lunes, 20 de julio de 2020

LA CARROZA FÚNEBRE DE LA MONARQUÍA (1789)

A las dos de la tarde son abiertas las grandes puertas de la dorada verja del palacio. Una gigantesca carreta tirada por seis caballos se lleva para siempre de Versalles, rodando sobre el traqueteante pavimento, al rey, a la reina y a toda la familia. Ha terminado todo un capítulo de la Historia Universal; mil años de autocracia regia han acabado en Francia.

Bajo una lluvia torrencial, bajo el azote del viento, había abierto su combate la Revolución el 5 de octubre para ir en busca del rey. Su victoria del 6 de octubre es saludada por un día resplandeciente. Otoñalmente claro el aire, el cielo de un azul de seda, ni una ráfaga acaricia las hojas de los árboles teñidas de oro; es como si la naturaleza contuviera, curiosa, el aliento para contemplar este espectáculo, único de todos los siglos, de ver cómo un pueblo rapta a su soberano. Pues ¡qué cuadro el de este regreso a la capital de Luis XVI y María Antonieta! Mitad cortejo público, mitad mascarada, entierro de la monarquía y carnaval del pueblo. Y ante todo, ¿Qué nueva moda es ésta, qué extraña etiqueta? No van correos galonados trotando, como en otro tiempo, delante de la carroza del rey; no van los halconeros en sus pardos caballos, ni guardias de corps, con sus casacas cubiertas de cordones, cabalgando a derecha a izquierda del coche regio.

Valor de las mujeres parisinas el 5 de octubre de 1789
No va la nobleza, con trajes de gala, rodeando la carroza solemne, sino un torrente sucio y desordenado de gentes, en cuyo centro es arrebatada, flotando como un barco náufrago, la triste carreta. A la cabeza, la guardia nacional con desabrochados uniformes, no formados y en fila, sino cogidos del brazo, con la pipa en la boca, riendo y cantando, cada cual con un mollete de pan clavado en la punta de su bayoneta. Por medio, las mujeres, montadas a caballo de los cañones, compartiendo la silla con algunos galantes dragones o marchando a pie cogidas del brazo con trabajadores y soldados, como si fuesen a un baile. Tras ellos rechinan los carros cargados de harina de los almacenes reales, escoltados por dragones. E incesantemente, saltando de adelante a atrás de la cabalgata, aclamada con claros gritos por los regocijados espectadores, blande fanáticamente su sable la superiora de las amazonas: Théroigne de Méricourt. En medio de este espumeante estrépito flota, polvorienta, la miserable y lúgubre carroza en la cual, muy estrechamente, se amontonan, tras las semibajas cortinillas, Luis XVI, el pusilánime descendiente de Luis XIV, y María Antonieta, la hija trágica de María Teresa, con sus hijos y la gouvernante. Siguen, a igual paso de entierro, las carrozas de los príncipes reales, de la corte, de los diputados y de algunos pocos amigos que permanecen fieles: el antiguo poder de Francia arrastrado por el nuevo, que ensaya hoy, por primera vez, su fuerza irresistible.

Seis horas dura este cortejo fúnebre de Versalles a París. De todas las casas, a lo largo del camino, salen gentes a verlos. Pero los espectadores no se quitan con respeto el sombrero ante los tan ignominiosamente vencidos, sino que sólo se acercan silenciosos, queriendo, cada uno de ellos, poder decir que ha visto, en su humillación, al rey y a la reina. Con gritos de triunfo, las mujeres les muestran su presa: «Aquí los llevamos, al panadero, a la panadera y al mozo de la tahona. Están ahora acabadas todas nuestras hambres». María Antonieta oye todos estos gritos de odio y de befa y se acurruca profundamente en el fondo del coche, para no ver nada ni ser vista. Sus ojos están cerrados. Acaso recuerda, en este infinito viaje de seis horas, los innumerables que ha hecho por este mismo camino, alegres y ligeros, en cabriolet, con la Polignac, para ir a un baile de máscaras, a la ópera o a alguna cena, y su regreso al romper el día. Acaso también busca con la mirada, entre los guardias a caballo, a una persona que acompaña al cortejo, disfrazada: Fersen, su único amigo verdadero. Acaso también no piense absolutamente en nada y sólo esté cansada, sólo rendida, pues lentamente, muy lentamente y de un modo inmodificable, ruedan las ruedas, ella bien lo sabe, hacia un funesto destino.

El 6 de octubre de 1789 Bailly recibiendo a Luis XVI en el 'Hôtel de ville
Por fin se detiene el carro fúnebre de la monarquía a la puerta de París: aquí le espera todavía, al muerto político, una solemne ceremonia de responsorio. Al vacilante resplandor de las antorchas, el alcalde Bailly recibe al rey a la reina, y celebra como un «hermoso día» esta fecha del 6 de octubre que para siempre hace de Luis el súbdito de los súbditos. «¡Qué hermoso día- dice enfáticamente-este que permite que los parisienses posean en su ciudad a Vuestra Majestad y a su real familia!» Hasta el insensible rey percibe esta puntada a través de su piel de elefante, y responde brevemente: « Espero, señor, que mi residencia en París traerá la paz, la concordia y la sumisión a las leyes».

Pero todavía no dejan descansar a los mortalmente fatigados. Aún tienen que ser llevados al Ayuntamiento para que todo París pueda contemplar sus rehenes. Bailly transmite las palabras del rey: «Siempre me veo con placer y confianza en medio de los habitantes de mi buena ciudad de París», pero, al hacerlo, olvida repetir la palabra «confianza» ; sorprendente presencia de espíritu, observa la omisión la reina. Reconoce lo importante que es que, con esta palabra, «confianza», se le imponga también la obligación al sublevado pueblo. En voz alta recuerda que el rey ha expresado también su confianza.

Louis XVI y Bailly en el Hotel de Ville. Ilustración para Francia y sus revoluciones 1789-1848 por George Long (Charles Knight, 1850).
«Ya lo oyen ustedes, señores -dice Bailly, rápidamente dueño de sí-, es aún mejor que si yo no me hubiese equivocado.» Para acabar, llevan a la ventana a los forzados viajeros. A derecha a izquierda sostienen antorchas cerca de sus rostros, a fin de que el pueblo pueda cerciorarse de que lo que han traído de Versalles no son muñecos disfrazados, sino, realmente, el rey y la reina. Y el pueblo está totalmente entusiasmado, totalmente ebrio de su inesperada victoria. ¿Por qué no ser ahora magnánimos? El grito de «¡Viva el rey, viva la reina!», no oído desde hace mucho tiempo, retumba una y otra vez en la plaza de la Grève, y, en recompensa, les es permitido ahora a Luis XVI y a María Antonieta que se trasladen sin protección militar a las Tullerías, para descansar por fin de aquella espantosa jornada y meditar a qué profundidad han sido precipitados por el pueblo.

