lunes, 9 de enero de 2017

SE PREPARA LA HUIDA (1791)

el Vizconde Isidoro de Charny estudia con Luis XVI el Mapa de escape a Varennes.
La ejecución de la huida viene a quedar en manos de la reina, y así se explica que, como es fácil de comprender, confiara sus preparativos prácticos a aquella persona de su intimidad para la cual no tiene secreto alguno y en quien confía irreflexivamente: Fersen. 

A él, al que ha dicho: «Vivo sólo para servirla»; a él, «al amigo», le encomienda una misión que sólo puede ser realizada poniendo en juego, sin reserva alguna, todas las energías de que el ejecutante disponga, hasta la propia vida. Las dificultades son ilimitadas. Para salir del palacio, ultravigilado por los guardias nacionales, donde casi cada servidor es un espía; para atravesar toda la ciudad, desconocida y hostil, tienen que ser adoptadas cuidadosamente toda suerte de especiales medidas, y para el viaje mismo, a través del país, hay que ponerse de acuerdo con el general Bouillé, el único jefe del ejército en quien se puede confiar. Éste debe enviar, según lo planeado, hasta medio camino de la fortaleza de Montmédy, es decir, aproximadamente hasta Châlons, destacamentos sueltos de caballería, por los cuales, en caso de ser reconocidos los viajeros o de persecución, pueda ser inmediatamente protegido el carruaje que lleva al rey con toda la real familia. Pero nueva dificultad: para justificar este sorprendente movimiento militar cerca de la frontera hay que encontrar un pretexto; por tanto, el Gobierno austríaco debe concentrar un cuerpo de ejército en territorios vecinos, a fin de dar ocasión al general Bouillé para ejecutar su movimiento de tropas. Todo esto tiene que ser discutido secretamente en una innumerable correspondencia y con la prudencia más extrema, porque la mayoría de las cartas son abiertas y, como el mismo Fersen dice, «todo estaría perdido si pudieran notar el preparativo más pequeño». Fuera de ello -nueva dificultad-, esta fuga exige grandes sumas de dinero, y el rey y la reina mismos están absolutamente desprovistos de fondos. Han fracasado todas las tentativas para recibir prestados algunos millones del hermano de la reina, de los príncipes de Inglaterra, de España, Nápoles o de los banqueros de la corte. También en este capítulo, como en todos los demás, tiene que proveer Fersen, este poco importante gentilhombre extranjero.


Pero Fersen extrae fuerzas de su propia pasión. Trabaja como diez cabezas, con diez manos y sólo con su único corazón, lleno de amor. Durante horas enteras delibera con la reina acerca de todos los detalles, deslizándose, por la noche o por la tarde, junto a María Antonieta, por el camino secreto. Lleva la correspondencia con los príncipes extranjeros, con el general Bouillé; elige los jóvenes nobles más seguros que, disfrazados de correos, han de acompañar a los fugitivos, y a los otros que, antes de ello, llevan y traen las cartas entre París y la frontera. Encarga la carroza a su nombre, se procura los falsos pasaportes, proporciona dinero tomando prestadas de una dama rusa y de una sueca trescientas mil libras de cada una, respondiendo con su propia fortuna, y hasta, finalmente, pidiéndole tres mil a su propio portero. Lleva, prenda a prenda, a las Tullerías los necesarios disfraces, y saca de contrabando, por el contrario, los diamantes de la reina. Día y noche, semana tras semana, escribe, negocia, planea con infatigable tensión nerviosa y siempre en permanente peligro de la vida, pues si un solo nudo de esta red tendida por toda Francia se deshace, si uno de sus iniciados hace traición a su confianza, si es sorprendida una única palabra o apresada una carta, se convierte en reo de muerte. Pero audaz, y al mismo tiempo serenamente lúcido, infatigable, porque es movido por su pasión, ejecuta su deber, silencioso héroe de último término en uno de los grandes dramas de la historia universal. 

dibujo el cual nos da una idea de como era la enorme berlina.
Pero ni a un dedo de distancia de la muerte la familia real quiere ofender a las sacrosantas leyes domésticas: hasta en el más peligroso de todos los viajes, la imperecedera etiqueta tiene que ir con ellos. Primera falta: se determina que las cinco personas vayan juntas en el mismo carruaje; por tanto, toda la familia, padre, madre, hermana y los dos niños, exactamente como se la conoce hasta en la última aldea de Francia por centenares de grabados. Pero no basta con esto; madame de Tourzel recuerda su juramento, a consecuencia del cual no le es lícito abandonar ni un solo momento a los regios niños; por tanto, le es preciso, segunda falta, ir con ellos como persona número seis. Mediante esta innecesaria carga se retrasa el momento de la partida en un viaje en el cual cada cuarto de hora y hasta cada minuto son preciosos. Tercera falta: no puede imaginarse que una reina pueda servirse por sí misma. Por tanto, hay que llevar, además, dos camareras en un segundo coche; ahora se ha llegado ya a contar ocho personas. Pero como los puestos de cochero, de delantero, de postillón y de lacayo tienen que ser desempeñados por gentes de toda confianza, los cuales es cierto que no conocen el camino, pero pertenecen a la nobleza, se ha alcanzado ya felizmente el número respetable de doce viajeros, y con Fersen y su cochero son catorce; abundante número para guardar un secreto. Cuarta, quinta, sexta y séptima falta: hay que llevar toilettes a fin de que la reina y el rey, en Montmédy, puedan presentarse en traje de gala y no ya con su ropa de viaje; por tanto, se cargan aún en el coche, elevándose como una torre, doscientas libras de equipaje, en unos baúles que atraen la atención de puro nuevos; nuevo compás de la marcha y nuevo incremento de los motivos para llamar la atención. Poco a poco, lo que debía ser una fuga secreta se convierte en una pomposa expedición. 

utensilios de necesidad para la reina en su viaje, conservado en el museo del perfume en Grasse.
Pero la falta de las faltas es que tanto un rey como una reina no deben hacer un viaje de veinticuatro horas, ni aunque sea para escaparse del infierno, sin tener todas sus comodidades. Según esto, se encarga un coche nuevo, especialmente ancho, especialmente provisto de buenos muelles, un coche que huele a barniz fresco y a riqueza, que en cada cambio de tiro tiene que despertar especial curiosidad en cada cochero, cada postillón, cada maestro de postas y cada mulero. Pero Fersen -los enamorados no piensan nunca en la realidad- quiere que para María Antonieta todo sea tan magnífico, bello y lujoso como sea posible. Según sus minuciosas instrucciones, es construida -aparentemente para cierta baronesa de Korff- una máquina gigantesca, una especie de navío de guerra sobre cuatro ruedas que no sólo debe ser capaz para las cinco personas de la familia real, y. además de esto, la gouvernante , el cochero y los lacayos, sino que también ha de tener sitio para todas las imaginable, comodidades: vajilla de plata, un guardarropa, provisiones de boca y hasta ciertas sillas usadas para necesidades que no son exclusivas de los monarcas. Es embalada también, y bien estibada, toda una bodega de vinos, pues se conoce el sediento gaznate del monarca; para aumentar aún el error, el interior del carruaje es tapizado con claro damasco, y casi tiene uno que asombrarse de que hayan prescindido de plantar en sitio bien visible, sobre las portezuelas, las flores de lis de las armas familiares. Con tan pesado pertrecho, este monstruoso coche de lujo necesita, para avanzar con una velocidad tolerable, por lo menos ocho caballos, pero en general doce, lo cual quiere decir que mientras a una ligera silla de postas de dos caballos se le muda el tiro en cinco minutos, exige por término medio, en este caso, una media hora cada cambio de caballos; en total, por tanto, un retraso de cuatro o cinco horas en un viaje entre la vida y la muerte, en el cual puede ser decisivo cada cuarto de hora.

el pasaporte a nombre de la baronesa de Korff , utilizado por la familia real durante el viaje.
Para compensar a los guardias nobles que durante veinticuatro horas tienen que llevar trajes de sirvientes, se les plantan libreas deslumbrantes, que brillan de puro nuevas, que no pueden menos de ser llamativas y contrastan extrañamente con los disfraces, intencionadamente modestos, del rey y de la reina. Este modo de llamar la atención la real familia es, además, aumentado por el hecho de que a cada una de las pequeñas poblaciones del camino lleguen de repente, en tiempos pacíficos, escuadrones de dragones, aparentemente para esperar un «transporte de dinero», y el que, como última tontería, verdaderamente histórica, el duque de Choiseul haya elegido, como oficial de enlace entre los diferentes cuerpos de tropas, al hombre más imposible para el cargo, a Fígaro en persona, al peluquero de la reina, el divino Léonard, muy indicado para hacer un peinado, pero no para la diplomacia, el cual, guardando mayor fidelidad a su eterno papel de Fígaro que al rey, embrolla de modo aún más completo una situación de suyo ya bien intrincada.

