sábado, 26 de enero de 2019

LA HIJA SECRETA DEL EMPERADOR FRANCISCO ESTEBAN

El cálido afecto conyugal que María Teresa le mostró a su esposo no fue suficiente para evitar que este se entregara a galantes aventuras. Ya en 1747, Podewils menciona en su despacho: “le gustan las mujeres y anteriormente mostró un apego particular por la condesa Colloredo, la esposa del vicerrector, la condesa Palffy, doncella de honor de la emperatriz. Incluso secretamente organizo cenas y otras pequeñas fiestas con ellas; pero los celos de la emperatriz lo obligaron a contenerse. Tan pronto como ella comenta que él esta particularmente atento a cualquier dama, se burla de él y le permite sentir su disgusto de mil maneras. Consiente de su propensión a la gallardía, ella lo ha visto en todas partes”. Las casas en las que el emperador visito Viena fueron las de la princesa de Dietrichstein y las condesas Daun, Losy y Tarouca. En un periodo posterior francisco tendría su favorita declarada.

Maria Wilhelmina von Auersperg
Presentada por su padre en la corte imperial a la edad de 16 años, la princesa Wilhelmina Von Auersperg, sus contemporáneos tomaron buena nota de su belleza y sobre todo de la hermosura de sus manos, su carácter natural y desenvuelto, se caracterizaba por su “frescura” y por no tener pelos en la lengua. Caída en gracia a ojos de la emperatriz María Teresa, fue casi de inmediato incluida entre el séquito de las damas de compañía de la soberana y admitida en el círculo de la familia imperial.

De hecho, había impactado a Francisco, quien, bastante harto de las desbordantes muestras de afecto de María Teresa, se prendo de Wilhelmina, cuya belleza “ningún pintor era capaz de hacer justicia porque, cuando hablo, irradiando la gracia y la belleza puede dar tal encanto que no puede ser reproducido adecuadamente por el arte”. Poco tiempo pasaría para que esta, ante los avances del emperador, 30 años mayor que ella pero aun atractivo y seductor, se aviniera sin problemas a convertirse en su amante secreta.

Francis, siempre susceptible a breves coqueteos, ahora se involucró más profundamente con la princesa Wilhelmina Auersperg . Este enlace, iniciado en 1755, duró hasta la muerte de Francisco. Cualesquiera que sean los detalles precisos de la relación. 
Francisco y Wilhelmina solían encontrarse de noche en el pabellón de té, a medio camino entre el castillo y la glorieta que domina los jardines de Schonbrunn, para dar rienda a sus pasiones amatorias. Se supo, y pronto hubo quien informo puntualmente a la emperatriz que su joven dama de compañía entretenía nocturnamente a su marido. La reacción de María Teresa no se hizo esperar. Indignada, sermoneo severamente a la descarada y le busco marido para alejarla de la corte y del emperador, creyendo así que Francisco desistiría.

En cuestión de días, María Teresa encontró en el príncipe Johann Adam Joseph Von Auersperg al esposo idóneo: pertenecía a una gran y acaudalada familia checa, era sobrino de los príncipes de Liechtenstein, tenía 34 años y está disponible desde hacía dos años tras enterrar a su joven esposa, Katharina Von Schonfeld. No tenía residencia fija en la capital, por lo que la emperatriz confiaba en que se llevaría a sus lejanas posesiones de Bohemia a la flamante esposa.

Sin muchas objeciones, más que nada porque Wilhelmina solía gustar muchísimo a los hombres, Johann acepto tomarla como su segunda esposa y pasar la luna de miel en sus tierras checas, tal y como recomendaba la emperatriz. No se sabe muy bien cuando tuvo lugar la ceremonia en Viena, pero se barajan las fechas de 1755 y 1756 según diversas fuentes.

Retrato del Príncipe Johann Adam von Auersperg (1721-1795).
El caso es que el plan de María Teresa no tardo en descalabrarse al intervenir su marido. Francisco lejos de renunciar a su exquisita amante de apenas 18 años que sabía cómo hacer temblar su cama, envió un correo especial al flamante novio para invitarle a que se instalase con su esposa en la corte, con el pretexto de darle algún cargo. Auersperg no podía negarse, así que la pareja principesca regreso a Viena y los amoríos del emperador con Wilhelmina se reanudaron para mayor disgusto de la emperatriz.

Pese a las escenas privadas que libraron entre María Teresa y Francisco, en las que esta intento por todos los medios disuadirle de seguir manteniendo su relación con la princesa, el emperador siguió visitando los aposentos de su amante. Para tener a su lado el objeto de si inclinación, le dio una villa cerca del castillo de Laxemburg. Pero la princesa se negó a tener una posesión exclusiva de su corazón.

La influencia ejercida sobre él por la princesa fue notable. Isabel de Parma, nuera de Francisco, escribió a su padre: “el emperador es un gran padre, siempre podemos contar con su afecto y por lo tanto hay que protegerlo contra sí mismo, con respecto a su relación con la princesa Auersperg… usted no sabe en qué medida está sujeto a la influencia de esa mujer. Ella tiene la máxima confianza con él, y no oculta nada. La emperatriz es muy celosa de esta unión”.


Sin embargo Francisco volvió a los brazos de María Teresa, no solo porque era su esposa, sino porque a pesar de todo, ella lo amo con calidez y dedicación. La emperatriz, a pesar de sufrir una gran cantidad de aventuras de su marido, trato de demostrar comprensión y paciencia, incluso permitiendo a la bella princesa sentarse a su mesa de juego. Una doncella de la emperatriz señalo: “la soberana sufría por la presencia de ella, y, sin embargo, continuo amando a su esposo, hasta la muerte, y la misma pasión”.

Con la súbita muerte de Francisco en el palacio de Innsbrück, días después de asistir toda la Familia Imperial y la corte a la boda del archiduque Leopoldo con la Infanta de España María Luisa de Borbón (1765), cesó el escándalo. Durante los funerales organizados para el entierro del tan querido esposo, María Teresa prohibió terminantemente a todas sus damas que llevasen maquillaje con sus vestidos de riguroso luto; orden que por cierto se extendió a todos los miembros de la corte imperial. Sin embargo, desafiante, la princesa von Auersperg hizo acto de presencia, haciendo ostentación de su pena y vestida de negro aunque perfectamente maquillada. Empezaron los murmullos de las otras damas escandalizadas y la emperatriz se giró hacia ella para reprender a la descarada que había osado embadurnar su rostro con colorete y sus labios con vermellón. Sin ruborizarse y con altanería, la rebelde Wilhelmina le espetó brutalmente: -"No sabía yo que mi cara perteneciera al Estado!".
 