Los coches polvorientos y sofocantes se detienen delante de un palacio sombrío y abandonado. Desde Luis XIV, desde hace cincuenta años, la corte no ha vuelto a habitar las Tullerías, la antigua residencia de los reyes; las habitaciones están desiertas, los muebles han sido quitados, faltan camas y luces, las puertas no cierran, el aire frío penetra por los rotos vidrios de las ventanas. A toda prisa, a la luz de prestados cirios, se intenta improvisar un semidormitorio para la familia real, caída del cielo como un meteoro. «¡Qué feo es todo aquí, mamá!» , dice, al entrar, el delfín, de cuatro años y medio de edad, que ha sido criado en el esplendor de Versalles y de Trianón, habituado a brillantes candelabros, centelleantes espejos, riqueza y suntuosidad. «Hijo mío -responde la reina-, aquí vivió Luis XIV y se encontraba bien. No debemos ser más exigentes que él.» Sin lamento alguno, Luis el Indiferente se instala en su incómoda yacija nocturna. Bosteza y dice perezosamente a los otros: «Que cada cual se coloque como pueda. Por mi parte, estoy satisfecho».

Luis XVI en ropa de ciudad, seguido de María Antonieta que sostiene la mano del Delfin; los tres, con la cabeza descubierta, avanzan hacia la derecha, liderados por la ciudad de París, cubiertos y coronados con torres, que les muestra la fachada de las Tullerías, frente a la cual se reúne la multitud.
María Antonieta, sin embargo, no está satisfecha. Nunca considera esta morada, que no ha elegido libremente, más que como una prisión: nunca olvidará de qué humillante manera fue arrastrada hasta aquí. «Jamás se podrá creer -le escribe precipitadamente al fiel Mercy- lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Por mucho que se diga, nada será exagerado, sino que, por el contrario, quedará muy por debajo de lo que hemos visto y soportado.» 

domingo, 5 de julio de 2020

LA MODA EN TRIANON


Por la exclusión e indignados por la provocación de María Antonieta, los aristócratas, aparte revivieron el viejo apodo que el partido francés le dio a la reina, l'Autrichienne , y puso en marcha una nueva serie de ataques xenófobos contra ella. Afirmando que esta princesa de los Habsburgo nunca había podido adaptarse a los refinamientos formales de la corte francesa, nadie había olvidado su antigua guerra con el corsé, llamaron a Trianon "pequeña Viena" y "pequeña Schönbrunn". Aunque había sido despojada ritualmente de toda la ropa austriaca a su llegada a Francia, la pizarra en blanco de su cuerpo no había podido corresponder a dar su promesa como un lugar de inscripción de la costumbre borbónica; Como el historiador Thomas E. Kaiser ha declarado convincentemente, se sospechaba que María Antonieta "no había intercambiado su identidad nacional lo suficiente". Completamente manifiesta en su comportamiento desviado en el Trianon, su disgusto por el protocolo y su deseo de privacidad fueron interpretados por los enemigos menos como una extensión de una vista protonaturalista del mundo a la manera de Rousseau como evidencia de su irreformado "corazón de Austria" y su despreciable barbarie Alemán.

Este estilo de vida dio lugar a placeres más directamente relacionados con la moda, y aparentemente más inocentes. Aunque sus primeros años en el Petit Trianon coincidieron con el descubrimiento de la mode parisienne, ella eligió no vestirse en el país de la manera en que exageraba en la capital; Era casi como si, en la intimidad del refugio de su país, pudiera dejar de intentar atraer la atención y el respeto con tanta claridad. Con la excepción de su suntuosa vestimenta teatral, a menudo trató de combinar la simplicidad cultivada del diseño de la mansión con un enfoque de vestimenta igualmente natural y despojado. (Los escritos de Rousseau, de hecho, la sencillez prescrita de la ropa como un antídoto para los trajes muy elaborados y caros de la capital francesa). 

 
Lejos de las miradas curiosas de sus súbditos, Marie Antoinette parece haber afirmado su poder no tanto al cultivar una personalidad llamativa, interesada en llamar la atención, como usar exactamente lo que le gustaba, y estos disfraces una vez más estaban claramente en desacuerdo. Las tradiciones del vestido de Versalles. "Por lo tanto, le pido amablemente", le dijo a su amiga de la infancia, la princesa Louise von Hesse-Darmstadt, "que no venga con ropa formal, sino con ropa de campo". Con Bertin a mano para satisfacer sus caprichos, y con el rey todavía sin levantar ningún obstáculo serio para sus gastos, María Antonieta inventó con entusiasmo nuevos trajes adecuados para su refugio y basándose en la idea de que ella, como reina, podía suspender libremente los dictados. En relación con la ropa que había transgredido de manera arriesgada como la delfina.

En la medida que expreso un rechazo completo de las tradiciones aristocráticas y reales, el movimiento de la reina hacia la simplicidad estilizada hizo nada para disipar la ira que sus modas parisinas, en otros aspectos muy diferentes, hiperdecoradas, también habían despertado los sujetos. El 22 de octubre de 1781, finalmente cumplió con su deber con el reino y le dio a la nación un delfín, Sin embargo, la creciente aversión pública al comportamiento inapropiado de la reina pareció eclipsar una vez más la reacción a este tan esperado evento dinástico. Visto a través del lente de sus otras modas de Trianon, la ropa que llevaba María Antonieta atrajo la atención indignada de cortesanos y plebeyos, que parecen haberlos interpretado igualmente como signos adicionales de su desviación "austríaca", su desafío a las costumbres francesas, su extravagancia salvaje y su robo del poder sagrado del rey. 


Fue revelador en este contexto que el nuevo peinado masculino de la reina, el catogan, provocó la desaprobación de Luis XVI, aunque con su característica amabilidad y oblicuidad expresó su descontento con una broma. En mayo de 1783, apareció en la cámara de la mujer con el pelo recogido en un moño. Cuando María Antonieta le preguntó, riendo, por qué había hecho esta cosa tan horrible, él respondió que aunque el peinado era realmente "ignorable",

“Es una moda que me gustaría lanzar, ya que hasta ahora nunca había lanzado una moda mía... También los hombres necesitan un peinado que los distinga de las mujeres. Usted ha tomado de nosotros, la pluma y el sombrero... hasta hace poco todavía tenía el catogan y me parece que es muy vergonzosa para las mujeres” 

Según Memoires Secrets , quien era solo uno de los tabloides de chismes que denunciaron este incidente, María Antonieta aceptó las bromas del rey como censura y "inmediatamente les ordenó deshacer su catogan ". Este espectáculo superficial de la docilidad, sin embargo, no borró su reputación como una reina que no conocía su lugar y que sólo había vestido con la ropa del sexo opuesto y, escandalosamente, gracias a su marido castró a hacer lo mismo.
  

Recordando el moño deliberadamente extraño del rey, esta sugerencia sarcástica de moda expresó el grado en que se pensaba que la moda femenina en ese momento había comprometido la dignidad masculina. Al igual que Sansón privado de su cabello, los franceses sin sus sombreros fueron reducidos a sillones impotentes, desdeñosamente llamados 'hombrecitos' y 'limitados', feminizados y, quizás, los más humillantes, anticuados con las gorras del año pasado.