Una disculpa para todo esto: la etiqueta del Estado francés no tenía ningún precedente en su historia para regular la fuga de un rey. Cómo se debe ir a un bautizo, a una coronación, al teatro y a la caza, qué trajes, qué calzado y qué hebillas deben llevarse para las grandes y las pequeñas recepciones, para la misa, la caza y el juego, todo esto está especificado con cien detalles en el ceremonial. Pero acerca de cómo se han de escapar, disfrazados, un rey y una reina del palacio de sus antepasados, sobre ello no hay ninguna prescripción; aquí hay que improvisar, atrevida y libremente, una decisión inmediata y aprovechar el momento. Por serle la realidad tan completamente ajena, tenía que sucumbir la corte en este primer contacto con el mundo verdadero. Desde el momento en que el rey de Francia se pone la librea de un criado para escapar, ya no puede volver a ser señor de su destino.
 
Grabado de María Antonieta durante el viaje a Varennes.
Después de innumerables aplazamientos, el 19 de junio es designado como el día de la fuga; es tiempo, más que tiempo, porque una red de secretos entre tantas manos puede desgarrarse por cualquier lugar en todo momento. Como un latigazo restalla de repente en medio de los suaves cuchicheos y conciliábulos de la familia real un artículo de Marat que anuncia un complot para apoderarse del rey. «Quieren a toda fuerza llevarlos a los Países Bajos con pretexto de que su causa es la de todos los reyes, y vosotros sois lo bastante imbéciles para no prevenir la fuga de la real familia. ¡Parisienses, insensatos parisienses!, estoy ya cansado de repetíroslo siempre: conservad con cuidado al rey y al delfín en vuestras murallas; encerrad a la austríaca, a su cuñado y al resto de la familia.La pérdida de un solo día puede ser fatal para la nación y abrir la tumba a tres millones de franceses.» 


Extraña profecía la de este hombre de tan aguda vista detrás de los anteojos de su enfermiza desconfianza. Sólo que esta «pérdida de un solo día» fue fatal no para la nación, sino para el rey y la reina. Pues, aún otra vez, en el último momento, María Antonieta aplaza la fuga, ya acordada en cada detalle. En vano Fersen ha trabajado hasta el agotamiento para que todo estuviera dispuesto para el 19 de junio. El día y la noche, desde hace semanas y meses, los ha dedicado su pasión sólo a esta única empresa. Por su propia mano saca nuevas prendas de vestir, noche tras noche, bajo la capa al salir de sus visitas a la reina; en una innumerable correspondencia ha convenido con el general Bouillé en qué punto los dragones y los húsares han de esperar la carroza del rey; llevando las riendas en su propia mano, prueba, en el camino a Vincennes, los caballos de posta que ha encargado. Los indicios están todos dispuestos, el mecanismo funciona hasta en su más pequeña ruedecilla. Pero, en el último momento, da contraorden la reina. Una de las camareras, que está en relaciones con un revolucionario, le parece altamente sospechosa.

grabado que muestra a Maria Antonieta despidiéndose del conde Fersen.
Las cosas están de tal modo dispuestas que, precisamente en la mañana siguiente, la del 20 de junio, esta mujer debe estar libre de servicio; hay, por tanto, que esperar a ese día. Otra vez veinticuatro horas de fatal retraso, contraorden al general, mandato de desensillar a los húsares ya dispuestos para el avance, nueva tensión nerviosa para el ya totalmente agotado Fersen y para la reina, que apenas puede ya dominar su inquietud. No obstante, por fin pasa también este último día. Para disipar toda sospecha, lleva la reina, por la tarde, a sus dos niños y a su cuñada Elisabeth a los jardines del Tívoli. A su regreso, con su habitual altivez y seguridad, le da al comandante las órdenes para el día siguiente. No se nota en ella ninguna excitación, y menos aún en el rey, porque este hombre sin nervios es absolutamente incapaz de ello. Por la noche, a las ocho, se retira María Antonieta a sus habitaciones y despide a las doncellas. Acuesta a los niños y, aparentemente despreocupada, se reúne, después de la cena, en el gran salón con toda la familia. Sólo una cosa habría podido advertir acaso una mirada especialmente atenta, y es que la reina se levanta a veces y mira el reloj, como si estuviese cansada. Pero, en realidad, jamás como esta noche estuvo en una mayor tensión de sus energías, más despierta ni más dispuesta para hacer frente al destino. 

domingo, 8 de enero de 2017

LOS HERMANOS DE LUIS XVI: LOS CONDES DE PROVENZA Y DE ARTOIS

Un grabado de Louis-Auguste, el delfín, y sus hermanos Louis-Stanislas-Xavier y Charles Philippe-. Circa 1770-1774.
Entre los grupos rivales, los revolucionarios y los reaccionarios, se mantiene aislado el enemigo de la reina acaso más peligroso y funesto, el propio hermano de su marido, Monsieur Estanislao Javier, conde de Provenza, más tarde el rey Luis XVIII.

Solapado y tenebroso, intrigante y cauto, no se liga, para no comprometerse demasiado pronto, con ninguno de los grupos mencionados; oscila de derecha a izquierda, esperando que el destino le revele su auténtica hora. Ve sin disgusto las dificultades crecientes, pero se guarda muy bien de criticarlas en público; como un negro y silencioso topo, excava subterráneamente sus galerías y espera la hora en que la posición de su hermano esté lo suficientemente desquiciada. Pues sólo si Luis XVI y Luis XVII dejan el campo libre puede, por fin, llegar a ser rey Estanislao Javier, conde de Provenza, bajo el nombre de Luis XVIII, meta de su ambición, secretamente sustentada desde su infancia. Ya una vez se había entregado a la justificada esperanza de ser regente y legítimo sucesor de su hermano; los siete años trágicos en que permaneció estéril el matrimonio de Luis XVI a causa del ominoso obstáculo habían sido para su impaciente ambición las siete vacas gordas de la Biblia. Pero después vino el desaforado golpe contra sus embarazadas esperanzas hereditarias; cuando María Antonieta dio a luz una niña, él dio suelta, en una carta al rey de Suecia, a esta dolorosa confesión: «No me oculto a mí mismo que el suceso me ha conmovido muy sensiblemente... En lo exterior, me hice muy pronto dueño de mí mismo y he seguido la misma conducta de antes, en todo caso sin expresar una alegría que hubiera sido tenida por falsa, como en realidad lo habría sido... En lo interior me fue más difícil salir triunfador. A veces aún se me subleva el sentimiento, pero confío en mantenerlo a raya si no puedo vencerlo por completo». El nacimiento del delfín destroza después completamente sus últimos sueños de heredar el trono. Ahora queda cerrado para él el camino recto.

retrato del conde de Provenza.
Pero una vez que se le pone a un ser humano el sello de inferioridad en un lugar visible, ese constante sentimiento de inferioridad tiene que debilitarlo o fortalecerlo de forma decisiva; semejante presión puede quebrar un carácter o endurecerlo de manera fantástica. En cambio, en las naturalezas fuertes la postergación incrementa todas las fuerzas oscuras y sometidas; donde el camino recto hacia el poder no se les franquea de buen grado, aprenderán a crear el poder por sí mismos. Este conde de Provenza es una naturaleza fuerte. La furiosa decisión de sus antepasados reales, su orgullo y su voluntad de poder se agitan fuertes y tenebrosos en su sangre; como hombre, supera en una cabeza en porte, inteligencia y clara decisión la pequeña estirpe de rapiña.

Sus objetivos son amplios, sus planes están pensados desde una perspectiva política; inteligente como su hermano, este hombre es inconmensurablemente superior a él en prudencia y experiencia varonil. Lo mira como quien mira jugar a un niño, y le deja jugar mientras su juego no perturbe sus movimientos. Porque, como hombre maduro, no obedece tampoco como su cuñada a vehementes y nerviosos impulsos, no tiene nada de heroico como gobernante, pero a cambio conoce el secreto del saber esperar y tener paciencia, que es mayor garantía del éxito que el entusiasmo rápido y apasionado. El primer signo de verdaderas dotes para la política siempre será que un hombre renuncie de antemano a exigir para sí lo inalcanzable.
 
