domingo, 19 de marzo de 2017

LAS SEÑORAS TIAS: LES FILLES DE LOUIS XV

“las cuatro señoras, que son torpes, mozas maduras y pesadas, con un mal parecido con el padre, estaban todas en fila y con la bolsa de tejido de punto, la apariencia alegre en la ropa, pero realmente no sabían que decir y se retorcían como si tuvieran que hacer pis”. La descripción implacable y maliciosa de las cuatro restantes hijas solteras de Luis XV, por el escritor inglés Horacio Walpole en su visita a Versalles.

Mesdames Tantes: Madame Victoire, Madame Sophie and Madame Adélaïde, cuadro de Louise Francois-Hubert Drouais.
El lote se había despertado en contra de estas princesas en un intento de hacer ahorros, el cardenal Fleury convenció al rey de enviar a sus hijas menores en el convento de Fontevrault. El colegio de Saint-Cry hubiera sido mucho más adecuado para recibir las hijas del rey, pero Fleury prefirió confiar su educación a las monjas provinciales, donde las princesas aprendieron poco o nada.

La mayor madame Adelaida, era una rubia linda con una nariz chata y una hermosa mujer fuerte y esplendida jinete. En su adolescencia, su padre estaba orgulloso de sus talentos como jinete, dispuesta a complacer, ella salto para cazar a los más altos setos y galopo como los hombres. Inteligente y brillante, podía jugar varios instrumentos musicales, incluso los más inusuales para una chica, como el cuerno y el arpa. Estaba tan orgullosa de su título de Fille de Francia, que incluso atar el nudo con el hijo de un príncipe reinante le parecía incómodo y ella eligió la soltería y la comodidad en Versalles. Se oponía abiertamente al matrimonio de su sobrino Luis Augusto con María Antonieta, y su oposición no se detiene no si quiera cuando la conoció en persona.

Marie-Adélaïde de France (1732 - 1800)
Madame Victoria, la más corpulenta y agradable. Muy hermosa en su juventud, ella sufrió mucho por sus ataques de nervios, consecuencia de los terrores vividos durante su estancia en el convento de Fontevrault. La princesa sin embargo, era dulce y afable; amaba la cocina y la comodidad de un sofá suave junto a la chimenea y era muy cariñosa con María Antonieta. Por la bondad natural, dejo que su hermana Adelaida decidiera todo.

Victoire de France (1733 - 1799).
Madame Sofía, su rostro estaba extrañamente largo con la boca plana. “ella es una rara fealdad” como decían los cortesanos. Además era una mala mujer cuya soberbia ocultaba una profunda desconfianza. Todas las personas ajenas desconcertaran a Sofía que caminaba siempre a toda prisa por los pasillos atestados de Versalles para evitar todo contacto humano.

Sophie de France (1734 - 1782)
Las señoras tías, Adelaida, Victoria y Sofía no se habían casado. Siempre se habían negado a ir a enterrarse en un reino de segundo orden. Mejor quedarse solteronas en Versalles que ser reinas o princesas entre patanes. El rey amaba a sus hijas, con sinceridad y de forma natural. Cuando eran pequeñas, era un padre moderno que se rio de sus payasadas. Ellas lo idolatraban, el deseo de no alejarse de él había influido en su decisión de no casarse. Las damas Vivian en un gran apartamento en la planta baja donde Vivian y comían juntas.

“Estas princesas -dijo la emperatriz a María Antonieta- están llenas de virtudes y talentos, es una alegría para usted, espero que merezcan su amistad”. El Abad Vermond repitió varias veces a la delfina esta recomendación materna. Sin embargo, un día, en Schonbrunn, María Theresa expreso a Vermond lo que pensaba de las damas. El deber de una joven de sangre real, pensaba la emperatriz, era casarse y tener hijos. Era una regla para todas las familias reinantes de Europa. Por lo que las monarquías se apoyarían entre si y serian sólidas. Ella desaprobó la debilidad de Luis XV que autorizo a estas tres niñas sanas de aferrarse a su vida cómoda e inútil de Versalles. Por supuesto era difícil de entender, pues ella había casado a todas sus hijas. Sin embargo, María Theresa había actuado con prudencia, dando a su hija simplemente consejos para llevarse bien con las damas.

Marie Antoinette como delfina de Francia, cuadro de Joseph Ducreux.
Por lo tanto, María Antonieta hace el conocimiento con las señoras con la mejor voluntad. Sus nuevas tías le dieron una cálida bienvenida. La presionaron para que las visitara tan a menudo como le daba la gana y le dieron la llave de su apartamento para que se sintiera en casa. Fue un regalo simbólico, ya que sus puertas estaban cerradas a curiosos, pero fue una señal de confianza e intimidad hacia el nuevo miembro de la familia. El rey venia cada mañana para tomare el café con sus hijas. Ocurrió alrededor de las diez, proporcionándole café caliente, porque eran las únicas que conocían exactamente como le gustaba al rey. A veces regreso en las tardes después de la caza y la noche fue de lo más a menudo a reunirse para charlar animadamente.

Pero no todo era armonía, la afectuosidad de las tías solo era para utilizar la posición de la delfina para ponerla en contra de la favorita madame Du Barry. Además fueron las primeras en definir a María Antonieta despectivamente como la “austriaca”. Porque cuando uno de los oficiales de la delfina, se acercó a Adelaida para recibir órdenes, antes de viajar a Estrasburgo a buscar a la archiduquesa, al princesa respondió: “si tuviera que dar órdenes, no sería ciertamente los de ir a buscar a una “austriaca”.

las señoras tías en Marie Antoinette (2006).
Adelaida veía su posición amenazada por esta princesita extranjera. Después de la muerte de su hermana y madre, ella se convirtió en la primera dama de Francia. Sabía que la pequeña delfina la sucedería un día y se convertiría en la mujer más poderosa de la corte: la reina. Después de todas las muertes sucesivas del delfín Luis Fernando y María Josefa, el rey se hundió en una melancolía. Durante un tiempo, encontró el camino a los apartamentos de sus hijas. Madame Adelaida tuvo este gran honor buscado y tuvo a su padre solo para ella. Lo consoló, le pidió su opinión sobre los asuntos de estado durante estos meses, ella creía que sería ahora la principal amiga y asesora de su padre, pero cuando madame Du Barry apareció todo había terminado. El rey recupero su energía y pasaba las tardes ahora en otro lugar.

Para los celos de Adelaida se extendieron también a nuestra María Antonieta. Una princesa de un rango tan ilustre como la de ella. El rey estaba encantado, en el parque la tomo del brazo y presento a la delfina a todo el mundo, alabando su encanto juvenil y hermosa tez, la invito a cenar, pasa tiempo con ella, él la llama “mi hija” y ella a su vez “mi querido papa”. Francia y Austria durante mucho tiempo habían estado luchando, pero precisamente el matrimonio de María Antonieta con el delfín era una reconciliación emprendida por Luis XV y María Theresa; y Adelaida, en lugar de participar en este gran proyecto, recibir a María Antonieta como el pequeño ángel de paz, la trataba en su audiencia de “austriaca”, es decir, de enemigo extranjero del cual había que tener cuidado desde el principio.

