-Luis XVI y Marie Antoinette durante la revolución – Nesta Webster
lunes, 13 de noviembre de 2017
lunes, 6 de noviembre de 2017
MARIE ANTOINETTE SE ENTREVISTA CON MIRABEAU (1790)
En el combate aplastante contra la Revolución, la reina no había acudido hasta entonces más que a su único aliado: el tiempo. «Sólo la flexibilidad y la paciencia pueden ayudarnos.» Pero el tiempo es un aliado oportunista a incierto; se colocó siempre en el bando de los fuertes y deja despreciativamente en el atolladero al que confía en él sin moverse. La Revolución marcha adelante; cada semana gana para ella millares de nuevos reclutas, de la ciudad, de las aldeas, del ejército; y el recién fundado club de los jacobinos apoya la mano, cada día con más fuerza, sobre la palanca que, por último, debe acabar por desquiciar la monarquía. Por fin comprenden la reina y el rey el peligro de un solitario apartamiento y comienzan a buscar aliados.
Honoré Gabriel Riqueti, comte de Mirabeau (1749-1791) de Jeanron Philippe Auguste |
La Asamblea Nacional se espanta cuando, por primera vez, se alza aquella voz atronadora, pero se pliega bajo su autoritario yugo; espíritu fuerte lo mismo que gran escritor, forja Mirabeau en pocos minutos, poderoso herrero, las leyes más difíciles, las fórmulas más atrevidas, como sobre tablas de bronce. Con pasión incendiaria impone su voluntad a toda la Asamblea y, si no hubiese sido la desconfianza que inspira sus sospechoso pasado ni la inconsciente defensa del espíritu de orden contra ese mensajero del caos, la Asamblea Nacional francesa habría tenido desde sus primeras sesiones, en vez de mil doscientas cabezas, una sola, un único jefe con poder ilimitado.
Pero ahora han llegado a ese extremo. Cinco meses más tarde -infinito lapso en una Revolución-, el conde de La Marck recibe, por medio del embajador Mercy, noticia de que la reina está dispuesta a negociar con Mirabeau, es decir: a comprarlo. Felizmente, no es todavía demasiado tarde: desde el primer ofrecimiento, Mirabeau se traga el dorado anzuelo. Se entera, con codicia, de que Luis XVI tiene a su disposición cuatro pagarés firmados de su regia mano, cada uno por doscientas cincuenta mil libras, en total un millón, que le serán pagados al fin de la legislatura de la Asamblea Nacional, «siempre que me preste buenos servicios», como añade previsoramente el rey ahorrativo. Y apenas ve el tribuno que sus deudas pueden ser liquidadas de una sola plumada y que puede esperar una pensión de seis mil libras al mes, aquel hombre azuzado durante años enteros por alguaciles y curiales prorrumpe en una «ebria explosión de alegría, cuyo exceso primeramente me sorprendió» (conde de La Marck). Con igual ardiente pasión a la que emplea siempre para convencer a los otros, se persuade a sí mismo de que sólo él puede y quiere salvar al mismo tiempo al rey, a la Revolución y al país. De repente, desde que el dinero retiñe en sus bolsillos, se acuerda Mirabeau de que él, el rugiente león de la Revolución, ha sido siempre ardiente realista. El 10 de mayo firma el recibo de su propia venta, con las palabras de que se obliga a servir al rey «con lealtad, celo y valor»... «He profesado principios monárquicos hasta cuando no veía en la corte más que debilidades, y, no conociendo el alma ni el pensamiento de la hija de María Teresa, no podía contar todavía con tan augusta aliada. He servido al monarca hasta cuando creía que no podía esperar de un rey cierto que justo, pero engañado, ni justicia ni recompensa. ¿Qué no podré hacer ahora, cuando la confianza fortalece mi valor y el agradecimiento transforma mis principios en deberes? Seré siempre lo que he sido: defensor del poder monárquico en el sentido de que está regulado por las leyes, y apóstol de la libertad, en cuanto está garantizada por el poder real. Mi corazón seguirá el rumbo que le había ya sido trazado por la razón.»
A pesar de este énfasis, ambas partes saben exactamente que este contrato no es ningún asunto honorable, sino más bien de los que temen la luz. Por ello se acuerda que Mirabeau no se presentará jamás personalmente en palacio, sino que comunicará por escrito sus consejos al rey. Para la calle, Mirabeau tiene que ser revolucionario; pero en la Asamblea Nacional trabajará por la causa del rey; turbio negocio en el cual nadie puede ganar y nadie confía en el otro. Mirabeau se pone en seguida al trabajo; escribe carta tras carta dando consejos al monarca; pero la verdadera destinataria es la reina. Su esperanza es ser comprendido por María Antonieta, el rey no cuenta para nada, no tarda en saberlo.
«El rey no tiene a su devoción más que un único hombre -escribe Mirabeau ya desde su segunda nota-, y ese hombre es su mujer. Para ella no hay seguridad más que en el restablecimiento de la autoridad real. Me gusta creer que no querría vivir sin su corona, pero de lo que sí estoy completamente seguro es que no conservará la vida si no conserva también su corona. Vendrá bien pronto el momento en que habrá de mostrar lo que pueden hacer una mujer y un niño a caballo; para ella es éste un método de familia; pero, mientras tanto, hay que prepararse y no creer que se podrá, ya por medio del azar, ya con el auxilio de combinaciones, salir de una crisis extraordinaria valiéndose de hombres y procedimientos ordinarios.» Como tal hombre excepcional, como tal persona extraordinaria, Mirabeau, con extensa transparencia, se ofrece a sí mismo. Con el tridente de su palabra, espera poder dominar las furiosas olas con la misma facilidad con que las ha agitado: en su excesivo aprecio a sí mismo, en su cálido orgullo, se ve, de una parte, como presidente de la Asamblea Nacional, y, de la otra, como primer ministro del Rey y de la reina. Pero Mirabeau se engaña. Ni por un momento piensa María Antonieta en entregar realmente el poder a este mauvais sujet. El hombre demoníaco es siempre instintivamente sospechoso para una persona de espíritu corriente y María Antonieta no comprende en modo alguno la magnífica amoralidad de este genio: el primero y el último con quien se encontró en la vida. No experimenta más que un malestar ante las osadas audacias de este carácter: este apasionamiento titánico la espanta más de lo que la atrae.