Wilhelmina Auersperg , a pesar del instinto de conservación y las órdenes de la emperatriz, siguió utilizando su lápiz de labios en el funeral del emperador . Explicó hipócritamente: "Recibí el rostro de Dios, no del estado y puedo tenerlo yo mismo".
Poco años después de Burdeos, llego a la emperatriz una carta de una chica que decía ser la hija de Francisco y la princesa. La emperatriz encargo Filippo Coblenza para llevar a cabo una investigación de la que se supo que la adolescente desconocida era relámete el fruto natural de esa relación. La emperatriz escribió a Coblenza: “si esa chica es, pues, la hija del hombre que mas quería en el mundo, procurarle todo lo que necesita…”

Por desgracia, María Teresa no pudo tener una entrevista con la princesa, que murió de viruela algunos años después. “mi corazón está roto”, escribió a un amigo. Esta chica misteriosa se hundió en el olvido, inspirando el personaje de ficción de Simón, en la película “el tulipán negro”.

sábado, 19 de enero de 2019

PRIMEROS AÑOS DE VIDA DE LA PEQUEÑA MADAME ROYALE

Madame Royale en una miniatura, museo de Versalles 
Como el año 1779 llegaba a su fin con el primer cumpleaños de María Teresa, Madame Fille Du Roi, las principales preocupaciones de María Antonieta no eran políticas. Su alegría era ver el desarrollo precoz de su hija. María Teresa tenía los ojos azules agrandes y la tez saludable que fueron muy admirados. Ella también era alta y fuerte, caminando en su coche de mimbre para el momento en que tenía ocho meses y balbuceaba, “papá, papá”.

Estos gritos preferenciales no ofendieron a su madre; por el contrario, ella estaba encantada de que padre e hija eran de esta manera vinculados con más fuerza. María Teresa tenía cuatro dietes cuando ella tenía once meses de edad y en quince meses, momento en el cual ella estaba caminando con facilidad, podría haber sido tomada por una niña de dos años. En una carta a su madre del 16 de marzo de 1780, María Antonieta se disculpó por parlotear sobre su hija:


“es alta y fuerte, y se ve como una niña de dos años. Ella camina sola, se agacha y se levanta de nuevo sin ayuda, sin embargo, todavía no habla. Me atrevo a confiar a mi querida madre un delicioso episodio que ocurrió hace cuatro días. Varias personas estaban en la habitación, cuando en un omento hice que alguien le preguntara donde estaba su madre. La pobre, y sin que nadie le diga nada, me sonrió y vino hacia mí con los brazos extendidos. Es la primera vez que da una señal de reconocimiento; confieso que para mí fue una gran alegría, y desde entonces creo que incluso me doy cuenta que no hago más que hablare de ella, estoy segura, sin embargo, que mi querida madre, que siempre es tan buena y perdona, sabrá disculparme” 
  

El 11 de octubre de 1780, la reina vuelve a escribir a su madre: “…estas tres semanas he estado muy ocupada y también preocupada por la salud de mi hija. Sus dientes han decidido brotar todos juntos causándole dolor intenso, así como una ligera fiebre que más tarde se transformó en fiebres intermitentes. Lassone escribirá a mi querida madre en detalle, sin embargo, me aseguro que no hay ningún peligro”.

viernes, 18 de enero de 2019

DIBUJOS ATRIBUIDOS A MARIE ANTOINETTE

Ángel cabeza atribuye a María Antonieta -
Akademie de Artes Plásticas, Kupferstichkabinett, Viena.
En el inventario de la Kupferstichkabinett, la atribución de la cabeza de este ángel a maris Antonieta es seguido por un signo de interrogación. Si este fue hecho realmente por ella, podía ser fechado entre 1769 y 1770, siendo aun archiduquesa austriaca, aun de quince años, cuando fue enviada a Francia.

Paisaje con mesón, acuarela en el pergamino. Regalo de María Antonieta a su antiguo palacio de la señora Teresa condesa von Schönborn
Sabemos de varias fuentes que la reina no tenía cualidades pictóricas especiales. Madame campan escribe en sus memorias:

“Un día, a la reina se le habló de un dibujo hecho por ella y presentado por la emperatriz al señor Gerard, el primer comisionado de asuntos exteriores, cuando había llegado a Viena para elaborar los artículos de su contrato matrimonial. –“Me sonrojaría”, me contestó, si me presentaran esta prueba de las características de mi educación; No creo que una vez haya puesto el lápiz sobre este dibujo”.

Madame Campan no describe el diseño mencionado, pero la respuesta de la reina nos da una idea acerca de sus cualidades pictóricas que no debieron ser sobresalientes. El marqués de Paroy relata en sus memorias un paisaje diseñado por la reina, manteniendo un silencio elocuente sobre el valor dela obra que él había tocado.

retrato a lápiz del emperador Francisco I, realizado por la
hija de María Antonieta cuando era una niña, probablemente
tomando como modelo un retrato de su padre ya existente.
En Viena, María Antonieta había recibido con su hermana María Carolina, clases de dibujo de Gabrielle Bertrand, un joven pintor de Lorena, que fue llamado a Viena para impartir lecciones de dibujo a las archiduquesas, aunque los registros imperiales lo mencionan en el servicio dela corte ya en 1764. Antes de esta fecha era la condesa Judith Von Brandis quien eras la encargada de dedicarse a impartir clases artísticas a las dos princesas.

El artista ejecuto varios retratos de la familia imperial, pero su mal habito de no firmar a si mismo, muchas de sus obras fueron atribuidas a otros artistas. Incluso hoy en día, algunos retratos, en particular una serie de seis retratos de las archiduquesas, van al fondo de la palabra “maître des des portrait archiduchesses” (maestro, retrato de las archiduquesas). 

Acuarela donada por María Antonieta en su primera femme de chambre, señora Durieux
El vivió en la sombra del pintor oficial de María Teresa, Martin Van Maytens, Bertrand es ahora casi desconocido. Puede, por lo tanto, fácilmente suponer que la cabeza del ángel no es más que la mano de Bertrand y no la de María Antonieta.

Curiosamente, en julio de 1770, María Antonieta, entonces delfina de Francia fue elegida miembro en la academia de diseño de Florencia, al igual que su hermana mayor, la archiduquesa Ana. Obviamente era un título puramente honorifico por su valor, mientras en Florencia reinaba el gran duque de Toscana, Leopoldo, hermano de María Antonieta. Sin embargo, esto muestra que, para recibir esta carga, algunos de los diseños de María Antonieta tuvieron que ser enviados a Florencia.
Acuarela realizada por María Antonieta 15 de de marzo de, 1770 y dado a una de sus damas de Austria, la condesa de Wallis.

sábado, 12 de enero de 2019

LA CARIDAD DE LA REINA MARIE ANTOINETTE EN ÉPOCA NAVIDEÑA

Durante el tiempo de navidad es útil ver el ejemplo de la reina María Antonieta, hizo de las necesidades de los pobres una prioridad, sobre todo en el frió del invierno. Para María Antonieta, esto no era nada extraordinario, era el deber básico de un cristiano. Mientras se navega por internet, es muy común ver a la reina caracterizada como alguien que ignora la situación de los pobres. Nada más lejos de la verdad. Sus obras de caridad eran bastante extensas y eran un asunto de interés público.


