domingo, 6 de noviembre de 2016

EL BANQUETE DEL 1 DE OCTUBRE (1789)


LLAMAMIENTO DEL REGIMIENTO DE FLANDES

Desde la salida del mariscal de Broglie el 17 de julio, todas las tropas reunidas en París y sus alrededores han dejado el campo vacío. El 31 de julio, como hemos visto, la Guardia Francesa abandonó sus puestos en Versalles y se unió a la Guardia Nacional en París.

Como para compensar este movimiento centrífugo, se improvisó en Versalles una Guardia Nacional: en el lugar, como hemos visto, el 17 de julio, se constituyó oficialmente el 28 de julio. Después de la real ordenanza de 9 de agosto, ya citada, que pretendía poner fin a los desórdenes en el reino, la Asamblea decretó, al día siguiente, a favor de los municipios, el derecho de requerir a las milicias nacionales para disipar las concentraciones sediciosas y neutralizar a los perturbadores del orden público. También se pide a los milicianos que presten un juramento cívico de lealtad a la nación, al rey y a la ley.

Para suministrar armas a las Guardias Nacionales de Versalles, el municipio recurrió, entre otros, al nuevo Secretario de Estado para la Guerra, el Marqués de La Tour du Pin-Gouvernet. También le pide refuerzos de hombres experimentados, en particular para vigilar los mercados. El lunes 17 de agosto, procedente de Rambouillet, donde estaba acuartelado, un destacamento de 200 cazadores de Trois-Évêchés se acercó a Versalles por la carretera de Saint-Cyr. El anuncio de su llegada, acompañado de rumores -se habla de 6.000 hombres- despierta cierta preocupación en la población. El municipio pide a los cazadores que no entren en Versalles, sino que acudan al Gran Trianón para pasar allí la noche. No fue hasta el día siguiente, al final de la tarde, que tomaron el juramento cívico en la Place d'Armes, en presencia de los milicianos de Versalles.


Miss de Donissan fue testigo de la llegada de estos cazadores: “Habíamos puesto todas las nuevas formas constitucionales para hacerlos llegar. Se presentan en la puerta del Dragón, el pueblo se amotina, cierra la puerta, arroja piedras a los cazadores. Los dejamos allí, hambrientos. Alrededor de las 5 de la tarde, el rey regresa de la caza. Gritan "¡Viva el rey!" y pasa sin detenerse en lugar de decirles que lo sigan y los guíen a través del castillo. Así, este pobre rey, siempre débil e inseguro, perdía cada día su dignidad". En su declaración de 1791, Luis XVI volverá a mencionar, para indignarse, el hecho de que la multitud se opuso «a la entrada de un destacamento de cazadores destinados a mantener el buen orden». El 19 de agosto, 100 cazadores de Lorena también hacen este juramento. Al igual que sus colegas de Trois-Évêchés. 

El 3 de septiembre, este último nombró a sus autoridades. Según Mme de Gouvernet, “fue gracias a las solicitudes de la Reina que M. d'Estaing fue nombrado Comandante en Jefe de la Guardia Nacional en Versalles. Pero mi suegro [el Marqués de La Tour du Pin, Secretario de Estado para la Guerra], esperando que pudiéramos mantener el ascendiente sobre esta tropa, que él quería, designó a su hijo [el Conde de Gouvernet] para ser el segundo al mando. Esto equivalía a tener el mando real de la misma, pues el señor d'Estaing, cuya arrogancia y altanería le hacían reacio a mezclarse con esta tropa de burgueses, nunca se preocupaba por ella sino en los días en que no podía prescindir de ella. Así que no tuvo parte en la organización, ni en el nombramiento de oficiales. Berthier, el Príncipe de Wagram, un oficial de estado mayor muy distinguido, fue nombrado mayor. Era un hombre valiente que tenía talento como organizador, pero la debilidad de su carácter lo dejaba expuesto a todas las intrigas. Propuso como oficiales a comerciantes de Versalles ya inscritos en el partido revolucionario y que sembraron la discordia en las tropas. Entre estos últimos, Lecointre fue nombrado capitán y luego teniente coronel de los cuatro batallones del distrito de Notre-Dame".

Tan pronto como fue nombrado, el conde de Estaing solicitó al municipio tropas de socorro. El 13 de septiembre, el saqueo de la panadería del barrio de Saint-Louis, del que ya se ha hablado, aceleró las cosas: según Mme de Tourzel, "aprovechamos esta circunstancia para hacer sentir al municipio la necesidad de aumentar la fuerza represiva . Autorizó pues al conde de Estaing […] a solicitar la llegada de un relevo de mil soldados regulares, y el regimiento de Flandes recibió la orden de ir a Versalles”. En virtud de una orden probablemente firmada el 14 de septiembre, el regimiento de Flandes partió de Douai hacia Versalles.

Charles Henri, conde d'Estaing, comandante en jefe de la guardia nacional en Versalles. Retrato:Jean-Pierre Franque.
El 18 de septiembre, el personal de la Guardia Nacional de Versalles fue convocado, El conde de Estaing le informó de los temores de la corte, informados de los movimientos sediciosos parisinos, como hemos visto, por una carta del 17 de septiembre del marqués de La Fayette al conde de Saint-Priest. Leyó una carta que este último le había enviado el mismo día y en la que le preguntaba si la milicia burguesa de Versalles sería suficiente para oponer resistencia suficiente al "pueblo armado" que amenazaba con venir de París para "perturbar la tranquilidad de Versalles”. El conde d'Estaing también leyó una carta de La Fayette anunciando a Saint-Priest la intención de los antiguos guardias franceses de reanudar su servicio en Versalles. Asociados con la toma de la Bastilla y los asesinatos de Foulon y Bertier de Sauvigny, estos últimos fueron mal vistos por la corte, pero también porque corrían el riesgo de arrebatarle los puestos que ocupaba en el castillo y, en general, de dar él umbra, dentro de la guardia nacional de Versalles. Sin dificultad, el estado mayor de la Guardia Nacional de Versalles da su acuerdo al proyecto de traer un refuerzo de tropas asentadas en Versalles, lo que equivale en realidad a refrendar una decisión ya tomada.

Según Duquesnoy, quien escribió el 23 de septiembre, “no bien firmada esta deliberación, quienes no habían cooperado en ella se quejaron y trataron de incitar al pueblo de Versalles contra esta resolución. Han sido fuertemente secundados por algunos miembros de la Asamblea Nacional, a quienes el orden y la paz no les convienen en modo alguno. También fueron atacados por algunos miembros turbulentos de los distritos de París, que buscaban incitar a los guardias franceses a una insurrección. Se rumoreaba que se traían 15.000 hombres a Versalles, que se iban a renovar los planes para el mes de junio y otras locuras de la misma naturaleza".

Del mismo modo, según el conde de Saint-Priest, “hasta los últimos momentos, me atormentaba derogar esta medida de la que sabían que era autor. El municipio de París tuvo la audacia de enviar cuatro diputados a Versalles para preguntarme, como ministro del rey, las razones de la apelación del regimiento de Flandes. Bajaron a mi casa. Me habían llamado ese día a casa de Madame Adélaïde y estaba allí entonces. Dusaulx, el académico, el ex miembro de la diputación, al enterarse de que yo había salido: “Te mando, le dijo a mi suizo, que lo avises”. El suizo lo ignoró, pero al fin llegué. Dusaulx me habló, tomando una voz que se escuchaba desde el otro lado del patio. Me dijo que la ciudad de París, al saber que el rey convocaba tropas a su persona, había designado a la diputación de la que era miembro para averiguar este hecho, que alarmó a la capital. Estuve tentado de responder duramente a tal impertinencia, pero las circunstancias no permitieron abrir una querella de palabras con los rebeldes de la ciudad de París, simplemente respondí que una carta de M. de La Fayette habiendo dado preocupación por la tranquilidad de Versalles, Su Majestad me había mandado transmitirlo a la municipalidad de esta ciudad, la cual, encontrándose desprovista de fuerza armada, había pedido al poder ejecutivo que propusiera al rey la apelación de uno de sus regimientos. Agregué que este asunto era personal de la ciudad de Versalles y que la nueva ley no prescribía nada que no se hubiera observado”. 