Grabado que muestra de perfil al conde de Provenza junto a su esposa
Marie Joséphine de Saboya.
Renuncia a las insignias del poder, al brillo aparente, pero sólo para sujetar con más fuerza en sus manos el poder real. Tiene que recorrer aquellos caminos, tortuosos a hipócritas, que finalmente -claro que sólo al cabo de treinta años- han de conducirle a la anhelada cima. La oposición del conde de Provenza no es, como la del duque de Orleans, una franca llama de odio, sino un fuego de envidia que arde lentamente bajo el disfraz de la ceniza; mientras María Antonieta y Luis XVI conservaron indiscutido en sus manos el poder, el secreto pretendiente de la corona se mantiene frío y silencioso, sin manifestar públicamente ni la menor pretensión; sólo con la Revolución comienzan sus sospechosas idas y venidas, las extrañas conferencias del palacio de Luxemburgo. Pero apenas ha logrado salvarse felizmente al otro lado de la frontera, cava valientemente, con sus provocativas proclamas, las tumbas de su hermano, de su cuñada y de su sobrino, en la esperanza -en efecto realizada- de encontrar en sus ataúdes la anhelada corona.

Por su parte el conde de Artois, una fina cabeza, un espíritu flexible y cultivado, no ama como Provenza el poder, no es autoritario y orgulloso. Como príncipe real, lo que le gusta es el juego intrincado y desconcertante de la vida y la intriga, el arte de la combinación; no le interesan los rígidos principios, la religión y la patria, la reina y el reino, sino el arte de tener una mano en todas partes y atar o soltar los hilos a su capricho. No es ni verdaderamente leal ni verdaderamente desleal a María Antonieta, por la que siente una curiosa inclinación personal, la servirá mientras tenga éxito, y la abandonará al llegar el peligro.

Retrato del conde de Artois
Como algún individuo masculino de la familia tiene que acompañar a la reina en sus diversiones, el conde de Artois, es el que coma a su cargo el papel de ángel tutelar. Aturdido, frívolo, descarado, pero hábil y manejable, padece igual temor que María Antonieta ante el aburrimiento o el tener que ocuparse de cosas serias. Conquistador, pródigo, divertido, elegante, fanfarrón, más descarado que valiente, más jactancioso que verdaderamente apasionado, conduce a aquella alocada pandilla adondequiera que haya algún nuevo sport , alguna nueva moda, un nuevo placer, y pronto tiene más deudas que el rey, la reina y toda la corte reunidos. 

Grabado que muestra de perfil al conde Artois junto a su esposa Marie-Thérèse de Saboya.
El conde de Artois es el comandante electo de la guardia de corps con la cual María Antonieta emprende sus correrías diurnas y nocturnas por todas las provincias de la alegre ociosidad; esta tropa es realmente reducida, y en ella cambian constantemente los cargos directivos, pues la indulgente reina dispensa a sus satélites toda clase de transgresiones, deudas y arrogancias, una conducta provocativa y excesivamente familiar, aventuras galantes y escándalos, pero cada cual tiene agotado el caudal del regio favor tan pronto como comienza a aburrir a la reina. Pero precisamente por ser así concuerda admirablemente con María Antonieta. No estima ella en mucho a este impertinente atolondrado, ni mucho menos le ama, aunque las malas lenguas lo hayan afirmado con ligereza. Hermano y hermana, en su furia de placeres, se cubre las espaldas y forman en poco tiempo una pareja inseparable.

viernes, 6 de enero de 2017

MARIE ANTOINETTE EN VERDAD ERA UNA DIOSA - ANTONIA FRASER

“Por su modo de andar, revelo que ella era en verdad una diosa”. Horacio Walpole citando a la reina.


El glamour de María Antonieta –en palabras del siglo XX- parecía encajar admirablemente para la posición de la reina de Francia. Durante los próximos años, la belleza de María Antonieta o la ilusión de su belleza, alcanzo su mejor momento, el cumplimiento de esa promesa insinuada cuando ella era una niña en Viena. Su figura, sobre todo su pecho, aumento. Sus grandes ojos de color azul-gris fueron notablemente expresivos, su falta de visión solo le dio una suavidad a su mirada; su pelo, en la medida en que el color natural podría ser discernido por debajo de la “bañera de polvo”, se había oscurecido del ceniza infantil a un marrón claro y grueso.

Sus defectos, por supuesto, se mantuvieron. Tenía la nariz aguileña y como tales narices generalmente lo hacen, se hizo más pronunciada con la edad. Aunque la más elaborada peluquería oculto la notoria frente, no había nada que hacer al respecto al labio inferior de los Habsburgo, que no podía ser ignorado y que le costó tanto trabajo a los artistas.


En 1774, Jean-Baptiste Gautier pinto a María Antonieta en su dormitorio en Versalles en su pasatiempo favorito, el arpa. Era una composición encantadora. Llevaba un vestido de gasa gris claro bajo un envoltorio con un toque de la cinta de color melocotón en el pecho; un lector (hembra) sostuvo un libro, un cantante (masculino) toco la música, una doncella extendió una cesta de plumas para poner en el pelo y en la esquina el artista contemplo su paleta.

El próximo año Gautier pinto un retrato que fue ampliamente copiado en diferentes versiones, que muestra a la reina con un penacho de diamantes clavado en su peinado, perlas y cintas azules pasadas a través de sus cabellos, su vestido azul pálido y un manto de terciopelo azul, ricamente adornado con la flor de lis y armiño, rodeándola. Fue un estudio de la feminidad y la majestad combinado.


Se admiró la sonrisa de la reina; contenía “un encanto”, que la futura madame Tussaud, un observador en Versalles, diría fue suficiente para ganarse a “las más brutal de sus enemigos”. Por su parte, el conde Tilly, que vio por primera vez a María Antonieta en 1775, tuvo que admirar su piel, su cuello, sus hermosos hombros, brazos y manos, fue la más hermosa que había visto nunca. El brillo de su piel hizo que el príncipe de Ligne, que adoraba a la reina, al comentar que su piel y su alma fueron igualmente blanco. Madame Thrale viajando por Francia con el doctor Johnson en 1775, evaluó a María Antonieta como “la mujer más hermosa de su propia corte”. La artista madame Vigee LeBrun fue lo suficientemente honesta para decir que la piel de la reina era “tan transparente que ninguna sombra me permitió capturarla”.

Fue, sin embargo, el conjunto elegante en lugar de los elementos individuales perfectos que hicieron tal impresión en los que sabían de María Antonieta. Por encima de todo, era su porte; en palabras del barón de Besenval, “una elegancia maravillosa en todo, la hizo capaz de disputar la ventaja con otras mejor dotadas por la naturaleza e incluso ganarles”. Por su puesto, los encantos físicos de imagen son pocas veces menospreciados, el lustre de una corona mejora incluso el aspecto más mediocre en los ojos del público. Sin embargo, en el caso de María Antonieta existe tal unanimidad de informes de tantas fuentes, incluidos los visitantes extranjeros, así como sus íntimos, que es difícil dudar de la veracidad de la imagen.


El resultado fue una gran cantidad de comparaciones con las diosas y ninfas, tanto como se había hecho en su viaje de bodas, con la diferencia de que ahora una mujer visible, en vez de una chica desconocida. Madame Campan la comparo con las estatuas clásicas en los jardines reales, por ejemplo, el Atalanta en Marly. Horacio Walpole nunca olvidara verla en la capilla real, como se “disparo a través de la habitación como un ser aéreo, todo el brillo y la gracia y sin dar la impresión de tocar tierra”. Madame Vigee leBrun, mirándola al aire libre con sus damas de honor en Fontainebleau, pensó que la reina deslumbrante, sus diamantes espumosos en la luz del sol, podría haber sido una diosa rodeada de ninfas.

-Marie Antoinette :the journey, Antonia Fraser (2002)

martes, 3 de enero de 2017

Detalle de la pintura de Joseph Caraud -
María Antonieta y la pequeña Madame Royale (1870).
“Ella siempre se mantuvo vinculada en su trabajo de caridad, lleno de huéspedes, y siempre era hospitalaria para cualquier persona que mostró respeto a la causa de los legitimistas. La señora de La Ferronnays describe a María Teresa como tener un corazón que era un tesoro de la indulgencia… podía ser divertida y disfrutar de momentos alegres con amigos y familiares, donde se visualiza un lado de su personalidad que, cuando era niña, su madre le había llamado “muselina”.