En 1783, la Reina corroboró directa y sustancialmente estas acusaciones cuando permitió que Madame Vigée-Lebrun incluyera en la exposición pública de ese año en el Louvre Hall de París un retrato de sí misma titulado La Reine en Gaulle .

En esta pintura, la figura de María Antonieta estaba completamente desprovista de las prendas y accesorios convencionalmente presentes en los retratos reales. Atrás quedaron el gran hábito de cour , la suntuosa capa de armiño con flor de lis bordada, las joyas invaluables, el peinado muy pulverizado, los enormes círculos de colorete. (Incluso en el retrato pintado por Gautier-Dagoty en 1775, en el que adornaba su traje con ramas de lirio natural, María Antonieta había conservado estas otras insignias más tradicionales de la vestimenta de una reina.) En cambio, el soberano de Madame Vigée-Lebrun solo vestía un sombrero de paja de ala ancha y, como lo anunciaba el título de la pintura, un Gaulle de muselina apretada con una amplia franja de gasa azul claro. Aparte de las rosas que sostenía que se parecían a su nacimiento en los Habsburgo, absolutamente nada en el retrato sugería su augusta identidad, y eso era claramente lo que la reina quería. Al igual que su antigua némesis, Madame Du Barry, María Antonieta estaba tan entusiasmada con el estilo nuevo y simplificado del vestido que estaba ansiosa por ver sus halagadores efectos celebrados en una pantalla... y que las verdaderas expectativas de representación eran un infierno. 

 
Los discretos encantos de un disfraz tan poco notorio pasaron desapercibidos por la multitud en París, que se enfureció porque esta vez la reina había ido demasiado lejos. Con esta última afrenta a la dignidad y la santidad del trono, ella definitivamente demostró que sus otros errores en el campo de la moda ya se ha sugerido: María Antonieta no merecía ni su posición especial y el respeto de sus súbditos. La exposición estaba abierta al público, y la noticia de que contenía un retrato de la reina "vestida de sirvienta" "usando un paño de limpieza" llevó a detractores y críticos a hablar con toda su fuerza. Incluso el progresista Mirabeau, un aristócrata que pocos años después alentaría a los miembros de la burguesía en su descarado ataque contra los fundamentos políticos del Antiguo Régimen, comentó puntualmente que "Luis XIV estaría muy sorprendido si pudiera ver a la esposa y sucesor de su bisnieto con el vestido y el delantal de una camarera". En efecto, María Antonieta tenía un largo camino desde los primeros años, imitando la grandeza de Luis XIV. En el retrato de Madame Vigée-Lebrun, su rechazo al lujo cortesano representaba una desviación completa de la imperiosa gloria de su antepasado. Y para hacer este cambio, la reina violó "la ley fundamental de este reino: la gente no puede soportar ver a sus príncipes caer al nivel de simples mortales".

Como en sus quejas sobre la dudosa diversión de Marie Antoinette en el Trianon, la ansiedad del público sobre la forma en que Madame Vigée-Lebrun la representaba tenía un toque de malestar sexual. Para los no iniciados, el vestido en el retrato se parecía sobre todo a una camisa de vestir: una pieza que una mujer usaba debajo de otra ropa o vestía como un atuendo informal cuando descansaba en el espacio íntimo de su tocador privado. Como la propia Madame Vigée-Lebrun recordó más tarde, la similitud entre la gaulle y la camisa llevó a muchos espectadores a concluir que "había pintado a la reina en ropa interior”. Por lo tanto, La Reine en gaulle no solo parecía indigna sino indecente, y combinó la autodegradación. La vida social de María Antonieta con su supuesta inmoralidad sexual. 

 
Además, se volvió a ver que el libertinaje de la reina tenía un inconfundible carácter alemán. Un visitante enojado del Louvre declaró que el retrato de Madame Vigée-Lebrun debería haberse titulado Francia vestida como Austria, reducida a cubrirse con paja. Como la historiadora del arte María Sheriff sugiere, esta broma reveló que la pintura "fue visto como una indicación del deseo de la reina de dejar de ser francés, para traer lo que era un extraño en el corazón del reino francés" - que era un extranjero el tejido supuestamente belga, simbólicamente austriaco, de su gaulle. Y, no hace falta decir que, como símbolos de su herencia de los Habsburgo, las rosas que sostenía en el retrato solo realzaron estas supuestas lealtades extranjeras.

El clamor de La Reine en gaulle fue tan violento que Madame Vigée-Lebrun tuvo que quitar la pintura de la exposición y reemplazarla con otro lienzo ejecutado apresuradamente llamado La Reine à la rose. Esta pintura representaba a María Antonieta en una túnica francesa de aureola de seda gris azulada con suntuosas joyas de perlas, atributos que atestiguaban tanto su majestad como su condición de francesa. La propia Vigée-Lebrun, una rebelde de 28 años con gustos poco convencionales e informales, prefería a la reina con un vestido más "natural" y la apoyaba firmemente en su abandono de los adornos más majestuosos. 

  
Sin embargo, a la propia María Antonieta claramente le gustaban demasiado sus trajes simples para abandonarlos, incluso después del fiasco de la exposición y la aprobación de una ley proteccionista que prohibía la importación de muselina extranjera. Una vez más, burlándose de la autoridad de su marido y del disgusto de sus súbditos, se aferró a sus gaulles y sombreros de paja, mostrándolos no solo en su palacio sino también en Versalles, donde ahora se negaba a usar vestimenta formal, excepto en ocasiones. Más solemne. En la mayoría de las fiestas de la corte, rechazó las máscaras y el dominó con los que alguna vez se había escondido de los molestos espectadores y sorprendió a estas personas con su indudable vestimenta campesina, Incluso fue tan lejos como para llamar a su hija "Muselina" (Mousseline) y vestir a la niña con ropas campesinas simples que iban encantadoramente con las suyas. Alimentada por estos actos desafiantes, la indignación por los trajes indignos y antifrancés de la reina duró mucho después de que La Reine en Gaulle desapareciera de la vista.

domingo, 21 de junio de 2020

EL PAPA PÍO VI RECHAZA LA EJECUCIÓN DE LUIS XVI

ROME ET LA RÉVOLUTION FRANÇAISE
Pío VI retratado por Pompeo Batoni.
 Pío VI y el Colegio Sagrado habían estudiado con creciente ansiedad las diversas fases de la revolución. En Roma, mejor que en cualquier otro lugar, sabemos que lo apropiado de las sociedades y los imperios que terminarán es no prever nada, ni siquiera su fin. La ignorancia del pasado ocultó el futuro, y el Papa ya no tuvo que admitir que la nación francesa estaba en el abismo. En este desordenado movimiento de corazones y pensamientos, a través de estas febriles agitaciones de lucha y dolor, el alma del pontífice no fue sacudida. Su frente permaneció serena como un hermoso atardecer de otoño. En cada una de estas complicaciones que traen tristeza y desesperación, Pío VI se dio cuenta de que se le imponía una gran reserva. Roma se condenó al principio al silencio, Darle tiempo a las pasiones para que se calmen. Cuando juzgó que había llegado la hora de romper este silencio prudente, Pío VI, el 29 de marzo de 1790, se dirigió al Colegio Sagrado, reunido en el Consistorio secreto. Después de haberle enumerado las aflicciones que pesaban sobre la Iglesia de Francia, añade:

