: «Creo que sus mejores días están ya terminados». 

LA TEDIOSA CENA

En Versalles el Rey y la Reina cenaban en público. Esta tradición se llevaba a cabo en la antecámara de la Reina, y tanto el público como los miembros de la corte asistían. Aquellos extranjeros que visitaban Versalles se aseguraban su presencia a este evento. La gente no solo se reunía alrededor de la mesa a ver. También estaba permitido caminar por la habitación, observar la decoración y los espejos. Era como caminar en un museo, aunque en verdad nunca se podía llegar a la mesa donde la Realeza se encontraba. Entre el público y la mesa Real había una fila de guardias Suizos. También había guardias en la entrada principal asegurándose que aquellos que asistieran al evento estén vestidos de manera apropiada. Así que si no te vestías bien, no tenías permitido ver a tus soberanos comer!.

El Rey comía con voraz apetito, pero la Reina ni se sacaba los guantes ni desdoblaba su servilleta, estando muy mal aconsejada". María Antonieta literalmente no tocaba su comida. Esta actitud fue interpretada como una marca de desprecio hacia esa reunión. La Reina, sin darse cuenta, reforzaba su imagen de mujer altanera y distante.

la cena citado por madame delors:"el salón de la gran couvert era parte de la gran casa de la reina. el rey y la reina se sentaron en el sillón, frente a la audiencia. duquesas tenia el privilegio de sentarse en una fila de taburetes dispuestos en un semicírculo a unos metros delante de la mesa. mas lejos se encontraba el resto de cortesanos y el publico. cualquier persona decentemente vestida podía ingresar al palacio".

·el conde mercy a marie teresa (23 enero de 1772):"... ella no habla lo suficiente a la gente importante y nunca dice una palabra a los extraños. finalmente, su alteza real rara vez habla en los momentos en que seria halagador que lo hiciera - por ejemplo en sus comidas, cuando siempre hay una gran multitud a su alrededor".

LOS GUSTOS DE LUIS XVI


Efectivamente Luis adoraba la carpintería y herrería reparaba relojes y creo una excelente colección de muebles. Gustos que la corte francesa veía como algo totalmente bochornoso y denigrante, y aun más siendo esta la conducta del que seria pronto el soberano de Francia siendo coronado rey, Luis XVL dejo un poco este gusto aunque no dejo de lado su pasión por la cacería. muchas cartas dirigidas a Marie teresa tanto por maría Antonieta como por el conde Mercy, ponen en evidencia que la futura reina estaba disgustada por la conducta de su esposo, la indiferencia que le demostraba y que solo olvidaba cuando se dedicaba a este tipo de oficio.

María Antonieta escribe a María Teresa el 18 de abril de 1773: “Luis Augusto está bien constituido, me ama y me tiene buena voluntad, pero es de una indiferencia y de una pereza, que sólo lo abandonan cuando se dedica a la caza.” 

17 de julio de 1773: Mercy-Argentau escribe a María Teresa: “Aunque existe entre el señor Delfín y la señora Delfina la más perfecta armonía, Su Alteza Real tiene a veces pequeños motivos de desagrado, de los cuales me hace la gracia de hablarme: Todo el ascendiente que tiene sobre el señor Delfín no ha podido apartar de este joven príncipe de su gusto extraordinario por todo lo que sea construcción de obras, como albañilería, carpintería y otras de ese tipo. Siempre tiene algo nuevo que hacer arreglar en el interior de sus aposentos; trabaja él mismo, con sus obreros, en quitar los materiales, las vigas, los enlosados, y se dedica durante horas enteras a ese penoso ejercicio; a veces vuelve más fatigado de lo que estaría un jornalero obligado a realizar ese trabajo. Hace poco he visto a la señora Delfina muy molesta y dolida por esta conducta...”


En palabras de señora Campan: “por desgracia, mostro predilección demasiada por las artes mecánicas y la albañilería, esto era motivo de agrado incluso lo admitió en su apartamento privado, convirtiendo sus aposentos en un cerrajero común, donde realizo las llaves y cerraduras, y eran sus manos, ennegrecidas por ese tipo de trabajo, a menudo, en mi presencia, el tema eran protestas e incluso reproches fuertes por parte de la reina, que había elegido otro tipo de diversiones para su marido”.