-Susan Nagel – Marie-Therese: el destino de la hija de Marie Antoinette (2009)

lunes, 26 de diciembre de 2016

LA FAMILIA REAL ES TRASLADADA AL TEMPLE (1792)

llegada de la familia real al temple.
Es ya oscuro cuando la familia real llega delante del antiguo castillo de los templarios, el Temple. Las ventanas del edificio principal están iluminadas con innumerables linternas -¿no es aquél un día de fiesta popular?-. María Antonieta conoce este palacete.

Ha habitado aquí, durante los dieciocho años frívolos del rococó, el hermano del rey, el conde de Artois, su camarada de bailes y diversiones. Con repiqueteantes cascabeles, envuelta en preciosas pieles, fue hasta allí una vez, en invierno, catorce años hace, en un trineo ricamente decorado, para comer a toda prisa en casa de su cuñado. Hoy, unos amos de casa menos amables, los miembros de la Comuna, la invitan a quedarse allí permanentemente, y, en vez de lacayos, se alzan delante de las puertas, como cuidadosos vigilantes, guardias nacionales y gendarmes. La gran sala donde sirven la comida a los prisioneros es conocida por nosotros por un cuadro célebre: «Un té en casa del príncipe Conti». El mozuelo y la muchacha que entretienen en él con un concierto a una sociedad ilustre son nada menos que el niño de ocho años Wolfgang Amadeo Mozart y su hermana: música y alegría han resonado en este recinto; nobles señores, felices y gozadores de la vida, han habitado últimamente esta mansión.

"te en casa del príncipe conde". Fue en esta sala que se sirvió una comida generosa para la familia real. Nadie se atrevía a decir a María Antonieta que volvería a este palacio y que en una ocasión sugirió al su cuñado demoler las torres y que ahora serian su lugar de residencia.
Pero no es este elegante palacio, en cuyas cámaras, recubiertas de madera tallada y dorada, todavía queda quizás un suave aleteo de la argentina ligereza de las melodías de Mozart, lo que está destinado por la Comuna para residencia de María Antonieta y de Luis XVI, sino los dos torreones antiquísimos, redondos y de puntiagudo tejado, que se alzan junto a él. Edificados por los caballeros templarios de la Edad Media, con firmes sillares, como inexpugnable fortaleza, estos torreones, grises y tenebrosos, semejantes a la Bastilla, provocan primeramente un estremecimiento de supersticioso terror. Con sus pesadas puertas forradas de hierro, sus escasas ventanas, sus fúnebres patios entre murallas, hacen pensar en olvidadas baladas de otros tiempos, en la Santa Vehma, en la Inquisición, en antros de brujas y cámaras de tormento. De mala gana, con tímidas miradas, contemplan los parisienses esos restos últimos de una edad de violencia, que se han mantenido en pie, del todo inútiles y por ello doblemente misteriosos, en medio de un animado barrio de pequeños burgueses: era un símbolo de elocuencia cruel destinar estos viejos y ya inútiles muros para prisión de la vieja y ya inútil monarquía.


Las siguientes semanas sirven para aumentar la inviolabilidad de esta prisión dilatada. Se demuele una fila de casitas que rodean las torres, son echados abajo todos los árboles del patio, para que no impidan la vigilancia por ninguna parte; además, los dos patios que rodean a las torres, pelados y desnudos, son separados por un muro de piedra de los otros edificios, de modo que hay que atravesar primero tres recintos amurallados antes de que se penetre en la verdadera ciudadela. Se levanta en todas las salidas garitas de vigilancia, y en todas las puertas interiores que dan a los pasillos de cada piso se cuida de poner barreras para forzar a cada uno de los que entren o salgan a justificar su personalidad ante siete a ocho guardias diferentes. Como custodios, el consejo municipal, que responde de los prisioneros, elige a diario, echando suertes, cuatro diferentes comisarios que, alternativamente, vigilen día y noche todas las habitaciones y estén obligados, por la noche, a tomar en depósito la totalidad de las llaves de todas las puertas. Fuera de ellos y de los consejeros municipales, a nadie le es permitido penetrar sin una especial tarjeta de permiso de la municipalidad dentro de todo el recinto fortificado del Temple; ningún Fersen ni ningún otro amigo complaciente puede acercarse ya a la real familiar la posibilidad de hacer pasar cartas y de ponerse en contacto con los de fuera está -o por lo menos lo parece- irrevocablemente excluida.


De modo más grave hiere aún a la real familia otra medida de precaución. En la noche del 19 de agosto se presentan los funcionarios municipales con la orden de sacar de allí a todas las personas que no pertenezcan a la real familia. Especialmente dolorosa para la reina es la despedida de madame de Lamballe, que, estando ya en seguro refugio, había vuelto voluntariamente de Londres para testimoniar su amistad en la hora del peligro.

Ambas presienten que no volverán nunca a verse; en esta despedida, no presenciada por ningún testigo, tiene que haber sido cuando María Antonieta, como única muestra de cariño, le regaló a su amiga aquel mechón de cabellos, encerrados en un anillo, con esta trágica inscripción: «Encanecidos por la desgracia», y que más tarde se halló sobre el despedazado cadáver de la asesinada princesa. También la preceptora, madame de Tourzel, y su hija tuvieron que ser trasladadas de esta prisión a otra especial, a la Force; lo mismo que los acompañantes del rey: sólo un ayuda de cámara le es dejado para servir a su persona. Con ello queda destruida la última apariencia y brillo de una corte, y, en adelante, las personas de la familia real, Luis XVI, María Antonieta, sus dos hijos y la princesa Elisabeth, se hallan consigo mismas, solas por completo.


El temor de un acontecimiento es, en general, más insoportable que el acontecimiento mismo. Por mucho que la prisión signifique una humillación para el rey y la reina, ofrece, en primer lugar, cierta seguridad a sus personas. Los gruesos muros que los rodean, los patios cerrados de barricadas, los puestos de guardia con los fusiles permanentemente cargados, cierto que impiden toda tentativa de fuga, pero protegen, al mismo tiempo, contra todo ataque imprevisto. Ya no necesita la real familia, como en las Tullerías, acechar a diario y a cada hora todo rebato de campanas y redobles de tambores para saber si hoy o mañana hay que aguardar algún ataque. En este torreón solitario es la misma distribución de tiempo, ayer como hoy, el mismo aislamiento seguro y tranquilo y el mismo alejamiento de todos los sucesos del mundo. El gobierno de la ciudad hace, al principio, todo lo posible para cuidar del bienestar puramente material de la real familia prisionera; despiadada en la lucha, la Revolución, según su última voluntad, no es inhumana. Después de cada duro golpe, vuelve a suspender otra vez su marcha durante un momento, sin sospechar que precisamente estas pausas, estas aparentes renuncias, hacen aún más sensible para los vencidos su derrota.

Los primeros días después del traslado al Temple se esfuerza la municipalidad por presentar su prisión a los prisioneros como lo más aceptable posible. La gran torre es empapelada de nuevo y provista de muebles; se prepara todo un piso con cuatro habitaciones para el rey; cuatro habitaciones para la reina, su cuñada madame Elisabeth y los niños. Pueden en todo momento salir de la lúgubre y mohosa torre, ir a pasear por el jardín, y, ante todo, cuida la Comuna de que no carezcan de lo que, por desgracia, es lo más preciso para el bienestar del rey: una comida buena y abundante. Nada menos que trece personas cuidan a diario de su mesa; cada mediodía hay por lo menos tres sopas, cuatro principios, dos asados, cuatro platos ligeros, compota, fruta, vino de Malvasía, burdeos, champaña; de modo que al cabo de tres meses y medio, los gastos de cocina ascienden nada menos que a treinta y cinco mil libras. También se los provee abundantemente de ropa interior, de trajes y de todo lo que se refiere al pertrecho de la casa mientras Luis XVI no es todavía considerado como un criminal. Según sus deseos, recibe, para matar el tiempo, toda una biblioteca de doscientos cincuenta y siete volúmenes, en su mayor parte clásicos latinos; en esta primera época, muy corta, la prisión de la familia real no ha tenido en modo alguno carácter de castigo, y así, prescindiendo de la opresión moral, podían el rey y la reina llevar una vida tranquilamente cómoda y casi pacífica.


