domingo, 14 de mayo de 2017

LA FUGA A VARENNES (1791)

La noche de este 20 de junio de 1791, ni aun el observador más desconfiado habría podido advertir nada sospechoso en las Tullerías: como siempre, los guardias nacionales están en su puesto; como siempre, las camareras y los lacayos se han retirado después de la cena, y en el gran salón están sentados pacíficamente, como a diario, el rey, su hermano el conde de Provenza y los otros miembros de la familia, jugando al chaquete o entregados a una pacífica conversación. ¿Es para asombrarse el que la reina, a eso de las diez, se levante en medio de la conversación y se aleje durante algún tiempo? En modo alguno. Acaso tenga que atender a algún pequeño cuidado o que escribir una carta; no la sigue ningún sirviente y, cuando sale al pasillo, lo encuentra completamente solitario. 

Pero María Antonieta se detiene un instante, con los nervios tensos, y escucha, conteniendo el aliento, el pesado paso de los guardias; después sube corriendo hasta la puerta de la habitación de su hija y golpea suavemente. La princesa se despierta y llama espantada a la segunda gouvernante , la señora Brunier; llega ésta y se asombra de la incomprensible orden de la reina de que vista a todo correr a la niña, pero no se atreve a oponer ninguna resistencia. Mientras tanto, la reina ha despertado también al delfín al abrir las cortinas de damasco del baldaquín del lecho, y murmura tiernamente a su oído: «Ven, levántate; nos vamos de viaje. Vamos a una fortaleza donde hay muchos soldados». Borracho de sueño, el príncipe balbucea alguna cosa; pide un sable y su uniforme, ya que debe estar en medio de soldados. «Pronto, pronto, partamos», le ordena María Antonieta a la primera gouvernante , madame de Tourzel, que hace mucho tiempo que está iniciada en el secreto y que, bajo pretexto de que van a un baile de máscaras, viste al príncipe de niña. Ambas criaturas son llevadas, sin rumor alguno, por las escaleras abajo hasta la habitación de la reina. Allí los espera una divertida sorpresa, pues al abrir la reina el armario de la pared sale de él un oficial de la guardia, un tal señor Malden, a quien el infatigable Fersen ha escondido previsoramente allí. Los cuatro se dirigen ahora con toda rapidez hacia la salida que no está guardada. 

Grabación en representación del rey, la reina, el delfín y la señora de touzel durante el viaje hacia varennes.
El patio está en una oscuridad casi completa. En la larga fila están colocados los carruajes; algunos cocheros y lacayos se pasean ociosos o charlan con los guardias nacionales, que han dejado a un lado sus pesados fusiles -¡tan hermosa y suave es la noche veraniega!- y no piensan ni en el deber ni en el peligro. La reina abre personalmente la puerta y mira hacia fuera: su aplomo no la abandona ni un momento en esta hora decisiva. Y de la sombra de los coches sale un hombre disfrazado de cochero que coge, casi sin decir palabra, la mano del delfín: es Fersen, el infatigable, que desde la mañana temprano viene realizando una tarea sobrehumana. Ha encargado los postillones, ha disfrazado de correos a los tres guardias de corps, colocado a cada cual en su debido sitio. Ha sacado de contrabando de palacio las cosas necesarias para la noche, preparado la carroza y, además, por la tarde, consolado a la reina, conmovida hasta el llanto. Tres, cuatro o cinco veces, en ocasiones disfrazado, otras con su traje habitual, ha ido de un extremo a otro de París para disponerlo todo. Ahora se juega la vida al sacar de palacio al delfín de Francia, y no desea ninguna otra recompensa sino una agradecida mirada de la amada, que a él y sólo a él confía a sus hijos. 

Las cuatro sombras se pierden, deslizándose por la oscuridad; la reina cierra suavemente la puerta. Sin ser notada, con leves y despreocupados pasos, vuelve a entrar en el salón, como si hubiese salido para ir a buscar una carta, y sigue charlando con aparente indiferencia, mientras los niños, conducidos felizmente por Fersen a través de la gran plaza, son colocados en un anticuado fiacre donde al instante vuelven a sumergirse en el sueño; al mismo tiempo, en otro coche, las dos camareras de la reina son enviadas a Claye. Hacia las once comienza la hora crítica. El conde de Provenza y su mujer, que, a su vez huirán igualmente en esta noche, salen del palacio como de costumbre; la reina y madame Elisabeth se dirigen a sus habitaciones. Para no despertar ninguna sospecha, la reina se hace desnudar por su camarera y encarga el coche para salir a la mañana siguiente. A las once y media tiene que estar terminada la inevitable visita de La Fayette al rey; da órdenes la reina para que se apaguen las luces y, con ello, la señal de que puede retirarse la servidumbre. 


Pero apenas se ha cerrado la puerta detrás de las camareras, cuando la reina vuelve a levantarse, se viste rápidamente y, a la verdad, con un traje poco llamativo, de seda gris, y un sombrero negro con un velillo violeta que hace irreconocible su semblante. Ahora no queda más que bajar calladamente la escalerita que lleva directamente hasta la puerta donde espera un hombre de confianza y atravesar la oscura plaza de Carrousel; todo resulta excelentemente. Pero, desgraciada coincidencia, precisamente en este momento se acercan unas luces y un coche, precedido de guardias a caballo y portadores de antorchas: el marquez de La Fayette, que viene de convencerse de que, como siempre, todo está en el más perfecto orden. La reina, ante el resplandor de las luces, se arrima rápidamente a la pared, en la oscuridad, bajo el arco de la puerta, y tan próxima a su persona pasa rozando la carroza de La Fayette, que podría haber tocado las ruedas. Nadie se ha fijado en ella. Un par de pasos más y está junto al coche de alquiler que contiene lo que más ama sobre la tierra: Fersen y sus hijos. 


Más difícil se hace la escapatoria para el rey. Primeramente tiene que soportar aún la visita de todas las noches de La Fayette, y tan larga es aquella vez que hasta para aquel hombre de sangre espesa resulta difícil permanecer tranquilo. A cada instante se levanta de su asiento y se acerca a la ventana, como si quisiese contemplar el cielo. Por fin, a las once y media, se despide el pesado visitante. Luis XVI se dirige a su alcoba, y aquí comienza el último combate desesperado con la etiqueta, que lo protege de una manera excesivamente previsora. Conforme a un antiquísimo uso, el ayuda de cámara del Rey tiene que dormir en su habitación, con un cordón atado a la muñeca, en forma que el monarca sólo necesite mover la mano para despertar al punto al durmiente. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey recibiendo la visita de La Fayette.
Por tanto, si Luis XVI quiere ahora escaparse, el infeliz tiene que librarse de su propio ayuda de cámara. Luis XVI se deja, pues, desnudar sosegadamente; como de costumbre, se tiende en el lecho y cierra por ambos lados las coronas del baldaquín, como si quisiera dormirse. En realidad, sólo espera el minuto en que el criado se traslada al gabinete vecino para desnudarse, y entonces, en este breve momento -la escena sería digna de Beaumarchais-, el rey se desliza rápidamente por detrás del baldaquín; se escabulle, descalzo y en camisa de noche, por la puerta que lleva a la abandonada habitación de su hijo, donde le han colocado un sencillo traje, una grosera peluca y -¡nueva vergüenza!- un sombrero de lacayo. Mientras tanto, el fiel sirviente vuelve a entrar en el dormitorio, con suprema precaución, reteniendo angustiosamente el aliento, por miedo de despertar a su bien amado rey, que descansa bajo el baldaquín, y se amarra, como todos los días, el extremo del cordón a la muñeca. Por la escalera se desliza, entre tanto, en camisa, hasta el piso bajo, Luis XVI, descendiente y heredero de san Luis, rey de Francia y de Navarra, llevando en el brazo la casaca gris, la peluca y el sombrero de lacayo, y allí le espera, para mostrarle el camino, oculto en el armario de pared, el guardia de corps señor de Malden. 