El discurso de Su Santidad el Papa Pío VI se pronunció en el Consistorio Secreto del 11 de junio de 1793:
 

"Hermanos Venerables, ¿cómo es que nuestra voz no es sofocada en este momento por Nuestras lágrimas y Nuestros sollozos? ¿No es más bien por Nuestros gemidos que por Nuestras palabras, que es necesario expresar el dolor ilimitado que estamos obligados a manifestar ante ustedes al recordar el espectáculo que vivimos en París el 21 del mes? el pasado enero, el mismo rey cristiano Luis XVI fue condenado a la última tortura por una conspiración impía y este juicio fue ejecutado. Le recordaremos en pocas palabras las disposiciones y los motivos de la sentencia. La Convención Nacional no tenía el derecho ni la autoridad para pronunciarla.

De hecho, después de la abolición de la monarquía, el mejor de los gobiernos, había llevado todo el poder público a la gente, que no se comportó ni por la razón ni por el consejo, no está formada en ningún punto de ideas correctas, se valora poco por la verdad y evalúa. un gran número según la opinión; que siempre es inconstante, fácil de engañar, atraído por todos los excesos, ingrato, arrogante, cruel ... La parte más feroz de esta gente, infeliz por haber degradado la majestad de su Rey, y decidida a arrancarle la vida. Quería que fuera juzgado por sus propios acusadores que se habían declarado altamente sus enemigos más implacables. Ya al comienzo del juicio, algunos diputados, más particularmente conocidos por sus malas disposiciones, habían sido convocados por turnos entre los jueces, a fin de asegurar que la opinión de la condena prevaleciera por la pluralidad de opiniones.



Sin embargo, el número no se pudo aumentar lo suficiente para obtener que el Rey fuera sacrificado en virtud de una mayoría legal. Lo que no se esperaba, y qué juicio tan espantoso para todas las edades no se puede prever al ver la concurrencia de tantos jueces perversos y tantas maniobras empleadas para capturar los votos.

muchos de ellos habían retrocedido con horror en el momento de la consumación de tal cantidad, se pensó que volvería a las opiniones, y los conspiradores habiendo vuelto a votar, declararon que la condena fue legítimamente decretada. Pasaremos por alto aquí una serie de otras injusticias, nulidades y discapacidades que se pueden leer en los alegatos de los abogados y en los documentos públicos… Tampoco notamos todo lo que el Rey se vio obligado a soportar antes de ser ejecutado: su larga detención en varias prisiones de las que nunca salió, excepto para ser llevado al colegio de abogados de la Convención, el asesinato de su confesor, su separación de la Familia Real, a quien amaba con tanta ternura; Finalmente, esta masa de tribulaciones se reunieron sobre él para multiplicar sus humillaciones y sus sufrimientos.

Es imposible no horrorizarlo cuando uno no ha abjurado de todo sentimiento de humanidad. La indignación aún se redobla por el hecho de que el personaje de este Príncipe era naturalmente dulce y benéfico; que su clemencia, su paciencia, su amor por su gente eran siempre inalterables. Pero lo que no sabríamos pasar por alto en silencio es la opinión universal que dio de su virtud por medio de su testamento, escrito con su mano, emanado de las profundidades de su alma, impreso y difundido por todo el mundo Europeo. ¡Qué gran idea se concibe su virtud! ¡Qué celo por la religión católica! ¡Qué carácter de verdadera piedad hacia Dios! Qué pena, qué arrepentimiento, haber puesto su nombre a pesar de sí mismo, por decretos tan contrarios a la disciplina y a la fe ortodoxa de la Iglesia. Listo para sucumbir bajo el peso de tantas adversidades que aumentaban diariamente en su cabeza, podía decir, como James I, rey de Inglaterra, que había sido difamado en las Asambleas del pueblo, no por haber cometido un crimen, pero porque era rey, Lo que vimos como el más grande de todos los crímenes ...


esplendor del estado eclesiástico en Francia
¿Y quién puede dudar de que este monarca fuera sacrificado principalmente con odio a la fe y con un espíritu de furia contra los dogmas católicos? Los calvinistas habían comenzado hace mucho tiempo a evocar en Francia la ruina de la religión católica.

Pero para tener éxito, fue necesario preparar las mentes y regar a los pueblos con aquellos principios impíos que los innovadores han dejado de arrojar en libros que solo respiraba perfidia y sedición. Es en este punto de vista que se han aliado con filósofos perversos.

Esta doctrina, que se publicó poco antes de que Louis cayera en el estado deplorable al que fue reducido, todos pudieron ver claramente cuál fue la primera fuente de sus desgracias. Por lo tanto, debe decirse que todos provienen de los libros malos que aparecieron en Francia y que deben considerarse como los frutos naturales de este árbol envenenado. 

Revolución francesa, extracción del clero, 1790
Así, se ha publicado en la vida impresa del impío Voltaire, que la humanidad le debe eterna acción de gracias al primer autor de la Revolución Francesa. Es él, se dice, quien, al animar a la gente a sentir y emplear sus fuerzas, ha derribado la primera barrera del despotismo: el poder religioso y sacerdotal. Si no hubiéramos roto este yugo, nunca habríamos roto el de los tiranos. Ambos estaban tan unidos que el primero, una vez sacudido, el segundo debe ser poco después. Al celebrar, como el triunfo de Voltaire, la caída del Altar y el Trono, la fama y la gloria de todos los escritores impíos son exaltados como tantos generales de un ejército victorioso.

Los factados han usado la especiosa palabra de libertad, han acumulado los trofeos y han invitado a la multitud a reunirse bajo sus banderas. Realmente está ahí, esta libertad filosófica que tiende a corromper a los espíritus, a depravar la moral, a derrocar todas las leyes e instituciones recibidas. Fue por esta razón que la Asamblea del Clero de Francia mostró tanto horror por tal libertad, cuando comenzó a deslizarse en las mentes de las personas por las máximas más falaces. Nuevamente fue por las mismas razones que nosotros mismos creímos, denunciarlo y caracterizarlo en estos términos: 


La Revolución Francesa lo miró como un precursor heroico de su lucha, y en 1791 sus restos fueron traídos de regreso a París y con una gran ceremonia colocada en el Panteón. Durante gran parte del siglo XIX, el nombre de Voltaire era sinónimo de anticlericalismo, y el filósofo fue ampliamente visto, aunque de manera inverosímil, como un anticristo.
Los filósofos desenfrenados se comprometen a romper los vínculos que unen a todos los hombres, los unen a los Soberanos y los encierran en el deber. Dicen y repiten hasta la saciedad que el hombre nace libre y no está sujeto a la autoridad de nadie. Representan, por lo tanto, la Compañía como un montón de idiotas cuya estupidez adora a los sacerdotes, y ante reyes opresores, por lo que el acuerdo entre el sacerdocio y el imperio hay nada que Una conspiración bárbara contra la libertad natural del hombre. Estos defensores tan binados de la raza humana se han sumado a la famosa y engañosa palabra de libertad como otro nombre de igualdad.