Por la mañana hace María Antonieta venir a sus niños y los instruye o juega con ellos; a mediodía comen reunidos; de sobremesa juegan una partida de chaquete o de ajedrez. Mientras el rey lleva después a pasear al delfín por el jardín y con él echa a volar cometas, la reina, que es demasiado orgullosa para pasear públicamente bajo vigilancia, se ocupa, en general, en su habitación, con labores de mano. Por la noche acuesta ella misma a los niños, y después charlan todavía un poco o juegan a las cartas; hasta alguna vez intentan tocar el clave, como en tiempos anteriores, o cantar un poco, pero, apartada del gran mundo y de sus amigas, le falta para siempre la perdida ligereza de su corazón. Habla poco, y prefiere estar sola o con los niños. Le falta como consuelo aquella gran piedad de Luis XVI y de su hermana, que rezan mucho y observan severamente todos los días de ayuno, con lo cual adquieren resignación y paciencia. La voluntad de vivir de la reina no se deja quebrantar tan fácilmente como la de aquellos seres de apagado temperamento: su pensamiento, hasta entre estos cerrados muros, está siempre dirigido hacia el mundo; su alma, habituada al triunfo, se niega todavía a renunciar, aún no quiere abandonar la esperanza -hacia dentro se reconcentran ahora sus no empleadas fuerzas-. Es la única que no se da por prisionera en la prisión; los otros sienten apenas su cautividad, y, si no fuera por la vigilancia y el eterno miedo del mañana, aquel pequeño burgués de Luis XVI y la monja de madame Elisabeth encontrarían realmente realizada la forma de vivir por la cual inconscientemente habían suspirado años y años: una pasividad sin responsabilidad ni pensamiento.

Pero la guardia está allí. Sin interrupción se les recuerda con ello a los cautivos que hay otro poder que rige su destino. En el comedor ha colgado en la pared la Comuna la edición en folio del texto de la Declaración de los derechos del hombre, fechada en una forma dolorosa para un rey: «Año primero de la República». Sobre las placas de latón de su estufa tiene que leer el rey: «Libertad, igualdad, fraternidad». A la hora de la comida de mediodía aparece un comisario o el comandante como huésped no invitado. Cada pedazo de su pan es cortado por una mano extraña para investigar si acaso no contendrá algún mensaje secreto; ningún periódico puede entrar en el recinto del Temple; cada uno que penetra en la torre o sale de ella es registrado del modo más minucioso por los guardias, en busca de los papeles que pueda llevar escondidos, y, además, las puertas de las habitaciones regias son cerradas por fuera. Ni un solo paso puede dar el rey o la reina sin que detrás de ellos, con el fusil cargado al hombro, aparezca la sombra de un guardia, ni tener ninguna conversación sin testigos, ni leer ningún impreso sin censurar. Sólo en su apartado dormitorio conocen la dicha y la merced de estar solos consigo mismos.


Tal hombre, puesto como señor y vigilante de la real familia, goza evidentemente, con todo el contento de un alma pequeña, de la posibilidad de que le sea lícito tratar de un modo que le haga bajar la cabeza a toda una archiduquesa de Austria y reina de Francia.De una cortesía intencionadamente helada en el trato personal, y siempre cuidadoso de mostrar que él es el auténtico representante de la nueva justicia, da libre curso Hébert, en el Pére Duchéne , con groseras injurias a su enojo porque la reina rehúsa toda conversación con él; es la voz del Père Duchéne la que solicita ininterrumpidamente el «salto de carpa» y el rasoir national para el «borracho y su golfa» , los mismos a quienes el señor procurador Hébert visita todas las semanas del modo más cortés. Indudablemente que las palabras de su boca eran más violentas que los sentimientos de su corazón; pero ya hay una innecesaria humillación para los vencidos en el hecho de encargar precisamente al más despiadado y más insincero de todos los patriotas de que sea jefe supremo de la prisión. Porque el miedo a Hébert actúa naturalmente sobre los soldados de la guardia y los empleados. Por temor a ser considerados como negligentes, tienen que hacer mayores crueldades de las que querrían hacer; mas de otra parte, sus gritos de odio han servido a los encerrados de modo sorprendente, pues los honrados y cándidos artesanos y pequeños burgueses que Hébert coloca como guardianes han leído siempre en las páginas del Pére Duchéne cosas terribles acerca del «sanguinario tirano» y de la austríaca prostituta y dilapiladora. Y ahora, destinados al servicio de vigilancia, ¿qué es lo que ven? Un inocente y gordo burgués que con su hijito de la mano, va a pasear por el jardín y mide, con él mismo, cuántas pulgadas y pies cuadrados tiene de superficie el patio; lo ven comer mucho y con regodeo, dormir y estar inclinado sobre sus libros.

Pronto reconocen que este torpe y buen padre de familia no es capaz de hacer daño ni a una mosca; es verdaderamente difícil odiar a un tal tirano, y si Hébert no vigilara tan severamente, los soldados de la guardia probablemente habrían charlado con aquel humilde señor como con un camarada del pueblo, bromeando con él y hasta jugando a las camas. La reina, naturalmente, impone mayores distancias. María Antonieta, en la mesa, ni una sola vez dirige la palabra a los inspectores, y cuando viene una comisión y le pregunta si desea alguna cosa o tiene alguna queja que dar, responde invariablemente que no desea ni apetece nada. Prefiere echar sobre sí todas las desazones a pedir un favor a ninguno de los guardianes de su prisión. Pero precisamente esta altivez en la desgracia impresiona a aquellos hombres simples y, como siempre, una mujer que sufre visiblemente provoca especial compasión.

grabado que muestra a luis XVI rodeado de sus dos hijos en la prisión del temple.
Pero a poco, los guardianes, que en realidad comparten la prisión con los prisioneros, llegan a sentir cierta inclinación hacia la reina y la real familia, y sólo esto explica la posibilidad de diversas tentativas de evasión; si, como se dice en las Memorias monárquicas, los soldados de la guardia se condujeron de un modo extremadamente áspero y acentuando su republicanismo; si, al pasar arriba y abajo, lanzaban una grosera blasfemia o silbaban más ruidosamente de lo que fuera menester, tal cosa sólo ocurría realmente para disimular cierta íntima compasión ante los vigilados. Mejor que los ideólogos de la Convención, ha comprendido el pueblo bajo que los vencidos merecen respeto en su desgracia, y ante los soldados del Temple, aparentemente tan groseros, ha encontrado la reina mucho menos odio y menos actos odiosos que en los salones de Versalles en otros tiempos.


domingo, 18 de diciembre de 2016

MARIE ANTOINETTE VE POR PRIMERA VEZ A MADAME DU BARRY

 
La Muette , 15 de mayo de 1770

Hubo una fiesta privada en el hermoso verde pálido y salas de oro del palacio de la Muette. A las puertas la delfina fue recibida por el propio rey donde procedió finalmente a presentar a la joven a los dos hermanos menores del delfín. El conde de Provenza, de soñolientos ojos marrones y el más joven del trio, el conde Artois, con una mirada netamente italiana y labios sensuales.

El conde de Provenza se aproximó a la princesa y le dio una rápida mirada de arriba hacia abajo como todos los hombres lo hacen “estoy contento de encontrarme con vosotros al fin – le dijo en un tono de cortesía alemán- he estudiado el idioma con mi tutor, pensé que sería bueno si alguien la saludaba en su propia lengua”. Luego se acercó el conde de Artois, cuyos ojos oscuros se encontraron con los de ella con admiración “espero que cuando sea la hora de casarme con una princesa sea tan bonita como tú” –le dijo con una sonrisa encantadora.

Con un aire de lamento el rey paso la mano para el delfín, quien sin mirarla se dirigió rígidamente hacia la mesa, que estaba iluminada por docenas de candelabros y cubiertas de exuberante floración de color rosa, melocotón amarillo y peonias, reluciente de plata, copas de cristal fino y un servicio de Sevres exquisito.

¿Qué hermoso es todo aquí? Le comento a su marido de una manera agradable. Él se encogió de hombros y miro hacia abajo estrepitosamente en su plato y jugo nerviosamente con el tenedor de plata que se encontraba junto a él.


María Antonieta lo observa por un momento en silencio, tratando desesperadamente de pensar en algo, cualquier cosa que pudiera por lo menos mostrar algo de entusiasmo. “¿le gusta la caza?” era todo lo que podía pensar. “si me gusta” le contesto el delfín con un aire indiferente.

Todos los presentes en la mesa la miraban con expresiones de curiosidad mezclada con hostilidad. Excepto una rubia muy bonita con fusión de ojos azules y una sonrisa encantadora que se sentó en el extremo de la mesa. Vestía muy bien, seda brillante de color oro pálido que brillaba con la luz de las velas y puso de manifiesto su pecho opulento. La extraña dama le guiño un ojo y con sarcasmo levanto la copa de vino y le hizo un silencioso brindis.