Pero estos dos, Luis XVI y María Antonieta, esquivan todo roce, cada uno con distintas diversiones, él, dejadez corporal, ella, por dejadez espiritual: “mis gustos no son iguales a los del rey –confiesa traviesamente en una carta María Antonieta- no se interesa él por otra cosa sino por la caza y los trabajos mecánicos… me concederá usted que mi puesto en una fragua no tendría ninguna gracia esencial; no sería allí ningún Vulcano, y el papel de Venus acaso desagradara aun mas a mi esposo que todas mis otras aficiones”. 

Luis XVI además era un ávido lector, conoce bien la historia y la geografía, mejora constantemente su ingles y su latín, en lo cual le ayuda una memoria excelente. Sus cuadernos y libros de recuerdos son llevados con un orden prefecto, todas las noches, con su escritura clara, redonda, limpia, casi caligráfica, consigna las insipideces más desdichadas de su vida: “he matado seis corzos”, “me he purgado”.

“… el registro llevado por Luis XVI, conservado en los archivos nacionales, era simplemente un cuaderno en el que anoto abajo memorandos personales – sus compromisos privados, los días en que se tomo un medicamento o iba a misa, además de todas las notas de caza y tiro de una manera clara y sin detalles”. (Luis XVI y María Antonieta antes de la revolución – Nesta Webster, 1937)

jueves, 25 de junio de 2009

MADAME DU BARRY "LA ENEMIGA"



María Antonieta contra su voluntad los primeros años se ve envuelta y arrastrada por aquella mezquina y pequeña guerra de intrigas de la corte de Luis XV. Ya a su llegada encuentra Versalles dividido en dos partidos. Hace tiempo que ha muerto la reina, y, por tanto, el primer puesto femenino, con todas sus prerrogativas, corresponde legítimamente a las tres hijas del rey. Aburridas y desagradables solteronas, no ejercen la menor influencia sobre su regio padre, el cual únicamente quiere su placer, y a la verdad, en bajas formas sensuales y hasta en las mas groseras. Toda la atención de la corte, todo el brillo, todos los honores, van hacia aquella que tiene muy poco que ver con el honor: hacia la última favorita del rey, hacia madame Du Barry.

Procedente de la hez popular, de un pasado oscuro, capta la apariencia con derecho a tener acceso a la corte gracias a la debilidad de carácter de su amante que le compra un noble esposo, el conde Du Barry, un caballero en extremo complaciente como marido, el cual, el mismo día de la boda, una vez firmados los papeles, desaparece para siempre. Pero en todo caso, su nombre ha dado capacidad para entrar en la corte a la antigua muchacha de la calle.


Naturalmente, como ella tiene conferido el poder, todos los cortesanos se agrupan en torno suyo, los embajadores de los soberanos esperan, llenos de respeto en su antecámara; reyes y príncipes le envían presentes; puede destituir ministros, repartir cargos; puede mandar que le construyan palacios, dispones de todos los regios tesoros, pesados collares de diamantes centellean sobre su lascivo cuello, gigantescos anillos resplandecen en sus manos, besadas respetuosamente por todas las eminencias de la iglesia, príncipes y solicitantes. La diadema regia centellea, invisible, sobre su espesa y oscura cabellera. Toda la luz del favor real cae dilatadamente sobre esta ilegitima soberana de alcoba; todas las adulaciones y homenajes son para esta osada mujerzuela, que se pavonea por Versalles con mayor arrogancia de lo que jamás lo haya hecho reina alguna.

Escondidamente, en sus habitaciones de segundo orden, se mantienen, las despechadas hijas del rey, gimen y se lamentan por culpa de aquella desvergonzada moza, que deshonra a toda la corte, cubre de ridículo a su padre, hace ineficaz el gobierno a imposible toda cristiana vida familiar. Con todo el odio de su virtud aborrecen a esta ramera de babilonia.

Entonces, por una dichosa casualidad, aparece en la corte esta archiduquesa extranjera, María Antonieta. Ella debe ser la que dé la cara para ayudarlas a derrotar a la bestia impura. De este modo, con fingida ternura, atraen a su círculo a la princesita. Y sin sospecharlo siquiera al cabo de pocas semanas, María Antonieta se alza en el centro de una encarnizada contienda.

A su llegada María Antonieta no sabía nada ni de la existencia ni de la singular situación de una madame Du Barry, en la severidad de costumbres de la corte de Marie teresa, la idea de una querida del rey era desconocido plenamente. Solo en la primera cena, entre las otras señoras de la corte, ve a una dama de abultado pecho, brillantemente vestida y con magnificas joyas, la cual la mira curiosamente, y oye que, al hablar le dicen “condesa”, condesa Du Barry.