Irreconocible con su sobretodo verde botella y el sombrero de lacayo sobre la ilustrísima cabeza, el rey atraviesa tranquilamente por el desierto patio de su palacio; los guardias nacionales, no muy celosos de su guardia, lo dejan pasar sin reconocerlo. Con ello parece logrado lo más difícil, y a medianoche toda la familia está reunida en el fiacre ; Fersen, disfrazado de cochero, asciende al pescante, y, con el Rey disfrazado de lacayo y su familia, corre a través de París. 
¡A través de París! ¡Desdichada idea la de atravesar París! Pues Fersen, el aristócrata, está acostumbrado a dejarse llevar por sus cocheros, no a guiar él mismo los caballos, y no conoce el infinito laberinto de calles de la intrincada ciudad. Fuera de eso, quiere también por precaución -¡fatal precaución!-, en vez de salir inmediatamente de la ciudad, pasar aún por la calle de Matignon, para comprobar si ha partido ya la gran carroza. Sólo a las dos de la madrugada, en lugar de hacerlo a la medianoche, sale con su precioso cargamento por la puerta de la ciudad; se han perdido dos horas, dos horas irrecuperables. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey por fin llegar a la berlina.
Detrás de la barrera del portazgo debe esperar la enorme carroza. Primera sorpresa: no está allí. De nuevo se pierde algún tiempo hasta que, por fin, se la descubre enganchada con un tiro de cuatro caballos y con linternas sordas. Ahora acerca Fersen el fiacre al otro coche, a fin de que la familia real pueda pasar de uno a otro sin mancharse los zapatos -¡sería espantoso!- con el lodo de los caminos franceses. Son las dos y media de la madrugada, en vez de las doce de la noche, cuando por fin se ponen en marcha los caballos. Fersen no economiza los latigazos, y en una media hora están en Bondy, donde un oficial de la guardia los espera ya con ocho nuevos caballos de postas, bien reposados. Aquí hay que despedirse. No es cosa fácil. De mala gana ve María Antonieta cómo los abandona el único ser en quien puede confiar, pero el rey ha declarado expresamente que no desea que Fersen los acompañe más adelante. El motivo se ignora. 

Quizá para no llegar junto a sus fieles partidarios con este amigo demasiado íntimo de su esposa; quizá por consideración hacia el mismo Fersen; en todo caso, consigna éste en su diario: «Il n'a pas voulu» . Por otra parte, está acordado que Fersen los buscará tan pronto estén definitivamente libertados: corta despedida, por tanto. De este modo, Fersen, a caballo, ya se elevan vívidos resplandores sobre el horizonte, anunciando un cálido día de verano, se acerca al carruaje y grita intencionadamente, para engañar a los postillones desconocidos: «¡Adiós, madame de Korff!» .
Ocho caballos tiran mejor que cuatro; al alegre trote de los animales, la inmensa carroza se columpia sobre la cinta gris de la carretera. 


Todos se muestran de buen humor; los niños han dormido bien, el rey está más contento que de costumbre. Bromean acerca de los nombres fingidos que se han adjudicado; la señora Tourzel pasa por ser la distinguida señora madame de Korff; la reina, por gouvernante de los niños, y se llama madame Rochet; el rey, con su sombrero de lacayo, es el intendente Durand; madame Elisabeth, la doncella; el delfín se ha convertido en una niña. Realmente, en aquel cómodo carruaje, la familia se siente más libremente reunida que en su palacio, donde estaban acechados por cien lacayos y seiscientos guardias nacionales; pronto se anuncia aquel fiel amigo de Luis XVI, que jamás le abandona: el apetito. Son desempaquetadas las abundantes provisiones de boca, comen copiosamente en vajilla de plata, vuelan por las ventanillas los huesos de pollo y las botellas vacías, y tampoco son olvidados los buenos guardias de corps. Los niños están encantados de la aventura, juegan en el coche; la reina charla con todos, y el rey utiliza esta insospechada ocasión para conocer su propio reino: saca un mapa y sigue con gran interés el desarrollo del viaje, de aldea en aldea, de caserío en caserío, de legua en legua. Poco a poco se apodera de todos un sentimiento de seguridad. 


En los primeros cambios de tiro, a las seis de la mañana, los ciudadanos están todavía en sus camas y nadie pregunta por los pasaportes de la baronesa de Korff; si pasan ahora felizmente a través de la gran ciudad de Châlons, está ya todo ganado, pues, a cuatro leguas de este último obstáculo, en Pont-de-Somme Vesles, el primer destacamento de caballería espera ya a los viajeros al mando del joven duque de Choiseul. Por fin, Châlons a las cuatro de la tarde. No es, en modo alguno, por malicia por lo que tantas gentes se reúnen delante de la casa de postas. Cuando llega una diligencia se desea obtener de los postillones, con toda rapidez, las últimas noticias de París o, en otro caso, entregarles una carta o un paquetito para la próxima parada; por otra parte, en una pequeña ciudad aburrida, entonces como ahora, es un placer el charlar, gusta ver gente forastera y un hermoso coche. ¡Dios mío, qué cosa mejor puede hacerse en un ardiente día de verano! Con competencia profesional señalan los entendidos la carroza.

grabado que muestra a la familia real durante su viaje.
Comprueban primeramente, con respeto, que todo está flamante y es de una desacostumbrada elegancia, cubierta de damasco, admirablemente tapizada, magníficos equipajes: cierto que los viajeros deben de ser nobles, probablemente emigrados. En realidad, no es escaso el interés por verlos, por conversar con ellos; pero, cosa rara: ¿por qué, pues, estas seis personas, en un maravilloso y ardiente día estival, después de tan largo viaje, permanecen obstinadamente encerradas en su carroza, en lugar de apearse para estirar un poco las piernas o beber, charlando, un vaso de vino fresco? ¿Por qué estos lacayos galoneados se dan descaradamente tanta importancia, como si fuesen algo excepcional? ¡Extraño, muy extraño! Comienza un suave murmullo; alguien se acerca al maestro de postas y le murmura algo al oído. Éste aparece sorprendido, altamente sorprendido. Pero no se mete en cosa alguna y deja que el coche prosiga tranquilamente su viaje; no obstante -nadie sabe cómo-, media hora después, toda la ciudad comenta y chacharea que el rey y la familia real ha pasado por Châlons. 


Pero ellos ni saben ni sospechan nada; por el contrario, a pesar de toda su fatiga, se encuentran grandemente divertidos, pues en la próxima parada los espera ya Choiseul con sus húsares; entonces quedarán acabados los disimulos y fingimientos, se tirará lejos el sombrero de lacayo y se romperán los falsos pasaportes; se oirá por fin otra vez el «Vive le Roi! Vive la Reine!» , gritos que han sido silenciados durante tanto tiempo. Llena de impaciencia, madame Elisabeth mira una y otra vez por la ventanilla para ser la primera en saludar a Choiseul; los postillones alzan su mano, para resguardarse los ojos del sol poniente y ver a to lejos el centellear de los sables de los húsares. Pero, nada. Nada. Por fin descubren a un jinete, pero sólo uno, aislado, un oficial de la guardia que se ha adelantado. 
-¿Dónde está Choiseul? -le gritan.
-Se ha ido.
-¿Y los otros húsares? -No hay nadie aquí.