¿Qué queda entonces más que someter a la Iglesia al Capitolio? Todos los franceses que seguían siendo fieles en las diversas órdenes del estado y que se negaban firmemente a comprometerse con un juramento a esta nueva constitución, fueron inmediatamente abrumados por los reveses y condenados a muerte. Se apresuraron a matarlos indiscriminadamente; el tratamiento más bárbaro se ha hecho a un gran número de clérigos. Los obispos fueron masacrados... los que fueron perseguidos con menos rigor fueron despojados de sus hogares y relegados a países extranjeros, sin distinción de edad, sexo o condición. Se había decretado que todos eran libres de ejercer la religión que escogería, como si todas las religiones condujeran a la salvación eterna; y, sin embargo, la única religión católica fue proscrita.

Sola, ella vio la sangre de sus discípulos fluir en las plazas públicas, en las carreteras, y en sus propias casas. Parecía haberse convertido en un crimen capital. Es cierto que se han hecho esfuerzos para acusar a este Príncipe de varios delitos de orden puramente político. Pero el reproche principal contra él fue la firmeza inalterable con la que se negó a aprobar y sancionar el decreto de deportación de los sacerdotes, y la carta que escribió al obispo de Clermont para anunciarle que estaba decidido a restaurar en Francia, tan pronto como pudo, la religión católica. ¿No es todo esto suficiente para que podamos creer y apoyar, sin temeridad, que Louis fue un mártir? Pero, por lo que hemos escuchado, aquí nos opondremos, tal vez, como un obstáculo perentorio al martirio de Luis, la sanción que ha otorgado a la Constitución, que ya hemos refutado en nuestra respuesta mencionada.

  
Cuando terminó la masacre de los pocos sacerdotes que estaban en la Abadía, un ayudante de campo fue a dar orden al comité que se había reunido desde la mañana en el edificio al lado de la iglesia carmelita. Los sacerdotes detenidos pronto vieron que se acercaba su última hora; recomendaron su alma al dueño de todo y se "prepararon para recibir la corona del martirio". Massacre des Carmes 1792 por Marie-Marc-Antoine Bilcocq, (1820). Museo de la Revolución francesa.
¡Ah! Francia! Ah! Francia! Ustedes a quienes nuestros predecesores llamaron el espejo de la cristiandad y el apoyo inquebrantable de la fe, ustedes, por su celo por la creencia cristiana y su piedad filial hacia la Sede apostólica, no siguen los pasos de otras naciones, pero ¡Los precede a todos, que hoy eres contrario a nosotros! ¡De qué espíritu de hostilidad pareces animado contra la verdadera religión!

¡Cuánto la furia que le muestran ya supera los excesos de todos los que se han mostrado hasta ahora sus perseguidores más implacables! Y, sin embargo, no puede ignorar, incluso si lo hiciera, que la religión es el guardián más seguro y la base más sólida de los imperios, ya que también reprime los abusos de la autoridad en los poderes de gobierno, y Brechas de licencia en los sujetos que obedecen. Y es por eso que los opositores de las prerrogativas reales buscan aniquilarlos y se esfuerzan por llevar primero la renuncia a la fe católica.

¡Ah! Una vez más, Francia! Incluso le preguntaste a un rey católico. ¡Dijiste que las leyes fundamentales del Reino no permitían reconocer a un rey que no era católico, y es precisamente porque era católico que acabas de asesinarlo!
   
Desmintiendo a San Pedro (el Papa Pío VI), ilustración satírica de la Revolución Francesa de 1791
Tu rabia contra este monarca ha sido tal que incluso su tormento no pudo satisfacerlo ni apaciguarlo". Aún querías reportarlo después de su muerte en sus tristes restos; porque ordenaste que su cadáver fuera transportado y enterrado sin ningún aparato de un entierro honorable.

¡Oh día de triunfo para Luis XVI, a quien Dios le ha dado paciencia en las tribulaciones, y la victoria en medio de su tormento!

Tenemos la confianza de que ha intercambiado alegremente una corona real y lirios siempre frágiles que pronto se desvanecieron, contra esa otra diadema imperecedera que los ángeles tejían con lirios inmortales.

Que se endurezca en su depravación ya que tiene tanta atracción por él, y espero que la sangre inocente de Louis llore de alguna manera e interceda para que Francia reconozca y odie su obstinación por acumular en ella tanto". de crímenes, y que ella recuerda los castigos espantosos que un Dios justo, vengador de crímenes, a menudo ha infligido a los Pueblos que habían cometido ataques mucho menos terribles. 
 
La efigie del papa Pío VI se quemó en el Palacio Real el 4 de mayo de 1791, con motivo de una serie de reclamos al manejo que se le dio a la revolucion.
Estas son las reflexiones que hemos juzgado las más adecuadas para ofrecerle un poco de consuelo en un desastre tan horrible.

Por lo tanto, para completar lo que queda por decir, te invitamos. Al servicio solemne que celebraremos con usted para el descanso del alma del rey Luis XVI, aunque las oraciones funerarias pueden parecer superfluas cuando se trata de un cristiano que se cree ha ganado la palma del martirio, ya que Santo Agustín dice que la Iglesia no ora por los mártires, sino que se recomienda a sí misma a sus oraciones... "

sábado, 13 de junio de 2020

“Después del largo reinado de un príncipe viejo corrupto y libertino cuyos vicios eran degradantes para él y para una nación gimiendo bajo el azote de la prostitución y el capricho, los cambios más vítores se esperaba de la ejemplaridad de su sucesor y la amabilidad de su consorte. Ambos se alzaron como modelos de bondad. Las virtudes de Luis XVI estaban tan generalmente conocidas que toda Francia se apresuró a reconocerlas y exaltarlas, mientras la fascinación de la reina actuó como un encanto en todos los que no había sido invencible el prejuicio contra las muchas cualidades excelentes que tienen derecho a amar y admirar.

De hecho, nunca se había oído una insinuación en contra de cualquiera de los dos, el rey o la reinas, sino de aquellas mentes depravadas que no poseían la virtud suficiente para imitar a los suyos, o estaban celosos de los poderes maravillosos de placer que tan eminentemente distinguió a María Antonieta del resto de su sexo”

-Trianon - Elena Maria Vidal (1997)

sábado, 23 de mayo de 2020

 
“Sin duda, por vergüenza, tener que soportar las miradas de los cortesanos especuladores mientras se abrió camino y, peor aún, de nuevo, Luis Augusto dejo de visitar la cama de su mujer. Los apartamentos propios de la delfina, a la que había adjuntado algunas esperanzas, produjo un enfrentamiento considerable de voluntades entre el arquitecto real Gabriel y la delfina, apoyado en este caso por el delfín. La joven pareja quería unas peinadora, más simple que el estilo magnifico dorado que había prevalecido antes. 