Pero las tías, le explican el caso fundamental a intencionadamente, Y es así que María Antonieta se entera de que aquella mujer que ve tan cerca del Rey vestida con suntuosidad y llena de diamantes es su amante, una mujer sin nombre, recogida de las calles, que se encuentra allí por el simple merito de ser una experta en el campo del erotismo pues, pocas semanas más tarde, María Antonieta le escribe ya a su madre acerca de “el más estúpido y la más impertinente criatura que se pueda imaginar”. En voz alta, la delfina repite en sus charlas todas las observaciones, ruines y malignas, que las queridas tías ponen en sus traviesos labios, y de repente la corte, que se aburre y esta siempre ávida de tales sensaciones, encuentra divertido en que una rubia muchacha desprecie del modo más profundo a esa arrogante intrusa de palacio real.

Según la ley de bronce de la etiqueta, en la corte de Versalles amas a una dama de categoría inferior le es lícito dirigir la palabra a una de categoría superior, sino que tiene que esperar respetuosamente a que la de categoría superior se la dirija. Ya se comprende que la delfina, en ausencia de una reina, es la dama en calidad más alta y María Antonieta hace abundante uso de su derecho. Fría, sonriente y provocativa, deja que la condesa Du Barry espere tiempo y tiempo su saludo; durante semanas, durante meses, hace que la impaciente se perezca por una sola palabra de sus labios. Naturalmente los chismosos y aduladores advierten pronto el caso; encuentran en este duelo una alegría infernal; toda la corte se calienta placenteramente al fuego atizado por las tías con el mayor cuidado. Todos observan, llenos de expectación, a la Du Barry, la cual ocupa su asiento entre todas las damas de la corte y tiene que contemplar con mal contenida furia como aquella petulante rubia de quince años charla y charla alegremente con las damas, solo ante ella María Antonieta frunce siempre un poco su labio Habsburgues, no dice palabra y parece mirar, como a través de un vidrio, lo que hay detrás de la condesa, resplandeciente de brillantes.


La Du Barry que ha ascendido desde lo más bajo con una velocidad tan vertiginosa, no se contenta con una apariencia de poder, quiere asolearse vana y lozanamente con un esplendor que no le corresponde, y sobre todo quiere que se le reconozca derecho a todo ello. Quiere ocupar el primer puesto entre las damas de la corte, quiere llevar los mas preciosos brillantes, poseer los trajes mas magníficos, los más hermosos carruajes, los caballos más ligeros. Todo esto lo obtiene sin trabajo del hombre débil de voluntad, absolutamente sometido a ella sexualmente; nada le es negado. 

De modo que la Du Barry quiere ser reconocida como existente por la primera mujer de la corte, ser recibida cordial y amablemente por la archiduquesa de la casa de Habsburgo. Pero no solo esta petite rousse (así llama a María Antonieta en su impotente furor) que ni siquiera puede hablar aun correctamente francés, frunce siempre los labios ante ella y la ofende delante de la corte, sino que, además tiene el descaro de burlarse a su costa, públicamente y con toda imprudencia, siendo ella la mujer más poderosa de la corte.

María Antonieta no tiene para que hablar de esa dama la cual, como condesa, está colocada muy por debajo de la heredera del trono aunque en su pecho centelleen siente millones de diamantes. Pero la Du Barry tiene detrás de si el poder efectivo: tiene al rey plenamente en sus manos. Pero Luis XV no quiere otra cosa sino su tranquilidad y sus goces deja que las cosas vayan como quieran.

Esta repentina guerra femenina turba enojosamente su paz. La Du Barry, le rompe a diario los odios diciéndole que no se dejara humillar por aquella criatura, que no dejara que la ponga en ridículo delante de toda la corte; el rey tiene que defenderla, guardar el honor de la condesa, al mismo tiempo que el suyo propio. Hacen llamar a la primera dama de honor de María Antonieta, madame de Noailles, claramente le dice que a la delfina se le permite hablar un poco libremente sobre lo que ve, y seria conveniente llamarle la atención para que supiera que tal conducta tiene que producir mal efecto en el circulo intimo de la familia. La dama de honro trasmite al instante la advertencia a María Antonieta, la cual se la refiere a las tías y a Vermond, y este, por ultimo, lo comunica al conde de Mercy, el cual, se queda espantado –la alianza, la alianza1- y por correo urgente, relata todo el asunto a la emperatriz en Viena.