Detalle del retrato de Madame Adelaida por Labille-Guiard en 1787. muestra la muerte del rey Luis XV y se observa las tres hijas presentes en el lecho del difunto.

domingo, 12 de marzo de 2017

LAS TULLERIAS: RESIDENCIA VIGILADA

la familia real en paris (6 de octubre de 1789).
Desde ese punto de inflexión del destino, ese 6 de octubre los franceses pusieron a su reina bajo llave en las tullerias, la familia real nunca dejara de ser objeto de la inquietud de Europa. Porque en su persona se ha anticipado un problema de nuevo cuño, ni más ni menos que revolucionario, de imprevisibles repercusiones: ¿Qué se hace con un monarca que se pone en abrupta oposición a su pueblo y se demuestra indigno de la corona? La respuesta es abrumadora: ninguna. Porque los manejos jurídicos-políticos entre un monarca son nulos en aquella época, aun no se permite a la voluntad del pueblo objeción o reproche alguno contra su soberano. Toda jurisdicción termina ante los peldaños del trono. La corona aún no se encuentra dentro del espacio del derecho civil, sino fuera y por encima de ese derecho. Consagrados como los sacerdotes, nadie puede despojar de su dignidad as un ungido, significaría romper la estructura jerárquica del cosmos.

Construido por orden de Catalina de Medici en la segunda mitad del siglo XVI, el palacio de las Tullerías fue el escenario de algunos de los eventos más famosos de la historia de Francia. Devastado por el incendio provocado en 1871, sus restos fueron demolidas en 1883. Su aura legendaria, sin embargo, cruzó las lámparas de araña y despierta hoy un proyecto de reconstrucción.
¿Dónde se halla en la Sagrada Escritura un pasaje que permita a los súbditos deponer a sus príncipes? ¿En qué monarquía hay una ley escrita según la cual los súbditos toquen la persona de su príncipe, lo pongan en prisión o puedan juzgarlo? Dado que conforme a los mandatos de Dios son súbditos y ellos su soberano, no pueden obligarlos a responder a su acusación, porque no corresponde a la Naturaleza que la cabeza se someta a los pies. pero En 1789, la Revolución no es todavía consciente de su propia fuerza; aún se espanta, a veces, de su propio valor; así le ocurre en esta ocasión: la Asamblea Nacional, los consejeros de la ciudad de París, toda la burguesía, en el fondo de su corazón todavía honradamente fieles al rey, están asustados del golpe de mano de la horda de amazonas que posee en sus manos al indefenso rey. Por vergüenza, hacen todo lo imaginable para borrar lo ilegal de este acto de brutal violencia; unánimemente se esfuerzan por convertir ahora el rapto de la familia real en un cambio «voluntario» de residencia.

Conmovedoramente, compiten en esparcir las más bellas rosas sobre la tumba de la autoridad real, con la secreta esperanza de ocultar que la monarquía está, en realidad, para siempre muerta y sepultada desde el 6 de octubre. Las delegaciones suceden a las delegaciones para asegurar al rey su profunda fidelidad. El Parlamento envía treinta miembros; la municipalidad de París hace una visita colectiva para presentar sus respetos; el alcalde se inclina ante María Antonieta con estas palabras: «La ciudad se siente feliz de veros en el palacio de sus reyes y desea que el rey y Vuestra Majestad le hagan la merced de elegirlo como su residencia permanente». Con igual respeto se presenta la Cámara Alta, la Universidad, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de la Corona y, finalmente, el 20 de octubre, toda la Asamblea Nacional, y delante de las ventanas del palacio, agolpándose diariamente, grandes masas de gentes que gritan: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!». Todos hacen lo que pueden para expresar al monarca su alegría por su « voluntario cambio de residencia».

el rey luis XVI y el delfín entran a las tullerias.
Pero María Antonieta, siempre incapaz de fingir, y el rey, que la obedece, sé defienden con obstinación, cierto que comprensible en lo humano pero perfectamente loca en lo político, contra esta rosada disimulación de los hechos. «Tendríamos que estar bastante contentos si pudiésemos olvidar de qué modo hemos sido traídos aquí», escribe la reina al embajador Mercy. Pero, en realidad, ella no puede ni quiere olvidarlo. Ha sufrido demasiadas afrentas; la han arrastrado violentamente a París; su palacio de Versalles fue tomado a viva fuerza, asesinados sus guardias de corps, sin que la Asamblea ni la Guardia Nacional hayan movido ni un dedo. La has encerrado violentamente en las Tullerías; el mundo entero debe conocer estos ultrajes a los sagrados derechos de un monarca. Constantemente y con intención subrayan ambos su propia derrota: el rey renuncia a la caza, la reina no va a ningún teatro; no se muestran en la calle, o salen en coche y dejan perder, con esto, la importante posibilidad de volver a hacerse populares en París. Esta terca manera de encerrarse en sí mismos produce un peligroso prejuicio. Pues, al decirse la corte sometida a violencia, convence al pueblo de su propia fuerza; al proclamar el rey permanentemente que es la parte más débil, acaba, en realidad siéndolo. 

el primer homenaje de los habitantes de París a la Familia Real el miércoles 17 de octubre de 1789, después de su llegada a buen puerto en esta ciudad
No es el pueblo, no es la Asamblea Nacional, sino el rey y la reina, quienes has abierto un visible foso en torso a las Tullerías; ellos mismos convierten, con loca obstinación, en una cautividad la libertad que todavía no les ha sido impugnada. Pero si la corte, de modo tan patético, considera las Tullerías como una prisión, debe, por lo menos, ser una prisión regia. Ya en los días siguientes, gigantescos carruajes traen muebles de Versalles; ebanistas y tapiceros martillean hasta altas horas de la noche en las habitaciones. Pronto, salvo los que se han retirado o expatriado, los antiguos empleados de la corte se reúnen en la nueva residencia real; toda la chusma de camareros, lacayos, cocheros y cocineros llenan los locales de servicio. Las antiguas libreas brillan por los pasillos; todo vuelve a copiar a Versalles y también el ceremonial ha sido transportado intacto; solamente se nota como única diferencia que ante las puertas, en lugar de nobles guardias de corps, ahora licenciados, son los guardias nacionales de La Fayette los que están en servicio.

No podía decir una palabra sin que los sollozos la asfixiaran y nosotros tampoco podíamos responderle -dice la Sra. de Staël- ¡Qué espectáculo es este antiguo palacio de las Tullerías, abandonado desde hace más de un siglo por sus augustos anfitriones! La obsolescencia de los objetos externos actuaba sobre la imaginación y la hacía viajar hacia tiempos pasados. Como estábamos lejos de prever la llegada de la familia real, muy pocos apartamentos eran habitables, y la reina se había visto obligada a instalar catres para sus hijos en la misma habitación donde estaba recibiendo; se disculpó con nosotros y agregó: "Saben que no esperaba venir aquí".