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde el rey recibe la mala noticia que los husares se han ido.
 De repente cesa el buen humor. Hay algo que no funciona como es debido. Y, además, va oscureciendo, se hace de noche. Es cosa siniestra viajar ahora por lo desconocido, por lo incierto. Pero no hay vuelta posible, ni posibilidad de detenerse: un fugitivo no tiene ante sí más que un solo camino: ¡adelante!, ¡adelante! La reina anima a los otros. Si faltan aquí los húsares, se encontrarán dragones en Sainte-Menehould, que sólo está a dos horas de camino, y entonces estarán a salvo. Estas dos horas se hacen más largas que el día entero. Mas -¡nueva sorpresa!- tampoco en Sainte-Menehould hay ninguna escolta. Los soldados han esperado largo tiempo, han pasado el día entero en las posadas, y allí, por aburrimiento, han trincado tan recio y armado tal alboroto que han provocado la curiosidad de toda la población. Por último, el comandante, aturdido por una embrollada comunicación del peluquero de la corte, ha considerado más prudente llevarlos fuera de la población y hacerlos esperar más lejos, al borde del camino, quedándose allí él solo. 

Por último llega pomposamente la carroza de ocho caballos y detrás de ella el cabriolé de dos, y constituye, para aquellos buenos ciudadanos, el segundo inexplicable y misterioso acontecimiento del día. Primero aquellos dragones que llegaron y anduvieron dando vueltas por allí, sin que se supiera por qué ni para qué; ahora los dos carruajes con distinguidos postillones de librea. Y ¡fijaos en lo respetuosamente, en la obsequiosidad con que el comandante de dragones saluda a estos extraños huéspedes! No, no es ya respeto, sino reverencia; todo el tiempo, mientras habla con ellos, permanece con la mano en la gorra. El maestro de postas Drouet, miembro del club de los jacobinos y feroz republicano, lo observa perspicazmente. Tienen que ser gentes de la alta aristocracia, o más bien emigrados, chusma dorada a quienes los nuestros deberían echar mano. En todo caso, comienza por ordenar en voz baja a sus mozos de mulas que no se apresuren demasiado para servir a estos misteriosos pasajeros, pero el tiro llega a estar cambiado y soñolientamente sigue tambaleándose la carroza con sus soñolientos ocupantes. 


Mas apenas han transcurrido diez minutos desde su partida cuando, súbitamente, se extiende el rumor -¿ha traído alguien la noticia desde Châlons o el instinto popular ha adivinado rectamente?- de que la familia real iba en aquel coche. Todos se alborotan y agitan; el comandante de dragones advierte al punto el peligro y quiere hacer que sus soldados salgan al galope para ir como escolta. Pero es ya demasiado tarde; la muchedumbre, exacerbada, se opone violentamente, y los dragones, caldeados por el vino, fraternizan con el pueblo y no obedecen ya. Algunos hombres resueltos hacen tocar a generala, y, mientras que todo anda revuelto en estrepitoso tumulto, un hombre aislado toma una trascendental resolución: el maestro de postas Drouet, buen jinete desde su servicio militar, manda que le ensillen un caballo, y a todo galope, acompañado por un camarada, atravesando atajos, precede a la pesada carroza en su llegada a Varennes. Allí será posible realizar un minucioso interrogatorio de los sospechosos viajeros, y si realmente fuera el rey..., entonces, ¡ay de él y de su corona! Lo mismo que en otros millares de ocasiones, también esta vez la acción enérgica de un solo hombre enérgico modifica el curso de la Historia. 

Mientras tanto, el gigantesco coche del rey va rodando por las revueltas del camino que desciende a Varennes. Veinticuatro horas de viaje bajo una cubierta abrasada por el sol, estrechamente oprimidos unos contra otros, han fatigado a los viajeros; los niños duermen desde hace rato, el Rey ha recogido cuidadosamente sus mapas, la reina va en silencio. Sólo falta una hora; una hora última y estarán bajo la protección de una segura escolta. Pero, nueva sorpresa: no hay ningún caballo en el convenido lugar para cambiar de tiro fuera de los muros de la ciudad de Varennes. En la oscuridad, van tanteando por todas partes, llaman a las ventanas y les responden airadas voces. Los dos oficiales que tenían la misión de esperar aquí -no debe elegirse a Fígaro como mensajero- han llegado a creer, por los embrollados discursos del peluquero Léonard, enviado por delante, que el rey no vendrá ya. Se han echado a dormir, y este sueño es tan funesto para el rey como aquel de La Fayette el 6 de octubre de 1789. Por tanto, ¡adelante con los fatigados caballos hasta dentro de Varennes! Acaso allí se encontrará un tiro de recambio. Pero, segunda sorpresa: bajo el arco de la puerta de la ciudad surgen algunos jóvenes delante del postillón delantero y le ordenan: «¡Alto!». En un instante, ambos carruajes se ven rodeados y seguidos por una banda de mancebos. Drouet y su acompañante, que han llegado con diez minutos de anticipación, han ido a sacar de sus camas o de las tabernas a toda la juventud revolucionaria de Varennes. «¡Los pasaportes!», ordena alguien. 


«Tenemos prisa, necesitamos llegar pronto», responde desde el coche una voz femenina.
Es la que pasa por madame Rochet, en realidad la reina, la única que conserva su energía en el peligroso momento. Pero de nada sirve la resistencia; tienen que seguir hasta la próxima posada, la cual ostenta como muestra: «Au grand monarque» -¡qué ironía de la Historia!»-, y allí se encuentra ya el alcalde, abacero de profesión, que responde al sabroso nombre de «Sauce» y que quiere ver los pasaportes. El tenderillo, en el fondo devoto del rey y lleno de miedo de ir a caer en un enojoso asunto, examina rápidamente los pasaportes y dice: «¡Están en regla!». Él, por su parte, dejaría seguir viajando los coches con toda tranquilidad. Pero ese joven Drouet, que no quiere soltar presa, pega un puñetazo sobre la mesa y exclama: «Son el Rey y su familia, y si usted los deja pasar al extranjero, será usted reo de alta traición» . Tal amenaza penetra en un buen padre de familia hasta la médula de los huesos. Al mismo tiempo comienza a retumbar el rebato de las campanas tocadas por los camaradas de Drouet; se encienden luces en todas las ventanas, toda la ciudad está alarmada. En torno a los coches se congrega una muchedumbre cada vez más numerosa; no es posible pensar en proseguir el camino sin acudir a la violencia, pues los caballos de refresco no están aún enganchados. Para salir del apuro, propone el valiente alcalde-tendero que, como quiera que es demasiado tarde para continuar viaje, la señora baronesa de Korff y los suyos pasen la noche en su casa.

 
Hasta mañana temprano, piensa para sí astutamente, tiene que haberse aclarado todo, en un sentido o en otro, y estará libre de la responsabilidad que ha caído sobre él. No queda ningún recurso mejor que dilatar las cosas, y como los dragones no han de dejar de venir, acepta el rey la invitación. No pueden pasar más de dos o tres horas antes de que Choiseul o Bouillé se encuentren allí. De este modo, Luis XVI entra tranquilamente en la casa con su peluca postiza, y su primer acto regio es pedir una botella de vino y un pedacito de queso. «¿Es el rey? ¿Es la reina?», murmuran, inquietos y excitados, las viejecillas y los aldeanos que han acudido allí. 

Pues tan alejada se encuentra entonces una pequeña ciudad francesa de la grande a invisible corte, que ni uno sólo de todos estos súbditos ha visto jamás el semblante del Rey en otra forma que en las monedas, y tienen que enviar ex profeso un mensajero en busca de un noble, a fin de que pueda establecer finalmente si aquel viajero desconocido no es otra cosa, en realidad, sino el lacayo de una tal baronesa Korff o Luis XVI, el cristianísimo rey de Francia y de Navarra. 
 
Otra caricatura que muestra a la familia real pasar por las alcantarillas para escapar ...

domingo, 7 de mayo de 2017

EL REY LUDWIG II DE BAVIERA Y SU OBSESIÓN POR MARIE ANTOINETTE


Entre los muchos admiradores ilustres de María Antonieta, se encuentra el rey Ludwig II de Baviera, el rey romántico y loco, conocido por sus castillos de cuentos y por ser patrono de Wagner. El primo de la emperatriz Sissi, ascendió al trono de Baviera a la edad de dieciocho años, un joven de cara hermosa y dulce, como un ángel de Raphael; de inmediato se gano el cariño de su pueblo por alimentar sus esperanzas de un reino glorioso. Veintidós años más tarde, el joven hermoso se había convertido en un misántropo, gordo e hinchado, detrás de los ojos de la corte y de la gente, encerrándose en sus fantásticos castillos. Su existencia como un solitario, las carreras de trineo nocturno y su misteriosa muerte en el lago Stranberg lo convirtió en un mito moderno.