De hecho, como en julio, la llegada de nuevas tropas plantea muchas preguntas, preocupaciones y reticencias. El 21 de septiembre -día de la votación sobre el alcance del veto real- se informó oficialmente a los diputados de la Asamblea Nacional de la próxima llegada del regimiento de Flandes. El conde de Mirabeau sube a la tribuna: según Delandine, "Mirabeau habiendo notado que sería apropiado demostrar más claramente la utilidad de la llegada de estas tropas, esta cuestión dio lugar a un debate, Se ha observado que habiéndose dado la Asamblea Nacional el derecho a los municipios de solicitar el auxilio de las tropas cuando lo estimen conveniente, el de Versalles solo no podía ser privado de él”.

Al día siguiente, el alcalde de París, Bailly, escribió al Marqués de La Tour du Pin-Gouvernet, Secretario de Estado para la Guerra: “Un gran número de distritos de la capital, señor, acaban de ser informados de la inminente llegada del regimiento de Flandes a Versalles. La asamblea de electores de París me ha dado instrucciones para informarle de su deseo de ver retirarse al regimiento de Flandes y saber que otras tropas que se cree que están en marcha se marchan con él. Nuestra esperanza, señor, está enteramente en confianza. El mero pretexto de una presunta inquietud bastaría para provocar problemas en París". La Tour du Pin-Gouvernet responde a Bailly que las órdenes relativas al regimiento de Flandes se dieron a petición del municipio de Versalles, es decir, en cumplimiento de la ley. También comunicó la carta de Bailly a la Asamblea Nacional y la respuesta que había escrito y agregó: “El Rey me ordena advertirles que, sobre las diversas amenazas hechas por personas malintencionadas de salir de París con las armas, se han tomado diversas medidas para preservar la sede de la Asamblea de toda inquietud".

El 22 de septiembre, a instancias de Lecointre, las compañías de la Guardia Nacional de Versalles se desvincularon de su plantilla y, por estrecha mayoría, votaron en contra de la deliberación del 18 de septiembre.


El 23 de septiembre, el regimiento de Flandes entra en Versalles por la avenida de París. De hecho, su llegada se anticipó dos días, para tomar por sorpresa a la oposición de la Guardia Nacional de Versalles. A la altura de la rue de Noailles, lo esperan el conde de Estaing y gran parte de los oficiales de la Guardia Nacional de Versalles, así como Clausse, presidente de la asamblea municipal. Compuesto por 1.100 hombres bajo el mando del marqués de Lusignem, el regimiento de Flandes se dirigió a la Place d'Armes para prestar juramento cívico. Luego fue acuartelado en Versalles mismo, en el Chenil y en los establos del Conde d'Artois, es decir a ambos lados del Hôtel des Menus-Plaisirs.

Al día siguiente, fue el turno de la Guardia Nacional de Versalles de reunirse en la Place d'Armes. Tras la renovación de su juramento cívico, el Conde d'Estaing leyó una carta del rey agradeciéndole haber acogido al regimiento de Flandes, que se instaló en Versalles "para el orden y la seguridad de la ciudad". Sin demora, los soldados del regimiento de Flandes ocupan puestos de guardia en el castillo. El 27 de septiembre, los miembros de la asamblea municipal de Versalles son recibidos en audiencia en la sala de Luis XIV: vienen a agradecer al rey por haber contribuido a reforzar la seguridad de la ciudad. También es una oportunidad para tranquilizar a la guardia nacional de Versalles, los oficiales acompañan a los miembros de la asamblea municipal y se presentan al rey, los soldados se distribuyen en el Gran Apartamento, hasta la capilla, donde el rey va tras la audiencia. El 29 de septiembre, los oficiales de la Guardia Nacional de Versalles fueron presentados a la Reina, quien les entregó tres banderas. Ese día, la guardia nacional ofreció una comida a los soldados del regimiento de Flandes.

El 30 de septiembre, en la iglesia Notre-Dame de Versailles, las tres banderas blancas ofrecidas por la reina fueron bendecidas por el arzobispo de París. Tras el canto del Te Deum, nos dirigimos al estanque suizo, donde se entregan las banderas, con un discurso pronunciado por el poeta Ducis.

BANQUETE EN LA ÓPERA 

El jueves 1 Octubre, los oficiales de la escolta del rey ofrecen un banquete a los oficiales del regimiento de Flandes. También fueron invitados los oficiales de los cazadores de Trois-Évêchés y Lorraine, así como los oficiales de Cent-Suisses, la Guardia Suiza, los guardias del preboste del Hôtel, pero también una veintena de miembros de la Guardia Nacional de Versalles, estos últimos elegidos entre todos los rangos. Para la ocasión, los oficiales de la escolta tienen a su disposición el teatro de ópera real, lo que es una señal de favor, ya que el lugar casi nunca se utiliza, y en todo caso no para eventos relacionados con personas que no sean soberanos y miembros de la familia real. Desde la inauguración de la ópera real en 1770 para la fiesta de bodas del futuro Luis XVI y María Antonieta. 


El salón de la ópera real no se ha utilizado desde el baile dado el 18 de junio de 1784 en honor a Gustavo III de Suecia. Se ha mantenido desde entonces en esta configuración particular: el nivel del suelo del anfiteatro, el parterre, el foso de la orquesta y el proscenio se eleva para formar un gran espacio plano desde la entrada al vestíbulo hasta el fondo del escenario. Así se mostró a los embajadores de Mysore en 1788. Según Martin, que, como hemos visto, visitó la sala en agosto de 1789, la escena tiene un entorno boscoso, que es el único cambio desde 1784.

En forma de herradura, la mesa del banquete, prevista para 210 cubiertos, se instala sobre el escenario. Los comensales se disponen de tal forma que los oficiales de la escolta se alternan con sus invitados. El espacio correspondiente al anfiteatro alberga una orquesta militar. Los palcos están abiertos a los cortesanos, que pueden así asistir al banquete como espectadores, como si de un acto real o principesco se tratara, o simplemente echar un vistazo a esta magnífica sala, que muy pocas veces se ve iluminada.
 

Los primeros invitados llegan alrededor de las 3 p.m, una hora tardía para la comida del mediodía, que en ese momento se llamaba cena. Madame de Gouvernet recuerda este evento, al que asistió como testigo presencial con la hermana de su marido, Madame de Lameth: "Fuimos, mi cuñada y yo, hacia el final de la cena, a ver el look, que era magnífico. Mi marido, que había venido a recibirnos para dejarnos entrar en uno de los palcos delanteros, tuvo tiempo de decirnos en voz baja que estábamos muy acalorados y que se habían hecho algunas desconsideraciones. De repente se anunció que el rey y la reina iban al banquete: un paso imprudente que tuvo el peor efecto".

También presente, la señora Campan está sorprendida por este anuncio: la reina le aseguró que no tenía intención de ir al banquete. Según el conde de Saint-Priest, la condesa de Tessé “fue a buscar a la reina y al delfín. Para ser justos, esta princesa fue más bien tentada que persuadida para ir allí. El rey estaba cazando y regresó mientras la reina estaba en la comida, donde ella y el delfín recibieron interminables aplausos". El 1 de octubre, Luis XVI anota en su diario: “Cacería de ciervos en el parque de Meudon, tomados dos, ida y vuelta a caballo". Esta es probablemente la primera vez que regresa a Meudon desde la muerte de su hijo mayor. 


Saint-Priest es el único que menciona la llegada tardía del rey. Según Mme de La Tour du Pin, “los soberanos aparecieron en efecto en el palco central con el pequeño delfín, que tenía casi cinco años. Lanzamos gritos entusiastas de “¡Vive le Roi!”, no escuché otros pronunciar, contrariamente a lo que pretendíamos”.

Pauline de Tourzel acompaña a la familia real: “Por un movimiento espontáneo, todos los invitados se levantaron y, desenvainando sus espadas, juraron derramar por la familia real hasta la última gota de su sangre. La emoción estaba en su apogeo y todos lloraban".

Un oficial suizo se acerca al palco real y le pide a la reina que le encomiende al delfín para recorrer la sala. Por la altura del suelo del anfiteatro, elevado, es bastante fácil para la reina entregar a su hijo al oficial, que sólo tiene que estirar los brazos para recoger al niño. Según Mme de Gouvernet, “el pobre niño no tenía el menor miedo. El oficial colocó al niño sobre la mesa, y él caminó alrededor de él, muy valiente, sonriente y nada alarmado por los gritos que escuchaba a su alrededor. La reina no estaba tan tranquila, y cuando se lo devolvió lo besó con ternura".