De la gigantesca serie de habitaciones de las Tullerías y el Louvre, la familia real habita solamente un muy pequeño espacio, pues ya no se quiere ninguna fiesta más, ni bailes ni redoutes : ningún alarde ni ningún esplendor innecesarios. Exclusivamente es dispuesta para la familia real la parte de las Tullerías que da hacia el jardín (el año 1870 fue quemada durante la Comuna y no ha vuelto a ser edificada): en el piso superior, el dormitorio y la sala de recibir del rey, un dormitorio para su hermana, uno para cada uno de los niños y un saloncito. En el piso bajo, el dormitorio de María Antonieta, con un cuarto para las recepciones y un gabinete de toilette , una sala de billar y el comedor. Aparte la gran escalinata, ambos pisos están unidos por una nueva escalera, construida expresamente. Conduce de las habitaciones del piso bajo de la reina a las del delfín y del rey, y únicamente la reina y el aya de los niños poseen la llave de sus puertas. 

La misa de la familia real en el Palacio de las Tullerías en la Galerie de Diane, 1791 por Robert Hubert (Curiosamente, la pintura fue incluida en las posesiones de Madame du Barry en 1793)
Considerando el plano de esta distribución de habitaciones, sorprende el aislamiento de María Antonieta del resto de la familia, cosa indudablemente ordenada por ella misma.Duerme y habita sola, y su dormitorio y su sala de recepción están de tal modo dispuestos que la reina puede en todo momento recibir visitas que pasen inadvertidas, sin que éstas tengan que utilizar la escalera oficial y la entrada principal. Pronto se verá el intencionado propósito de esta medida, lo mismo que la ventaja de que la reina pueda en cualquier instante trasladarse al piso superior, mientras que ella misma está guardada de toda sorpresa por parte de la servidumbre, de los espías, de los guardias nacionales y también acaso hasta del mismo rey. Aun en la cautividad, defenderá hasta el último aliento, gracias a su desenvoltura, los últimos restos de su libertad personal.

El viejo palacio, con sus tenebrosos corredores, día y noche escasamente iluminados por unas fuliginosas lámparas de aceite, con sus escaleras de caracol, sus cuartos de la servidumbre excesivamente llenos de gente, y ante todo con el permanente testimonio de la omnipotencia popular, la vigilancia de la Guardia Nacional, no es, en sí misma, ninguna agradable residencia; y, no obstante, oprimida por el destino, la familia real lleva aquí una vida tranquila, más íntima y hasta quizá más cómoda que en la pomposa jaula de piedra de Versalles. Después del desayuno hace la reina que bajen los niños a sus habitaciones; luego va a oír misa y permanece sola en su cuarto hasta el almuerzo en común. Tras él, juega con su esposo una partida de billar, débil compensación gimnástica del placer de la caza, de que tan a disgusto se priva el monarca. Después, mientras el rey lee o duerme, María Antonieta se retira otra vez a sus habitaciones para celebrar consejo con sus íntimos amigos, con Fersen, con la princesa de Lamballe o con otros. Después de la cena se reúne en el gran salón toda la familia: el hermano del rey, el conde de Provenza, con su mujer, que habitan en el palacio de Luxemburgo; las viejas tías, y algunos pocos fieles. A las once se apagan las luces; el rey y la reina se dirigen a sus dormitorios. 

la reina acompañada de madame Elizabeth y sus dos hijos en los jardines de las tullerias.
Esta distribución del tiempo, tranquila, regulada, de pequeños burgueses, no conoce ningún cambio, ninguna fiesta ni ninguna pompa. Mademoiselle Bertin, la modista, no es casi nunca llamada; el tiempo de los joyeros ha pasado, pues Luis XVI necesita conservar ahora su dinero para cosas más importantes: para comprar enemigos y para secretos servicios políticos. Desde las ventanas, la mirada recorre el jardín, donde se muestran el otoño y la temprana caída de la hoja; ahora corre velozmente el tiempo que antes pasaba tan lento para la reina. Ahora se ha hecho por fin el silencio en torno a María Antonieta, aquel silencio que antes ha sido tan temido por ella; por primera vez tiene ocasión para reflexiones claras y serias. Esta demasiado amurallada en su real seguridad en sí misma como para que el insulto o la vergüenza puedan humillarla. Ninguna marca, siente, puede deformar una frente que ha ceñido la corona y que esta ungida con el santo oleo de la vocación. Ninguna sentencia y ninguna orden le harán inclinar la cabeza; cuanto mayor sea la violencia con La que se le quiera imponer un destino pequeño y carente de derechos, tanto mayor será la decisión con la que se resista. Semejante voluntad no se puede encerrar a la larga; rompe todos los muros, desborda todos los diques, y si se la encadena, sacudirá impetuosa las cadenas, haciendo temblar los muros y los corazones. 

El pueblo francés, al que había ignorado hasta este año 1789, adoptó entonces el rostro de innumerables locos impacientes por asesinarla. ¿Qué habría sentido si hubiera leído el artículo de Loustalot publicado el 10 de octubre les Révolutions de Paris? Con evidente brutalidad, el periodista había encontrado las palabras adecuadas para expresar el punto de vista popular sobre el conflicto entre la reina y los franceses. ¿Era todavía posible ponerle fin, como quería este joven revolucionario?: “Al seguir a nuestro rey hasta esta ciudad, comienza usted, señora, a destruir los rumores que han afligido a todos los buenos franceses y que resuenan en toda Europa. Sería traicionarla, señora, ocultarle que estos rumores han producido una impresión desastrosa en el pueblo y que sólo por miedo a angustiar el corazón de su marido une su nombre a los suyos en sus gritos de alegría y su homenaje.

Sabemos que la calumnia audaz no respeta ningún rango ni virtud; pero también sabemos lo que la adulación y el amor al poder ilimitado pueden hacer a los reyes; Sabemos lo que el deseo de preservar los derechos que ella cree que pertenecen a su marido y a su hijo puede hacerle al corazón de una esposa y de una madre. Pero no nos corresponde, Señora, escrutar ni sus sentimientos ni sus actos, usted sólo tiene como juez en este momento a Dios y a su marido; nuestro deber se limita a presentarles la esperanza de felicidad que nos brinda su estancia en esta ciudad.

Nuestra historia ofrece pocos ejemplos de reinas que velaron por la felicidad del pueblo. No hace falta remontarse al siglo de Frédégunda y Brunegilda, donde cada acción era un crimen y cada pensamiento una iniquidad, para demostrar que una reina intrigante que no busca su felicidad en la virtud es la peor de las mujeres y la más infeliz de las reinas.

Nos falta una reina, señora, cuya vida contrasta perfectamente con la de tantos monstruos; una reina que, ocupada en formar el corazón de sus hijos, en hacer feliz a su marido, coloca entre sus deberes el socorro del pueblo, que, decidida protectora de la inocencia perseguida o de la pobreza virtuosa, estableció, para toda su participación en los asuntos públicos, una organización caritativa y de alguna manera hizo que su marido tuviera celos del reconocimiento francés hacia ella y de la admiración de todos los pueblos.