Por eso lo más íntimo de su pensamiento es, tan pronto como no lo necesite, pagarle a toda prisa y desembarazarse inmediatamente de este hombre salvaje, desaforado, desmedido a incalculable. Lo han comprado, luego debe trabajar diligentemente por el caro dinero que recibe; debe dar consejos, ya que es inteligente y hábil. Serán leídos y se aprovechará de ellos lo que no está pensado de un modo harto excéntrico y atrevido: eso es todo. Se utilizará a este agitador en las votaciones, como buen informador y negociador de paces para la «buena causa» en la Asamblea Nacional; se le aprovechará también a él, el sobornado, para sobornar, a su vez, a otros. Que ruja el león de la Asamblea Nacional y que, al mismo tiempo, sea llevado como con traílla por la corte. Así piensa María Antonieta de este espíritu de inconmensurables dimensiones, pero no concede ni un gramo de verdadera confianza a la persona cuya utilidad a veces aprecia, cuya «moralidad» siempre desprecia y cuyo genio, desde la primera hora hasta la última, desconoce por completo.
Auguste Marie Raymond d'Arenberg, comte de la Marck (1753- 1833) intermediario entre la corte de las tullerias y el conde de Mirabeau. |
Pronto estará acabada la luna de miel del primer entusiasmo. Mirabeau observa al punto que sus cartas sólo sirven para rellenar el regio cesto de papeles en lugar de atizar el incendio espiritual. Pero, sea por vanidad o por avidez del millón prometido. Mirabeau no cesa de asediar a la corte. Y como ve que sus proposiciones escritas no producen ningún fruto, intenta un último esfuerzo. Sabe, por su experiencia política, por sus innumerables aventuras con mujeres, que su fuerza más poderosa y auténtica no reside en lo escrito, sino en la palabra hablada; que un poder eléctrico mana, del modo más intenso a inmediato, de su propia persona. Por ello, asedia incesantemente al mediador, el conde de La Marck, para que le proporcione por fin ocasión de una entrevista con la reina. Una hora de conversación y, como en el caso de tantos centenares de mujeres, su desconfianza se transformará al punto en admiración. ¡Sólo una audiencia, una única! Porque su amor propio se embriaga con la idea de que no será la última. ¡Quien le ha conocido no puede ya sustraerse a él! María Antonieta se defiende largo tiempo; por último accede y declara que está dispuesta a recibir a Mirabeau el 3 de julio de 1790, en el palacio de Saint-Cloud.
Bien pronto oye unos leves pasos sobre la arena. Aparece la reina sin ningún acompañamiento. Mirabeau quiere hacer una reverencia, pero en el momento en que ella descubre el rostro de este aristócrata plebeyo, destrozado por las pasiones, roído por las viruelas, rodeado de enmarañados cabellos, brutal y poderoso al mismo tiempo, la asalta un involuntario escalofrío. Mirabeau observa este espanto: lo conoce desde hace mucho tiempo. Todas las mujeres, ya lo sabe, hasta la dulce Sofía de Monnier, se han echado atrás, así asustadas, al verlo por primera vez. Pero la fuerza de Medusa, de su fealdad, que provoca el horror, puede también detener al horrorizado: siempre había conseguido transformar este primer espanto en asombro, en admiración y, ¡cuántas veces aún!, en desenfrenado amor. Lo que la reina haya hablado en aquella hora con Mirabeau queda para siempre en el secreto. Como estaba sin testigos, todos los informes, como los de la camarera madame Campan, que pretende saberlo todo, son pura fábula y conjetura. No se sabe más que esto: que no fue Mirabeau quien sometió a su voluntad a la reina, sino la reina a Mirabeau. Su nobleza heredada, fortalecida, y su vivacidad de comprensión, que en una primera entrevista siempre hacen aparecer a María Antonieta como más inteligente, enérgica y resuelta de lo que en realidad lo es aquella mujer inconstante, ejercen un indomable hechizo sobre la naturaleza magnífica y rápidamente inflamable de Mirabeau.
Sólo le ha permitido sacrificarse por ella.
caricatura que muestra la opinión que tenia la gente de Mirabeau, un borracho empedernido con dinero de dudosa procedencia. |
Comprender la asombrosa audacia de esta lucha de dos frentes, lo grandioso de la doble posición, excede a la inteligencia política de una naturaleza tan rectilínea como la de María Antonieta. Cuanto más atrevidas son las memorias que él presenta, más diabólicos los consejos que propone, tanto más vivamente se espanta aquella mujer, en el fondo de espíritu moderado. El pensamiento de Mirabeau es expulsar al demonio por medio de Belcebú, aniquilar la Revolución por su exceso, por la anarquía. Ya que no se puede mejorar la situación -es su famosapolitique du pire- , hay que empeorarla con toda la rapidez posible, en el sentido de un médico que, por medio de excitaciones, provoca una crisis para acelerar con ella la curación. No rechazar el movimiento popular, sino apoderarse de él; no combatir, desde lo alto, a la Asamblea Nacional, sino excitar al pueblo, de manera secreta, para que él mismo acabe por mandarla al demonio; no confiar en la tranquilidad y la paz, sino, al contrario, elevar hasta su ardor más extremo la injusticia y los trastornos del país, provocando con ello una fuerte necesidad de orden, del antiguo orden; no retirarse, espantado, ante ninguna cosa, ni siquiera ante la guerra civil...
