domingo, 12 de marzo de 2017

LAS TULLERIAS: RESIDENCIA VIGILADA

la familia real en paris (6 de octubre de 1789).
Desde ese punto de inflexión del destino, ese 6 de octubre los franceses pusieron a su reina bajo llave en las tullerias, la familia real nunca dejara de ser objeto de la inquietud de Europa. Porque en su persona se ha anticipado un problema de nuevo cuño, ni más ni menos que revolucionario, de imprevisibles repercusiones: ¿Qué se hace con un monarca que se pone en abrupta oposición a su pueblo y se demuestra indigno de la corona? La respuesta es abrumadora: ninguna. Porque los manejos jurídicos-políticos entre un monarca son nulos en aquella época, aun no se permite a la voluntad del pueblo objeción o reproche alguno contra su soberano. Toda jurisdicción termina ante los peldaños del trono. La corona aún no se encuentra dentro del espacio del derecho civil, sino fuera y por encima de ese derecho. Consagrados como los sacerdotes, nadie puede despojar de su dignidad as un ungido, significaría romper la estructura jerárquica del cosmos.

Construido por orden de Catalina de Medici en la segunda mitad del siglo XVI, el palacio de las Tullerías fue el escenario de algunos de los eventos más famosos de la historia de Francia. Devastado por el incendio provocado en 1871, sus restos fueron demolidas en 1883. Su aura legendaria, sin embargo, cruzó las lámparas de araña y despierta hoy un proyecto de reconstrucción.
¿Dónde se halla en la Sagrada Escritura un pasaje que permita a los súbditos deponer a sus príncipes? ¿En qué monarquía hay una ley escrita según la cual los súbditos toquen la persona de su príncipe, lo pongan en prisión o puedan juzgarlo? Dado que conforme a los mandatos de Dios son súbditos y ellos su soberano, no pueden obligarlos a responder a su acusación, porque no corresponde a la Naturaleza que la cabeza se someta a los pies. pero En 1789, la Revolución no es todavía consciente de su propia fuerza; aún se espanta, a veces, de su propio valor; así le ocurre en esta ocasión: la Asamblea Nacional, los consejeros de la ciudad de París, toda la burguesía, en el fondo de su corazón todavía honradamente fieles al rey, están asustados del golpe de mano de la horda de amazonas que posee en sus manos al indefenso rey. Por vergüenza, hacen todo lo imaginable para borrar lo ilegal de este acto de brutal violencia; unánimemente se esfuerzan por convertir ahora el rapto de la familia real en un cambio «voluntario» de residencia.

Conmovedoramente, compiten en esparcir las más bellas rosas sobre la tumba de la autoridad real, con la secreta esperanza de ocultar que la monarquía está, en realidad, para siempre muerta y sepultada desde el 6 de octubre. Las delegaciones suceden a las delegaciones para asegurar al rey su profunda fidelidad. El Parlamento envía treinta miembros; la municipalidad de París hace una visita colectiva para presentar sus respetos; el alcalde se inclina ante María Antonieta con estas palabras: «La ciudad se siente feliz de veros en el palacio de sus reyes y desea que el rey y Vuestra Majestad le hagan la merced de elegirlo como su residencia permanente». Con igual respeto se presenta la Cámara Alta, la Universidad, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de la Corona y, finalmente, el 20 de octubre, toda la Asamblea Nacional, y delante de las ventanas del palacio, agolpándose diariamente, grandes masas de gentes que gritan: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!». Todos hacen lo que pueden para expresar al monarca su alegría por su « voluntario cambio de residencia».

el rey luis XVI y el delfín entran a las tullerias.
Pero María Antonieta, siempre incapaz de fingir, y el rey, que la obedece, sé defienden con obstinación, cierto que comprensible en lo humano pero perfectamente loca en lo político, contra esta rosada disimulación de los hechos. «Tendríamos que estar bastante contentos si pudiésemos olvidar de qué modo hemos sido traídos aquí», escribe la reina al embajador Mercy. Pero, en realidad, ella no puede ni quiere olvidarlo. Ha sufrido demasiadas afrentas; la han arrastrado violentamente a París; su palacio de Versalles fue tomado a viva fuerza, asesinados sus guardias de corps, sin que la Asamblea ni la Guardia Nacional hayan movido ni un dedo. La has encerrado violentamente en las Tullerías; el mundo entero debe conocer estos ultrajes a los sagrados derechos de un monarca. Constantemente y con intención subrayan ambos su propia derrota: el rey renuncia a la caza, la reina no va a ningún teatro; no se muestran en la calle, o salen en coche y dejan perder, con esto, la importante posibilidad de volver a hacerse populares en París. Esta terca manera de encerrarse en sí mismos produce un peligroso prejuicio. Pues, al decirse la corte sometida a violencia, convence al pueblo de su propia fuerza; al proclamar el rey permanentemente que es la parte más débil, acaba, en realidad siéndolo. 