La joven se inclina hacia el delfín, que con entusiasmo masticaba un muslo de pollo y que no prestaba ninguna atención a las conversaciones sobre la mesa “¿Quién es esa hermosa dama en el extremo de la mesa?” –le susurro la delfina, asegurándose de no permitir que sus ojos se deslizaran de nuevo en dirección a ella. El delfín la miro con una expresión de sorpresa.


Su prima, la señora de Chartres, que estaba sentada en su otro lado, se apoyó lánguidamente a través de Luis Augusto y con una sonrisa susurro: “esa, mi querida, es la señora condesa Du Barry”. A la nueva delfina el nombre no le era familiar y en las lecciones del Abad Vermont no se acordaba que le hubiera mencionado nunca a nadie con este nombre. “¿quién es ella? ¿Cuál es su posición en la corte?”.

La señora de Chartres se echó a reír, mientras que el delfín frunció el ceño frente a su plato, mirando como si quisiera estar en otro lugar. “su posición en la corte?” – se escondió la duquesa con una sonrisa de diamantes incrustados detrás de su abanico. “bueno, déjame ver, la posición de la señora condesa es… divertir a su majestad” – hablo con un susurro exagerado- “no se todos los detalles, pero lo que si se es perfectamente impactante, mi querida! Al parecer, la señora condesa es hija ilegítima de una costurera común y un monje! También he oído que ella manejo su comercio en las calles antes de encontrar un protector rico, hasta que llamo la atención de su majestad y la trajo a vivir aquí a Versalles. Usted tendrá que acostumbrarse a estas cosas si usted va a vivir entre nosotros. El palacio entero es u hervidero de chismes e intrigas”.


María Antonieta miro hacia madame Du Barry y vio que ella seguía mirándola, pero esta vez con un toque de desafío. Sus miradas se cruzan una ala otra y ambas saben que se convertirán de ahora en adelante en rivales, sin saber que solo una tendrá la diadema de reina.

No fue ningún azar que la lucha entre María Antonieta y madame Du Barry se decidiera a favor de la ilegitima de alcoba y no la petit rose austriaca. Con la Du Barry triu8nfaba la voluntad de la mujer, que empuja hacia adelante, que arroja tras de sí las formas gastadas como cascadas vacías y prueba, creativa, sus energías en otras siempre nuevas. En su vida encarna la energía de una nación que quiere conquistar su sitio en el universo; con el final de María Antonieta muere este esplendor y heroico, un pasado de una estirpe poco seria, frívola y descreída.


Ese enfrentamiento en el espacio, en el tiempo y en sus figuras seria grandioso de no ser tan miserablemente mezquina la forma en que se libró. Porque a pesar de su espléndida talla, esas dos mujeres siguen siendo mujeres, no pueden superare las debilidades de su sexo a la hora de librar sus enemistades. Si en vez de María Antonieta y madame Du Barry se enfrentaran dos hombres, dos reyes, enseguida se produciría un abierto combate, una guerra clara. La pretensión abrupta a la pretensión, el valora al valor. En cambio, el conflicto se sustrae a esta clara y varonil sinceridad, es una pelea entre gatas, un acecharse y vigilarse con las garras escondidas, un juego traicionero y deshonesto. Se miran a los ojos de frente, nunca su odio fue más abierto, cierto y claro, no se saludan ni se cubren de buenos deseos la una a la otra, nada de adulaciones ni hipocresías, cada una ellas mantiene el cuchillo a la espalda. No, la crónica de la guerra entre estas dos mujeres no presenta batallas dignas de la Ilíada, situaciones gloriosas; no es un poema épico, sino un pérfido capítulo de Maquiavelo, sin duda muy excitante desde el punto de vista psicológico de la nobleza francesa, que le importa más esta querella que la situación del país. Este juego indecente empieza enseguida.

sábado, 10 de diciembre de 2016

LUIS XVI - ANTONIA FRASER

 
El joven delfín de Francia, el prospectivo novio era un niño agradable, pero sin educación, fue de alguna manera particularmente poco prometedor. Su vida había tenido un comienzo desafortunado. Su madre se inclinó por el dolor durante su tercer embarazo, gracias a la muerte de su segundo hijo, el infante duque de Aquitania. Era, sin embargo, la muerte del hijo mayor, el duque de Borgoña, en 1761, que dejo a los siete años de edad, Luis augusto con un complejo de inferioridad permanente. De acuerdo con las reglas de etiqueta inexorable de Versalles, Luis augusto fue trasladado a los apartamentos de su hermano agonizante en el mismo día de su muerte.

Sus padres no hicieron ningún secreto de sus lamentaciones por la muerte del hijo favorito. El hombre a cargo de Luis augusto, el duque de Vauguyon, gobernador de los hijos de Francia a partir de 1758, también aprovecho la oportunidad para dar un retrato sobre la inadecuación para el papel, en comparación con su hermano fallecido. La firmeza es de todas las virtudes, la más necesaria para un rey; pero el resultado fue una terrible falta de confianza en sí mismo. La muerte de su padre, el delfín Luis Fernando, en 1765, significo que Luis augusto, ahora delfín, estaba a tan solo un latido de distancia del trono de Francia.

Lo que le faltaba en la confianza, el delfín ciertamente no lo compenso por la atracción física. Fue construido en gran medida a un peso que aumentaría aún más con el paso del tiempo. Había una especie de gen de la gordura en esta rama de la familia Borbón, que puede haber sido glandular en origen. Su padre había sido enormemente gordo. El padre de María Josefa, Augusto III también había sido obeso. Donde quiera que la herencia viniera –posiblemente a partir de la reunión de dos genes similares- no había duda de que Luis Augusto, su hermano más cercano, el conde de Provenza y su hermana menor Clotilde, tenían un problema de peso.

Notoriamente torpe, el delfín corto una figura lamentable en los bailes de la corte; el tenía un mal oído para que su canto provoco estremecimientos generales, sus claros ojos azules –a diferencia delos sajones- espumosos “eslavos” de su abuelo Luis XV, miopes lo que hace mirar a los cortesanos y no lo reconoce; a menudo mantuvo la cabeza baja de manera que se evita la confrontación total. Mal equipados para la vida formal en Versalles, el delfín se refugió en una profunda pasión por la caza, la ocupación real tradicional. Desde la edad de nueve años en adelante grabo sus hazañas en una revista de caza que constituía el diario de un deportista.

El delfín fue, sin embargo, inteligente, naturalmente estudioso y bien instruido por los métodos de memorización y aprendizaje para la época. Le gustaba la literatura y las “melodías sublimes” de Racine. Por encima de todo, él tenía el amor por la historia que fue inculcada por David Hume. Teniendo en cuanta todos estos factores, dado que el delfín seria rutinario capaz del acto conyugal como cualquier otro marido seguramente sería?.

-Marie Antoinette: the journey - Antonia Fraser 

domingo, 4 de diciembre de 2016

LA MUERTE DEL EMPERADOR LEOPOLDO II (1792)

El emperador Leopoldo II
Una tras otro, María Antonieta perdió sus últimas posibilidades de seguridad, vio como los dos soberanos desaparecen de los cuales ella había esperado un auxilio: su hermano, el emperador Leopoldo II y Gustavo III, rey de Suecia. Leopoldo no había sido todas las ilusiones que su hermana había acariciado con respecto a él, pero, sin embargo, mostro un gran interés en los asuntos franceses y un vivo deseo de ser útil a Luis XVI, había adoptado una política de conciliación. El deseaba una reconciliación con los nuevos principios, y por otra parte, no era ciego a la inexperiencia y la levedad de los emigrados.

Muerte del Kaiser Leopold II, con su esposa y medico junto a su cama.
Pero la obligación por los tratados, para defender los derechos de los príncipes que sostienen la propiedad en Alsacia, su miedo a la propaganda de sedición, el lenguaje agresivo de la asamblea nacional y la prensa parisina, había terminado con tomar una actitud más decisiva, y fue en el momento de esta intensión seria para acudir en ayudar a su hermana que fue llevado por una muerte súbita. A pesar de que no deseaba una guerra entre Austria y Francia, la reina había persistido en desear un congreso armado, lo que habría sido un compromiso entre la paz y la guerra, pero la asamblea nacional habría considerado esto como una humillación intolerable. No se debe negar, la situación era falsa. Entre los verdaderos sentimientos de Luis XVI y su nuevo papel como un soberano constitucional, había una verdadera incompatibilidad. En cuanto a la reina, no estaba en buenas relaciones ni con los emigrados ni con la asamblea.