Tales son las amorales pero, en lo político, clarividentes proposiciones de Mirabeau. Pero ante tales osadías, ante el anunciar estrepitosamente, como con una banda de clarines, entre otras muchas cosas, que «cuatro enemigos se acercan a paso de carga: el impuesto, la bancarrota, el ejército y el invierno; hay que tomar una resolución y prepararse a afrontar los acontecimientos, dirigiéndolos con la propia mano. En una palabra, la guerra civil es segura y acaso necesaria», ante semejantes avisos, le tiembla el corazón a la reina.Retrato de Mirabeau que expone claramente las cicatrices que inundan su rostro. |
la muerte de Mirabeau, grabado de la época. |
En efecto, no lo quisieron. Ya prohíbe la Biblia que el buey y el caballo sean uncidos en un mismo yugo. La manera de pensar, lenta y conservadora, de la corte no puede ir al mismo paso que el temperamento ardiente y tempestuoso del gran tribuno que, rencorosamente, sacude riendas y bridas. Mujer del antiguo régimen, María Antonieta no comprende la naturaleza revolucionaria de Mirabeau; sólo entiende lo rectilíneo, no el osado juego de este genial aventurero de la política. Pero hasta la última hora sigue combatiendo Mirabeau, por amor a la lucha y por su audacia ilimitada. Sospechoso para el pueblo, sospechoso para la corte, sospechoso para la Asamblea Nacional, juega con todos y contra todos al mismo tiempo. Con el cuerpo destrozado, con sangre febril, se arrastra de nuevo en la palestra para imponer otra vez su voluntad a los mil doscientos diputados, y después, en marzo de 1791 -durante ocho meses ha servido simultáneamente al rey y a la Revolución-, la muerte se arroja sobre él. Aún pronuncia el último discurso, aún dicta hasta el último momento a sus secretarios, aún pasa su última noche con dos cantantes de la ópera; después se rompe de pronto la fuerza de ese titán. A montones aguardan las gentes delante de su casa para saber si aún palpita el corazón de la Revolución, y trescientas mil personas acompañan el ataúd del muerto. Por primera vez abre su puerta el Panteón para que el cadáver repose allí por toda la eternidad.
Pero ¡qué lamentable cosa es la palabra «eternidad» en estos tiempos de continuas tormentas! Dos años más tarde, después de ser descubiertas las relaciones de Mirabeau con el rey, otro decreto arranca el aún no destruido cuerpo de la cripta y lo arroja a la fosa común.
Sólo la corte guarda silencio ante la muerte de Mirabeau, y ella sabe por qué. Sin vacilar, es lícito dejar a un lado la tonta anécdota de madame Campan de que se ha visto brillar una lágrima en los ojos de María Antonieta al recibir la noticia. Nada es más increíble, pues lo probable es que la reina haya acogido con un suspiro de desahogo la solución de tal alianza; aquel hombre era demasiado grande para servir, demasiado valiente para obedecer; la corte le temió cuando vivo, y hasta le temió después de su muerte. Todavía, mientras Mirabeau se retuerce estertorosamente en su lecho, envían de palacio a su casa un agente de confianza a fin de que se retiren rápidamente de su mesa de escribir las cartas sospechosas y de este modo quede secreto aquel pacto, del cual ambos partidos se avergüenzan. Mirabeau, porque servía a la corte, y la reina, porque servía de él. Mas con Mirabeau cae el último hombre que quizás hubiera podido mediar entre la monarquía y el pueblo. Ahora se hallan frente a frente María Antonieta y la Revolución.
domingo, 22 de octubre de 2017
UN VELO DE MARIE ANTOINETTE CUBRIENDO A UNA PRINCESA RUSA
Esto no fue el mejor lugar para criar niños. A pesar de que sabía del peligro, Zinaida quería a sus hijos cerca de ella y le costó negarles lo que quisieran. Como resultado, se convirtieron en niños mal disciplinados con malas actitudes. Solo su padre tenía la inclinación de reinar en ellos, pero a menudo estaba ausente y, como resultado, prácticamente escaparon en el palacio. Nadie podía decirles que no, ya que sabían que su madre no los respaldaría en una disputa con los niños. Feliz y Nicolás rápidamente comprendieron el poder de su posición y lo que significaba un privilegio desde un punto de vista práctico: podían hacer prácticamente cualquier cosa que quisieran, cuando querían hacerlo. Esta primera lección de vida tuvo un efecto negativo en sus personalidades. Nicolás era extremadamente engreído y arrogante. Fue iniciado para perder la vida a una edad temprana, finalmente fue asesinado en un duelo por una mujer.