Esta es Señora, lo que esperamos de usted: usted tiene todo para triunfar, la naturaleza se lo ha dado todo. Abjurando, si los hay en tu corazón, de todo sentimiento de prejuicio y de ira contra el mejor de los hombres, entrega tus acciones a su mirada y tu corazón a su amor. El francés necesita amarte tanto como ama a su rey; sólo conserva este sentimiento por miedo a ser rechazado. Al venir entre nosotros con confianza, con una confianza que no será traicionada, ya has tranquilizado nuestro corazón; completa tu obra profesando tu patriotismo tan alto, tan públicamente, que la aristocracia pierda toda esperanza de abusar de tu nombre de ahora en adelante para alarmar al pueblo y apoyar sus abominables proyectos".¿Podría la reina escuchar tales exhortaciones?.

domingo, 5 de marzo de 2017

LA ARCHIDUQUESA ELIZABETH: LA INGOBERNABLE

“No importa si la mirada vino de un príncipe o un guardia suizo. A Elizabeth solo la admiración de todo el mundo la hacía sentir feliz”. La archiduquesa Elizabeth en palabras de su madre la emperatriz.

la pequeña Elizabeth en un retrato realizado por
Martin van Meytens.
La archiduquesa nació en Viena el 13 de agosto de 1743, Elizabeth fue una de las hermanas mayores de María Antonieta. Por varios testimonios similares, la princesa era la más bella hija de la emperatriz y había heredado de su abuela paterna, Elizabeth Charlotte de Orleans, no solo el nombre sino también sus formas insinuantes, por lo que la archiduquesa estaba en el foco de su madre para el mercado matrimonial europeo.

Era la última del trío de mayores que, como Maria Cristina, no plantea ninguna preocupación específica a Maria Teresa, que está enteramente preocupada por la salud de Marianne. Criada hasta los catorce años por la señora Trautson, nunca se quejó de ello, al contrario. Pero descubrimos a una joven rebelde, con juicios bruscos, a veces crueles, sobre todo el mundo, que ignora la autocensura, cuando Madame Copineau entra a su servicio. Muy orgullosa de codearse con la corte y la emperatriz, la señora Copineau no tuvo en cuenta todas las críticas a las que fue sometida Elizabeth. Desde el principio parece seducida por la franqueza, alegría y vivacidad de su nueva amante:

“Siempre estoy muy feliz con mi archiduquesa. Todos quieren convencerme de que al principio se siente cohibida, pero cuando me conozca bien ya no será tímida […]. No dejé que la Archiduquesa ignorara todas las cosas malas que me decían de ella, pero le aseguré que eso no me quitaba la buena aprensión que había tenido de su carácter, pero que me daba cuenta de que todos sus arrebatos y su inclinación por la sátira le habían atraído una multitud de enemigos, que tenía que observarse un poco más, que ahora estaba en una edad en la que todo se estaba desmoronando. Que para mí, consideraba una tontería todo lo que ella había hecho […]. Se arrojó sobre mi cuello y me besó muy tiernamente, diciendo: "Creo, mi querido Copineau, que el cielo te ha reservado para realizar mi cambio". […] Ella admitió que le costaría mucho corregir esta falla, pero que haría todo lo posible, que sacaría todas las consecuencias de ello". 

La archiduquesa Elizabeth retratado por Jean-Etienne Liotard.
A pesar de sus promesas y de los esfuerzos de Madame Copineau, lejos de corregirse, Élizabeth continúa aún más por este camino. A medida que crece se muestra ingobernable y agota las sucesivas ayas con sus caprichos y burlas que no puede controlar. La condesa Trauttmansdorff, a su servicio desde 1761, pagó el precio, como hemos visto. Después de la viuda von Heister, a quien Élizabeth considera “repugnante" de estupidez, Maria Teresa trae de Holanda a la marquesa de Herzelles cuyo carácter y bondad todos elogian. Enviudó a los treinta años en 1759 y fue la gran señora de la Casa de Elizabeth durante casi tres años, desde 1761 hasta el otoño de 1763. Parecía haberle agradado mucho la recién llegada, pero la señora Herzelles pedirá abandonar su lugar por motivos de salud: no soporta el clima vienés, dice ella. En verdad, los arrebatos de Elizabeth desconciertan cada vez más a quienes la rodean. Nadie sabe cómo acercarse a ella, sobre todo porque se comporta de manera extraña.

Unas semanas después de la partida de Madame Herzelles, Elizabeth le dio la noticia: “Sus Majestades están contentas con mi comportamiento, lo que me da una alegría increíble, no quería dejar de informarles, sabiendo que están interesados en todo lo que me preocupa y no teniendo mayor satisfacción que darles todo el consuelo que merecen con sus cuidados y bondades maternas y paternales. Puedo asegurarles que los amo y respeto con todo mi corazón". 

María Teresa añade las siguientes líneas: “Hasta ahora todo va bien, pero no me fío, tengo demasiada experiencia al respecto", y no se equivocó: la tregua no duró. Un mes después todo cambió: “Quince días fueron muy bien. Usé toda mi complacencia e indulgencia, tratándola como a una amiga, otorgándole completa libertad; pero lamentablemente los tres días de gala de este mes le han vuelto a dar vuelta la cabeza, y todo lo que estaba reprimido ha vuelto al exceso. La trataré como loca y eso hay que tomarlo con precaución".

Archduchess Elizabeth por Johann Karl Auerbach.
Angel o demonio? Mientras que la señora Lerchenfeld se negó a entrar a su servicio en 1763 porque sería un infierno, la señora Trautson no tuvo palabras para describir su gran belleza, su amor por los niños y para elogiarla: “La archiduquesa Elizabeth es muy hermosa y brillante, vivaz, atractiva y encantadoramente alegre". Al parecer Élisabeth es Janus bifrons y cambia completamente según el momento y las personas con las que habla.

El emperador Francisco había planeado un matrimonio para ella con su sobrino, el duque de Chablais, desechado por María cristina, quien ya había puesto sus ojos en Alberto de Sajonia. A la fama de la belleza de la joven había llegado a presentarse también Stanislaus Poniatowki, pronto se descartó debido a su reino incierto, pero sobre todo para no incurrir en la ira de su amante, Catalina de Rusia. Se pensó en casarla a los quince años con el rey Fernando de España. El embajador de Francia en Nápoles relata una conversación con el embajador de Austria que le deja pensando: "Firmian me dijo que creía que la emperatriz no tomaría ninguna medida para obligar al rey de España a tomar una de las princesas, sus hijas, pero si él quisiera uno, ella felizmente le daría la tercera (Élizabeth)"La afirmación, si es correcta, podría significar que ella se habría deshecho con mucho gusto de esta chica incontrolable, pero eso sería concluir un poco rápido, como lo demostrarán sus relaciones posteriores y contrastantes.

Elizabeth en una miniatura con un periquito, su pasión - Hofburg de Viena, Gabinete de miniaturas.
Cuando en junio de 1768 Luis XV se convirtió en viudo planeo un matrimonio con una princesa de su rango. La fama de Elizabeth la hizo el candidato principal. La archiduquesa se presentó en un baile de máscaras con un flor de lirio de domino adornando su cabello. “me temo que fue hecho a propósito, -como escribió Durfort, embajador de Francia, un poco admirado por la rapidez de la emperatriz para nombrar a su hija”. La extraña idea de casarse con dos hermanas, Elizabeth y María Antonieta, respectivamente abuelo y nieto era normal en aquella época. Luis XV, en un principio, no había demostrado lo contrario “con tal de que no tenga una cara tan desagradable...”