Mademoiselle de Donissan informa que “el rey fue persuadido de ir al teatro para dar la vuelta a la mesa. La reina lo siguió y habló a todos con su gracia encantadora, que tan bien sabía cautivar los corazones. Ella confió sucesivamente el Delfín a diferentes guardaespaldas”. Durante su juicio en octubre de 1793, la reina declaró que había caminado alrededor de la mesa con su familia, sosteniendo a su hijo de la mano. Llevaba un vestido azul y blanco.

Acompañados por el sonido de las trompetas, se brindan por el rey, la reina, el delfín, la familia real. No se hace mención de la nación, ni de la Asamblea Nacional. Más aún, Mme Campan informa que “algunos jóvenes de la Guardia Nacional de Versalles, invitados a esta comida, devolvieron sus escarapelas, que estaban blanqueadas por debajo”. La orquesta comenzó a tocar el aire de “Richard, corazón de león”: “oh, Richard, oh mi rey, el mundo te abandona, pero tenéis cientos de corazones fieles a ti!”. La multitud reunida empezó a animar; los hombres agitaron sus sombreros, las mujeres sus pañuelos, con el entusiasmo más salvaje.


María Antonieta no ha sabido nunca el provechoso arte de ganar el favor de las gentes por medio de una consciente habilidad, cálculo o lisonja. Pero la naturaleza ha impreso en su cuerpo y en su alma cierta altivez, que actúa seductoramente sobre todos los que por primera vez la encuentran: ni los individuos ni la masa pudieron nunca sustraerse a esta extraña magia de la primera impresión. También esta vez, al aparecer esta hermosa mujer joven, llena de grandeza y al mismo tiempo amable, oficiales y soldados saltan entusiasmados de sus asientos, sacan de la vaina las espadas, lanzando un mugiente viva en honor del soberano y de la soberana y olvidando probablemente, al hacerlo, el que está prescrito también para la nación.

La reina pasa por medio de las filas. Sabe sonreír encantadoramente, ser amable de una manera asombrosa y que no la obliga a nada; sabe, como su autocrática madre, como su hermano, como casi todos los Habsburgos (y este arte se ha seguido heredando en la aristocracia austríaca), en medio de un interno a inconmovible orgullo, ser cortés y complaciente hasta con la gente más humilde, sin producir por eso efecto de rebajamiento. Con una sonrisa sinceramente feliz (pues ¿cuánto tiempo hace que no ha oído gritar ese «Vive la Reine!»?) rodea con sus niños la mesa del banquete, y la vista de esta mujer bondadosa, llena de gracia y verdaderamente regia que viene, como huésped, junto a ellos, groseros soldados, traspone a oficiales y tropa hasta el éxtasis de la fidelidad monárquica: en aquella hora, cada cual está dispuesto a morir por María Antonieta.


Después de media hora, los soberanos se retiran. Según la señorita de Donissan, que presenció el evento, “la embriaguez y el entusiasmo estaban en su apogeo, todos derramaban lágrimas de alegría y ternura. Todos los oficiales que estaban a la mesa dieron un brinco [...] para llegar más rápido a la galería de la ópera y estar allí antes que el rey, que había dado la vuelta por los pasillos. Parecía que todos estaban al ataque. Hubo gritos confusos de “¡Viva el rey! Larga vida a la reina! ¡Los defenderemos, moriremos por ellos! ¡Vamos a arrebatárnoslos de los brazos!”. No escuché ninguna provocación contra la Asamblea Nacional o el Tercer Estado. Todos los soldados que habían seguido al rey, al encontrarse en su camino, echaron a correr por la terraza, por los patios, bajo las ventanas de todos los miembros de la familia real. Pasaron de allí bajo el balcón del rey, que apareció allí. Aunque este balcón, que es el del Patio de Mármol, frente a la puerta, estaba a gran altura, varios soldados se precipitaron sobre él, espada en mano, al grito de “¡Vive le Roi!”. Es algo increíble, pero sin embargo muy cierto. El rey, la reina estaban llorando, nada era más conmovedor que esta escena. Esta aparición en el balcón, sobre un fondo de júbilo, evoca la del 15 de julio, pero significa algo muy diferente". 

La calma regresa alrededor de las 9 p.m. Mme de Gouvernet relata que, “por la noche, nos dijeron que algunas damas que estaban en la galería de la capilla, entre otras la duquesa de Maille, habían repartido cintas blancas de sus sombreros a algunos oficiales". Fue una gran irreflexión, porque al día siguiente los periódicos malos, varios de los cuales ya existían, no dejaron de dar una descripción de la orgía de Versalles, tras la cual, añadieron, se habían repartido escarapelas blancas a todos los invitados. Desde entonces he visto repetir esta historia absurda en relatos serios y, sin embargo, esta broma irreflexiva se limitaba a un lazo de cinta que madame de Maillé, una jovencita aturdida de diecinueve años, desató de su sombrero".


Sin demora, corrió el rumor, en Versalles y en París, de un nuevo complot armado contrarrevolucionario. Según el embajador de español “corrió el rumor de que habían pisoteado las rosetas tricolor. El aprendizaje de estos eventos asombro a toda la audiencia. Las personas hablan de esta escena caótica e incluso contraproducente”. Se llega a afirmar que la escarapela nacional ha sido pisoteada en presencia de los soberanos. Durante su juicio, María Antonieta admitirá haber oído que las mujeres habían repartido escarapelas blancas, pero solo el 2 o 3 de octubre, y no haber tomado medidas para castigarlas. Por el contrario, el viernes 2 de octubre, la Reina recibió a una diputación de la Guardia Nacional de Versalles que había venido a agradecerle su regalo de banderas. En su respuesta, la reina evoca el banquete del día anterior: “Estoy encantada con la jornada del jueves. La nación y el ejército deben estar unidos al rey como lo estamos nosotros".

El sábado 3 de octubre se sirvieron los restos del banquete de la ópera real en el picadero del Hôtel des Gardes du Corps. Este segundo banquete, al que asistieron soldados del regimiento de Flandes y algunos miembros de la Guardia Nacional de Versalles, dio lugar a nuevos rumores: "Dicen que se habló de marchar sobre la Asamblea" (Sra. Campan). Según el diputado Devisme, quien mencionó al día siguiente los dos banquetes del 1 y de 3 de octubre escribe, respecto del segundo, que “se alega que allí se pisoteó la escarapela nacional y que allí se levantó la escarapela blanca y que allí se maltrató a la Asamblea Nacional. Esta doble celebración, cuya intención se ha sospechado por las circunstancias, ha inquietado a los parisinos. Una delegación acudió hoy al Conde de Saint-Priest para pedir la retirada de las tropas que se encuentran aquí. La respuesta del ministro se cuenta de varias maneras, pero todos coinciden en que equivale a una negativa formal. Sea como fuere, vi varias escarapelas blancas en el castillo esta noche, e incluso me mostraron en el Œil-de-boeuf a dos mujeres que las estaban repartiendo".

El 3 de octubre, Gorsas publica el número del Courrier de Versailles à Paris -periódico que aparece desde el 5 de julio- que denuncia el banquete del 1 de octubre como contrarrevolucionario. Allí se relata que se cantó el aire de Ricardo Corazón de León y que la reina paseó al delfín, tomándolo de la mano. Gorsas sugiere que fue testigo de este banquete. Habría oído allí: “¡Abajo las escarapelas de colores! Que tomen todos el negro, es el correcto”, es decir el de la reina. Gorsas desarrolló su historia con la complicidad de Lecointre.


La historia de estas fiestas había escandalizado a la capital. Los siguientes días redoblan ya ensordecedores los tambores de los periódicos patrióticos; la reina y la corte han comprado asesinos contra el pueblo. Han embriagado a los soldados con vino tinto para que viertan dócilmente la sangre de sus conciudadanos. Los oficiales con alma de esclavos han arrojado al suelo la escarapela tricolor, la han pisoteado y profanado, han contado canciones serviles y todo ello bajo la provocadora sonrisa de la reina. Bajo las ventanas del monstruo austriaco, han gritado “viva el rey, viva la reina, abajo la asamblea”. ¿Seguís sin fijaros aun en esto, patriotas? Quieren caer sobre parís, los regimientos están ya en marcha. Por tanto, ¡arriba ahora ciudadanos! ¡Alzaos para el último combate, para el decisivo! Reunidos patriotas. En las calles la multitud grita: “es hora de matar a la reina!”.