Felix por su parte, según sus contemporáneos tenía un rostro angelical: rasgos delgados, labios suaves y sexys, ojos oscuros. En general, un verdadero chico de oro. Pero este príncipe azul impresiono su reputación como un rebelde y un joven excéntrico. Felix disfrutaba vestirse con la ropa de su madre y salir a restaurantes y clubes en san Petersburgo. Cuando era un adolescente se veía deslumbrante con el atuendo de las mujeres y los oficiales de la guardia imperial le hicieron cumplidos, pero este tipo de aventuras era un asunto arriesgado y, al final, parecía tenerlo en problemas. El peligro emociono e intrigo a Felix, y su hermano y su amiga, Polia, lo incitaron en este comportamiento.
El rostro de Felix era bastante conocido, tenía un famoso retrato de él hecho por Serov, que fue ampliamente admirado y reproducido en revistas, y la ropa de su madre y las famosas joyas también eran ampliamente reconocidas en la sociedad. No solo ese rumor despiadado le atribuía relaciones de amor escandalosos con el mismo sexo, por lo que también fue visto cantando en un cabaret vestido de mujer, en un tull azul con lentejuelas de plata y en una magnifica boa de plumas de avestruz azul. En su magnífico palacio había habitaciones especiales en estilo oriental, donde se entregaba a los placeres con amantes prohibidos. En sus memorias Felix escribió: “siempre me indigno la injusticia del hombre a los que aman lo contrario. Puedes condenar el amor entre personas del mismo sexo, pero no los amantes mismos. ¿Son las relaciones contrarias a la naturaleza culpable que sean creados de la tal manera?”.
- Propuesta matrimonial
Renovó su relación con Irina en 1913 y se sintió atraído por ella aún más. “era muy tímida y reservada, con cierto secreto para su encanto... poco a poco, Irina se volvió menos ansiosa. Al principio, sus ojos eran más elocuentes que su conversación, pero cuando se abrió más, he aprendido a admirar la agudeza de su inteligencia y el sentido común. No escondí nada de mi vida anterior a ella, y ella estaba muy lejos de ser molestada por lo que dije, ella mostró una gran tolerancia y comprensión”.
Aunque Irina entendió el salvaje pasado de Yusupov, sus padres no lo hicieron. Cuando ellos y su abuela materna la emperatriz viuda María Feodorovna, escucharon rumores sobre Felix, incluso quisieron cancelar la boda. La mayoría de las historias que se escucharon estaban relacionadas con el gran duque Dmitry Pavlovich, pariente de Irina. Se hablaba de que ambos eran amantes. Felix logro convencer al futuro padre de la falacia y la precipitación de su decisión. Irina mostro firmeza y reiteró que se casaría solo con él.
-Matrimonio: ultimo esplendor de la realeza rusa
En la boda, Irina utilizo un sencillo vestido en lugar del traje de corte tradicional. En la ceremonia, Irina uso una tiara de diamantes y cristal de roca, que obtuvo de la firma Cartier, y un velo de encaje, propiedad de Marie Antoinette. Fue este velo de la reina francesa que provoco todo tipo de comentarios, incluso de que traería mala suerte a la preciosa novia. El novio utilizo el uniforme de la nobleza, una levita negra de cuello y solapas bordadas en oro y nos pantalones de paño blanco.
-El asesinato de Rasputin
"Estábamos de regreso en San Petersburgo, donde pasaba la Navidad con mis padres antes de regresar a Inglaterra. Durante mucho tiempo había estado en términos amistosos con la familia G., y más particularmente con la hija más joven, que era una ferviente admiradora de las estrellas. Era una niña demasiado inocente para comprender su naturaleza ignominiosa, y demasiado ingenua como para formar una opinión imparcial sobre sus motivos. Era, según ella, un hombre de excepcional poder espiritual que había sido enviado al mundo para purificar y sanar nuestras Almas y para guiar nuestros pensamientos y acciones. Esta descripción extravagante me dejó escéptico, y aunque en ese momento no sabía nada definitivo sobre Rasputín, algo dentro de mí me hizo sospechar de él. Sin embargo, el entusiasmo de Mlle G. despertó mi curiosidad y le pregunté detalladamente sobre el hombre que tanto admiraba. Ella lo miró como un apóstol que viene directamente del cielo; no tenía debilidades humanas, ni vicios; cuya vida entera estaba dedicada a la oración. Escuché tanto sobre él que sentí que debía juzgarlo por mí mismo, y acepté una invitación para conocer los starets unos días más tarde en la casa de los G.
Los G.s vivían en el Canal de Invierno. Cuando entré en el salón, la madre y la hija estaban sentadas a la mesa de té, con la solemne expresión de personas esperando la llegada de un ícono milagroso que iba a traer una bendición divina a la casa. Al poco rato, la puerta se abrió y Rasputin entró con breves pasos rápidos. Se acercó a mí y dijo: "Buenas noches, mi querido muchacho", y trató de besarme. Me retiré instintivamente. Sonrió maliciosamente y, acercándose a Mlle G. y luego a su madre, los abrazó con calma y les dio a cada uno un beso rotundo. Desde el principio, su autoestima me irritó, y había algo en él que me disgustaba. Era de estatura media, musculoso y delgado. Sus brazos eran desproporcionadamente largos, y justo donde crecía su desaliñada mata de pelo había una gran cicatriz, que descubrí más tarde fue la marca de una herida recibida durante uno de sus robos en Siberia. Parecía tener unos cuarenta años y, con su caftán, pantalones holgados y grandes botas altas, se veía exactamente lo que era: un campesino. Tenía un rostro bajo y vulgar, enmarcado por una barba peluda, rasgos toscos y nariz larga, con pequeños y oscuros ojos grises hundidos bajo pesadas cejas. La extrañeza de su actitud era desconcertante, y aunque afectaba una actitud libre y fácil, uno sentía que estaba enfermo y sospechoso. Parecía estar constantemente mirando a la persona con la que estaba hablando.