el primer homenaje de los habitantes de París a la Familia Real el miércoles 17 de octubre de 1789, después de su llegada a buen puerto en esta ciudad
No es el pueblo, no es la Asamblea Nacional, sino el rey y la reina, quienes has abierto un visible foso en torso a las Tullerías; ellos mismos convierten, con loca obstinación, en una cautividad la libertad que todavía no les ha sido impugnada. Pero si la corte, de modo tan patético, considera las Tullerías como una prisión, debe, por lo menos, ser una prisión regia. Ya en los días siguientes, gigantescos carruajes traen muebles de Versalles; ebanistas y tapiceros martillean hasta altas horas de la noche en las habitaciones. Pronto, salvo los que se han retirado o expatriado, los antiguos empleados de la corte se reúnen en la nueva residencia real; toda la chusma de camareros, lacayos, cocheros y cocineros llenan los locales de servicio. Las antiguas libreas brillan por los pasillos; todo vuelve a copiar a Versalles y también el ceremonial ha sido transportado intacto; solamente se nota como única diferencia que ante las puertas, en lugar de nobles guardias de corps, ahora licenciados, son los guardias nacionales de La Fayette los que están en servicio.

No podía decir una palabra sin que los sollozos la asfixiaran y nosotros tampoco podíamos responderle -dice la Sra. de Staël- ¡Qué espectáculo es este antiguo palacio de las Tullerías, abandonado desde hace más de un siglo por sus augustos anfitriones! La obsolescencia de los objetos externos actuaba sobre la imaginación y la hacía viajar hacia tiempos pasados. Como estábamos lejos de prever la llegada de la familia real, muy pocos apartamentos eran habitables, y la reina se había visto obligada a instalar catres para sus hijos en la misma habitación donde estaba recibiendo; se disculpó con nosotros y agregó: "Saben que no esperaba venir aquí".

De la gigantesca serie de habitaciones de las Tullerías y el Louvre, la familia real habita solamente un muy pequeño espacio, pues ya no se quiere ninguna fiesta más, ni bailes ni redoutes : ningún alarde ni ningún esplendor innecesarios. Exclusivamente es dispuesta para la familia real la parte de las Tullerías que da hacia el jardín (el año 1870 fue quemada durante la Comuna y no ha vuelto a ser edificada): en el piso superior, el dormitorio y la sala de recibir del rey, un dormitorio para su hermana, uno para cada uno de los niños y un saloncito. En el piso bajo, el dormitorio de María Antonieta, con un cuarto para las recepciones y un gabinete de toilette , una sala de billar y el comedor. Aparte la gran escalinata, ambos pisos están unidos por una nueva escalera, construida expresamente. Conduce de las habitaciones del piso bajo de la reina a las del delfín y del rey, y únicamente la reina y el aya de los niños poseen la llave de sus puertas. 

La misa de la familia real en el Palacio de las Tullerías en la Galerie de Diane, 1791 por Robert Hubert (Curiosamente, la pintura fue incluida en las posesiones de Madame du Barry en 1793)
Considerando el plano de esta distribución de habitaciones, sorprende el aislamiento de María Antonieta del resto de la familia, cosa indudablemente ordenada por ella misma.Duerme y habita sola, y su dormitorio y su sala de recepción están de tal modo dispuestos que la reina puede en todo momento recibir visitas que pasen inadvertidas, sin que éstas tengan que utilizar la escalera oficial y la entrada principal. Pronto se verá el intencionado propósito de esta medida, lo mismo que la ventaja de que la reina pueda en cualquier instante trasladarse al piso superior, mientras que ella misma está guardada de toda sorpresa por parte de la servidumbre, de los espías, de los guardias nacionales y también acaso hasta del mismo rey. Aun en la cautividad, defenderá hasta el último aliento, gracias a su desenvoltura, los últimos restos de su libertad personal.

El viejo palacio, con sus tenebrosos corredores, día y noche escasamente iluminados por unas fuliginosas lámparas de aceite, con sus escaleras de caracol, sus cuartos de la servidumbre excesivamente llenos de gente, y ante todo con el permanente testimonio de la omnipotencia popular, la vigilancia de la Guardia Nacional, no es, en sí misma, ninguna agradable residencia; y, no obstante, oprimida por el destino, la familia real lleva aquí una vida tranquila, más íntima y hasta quizá más cómoda que en la pomposa jaula de piedra de Versalles. Después del desayuno hace la reina que bajen los niños a sus habitaciones; luego va a oír misa y permanece sola en su cuarto hasta el almuerzo en común. Tras él, juega con su esposo una partida de billar, débil compensación gimnástica del placer de la caza, de que tan a disgusto se priva el monarca. Después, mientras el rey lee o duerme, María Antonieta se retira otra vez a sus habitaciones para celebrar consejo con sus íntimos amigos, con Fersen, con la princesa de Lamballe o con otros. Después de la cena se reúne en el gran salón toda la familia: el hermano del rey, el conde de Provenza, con su mujer, que habitan en el palacio de Luxemburgo; las viejas tías, y algunos pocos fieles. A las once se apagan las luces; el rey y la reina se dirigen a sus dormitorios. 