Pero el proyecto cayó después de que la archiduquesa atrapo la viruela. La enfermedad le arrebato su belleza y la princesa se quedó desfigurada. Esto significaba que fue de inmediato eliminada del mercado matrimonial europeo.

Elizabeth en un retrato almacenado en Schönbrunn -
Maestro de archiduquesas.
La chica no se quedó en un convento como su hermana Anna, que se convirtió en abadesa de Innsbruck. De hecho Elizabeth salió de la corte solo después de la muerte de su madre. José II, de hecho, envió las dos hermanas solteras fuera de la cancha, no quería un “gallinero” que interfiriera en los asuntos de estado. Ambas fueron enviadas a Innsbruck, donde Elizabeth continuo viviendo una vida de comodidad y lujos del palacio imperial, que se convirtió en su hogar. En 1805 se vio obligada a huir a Viena debido a la invasión de las tropas napoleónicas en Innsbruck. En Viena se trasladó a Linz, donde paso sus últimos años, lejos donde nada pudiera recordarle su antigua belleza. Murió en 1808 y su tumba todavía se puede visitar hoy en día en la antigua catedral en Linz.

el emperador José II sentado en compañia de sus hermanas Anna y
Elizabeth. Josef pintura Hauzinger - Schloss Hof.

domingo, 26 de febrero de 2017

IZABELA LUBOMIRSKA Y EL ANILLO DE LA REINA

El anillo de diamante azul en forma de corazón de Marie Antoinette
Cuando María Antonieta llego a Francia para casarse con el delfín Luis augusto, llevaba desde austria algunas pertenencias incluyendo algunas joyas, regalos de su madre.

Aunque en varias biografías todavía se puede leer que la joven archiduquesa, durante la ceremonia, fue despojada de todo lo que era austriaco, los hechos se desarrollaron de manera diferente. Según escribe Castelot, uno de los mejores biógrafos de la reina:

“Todo lo que ha dicho madame Campan, y detrás de ella todos los historiadores, la delfina no se ha establecido desnudo en la isla del Rin, por lo que no podía mantener un pequeño trozo de cinta de su antigua patria. Era una ya abandonada vieja costumbre. María Antonieta, y como lo demuestran los archivos, tan solo cambio su ropaje para la presentación formal ante el delfín, en una de las salas de estar de Austria, una ceremonia de bata traído de Viena... el gran maestro de ceremonia, la señora de la ropa y el oficial de limpieza del remolque, que la acompañaban, hicieron lo mismo en otra sala de estar, mientras que las mujeres que le dan la bienvenida, entre ellas la condesa de Noailles tienen los siguientes pasos para cambiar a la joven de ropa en el estar francés. La novia ha sido capaz de mantener sus joyas de soltera...”


María Antonieta, por lo tanto, desde Austria mantuvo un anillo de diamante azul en forma de corazón con un peso de 5,46 quilates. Durante la revolución, al ser propiedad privada de la reina, el anillo no se depositó en la Garde Meuble en 1791 por no ser parte de las joyas de la corona. María Antonieta, en su manera especial de este anillo, lo confió a la princesa Izabela Lubomirska, una de sus confidentes más cercanos.

Retrato de la princesa Izabela Lubomirska por Alexander Roslin.
La princesa de origen polaco, se casó el 9 de junio de 1753, con Stanislaw Lubomirsk, un alto funcionario del gobierno. En 1782 a la muerte de su padre, heredo la enorme riqueza de la familia Lubomirska; ese mismo año moriría su marido y quedaría ella al frente de todas las posesiones de la familia. En 1785, se vio envuelta en el llamado caso “Dogrumowa” y dejo Polonia pronto. Se instaló en parís, donde se convirtió en una buena amiga para la reina. Después de su muerte, sin heredero varón, sus activos pasaron a las cuatro hijas. Durante años el anillo se mantuvo en dominio y custodiado por la familia Lubomirska.

En 1955, el diamante fue exhibido en la exposición celebrada en el castillo de Versalles, por el bicentenario del nacimiento de la reina, titulado “marie antoniette, archiduquesa, delfina y reina”. El anillo salió a luz pública gracias a un descendiente de la familia Lubomirska.

El diamante de Marie Antoinette sin marco.

domingo, 19 de febrero de 2017

SAMUEL JOHNSON Y HESTER THRALE EN LA CORTE DE VERSALLES (1775)

Una reunión de te con Samuel Johnson. Es uno de los principales autores de la literatura británica . Poeta , ensayista , biógrafo , lexicógrafo , traductor , panfletario , periodista , editor , moralista y de polígrafo , sino que también es un crítico literario de los más famosos.
Dos años después de su viaje a las Hebridas, en 1775, Johnson fue a Francia con el sr, y sra. Thrale. Fue en los años previos, aunque mucho antes de la revolución. Los historiadores, quienes vieron a Luis XVI y su reina, señalaron varios puntos sobre ellos, como el rey alimentándose así mismo con la mano izquierda y como la reina ,vestida con un habito marrón, monto “de lado” en un caballo de color gris claro.

Madame Hester Thrale, la esposa de Henry Thrale, autor de Thraliana, y eventual para convertirse en Hester Lynch Piozzi una vez que Henry Thrale murió de la apoplejía.
El 19 y 20 de octubre de 1775, el partido Thrale fue admitido en la corte. Esta es su cuenta, a partir de los recueros de Herter Thrale:

“El rey y la reina cenaron juntos en otra habitación. Tenían un mantel de damasco, sin nada debajo, o cualquier servilleta. Sus platos eran de plata; no limpio y brillante como la plata de Inglaterra, pero eran de plata. El cuchillo, tenedores y cucharas eran dorados. Tenían la pimienta y la sal de pie junto a ellos, ya que es la costumbre aquí y su cena consistía en cinco platos en un curso. La reina no come con tantas ganas como el rey, además que no se dirigen la palabra el uno al otro... la reina es la mujer más bonita de su propia corte, y el rey es lo suficientemente bien parecido a otro francés...

Marie Antoinette detestaba este ceremonial de versalles, apenas reina abolió esta costumbre de cenar en público prefiriendo las comidas más intimas en sus apartamentos privados.
No había diamantes en absoluto en la corte, la reina solo portaba unos pendientes y no tenía otras joyas en su cabeza: llevaba un vestido adornado con flores y una especie de árbol en su cabeza, que es exageradamente alto”. (19 octubre).

A la mañana siguiente madame Thrale observo a la joven reina a caballo diciendo:

Marie Antoinette en su caballo de lado, como probablemente la vio Madame Thrale.
“Esta mañana nos dirigimos hacia el bosque, para ver el paseo a caballo de la reina. Estábamos lo suficientemente temprano para ver su montura, que no se hizo como en Inglaterra por la mano de un hombre, el pie de derecho se fija en el estribo y luego sacado de nuevo cuando la señora está en su silla de montar. El caballo de la reina estaba envuelto con terciopelo azul y bordado de plata... mientras que estábamos examinando los muebles y la formación del caballo, la reina llego a montarlo, asistida por la duquesa de Luignes, que llevaba botas y los pantalones como un hombre con un sola enagua sobre ellos, su pelo y su sombrero de tres picos exactamente igual al de un hombre. El habito de su majestad la reina era de color puce como lo llaman, su sombrero lleno de plumas y su figura perfectamente agradable. Ella ofreció su brazo a las tías del rey que le seguían en su paso en un coche, ya que estaban saliendo, con respeto de su ayuda...los perros y los caballos del rey eran nuestra próxima exposición, los sabuesos son preciosos y de hecho principalmente de las razas del tipo inglés; los caballos en gran medida bien adiestrados, están situados en el hermoso establo” (20 octubre).