Rasputín permaneció sentado por unos momentos, luego comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación con sus cortos pasos rápidos, murmurando entre dientes. Su voz sonaba hueca, su pronunciación indistinta. Bebimos té en silencio mientras lo mirábamos, Mlle G. con entusiasta atención, con gran curiosidad. Pronto se sentó y me dirigió una mirada penetrante. Comenzo a hablar en el tono de un predicador inspirado desde arriba, citando al Antiguo y Nuevo Testamentos al azar, a menudo distorsionando su significado real, lo que era un tanto confuso.
Mientras hablaba estudié sus rasgos de cerca. Había algo realmente extraordinario en su rostro campesino. Él no era en absoluto como un hombre santo; Por el contrario, parecía un sátiro lascivo y malicioso. Me impresionó particularmente la expresión repugnante en sus ojos, que eran muy pequeños, muy juntos, y tan hundidos en sus cuencas que a la distancia eran invisibles. Pero incluso a corta distancia a veces era difícil saber si estaban abiertos o cerrados, y la impresión que uno tenía era el de ser perforado con agujas en lugar de ser simplemente mirado. Su mirada era penetrante y taciturna; Su dulce e insípida sonrisa era casi tan repugnante como la expresión de sus ojos. Había algo de base en su rostro untuoso; algo perverso, astuto y sensual. Mlle G. y su madre nunca le quitaron los ojos, y parecía beber en cada palabra que hablaba.
Al cabo de un rato, Rasputín se levantó y me dirigió una mirada suave e hipócrita, apuntando a Mlle G. y dijo: "¡Qué amiga fiel tienes en ella! Debes escucharla, ella será tu esposo espiritual. Sí, ella ha hablado muy bien de ti, y ahora también veo que los dos están bien y bien adaptados el uno al otro. En cuanto a ti, mi querido muchacho, llegarás lejos, muy lejos”. Con estas palabras, salió de la habitación. Cuando me fui, mi mente estaba llena de la extraña impresión que me había causado”.
Rasputín permaneció sentado por unos momentos, luego comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación con sus cortos pasos rápidos, murmurando entre dientes. Su voz sonaba hueca, su pronunciación indistinta. Bebimos té en silencio mientras lo mirábamos, Mlle G. con entusiasta atención, con gran curiosidad. Pronto se sentó y me dirigió una mirada penetrante. Comenzo a hablar en el tono de un predicador inspirado desde arriba, citando al Antiguo y Nuevo Testamentos al azar, a menudo distorsionando su significado real, lo que era un tanto confuso.
Mientras hablaba estudié sus rasgos de cerca. Había algo realmente extraordinario en su rostro campesino. Él no era en absoluto como un hombre santo; Por el contrario, parecía un sátiro lascivo y malicioso. Me impresionó particularmente la expresión repugnante en sus ojos, que eran muy pequeños, muy juntos, y tan hundidos en sus cuencas que a la distancia eran invisibles. Pero incluso a corta distancia a veces era difícil saber si estaban abiertos o cerrados, y la impresión que uno tenía era el de ser perforado con agujas en lugar de ser simplemente mirado. Su mirada era penetrante y taciturna; Su dulce e insípida sonrisa era casi tan repugnante como la expresión de sus ojos. Había algo de base en su rostro untuoso; algo perverso, astuto y sensual. Mlle G. y su madre nunca le quitaron los ojos, y parecía beber en cada palabra que hablaba.
Al cabo de un rato, Rasputín se levantó y me dirigió una mirada suave e hipócrita, apuntando a Mlle G. y dijo: "¡Qué amiga fiel tienes en ella! Debes escucharla, ella será tu esposo espiritual. Sí, ella ha hablado muy bien de ti, y ahora también veo que los dos están bien y bien adaptados el uno al otro. En cuanto a ti, mi querido muchacho, llegarás lejos, muy lejos”. Con estas palabras, salió de la habitación. Cuando me fui, mi mente estaba llena de la extraña impresión que me había causado”.
domingo, 1 de octubre de 2017
EL MATRIMONIO DE MADAME CLOTILDE CON EL PRÍNCIPE PIAMONTE (1775)
La princesa María Adelaida Clotilde nació en Versalles el 23 de septiembre de 1759. El nacimiento de la niña fue tan precipitado que altero todas las reglas de la etiqueta del tribunal. La delfina Maris Josefa no pensó en dar a luz en el corto plazo e imputo la contaminación habitual al final de todo embarazo. Una niña nació en presencia de su padre, el delfín Luis Fernando.
Inmediatamente después del bautismo, la niña es entregada a la institutriz de los hijos de Francia. Cuatro jóvenes príncipes tienen el honor de contemplar a su nueva hermana pequeña: Luis José, de ocho años, duque de Borgoña; Luis Augusto, de cinco años, duque de Berry; Luis Estanislao Javier, de tres años y medio y Charles Philippe de un año y medio. Mientras la madre se está recuperando, el padre parece regocijarse con la llegada de su hija después de una cascada de chicos.
La tuberculosis golpeo a los niños de Francia. El delfín Luis Fernando murió a sus treinta y seis años el 20 de diciembre de 1765. La delfina le sobrevivió quince meses y murió el 13 de mayo de 1767. A partir de entonces, las princesas Clotilde y Elisabeth se acercaron instintivamente a la persona más cercana a ellas en su vida cotidiana, su institutriz, la condesa de Marsan.