la reina acompañada de madame Elizabeth y sus dos hijos en los jardines de las tullerias.
Esta distribución del tiempo, tranquila, regulada, de pequeños burgueses, no conoce ningún cambio, ninguna fiesta ni ninguna pompa. Mademoiselle Bertin, la modista, no es casi nunca llamada; el tiempo de los joyeros ha pasado, pues Luis XVI necesita conservar ahora su dinero para cosas más importantes: para comprar enemigos y para secretos servicios políticos. Desde las ventanas, la mirada recorre el jardín, donde se muestran el otoño y la temprana caída de la hoja; ahora corre velozmente el tiempo que antes pasaba tan lento para la reina. Ahora se ha hecho por fin el silencio en torno a María Antonieta, aquel silencio que antes ha sido tan temido por ella; por primera vez tiene ocasión para reflexiones claras y serias. Esta demasiado amurallada en su real seguridad en sí misma como para que el insulto o la vergüenza puedan humillarla. Ninguna marca, siente, puede deformar una frente que ha ceñido la corona y que esta ungida con el santo oleo de la vocación. Ninguna sentencia y ninguna orden le harán inclinar la cabeza; cuanto mayor sea la violencia con La que se le quiera imponer un destino pequeño y carente de derechos, tanto mayor será la decisión con la que se resista. Semejante voluntad no se puede encerrar a la larga; rompe todos los muros, desborda todos los diques, y si se la encadena, sacudirá impetuosa las cadenas, haciendo temblar los muros y los corazones. 

El pueblo francés, al que había ignorado hasta este año 1789, adoptó entonces el rostro de innumerables locos impacientes por asesinarla. ¿Qué habría sentido si hubiera leído el artículo de Loustalot publicado el 10 de octubre les Révolutions de Paris? Con evidente brutalidad, el periodista había encontrado las palabras adecuadas para expresar el punto de vista popular sobre el conflicto entre la reina y los franceses. ¿Era todavía posible ponerle fin, como quería este joven revolucionario?: “Al seguir a nuestro rey hasta esta ciudad, comienza usted, señora, a destruir los rumores que han afligido a todos los buenos franceses y que resuenan en toda Europa. Sería traicionarla, señora, ocultarle que estos rumores han producido una impresión desastrosa en el pueblo y que sólo por miedo a angustiar el corazón de su marido une su nombre a los suyos en sus gritos de alegría y su homenaje.

Sabemos que la calumnia audaz no respeta ningún rango ni virtud; pero también sabemos lo que la adulación y el amor al poder ilimitado pueden hacer a los reyes; Sabemos lo que el deseo de preservar los derechos que ella cree que pertenecen a su marido y a su hijo puede hacerle al corazón de una esposa y de una madre. Pero no nos corresponde, Señora, escrutar ni sus sentimientos ni sus actos, usted sólo tiene como juez en este momento a Dios y a su marido; nuestro deber se limita a presentarles la esperanza de felicidad que nos brinda su estancia en esta ciudad.

Nuestra historia ofrece pocos ejemplos de reinas que velaron por la felicidad del pueblo. No hace falta remontarse al siglo de Frédégunda y Brunegilda, donde cada acción era un crimen y cada pensamiento una iniquidad, para demostrar que una reina intrigante que no busca su felicidad en la virtud es la peor de las mujeres y la más infeliz de las reinas.

Nos falta una reina, señora, cuya vida contrasta perfectamente con la de tantos monstruos; una reina que, ocupada en formar el corazón de sus hijos, en hacer feliz a su marido, coloca entre sus deberes el socorro del pueblo, que, decidida protectora de la inocencia perseguida o de la pobreza virtuosa, estableció, para toda su participación en los asuntos públicos, una organización caritativa y de alguna manera hizo que su marido tuviera celos del reconocimiento francés hacia ella y de la admiración de todos los pueblos.

Esta es Señora, lo que esperamos de usted: usted tiene todo para triunfar, la naturaleza se lo ha dado todo. Abjurando, si los hay en tu corazón, de todo sentimiento de prejuicio y de ira contra el mejor de los hombres, entrega tus acciones a su mirada y tu corazón a su amor. El francés necesita amarte tanto como ama a su rey; sólo conserva este sentimiento por miedo a ser rechazado. Al venir entre nosotros con confianza, con una confianza que no será traicionada, ya has tranquilizado nuestro corazón; completa tu obra profesando tu patriotismo tan alto, tan públicamente, que la aristocracia pierda toda esperanza de abusar de tu nombre de ahora en adelante para alarmar al pueblo y apoyar sus abominables proyectos".¿Podría la reina escuchar tales exhortaciones?.

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