Detalle de una pintura que muestra a Luis XVI con su perro en una jornada de cacería.

jueves, 16 de febrero de 2017

EJECUCION DE LUIS XVI - STEFAN ZWEIG

ultimo viaje de luis XVI.
 la Revolución pensaba haber realizado su tarea con ignorar la existencia del rey; después con destituirlo. Pero, aun destituido y sin corona, este hombre desdichado e inofensivo sigue siendo siempre un símbolo, y si la República llega hasta el punto de arrancar de sus tumbas los esqueletos de los reyes muertos hace siglos, para volver, una vez más, a quemar lo que hace largo tiempo no es más que polvo y ceniza, ¿cómo podría soportar aunque no fuera más que la sombra de un rey viviente? Así, creen los jefes tener que completar la muerte política de Luis XVI con su muerte corporal, para estar a cubierto de toda recaída. Para un republicano radical, el edificio de la República sólo puede tener resistencia si está cimentado sobre sangre real; pronto se deciden a unirse también a esta opinión los otros grupos menos radicales, por miedo a quedarse atrás en la carrera en busca del favor popular, y el proceso contra Luis Capeto es señalado para el mes de diciembre.
 
En el Temple se llega a saber esta amenazadora determinación por la súbita presencia de una comisión que exige la entrega de «todos los instrumentos cortantes», es decir, cuchillos, tijeras y tenedores: el detenido, que sólo estaba sometido a vigilancia, se convierte con ello en acusado. Además, Luis XVI es separado de su familia. Aun habitando en la misma torre, sólo un piso más abajo de los suyos, cosa que agrava la crueldad de la medida, desde este día no le es permitido ver a la mujer ni a los hijos. En todas estas semanas fatales, su propia mujer no puede hablar ni una sola vez con el esposo, no le es permitido saber cómo se desenvuelve el proceso ni cómo es la sentencia.
 
Luis XVI se desarmó en la torre del templo. "De mí no se tiene nada que temer".
No le es dado leer ningún periódico, no puede interrogar a los defensores de su marido; en espantosa incertidumbre y excitación, la desgraciada tiene que pasar sola todas estas horas de espantosa angustia. Un piso más abajo, separada sólo por el pavimento, oye los pesados pasos de su marido, y no le es dado verle, no le es dado hablarle: indecible tormento provocado por una medida absolutamente sin sentido. Y cuando el 20 de enero de 1793 un empleado municipal se presenta a María Antonieta y, con voz algo deprimida, le anuncia que, excepcionalmente, aquel día le es permitido trasladarse con su familia junto a su esposo en el piso de abajo, comprende inmediatamente la reina lo que tiene de espantoso aquella merced: Luis XVI ha sido condenado a muerte, ella y sus hijos ven por última vez al esposo y al padre. En consideración al trágico momento -quien subirá mañana al patíbulo no es ya peligroso-, los cuatro empleados municipales dejan por primera vez solos en la habitación a la esposa y al esposo, la hermana y los hijos en esta última reunión de familia; sólo por una puerta de cristales vigilan la despedida. 

despedida del rey con su familia
Nadie asistió a esta patética hora en que vuelven a reunirse con el sentenciado rey y, al mismo tiempo, se despiden de él para siempre; todos los relatos que han sido impresos son puras y románticas invenciones, lo mismo que aquellas sentimentales estampas que, en el sentido dulzón de la época, rebajan lo trágico de tal entrevista con una lacrimosa y afectada ternura. ¿Cómo dudar de que esta despedida del padre de sus hijos haya sido uno de los momentos más dolorosos de la vida de María Antonieta, y para qué tratar de exagerar todavía su trágica emoción? Ya sólo ver a un individuo que va a morir, un condenado a muerte, aunque sea la persona más desconocida, antes de su marcha al suplicio, es un tormento profundo para todo hombre dotado de humana sensibilidad; mas con este hombre, si bien es cierto que María Antonieta no lo ha querido nunca apasionadamente y hace mucho tiempo que ha entregado su corazón a otro, ha vivido veinte años, día tras día, y le ha dado cuatro hijos; jamás, en estos agitados tiempos, lo ha visto de otro modo sino lleno de bondad y abnegación hacia ella. Más íntimamente unidos de lo que estuvieron nunca en sus bellos años, lo estaban ahora ambos esposos, originariamente unidos para toda la vida solamente por la política razón de Estado, pero a quienes ahora el exceso de la desgracia en estas sombrías horas del Temple ha acercado de modo más humano. Aparte eso, sabe la reina que pronto tendrá que seguirlo en este último paso. Sólo la precede en un breve plazo. 
 
Louis XVI en el rezo antes de su ejecución.
En esta hora extrema, en este último momento, lo que durante toda su vida había sido fatal para el rey, su completa carencia de excitabilidad nerviosa, fue una ventaja para aquel hombre tan probado por el dolor; su imperturbabilidad, en general tan irritante, da a Luis XVI en este momento decisivo cierta grandeza moral. No muestra temor ni excitación; los cuatro comisarios desde la habitación inmediata, no le oyen ni una sola vez alzar la voz ni sollozar: en esta despedida de los suyos, manifiesta este hombre lamentablemente débil, este rey indigno, mayor fuerza y mayor dignidad que en ningún otro momento de toda su vida. Tranquilo como todas las otras noches, se levanta a las diez el condenado a muerte, y da con ello a su familia la indicación para que lo abandonen. Ante esta voluntad tan claramente manifiesta no osa María Antonieta presentar ninguna protesta, tanto más que él, con un piadoso propósito de engaño, le dice que aún subirá al día siguiente junto a ella, a las siete de la mañana. 

grabado que muestra a luis XVI en el patibulo antes de ser guillotinado.
Después todo queda tranquilo. La reina queda sola en su habitación de arriba; viene una noche larga y sin sueño. Por último clarea la mañana, y con ello despiertan los siniestros rumores de los preparativos. Oye llegar una carroza con pesadas ruedas; oye, una y otra vez, pasos y pasos, escaleras arriba y escaleras abajo: ¿es el confesor, con los representantes municipales?, ¿acaso ya el verdugo? A lo lejos redoblan los tambores de los regimientos en marcha, aumenta cada vez más la luz, llega a ser un día claro; cada vez se acerca más la hora que privará a los niños de su padre y a ella del respetable, bondadoso y circunspecto compañero de tantos años. Prisionera en su habitación, con los despiadados guardias delante de la puerta, no le es permitido a la desdichada mujer bajar los pocos peldaños que la separan del esposo, no le es permitido oír ni ver nada de todo to que ocurre, e, imaginadas, las cosas son quizá mil veces más espantosas que en la misma realidad. Después, y de repente, hay en el piso de abajo un espantoso silencio. El rey ha dejado la habitación, la pesada carroza rueda llevándolo hacia el patíbulo. Y una hora más tarde, la guillotina ha dado a María Antonieta un nuevo nombre: en otros tiempos fue archiduquesa de Austria, después delfina, por último reina de Francia; ahora es la viuda Capeto. 