Por encima de todo, querían algo que pudiera ser terminado rápidamente. Lasa suplicas constantes de María Antonieta eran para que el proyecto fuera lo más rápido posible: “una tarima blanca, cualquier tarima”. Pero Gabriel pensó que una plataforma cuadrada blanca produciría “una disonancia monstruosa”, y en todo caso 50.000 libras habían sido permitidas para el proyecto digno para una delfina, por lo que se debían escatimar en gastos. En las rosas finales con la flor de Lis alternado, junto con esfinges que sostienen las armas de Francia. Sobre la cama en si se vislumbra el gran águila bicéfala de Austria. 

Al evitar la mirada depredadora del águila y el aguilucho expectante acostado debajo de él, Luis Augusto fue apoyado por la costumbre de la corte francesa por la cual las parejas no comparten necesariamente camas. Esto se convirtió en un hueso perdurable de la discordia entre la emperatriz y su hija”.

domingo, 10 de mayo de 2020

MARIE ANTOINETTE PRIVA DE CARGOS Y BENEFICIOS A SUS FAVORITOS (1787)

Estas reformas que Luis XVI pretendía culpar por la opinión pública, fueron, en el palacio del príncipe, el objeto de las quejas más violentas. “Es horrible, dijo el barón de Beseval- que los caballeros, que viven en un país donde uno no está seguro de poseer al día siguiente lo que tenia al anterior”
Los murmullos y el terror, siempre aumentaban; finalmente, el público sabía que los gastos aumentaban en proporción a la disminución de lo recibido y que durante mucho tiempo los atrasos se habían pagado solo con capital. Por lo tanto, cada día se suma a los peligros de una catástrofe. 

Antes de pedir nuevos sacrificios a una nación desesperada, el arzobispo Lomenie de Brienne deseaba llevar a cabo las reformas y trincheras anunciadas al servicio del rey y la reina. Esperaba demostrar con esto que las dilapidaciones y la avaricia de la corte habían sido exageradas; pero el egoísmo de aquellos a los que estaba a punto de lograr destruyo de antemano la efectividad de estas medidas conciliatorias.

Luis XVI consintió no solo en todas las eliminaciones propuestas, sino que fue mucho más allá de lo que era conveniente. Su economía personal siempre había sido una gran austeridad. Sin embargo, con gusto se habría reducido a un solo plato, a un solo ayuda de cámara, si hubiera podido esperar de ese modo escapar de la necesidad de otorgar instituciones que pudieran complacer su corazón.

Aunque la simplicidad adoptada por la reina no admitía ninguna reducción importante, deseaba reprimir sus caballos de lujo y preservar solo a los hombres unidos a ella, con la esperanza de que sus amigos se apresuraron a imitarla. Para disgusto de su compañía, escandalizaban sus privilegios. ¿A quién le gustaría el favor de los príncipes, se decía en todos los salones, si ella solo dejaba el privilegio de los sacrificios más caros?. La reina expreso innecesariamente que el honor y la seguridad de quienes rodeaban al monarca exigía sacrificios inmediatos.

Rose Bertin, la costurera de la reina María Antonieta 
Se dispuso a reformar su casa, y cuando la señora Bertin se presentó, fue recibida con tristeza.
"No enviaré a buscarte a menudo -le dijo la reina a la modista-Tengo muchos vestidos en mi guardarropa. Esto será suficiente por un tiempo"
"Pero Su Majestad está bromeando -exclamó la modista- Tenemos que defender el honor de Francia. Aquí tengo un delicioso terciopelo…"
"No -dijo la Reina- Vete ahora, mi querido Bertin. No hablaré de vestidos ahora. Si necesito tus servicios, te llamaré"

Interiormente echando humo de rabia, Madame Bertin salió del Palacio. Vio cómo le arrebataban su lucrativo negocio. "¿Qué es esta nueva moda? -exigió cuando regresó a su cuarto de trabajo- ¿Qué está tramando ese cabeza hueca ahora? "Luego se rió. Me llamará mañana. No podrá resistirse al terciopelo nuevo.

Y cuando la Reina no la llamó, la ira de Madame Bertin estaba fuera de su control. Escupió insultos contra la Reina, que había sido tan buena con ella; ella charló en les Holies con las vendedoras del mercado; y vilipendió a la Reina tan fuerte como cualquiera de ellos.

Jules Armand François comte de Polignac
María Antonieta se vio obligado a pedir la renuncia al duque de Polignac como director de la oficina de correos, lo que, como medida de económica, se uniría a la de las caballerizas. El duque, sin permitirse ninguna observación, respondió respetuosamente que no pedía otro favor que el de discutir en presencia de sus majestades; y María Antonieta pensó que no podía rechazar esta leve indemnización as un hombre que estaba a punto de perder un ingreso de más de cien mil francos.

La reunión tuvo lugar en los pequeños apartamentos y allí el señor de Polignac, en un discurso de elocuencia solemne, demostró la justicia y la necesidad de no unirse a las dos direcciones. Volviéndose hacia su majestad, le dijo con esta gracia cortes que poseía por excelencia: “señora, es suficiente para que su majestad me muestre el deseo, para que renuncie a un lugar que deriva de su bondad, aquí está mi renuncia!”. La reina la agarro con una mano temblorosa, lanzando una profunda mirada sobre el duque.

En la corte solo había un grito de admiración por el noble proceso del señor Polignac; en cuanto a la reina, fue acusada de tener coraje solo para privar a sus amigos, que ni siquiera podían paliar la ingratitud proclamada por actos tan repugnantes.

La conducta del duque de Polignac fue la señal de lo que debían tener los que las supresiones estaban a punto de alcanzar. Especialmente el duque de Coigny, quien, en su calidad de favorito, se creía exento de todo sentimiento generoso, entro en un ataque de furia convulsiva, cuando se enteró de que el rey dimitiría de sus servicios como primer caballerizo y los de su hijo como supervivente. Corrió al castillo para dirigir los mas incidentes reproches al monarca: "nos metimos en una verdadera disputa, Coigny y yo -dijo el rey- Pero si él me hubiera golpeado, no podría haberlo culpado". el duque se retiró, levantándose en imprecaciones contra la reina, que esperaba ganar a los descontentos con el cobarde sacrificio de sus amigos.

El duque de Coigny que dirigió el pequeño establo recibe una carta ministerial informándole de su eliminación y dejándole solo el puesto de primer escudero y una reducción de su renta anual.
Llamó a Vaudreuil y le dijo que debía renunciar a su puesto de Gran Cetrero, que no era precisamente imprescindible. La cetrería es una de las oficinas más antiguas de la corona, y alguna vez la más brillante. Vaudreuil estaba horrorizado: "Estaré en bancarrota", declaró. "Es posible -respondió Antonieta con tristeza-, pero es mejor seas tú y no tu país, los tiempos son peligrosos. ¿No has oído hablar de estos disturbios? ¿No sabéis que se va a llamar a un Estado General? Debemos reducir los gastos en todas partes... en todas partes". El ardiente Vaudreuil se resigna a abandonarlo sin inmutarse. el conde Adhemar su renta de caballero de honor de madame Elizabeth (pensión que recibía a pesar de ser nombrado embajador en Inglaterra). Uno tras otro, los favoritos tuvieron que renunciar a algunos beneficios, su descontento iba a la insolencia. La estancia habitual en Trianon fue muy turbada a pesar de los pequeños espectáculos. Estos escándalos llevaron a un grado tan alto de animosidad contra María Antonieta que concilio por un momento el favor público de su vieja sociedad.