Dolorosa situación para Marie teresa, ella que en Viena, por medio de su famosa comisión de costumbres, hace azotar implacablemente y conducir al establecimiento correccional a las damas de aquella clase. ¿No puede prescribir a su hija que se muestre amable con una de tales criaturas? Como madre, como estricta católica y como política, se hala ante el más penoso conflicto. Por ultimo, se zafa del asunto, como antigua y hábil diplomática, atribuyendo la cuestión a la cancillería. Su ministro de estado Kaunitz, redacta un prescripto dirigido a Mercy, con la misión de exponerlo a María Antonieta: “cometer faltas de cortesía hacia las personas a quienes el rey ha admitido en su circulo es ofender a ese mismo circulo, y todos tienen que respetar en tales personas el que el monarca mismo la considere dignas de su confianza, y a nadie le es licito permitirse examinar si lo ha hecho con razón o sin ella. La elección del príncipe, del monarca mismo, tiene que ser estimada como indiscutible”.

Esta claro, hasta quizás sobradamente claro. Pero María Antonieta se halla sometida a la acción incitadora de sus tías. Cuando le leen la carta, le dice a Mercy, con su abandonada manera habitual, un negligente “si, sí” y un “esta bien”. Desde que ha observado lo espantosamente que se enoja aquella tonta, la escaramuza proporciona doblado placer a la orgullosa muchachilla; cada día encuentra a la favorita en bailes, fiestas, partidas de juego y hasta en la esa del rey, y observa como la otra espera su saludo, pasa glacial a su lado, la frase apetecida y anhelada por la Du Barry, por el rey, por Mercy, por Kaunitz y hasta en secreto por Marie teresa no es nunca pronunciada. La guerra esta ahora abiertamente declarada. Los cortesanos se agrupan en torno a las dos mujeres. Todos quieren ver y saber, y hasta se cruzan apuestas sobre cual de las dos soberanas de Francia impondrá su voluntad, si la legitima o la ilegitima.

Pero ahora el rey se enoja más a fondo. Con gran sorpresa suya, el embajador austriaco, el conde de Mercy, se ve convocado a una conferencia por el ministro francés de asuntos extranjeros y no en la sala de audiencias, sino en la habitación de la condesa Du Barry. Cuando apenas ha hablado algunas palabras con el ministro cuando entra la Du Barry, le saluda cordialmente y le refiere al detalle lo injusto que se es con ella, el embajador habla con diplomacia una y otra vez. Pero entonces se abre silenciosamente la secreta puerta de la tapicería y Luis XV interviene en la delicada conversación. “hasta ahora ha sido usted –le dice a Mercy- el embajador de la emperatriz; sea usted ahora embajador mío por algún tiempo, se lo ruego”. Después se expresa muy francamente sobre María Antonieta, la encuentra encantadora pero siendo aun muy joven cae en toda suerte de intrigas y se deja dar malos consejos por otras personas. Ruega por eso a Mercy que emplee toda su influencia para que la delfina modifique su conducta.

Mercy comprende al instante que el asunto se ha convertido en político, está en presencia de una orden clara y manifiesta que se tiene que ejecutar. Visita a María Antonieta, insiste a insiste, la intimida aludiendo vagamente a venenos con los cuales, en la corte francesa, ha sido suprimida más de una persona altamente situada y con fuerza de persuasión muy especial, echa sobre María Antonieta todas las culpas para el caso de la alianza, la obra maestra de su madre, llegue a ser rota a causa de su conducta. Con lágrimas de cólera en los ojos promete al embajador que un día determinado dirigirá la palabra a la Du Barry. Mercy respira profundamente. ¡Gracias a dios! La alianza esta salvada.

Una función de gala de primera categoría espera ahora a los íntimos de la corte. De boca en boca pasa la misteriosa notificación: hoy, en la noche, la delfina dirigirá al fin por primera vez, la palabra a la Du Barry. María Antonieta comienza a dar la vuelta al salón. Saluda a todas las damas; ahora solo queda todavía una dama, la ultima, entre ella y la Du Barry; dos minutos, un minuto y tiene ya que haber llegado junto a Mercy y la favorita.