Ella también tomo gran cuidado para inculcar el amor por los necesitados en sus hijos. En navidad, durante un invierno particularmente brutal, la reina tuvo que renunciar a sus regalos de navidad con el fin de comprar comida y mantas para los indigentes. Como Maxime de la Rocheterie nos relata: “durante año nuevo, tenía los más bellos juguetes traídos de parís a Versalles, ella se los enseño a sus hijos, después de ser mirados y admirados por ellos, les dijo que sin duda era muy bonitos, pero que era todavía más bonito distribuirlos en limosnas; el precio de estos regalos se envió a los pobres”.

Otro biógrafo, Charles Duke Yonge, analiza como la generosidad de la reina era muy conocida por sus contemporáneos, a pesar de sus esfuerzos para ser discreta, y los esfuerzos de sus enemigos para retratarla a ella como un derrochador decadente:


“A principios de diciembre, el Sena estaba congelado, y todo el país adyacente fue enterrado en la nieve profunda. Los lobos de los bosques vecinos, desesperados por el hambre, se dice que han hecho su camino en los suburbios y se temía un ataque a la gente en las calles. Alimentos de todo tipo llego a ser escaso y de las clases más pobres se creía que muchos habían muerto de inanición…

Tanto Luis como María Antonieta por su bondad sin límite dedicaron sus propios fondos al suministro de las necesidades de los solitarios, pero la reina, en muchos casos de sufrimiento o inusual presión que se informó a ella en Versalles y los pueblos vecinos, envió personas de confianza para investigarlos, y en numerosos casos ella misma fue a las casas de campo, haciendo preguntas personales de las condiciones de los ocupantes y que muestra no solamente un buen corazón sino una bondad considerada y activa, que duplico el valor de sus obras de caridad por la manera amable, reflexivo en el que fueron concedidos.

Ella en buen grado habría hecho el bien en secreto, en parte, de su constate sensación de que la caridad no era para jactarse, además del temor de los que están dispuestos a malinterpretar todos sus actos con pretextos para el mal y la calumnia incluso en su generosidad. Una de sus buenas acciones impresiono a Necker de manera notable, él la presiono para que se permitiera dar a conocer su caridad. “asegúrese de que, por el contrario –respondió ella- que nunca sean mencionadas ¿Qué bien podría hacer sino las creerían?”. Pero en este caso se había equivocado. Sus obras de caridad fueron también ampliamente difundidas.

Aunque la mayoría de sus actos de bondad personal se realizaron en Versalles y sus alrededores, los parisinos eran vehementes en su reconocimiento como en Versalles. La construcción de las pirámides y los obeliscos de nieve en diferentes barrios de la ciudad, todas las inscripciones que llevan testifican el sentido de la bondad de su soberana. Uno, que superó con creces todos sus compañeros en tamaño –el jefe de la belleza de las obras de ese tipo- ya que tenía quince pies de altura y cada una de las cuatro caras tenía doce pies de ancho en la base, estaba decorado con un medallón de la pareja real, y dio a luz una inscripción poética conmemorativa de la causa de su construcción: “tu reina, que supera la belleza. Cerca de un rey benéfico ocupan el lugar aquí. Si este monumento esta hecho de escarcha, nieve y hielo, sus corazones son la verdadera alma de este monumento, oh augusta pareja, apariencia, muy dulce para tu corazón, sin duda agradarás más que un palacio, un templo que elevarías la adulación de un pueblo".


Los teatros resonaron con el elogio de los soberanos benéficos. Dieron el partido de la caza de Henri IV, pieza popular  a favor de los pobres. La receta fue muy considerable, y la asamblea repitió con carruaje el siguiente pareado: el rey, digno de su corona, se compadeció de los desafortunados; La reina y el entorno se preocupan por hacer felices: "Debajo del rastrojo que lo cubre El hombre desafortunado no tiene más miedo;Él canta en los campos, como en el Louvre, La beneficencia de su rey"

domingo, 6 de enero de 2019

EL REY LUIS XVI ES PRIVADO DE SU GUARDIA CONSTITUCIONAL (31 DE MAYO 1792)

Louis Hercule Timoléon de Cossé-Brissac ( 1734-1792)

Luis XVI todavía tenía algunos defensores, algunos héroes resolvieron derramar la última gota de su sangre por su rey. Por eso era necesario sacarlos de su persona. ¿Qué medios de hacer se pueden encontrar? La calumnia. Se difundieron historias entre el público siempre crédulo, se inventaron conspiraciones imaginarias y el miserable monarca se vio obligado a privarse de su último recurso para entregarse, débil y desarmado, en manos de sus enemigos.

La constitución proporciono una guardia para Luis XVI. Una tercera parte estaba compuesta por soldados de la línea, y el resto de la guardia nacional, elegidos por los propios departamentos de entre sus ciudadanos mejor formados, más ricos y mejor educados. Fue comandado por uno de los más grandes señores del antiguo régimen. El duque de Cosse-Brissac. Nunca había estado dispuesto a dejar al rey desde el comienzo de la revolución. Cuando su regimiento fue disuelto él podría haber huido, y Luis XVI le rogo que lo hiciera; pero el corazón de un sujeto tan fiel había sido sordo a los ruegos del desafortunado soberano: “señor –respondió él- si vuelo, dirán que soy culpable, y usted será considerado mi cómplice, mi vuelo seria su acusación; preferiría morir”.

Louis Hercule Timoléon de Cossé-Brissac ( 1734-1792)
El duque tenía una verdadera devoción por la ex amante de Luis XV, la condesa Du Barry, y esta ultima conquista no es la menos importante de las aventuras de los favoritos. Madame Du Barry después de los días de octubre, llevo a los guardaespaldas heridos a su propia casa, y cuando la reina le envió un agradecimiento por estos actos generosos, ella respondió: “estos jóvenes heridos no lamentan nada, excepto no haber muerto por la princesa tan digna de todo homenaje como majestad… el difunto rey, por una especie de presentimiento, me obliga a aceptar mil objetos preciosos antes de enviarme lejos de su persona. Ya tuve el honor de ofrecer este tesoro en el tiempo de los notables; lo ofrezco de nuevo, señora, con entusiasmo. Tienes tantos gastos que pagar y tantos favores para conferir. Permíteme, te ruego, que le rinda al Cesar lo que pertenece al Cesar”.