La reina deseaba hacer que el barón de Besenval sintiera todo lo que esta resistencia y estas quejas añadía a la ya critica posición del monarca; pero respondió con dureza que ya no se podía vivir en un país donde uno no está seguro de tener al día siguiente lo que tenía el día anterior. “bien, entonces! –dijo la reina- ya que solo estoy con el rey pueden alejarse de mí!”

domingo, 8 de marzo de 2020

LOUIS XVI POR EL COMTE DE HEZECQUES


Cuando una vez la calumnia se ha propuesto perseguir las acciones de un hombre, en vano se esfuerza, por conducta irreprensible, para repeler sus rasgos. Tal fue el destino de Luis XVI. La justicia de sus principios, el motivo de sus acciones, sus virtudes, su misericordia, todo fue mal interpretado. La responsabilidad de todos los eventos recayó en él; incluso querían imputarle los crímenes y las depravaciones de los impíos. Y que nadie crea que estos ataques le llegaron solo de una facción regicida, enemiga de todo orden social; recibió a la mayoría de estos hombres que, de hecho, se unieron a la monarquía, cubrieron con su beneficio, lo rompió en la persona del soberano.

Luis XVI fue un buen rey. Desafortunadamente, vivió en una época en que sus propias virtudes lo llevarían a su pérdida, y donde las faltas le reprochaban a tantos soberanos, fallas de las cuales era demasiado libre, habrían salvado a la monarquía y la habrían preservado él mismo de su triste destino. Además, admitiendo que tenía fallas, ¿por qué ignorar que fueron el resultado de cualidades preciosas? y porque están en el trono, ¿por qué las virtudes ya no tienen derecho al respeto con el que las rodeamos en los individuos comunes? Si se quiere ser justo, se debe admitir que Luis XVI sucumbió con demasiada amabilidad y que si hubiera tenido la voluntad tenaz y la violencia de un déspota, su trono no habría sido derrocado.

Para un personaje tímido, fruto de una educación descuidada, este príncipe agregó tal bondad de corazón que, en este siglo de egoísmo, no lo vemos bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en el momento de peligro, equilibrando su interés personal con el de sus súbditos. Mal aconsejado, no vio que ningún ataque contra la majestad real cayera sobre la monarquía, y que la felicidad y la gloria del reino dependían de la gloria de su representante. De ahí las muchas circunstancias en las que un poco de sangre derramada con justicia podría habernos salvado de tantos problemas, Un comportamiento singular que la política condena, ¡pero que la filantropía debería admirar!

Individuo simple, Luis XVI habría sido el modelo de los hombres; y nadie debería estar enojado con él por una debilidad que todos se apresuraron a mantener en él por los consejos más débiles. Mientras somos franceses de todas las clases, hemos contribuido más que él a nuestras desgracias; fuimos los primeros artesanos. Llegará un día, una generación debe pasar por esto, cuando se apreciarán las virtudes de este príncipe; donde se le hará la justicia más completa; y la admiración de nuestros sobrinos, sus altares expiatorios, ofrecerán una reparación tardía pero deslumbrante por la injusticia y el horror de las persecuciones que le hicieron experimentar.

Luis XVI tenía treinta y dos años cuando me presentaron a él. Después de una juventud débil, su genio había crecido hasta el punto de convertirlo en uno de los hombres más robustos del reino. El mayor ejercicio exigido por su salud contribuyó a su fuerza; todo en él mostraba este vigor, el resultado de una vida casta y regulada. Su sobrepeso, que todos estudiaron presentar como resultado de su debilidad y libertinaje, lejos de dañarlo, le dio a su persona una dignidad que nunca había tenido como delfín. Sentado en su trono, a Luis XVI no le faltaba representación. Tenía, es cierto, contra él, cuando caminaba, un desagradable balanceo que toda su familia compartió y eso fue suficiente para hacerlo juzgar mal por algunos hombres superficiales que, en este siglo se jactaban de luces y sabiduría, todavía persistían en juzgar a sus soberanos por su exterior, y sin contar nada de las cualidades de su alma.

Luis XVI tenía una pierna muy fuerte pero hermosa. Su cara era agradable; pero sus dientes, mal arreglados, la hicieron reír un poco amable. Sus ojos, que ningún pintor ha podido retratar con verdad, tenían, a pesar de este color claro que la moda había consagrado bajo el nombre del ojo del rey, una gentileza y amabilidad que uno no percibía. Primero, porque su visión miope le impedía mirar con confianza.

La educación de Luis XVI había sido completamente descuidada después de la muerte de su padre; pero lo había perfeccionado él mismo. Libre de grandes pasiones, dejó ir un ejercicio violento con unas pocas horas de estudio. Leyó prodigiosamente. Sabemos que unos días antes de su muerte, recapitulando la cantidad de volúmenes que había leído durante cuatro meses en cautiverio, contó más de doscientos cincuenta. Fue a través del arduo trabajo que llegó a conocer a fondo las leyes del reino y la historia de los diversos pueblos, a poseer la geografía al más alto grado de perfección, y a ser pareja, por el estudio de varios lenguas extranjeras, un buen literato. Conocemos su traducción del inglés de Ricardo III por Horace Walpole; y este trabajo no carece de mérito. Solo a él le debía todo su talento. Y aun ¡El príncipe que siempre nos ha sido representado como ignorante, brutal y un hombre adicto a la embriaguez!

Estuve casi seis años en la corte; bajo ninguna circunstancia he visto al rey comportarse groseramente con el más delgado de sus sirvientes. La fuerza de su constitución hizo, es cierto, sus movimientos un poco abruptos. Lo que era una simple broma de su parte a menudo dejaba un recuerdo algo doloroso; pero si pensara que estaba haciendo el menor daño, se habría negado la más mínima alegría.

Todas las noches, durante seis años, yo o mis camaradas veíamos a Luis XVI acostarse en público. Solo unas pocas dolencias o días de problemas y desgracias interrumpieron esta ceremonia; Sin embargo, no lo he visto suspender diez veces. A menudo el rey salía a cenar con cazadores que no habían tenido mal genio; nunca lo he visto más alegre de lo habitual; Siempre lo escuché hablar con la misma libertad y la misma compostura. Sin embargo, hay hombres, incluso aquellos que se acercaron a él muy de cerca, que lo hicieron pasar por estar la mitad del tiempo incapaz de ponerse de pie; pero estos hombres estaban cegados o traicioneros. ¿Qué importaba la verdad? Los rumores se extendieron, la impresión permaneció y la conspiración continuaba.