Ludwig vivía aislado del mundo que lo rodea, había sido criado sin calor y sin afecto, con lo que las deficiencias emocionales lo hicieron un hombre extrañamente distante. En su soledad, encontró consuelo en los cuentos fantásticos como la vida en la corte de Luis XIV en Versalles. Llego a odiar tanto su propio siglo y el medio ambiente que lo rodeaba, que busco deliberadamente refugio en un mundo menos desafiante en el que revivir las glorias de los últimos siglos y las leyendas teutónicas sombrías. Su corte ideal no estaba poblada por los rostros hostiles de los miembros de la corte de manaco, sino los fantasmas de Parsifal y Lohengrin, de Luis XIV y María Antonieta.


Ludwig comenzó a mostrar lo que más tarde diagnosticaron como signos de graves problemas psicológicos, poco después de cumplir los treinta años. Los informes de sus excesos y excentricidades, cuidadosamente recolectadas y reportadas por el personal domestico y otros, para probar la aparente locura. Las historias de sus hábitos extravagantes lo convirtieron en leyenda. Uno de los siervos dijo que, en los últimos años el soberano:

“...no quería la presencia de nadie en la mesa mientras él comía. No obstante, comidas y cenas tenían que estar siempre preparados para cuatro personas, por lo que el rey, aunque solo, no se sentía como tal. Se creía en compañía de Luis XIV, Luis XV y sus amigas, madame de Pompadour y madame de Maintenon; y, en ocasiones, hacia conversación con ellos como si realmente fueran invitados a su mesa”.

-Linderhof: su obsesión por Francia

Entrada al techo, el lema de Luis XIV el rey sol: “nep pluribus impar” (“más alto que la mayoría”).
Después de su visita por Versalles, Ludwig estaba fascinado por el castillo y en especial el Trianon. Quería que Linderhof fuera su Trianon para él. Un castillo en miniatura, un jardín de inspiración francesa por Le Notre y una oda a Francia en la decoración (la habitación se inspira en la de Luis XIV. En la entrada al techo, el lema de Luis XIV el rey sol: “nep pluribus impar” (“más alto que la mayoría”).

No hay escándalo en decir que él adoraba a María Antonieta. Su retrato de pie junto a su cama, por lo que puso sus ojos sobre ella cuando despertaba. Fue tonto e infantil, pero Linderhof es, por así decirlo, consagrado a María Antonieta. Esta presencia era para el rey una prenda de la pureza y la solicitud de perdón. María Antonieta, que durante su vida, para él, había sido capaz de resistir a las tentaciones de la carne (durante los 9 años de fracaso de matrimonio y no caer en manos de cualquier depravado cortesano) tenía que ayudarlo a liberarse de la homosexualidad. En el libro intimo de Ludwig está escrito: “el 16 de octubre, el aniversario del martirio de la augusta y noble reina María Antonieta, me siento de luto... en tu memoria gran reina, dame fuerza para dominar el mal que maldigo y al cual voy a renunciar para siempre”.

"Ludwig der Zweite" 1930, dirigida por Wilhelm Dieterle. vemos al rey haciendo un brindis ante la imgen de Marie Antoinette.
El interior de Linderhof es mas suntuoso, todo el estilo francés de la época de Luis XIV y XV. Las pinturas en las paredes representan eventos que tuvieron lugar en la corte francesa: matrimonios, cenas, bailes, etc. los espejos en la habitación es uno de los grandes atractivos. Elaborados de placa de vidrio que llegan desde el suelo hasta el techo reflejan los bellos objetos recogidos en la sala.


Los artistas fueron enviados a toda prisa a realizar estudios en Versalles y traer de vuelta todos los modelos de los muebles y objetos utilizados por María Antonieta. Tomo casi diez años para construir esta copia del Trianon, dando como resultado que “cada pulgada del resplandor de paredes y techos fuera una belleza de color y una armonía de disposición, que toma al visitante por sorpresa”.

O. W. Fischer como Ludwig II en el film: Ludwig II- Glanz und Ende eines Königs (1955), lo vemos aquí envuelto en fastuoso traje al estilo de Luis XIV, además de ser el azul su color favorito.
Las diez salas de recepción de Linderhof son de todos tamaños y formas. Los techos están pintados en el estilo del siglo XVII, el suelo de parquet, las paredes cubiertas de pinturas y tonos pasteles, las puertas doradas. Mueble de palo rosa, placas, bustos, estatuas de bronce y mármol, innumerables armarios dorados, figuras japonesas y bronces chinos, jarrones de Sevres, todo lo que podría haber sido del gusto de María Antonieta en su sala de estar. Otros apartamentos están llenos de adornos de plata y oro con piedras preciosas, muebles y cortinas de terciopelo azul o seda, tapices (algunos son originales) de los tejidos utilizados por Luis XIV. Bajo la dirección de Andre Boucher, se instalaron relojes, magníficos candelabros y luces para reflejar los cientos de espejos situados en marcos de oro. El color predominante en las diez salas fue el azul, el color más querido, por lo que fue llamado el “rey azul”.

Ludwig  II acariciando el busto de María Antonieta (1993).
Su gran reverencia fue, sin embargo, pasada a las estatuas de Luis XIV y María Antonieta. Ningún sirviente podía atreverse a levantar los ojos ante la imagen de la reina francesa y más tarde declararon que tenían que arrodillarse ante la estatua. El rey por su parte nunca salió sin quitarse el sombrero ante la imagen, añadiendo al tributo el gesto de acariciar su mejilla.

“Quiero un busto de mármol de mi reina María Antonieta, ella es pura y exaltada, como un ángel de dios” (el rey Ludwig a su ayudante el barón de Varicourt, 9 abril 1873).

“No hay duda de que Ludwig vivía ahora cada vez más en un mundo de fantasía total. A veces se vestía como Luis XIV, a veces iba a ponerse su traje de Lohengrin y flotar en su barco en forma de cascara de nuez. En ocasiones sus servidores escucharían tras las puertas de su comedor oírlo mantener una conversación con los invitados, una cena imaginaria de la corte francesa. Su veneración por la reina María Antonieta era tan grande que cada vez que pasaba por la estatua de ella en la terraza de Linderhof, él siempre se quito el sombrero y acaricio las mejillas de la estatua. Fue en la imitación de Luis XIV que cultivo su extraordinaria forma de caminar. Entre las muchas personas que hicieron comentarios sobre esto fue Gottfried Von Böhm, quien lo describió de la siguiente manera: “este paso fue una burla total de la naturaleza. Tomando grandes pasos que lanzo sus largas piernas delante de él como si quisiera arrojar de lejos a si mismo, entonces trajo el pie delantero hacia abajo, como si con cada paso estuviera tratando de aplastar a un escorpión”.

-Christopher McIntosh's - The Swan King: Ludwig II of Bavaria (2012).

domingo, 30 de abril de 2017

UNA AVENTURA DE MASCARAS: MEMORIAS DE LEONARD

Esta anécdota, tomado de las memorias de Leonard, nos dice un poco de una aventura en el que se incurre en María Antonieta y el hermano de su marido, el conde Artois, en un baile de mascaras:

“Yo estaba en el cuarto de la delfina, cuando llego, exuberante de vitalidad el conde de Artois.