Un monárquico entusiasta, un caballero de la antigua nobleza, el duque de Brissac, representaba en la corte de Luis XVI todo un pasado que se desmoronaba para decaer. Si el infeliz monarca hubiera sido un hombre de acción, habría aprovechado la ventaja de un guardia al mando de tal campeón. Podría haberlo convertido en el núcleo de la resistencia agrupando a los regimientos suizos y los batallones bien inclinados de la guardia nacional a su alrededor. Desafortunadamente, no había nada de guerra en Luis XVI. “entre las deplorables causas que lo arruinaron –dice el conde de Vaublanc en sus memorias- debe contarse la educación miserable que lo mantuvo alejado de todo tipo de acción militar”.

A este comentario, el señor Vaublanc añade una anécdota: “tuvimos en 1792 – dice- una prueba forzosa del desaliento bajo el cual un alma real, echada a perder por una educación detestable. El señor de Narbonne, ministro de guerra, con gran dificultad indujo al rey a revisar tres excelentes batallones de la guardia nacional de parís. Estaba de pie, con pantalones de seda y medias de seda blancos. Después de una revisión, un notario, llamado Chandon, abandono las filas y dijo al rey: “señor, la guardia nacional se sentirá muy honrada de ver a su majestad en su uniforme, a la cabeza de estos tres batallones de héroes podría destruir la guarida de los jacobinos”. Aunque el señor de Narbonne insistió al rey que lo hiciera, por su parte Luis XVI se negó a hacerlo.

Louis Hercule Timoléon de Cossé-Brissac ( 1734-1792)
Espada de un general de la guardia constitucional del rey 1791-1792
La guardia nacional, que según el reglamento debería haber contado con mil ochocientos hombres, realmente ascendió, dice Demouriez, a seis mil aptos para el servicio. El elemento realista predomina en él. Pero un cierto número se habían abierto camino en las filas, quienes lograron con la ayuda de sobornos expiar a sus oficiales, e hicieron informes al comité de seguridad pública. Sin duda, los guardias del rey no aprobaron todo lo que estaba sucediendo. Pero ¿Cómo se podía esperar que los devotos realistas y hombres acostumbrados a la disciplina aprobaran la fiesta de los suizos de Chateuvieux por ejemplo? ¿Cómo podría ayudar, si mientras estaban de servicio en las tullerias, escucharon a la población insultar a la familia real bajo las ventanas del palacio?

Cuando regresaron a sus cuarteles en la escuela militar, expresaron esta indignación con demasiada fuerza, y sus palabras, pronunciadas en todas partes por mala voluntad, fueron representadas como los síntomas preliminares de un complot reaccionario. El 20 de junio estaba en curso de preparación. Sus organizadores ya tenían su plan completamente puesto. Se inició un hábil rumor de un llamado complot, algunos pretendían atentar contra los patriotas, y de los cuales la escuela militar era el centro. La bandera blanca, era la señal para que los asesinos se reunieran. Petion, alcalde de parís, bajo el pretexto de prevenir problemas, envió oficiales municipales para hacer una búsqueda. No pudieron poner sus manos sobre la bandera blanca que era el objetivo pretendido de su vista, pero si encontraron himnos y baladas monárquicas y escritos contrarrevolucionarios.

La alusión expresa la realidad de otra tensión, ya vieja, pero que aumentará, entre la Revolución y la corte. Los primeros reveses sufridos por las tropas francesas, a finales de abril, llamaron la atención sobre María Antonieta: todo el mundo habla de un “comité austriaco”, una especie de gabinete oculto de la reina, instalado en las Tullerías. La verdad es que María Antonieta, en una correspondencia secreta con Mercy y Fersen revela al enemigo lo que puede saber sobre la estrategia y la diplomacia francesa. la derrota de Dillon en Tournay, seguido de su asesinato por sus propios soldados tomados de pánico; la ignominiosa jubilación de Biron, el ocaso de LaFayette, que debía marchar sobre Namur, tantas noticias desafortunadas que alimentan la idea de una traición. El 12 de mayo, Roland alerta a la Asamblea sobre las intrigas en las que se centra París: presencia de individuos sospechosos, reuniones misteriosas, reuniones secretas... El día 15, Isnard regaña a las Tullerías, desde la tribuna de la Asamblea. Para él, todos los males de la patria provienen de un lugar concreto:

“Creo que el apoyo oculto de este partido malicioso, cuna de este organismo monstruoso fue y debe ser la Corte. Sin duda el rey desearía el bien de Francia y la tranquilidad individual; pero el rey por sí solo no forma la corte. Con esta formidable palabra me refiero no sólo Luis XVI, sino su familia, su esposa, su consejo secreto y toda la raza cortesana y noble, porque es este grupo de personas el que se beneficia de la realeza tanto como el propio rey. Ahora, este Tribunal lo seduce y lo desvía…”

31 mai 1792: Le Roi est privé de sa garde constitutionnelle
Louis Hercule Timoléon de Cossé, 8e. Duc de Brissac (1734 - 1792)
Otro desafortunado incidente aumento aún más la sospecha. A principios de 1792, la señora Campan fue informada de que la condesa la Motte había redactado un nuevo libelo contra la reina, acababa de ser publicado en Londres con algunos detalles nuevos sobre el asunto del collar y lo había transmitido a Francia. Se añadió que se trataba sobre todo de un chantaje y que el portador del manuscrito probablemente lo entregaría por mil luises. La señora Campan informó a María Antonieta de este soborno; pero la Reina la rechazó, diciendo que siempre había desdeñado tales libelos y que, además, si tenía la debilidad de comprar uno para evitar que apareciera, no escaparía al espionaje activo de los jacobinos y les proporcionaría así nuevas armas y nuevos pretextos. El razonamiento era sabio, y además, tantas inmundas calumnias inundaban la calle que una más o menos importaba poco. 

Pero Luis XVI no tuvo la misma impasibilidad que su esposa: temió por ella el doloroso recuerdo que despertaba el nombre de Madame de la Motte, e hizo comprar al señor de la Porte la edición completa de las Memorias. En lugar de destruirlo inmediatamente y en secreto, De la Porte se conformó con guardar las copias bajo llave en un gabinete de su hotel. Pero los acontecimientos avanzaban; la violencia de la Asamblea y del pueblo aumentaba cada hora; Como se denunció, el señor de la Porte temió que un registro, llevado a cabo inesperadamente en su domicilio, descubriera los folletos y les diera así la temida publicidad; resolvió deshacerse de él; pero, por torpeza o por ceguera inexplicable, los hizo transportar a plena luz del día, en un carro, a la fábrica de Sèvres, donde fueron quemados, en una gran hoguera encendida expresamente, en presencia de doscientos trabajadores, a quienes estaba expresamente  prohibido acercarse a él. 
 