Pero en este momento decisivo, madame Adelaida, la principal azuzadora ente las tres tías, se dirige severamente a María Antonieta y le dice imperativamente: “es hora de que nos retiremos. ¡Ven! Tenemos que esperar al rey en la, habitación de mi hermana Victoria”. María Antonieta se ruboriza, se embrolla y se aleja de allí corriendo más bien que nadando, con o cual el anhelado saludo no llega a ser pronunciado. Los malignos de la corte se frotan de gusto las manos; hasta en los cuartos de la servidumbre se refiere, entre ahogadas risas, como la Du Barry ha esperado inútilmente. Pero la favorita echa espumarajos y lo que es más grave, Luis XV cae en una manifiesta cólera.


“ya veo, señor Mercy –le dice rencorosamente al embajador- que sus consejos no tiene ninguna influencia. Es necesario que arregle el asunto por mi mismo”. El rey de Francia esta iracundo y pronuncia amenazas; madame Du Barry se enfurece en sus habitaciones; la alianza franco-austriaca esta en peligro. Al instante anuncia a Viena el mal giro del asunto. Ahora a emperatriz tiene que emplear todo el peso de su autoridad. Ahora Marie teresa misma tiene que intervenir, porque ella sola, entre todas las criaturas humanas, tiene el poder sobre aquella niña obstinada. Marie teresa esta extraordinariamente asustada con los acaecimientos.

Pero esta vez la trágica anciana emperatriz tiene que ser infiel a si mismo y a sus principios, en este ardiente conflicto de conciencia, se presenta la alarmante carta de Mercy diciendo que el rey esta enojado con María Antonieta, que le ha manifestado abiertamente al embajador su disgusto. Marie teresa se espanta, tiene que hacer, ante la razón de estado, un sacrificio tan doloroso de conciencia: «¡Ay, tanto miedo y tanta vergüenza para hablarle al rey, el mejor de los padres! ¡O para hacerlo con aquellas gentes que te aconsejan que le hables! ¡Vaya un encogimiento para dar solamente los buenos días! ¿Cualquier palabra sobre un traje o sobre cualquier otra pequeñez te cuesta tantos aspavientos? Te has dejado coger en tal esclavitud que, visiblemente, la razón y hasta tu deber no tienen ya fuerza para persuadirte. No puedo guardar silencio por más tiempo. Después de la conversación con Mercy y de su comunicación acerca de lo que el rey desea y lo que tu deber exige, ¿has osado desobedecerle? ¿Qué motivo razonable puedes aducir para ello? Absolutamente ninguno. No tienes que considerar a la Du Barry sino como a todas las restantes damas que en la corte son admitidas en el círculo del rey. Como primer súbdito del rey, tienes que mostrar a toda la corte que ejecutas sin condiciones el deseo de tu soberano. Naturalmente que si te pidiese bajezas o deseara de ti intimidades con ella, entonces ni yo ni ningún otro te lo aconsejaría; pero ¡cualquier palabrilla indiferente, no por la dama misma, sino por tu abuelo, tu soberano y bienhechor!».

Este bombardeo de razones quebranta la energía de María Antonieta; aunque indomable, voluntariosa y obstinada, jamás ha osado oponer resistencia ante la autoridad de su madre. Aun se opone un poco la delfina, pero guarda las formas: “no digo que no, ni tampoco que no haya de hablar con ella en una hora o día previamente determinados, para que ella lo anuncie con anticipación y pueda presentarse como triunfadora”. 

El día de años nuevo de 1772 trae por fin la solución de esta guerra femenina heroico-cómica; aporta el triunfo de madame Du Barry y la sumisión de María Antonieta. La escena está de nuevo teatralmente preparada; otra vez la corte, solemnemente reunida, está llamada a ser testigo y espectadora. Llega por fin la hora de las felicitaciones. Una después de otra, según su categoría, las damas de la corte desfilan por delante de la delfina, y entre ellas la duquesa Aiguillon, la esposa del ministro, con madame Du Barry.


La delfina dirige algunas palabras a la duquesa de Aiguillon; después vuelve la cabeza en dirección a madame Du Barry –todos contienen el aliento para no perder ni una silaba-, dice las palabras tanto tiempo anheladas, por las cuales lucho tan fieramente, inauditas y cargadas de fatalidad, le dice: “hay hoy mucha gente en Versalles”. Seis palabras se ha forzado a pronunciar María Antonieta; este es un acontecimiento inmenso en la corte, mas importante que la ganancia de una provincia, más emocionante que todas las reformas largo tiempo necesarias... ¡por fin, por fin la delfina ha hablado con la favorita! María Antonieta se ha rendido, madame Du Barry ha triunfado. Ahora todo vuelve a ser como es debido; todos ven el cielo abierto sobre Versalles. El rey recibe a la delfina con los brazos abiertos, la abraza tiernamente como una hija perdida que acaba de ser encontrada; Mercy da las gracias conmovido, la Du Barry atraviesa las salas como un pavo real, las enojadas tías alborotan furiosas; toda la corte esta excitada, se charla y parlotea a grandes voces acerca del sucesos, y todo ello porque María Antonieta le ha dicho a la Du Barry: “hay hoy mucha gente en Versalles”.