“mi bella hermana -dijo sin preámbulo- debo contarles acerca de un viaje que hice, y tienes que prometer no hablar con el delfín, diría que soy muy imprudente”

“cuenta, cuenta -dijo la princesa entre risas- no le reportaremos nada al delfín”


Después de esta seguridad, el conde Artois se apresuro a decir a su cuñada sobre los numerosos detalles del baile de mascaras en los que había participado y él era tan elocuente, que en algún momento la delfina se dirigió a su primera doncella para anunciar libremente que tenia la intención de ir a un baile de mascaras antes de que fuera los últimos días del carnaval. Añadió que yo y la señora Bertin seriamos los encargados para preparar su traje y el disfraz que llevaría a cabo en las tullerias... empecé por preparar el traje del duque de Chartres como campesino suizo; el conde Artois no nos dijo como se vestiría, la marquesa de Langeac finalmente eligió en traje de gitana.

Al llegar, el sábado, el delfín fue a visitar a su esposa, después de la cena y se sentó junto al fuego. La delfina por un momento, temió que el proyecto iba a convertirse en humo. Pero después de media hora, el delfín dio 4 o 6 bostezos y se retiro a sus apartamentos. A las doce menos cuarto, dejamos el castillo con capas anchas... al llegar al palacio la delfina y el príncipe eran irreconocibles por debajo de sus trajes, pero la marquesa de Langeac que era bien conocida en parís, dos o tres personas fueron capaces de reconocerla. Alguno vestido de mago, de inmediato comenzó a seguirla, al parecer, con el objetivo de averiguar cuáles eran los otros personajes.


Más tarde, la delfina de domino se sintió incomoda por el acoso del el mago, mientras que el conde Artois se perdió en un cuarto oscuro con un bella odalisca. La conversación entre el príncipe y su bella desconocida fue muy interesante, y al final, debajo del vestido de odalisca, el conde era capaz de reconocer a su querida amiga, la señorita Duthe, y fue precisamente ella la que advirtió al príncipe que la delfina había sido reconocida y tuvo que ser liberada de la insistencia del mago...

“pero la delfina!” - exclamo el conde Artois, levantándose precipitadamente. Y volvió a buscar en el baile y preguntando a las mascaras si habían visto al campesino suizo (el duque de Chartres). “se ha ido!” era la respuesta.

El mago era un hombre muy capaz, y comenzó a eludir a la princesa disfrazada con galantería atrevida. Llego incluso a recitar los versos lascivos que dejo claro a la delfina que su perseguidor sabía lo que estaba hablando, la princesa se vio arrastrada a la parte más oscura de la vivienda y el desconocido comenzó una violenta declaración de amor.

Al llegar todos a la habitación, él fue capaz de saltar de una ventana a la planta baja... la aventura fue ignorada por completo”.

domingo, 23 de abril de 2017

INFANCIA DE LUIS XVI

 
Luis augusto fue el cuarto hijo y el segundo sobreviviente de la pareja real inusualmente fiel, el delfín Luis Fernando y su segunda esposa María Josefa de Sajonia, que fue conocida cariñosamente como “Pepa”.

El nuevo bebe, nacido el 23 de agosto de 1754, tras su nacimiento paso al cuidado de la señora de Marsan, que era institutriz de su hermano mayor, el duque de Borgoña. El abuelo del bebe esta fuera cazando a su cercana finca en Choisy cuando llego la noticia de que su nuera estaba en proceso de parto. Pero -fatalidad- el mensajero enviado por la corte para anunciar la feliz noticia fue tan a prisa para realizar esta importante tarea que tuvo una fuerte caída de su caballo y murió en el acto. Sin embargo, el nuevo primogénito deleito a todos por ser gloriosamente regordete, sano y fuerte. De acuerdo con el protocolo de la corte, fue bautizado inmediatamente, así como la cinta azul de la orden del espíritu santo y se le dio el título de duque de Berry.

Detalle de una impresión que muestra el nacimiento del duque de Berry, aquí el pequeño bebe es presentado al delfín Luis Fernando.
Sin embargo un rasgo es constante. Todo el mundo está de acuerdo sobre su deficiencia física y moral. El Abad Poryart habla de su “temperamento débil” y otros lo llaman “niño placido”, “no precoz”, “que todavía necesita a la edad de tres años guiarse en su andar vacilante”. Pero hay circunstancias atenuantes. Su primera enfermera tuvo gran dificultad en la succión de leche. En cuanto a la condesa de Marsan, no estaba en el mejor estado de salud: “el estado de su pecho dio miedo por su vida, y ella podría vivir solo con un poco de leche”, informa el duque de Luynes.

El 16 de marzo de 1756, fue destetado con veinte meses de edad. Su pérdida de peso preocupaba a los médicos y el rey Luis XV pidió la visita del Sr. Tronchin, un medico suizo ilustre que pasaba a través de Francia. El niño fue enviado a tomar el aire en las alturas de Meudon. El estado del príncipe mejoro rápidamente, pero su destete quedaría grabado en la memoria del joven.

Además de esto, las enfermeras apenas marcaron su memoria afectiva. Hay que decir que no era el que ocupaba el rango más alto. El duque de Borgoña -el heredero presunto de la corona- llevaba todos los votos. En cuanto al conde de Provenza era el favorito de la condesa de Marsan.

El delfín Luis Fernando instruyendo a sus hijos.
El príncipe sufrió mucho por la preeminencia de sus hermanos, en especial la del duque de Borgoña. Desde su nacimiento el duque había sido recibido como el “hijo de la reconciliación”. el niño de la armonía recién descubierto. Se le dio el nombre de sus padres unidos en bautizo. Desde el principio dibujo cada mirada, este príncipe “hermoso como el día” parecía dotado de genio precoz en los más diversos ámbitos. Ama el arte de manejar las armas. La capacidad de su memoria parece no tener límites. Se destaca en la geometría y las matemáticas.

El duque de Borgoña parecía estar lleno de todas las gracias. Todo el mundo lo admira. No solo sus padres, el rey Luis XV y su educador el señor de La Vauguyon, sino también la corte. Cada uno de sus gestos se aplaude, sus respuestas, su ingenio, incluso su impertinencia. El niño ya se ve a sí mismo en el trono de Francia y está preparando la imagen que quiere dar de sí mismo a sus futuros temas. Una incontestable, inatacable imagen irreprochable: “soy el amo aquí... ¿Por qué no he nacido dios?, voy a someter a Inglaterra, voy a tomar al rey de Prusia prisionero, voy a hacer todo lo que quiero”.

Grabado del pequeño duque de Borgoña.
En cuanto al duque de Berry, todo el mundo parecía olvidarse de él. Un día, durante una fiesta en honor de los pequeños príncipes, cada persona tiene que dar un regalo a la persona que cuida al máximo. Todo el mundo está cubierto de regalos excepto el príncipe Berry, cuyas manos quedaran vacías.

A parte de unas pocas diversiones, el tiempo de los príncipes es principalmente consagrado a estudiar. El futuro Luis XVI, duque de Berry, en compañía de sus dos hermanos menores -los condes de Provenza y Artois. Continúa su aprendizaje con madame de Marsan. Esta señora, gobernada por el “partido de la devoción”, defiende con firmeza la causa de la monarquía tradicional y la religión. Ella rechaza todas las nuevas ideas, sobre todo los de la facción de la oposición, dedicado a la causa de la filosofía.
 

Esta educación estricta y autoritaria, que Pierrette Girault de Coursac califica como “un condicionamiento hipnótico” profundamente deja su huella en el niño todavía maleable. Copia de su institutriz, repite y graba en su memoria los principios que se aplican a una persona de su rango, como una página del catecismo:

“un príncipe es verdaderamente la imagen de dios, cuando es justo y cuando reina solo para ser regla de la virtud... el príncipe es establecido por dios para ser el modelo de todas las virtudes de los demás... usted es absolutamente igual por naturaleza a otros hombres y por lo tanto debe ser sensible a todos los problemas y todas las miserias de la humanidad... un príncipe no solo debe desviar y divertirse a si mismo después de haber absuelto exactamente a sí mismo de sus funciones, y solo durante el tiempo necesario para relajar su mente, fortalecer su cuerpo y cuidar de su salud... hijo de Saint-Louis, ser como su padre; imitar su fe, su celo por la religión. Ser santo, justo y bueno como él.... un trono no puede ser destruido cuando su fundamento es la razón y la justicia, cuando todo lo que es malo es castigado y todo lo que es bueno es recompensado”.