En los jardines del Palais Royal estaban trabajando los agitadores: "Ciudadanos, mientras os morís de hambre hay mucho en Versalles. Estos cerdos de aristócratas se sientan en sus mesas que se hunden bajo el peso de tanta comida. Esperas en vano fuera de las panaderías por el pan. ¿Deberían hacerse a un lado y tocar sus gorras y gritar: “¡Así sea!” No, Ciudadanos. No estás hecho de hielo; sois de carne soberbia, y por vuestras venas corre buena sangre roja. Debemos terminsr con esta injusticia. Venid, Ciudadanos. Ármense y luego... ¡a Versalles!".

Dos días más tarde, el 5 de octubre, estalla la revuelta en París. Estalla, y pertenece a los muchos secretos impenetrables de la Revolución francesa el saber realmente cómo se originó. Pues esta revuelta en apariencia espontánea se nos muestra como una maravilla de organización y cálculo previsor, tan insuperablemente montada, desde el punto de vista político, que el disparo parte, con toda precisión y derechamente, desde el debido punto de arranque hasta alcanzar la debida meta, en forma que unas manos muy prudentes, muy sabias, muy hábiles y ejercitadas tienen que haber mediado en ello. Ya fue una idea genial, el cual dirigía en el Palais Royal, por cuenta del duque de Orleans, la campaña contra la corona, no querer ir con un ejército de hombres, sino con una masa de mujeres, a buscar al rey a Versalles.

domingo, 30 de octubre de 2016

ARRESTO AL CARDENAL DE ROHAN (1785)


Los ensayos del Barbero de Sevilla tocan a su fin. María Antonieta está cada vez más inquieta y ocupada. ¿Parecerá realmente bastante joven y bastante bonita para hacer de Rosina? El parterre de amigos invitados, tan exigente y mal acostumbrado, ¿no le hará el reproche de tener poca soltura y naturalidad y de parecer más bien una diletante que una cómica? Verdaderamente, está llena de escrúpulos; singulares escrúpulos de una reina. Y ¿por qué no acaba de venir hoy madame Campan, con la cual debe ensayar su papel? ¡Por fin, por fin aparece! Pero ¿qué ocurre? ¡Parece tan extrañamente excitada! En el día de ayer, el joyero de la corte, Boehmer, se ha presentado en su casa totalmente consternado -acaba por balbucear la dama-, para pedir inmediatamente una audiencia a la reina. Aquel judío sajón le ha contado una historia totalmente loca y embrollada; según su relato, la reina había hecho comprar secretamente en casa del joyero, algunos meses antes, cierto célebre y magnífico collar de diamantes, concertando el pago a plazos. Pero hace ya mucho tiempo que está vencido el término del primero y no le ha sido pagado ni un ducado. Sus acreedores le apremian, y necesita en seguida su dinero.

Los joyeros de la corte Bassange Paul y Charles Auguste Boehmer.
¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué diamantes? ¿Qué collar? ¿Qué dinero? ¿Qué plazos? Al pronto, la reina no comprende ni palabra. Por fin recuerda que conoce, naturalmente, el grande y precioso collar que han labrado con tan perfecto gusto los dos joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge. Se lo han ofrecido varias veces en un millón seiscientas mil libras; ¡claro que le habría gustado poseer esta joya magnífica! Pero los ministros no dan dinero para ello; hablan siempre de déficit. ¿Cómo pueden, pues, estos embusteros afirmar que lo han adquirido para ella y hasta a plazos y en secreto y que les debe, además, dinero? Tiene que haber una loca confusión. En todo caso, se acuerda ahora la reina, hará cosa de una semana que ha recibido de estos joyeros una carta singular en la que le daban las gracias por algo y le hablaban de una alhaja preciosa. ¿Dónde está la carta? ¡Ah, es verdad!: la ha quemado. No suele leer nunca detenidamente las cartas, y también esta vez ha destruido al instante aquella respetuosa a incomprensible faramalla. Pero ¿qué quieren, en realidad, de ella? María Antonieta hace al instante que su secretario le dirija una carta a Boehmer. En todo caso, no lo cita ya para el día siguiente, sino para el 9 de agosto. ¡Dios mío!, el asunto de ese loco no corre tanta prisa, y la reina necesita de toda su atención para los ensayos del Barbero de Sevilla.

El 9 de agosto, pálido, excitado, se presenta Boehmer, el joyero. La historia que refiere es completamente incomprensible. Al principio, la reina cree tener en su presencia a un loco. Cierta condesa Valois, la amiga íntima de la reina -«¿Cómo? ¿Amiga mía? No he recibido jamás a una dama de ese nombre»-, ha examinado aquella alhaja en casa del joyero, declarando que la reina quiere comprarla en secreto. Y Su Eminencia, monseñor el cardenal de Rohan -«¿Qué? ¿Ese repugnante sujeto con el cual no he cambiado jamás una palabra?»-, ha recibido la joya por encargo de Su Majestad.


Por insensato que parezca todo ello, algo tiene que haber de verdad en el asunto, pues el sudor brota de la frente de este pobre hombre y tiembla de la cabeza a los pies. También la reina tiembla de furor al saber el villano abuso que aquellos desconocidos bribones han hecho de su nombre. Ordena al joyero inmediatamente que redacte por escrito una detallada exposición de todo el asunto. El 12 de agosto tiene en sus manos este fantástico documento, que todavía se encuentra hoy en los archivos. María Antonieta cree soñar. Va leyendo, y su enojo y su furia crecen de línea en línea: tal impostura carece de precedentes. Hay que hacer un castigo ejemplar. Por el momento no da cuenta de ello a ningún ministro, no se aconseja con ninguno de la familia; únicamente le confía al rey todo el asunto, el 14 de agosto, solicitando que defienda su honor.

Más tarde sabrá María Antonieta que habría hecho mejor meditando cuidadosamente sobre este embrollado asunto, lleno de confusos escondrijos. Pero, en lo fundamental, el reflexionar, el hacer un examen serio de las cosas, no ha figurado nunca entre las notas características de este temperamento dominante a impaciente, y menos que nunca cuando se halla ya excitado el resorte fundamental de su ser: su impulsivo orgullo.

En su falta de dominio, la reina no ve, al principio, en todo este escrito acusatorio más que un solo y único nombre: el del cardenal Luis de Rohan, a quien, con toda la violencia de su no dominado corazón, detesta implacablemente desde hace años y a quien atribuye irreflexivamente todas las ligerezas y todas las infamias.

El rey, sometido sin reserva alguna a su mujer, no reflexiona en nada cuando la reina solicita algo de él; ella, por su parte, jamás examina las consecuencias de todas sus acciones y deseos. Sin comprobar la acusación, sin pedir los documentos, sin interrogar al joyero ni al cardenal, se pone Luis XVI, con obediencia de esclavo, al servicio de una irreflexiva cólera de mujer. El 15 de agosto sorprende el rey a su Consejo de Ministros al manifestarles su intención de hacer detener inmediatamente al cardenal. ¿Al cardenal? ¿Al cardenal de Rohan? Los ministros se asombran, se espantan y, estupefactos, se miran unos a otros. Por último, uno de ellos osa preguntar prudentemente si no hará muy mal efecto el detener públicamente, como a un vulgar criminal, a tan alto dignatario, y, para más, eclesiástico. Pero precisamente esto, precisamente la pública ignominia, es lo que exige María Antonieta como castigo. Hay que dar, por fin, un bien visible ejemplo para que se sepa que el nombre de la reina no puede ser mezclado de este modo en toda vileza.