Con el fin de obtener una idea justa de los sentimientos mostrados por los emigrados, es necesario leer una carta escrita desde Treves el 16 de octubre de 1791, por la señora de Raigecourt, amiga de madame Elisabeth, a otra amiga de la princesa, la marquesa de Bombelles: “veo con dolor que parís y Coblenza no están en buenas condiciones, el emperador trata a los príncipes como niños… los príncipes no pueden evitar sospechar que se trata de la influencia de la reina y sus agentes, que frustran sus planes y hace que el emperador se comporte de un modo tan extraño… algunos engaños por parte de las tullerias todavía se sospecha en este país. Ellos deben de explicar el uno al otro una vez por todas”. La señora de Raigecourt termina su carta con esta denuncia contra Luis XVI: “nuestro desgraciado rey se rebaja más y más todos los días; porque él esta haciendo demasiado, incluso si todavía tiene la intención de escapar… la emigración, por su parte, aumenta cada día, y la actualidad no habrá más franceses que alemanes en esta región”.

Representación alegórica tras la muerte de Leopoldo II el 1 de marzo de 1792: El emperador romano ante el tribunal de Minos / Los jueces del inframundo te han encontrado limpio. Allí en Elysium te esperan tu familia /tus amigos, ve y regocíjate con esos hombres buenos y justos del premundo.
Esta extraña posición del emperador simplemente era que velaba por sus propios intereses y ambiciones, aunque mostraba su apoyo a los franceses, pactaba con Rusia y Prusia sobre un segundo reparto Polonia. El 4 de agosto de 1791 escribió a María cristina con una relativa calma: “no crea nada, ni verse tentada a hacer o decir lo que los franceses y príncipes emigrantes le pregunten. Solo cortesías y cenas, no hay intensión de darles dinero, no hay ninguna garantía de tropas para ellos”. En este preciso momento, la reina estaba ilusionada con que el emperador fuera el salvador de su familia, como le escribió el 4 de octubre de 1791: “mi único consuelo es escribirle a usted mi querido hermano, estoy rodeada de tantas atrocidades que necesito toda su amistad para tranquilizar mi mente… un punto de gran importancia es la de regular la conducta de los emigrados. Si vuelven a entrar a Francia a la fuerza, todo está perdido, y será imposible hacer que no estamos en connivencia con ellos. Incluso la existencia de un ejército de emigrados en la frontera sería suficiente para mantener la confianza. En primer lugar, repito, que pondría un control sobre los emigrados, y por otra parte, sería hacer una impresión aquí… adiós, mi querido hermano, te queremos y mi hija me ha encargado especialmente un abrazo a su buen tío”.

Grabado francés satírico con el lema: "el emperador de las dos caras".
Mientras María Antonieta estaba convenciendo así a Austria sobre el congreso armado, la asamblea nacional de parís repelió con energía todo el pensamiento de cualquier tipo de intervención por parte de las potencias extranjeras. El 1 de enero de 1792, se emitió un decreto de destitución contra los hermanos del rey, el príncipe de Conde y el señor de Calonne. La confiscación de los bienes de los emigrados y la tributación de sus ingresos para el beneficio del estado había sido prescrita por otro decreto al que Luis XVI no había ofrecido ninguna oposición.

Por una curiosa coincidencia, esta fecha de 1 de marzo fue precisamente aquella en la que el emperador Leopoldo fue a morir de una terrible enfermedad. Él estaba en perfecto estado de salud el 27 de febrero, cuando ofreció una audiencia al enviado turco, el 28 estaba en su agonía y el 1 de marzo, murió. Su médico afirmo que había sido envenenado. La idea de un crimen se había extendido entre la gente.

Consuelo de la monarquía austriaca sobre la muerte del emperador Leopoldo II
Vagos Rumores se refieren a una mujer que había intervenido en el último baile de máscaras en la corte. Esta persona desconocida, al abriga de su disfraz, había presentado al soberano unos caramelos envenenados. Los jacobinos podrían haber deseado deshacerse del jefe armado del imperio, y los emigrados, que podrían haberle reprochado por ser demasiado tibio en su posición a los principios de la revolución francesa. Esta hipótesis era poco probable, los jacobinos no tenían ninguna parte en la muerte del emperador Leopoldo. Pero las mentes estaban tan excitadas en el momento en que las partes se acusaron entre si mutuamente, en todas las ocasiones, de los crímenes mas execrables.

Lo cierto es que María Antonieta cree en el envenenamiento. “la muerte del emperador Leopoldo –dice madame Campan- se produjo el 1 de marzo de 1792. La reina estaba fuera cuando la noticia llego a las tullerias. A su regreso, le di la carta que le anunciaba. Ella grito que el emperador había sido envenenado, que había observado y preservado un boletín en el que, en un artículo sobre la sesión del club de los jacobinos en el momento en que Leopoldo había declarado la coalición, se decía, al hablar de él, que había que deshacerse con ese asunto. A partir de ese momento la reina había considerado esta frase como una advertencia de los propagandistas”.

Sorprendida por la noticia, sacudida por espasmos nerviosos, la soberana tuvo que irse a la cama. La señora de Lamballe no se apartó de su cama. Al día siguiente, el rey, sus hijos y la corte adoptaron el luto ceremonial que duraría dos meses, con gran escándalo de algunos republicanos feroces que acudieron con gorros rojos para burlarse de la familia real.


En el mismo día que el hermano de Maria Antonieta murió. El ministro de Luis XVI, de asuntos exteriores, el señor de Lessart, había enfurecido a la asamblea nacional mediante la lectura de los extractos de su correspondencia diplomática, que se encontró lo suficientemente firme. Estaban indignados por un despacho en el que el príncipe Kaunitz, dijo: “los últimos acontecimientos nos dan esperanzas, parece que la mayoría dela nación francesa, impresionado con los males que ha desatado, están regresando a los principios más moderados y la inclinación para hacer al trono la dignidad y la autoridad que son la esencia del gobierno monárquico”.

Cuando de Lessart bajo la tribuna el murmullo se transformó en gritos de rabia y amenazas contra el ministro y la corte, que según se decía, estaban planeando una contrarrevolución en las tullerias y dictando al gabinete de Viena el idioma por el cual se espera intimidar a Francia. En la sesión de la tarde ese mismo día, Rouyer, un diputado, propuso destituir al ministro de asuntos exteriores. “es posible –exclamo- que un ministro perfido debe venir aquí para hacer un desfile de su trabajo y establecer la responsabilidad de la misma a una potencia extranjera? ¿Será el tiempo en que nunca llegara cuando los ministros dejaran de traicionarnos? Mi cabeza es el precio de la denuncia que estoy haciendo, me gustaría, no obstante, seguir adelante con ella”. En la sesión del 6 de marzo, Gaudet, dijo: “es hora de saber si los ministros desean hacer a Luis XVI rey de los franceses, o el rey de Coblenza”.
 
Claude Antoine de Valdec de Lessart 
El decreto de juicio político contra los ministros fue votado por una mayoría muy amplia. A Lessart se le aconseja tomar el vuelo, pero se negó. “se los debo a mi país –dijo él- a mi rey y para mi hacer mi inocencia y la regularidad de mi conducta normal ante el tribunal y he decidido entregarme en Orleans”. Luis XVI no se atreve hacer nada para salvar a su ministro favorito que es encarcelado. El 11 de marzo, Petion, alcalde de parís, llego a la barra de la asamblea y lee, en nombre de la comuna, una dirección en la que se decía: “cuando la atmósfera que nos rodea está cargada de vapores malolientes, la naturaleza puede aliviarse solamente por una tormenta de truenos. Así, también, la sociedad puede purgarse de los abusos que perturban solo por una explosión formidable… es cierto, entonces, que la responsabilidad no es una palabra vana; que todos los hombres, cualquiera que sea sus estaciones, son iguales ante la ley; que la espada de la justicia está suspendida sobre todas las cabezas, sin distinción”.

Grabado revolucionario que muestra el juicio político de los ministros de luis XVI (1792)
Rodeada por un millar de trampas, odiada por cada una de las partes extremas, por los emigrados, así como por los jacobinos, María Antonieta ya no vio nada más que tristeza. En el extranjero, como en Francia, su mirada se posó en solo espectáculos deprimentes. Todos habían conspirado para traicionarla. Ella había experimentado tantos engaños y tanta angustia; el destino la había perseguido con tanta amargura, que su corazón, agotada con las emociones y abrumada por la tristeza, estaba cansada de todas las cosas, incluso de la esperanza.

domingo, 27 de noviembre de 2016

LA CHAPELLE EXPIATOIRE

Después de la ejecución de Luis XVI y María Antonieta en enero y octubre de 1793 respectivamente, sus cuerpos fueron arrojados sin ceremonia junto a los de otros varios de miles de víctimas de la revolución en el pequeño cementerio de la Madeleine. Sus cuerpos permanecieron allí olvidados junto a los de la guardia suiza masacrados en agosto de 1792, Charlotte de Corday, madame Du Barry, la señora Roland e incluso el duque de Orleans se encontraban enterrados allí.