Le duc de Berry par François Drouais.
Tal programa parece planear largos años de estudio, pero un cambio brutal interrumpirá el curso de esta enseñanza. El 8 de septiembre de 1760, los médicos y cirujanos penetran en la habitación del niño. Ellos lo examinan con atención y declaran a su madre que está en buen estado de salud. Luis augusto entiende rápidamente la importancia de esta visita improvisada: a sus seis años de edad tiene que salir de sus institutrices para “pasar a los hombres”. El malestar causado a un niño tan pequeño por esta ruptura se puede imaginar. Sin embargo, el duque de Berry se consuela rápidamente. Él va a unirse a su hermano mayor, que había sido confiado al señor de La Vauguyon en junio de 1758.

El duque de Borgoña es tan feliz de ver a su hermano a quien ha visto tan poco en los últimos dos años. Se podrá volver a ejercer su autoridad sobre su hermano más joven y perfeccionar su educación. Incluso se dice que un día se le llama para hacerle escuchar -en presencia de sus gobernantes- la lista de sus propias cualidades y defectos, escrupulosamente escrito en un libro. Este ejercicio se supone que un ejemplo para él, así como un contraejemplo. “esto va hacer bien”, proclama solemnemente el duque de Borgoña, de nueve años. El duque de Berry acepta sin un abrir y cerrar estos métodos y rara vez se rebela contra su hermano a quien le dedica una relación impecable.

Retrato de la delfina Maria Josefa con el pequeño duque de Borgoña.
Pero la amistad fraterna no es la única razón de esta presentación. Si los dos hermanos se han reunido antes de tiempo, se debe a una nueva tragedia que se cierne sobre la familia. Durante los últimos meses, el duque de Borgoña ha estado mostrando síntomas extraños. En un primer momento, se creía que tenía un absceso en la cadera, debido a una caída que había tenido mientras jugaba con su caballo de cartón. Una primera operación solo había empeorado la salud del niño. El general de Fontenay escribe el 27 de abril estas pocas palabras al hermano de la delfina:

“Mi señor, soy muy mortificado de tener solo mala noticias acerca de la salud de un sobrino que es querido por usted, y que es menor con una tierna hermana y con un hermano-en-ley que responde de manera cordial a su amistad. El estado del pequeño príncipe, de día en día, se está convirtiendo en débil, la herida es de un color que es preocupante y el pus es de muy mala calidad. Ha sido puesto en la leche de cabra recientemente como su único alimento. Los informes de los médicos confirman al señor delfín y mi señora delfina, la esperanza de su recuperación, pero los cirujanos más dotados piensan muy distinto. No se sabe cómo preparar a esta augusta pareja para un evento que traspasaría sus corazones”.

A partir de este momento, los papeles se invierten. El duque de Berry ya no es el pequeño príncipe de segundo orden. Prometido el trono, él se encuentra proyectado en la parte delantera del escenario. Los que ayer murmuraban de él, vienen a visitarlo, desbordando cortesía. Al mismo tiempo, las filas en torno al duque de Borgoña se vuelven más delgadas. El duque de Berry podría haber entonces sacado provecho de la ocasión para mostrar sus cualidades, pero no lo hizo. Él permaneció pegado a su hermano.

Es cierto que, a lo largo de todo su sufrimiento, el príncipe tuvo que ser admirado. Cuando su preceptor le pregunto si se arrepentía de la vida, el niño respondió: “tengo que reconocer que la estoy perdiendo, pero yo he hecho el sacrificio de ella a dios por mucho tiempo”. Esta forma valiente de afrontar la muerte marcara profundamente la memoria del duque de Berry. Los sufrimientos atroces que consumen poco a poco el niño moribundo tiene que ser admitido que su pequeño cuerpo laminado con ulceras, sacudido por una tos incesante, compone una imagen oscura.

El pequeño duque de Borgoña en sus últimos meses.
El 29 de noviembre de 1760, el duque de Borgoña es bautizado. Al día siguiente se presenta en la santa eucaristía por primera vez. Ahora sabe que está viviendo sus últimos momentos y se prepara para el acto final con la calma y la piedad. Justo hasta su muerte, conserva su fuerza y lucidez. Cuando traen los últimos sacramentos, su mayor preocupación no es por sí mismo, sino por su hermano menor.

En la noche del 20 al 21 de marzo de 1761, el duque de Borgoña se libro de su largo sufrimiento. Unos meses antes de cumplir los diez años, se desvanece en la luz de pascua, con un crucifijo en sus manos, llamando: “mama, mama...”. La familia real nunca se recuperaría de este drama. El delfín Luis Fernando se esforzó por distraerse a su pesar, pero cada evento revivió su dolor, cada palabra abrió la herida demasiado reciente. Recuerdos surgieron por todas partes. Los apartamentos funerarios ahora fueron ocupados por el duque de Berry. Podría pensarse que el delfín transferiría su afecto a este niño que ahora promete al trono, no lo hizo. Al mismo tiempo, se le reprocha al pequeño por no guardar las apariencias, parecía excesivamente reservado, demasiado arraigado en su timidez.

Alegoría que muestra el ascenso del pequeño príncipe al cielo.
Además de esto, su aspecto físico es todo los contrario al duque de Borgonña. Él es rubio, el niño muerto era de cabellera oscura. Sus ojos azules como los de su madre. Por otro lado, los condes de Provenza y Artois tienen mucho a su favor. Sus ojos brillantes, oscuros hacen que se parezcan, no solo al duque de Borgoña, sino también a su padre. Sus personalidades les ayudan también. Son habladores y les gusta brillar en la sociedad. En particular, se observa que el conde de Provenza tiene la misma impertinencia como su hermano muerto. Por lo tanto, es especialmente mimado por su padre, que lo considera el genio de la familia.

Que queda para el príncipe sin amor? El consuelo de ser -después de su padre- el heredero al trono de Francia. Aunque esta es también una carga pesada de llevar. Para tal destino -en particular cuando se lleva por accidente- está destinado a provocar los celos y el resentimiento. En esto, nos encontramos con una facción de la corte entera, ligada a las corrientes filosóficas. En su cabeza, el duque de Choiseul, ministro de asuntos exteriores, hizo lo mas mínimo con tal de socavar al príncipe. En 1761, cuando Carlos III de España, pidió al duque de Berry representarlo en el bautismo del conde Artois, Choiseul hizo todo el posible para disuadir al monarca. No tuvo éxito, pero su hostilidad fue expuesta por lo tanto a todo el mundo.
  
En medio de estas intrigas, el duque de Berry continúo su aprendizaje. El señor La Vauguyon compuso obras filosóficas que presentaban figuras ejemplares de su alumno. Esta instrucción va de la mano, por su puesto, con la exaltación del carácter grandilocuente del duque de Borgoña, en el que cada rasgo contribuye a cepillar un modelo de santidad para ser imitado en detalle.la lección se supone que, aunque indigno de su hermano mártir, tiene que hacer todo lo posible para tratar de adquirir sus cualidades. Su preceptor repite incansablemente a él: “es el momento de responder al llamado de su elevado destino. Francia y toda Europa tienen sus ojos fijos en ti”.

Miniatura de Luis Augusto, duque de Berry.
En esta escuela, el príncipe crece de edad, en la ciencia y la sabiduría. Y el delfín no permanece insensible a su progreso. Sin embargo, se reserva para él un tratamiento preferencial especialmente riguroso. Su mayor preocupación es perfeccionar su formación intelectual.