Inconmovible, María Antonieta lo exige así de la justicia pública. Muy de mala gana, llenos de inquietud y malos presentimientos, acceden por fin los ministros. Pocas horas más tarde se desarrolla un inesperado espectáculo. Como la Asunción de María es el santo de la reina, se presenta toda la corte en Versalles para felicitarla; el Oeil de Boeuf y la Galería de los Espejos están totalmente llenos de cortesanos y de altos dignatarios. También el principal actor, Rohan, a quien incumbe la tarea de celebrar la misa de pontifical en aquel día solemne, espera inocentemente, con su sotana escarlata y revestido ya de su sobrepelliz, en el recinto destinado para los personajes de alta categoría, para las grandes entrées, delante de la cámara del rey.


Pero en lugar de aparecer solemnemente Luis XVI para ir a misa con su esposa, un lacayo se acerca a Rohan. El rey le ruega que pase a su gabinete particular. Allí, mordiéndose los labios y apartando la vista del que entra, se halla en pie la reina; la cual no corresponde a su saludo; a igualmente solemne, glacial y desatento, el ministro barón de Breteuil, enemigo personal del cardenal. Antes de que Rohan pueda reflexionar en lo que es posible deseen de él, el rey comienza a hablarle franca y rudamente: « Querido primo, ¿qué es eso de un collar de diamantes que ha comprado usted en nombre de la reina?».
Rohan palidece. No viene preparado para esto. « bien veo que fui engañado, pero yo no he engañado», balbucea.
«Si es así, querido primo, no tiene usted por qué inquietarse. Pero le ruego que me lo explique todo.» Rohan es incapaz de responder. Ve frente a sí a María Antonieta, muda y amenazadora.
Le falta la palabra. Su confusión provoca la piedad del rey, el cual busca una salida.
«Ponga usted por escrito lo que tenga que decirme», dice el rey, y sale de la habitación con María Antonieta y Breteuil.
El cardenal, al encontrarse solo, logra escribir unas quince líneas en un papel y le tiende su declaración al Rey cuando vuelve a entrar. Una mujer llamada Valois le ha decidido a comprar ese collar para la reina. Pero comprende ahora que ha sido engañado por esa persona.
«¿Dónde está esa mujer?», pregunta el rey.
«no lo sé.» «¿Tiene usted el collar?» «Está en manos de esa mujer.» El rey hace llamar entonces a la reina, a Breteuil y al guardasellos y hace leer la exposición de ambos joyeros. Pregunta por los pagarés aparentemente suscritos por la reina.
Totalmente abrumado, tiene que confesar el cardenal: «están en mi poder; son manifiestamente falsos».
«Claro que lo son», responde el rey. Y aunque el cardenal ofrece ahora pagar el collar, resume severamente el rey: «Señor mío, dadas las circunstancias, no puedo abstenerme de mandar que sellen su casa y de apoderarme de su persona. El nombre de la reina es precioso para mí. Está en compromiso; no debo hacerme culpable de ninguna negligencia».


Rohan procura insistentemente que le sea evitada tamaña vergüenza y especialmente en la hora en que debe comparecer ante Dios y decir la misa de pontifical para toda la corte. El rey, blando y bondadoso, se siente inseguro ante la manifiesta desesperación de aquel hombre que ha sido engañado. Pero ahora María Antonieta no puede contenerse ya por más tiempo y, con coléricas lágrimas en los ojos, zahiere a Rohan, preguntándole cómo pudo haber creído, después de ocho años en que no le ha honrado dirigiéndole ni una sola palabra, que iba a escogerlo a él como mediador para concertar secretamente ningún negocio a espaldas del rey. El cardenal no encuentra respuesta a este reproche; él mismo no comprende ahora cómo ha podido dejarse enredar insensatamente en esta aventura. El rey lo lamenta mucho, pero acaba por decir: «Deseo mucho que pueda usted justificarse. Pero tengo que cumplir aquello a que estoy obligado como rey y como esposo».

 Ha terminado la conversación. Fuera, en la cámara de recepción, colmada de gente, espera, inquieta y curiosa, toda la nobleza. La misa debería haber comenzado hace ya mucho tiempo. ¿Por qué se retrasa tanto? ¿Qué es lo que ocurre? Los vidrios de las ventanas vibran levemente con los impacientes pasos de los que pasean de un extremo a otro; otros se hallan sentados y cuchichean; se percibe en el ambiente que está a punto de estallar una tormenta.


De repente se abren con violencia las hojas de la puerta del gabinete real. El cardenal de Rohan aparece el primero, con su sotana color rojo, pálido y mordiéndose los labios; detrás de él, Breteuil, el antiguo soldado, enrojecido su tosco semblante de viñador, con ojos centelleantes de excitación. En medio del salón ordena de pronto al capitán de los guardias de corps, con voz intencionadamente sonora: «¡Detened al señor cardenal!».

Todos se estremecen. Todos se aterran. ¡Un cardenal detenido! ¡Un Rohan! ¡En la antecámara del rey! ¿Estará borracho ese viejo espadachín de Breteuil? Pero no; Rohan no se defiende, no se indigna; con los ojos bajos, se adelanta obediente al encuentro de la guardia. Estremecidos abren camino los cortesanos y, a través de esta doble fila de miradas investigadoras, humillantes, irritadas, avanza de sala en sala, hasta descender la escalera, el príncipe de Rohan, gran limosnero del rey, cardenal de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; príncipe imperial de Alsacia, miembro de la Academia y decorado, además, con innumerables dignidades. A sus espaldas, lo mismo que tras un condenado a galeras, va un rudo soldado vigilándolo. En una apartada estancia.

imagenes del film l'affaire du collier de la reine de 1946, donde muestran el arresto del cardenal en medio de todos los cortesanos.
Rohan es confiado a la guardia de palacio y, al despertar de su aturdimiento aprovecha el atolondramiento general para trazar rápidamente, con lápiz, algunas líneas en una hoja de papel, en las cuales indica a su abate secretario que queme rápidamente todos los escritos contenidos en una camera roja; son, según se sabrá más tarde por el proceso, las falsificadas cartas de la reina. Abajo, uno de los haiducos de Rohan monta con toda celeridad a caballo, galopa con el papel hasta el Hotel de Estrasburgo y llega antes de que la Policía, más lenta en sus movimientos, vaya a sellar todos los muebles y antes de que -vergüenza sin igual- el gran limosnero de Francia sea conducido a la Bastilla en el momento en que iba a decir la misa ante el rey y toda la corte. Al mismo tiempo es publicada la orden de detención contra todos sus cómplices en este asunto todavía oscuro. Aquel día no se dice ninguna misa más en Versalles; ¿para qué? Nadie habría tenido devoción para oírla; toda la corte, toda la ciudad, todo el país quedan aturdidos con esta noticia, que surge inesperadamente como un rayo que cae de un sereno cielo.

Fotocopia de la carta de Luis XVI ordena el envió a la bastilla del cardenal de Rohan dirigida al gobernador de Launay.
Detrás de la cerrada puerta queda, muy agitada, la reina; vibran aún de enojo sus nervios; la escena la ha excitado espantosamente, pero siquiera ha caído, por fin, uno de los calumniadores, uno de los hipócritas enemigos de su honor. Todas las gentes de buenos sentimientos, ¿no se precipitarán ahora para felicitarla por la detención de ese miserable? ¿No alabará toda la corte la energía con que el rey, tanto tiempo tenido por débil, hizo prender con mano firme al más indigno de los sacerdotes? Pero, cosa rara: nadie viene. Con sus miradas confusas, hasta sus propias amigas evitan acercársele; todo está muy silencioso en Trianón y en Versalles. La nobleza no se esfuerza en disimular su enojo por haber sido preso de modo tan deshonroso uno de los miembros de su clase privilegiada, y el cardenal de Rohan, repuesto de su primer espanto y a quien el rey ha ofrecido indulgencia en el caso de que se someta a su juicio personal, declina fríamente la merced y elige como juez al Parlamento. La precipitada reina se siente molesta. María Antonieta no se alegra de su éxito; por la noche, sus camareras la encuentran llorando.