domingo, 12 de febrero de 2017

DESPUÉS DE VARENNES: EL UNO ENGAÑA AL OTRO

regreso del rey a parís tras ser detenido en varennes.
La fuga de Varennes abre un nuevo período en la historia de la Revolución: ese día nace un nuevo partido, el republicano. Hasta entonces, hasta el 21 de junio de 1791, la Asamblea Nacional había sido unánimemente realista, como compuesta exclusivamente de nobles y burgueses; pero ya para las próximas elecciones se agita detrás del tercer Estado, el burgués, un cuarto Estado, el proletariado; la gran masa, tormentosa y elemental, de la cual la burguesía se espanta en la misma forma que el rey se había espantado de la burguesía. Llena de miedo y con tardíos remordimientos, toda la dilatada clase de los poseedores reconoce qué poderes primitivos y demoníacos ha desencadenado, y por tanto rápidamente, por medio de una Constitución, querría limitar, unos frente a otros, los poderes del rey y los del pueblo. Para conseguir que Luis XVI apruebe tal proyecto es indispensable tratar bien, personalmente, al monarca; para ello, los partidos moderados acuerdan que no se le haga al rey ningún reproche por su fuga a Varennes; no abandonó París voluntariamente, no por su propia voluntad, declaran hipócritamente, sino que ha sido « raptado». Y cuando los jacobinos, por el contrario, organizan en el Campo de Marte una manifestación para pedir la destitución del soberano, los jefes de la burguesía, Bailly y La Fayette, hacen, por primera vez, que sea disuelta enérgicamente la muchedumbre por medio de la caballería y con salvas de fusilería. Pero la reina -estrechamente vigilada en su propia morada desde la huida a Varennes: no le es ya permitido cerrar con llave sus puertas y la Guardia Nacional observa cada uno de sus pasos- no se engaña durante mucho tiempo sobre el auténtico valor de tales tardíos intentos de salvación. Con demasiada frecuencia oye ante sus ventanas, en lugar del antiguo grito de « ¡Viva el rey!», el nuevo de « ¡Viva la república!». Y sabe que esta república sólo puede surgir habiendo antes perecido ella, su marido y sus hijos. 

caricatura del rey como un cerdo: "¡ay que alimentarlo bien para que nos firme la constitución! mas queso!"
La verdadera fatalidad de la noche de Varennes -también esto no tarda en reconocerlo la reina- no consistió tanto en el fracaso de su propia fuga como en el éxito de la emprendida, al mismo tiempo, por el hermano nacido después de Luis, el conde de Provenza. Apenas llegado a Bruselas, se sacude la subordinación fraternal, tanto tiempo y tan trabajosamente soportada; se declara regente del reino como representante legítimo de la monarquía, mientras el auténtico rey Luis XVI está prisionero en París, y hace en secreto todo lo imaginable para alargar este plazo cuanto sea posible. «Del modo más inconveniente, se ha manifestado aquí la alegría por haber sido hecho prisionero el rey -informa Fersen desde Bruselas-; el conde de Artois estaba literalmente radiante.» Por fin ahora montan en la silla los que tanto tiempo tuvieron que cabalgar humildemente a la zaga de su hermano; ahora pueden hacer retiñir el sable y lanzar sin ninguna consideración desafíos guerreros; si con este motivo perecen Luis XVI, María Antonieta y probablemente Luis XVII, tanto mejor para ellos, pues de este modo habrán ascendido de un solo salto dos de las gradas del trono, y finalmente, Monsieur el conde de Provenza podrá llamarse Luis XVIII. De este modo totalmente misterioso, adoptan también los príncipes extranjeros la concepción de que es indiferente, para la idea monárquica, cuál sea el Luis que se siente en el trono de Francia; lo esencial es que se ponga un obstáculo en Europa a la difusión del veneno republicano, que sea ahogada en germen la «epidemia francesa».

caricatura que muestra a los príncipes emigrados celebrando en Coblenza la detención del rey.
Con espantosa sangre fría escribe Gustavo III de Suecia: «Por grande que sea el interés que tomo por el destino de la familia real, pesa más en la balanza la dificultad de la situación general del equilibrio europeo, los intereses especiales de Suecia y la causa general de los soberanos. Todo depende de que se pueda restablecer la monarquía en Francia, y debe sernos indiferente el que sea Luis XVI, Luis XVII o Carlos X quien ocupe el trono, con tal que el trono mismo sea restaurado y destrozado el monstruo de la Manège (la Asamblea Nacional)». Más clara y cínicamente no puede ser dicho. Para los monarcas no hay más que «la causa de los monarcas», es decir, su propio poder no aminorado, «y debe ser indiferente», como dice Gustavo III, qué Luis ocupe el trono francés. En efecto, les es y sigue siéndoles indiferente. Y esta indiferencia les cuesta la vida a María Antonieta y a Luis XVI Contra este doble peligro interior y exterior, contra el republicanismo del país y los impulsos guerreros de los príncipes en la frontera, debe combatir ahora, al mismo tiempo, María Antonieta: tarea sobrehumana y plenamente insoluble para una mujer solo, débil, aislada y abandonada por todos sus amigos. Sería menester un genio, al mismo tiempo Ulises y Aquiles, astuto y osado; un nuevo Mirabeau; pero, en esta gran necesidad, sólo encuentra al alcance de la mano pequeños auxiliares, y a ellos se dirige la reina. 

Al regreso de Varennes, María Antonieta ha reconocido, con su rápida mirada, lo fácilmente que el abogadillo provincial Barnave, cuya palabra hace gran papel en la Asamblea, se deja prender por aduladoras palabras tan pronto como habla una reina; decide utilizar ahora esta debilidad.
Por ello, se dirige directamente a Barnave, en una carta secreta, y le dice que «desde su regreso de Varennes ha reflexionado mucho sobre la inteligencia y el talento de aquel con quien ha hablado tanto, y que ha comprendido todo el provecho que podría obtener continuando con él una especie de conversación por escrito». Puede él contar con su discreción, lo mismo que con su carácter, el cual, cuando se trata del bien general, está siempre dispuesto a someterse a lo que sea necesario. Después de esta introducción, se explica más claramente: «No se puede continuar tal como estamos; es cierto que es preciso hacer algo. Pero ¿qué? Lo ignoro. Es a él a quien me dirijo para saberlo. Debe haber visto en nuestras mismas discusiones cuánta era mi buena fe. Así to será siempre.
Es el único bien que nos queda y que no podrán quitarme jamás. Creo que existe en él el deseo del bien; nosotros también lo tenemos y, dígase lo que se diga, lo hemos tenido siempre. Pónganos él en situación de que lo ejecutemos todos juntos; que encuentre medio para comunicarme sus ideas; responderé con franqueza sobre todo lo que yo podría hacer. Nada será gravoso para mí si veo realmente en ello el bien general». 