Clotilde alcanzo los diez años de edad el 23 de septiembre de 1769. Ella era solo una princesa niña, pero ya se estaba formando proyectos informales de matrimonio. Sin duda todavía no tiene conocimiento de lo que se proyecta para ella. Más concretamente, su entrada oficial a la corte está avanzando rápidamente y corresponde a la condesa de Marsan instruirla en los detalles más pequeños sobre el protocolo vigente en Versalles. Por otra parte, la apariencia de Clotilde no le presto ventaja. Sus facciones, demasiado adornadas con una gran comodidad subrayada por los ojos sombreados por una vigente suavidad. La cara entera reflejaba un mentón pesado, un ovalo incierto, una nariz ligeramente larga y delgada. La única belleza era poseer una hermosa cabellera y abundante como su difunta madre. En los albores de la adolescencia, Clotilde era anormalmente regordeta. Según madame de Campan: “esta princesa era tan grande en su infancia que el pueblo le había dado el sobrenombre de madame Gros”.
Muy pronto su presencia es necesaria durante las múltiples ceremonias de etiqueta y las fiestas que marcan el ritual monárquico de la dinastía. El 24 de abril de 1770, asistió al matrimonio de sus primos, el duque de Borbón con Luisa Batilde de Orleans. Estas bodas principescas, sin embargo, representan solo un anticipo del matrimonio de su hermano Luis Augusto con la archiduquesa de Austria María Antonieta prevista para el 16 de mayo.
En septiembre de 1773 debido a los rumores sobre su matrimonio con el príncipe Carlos Emmanuel de Saboya hicieron que la señora Marsan preparara a su alumna para su futuro papel de esposa de un príncipe heredero de una monarquía extranjera. Fue en el corazón de esta vida pacifica que el 10 de mayo de 1774, llego a golpear a Francia y la familia real la muerte del viejo Luis XV. El delfín tomo el nombre de Luis XVI, sin embargo la vida continúo sin cambios, ciertamente una nieta de un rey, se convirtió en la hermana de un rey reinante, pero por los méritos de su vida cotidiana se mantuvo sin cambios. Sin embargo, en las salas, la cuestión de su matrimonio con el príncipe de Piamonte continúo agitando a la familia real y los ministerios.
Charles-Emmanuel IV de Saboya, rey de Cerdeña. |
El juego no se jugó por adelantado y las negociaciones matrimoniales entre los franceses y los estados Piamontés todavía estaban funcionando. Luis XVI, como su ministro Vergennes, triunfo en esta alianza, pero al otro lado de los Alpes, Víctor amadeo III, seguía dudando sobre el rumbo que había que tomar. Un año antes, en marzo de 1773, su embajador, el marqués de La Marmona le escribió: “por el tamaño y la figura, no hay más hermosa princesa que la señorita Clotilde, ya sea por sus rasgos o por la gentileza, las gracias, la comodidad de su mente y el carácter”.
Víctor amadeo no tenía ninguna duda, pero el sólido cuerpo de Clotilde lo dejo perplejo y es posible que el joven Charles Emmanuel de Saboya tuviera algunas objeciones. Así que fueron las opulentas formas de “Gros madame” las que despertaron tantas dudas en la corte de Turín.
Fue sin contar la buena voluntad dinástica de las cuñadas de Clotilde que entraron en silencio en la escena para unir a la princesa con su hermano Piamonte. Tan pronto como Luis XVI, montado en el trono, la condesa de Provenza intrigaba bajo su mano. Junto con el embajador de Cerdeña, el conde Viry, eran conscientes de los prejuicios de María Antonieta, hostil en principio a un tercer matrimonio de Saboya y “hostigamientos que la reina no podía mas que despertarlos”. Al comienzo del reinado de hecho, Luis XVI aprecio lo suficiente a su hermana, que según Viry era “muy avergonzado, o en ocasiones le daría señales de amistad y confianza”.
A principios del año 1775, las negociaciones diplomáticas estaban muy avanzadas y Víctor amadeo III delego en Versalles dos personas de confianza para juzgar a “Gros madame”. Las conclusiones del SR. de Saint-Germain y de madame de Aglie, gobernador y camarera del príncipe de Piamonte, convenció al rey de Cerdeña, que consideraban que “si la objeción fuese su excesivo tamaño, un carácter excelente lo compensaría”. De Turín a Versalles se decidió el matrimonio. La ceremonia por procuración, después la partida de Clotilde para Saboya y luego para Italia se fijó para el mes de agosto. Solo seis meses separaron los últimos momentos de Clotilde en Francia y la recepción de su nuevo país a una princesa de quince años.
Charles Emmanuel IV, by Giovanni Panealbo |
El matrimonio de Clotilde causaría un gran dolor a María Antonieta. Durante el mes de julio se enteró de la partida del conde de Provenza y su esposa, quienes fueron autorizados a seguir a la nueva princesa Piamonte a su país de adopción y permanecer “una quincena de incognito”. La reina escribió que “es espantoso que no pueda esperar la misma felicidad”. María Antonieta pisoteada, se había encerrado en sus aposentos para llorar, mientras el conde y condesa de Provenza expresaban su alegría. No podía dejar de pensar que María Josefina vería a su familia de nuevo, mientras que su hermano José era lento para visitarla.