Pero pronto predomina su antigua frivolidad. « En lo que a mí toca -le escribe con loca ilusión a su hermano José-, estoy encantada de que nunca más volveremos a oír hablar de ese repugnante asunto.» Escribe esto en el mes de agosto, y el proceso ante el Parlamento, en el mejor de los casos, sólo podrá ser visto en diciembre, y hasta quizás en el año próximo. ¿Para qué, pues, cargarse ahora con tal lastre la cabeza? ¿Qué importa que las gentes charlen y murmuren? De prisa por tanto; que traigan los potecillos de ungüentos para el rostro, y los trajes nuevos, que por una nimiedad como ésta no va a renunciarse a tan deliciosa comedia. Los ensayos siguen su curso; la reina estudia (en lugar de los expedientes de la Policía en aquel gran proceso, que acaso todavía estaba en sazón de ser detenido) el papel de la alegre Rosina en El barbero de Sevilla. La comedia rococó termina definitivamente con esta última representación del 19 de agosto de 1785.

domingo, 23 de octubre de 2016

LOUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE: RETRATO DE UNA PAREJA REGIA


En las primeras semanas después de una elevación al trono, siempre y en todas partes tienen las manos llenas de trabajo grabadores, escultores y medallistas. También en Francia se deja a un lado, con apasionada rapidez, el retrato de Luis XV el rey que desde mucho tiempo atrás no era ya «el bien amado», para sustituirle por la imagen de la nueva pareja soberana, coronada solemnemente: «Le Roi est mort, vive le Roi!».

Luis  y Marie Antoinette de 1938.
No necesita mucho arte de adulación un hábil medallista para imprimir un gesto cesariano a la fisonomía de hombre de bien que posee Luis XVI, pues, prescindiendo del corto y robusto cuello, en modo alguno puede decirse que carezca de nobleza la cabeza del nuevo rey: frente huidiza y bien proporcionada, curva nariz fuerte y casi audaz, labios abultados y sensuales, una barbilla carnosa pero bien formada, componen, dentro de un tipo rollizo, un perfil augusto y plenamente simpático. Retoques hermoseadores los necesita, en primer lugar, la mirada, pues el rey, extraordinariamente corto de vista, sin sus anteojos no conoce a nadie a tres pasos de distancia: aquí el cincel del grabador tiene que afinar mucho ya la puntería para prestar alguna autoridad a estos ojos vacunos, pesados de párpados y mortecinos. Mal le va también a Luis, tan tardo y torpe, en lo que se refiere a su figura; presentarlo como realmente erguido y majestuoso con sus trajes de gala procura un duro trabajo a todos los pintores de la corte, pues tempranamente obeso, mazorral y, gracias a su miopía. Desmañado hasta la ridiculez, a pesar de tener casi seis pies de altura y ser bien conformado, Luis XVI, en todas las ocasiones oficiales, presenta la más desdichada figura. Anda por los brillantes pavimentos de Versalles pesadamente y balanceando los hombros, «como un aldeano detrás de su arado»; no sabe bailar ni jugar a la pelota: cuando quiere marchar aceleradamente, da traspiés, tropezando con su propia espada. Esta torpeza corporal es perfectamente conocida por el pobre hombre, y lo azora; este azoramiento aumenta aún más su tosquedad; de modo que cada cual, en el primer momento, tiene la impresión de tener ante sí, en el rey de Francia, la persona de un desdichado zopenco.

Luis y Marie Antoinette (Les Années Lumières 1989)
Pero Luis XVI no es en modo alguno tonto ni limitado; sólo que, lo mismo que en lo físico se ve duramente embarazado por su miopía, también en lo moral le paraliza su timidez (la cual, en último resultado, depende probablemente de su incapacidad sexual).

Sostener una conversación significa siempre, para este monarca receloso hasta lo enfermizo, un esfuerzo espiritual, pues, como sabe lo lento y difícil que es su mecanismo de pensar, siente un miedo indecible ante las gentes inteligentes, ingeniosas y discretas, a quienes las palabras les brotan fácilmente de los labios; comparándose con ellas, aquel hombre sincero siente, avergonzado, su propia insuficiencia. Pero si se le deja tiempo para ordenar sus ideas, si no se le exigen rápidas resoluciones y respuestas, sorprende hasta a los interlocutores más escépticos, como a José II o a Pétion, con su buen juicio, cierto que no sobresaliente, pero por lo menos recto, sano y honrado; tan pronto como su timidez nerviosa ha sido felizmente dominada, procede de un modo totalmente normal.

En general, le gusta más leer y escribir que hablar, pues los libros se mantienen tranquilos y no ahogan con prisas; Luis XVI -no es casi creíble- lee mucho y con placer, conoce bien la historia y la geografía, mejora constantemente su inglés y su latín, en lo cual le ayuda una memoria excelente. Sus cuadernos y libros de recuerdos son llevados con un orden perfecto; todas las noches, con su escritura clara, redonda, limpia, casi caligráfica, consigna las insipideces más desdichadas («he matado seis corzos», «me he purgado») en un diario que actúa sobre nosotros de un modo directamente conmovedor por su ciego desconocimiento de todos los sucesos de importancia histórica. En resumidas cuentas, el rey es un tipo de inteligencia mediana, poco independiente, destinado por la naturaleza para ocupar un puesto de celoso funcionario de aduanas o de escribiente de oficina; para cualquier actividad puramente mecánica y subalterna, lejos del campo de los acontecimientos históricos; para cualquier cosa, no importa cuál, menos para monarca.

Luis  y Marie Antoinette (l'évasion de louis xvi)
La verdadera fatalidad en la naturaleza de Luis XVI es que tiene plomo en la sangre, Algo acorchado y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar, o simplemente para sentir. Sus nervios, lo mismo que tiras de goma relajadas no pueden ponerse tensas ni tirantes, no pueden vibrar, no pueden desprender electricidad. Este innato embotamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor (en sentido espiritual lo mismo que en sentido fisiológico), alegría, goce, miedo, dolor, terror, todos estos elementos emotivos no logran perforar la piel de elefante de su indiferencia y ni una sola vez inmediatos peligros de muerte consiguen despertarlo de su letargo. Mientras los revolucionarios asaltan las Tullerías, su pulso no late ni un ápice más de prisa, y hasta en la misma noche antes de ser guillotinado no están perturbadas ninguna de las dos columnas de su bienestar: sueño y apetito. Jamás palidecerá este hombre, ni aun con una pistola delante del pecho; jamás la cólera brillará en sus torpes ojos; nada puede espantarle, pero tampoco nada entusiasmarle.

Sólo los más rudos esfuerzos, como la cerrajería o la caza, agitan su persona, por lo menos exteriormente; todo lo delicado, fino de espíritu y gracioso, como el arte, la música y la danza, no es, en modo alguno, accesible al orden de su sensibilidad: ninguna musa ni ningún dios, ni siquiera Eros, son capaces de poner en conmoción sus perezosos sentidos. Jamás, durante veinte años, Luis XVI ha deseado otra mujer que la que su abuelo le ha destinado por esposa; permanece feliz y contento con ella, lo mismo que se contenta con todo, en su carencia de necesidades realmente exasperante. Por ello, fue una diabólica maldad del destino ir a exigir a una naturaleza como ésta, tan estancada, roma y elemental, las más importantes determinaciones históricas de todo aquel siglo, y colocar a un ser humano tan absolutamente destinado a una vida pasiva en medio del más espantoso de los universales cataclismos. Porque precisamente allí donde comienza la acción, donde el resorte de la voluntad debe ponerse en tensión, para actuar o resistir, este hombre, corporalmente robusto, se nos presenta con una debilidad lamentable; toda resolución que adoptar significa siempre para Luis XVI la más espantosa de las perplejidades. Sólo es capaz de ceder; sólo sabe hacer lo que quieren los otros, porque él mismo no quiere otra cosa sino paz, paz y paz.

Luis  y Marie Antoinette (Jefferson in Paris)
Acosado y sorprendido, le promete a cada cual lo que desea; y, de un modo igualmente flojo y afable, lo contrario al que viene tras él; quien se le acerca lo tiene ya vencido. A causa de esta incalificable debilidad, Luis XVI es siempre culpable, aun estando siempre sin culpa, y poco honrado, aun con las mejores intenciones; rey pelanas, sin serenidad ni carácter; pelota con que juegan su mujer y desesperante en las horas en que debería reinar de veras. Si la Revolución, en lugar de hacer caer bajo la cuchilla el corto cuello de este hombre ingenuo y apático, le hubiera concedido, en cualquier sitio, una casita de aldeano con un jardincillo, imponiéndole cualquier insignificante obligación, le habría hecho más feliz que el arzobispo de Reims con la corona de Francia, que llevó indiferentemente durante veinte años, sin orgullo, sin placer y sin dignidad.