Todos los que asistieron a la gran mesa pudieron convencerse de la sobriedad del rey. Comía mucho, porque su temperamento y su constitución lo hacían necesitarlo; pero solo bebió vino puro en su postre. A menudo era un vaso alto de Málaga con una costra de tostadas; pero esta misma cantidad era proporcional a la comida que comió.

No he visto a Luis XVI gravemente enfermo. Unas pocas descargas y una erisipela en la cabeza que lo mantuvo en cama durante varios días, fueron las únicas dolencias que experimentó durante mi estadía en la corte; más allá de eso nunca hubo ninguna cuestión de drogas o medicamentos. El ejercicio era su remedio más común, y la templanza su condón contra todos los males. Este príncipe, muy simple en sus modales, también era simple en su ropa.

Por la mañana, el rey llevaba un abrigo gris hasta el momento de levantarse o vestirse. Así que tomó un abrigo vestido con un paño liso, a menudo marrón, con una espada de acero o plata. Pero los domingos y días de ceremonias, las telas más hermosas, los bordados más preciosos, en seda, oro o lentejuelas, se usaban para adornar al monarca. Muy a menudo, según el gusto de la época, el abrigo de terciopelo estaba completamente cubierto con pequeñas lentejuelas que lo hacían deslumbrante. Los diamantes de la corona vinieron a agregar su brillo. El famoso Paragon, conocido como el Regente, formó el botón del sombrero; y el que se llamaba Sancy estaba al final de una charretera, y se usaba para retener el cordón azul que se usaba en el abrigo en las ceremonias principales.

El gusto dominante de Luis XVI era la caza. Se interesó mucho por él, indicó los cantones, tomó nota del venado forzado, su edad y las circunstancias de su captura. Esta noble diversión, tan beneficiosa para su salud, era su única pasión. También con frecuencia iba a cazar con un rifle y, a pesar de su pobre visión, disparó con gran precisión y tantos disparos, que a menudo lo he visto regresar con la cara ennegrecida por el polvo. . En cuanto a la caza del halcón o del vuelo, solo tuvo lugar una vez al año, con gran solemnidad. El rey cabalgó mal a caballo y sin mucha audacia. A menudo sucedía que las medias botas fuertes, llamadas botas de caldero, que solía usar, asustaban a los caballos, siempre que tuvieran buenos ayudantes.

Lejos de pasar su vida en el libertinaje, o renunciando a las ocupaciones de un trabajo completamente mecánico, el rey empleó en la caza o dedicó al estudio el tiempo que no reclamaban las empresas y los consejos. Aquellos que, por su servicio o por curiosidad, ingresaron a su gabinete, pudieron ser convencidos por la cantidad de papeles, libros gastados, esparcidos en su oficina, y asegurarse de que no estaba tan inactivo como deseaba que apareciera. Si a veces se involucraba en forjar una llave o un candado, era por diversión, para relajarse por un momento y reducir la tensión de su mente. Además, los trabajos tomados de sus manos no demostraron una gran habilidad o un largo hábito.

El tipo de estudio que más le gustó a Luis XVI fue la geografía, las relaciones de viaje y lo que tenía que ver con la marina. En su viaje desde Cherburgo, sorprendió a muchos oficiales de mar con su conocimiento y avergonzó a muchos con sus preguntas. Escuché al rey decir, a su regreso de esta excursión que lo había interesado tanto como halagado por las pruebas de apego que había recibido allí, que esperaba hacer una similar cada año, especialmente en las costas. , queriendo prestar gran atención a su armada: proyecto que nuestras desgracias impidieron y que, además de la ventaja de dar a conocer al monarca los vicios de la administración, no podía sino vincular al pueblo a su soberano.

Hemos adquirido la certeza de que varios de los discursos del rey, especialmente los que pasan por los más notables, fueron escritos por él. De este número fue su famosa declaración al salir de París, una obra maestra de precisión y lógica. Fue nuevamente él quien le dio al señor de la Pérouse sus últimas instrucciones sobre su viaje, y opiniones tan luminosas como asombrosas, lo que sorprendió a este famoso navegante. Cuando al dormir, la conversación comenzó sobre geografía y navegación, y especialmente con el vicegobernador del delfín, M. du Puget, ya no había ninguna razón para que terminara; y el reloj marcaba más a menudo la una de la mañana que la medianoche, cuando uno decidió parar.

Luis XVI no tenía favoritos. Tenía un gran respeto por algunos viejos señores que habían prestado servicio al estado, y preferencias por aquellos de su edad que se habían unido a él cuando era un delfín. Entre ellos estaban el duque de Lavai, el señor de Belzunce, el caballero de Coigny, el marqués de Conflans; pero la única señal de favor que les dio fue cazar o cenar más a menudo con él. Cuando cenaba con los de su caza y jugaba con ellos, su juego siempre era moderado; llegaron a la cama, y ​​el rey, cruzando sus armarios, tomó el dinero necesario para pagar su pérdida, y nunca lo había visto dar más de veinte coronas al duque de Lavai, contra el que casi siempre jugaba al billar o backgammon. También hubo algunos hombres jóvenes a quienes el rey protegió en gran medida, ya sea por sus méritos, o en consideración a los servicios de sus padres. Eran el duque de Richelieu, entonces conde de Chinon, hoy al servicio de Rusia; de Saint-Blancart, de la familia Biron; el joven Chauvelin, quien, a los veinte años, tenía una de las plazas más bellas de la corte; se lo debía a la sorprendente muerte de su padre a los pies de Luis XV, y no sabía pagar este beneficio solo por la menor ingratitud.

Luis XVI no tenía más amantes que favoritos. La maldad misma lo ahorró en este punto. Buen padre, esposo fiel, encontró la felicidad en las caricias de su familia y la fuerza para soportar sus penas en una piedad sólida e iluminada que sabía combinar con los deberes de la realeza.

En muchas circunstancias, en los malos días de la Revolución, Luis XVI habría recuperado su autoridad con un poco de energía; pero el horror inspirado por cualquier idea de masacre, el miedo a comprometer a su familia y sus sirvientes lo detuvieron, mientras que sus peligros personales no eran nada en sus ojos. Quizás, más iluminado que nosotros, había visto desde el principio que la Revolución era la hidra de la fábula; que una cabeza deprimida produciría miles más y que era necesario resignarse a la desgracia. La cobardía de la que se le acusó desapareció cuando estaba bajo el férreo control de la adversidad. Sabía morir un rey, sin bajeza, como cristiano, sin problemas y sin miedo; dio el ejemplo del coraje más sublime, el perdón más generoso. Su muerte, cubriendo a Francia de vergüenza, Sin embargo, será una de las páginas más bellas de la historia. Sus últimos deseos, sus últimas palabras, resonarán en los siglos futuros, suscitarán la posteridad de la más profunda admiración. Indudablemente, Francia les debe su gloria y sus éxitos: desde el cielo, Luis XVI lo perdona y vela por sus destinos.