Este exceso de precaución e imprudencia sólo alimentó la sospecha, despertó la curiosidad sin satisfacerla. Los trabajadores hicieron una denuncia y, a pesar de las explicaciones del director de Sèvres y del señor de la Porte, convocados al tribunal de la Asamblea, persistimos en ver en los panfletos quemados los documentos del famoso e imaginario Comité austriaco. Las denuncias cayeron en las duchas. Laporte y varios otros fueron convocados ante el comité de vigilancia. Petion declaró que la gente estaba rodeada de conspiraciones.

El diputado Bazire exigió la disolución de la guardia del rey, que, según él, estaba formada por sirvientes de los emigrados. Fue reclamado que los soldados a quienes el duque de Brissac les había dado sables con empuñaduras que representaban un gallo cornado por una corona real, usaron un lenguaje insultante con respecto a la asamblea y la nación en sus cuarteles. Se decía que se regocijaban por los reveses que las tropas francesas acababan de sostener en la frontera norte, y se agregó que pretendían marchar veinte leguas bajo una bandera blanca para encontrarse con los austriacos. Las masas, siempre tan fácilmente engañadas estaban convencidas de que la conspiración estaba al borde del descubrimiento.

Louis Hercule Timoléon de Cossé-Brissac ( 1734-1792)
Bazire se levanta y denuncia, como principalmente peligrosa para la Libertad, la organización de la Guardia Constitucional del Rey. "La formación de este Cuerpo", dice, "ha reunido en el Château des Tuileries los descontentos y los contrarrevolucionarios. Bajo diversos pretextos, los "patriotas" calientes, enviados por ciertos Departamentos, "han sido despedidos y reemplazados por los antiguos" Guardias de Cuerpo, Cien Licenciados, Seminaristas y Reaccionarios ". En sus orgías, los guardias constitucionales tienen los comentarios más maliciosos sobre la Asamblea Nacional, y usualmente brindan brindis a los líderes de los emigrantes.
La asamblea nacional abordo la cuestión y un debate tormentoso sobre el tema ocupo la sesión de la tarde del 29 de mayo. “¿Qué será de la libertad individual de los ciudadanos –grito el Sr. Daverhoute- si el partido dominante, simplemente alegando sospechas, puede decretar el juicio político de todos los que desagradan, y si los diferentes partidos, que llegan sucesivamente al poder, derrocan, mediante este derecho sin control del proceso de destitución, tanto los ministros como todos los funcionarios por el momento de sus intrigas?”.

De hecho, esto era lo que el futuro cercano estaba a punto de mostrar. Vergniaud respondió evocando un recuerdo de los guardias pretorianos de Calígula y Nerón. Al final de su discurso, la asamblea aprobó el siguiente decreto:

-artículo 1. La guardia contratada existente del rey se disuelve, y será reemplazada inmediatamente de conformidad con las leyes.

-artículo 2. Hasta la formación de la nueva guardia, la guardia nacional de parís estará de servicio cerca de la persona del rey.

Siguió una discusión sobre el tema de la acusación a Brissac. La lucha entre las dos partes opuestas fue de una vivacidad inaudita. Uno de los miembros más valientes de la derecha, Calvet, dio rienda suelta a su indignación. “él informante –dijo él- es un sinvergüenza que empuja con un puñal y se oculta; fue desconocido en roma hasta los tiempos de Sejano y Tiberio; tiempos, caballeros, a los que me recuerdan a menudo”. La asamblea, tras haber dictado una orden del días con respecto a este incidente, decreto que “había motivos para una acusación contra el señor Cosse, duque de Brissac, y que sus papeles debían sellarse de inmediato”.
  
31 mai 1792: Le Roi est privé de sa garde constitutionnelle
Algunos diputados que defienden al Cuerpo ofensor son interrumpidos por los violentos apóstrofes de sus exaltados colegas y por el clamor de las gradas. Se pronuncia el despido de la Guardia del Rey. En cuanto a su jefe, el teniente general de Brissac, se le acusa de haber organizado esta tropa en bases contrarrevolucionarias; se dice, se ha dicho varias veces que la verdadera guardia del rey se forma en Coblentz; es, en consecuencia, es  enviado de vuelta al Tribunal Superior instituido anteriormente en Orleans para juzgar los crímenes de Lèse-Nation (30 de mayo).
El rey y la reina, despertaron en medio de la noche por estas noticias, rogaron a Brissac para hacer su huida, y le proporciono los medios. El duque se negó y, en lugar de intentar garantizar su seguridad, se sentó a escribir una larga carta a madame Du Barry. Al principio Luis XVI deseaba vetar este decreto, como era su deber, pero sus ministros lo disuadieron. Le recordaron los días de octubre, y el débil monarca, alarmado por su familia, no solo sacrifico a su guardia constitucional, sino también al valiente servidor. Hablando con el señor D’aubier, uno de los caballeros ordinarios de la alcoba del rey, la reina dijo: “temblé para que la guardia del rey no piense en el honor de los cuerpos comprometidos con su desarme”. “sin duda, señora, su cuerpo hubiera preferido morir a los pies de su majestad”- respondió él.

La guardia constitucional fue enviada a la escuela militar y obligada a entregar sus armas. Por una especie de fatalidad, Luis XVI fue llevado a desarmarse, a clavar cañones, a derribar sus banderas y a desmantelar sus fortalezas. Al no acercarse demasiado al declive fatal de las concesiones, termino perdiendo incluso su dignidad como hombre y rey. Fue paralizado, aniquilado por la asamblea, que lo trato como aun rehén y derribo, uno tras otro, a los últimos defensores de la monarquía y el orden público.

El destino de la guardia constitucional bien podría desaminar a los hombres honestos que solo intentaban dedicarse a sí mismos. ¿Cómo era posible permanecer fiel a un jefe que era falso para sí mismo, que era más una víctima que un rey? Al encontrarse sin apoyo de las Tullerias, los realistas comenzaron a mirar a través de la frontera, y muchos hombres que se habían reunido en torno a un monarca enérgico, habían huido de un rey débil y fueron tristemente a engrosar las filas de la emigración.

A pesar del consejo de Dumouriez, Luis XVI no haría uso de su derecho a formar otra guardia. Prefirió ponerse en manos de la guardia nacional, que eran sus carceleros en lugar de sus sirvientes. En cuanto al duque de Brissac, incluso se prescindió de la formalidad de un interrogatorio, y fue enviado ante el tribunal superior de Orleans. ¿Cuál sería el destino del sirviente leal y devoto, sacrificado así a la debilidad inexcusable de su amo?. 