Si ni el más servil de todos los poetas de corte osó jamás celebrar como gran monarca a este hombre bondadoso y poco viril, en cambio todos los artistas rivalizan en celo para glorificar a la reina en todas las formas y medios de expresión: mármol, terracota, biscuit , pastel, lindas miniaturas de marfil, y en graciosas poesías, pues el semblante de la reina, y sus modos y maneras, reflejan directa y plenamente el ideal de su tiempo. Tierna, esbelta, graciosa, encantadora, juguetona y coqueta, aquella muchacha de diecinueve años se convierte desde el primer momento en la diosa del rococó, el prototipo de la moda y de los gustos dominantes; si una mujer desea pasar por bella y atractiva, se esfuerza por semejarse a la reina. Mas, sin embargo, María Antonieta no tiene realmente un semblante ni muy notable ni muy expresivo; el suave óvalo de la cara. Finamente recortado, con algunas pequeñas incorrecciones atractivas, como el fuerte labio inferior de los Habsburgo y una frente algo plana en demasía, no seduce ni por su expresión espiritual ni por cualquier rasgo fisonómico muy personal. Algo fresco y vacío, como en un esmalte de lisos colores, impresiona en este rostro de muchacha aún poco formada, todavía curiosa de sí misma, al cual solamente los venideros años de madurez femenina añadirán cierta majestuosa plenitud y resolución. 

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette reine de France, 1956)
Únicamente los ojos, dulces y muy mudables de expresión, de los que fácilmente se desborda el llanto, para centellear en ellos inmediatamente después la alegría en juegos y bromas, denotan una viveza de sentimientos, y la miopía presta a su azul frívolo y no muy profundo un carácter vago y conmovedor; pero en ningún lugar la fuerza de voluntad traza una línea dura de carácter en este semblante pálido; sólo se percibe una naturaleza blanda y acomodaticia, que se deja guiar por cada estado de su ánimo y que, de un modo totalmente femenino, sólo sigue siempre las corrientes profundas de su sentimiento. Pero este encanto delicado es lo que todos admiran más en María Antonieta. Verdaderamente hermoso, sólo se nos aparece en esta mujer lo que es esencialmente femenino: la exuberante cabellera, de un color rubio ceniza que centellea con reflejos rojizos; la blancura de porcelana y el pulido color de su rostro; la redondeada suavidad de sus formas; la línea acabada de sus brazos, lisos como marfil y delicadamente torneados; la cuidada belleza de sus manos; todo lo que hay de floreciente y fragante en una feminidad aún no del todo desplegada; en todo caso, atractivos harto fugitivos y quintaesenciados para que se los pueda adivinar plenamente a través de unos retratos.

Pues hasta las escasas obras maestras que hay entre sus imágenes no nos manifiestan tampoco lo más esencial de su naturaleza, el elemento más personal de su seducción. Los retratos no son capaces casi nunca sino de conservar la fortaleza y rígida pose de un ser humano, y el encanto característico de María Antonieta -acerca de ello coinciden todos los testimonios consistía en la gracia inimitable de sus movimientos. Sólo en la animada manera de mover su cuerpo revela María Antonieta la innata armonía de su natural: cuando, sobre sus finos tobillos, atraviesa, alta y esbelta, por en medio de las filas de cortesanos la Galería de los Espejos; cuando, coqueta y deferente, se reclina en un asiento para charlar; cuando, impetuosa, salta de prisa por las escaleras como en un vuelo; cuando, con un ademán naturalmente gracioso, da a besar su mano, deslumbradoramente blanca, o coloca con ternura su brazo en torno al talle de una amiga, sus gestos, sin nada estudiado, brotan de una pura intuición de su ser femenino. «Cuando está en pie -escribe, completamente entusiasmado, el escritor inglés Horacio Walpole, en general tan cauto-, es la estatua de la hermosura; cuando se mueve, la gracia en persona.» Y, realmente, monta a caballo y juega a la pelota como una amazona; en todas partes donde entra en juego su cuerpo flexible, bien formado y rico en dones, sobrepasa a las más bellas damas de su corte no sólo en destreza, sino también en encantos sensuales, y enérgicamente lo demuestra el fascinado Walpole cuando, al objetársele que la reina, al bailar, no sigue suficientemente el compás, responde con la bella frase de que, en ese caso, es la música la que comete la falta.

Luis y Marie Antoinette (the affair on the necklace)
Por un consciente instinto -coda mujer conoce la ley de su belleza-, María Antonieta ama el movimiento. La agitación es su verdadero elemento; por el contrario, permanecer tranquilamente sentada, oír, leer, escuchar, reflexionar, y, en cierto modo, hasta dormir, son para ella insoportables ejercicios de paciencia. Sólo ir y venir, arriba y abajo y de un lado a otro; comenzar algo, siempre cosa distinta, sin terminarlo nunca; estar siempre ocupada, sin, a pesar de ello, aplicarse a nada seriamente; sólo percibir contantemente que el tiempo no se detiene; ir tras él, adelantársele, vencerlo en su carrera... Nada de comidas largas; sólo catar algunas golosinas; no dormir mucho, no meditar mucho; nada más que ir siempre adelante y adelante, en ociosidades, en cambio permanente. De este modo, los veinte años de vida de reina de María Antonieta constituyen un eterno torbellino, que gira alrededor de su propio ser y que, no dirigiéndose hacia ninguna meta externa o interna, humana o política, se nos presenta como una carrera plenamente vacía de sentido.

Esta falta de dominio de sí misma, este no pararse nunca, esta autodilapidación de una fuerza grande pero mal empleada, es lo que en María Antonieta disgusta tanto a su madre; aquella antigua conocedora de caracteres humanos sabe muy bien que esta muchacha bien dotada por su natural y rica de fuerzas podría obtener cien veces más de sí misma que lo que hoy alcanza. María Antonieta no necesita más sino querer ser lo que en el fondo es, y sólo con ello tendría ya un poder soberano; pero, infaustamente, vive siempre, por comodidad, por debajo de su propio nivel espiritual. Como verdadera austríaca, posee, sin duda, muchas dotes y mucho talento; pero, por desgracia, no tiene ni la voluntad de utilizar seriamente estos dones naturales, ni de profundizar su valer, y aturdidamente disipa sus capacidades para disiparse a sí misma. 

Luis y Marie Antoinette (film Sofia Coppola,2006)
«Su primer movimiento -dice José II- es siempre el verdadero, y si perseverase en él, reflexionando un poco más, sería excelente.» Pero precisamente ya esto de reflexionar un poco es una carga para su impetuoso temperamento; todo pensamiento que no sea el que brota de repente significa para ella un esfuerzo, y su naturaleza, caprichosa y nonchalance, odia toda especie de esfuerzo intelectual. No quiere más que juego, sólo facilidad, en lo general, y en lo particular, ninguna molestia, ningún auténtico trabajo. María Antonieta charla exclusivamente con la boca y no con el cerebro. Cuando se le habla, escucha distraída y con intermitencias; en la conversación, en la cual cautiva con su encantadora amabilidad y su volubilidad centelleante, deja que se pierda toda idea apenas expresada; no dice nada, no piensa nada, no lee nada hasta el final, no aprisiona firmemente cosa alguna para extraer de ella un sentido y auténtica experiencia. Por eso no le gusta ningún libro, ningún asunto de Estado, nada serio que exija paciencia y atención, y sólo de mala gana, con una letra garrapateada a ilegible, despacha las cartas más indispensables; hasta en las dirigidas a su madre se nota claramente con frecuencia el deseo de acabar pronto. No complicarse la vida; nada que pueda producir tristeza, melancolía o aburrimiento. Como de un salto, se aparta de todos los consejeros razonables, para unirse a sus gentiles hombres y a las damas que opinan como ella. Sólo se trata de gozar, sólo de no ser perturbada por reflexiones y cuentas y economías: así piensa la reina, y así piensan todos los de su círculo. Vivir sólo para los sentidos y no pensar en nada; moral de toda una estirpe; moral de este siglo XVIII cuyo destino, como reina, representa María Antonieta simbólicamente, en forma tal que, de modo bien visible, vive con él y con él muere.