Un día, con el pretexto de que el duque de Berry, futuro Luis XVI, no ha sido los suficientemente diligente en sus estudios, su padre, el delfín, decide castigarlo privándolo de la gran caza de Saint-Hubert, un ritual sagrado en el calendario de la familia real. El entorno del delfín trata de tener el castigo atenuado, sin éxito. Este castigo, mientras cae enfermo en una cama, es sin embargo, la ultima que va a dar.

El 19 de octubre de 1765, los niños de Francia se les aconsejan prepararse para la muerte de su padre. El duque de Berry es incapaz de contener las lágrimas. Por lo que esta ultima sanción quedo grabada en la memoria afectiva de este niño muy sensible, y esta singularmente entrelazada con esta nueva tragedia. Una maldición parece pesar por esta joven vida, marcada con miserias y sufrimiento. Se podría repetir una de las últimas frases de su padre, que todavía resuena en su memoria: “me gustaría todo tipo de felicidad y bendiciones para mis hijos”.

Para su madre, también es un golpe fatal. La idea de la muerte atacando a la familia real se convierte en una obsesión para ella. Viviendo en su constante compañía, comienza a llamarla y con ardor desear su muerte. Instala cortinas negras en sus apartamentos y una copia del monumento funerario erigido para su marido. Jean-Francois Chiappe comenta: “Luis augusto, después de haber perdido a su padre, tiene un cadáver viviente como madre”. Ella dedica sus días a las oraciones y lecturas piadosas, incitando a sus hijos a pasar su tiempo en el estudio y la oración. Ella se niega todas las distracciones y vestidos austeros para hacer “su cara tan clara como su alma”. En un gesto muy simbólico, se corta el pelo.

Una vez más, el nuevo delfín tiene que asumir el papel de chivo expiatorio. El 31 de marzo de 1766, día de la pascua, ocupa el lugar de su padre en el servicio de la iglesia, después de la misa por primera vez como la segunda persona de más alto rango en el reino, esta es otra “puñalada” para la viuda, por la que culpa al niño inocente. Más tarde, se hará reproches al tiempo que acusa a su padre-en-ley Luis XV de recordarle a su fallecido esposo con demasiada insistencia de sus frecuentes visitas.

Alegoría de la muerte del delfín Luis Fernando.
Por lo tanto, es en este clima austero, gravada por fantasmas y espectros que la infancia del príncipe continuo. Enfermedad, muerte y sufrimiento uno tras otro. El 23 de febrero de 1766, su bisabuelo -el rey Estanislao de Polonia- sucumbe de un accidente atroz. Después de haber reavivado el fuego en su dormitorio, se acerco a ella para calentarse, sin embargo, su ropa se incendio y el pobre, gritando de dolor, cayó en la parrilla. Antes de su muerte, que fue capaz de dejar algunas palabras de consejo a su bisnieto, al comentar una obra de Maquiavelo en un tono profético:

“De todos las cosas malas que pueden suceder a una nación, hay algunas que, de acuerdo con un famoso político, como enfermedades de languidez y consumo, en un principio fácil de curar y difícil de reconocer, y a medida que progresan, muy fácil de reconocer y muy difícil de curar. No hay duda de que una prudente sabiduría puede fácilmente evitar que entren a un punto crítico. Pero, si no se ha visto, y son capaces de descubrir la causa o la naturaleza de ellos, entonces es casi imposible detener su curso...”

El diario del delfín, iniciado en 1766, rara vez se menciona salidas y distracciones. Pierrette Girault de Coursac habla de una “especie de encarcelamiento”. Este era el deseo de su padre, y su madre por lo que sigue aplicándolo. Con la intersección del señor de La Vauguyon se le autoriza clases de equitación o seguir una cacería en un coche abierto.

Grabado de Luis Augusto como delfín de Francia.
Justo cuando el niño empezaba a conquistar a través de su piedad y su rectitud, el afecto y la confianza de su madre, el destino pone en marcha las primeras señales de alarma. A pesar de que los médicos querían ocultar el hecho, el estado de salud de María Josefa ya no podía ocultar la cruel verdad. Si bien en el cuidado de su marido, había contraído tuberculosis pulmonar. Los síntomas son inconfundibles: tos continua, la asfixia, la fiebre, la delgadez extrema. Un visitante incluso comenta: “yo pensaba que estaba hablando con la muerte misma, ella estaba tan desfigurada”.

El viernes 13 de marzo de 1767, después de haber agotado sus últimas fuerzas, ella cae de un desmayo después de haber bebido una taza de chocolate. En este día, solo hay una línea en el diario del delfín: “la muerte de mi madre, a las ocho de la tarde”. Sin embargo, no hay que cometer el error de sacar conclusiones apresuradas acerca de la sequedad de la presente nota. Se encuentra en una escritura irregular, ocultando extremo sufrimiento y dolor infalible.

Maria Josefa de Sajonia por Maurice Quentin de La Tour.
En las semanas que precedieron a la muerte de su madre, hay muchas menciones del delfín que muestran su aspecto enfermizo y su sombría expresión. Sus ojos rojos incluso llevaron a algunas personas s pensar que estaba sufriendo de una miopía precoz. En cuanto a su atractivo en general, no es mejor. El niño es delgado, su andar es torpe. Todos estos elementos combinados dan rumores de que el niño pronto se reunirá a los que han precedido en el reino de los muertos. De hecho, este rumor demuestra el deseo secreto de toda la corte. La muerte del príncipe dejaría la posición libre para el conde de Provenza, querido por todos. Xavier de Sajonia escribe en esta época: “mi señor, el delfín es muy delicado y el señor conde de Provenza siempre será un buen partido...”.

A la derecha, el Duque de Berry , el futuro Luis XVI , a la izquierda, el conde de Provenza , el futuro Luis XVIII con trajes de corte suntuosas. Pintura François-Hubert Drouais.
Poco a poco se prepara para las tareas que se le llamara. Él describe los argumentos a los que va a tratar de conformar su conducta: “siento que le debo a dios, a la elección que ha hecho para que yo reinase, las virtudes de mis antepasados, a partir de la infancia y hacerme digno del trono en el que un día podre estar sentado, que por esta razón, debo convertirme en un príncipe piadoso, bueno, justo y firme; que solo puedo adquirir estas cualidades por el trabajo duro, y que hago la resolución a entregarme a él por completo”.

A medida que fueron pasando los años, los tres sentimientos que formaron la base del personaje de Luis XVI, es decir, la timidez, la modestia y la caridad, aparecieron con mayor claridad. Con este complejo de inferioridad ante los personajes de alto rango, se reunió con los trabajadores en las terrazas y los jardines, mientras se encontraba en sus anchas. Charlo animadamente de jardinería, carpintería, cal y mortero. A fuerza de presentación y de forjar, se convirtió en experto cerrajero y mecánico, lo que hizo que años más tarde la delfina, que venía a verlo tan elegante, tan noble, a limpiarle cuidadosamente las manos negras de su esposo, dijera entre risas: -¡ah! Este es mi dios vulcano”. Sin embargo su tutor fue el primero en juzgar estos oficios del delfín: “no se puede negar que tiene habilidad para este tipo de oficio, lo que no se puede pasar por alto es que no son las actitudes propias de un joven que en un futuro será soberano de Francia”.

El delfín Luis augusto reparando un reloj.
ilustración: Alexander Dumas
El 19 de abril de 1770, la función del señor de La Vauguyon como gobernador del delfín llega a su fin. Esta se debe a que su alumno, a la edad de quince años y medio, pone fin a su infancia al casarse, por procuración la archiduquesa María Antonieta, hija de la emperatriz de Austria. Con esto comienza el deber y las pruebas.

domingo, 16 de abril de 2017

LA BODA DE LUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE (16 MAYO 1770)


El miércoles 16 de mayo de 1770 la delfina llega con su sequito a Versalles. Todas las ventanas de la gran fachada estaban llena de curiosos. María Antonieta se benefició de la mañana brillante de mayo para su primera vista del palacio donde pasaría el resto de su vida. Terminado el protocolo, comenzaría los preparativos para la solemne boda.