La boda de Clotilde fue un matrimonio estatal, pero dos ceremonias simbólicas precedieron a sus consagraciones. El 8 de agosto de 1775, la petición oficial fue hecha por el conde Viry en el nombre del rey Víctor amadeo III. El señor de Tolozan, presentador de los embajadores en Versalles y el príncipe de Marsan, le dieron la bienvenida al embajador en gran pompa, enmarcado por los setos de honor de los guardias franceses y de los guardias suizos. Desde la sala de los embajadores, Viry, enmarcado por la suite Piamontesa y escoltada por los guardias de la Porte, entro en la escalera de mármol para entrar en el gabinete real. Luis XVI y Viry intercambiaron las fórmulas de uso de cortesía “pero la solemnidad de la ceremonia fue, sin embargo, templado por los sentimientos del rey”. La cesta de la presente es hermosa, hay 1,5 millones de libras de diamantes. Ese día el embajador ofreció a madame Clotilde en nombre de su prometido, el príncipe Piamonte, dos brazaletes de diamantes.
La boda de Clotilde fue un matrimonio estatal, pero dos ceremonias simbólicas precedieron a sus consagraciones. El 8 de agosto de 1775, la petición oficial fue hecha por el conde Viry en el nombre del rey Víctor amadeo III. El señor de Tolozan, presentador de los embajadores en Versalles y el príncipe de Marsan, le dieron la bienvenida al embajador en gran pompa, enmarcado por los setos de honor de los guardias franceses y de los guardias suizos. Desde la sala de los embajadores, Viry, enmarcado por la suite Piamontesa y escoltada por los guardias de la Porte, entro en la escalera de mármol para entrar en el gabinete real. Luis XVI y Viry intercambiaron las fórmulas de uso de cortesía “pero la solemnidad de la ceremonia fue, sin embargo, templado por los sentimientos del rey”. La cesta de la presente es hermosa, hay 1,5 millones de libras de diamantes. Ese día el embajador ofreció a madame Clotilde en nombre de su prometido, el príncipe Piamonte, dos brazaletes de diamantes.
Grabado que representa al príncipe ya la princesa del Piamonte. |
En cuanto a la reina de Cerdeña, le escribió desde Versalles que “el tiempo se acerca y me entrego por completo al estudio para complacer a su majestad y ofrecerle toda mi atención”. En Choisy, Elisabeth estaba tan aferrada a Clotilde en el momento de la partida que María Antonieta tuvo que separar suavemente de su hermana amorosa. La princesa de Piamonte se marchó al fin, pero antes de llegar a Saboya comenzó un largo viaje. Como de costumbre, los servicios de la casa del rey habían organizado todos los preparativos por adelantado. Más de cien personas acompañaron a la hermana de Luis XVI.
Matrimonio de Marie Clotilde de Francia con el príncipe de Piamonte en agosto de 1775 |
Miniaturas de Marie Clotilde y su esposo, Charles Emanuel |
Fue en este vestidor ceremonial que poco después su prometido, Charles Emmanuel de Saboya, príncipe real de Piamonte, se unió a ella. Él entro y quiso besarle la mano, pero ella se arrojó sobre su cuello y lo beso diciéndole: -”usted me encuentra gorda?” - “te encuentro encantadora, tu harás mi felicidad”- le respondió el príncipe.
Charles Emmanuel IV de Cerdeña, príncipe de Piedmonte. |
Desde entonces, la piadosa esposa de Víctor amadeo III, la reina María Antonieta Ferdinanda, considero a Clotilde su verdadera hija. La hermana de Luis XVI rápidamente atrajo la exaltada estima de la familia real hasta el punto de atraer a toda la corte a sus alrededor. Era tiempo, sin embargo, de regresar a Italia y Turín, la capital, que estaba impaciente por ver a su nueva princesa francesa.
El 30 de septiembre la inmensa procesión entro a Turín. Clotilde vio y saludo a miles de Turineses que se agolpaban. El entusiasmo de los italianos, sin embargo, no era ciego a las formas de su futura reina! En un rugido ensordecedor, Clotilde percibe sus palabras: -”cual grande es!”. Fue entonces cuando su suegra, la reina le dijo como una filosofa: “no es nada mi hija!” cuando vine aquí gritaban: “dios, ella es fea!”.
El 30 de septiembre la inmensa procesión entro a Turín. Clotilde vio y saludo a miles de Turineses que se agolpaban. El entusiasmo de los italianos, sin embargo, no era ciego a las formas de su futura reina! En un rugido ensordecedor, Clotilde percibe sus palabras: -”cual grande es!”. Fue entonces cuando su suegra, la reina le dijo como una filosofa: “no es nada mi hija!” cuando vine aquí gritaban: “dios, ella es fea!”.
domingo, 24 de septiembre de 2017
CONSEJOS MATERNOS: SER UNA REINA DEVOTA
“Usted debe prestar absoluta atención a lo que la corte esta acostumbrada a hacer. Vaya, si es posible, después de la cena, y en especial los domingos a las vísperas y la misa. No sé si los franceses suelen tener el ángelus, pero orar en ese momento, si no en público, al menos en su corazón. Lo mismo puede decirse de la noche, o para cuando se pasa una iglesia o cruz, sin embargo, debes comportarte de la manera que son habituales.
Al entrar en la iglesia, usted debe sentir el más profundo respeto, no se permita ningún tipo de curiosidad que cause distracción. Todos los ojos se fijaran en usted, usted no debe por lo tanto sorprender a nadie. En Francia la gente se comporta de una manera muy edificante en la iglesia…. Quédate de rodillas todo el tiempo que pueda, será la mejor posición para dar el ejemplo”.