31 mai 1792: Le Roi est privé de sa garde constitutionnelle
masacre de los prisioneros de Orleans.
Unos pocos prisioneros habían escapado de la celda de Orleans en la que estaba custodiado de Brissac, y se decidió trasladar a este a parís. De Brissac supo que su fin estaba próximo. Había oído que las masas que rugían por las calles de la capital no estaban formadas básicamente por parisinos, sino por rufianes que habían venido del sur para asesinar y desvalijar.

Era consciente de que el viejo “régimen” estaba desapareciendo; y en su última noche en Orleans escribió a madame Du Barry: “…te beso mil veces. Mis últimos pensamientos serán por ti. ¿Por qué no podría estar en un desierto contigo? Como solo puedo estar En Orleans, que es muy incómodo, te beso mil veces. Adiós corazón mío…”.

A la mañana siguiente, subió a una carreta para ser transferido a Versalles y empezó su viaje hacia parís escoltado por los marselleses. A los largo del camino la chusma amenazaba a los prisioneros y gritos de “muerte a los aristócratas” fueron lanzadas contra ellos. El viaje duro cuatro días y a su llegada a parís, el 9 de septiembre de 1792, la turba furiosa rodeo los carruajes que contienen a los prisioneros y declaró que no esperarían a que se celebrase ningún juicio y ordeno que se hiciera la ejecución. 

Louis Hercule Timoléon de Cossé-Brissac ( 1734-1792)

Lo cogieron de entre todos los prisioneros. Era tan alto y tenía un aire de tan elevada dignidad –el sello indiscutible del aristócrata- que siempre los enfurecía. “aquí está de Brissac –gritaron- acabemos con él”, y así que la gente cayó sobre los prisioneros, de Brissac oyó su nombre repetido con acento de furia que se multiplicaba. El valiente anciano lucho durante mucho tiempo contra los asesinos, pero, después de perder dos dedos y recibir otras heridas, fue asesinado por un ataque de sable que le rompió su mandíbula, Su cuerpo es mutilado y desmembrado. Su cabeza ensangrentada es arrojada desde el exterior al salón de la Condesa du Barry, su amante.

jueves, 3 de enero de 2019

PROCESO Y SENTENCIA DEL ASUNTO DEL COLLAR


Ante el tribunal se abre con tiento la misteriosa caja de Pandora. Su contenido esparce un olor no precisamente a rosas. Como favorable para la ladrona se muestra únicamente la circunstancia de que, a tiempo, el noble esposo de De la Motte ha podido emprender la huida a Londres con los restos del collar; con ello falta la principal pieza probatoria, y cada uno de los acusados puede acusar al otro del robo y ocultación del invisible objeto robado, y al mismo tiempo, subterráneamente, dejar siempre entrever la posibilidad de que acaso el collar se encuentre todavía en manos de la reina. La De la Motte, la cual sospecha que los ilustres señores procesados se determinarán a descargar sobre sus espaldas el peso de la culpa, para poner en ridículo a Rohan y apartar de sí la sospecha ha acusado del robo al inocente Cagliostro, envolviéndolo a la fuerza en el proceso. Explica, descarada a imprudentemente, su repentina riqueza diciendo que ha sido querida de Su Eminencia, y todo el mundo conoce la liberalidad de aquel eclesiástico tierno de corazón.

El asunto comienza a ser, por lo menos, enojoso para el cardenal, cuando logran por fin echar mano a los cómplices Rétaux y la «baronesa de Oliva», la modistilla, y con sus declaraciones todo queda aclarado. Pero hay un nombre que tanto la acusación como la defensa evitan celosamente pronunciar: el de la reina. Cada uno de los acusados se guarda con todo cuidado de echar sobre María Antonieta la culpa más pequeña; hasta la De la Motte -otras han de ser más tarde sus palabras- rechaza como una criminal infamación la idea de que la reina haya recibido el collar. Mas precisamente esta circunstancia de que todos ellos, como por un convenio propio, hablen de la reina con tan profundas reverencias y tan llenos de respeto, actúa en sentido contrario sobre la desconfiada opinión pública; se esparce cada vez más el rumor de que se ha dado orden de no acusar a la reina. Ya se susurra que el cardenal ha tomado magnánimamente las culpas a su cargo, y se preguntan las gentes si las cartas que ordenó quemar tan pronta y discretamente serían en realidad todas falsas. ¿No habrá, pues, alguna cosa -cierto que no se sabe qué, pero algo, algo-, en este asunto, que sea comprometedor para la reina? De nada sirve que los hechos se aclaren totalmente, precisamente porque su nombre no es pronunciado en el juicio, María Antonieta, de modo invisible, comparece también ante el tribunal.


El 31 de mayo debe por fin ser pronunciada sentencia. Desde las cinco de la mañana, una muchedumbre que no puede abarcar la vista se agolpa delante del Palacio de Justicia; la orilla izquierda del Sena no puede, ella sola, contener toda esta gente, y también el Puente Nuevo y la orilla derecha se encuentran llenos de una masa impaciente; con gran trabajo, la Policía a caballo logra mantener el orden. Ya en su camino, por las excitadas miradas y las apasionadas aclamaciones de los espectadores, comprenden los sesenta y cuatro jueces lo trascendental que es para toda Francia la sentencia que van a pronunciar; pero el aviso decisivo los espera en la antecámara de la gran sala de deliberaciones, del gran chambre. Allí, vestidos de luto, diecinueve miembros de las familias de Rohan, Soubise y Lorena están colocados en fila por donde han de pasar los jueces, y se inclinan respetuosos a su paso. Ninguno de ellos dice palabra, ninguno se adelanta. Su vestido y su actitud lo dicen todo. Y esta silenciosa súplica de que la sentencia devuelva su amenazado honor a la familia de Rohan actúa fuertemente sobre los consejeros, los cuales, en su mayoría, pertenecen también a la alta nobleza de Francia; antes de comenzar las deliberaciones saben ya que el pueblo y la nobleza, y en general todo el país, esperan la libre absolución del cardenal. 


Sin embargo, las deliberaciones duran dieciséis horas, y los de Rohan y los millares de personas de la calle tienen que esperar diecisiete horas, desde las seis de la mañana hasta la diez de la noche, porque los jueces no ignoran que se hallan en presencia de una trascendental resolución. La sentencia de la embaucadora es pronunciada primeramente, lo mismo que la de sus cómplices; a la modistilla la dejan gustosos salir libre porque ¡es tan bonita y se dejó conducir al bosquecillo de Venus de modo tan inocente! La verdadera discusión se refiere exclusivamente al cardenal. En absolverlo, porque evidentemente ha sido engañado y no es ningún impostor, están todos de acuerdo; la diferencia de opiniones impera sólo en lo que se refiere a la forma de esta absolución, pues de ello depende una gran cuestión política. Los partidarios de la corte desean -y no sin razón- que esta absolución tenga que ir ligada con una reprensión por «culpable osadía», pues no ha sido otra cosa, por parte del cardenal, el creer que una reina de Francia podía citarse secretamente con él en un oscuro bosquecillo. Por esta falta de respeto a la persona de la reina exige el representante de la acusación que el cardenal presente humilde y públicamente sus excusas ante el gran chambre, lo mismo que la dimisión de todos sus cargos. Por el contrario, el partido adverso, el de los enemigos de la reina, desea la pura y simple suspensión del procedimiento. 