Un momento imponente fue proporcionado cuando a María Antonieta fueron presentados las joyas magníficas, los diamantes y las perlas, que eran su ajuar como delfina. Anteriormente habían pertenecido a María Josefa, cuya riqueza de gemas en su muerte había sido valorada en casi 2 millones de libras. Como no existía una Reina de Francia, la delfina también recibió un collar fabuloso de perlas, el más pequeño "tan grande como una nuez de filberg", que había sido legado por Ana de Austria a sucesivas consortes. Esta princesa de los Habsburgo del siglo XVII que se casó con Luis XIII fue, por cierto, la propia antepasada de María Antonieta, así como la del Delfín. La novia añadió todo esto a las diversas joyas, entre ellas algunos Diamantes blancos, que había traído consigo de Viena.


Había una multitud de otros regalos lujosos proporcionados por el rey francés, tales como un ventilador incrustado en diamantes, y pulseras con su clave MA en los broches azules del esmalte, que también fueron adornados con los diamantes. La recompensa real llegó en un cofre carmesí de terciopelo, de seis pies de largo y más de tres pies de alto. Sus diversos cajones estaban forrados con seda azul cielo y tenían cojines a juego; La característica central era un parure de diamantes para la propia delfina, pero también había regalos etiquetados para sus asistentes. (Ella misma presentaría al príncipe Starhemberg con un magnífico conjunto de porcelana de Sèvres como recompensa por sus servicios.).

La auténtica celebración del matrimonio tiene lugar el 16 de mayo en Versalles, en la capilla de Luis XIV Tal acto de corte y Estado de la cristianísima Casa Real es un suceso demasiado íntimo y familiar, y al mismo tiempo demasiado augusto y mayestático, para que le sea permitido al pueblo ser espectador del mismo, aunque sólo sea tendiendo sus filas delante de la puerta. Sólo a la sangre más noble -con un árbol genealógico de cien ramas por lo menos- se le autoriza para penetrar en el recinto del templo, donde el centelleante sol de primavera, a través de las vidrieras de colores, hace relucir los bordados brocados, las sedas tornasoladas, el fausto infinitamente dilatado de las familias selectas, último faro del viejo mundo aún por una vez dominante.


El arzobispo de Reims actúa en la ceremonia. Bendice las trece monedas de oro y el anillo nupcial; el delfín le pone el anillo a María Antonieta en el dedo anular, le entrega las monedas de oro, y después ambos se arrodillan para recibir la bendición. Comienza la misa a los acordes del órgano; en el paternóster tienden un dosel de plata sobre las cabezas de la joven pareja; sólo entonces firma el rey el contrato matrimonial, y tras él, en riguroso orden jerárquico, todos los restantes parientes. Es un documento plegado en muchos dobles, enormemente largo; aún hoy se ven en el amarillento pergamino estas cuatro palabras: «Marie Antoinette Josepha Jeanne» , rasguñadas trabajosa y torpemente y como a tropezones por la mano infantil de la muchacha de quince años, y, junto a ellas -de nuevo cuchichean todos: mal agüero-, una dilatada mancha de tinta que a ella y sólo a ella entre todos los firmantes se le escapó de la rebelde pluma.


La panoplia completa de Versalles estaba ahora desatada sobre una figura central que, según las palabras de un observador, era tan pequeña y esbelta en su vestido de brocado blanco inflado con sus enormes aros a cada lado que parecía "no más de doce". La dignidad de María Antonieta, que tenía «el porte de una archiduquesa» -el resultado de esa rigurosa preparación de su niñez, que había sido la parte más eficiente de su educación- fue unánimemente elogiada. Y este era un lugar donde el estilo y la gracia de la auto-presentación eran de suma importancia. El delfín, por otra parte, fue generalmente reportado como frío, malhumorado o apático durante la larga misa, en Contraste con su novia. Y tembló de aprensión al colocar el anillo elegido en su dedo.
 
Ahora, terminada la ceremonia, le es magnánimamente permitido al pueblo que se regocije en la fiesta de los monarcas. Innumerables masas -medio París queda despoblado- se derraman por los jardines de Versalles, que en el día de hoy revelan también sus juegos de aguas y cascadas, sus sombrías avenidas y sus praderas; el placer principal debe constituirlo, por la noche, el fuego de artificio, el más soberbio que se haya visto jamás en una corte real. Pero el cielo, por su propia cuenta, prepara también luminarias. Por la tarde se amontonan tenebrosas nubes anunciando desgracias; estalla una tormenta; cae un espantoso aguacero, y el pueblo, privado del espectáculo, se precipita hacia París en rudo tumulto. Mientras que decenas de millares de criaturas humanas, trémulas de frío y empapadas de agua, huyen por los caminos, perseguidas por la tempestad, en confuso desorden, y los árboles del parque se retuercen azotados por la lluvia, detrás de las ventanas de la recién construida salle de spectacle , iluminada por muchos millares de bujías, comienza el gran banquete de bodas, según un ceremonial tradicional que ningún huracán ni ningún temblor de tierra pueden alterar: por primera y última vez. 


Luis XV intenta sobrepujar el esplendor de su gran antecesor Luis XIV. Seis mil invitados, elegidos entre la nobleza, han luchado con gran afán por obtener tarjetas de invitación, cierto que no para comer con el rey, sino únicamente para poder contemplar respetuosamente, desde la galería, cómo los veintidós miembros de la Casa Real se llevan a la boca cuchillo y tenedor. Los seis mil asistentes contienen el aliento para no perturbar la excelsitud de este gran espectáculo; sólo, delicada y veladamente, una orquesta de ochenta músicos, desde las arcadas de mármol, acompaña con Bus Bones el banquete regio. El carácter destacado de las fiestas se atribuía generalmente al alto rango de la novia: "El Delfín no se casa con la hija del Emperador todos los días". Luis XV se había casado con una princesa relativamente oscura, pero su nieto se casaba con "la hija de los Cesares”.

fuegos artificiales en honor al matrimonio del delfín de Francia.
Después, recibiendo honores de la guardia francesa, toda la familia real atraviesa por medio de las filas, humildemente inclinadas, de la nobleza: las solemnidades oficiales están terminadas y el regio novio no tiene ahora ningún otro deber que cumplir sino el de cualquier otro marido. Con la delfina a la derecha y el delfín a la izquierda, el rey conduce al dormitorio a la infantil pareja (juntos los dos suman apenas treinta años). Más aun hasta la cámara real penetra la etiqueta, pues ¿quién otro sino el propio rey de Francia en persona podría entregar al heredero del trono la camisa de dormir, y quién sino la dama de categoría más alta y más recientemente casada, en este caso la duquesa de Chartres, podría dar la suya a la delfina? En cuanto al tálamo mismo fuera de los novios sólo a una persona le es lícito acercarse a él: el arzobispo de Reims, que lo bendice e hisopea con agua bendita.


Por fin abandona la corte aquel recinto íntimo: por primera vez, Luis y María Antonieta se quedan conyugalmente solos, y las cortinas del dosel del lecho se cierran, crujientes, en torno de ellos: telón de brocado de una invisible tragedia. 

domingo, 9 de abril de 2017

Les Libelles sur Marie Antoinette

Libelle contra Marie Antoinette, mostrando el Comte d "Artois teniendo relaciones sexuales en la cama con su cuñada la reina de Francia. Desde el folleto "Essaies Historique de la vie de Marie-Antoinette". El título en esta imagen (estampe), una cita de la reina fue: "Artois, oui mon coeur te prefere encore golpe fais cocu ton beau frère" / "Artois, sí mis favores de corazón aún para hacer un cornudo a tu hermano"