Marie Teresa a Marie Antoinette (21 de abril de 1770)
domingo, 17 de septiembre de 2017
LOS CABALLEROS QUE RODEARON A MARIE ANTOINETTE
Durante los primeros años de reinado, a veces hay pequeñas preocupaciones que agobian a la joven reina, a veces le disgusta la pesadez de los asuntos de estado, con creciente frecuencia se siente extraña en medio de estos nobles duros y belicosos, le repugna la disputa con las celosas damas de la corte y los secretos intrigantes: en tales horas vuelve a huir a Austria, la patria de su corazón. Desde luego no puede abandonar Francia, así que ha fundado una pequeña Viena, un diminuto trozo de mundo donde puede entregarse libremente y sin ser observada a sus inclinaciones predilectas, su Trianon.
Con unos cuantos caballeros son felices de olvidar aquí, en el espacio cálido e iluminado de la amistad, la tristeza de este país severo y trágico y María Antonieta sobre todo de poderse quitar la fría mascara de la majestad y ser simplemente una joven alegre en el círculo de unos compañeros de igual forma de ser. Es natural que sienta tal necesidad. Pero para María Antonieta es un peligro ceder a su dejadez. El fingimiento la agobia, la cautela le resulta a la larga insoportable, pero precisamente esa virtud del no saber callar, le crea más incomodidades que a otros el peor de los engaños y la más furibunda dureza.
Marie Antoinette, 1775 by Jean-Laurent Mosnier. |
Todas sus parientes de su misma edad; todas sus amigas hace ya tiempo que tienen hijos, cada una tiene un marido verdadero, o por lo menos, un amante, solo ella está excluida por la torpeza de su desdichado esposo; solo que es más hermosa que todas, más deseable y más deseada que ninguna otra en su círculo, no ha entregado todavía a nadie el tesoro de sus sentimientos.
En vano ha desviado hacia sus amigas su intensa necesidad de ternura, aturdiéndose con incesantes placeres mundanos, para olvidar su vacío íntimo, no le sirve de nada; en toda mujer de naturaleza reclama, poco a poco, sus derechos, y por tanto también en esta, plenamente normal y natural. La vida en común de María Antonieta con los caballeros que la rodean pierde cada vez más su primitiva y despreocupada seguridad. Cierto que se guarda todavía de lo más peligroso, pero no deja de jugar con el peligro, y al hacerlo ya no es capaz de gobernar su propia sangre, que le hace traición: se ruboriza, palidece, comienza a temblar al acercarse a aquellos jóvenes inconscientemente deseados.
En las memorias de Lauzun, aquella asombroso escena en la cual la reina, recién disipado un enojo, lo estrecha de repente en un súbito abrazo, y, espantada al instante de sí misma, huye de vergüenza, tiene por completo el acento de la verdad, pues el informe del embajador de Suecia sobre la manifestación de pasión de la reina por el joven Fersen refleja idéntico estado de excitación. Es innegable que esta mujer de veintidós años, atormentada, sacrificada, dejada como en reserva por su torpe esposo, se encuentra al borde de no ser dueña de si, cierto que María Antonieta se defiende; pero, acaso por ello mismo, sus nervios no resisten ya la invisible tensión interna.
Textualmente, como si quisiera completar el cuadro clínico, el embajador Mercy habla de “afecciones nerviosas” aparecidos de repente y de los llamados “vapores”. Porque la naturalidad con la que la reina se mueve entre estos jóvenes, aceptando sonriente sus homenajes y quizá incluso provocándolos inconscientemente, engendra en esos chicos una inadecuada camarería, y para las naturalezas apasionadas se convierte incluso en un atractivo.
Precisamente porque no era poseída por un hombre, permitiera pequeñas confianzas físicas -una mano que acaricia, un beso, una mirada que invita- a veces permite olvidar a los jóvenes que la rodean que, como reina, la mujer que hay en ella tiene que seguir siendo inaccesible a todo pensamiento osado.
Durante algún tiempo, el barón de Besenval, un noble suizo de cincuenta años, con la ruidosa brusquedad de un antiguo soldado, es el que ostenta la supremacía. Hombre de buen tamaño, una figura agradable, el espíritu y la audacia. Sus modales eran demasiado libres con su gallardía y mal tono. Tal era el hombre que aspiraba a ser el guía de María Antonieta. Después cae la preferencia por el duque de Coigny, hombre apuesto, sus modales de rara distinción, su fina figura, su alto nacimiento, su valentía, su alegría pavimentada de moda, concilio el favor del rey y la reina. Lejos de los chismes y calumnias, era el caballero de honor que María Antonieta necesitaba.
retratos del barón de Besenval y el duque de Coigny. |
retratos del duque de Guines y el conde de Vaudreuil. |
retratos del conde húngaro Esterhazy y el duque de Lauzun. |
retratos del conde Adhemar y el embajador británico el duque de Dorset. |
retratos del príncipe de Ligne y el duque de Polignac. |
Ninguno de estos caballeros, a excepción del príncipe de Ligne, tiene realmente una categoría espiritual, ninguno, la ambición de utilizar elevadamente en sentido político, la influencia que les brinda la amistad de la reina: ninguno de estos héroes de las mascaradas de Trianon ha llegado a ser realmente un héroe de la historia. Por ninguno de ellos, verdaderamente, en lo profundo, siente estimación María Antonieta. A varios les ha permitido la joven coqueta más familiaridades de lo que hubiera sido conveniente en la posición de una reina, pero a ninguno de los, y esto es lo decisivo, se le ha entregado por completo no física ni espiritualmente. El único de todos que, de una vez para siempre, debe ser quien llegue al corazón de la reina esta todavía envuelto en sombra. Y acaso la abirragada agitación de la comparsería sirva solo para ocultar mejor su proximidad y presencia: el conde Axel de Fersen.
Miniatura del conde Axel de Fersen. |
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