María Antonieta ha sido vencida, lo sabe, su juvenil orgullo, aun infantilmente indomado, ha recibido un golpe terrible. Por primera vez ha bajado la cabeza, pero no volverá a inclinarla por segunda vez hasta la guillotina. En esta ocasión se ha hecho visible de repente que esta tierna y juguetona criatura, tan pronto como se toca su honor saca de si un alma soberbia a inconmovible. Amargamente le dice a Mercy: “una vez le he hablado, pero estoy decidida a que la cosa quede aquí. Esa mujer no oirá nunca más el tono de mi voz”. También a su madre le muestra claramente que después de esta única condescendencia no hay que esperara de ella posteriores sacrificios: “mis funciones aquí, a veces son difíciles de cumplir. Puede usted creer que siempre renunciare a mis prejuicios y repugnancias, mientras no se me ponga en evidencia y vaya contra mi honor”.


En vano vuelve Marie teresa a escribirle una y otra vez: “tienes que hablar con ella como con cualquier señora de la corte del rey; nos debes eso al rey y a mí”. En vano es que Mercy y los otros procuren convencerla sin cesar de que debe mostrarse afectuosa con la Du Barry, asegurándose de este modo el favor del rey. Los delgados labios Habsburgueses de María Antonieta, que una única vez se han abierto contra su voluntad, permanecerán cerrados como si fueses de bronce, ninguna amenaza, ninguna seducción puede romper el sello que los cierra. Seis palabras le ha dicho el 1 de enero de 1772 a la Du Barry, y jamás la odiada mujer llegara a oír la séptima.


Madame Du Barry no se siente muy a gusto después de este triunfo. Ahora está contenta y no desea más; esta avergonzada y asustada de su pública victoria. Pues en todo caso, es lo bastante lista para saber que todo su poder se alza sobre bases inseguras, sobre las gotosas piernas de un hombre que envejece velozmente. La muerte de este protector de sesenta y dos años, y a la mañana siguiente esta muchachilla puede ser ya la reina de Francia, sería uno de aquellos fatales boletos de viaje a la prisión de la bastilla.

Por ello apenas ha triunfado sobre María Antonieta, hace las más vivas, las más leales y sinceras tentativas de reconciliación. Endulza su bilis, sojuzga su orgullo, se presenta una y otra vez en las reuniones de la delfina y aunque no sea honrada con ninguna palabra más, no se muestra, en modo alguno, enojada. De cien maneras se esfuerza por alcanzar mercedes de su regio amante para su antigua adversaria: atrae a María Antonieta con amabilidades, intenta comprar sus favores.

Se sabe en la corte –y se sabe, por desgracia-, demasiado bien, que María Antonieta ama desenfrenadamente las joyas magnificas. La Du Barry piensa por tanto que acaso sea posible domesticarla por medio de un regalo. El gran joyero de la corte, Boehmer posee unos pendientes de brillantes que han sido tasados en setecientas mil libras. Probablemente, María Antonieta habrá expresado privada o públicamente su admiración por tal joya, y la Du Barry habrá tenido conocimiento de su antojo. El caso es que un día hace que se le sea insinuado en voz baja a la delfina por una de las damas de la corte que si realmente quiere tener los pendientes, será un placer para la Du Barry convencer a Luis XV que debe regalárselos.

Pero María Antonieta no responde ni palabra a esta impúdica proposición, se vuelve despreciativamente y continua mirando glacialmente a su adversaria, ni por todas las piedras preciosas de la tierra esta madame Du Barry, que una vez la humillo públicamente oirá ninguna palabra de estimación de sus labios. Un nuevo orgullo, un aplomo nuevo, comienza a mostrarse en la muchacha de diecisiete años, no necesita ninguna joya debida a la merced y al favor ajeno, pues siente ya sobre su cabeza las proximidades de la diadema de reina.