En 1805 el sitio fue comprado por un juez con lealtad realista, Pierre-Louis Olivier Desclozeaux, quien había estado observando cuando la pareja real fue enterrada y así fue capaz de recordar donde estaban los cuerpos y hacer todo lo posible por marcar discretamente las manchas con Cipreses.


Curiosamente, en 1770, el pequeño cementerio Madeleine fue también lugar de entierro de las ciento treinta y tres víctimas del trágico accidente que ocurrió en el castillo con los fuegos artificiales con motivo de la celebración en parís de la boda de Luis y María Antonieta. ¿Quién podría haber imaginado que la pareja real terminaría un día enterrados junto a ellos y en tales circunstancias espeluznantes?.

Tallado que muestra la exhumación de los restos de la pareja real.
Después de la restauración borbónica en 1815, una de las primeras acciones de Luis XVIII, era tener los cuerpos de su hermano y cuñada para ser enterrados con ceremonia apropiada en la basílica de Saint-Denis junto a sus antepasados. Un año más tarde, Desclozeaux vendió el cementerio al rey, quien luego procedió a construir una capilla conmemorativa en el sitio, compartiendo el enorme gasto (tres millones de libras) con su sobrina y única hija sobreviviente de Luis XVI y María Antonieta, la duquesa de Angulema.


Al caminar por el sendero hacia el edificio principal, se ve las tumbas que están destinadas a conmemorar la guardia suiza que fue masacrada en las Tullerias en agosto de 1792, así como los monumentos a otras víctimas conocidas del terror enterrados allí. El cementerio se cerró oficialmente en marzo de 1794 después de las ejecuciones de Hebert y sus principales partidarios.

La Chapelle Expiatoire fue diseñado por uno de los arquitectos favoritos de Napoleón, Pierre Fontaine y supervisado por su ayudante Louis-Hippolyte Lebas y tardo diez años en completarse. En el momento en que acaba realmente, Carlos X junto con la duquesa de Angulema presidieron la inauguración de la capilla en 1826. El arzobispo de parís fue el encargado de bendecir la primera piedra.

El interior de la capilla refleja la serenidad y el pálido resplandor del exterior y es un diseño neo-clásico perfectamente equilibrado y armonioso, que se las arregla para ser a la vez edificante y sombrío, al mismo tiempo. Creo que María Antonieta habría aprobado el proyecto, cuando se pisa el interior se puede recordar la dulce serenidad de su capilla en el Trianon y la Laiterie construido para ella en Rambouillet.


Desde el exterior, el edificio aparece como un recinto con el portal a una explanada elevada flanqueada por dos galerías del claustro, pequeño campo santo, la zona de aislamiento y meditación. El altar de la cripta, mármol blanco y negro, marca el lugar exacto del entierro de Luis XVI. Gracias a su capacidad para manejar los temas más diversos, Pierre Fontaine ha creado una arquitectura rigurosa y hierática, único para exaltar la memoria. Antonio-Francois Gerard, hizo tallados en bajorrelieve que muestra la exhumación del rey y la reina del cementerio Madeleine. Los “testamentos” de los dos soberanos se reproducen en su base.

Monogramas de los reyes
Al entrar a la capilla, a mano izquierda hay una estatua de María Antonieta con el apoyo de la religión por Jean Pierre Cortot. La reina se apoya sobre la religión en un frenesí de devoción con su cabello cayendo sobre la espada y los ojos mirando hacia arriba fervientemente. Esto nos recuerda que aunque mari a Antonieta vivió una vida aparentemente frívola antes de la revolución, se encontró con un enrome consuelo en sus últimos años de vida.


En el lado derecho una estatua de Luis XVI llamado a la inmortalidad, sostenido por un ángel por François Joseph Bosio. Él está anclado al suelo por sus grandes túnicas y mira hacia arriba con aparente alivio cuando el ángel con la luz le muestra el camino a seguir. Aquí está un hombre que nunca quiso ser rey, que hizo lo que puedo y murió sintiendo que había fallado en su deber tanto a su pueblo y también a su familia.

Es imposible entrar en la capilla y no ser movido por el destino horrible de la pareja real y de los otros miles de víctimas cuyos cuerpos residen en ese sitio sagrado. Se puede descender a una bóveda debajo de la capilla mayor y ver un altar de mármol negro que marca el lugar donde los restos dela pareja real fueron descubiertos originalmente, fueron identificados gracias al hecho de que a diferencia de los otros cuerpos que los rodeaban habían sido enterrados en ataúdes.

domingo, 20 de noviembre de 2016

MARIE ANTOINETTE SE NIEGA A EMPARENTAR CON NAPOLES

Madame Royale, en un retrato de Heinrich Fügerora.
En 1787, la reina María carolina envió en secreto a Francia, como se desprende de las memorias de madame de Campan, al caballero de Bressac, un coronel francés que se unió al ejército en Nápoles. La reina tenía en mente un matrimonio entre su hijo, francisco, duque de Calabria y heredero del trono, con la hija de María Antonieta, que tenía unos nueve años. El mensajero tuvo entonces la tarea de informar sobre un acto puramente formal y por fuera, el proyecto de carolina a María Antonieta. La reina, al tiempo que reconoce la propuesta de una unión entre las dos familias, se negó argumentando que ya se había decidió un matrimonio con el duque de Angulema, por lo que Marie Theresa Charlotte no perdería el rango de hija del rey, que prefería esta posición a la una reina en otro país, que nada en Europa podría ser comparado con la corte francesa.

María Antonieta no quería exponer a la pequeña princesa a los remordimientos, enviarla a Nápoles desde entonces como los recuerdos y las comparaciones que habían causado las mismas penas que había sufrido cuando era adolescente, tomada por un tribunal que le gustaba. La reina estaba consciente de las dificultades encontradas con su hermana carolina en el reino de Nápoles, siempre en desacuerdo con España; la razón por la que quería evitar dolores de cabeza a su hija, verse mezclada en cuestiones políticas.

Francisco Duque de Calabria en un retrato de Elisabeth Vigée Le Brun
Es razonable suponer que, si bien María Antonieta estaba convencida dela superioridad de la corte francesa, lo utilizo solo como una excusa para no separarse de su hija. No sabemos la reacción de carolina que, políticamente astuta, había contado con tal unión, no solo porque madame Royal era la hija de su hermana favorita, sino también porque estaba interesada en recibir el apoyo de Luís XVI. Pues en caso de dificultad con España, el rey francés, quien podría negarse a intervenir para defender a su cuñada, seria movido por medio de su hija.

Así carolina volvió al asalto, esta vez proponiendo a su hija María Amelia como la novia del delfín de Francia, Luís José. Sin embargo, la unión entre el Delfín y Amelia se frustro debido a la prematura muerte del niño que murió a la edad de 7 años. María Amelia, a pesar de que nunca había conocido en persona, fue muy afectada por la muerte de su primo y muchos años más tarde, escribió recordando está perdida: “llore amargamente la muerte de mi primo, pero al final era mi destino convertirme en reina de Francia…”.
  
Luis Felipe en 1793, en los días en que era un maestro de escuela
Amelia se casó con el futuro rey Luis Felipe. La unión con Orleans (pues Luis Felipe era hijo de Felipe Egalite que había votado la muerte de su primo Luis XVI) no fue bien recibida en la corte de Nápoles, pero Fernando y María carolina estaba en un sentido obligados a aceptar el matrimonio. María Amelia corría el riesgo de que siguiera siendo una solterona y ya era grande para los cánones de la época. La mala voluntad de los reyes de Nápoles se refleja en las cuentas más contemporáneas. El rey Fernando en presencia del hijo futuro siempre hablo en napolitano para no hacerse entender, y durante la última visita que le hizo Luis Felipe, le pregunto si había ido allí para tomar sus medidas del ataúd.

En cuanto a francisco, duque de Calabria y futuro rey de las dos Sicilia, a quien María Antonieta se negó como posible hijo en ley, carolina eligió para él otra sobrina, María clementina, hija de su hermano Leopoldo II. María clementina nació en la villa imperial en Florencia, dulce y tímida, bastante educada, la niña no podría definir como una gran belleza, en parte debido a las cicatrices que le dejo la viruela, pero era alta y delgada y tenía una mirada elegante.

María Clementina en un retrato de Hickel