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette la veritable histoire)
Una más extraña oposición de caracteres que la de una pareja altamente desigual no podría imaginarla ningún poeta; hasta en los últimos nervios de su cuerpo, hasta en el ritmo de la sangre, hasta en las vibraciones más exteriores de su temperamento, María Antonieta y Luis XVI, en todas sus facultades y caracteres, representan un modelo de antítesis. Él, pesado; ella, ligera; él, torpe; ella, ágil; él, tibio; ella, desbordante; él, apático; ella, con nervios como llamas. Y más adentro, en el terreno espiritual: él, indeciso; ella, resuelta, con excesiva rapidez; discurre él lentamente; tiene siempre ella en la boca un «sí» y un «no» espontáneos; él, severamente devoto; ella, sólo feliz entre mundanidades; él, modesto y humilde; ella, conscientemente coqueta; él, metódico: ella, inconstante; él, ahorrativo, ella, dilapidadora; él, demasiado serio; ella, desmedidamente juguetona; él, oscuras profundidades con corrientes densas; ella, todo espuma y cabrillear de olas. Él se siente a gusto en la soledad; ella, en el puro estrépito de una reunión; a él, con una especie de oscura satisfacción animal, le gusta comer mucho y beber vinos fuertes; ella no cata el vino y come poco y con ligereza. El elemento del rey es el sueño; el de la reina, la danza: el mundo del esposo es el día; el de la mujer, la noche; así, las agujas del reloj de su vida están siempre en oposición, como el sol y la luna. A las doce de la noche, cuando Luis XVI se echa a dormir, es cuando María Antonieta comienza a brillar realmente: hoy en una sala de juego, mañana en un baile, siempre en distintos lugares; cuando, por la mañana, hace ya horas enteras que cabalga él cazando, apenas comienza ella a levantarse de la cama. En ningún sitio, en ningún punto, coinciden sus costumbres, sus inclinaciones, su distribución del tiempo: en realidad, María Antonieta y Luis XVI, durante gran parte de su existencia, hicieron vidas separadas.

Luis y Marie Antoinette (Louis XVI l'homme qui ne voulait pas être roi)
Por tanto, ¿un mal matrimonio, regañón, irritado, difícilmente mantenido? ¡En modo alguno! Por el contrario, un matrimonio absolutamente plácido y satisfecho y, si no hubiese sido por la carencia de virilidad del principio, con sus conocidas consecuencias penosas, hasta un matrimonio completamente feliz. Porque para que se produzcan tiranteces es necesario que haya en ambos lados cierta fuerza de carácter; la voluntad tiene que chocar contra otra voluntad; la dureza contra la dureza. Pero estos dos, María Antonieta y Luis XVI, esquivan todo roce y tirantez; él, por dejadez corporal: ella, por dejadez espiritual. «Mis gustos no son iguales a los del rey -confiesa traviesamente en una carta María Antonieta-; no se interesa él por otra cosa sino por la caza y los trabajos mecánicos... Me concederá usted que mi puesto en una fragua no tendría ninguna gracia especial; no sería allí ningún Vulcano, y el papel de Venus acaso desagradara aún más a mi esposo que todas mis otras aficiones.»

Luis y Marie Antoinette (les adieux a la reine)
Luis XVI, por su parte, no encuentra a su gusto, en modo alguno, la vertiginosa y turbulenta manera de divertirse de la reina, pero el desmazalado esposo no tiene voluntad ni fuerzas para intervenir enérgicamente en ello; bonachonamente, se sonríe de sus excesos, y, en el fondo, está orgulloso de tener una mujer tan charmante y universalmente admirada. Hasta el punto en que su lánguida sensibilidad es capaz de una vibración, este hombre honrado se muestra a su manera -torpe y sinceramente, por tanto- plena y voluntariamente sometido a su hermosa mujer, superior a él en inteligencia, y se echa a un lado, consciente de su inferioridad, para no quitarle la luz. A su vez. Ella sonríe algún tanto de este marido cómodo, pero lo hace sin malignidad, pues también ella lo quiere en cierta indulgente forma, pues la deja regirse y gobernarse según su capricho; se retira delicadamente cuando siente que no es deseada su presencia; no penetra jamás sin anunciarse en la cámara de su esposa; marido ideal que, a pesar de su espíritu ahorrativo, vuelve siempre a pagar las deudas de la reina, le consiente todo, y, a la postre, hasta un amante. Cuanto más tiempo vive con Luis XVI, tanto más crece en ella la estimación por el carácter de su esposo, altamente merecedor de respeto, a pesar de todas sus debilidades. Del matrimonio concertado diplomáticamente se origina, poco a poco, una auténtica camaradería, una mansa vida en común afectuosa; más afectuosa, en todo caso, que la mayor parte de los matrimonios regios de aquel tiempo.

sábado, 22 de octubre de 2016

LAS MUÑECAS "PANDORA"

Un fabricante de muñecos de Pandora - Comte d'Angelo
de Courten.
Las niñas han jugado con muñecas de papel desde la época del antiguo Egipto, a pesar de que las muñecas de moda como tal, se conocieron hasta finales de la edad media. El origen de la muñeca es incierto; algunos argumentan que proceden de Francia, otros de la Italia del renacimiento. Sin lugar a dudas, la historia de la muñeca está vinculada estrechamente con parís, estableciéndola como la capital de la moda.

diseño de una pandora
En la Europa medieval, las muñecas fueron intercambiadas entre los miembros de la realeza en espectáculos extravagantes de la diplomacia. En 1391, Carlos VI de Francia envió una muñeca de tamaño completo a la reina de Inglaterra, y en 1496, la reina Ana de Bretaña en vio una muñeca pandora a la reina Isabel de España. Enrique IV de franca envió a su prometida, Marie de Medicis, la forma de vestir de la corte francesa mediante una colección de muñecas pandora.

Luis XIV estaba ansioso por mostrar el esplendor de la moda parisina, envió muchas muñecas en miniatura de tamaño natural a todas las cortes de Europa. Las muñecas fueron consideradas tan importantes que se les concedió escolta de caballería y la inmunidad diplomática en las alturas de la guerra entre Inglaterra y Francia. En 1704, el Abad Prouost escribió: “por un acto de galantería… los ministros de ambos tribunales otorgan un pase especial para el maniquí, con respeto y durante los momentos de mayor enemistad con experiencia de ambos lados del maniquí era el único objeto que permaneció sin ser molestado”.

Un pastel por Lio en representación de la hija del pintor (ahijada de la emperatriz María Teresa), con su Pandora.
En 1768, el príncipe de Starhemberg fue encargado por Marie Theresa para pasar una asombrosa suma de cuatrocientos mil francos para el ajuar de María Antonieta. Toda la ropa seria elaborada en parís, encargado por los sastres que sirvieron regularmente a la corte. Fueron enviadas 37 muñecas pandoras vestidas a la francesa, llamados aquel entonces “poupees de la mode” o “pouppes de la rue saint-honore”. Estas muñecas fueron divididas en “pequeñas pandoras” (por el desgaste del día) y “gran pandora” (para la noche).

una muñeca pandora cuyo vestido fue diseñado por Rose Bertin para Maria Feodorovna,
Museum palace Gatchina
En 1778, María Antonieta rodena a madame Bertin enviar muñecas vestidas para su madre en Viena, también para sus hermanas en Nápoles y Parma. Se crearon docenas de muñecas con pelucas hechas con pelo de caballo, cada una vestida ricamente, seis cofres contenían una sola muñeca, más grande y más elaborada que la otra. La ropa era de raso, seda, brocado y damasco e incluso bordadas en oro y plata con encaje de Chantilly, Alencon y Le Puy.

Muchas mujeres de la alta sociedad poseían una muñeca pandora vestida en gran Toilette (en traje de corte). Estas pandoras fueron hechas de madera o yeso, con el rostro pintado y el cabello peinado. Llevaban pieles en miniatura, joyería e incluso ropa interior.

Christopher Anstey y su hija con su Pandora - por William Hoare
A mediados del siglo XVIII, las muñecas se habían convertido en algo más que una diversión para la aristocracia, era una parte esencial del comercio de un sastre. Las modistas las utilizaban para mostrar sus creaciones. Estas muñecas viajaron por todo el continente y algunas incluso llegaron a américa.

dama aristócrata acompañada de su hija quien le enseña su pandora