El cardenal ha sido engañado y queda, por tanto, sin mácula ni culpa. Esta plena absolución lleva en su aljaba una flecha envenenada. Pues si se admite que el cardenal, por todo lo que se conoce de la conducta de la reina, ha podido juzgar como posibles tales clandestinidades y libertades, con ello se saca a la vergüenza la ligereza de la reina. En el platillo de la balanza está colocado algo difícil de pesar; considérese, por lo menos, que la conducta de Rohan ha sido irrespetuosa con la soberana, y, de este modo, María Antonieta queda compensada del mal uso que se ha hecho de su nombre; mientras que si se absuelve al cardenal pura y simplemente, al mismo tiempo se condena moralmente a la reina.

Esto lo saben los jueces del Parlamento, esto lo saben ambos partidos, esto lo sabe el pueblo, ávido a impaciente; tal sentencia tiene que resolver algo distinto de aquel caso aislado e insignificante. Aquí no se trata de ningún asunto privado, sino de la cuestión política de aquel tiempo; de si el Parlamento de Francia considera aún la persona de la reina como «sagrada» e intangible, o la tiene por sometida plenamente a las leyes, como cada uno de los otros ciudadanos franceses; por primera vez, la Revolución que llega arroja resplandores de un rojo matinal por las ventanas de aquel edificio en el cual se contiene también la Conciergerie , es estremecedora prisión desde la cual María Antonieta debe ser conducida al cadalso. Bajo un mismo techo comienza la causa de la reina y en él ha de terminar. En la misma sala que la De la Motte tendrá más tarde que defenderse la reina. 


Los jueces deliberan durante dieciséis horas; combaten violentamente unas con otras las diversas opiniones y los no menos opuestos intereses; pues ambos partidos, el monárquico y el antimonárquico, han aprovechado toda suerte de influencias, y no la que menos la del oro; desde varias semanas antes, todos los ministros del Parlamento están sometidos a recomendaciones, amenazas, maniobras, cohechos y regalos, y se canta ya por las calles.Por último se venga también el Parlamento de la antigua indiferencia del rey y de la reina hacia tal institución; hay muchos, entre estos jueces, que piensan que ya es tiempo de que la autocracia reciba una lección fundamental y sin precedentes. Por veintiséis votos contra veintidós -el partido se juega con fuerzas casi iguales- es absuelto el cardenal «sin ninguna censura», lo mismo que su amigo Cagliostro y la modistilla del Palais Royal. También con los cómplices se muestra indulgente el tribunal: quedan libres, sólo con pena de destierro. El gasto lo paga la De la Motte, la cual, por unanimidad, es condenada a ser azotada públicamente por el verdugo, a ser marcada con un hierro candente que le imprima una « V» (voleuse) y a permanecer encerrada por todo el tiempo de su vida en la Salpêtrière. 


Pero hay también una persona, que no estuvo sentada en el banquillo de los acusados y que, con la absolución del cardenal, queda condenada y también a perpetuidad: María Antonieta. Desde aquella hora es abandonada, sin defensa alguna, a la calumnia pública y al odio ilimitado de sus adversarios.

Al oír el veredicto, alguien se precipita fuera de la sala de audiencia y lo comunica a las masas; centenares de personas lo siguen y, locas de entusiasmo, proclaman la absolución por las calles. Con tanta violencia se desborda el júbilo, que sus bramidos llegan hasta la orilla del río. «¡Viva el Parlamento!» -grito nuevo que sustituye al habitual de « ¡Viva el Rey!»- resuena por toda la ciudad. A los jueces les cuesta trabajo defenderse de la entusiasta gratitud. Las gentes los abrazan, las vendedoras del mercado los besan, su camino es cubierto de flores, magníficamente se desarrolla el cortejo triunfal de los absueltos. Diez mil personas, lo mismo que a un general victorioso, escoltan al cardenal, nuevamente vestido de púrpura, hasta la Bastilla, donde todavía debe pasar aquella noche; hasta el amanecer lanzan gritos de júbilo ante sus murallas muchedumbres siempre renovadas. No menos divinizado es Cagliostro, y sólo una orden de la Policía logra impedir que la ciudad se ilumine en su honor. De este modo, señal alarmante, festeja todo el pueblo a dos personas que no han hecho ni logrado otra cosa para Francia sino dañar mortalmente el prestigio de la reina y de la monarquía. 

En vano se esfuerza la reina por ocultar su desesperación; este latigazo en mitad del rostro ha estallado con demasiada dureza y demasiado en público. Su camarera la encuentra deshecha en llanto; Mercy comunica a Viena que su dolor es «mayor de lo que razonablemente parece exigir la causa». Siempre más fuerte por sus instintos que por consciente reflexión, María Antonieta ha reconocido al punto lo irreparable de esa derrota; por primera vez desde que lleva la corona, ha tropezado con un poder más fuerte que su voluntad.

Pero el rey tiene aún entre sus manos la resolución final. Aún podría, con una enérgica disposición, salvar el ofendido honor de su esposa a intimidar a su debido tiempo la sorda resistencia general. Un rey fuerte, una reina resuelta, tendrían que haber disuelto un Parlamento hasta aquel punto sedicioso; así habría precedido Luis XIV y acaso Luis XV Pero Luis XVI no posee más que un ánimo abatido. No se atreve con el Parlamento; solamente, para dar a su esposa una especie de satisfacción, envía al cardenal al destierro y expulsa a Cagliostro fuera del país -tímido expediente que enoja al Parlamento sin herirlo realmente y ofende a la justicia sin reparar el honor de la reina-. Indeciso, como siempre, emplea el término medio, cosa que en política siempre resulta lo más perjudicial. El rey ha dejado escapar irreparablemente el momento de tomar una gran decisión. Con la sentencia del Parlamento contra la reina comienza una época nueva.