libelle: la atractivas y escandalosa vida privada de Marie Antoinette de Austria (1791). en el fondo los partidos sabían que la reina estaba detrás de cualquier conspiración contra la asamblea y no dudaron en seguir dañando su imagen.
Barnave les muestra esta carta a sus amigos, que a un mismo tiempo se alegran y se espantan; pero, por último, deciden que desde entonces transmitirán en común secretos consejos a la reina -Luis XVI no cuenta para nada-. Comienzan por pedir a la reina que procure que regresen los príncipes y que su hermano, el emperador, se incline a reconocer la Constitución francesa. Dócil en apariencia, acepta la reina todas estas proposiciones.
Le envía a su hermano cartas dictadas por sus consejeros; procede según sus órdenes; sólo se atreve a resistir «en un punto donde están comprometidos el honor y el agradecimiento». Y creen ya los nuevos maestros políticos haber encontrado en María Antonieta una alumna atenta y agradecida.
No obstante, ¡hasta qué punto se engañan aquellas buenas gentes! En realidad, ni por un momento piensa María Antonieta en entregarse a estos facciosos; todas estas negociaciones no deben servir más que para el antiguo temporizar, para diferir las cosas hasta que su hermano haya convocado aquel deseado «Congreso armado». Como Penélope, deshace por la noche el tejido que ha hecho de día con sus nuevos amigos. 

caricatura de Barnave que lo muestra como un político de doble juego.
Mientras que, por aparentar que cede, envía a su hermano, el emperador Leopoldo, las cartas que le han sido dictadas, le hace saber al mismo tiempo a Mercy: «Le he escrito el 29 una carta que comprenderá fácilmente que no es de mi propio estilo. He creído deber ceder en este punto a los deseos de los jefes de partido que me han dodo ellos mismos el proyecto de carta. He escrito otra vez al emperador ayer, día 30; sería humillante para mí si no esperase que mi hermano comprenderá que, en mi posición, estoy obligada a hacer y escribir todo lo que de mí exijan.» Insiste en «que es esencial que el Emperador esté persuadido de que no hay allí palabra que sea suya ni de su manera de ver las cosas». De este modo, aquella carta es como una carta de Uría. Si bien, «para ser justa, tengo que confesar que, en mis consejeros, aunque se atenga a sus opiniones, no he visto nunca más que gran franqueza, energía y verdaderos deseos de restablecer el orden y, por tanto, la autoridad real», siempre se niega a seguir por completo a sus auxiliares, pues, «por muy buenas intenciones que muestren, sus ideas son exageradas y no pueden convenimos jamás». 

Es un doble juego sospechoso el que comienza a emplear María Antonieta con estos desacuerdos, y no muy honroso para ella, porque, por primera vez desde que se dedica a la política, o más bien porque se dedica a la política, se ve obligada a mentir, y lo hace de la manera más audaz. Mientras asegura hipócritamente a sus auxiliares que acompaña sus pasos sin reserva alguna, escribe a Fersen: «No tema usted que me deje sorprender por los fanáticos, y, si veo a algunos de ellos y tengo con ellos relaciones, no es más que para aprovecharlos; me producen demasiado horror para que nunca pueda ir con ellos». En el fondo, ella se da cuenta perfectamente de la indignidad de ese engaño hecho a gentes bienintencionadas que por su culpa perderán la cabeza en el cadalso; comprende con toda evidencia su falta, pero resueltamente atribuye la responsabilidad al tiempo y a las circunstancias, que la han obligado a desempeñar un papel tan desdichado. «A veces -escribe, desesperada, al fiel Fersen- no me entiendo ya ni a mí misma y me veo obligada a reflexionar para saber si soy realmente yo la que habla; pero ¿qué quiere usted? Todo es necesario, y crea usted que estaríamos más abajo aún de lo que estamos si no hubiese tomado yo inmediatamente este partido; por lo menos, de esta manera ganaremos tiempo, y eso es todo lo que se precisa. ¡Qué dicha si algún día puedo volver a ser lo bastante yo misma para probar a todos estos bribones (geux) que no he sido engañada por ellos!» Sólo con esto sueña, una y otra vez, su orgullo indomable: poder volver a ser libre, no verse ya obligada a mentir ni diplomáticamente. Y como, en su calidad de reina coronada, tiene la sensación de poseer esta ilimitada libertad como derecho dado por Dios, opina que también tiene el de engañar de la manera más desconsiderada a todos los que quieren poner límites a este privilegio suyo.

sátira revolucionario francés de Luis XVI y María Antonieta como una bestia de dos extremos.
Pero no es sólo la reina la que engaña, sino que, en esta crisis decisiva, todos los que participan en el gran juego se engañan mutuamente -en raros casos puede reconocerse de modo más plástico la inmoralidad de toda política llevada secretamente que al examinar la infinita correspondencia cambiada entre los gobiernos de entonces, príncipes, embajadores y ministros-. Todos trabajan subterráneamente contra los otros y sólo en favor de sus privados intereses. Luis XVI miente al dirigirse a la Asamblea Nacional, la cual, por su parte, sólo espera a que la idea republicana haya penetrado suficientemente en el pueblo para deponer al rey. Los constitucionales fingen ante María Antonieta un poder que están muy lejos de poseer, y son burlados por ella de la manera más despreciativa, pues, a espaldas suyas, negocia con su hermano Leopoldo. Éste, a su vez, entretiene con palabras a su hermana, pues está íntimamente decidido a no emplear en el asunto ni un soldado ni un tálero, y pacta, entre tanto, con Rusia y Prusia acerca de un segundo reparto de Polonia. Pero mientras que el rey de Prusia discute con él desde Berlín sobre el «Congreso armado» contra Francia, al mismo tiempo, en París, su propio embajador da fondos a los jacobinos y come a la mesa con Pétion. Los príncipes emigrados incitan a la guerra, pero no para conservar el trono de su hermano Luis XVI, sino para ascender a él ellos mismos lo más pronto posible, y, en medio de este torneo de papel, hace grandes aspavientos el Don Quijote de la realeza, Gustavo de Suecia, a quien, en el fondo, no le importa nada todo esto y que sólo querría desempeñar el papel de Gustavo Adolfo, el salvador de Europa. El duque de Brunswick, que debe mandar los ejércitos coligados contra Francia, trata, al mismo tiempo, con los jacobinos, que le ofrecen el trono francés; Danton, a su vez, y Demouriez juegan también un doble juego. 

el juego de las potencias extranjeras, aprovechando la revolución francesa para sus propios intereses expansionistas.
Los príncipes están tan exactamente de acuerdo entre sí como los revolucionarios; el hermano engaña a la hermana; el rey, a su pueblo: la Asamblea Nacional, al rey: un monarca, al otro; todo son mentiras recíprocas, sólo para ganar tiempo en favor de su propia causa. Cada uno querría sacar algo para sí de la general confusión, y aumenta con sus amenazas la inseguridad general. Nadie querría quemarse los dedos, pero todos juegan con el fuego; todos, el emperador, el rey, los príncipes, los revolucionarios, crean, mediante este eterno negociar y engañar, una atmósfera de desconfianza (semejante a la que envenena el mundo en el día de hoy), y por último, sin quererlo realmente, arrastran a veinticinco millones de hombres en la catástrofe de una guerra de tantos años.