También contra la De la Motte emplea la corte idéntico y funesto procedimiento de términos medios. También aquí existían dos posibilidades: o evitar magnánimamente a la criminal el castigo cruel -cosa que hubiera hecho un efecto excelente o, en otro caso, llevar a efecto la ejecución de la pena con la mayor publicidad posible. Pero de nuevo se refugia la íntima vacilación en medidas intermedias. Cierto que erigen solemnemente el patíbulo, prometiendo con ello a todo el pueblo el bárbaro espectáculo de una pública estigmatización; ya están alquiladas a fantásticos precios las ventanas de las casas vecinas: no obstante, en el último momento, se espanta la corte de su propio valor. A las cinco de la mañana, por tanto, intencionalmente a una hora en la que no son de temer los testigos, catorce verdugos arrastran a la condenada, que grita agudamente y, llena de furor, reparte golpes entre los que la rodean, hasta las escaleras del Palacio de Justicia, donde le será leída la sentencia que la condena a ser azotada y marcada con hierro candente. 


Pero han agarrado a una leona enfurecida; la histérica mujer lanza penetrantes aullidos; sus maldiciones contra el rey, el cardenal y el Parlamento despiertan a los durmientes de todos los alrededores; resuella ruidosamente, muerde, pega puntapiés, y finalmente se ven obligados a arrancar los vestidos de su cuerpo para poder imprimirle la ardiente señal. Más en el instante en que la enrojecida marca toca su hombro, se revuelve convulsivamente la víctima de tal tortura, descubriendo su total desnudez, con gran diversión de los espectadores, y la encendida «V» cae sobre su pecho en lugar del hombro. Entre alaridos, el frenético animal muerde al verdugo a través de su jubón; después la martirizada cae sin sentido. Como a un cadáver, arrastran a la desmayada hasta la Salpétrière, donde, según la sentencia, debe trabajar durante toda su vida con un hábito de tela gris, calzada con zuecos y alimentada sólo con pan negro y lentejas. 


Apenas son conocidas las horrorosas circunstancias de este castigo, todas las simpatías se vuelven de repente hacia la De la Motte; se llena de pronto de conmovedora piedad por la «inocente» De la Motte, pues dichosamente se ha encontrado ahora una nueva forma, y nada peligrosa, de protestar contra la reina: se hace ostentación de pública simpatía por la «víctima», por la «pobre desgraciada». El duque de Orleans organiza una cuestación pública, y toda la nobleza envía regalos a la cárcel; a diario elegantes carrozas se detienen delante de la Salpêtrière. Visitar a la castigada ladrona es el dernier cri de la sociedad parisiense. Con asombro reconoce un día la abadesa, entre las emocionadas visitantes, a una de las mejores amigas de la reina, la princesa de Lamballe. ¿Ha ido por propio impulso o, como al instante cuchichea la gente, con una comisión secreta de María Antonieta? En todo caso, esta piedad fuera de lugar arroja una penosa sombra sobre la situación de la reina. ¿Qué significa esta sorprendente compasión?, se preguntan todos.

¿Le remuerde a la reina la conciencia? ¿Busca un acuerdo secreto con su «víctima»? No cesan los murmullos. Y como pocas semanas más tarde, de una manera misteriosa -manos desconocidas le abrieron por la noche las puertas de la prisión-, la De la Motte huye a Inglaterra, una sola voz domina entonces en todo París para decir que la reina ha salvado a su «amiga» en agradecimiento por haber silenciado generosamente ante el tribunal la culpa o la complicidad de María Antonieta en el asunto del collar. 


En realidad, el facilitar la fuga de la De la Motte fue el más pérfido golpe que los conjurados, desde su celda, podían asestar contra la reina. Pues ahora no sólo el misterioso rumor del acuerdo de la reina con la ladrona encuentra abiertas todas las puertas, sino que, por su parte, la azotada De la Motte puede, desde Londres, presentarse como acusadora a imprimir impunemente las mentiras y calumnias más desvergonzadas; y aún más, como en Francia y en toda Europa hay un público inmenso que espera tales «revelaciones», puede, por fin, volver a manejar mucho dinero. Ya el mismo día de su llegada, un editor de Londres le ofrece grandes sumas; en vano intenta la corte, que ahora conoce ya la trascendencia de las calumnias, detener el vuelo de estas flechas envenenadas; la favorita de la reina, la Polignac, es enviada a Inglaterra para comprar el silencio de la ladrona a cambio de doscientas mil libras, pero la astuta embaucadora engaña de nuevo a la corte, coge el dinero y hace publicar una, dos y hasta tres veces, en forma siempre diferente y con nuevas adiciones sensacionales, el libro de sus Memorias.


En estas memorias se encuentra todo lo que un público ávido de escándalo podía esperar y más aún; el proceso ante el Parlamento ha sido un vano simulacro, se ha sacrificado a la pobre De la Motte del modo más abominable. Naturalmente que nadie, sino la reina, ha encargado el collar y lo ha recibido de manos de Rohan, mientras que ella, la pobre inocente, sólo por amistad, ha echado sobre sí el delito para proteger el desacreditado honor de la reina. De qué manera ha llegado a ser tan amiga de María Antonieta, también esto lo explica la desvergonzada embustera en la forma como desea verlo explicado el concupiscente público: more lésbico, intimidades del lecho. No sirve de nada que, a los ojos de todo espíritu libre de prevenciones, la mayor parte de estas mentiras queden ya desenmascaradas por su torpe intervención; por ejemplo, cuando la De la Motte afirma que María Antonieta tuvo ya relaciones amorosas con el cardenal de Rohan cuando archiduquesa, en el tiempo en que éste había sido embajador en Viena, a toda persona de buena voluntad le basta contar con los dedos para saber que María Antonieta hacía ya largo tiempo que era delfina en Versalles cuando la embajada de Rohan. Pero las buenas voluntades se han hecho escasas. En cambio, al gran público le embelesan las docenas de cartas de amor de la reina a Rohan, perfumadas con almizcle, que la De la Motte falsifica en sus memorias, y cuantas más perversidades sabe referir de la reina, tantas más quiere conocer.
 

A los dos o tres años del proceso del collar es imposible ya salvar a María Antonieta, infamada en toda Francia como la mujer más lasciva y depravada, más astuta y tiránica que cabe imaginar, mientras que, por el contrario, la bribona De la Motte, marcada por el fuego, pasa por víctima inocente. Y apenas estalla la Revolución, cuando intentan los clubs traer a París a la fugitiva De la Motte, bajo su protección, para abrir nuevamente y con maña todo el proceso del collar, pero esta vez con la De la Motte como acusadora y María Antonieta en el banco de los acusados; sólo la muerte súbita de la De la Motte -en 1791 se arrojó por la ventana de un ataque de manía persecutoria- impidió que esta magnífica embaucadora fuera llevada en triunfo por París, concediéndosele el decreto de que «ha sido acreedora de la gratitud de la República». Sin esta intervención del destino, el mundo habría asistido a una comedia de justicia mucho más grotesca aún que el proceso del collar: la De la Motte, espectadora aclamada en la decapitación de la reina calumniada por ella.