En el momento en que María Antonieta, la hija de su antigua adversaria María Teresa, asciende al trono de Francia, se intranquiliza Federico el Grande, el enemigo tradicional de Austria. Envía carta tras carta al embajador prusiano para que indague cuidadosamente los planes políticos de la reina. En realidad, el peligro para él es muy grande. María Antonieta no necesita más que quererlo, tomarse una pequeñísima molestia, y todos los hilos de la diplomacia francesa correrían únicamente por sus manos. Europa estaría dominada por tres mujeres: por María Teresa, María Antonieta y Catalina de Rusia. Pero por suerte para Prusia y por desdicha para ella misma, María Antonieta no se siente en modo alguno atraída por una magnífica a histórica tarea; no aspira a comprender el tiempo, sino únicamente a matarlo: con negligencia, coge la corona como si fuese un juguete. En vez de utilizar el poder que le ha caído en suerte, sólo quiere gozar de él.
Fue éste, desde el comienzo, el error fatal de María Antonieta: quería triunfar como mujer, en vez de hacerlo como reina; sus pequeños triunfos femeninos eran más importantes para ella que los grandes y trascendentales de la Historia Universal; y como su frívolo corazón no sabía dar a la idea de la realeza ningún contenido espiritual, sino sólo una forma perfecta, se le empequeñeció entre las manos una gran misión, se le convirtió en un juego pasajero: un gran destino en un papel de teatro. Ser reina, para la María Antonieta de diecinueve irreflexivos años, significa exclusivamente ser la mujer más elegante, más coqueta, la mejor vestida, la más adulada, y ante todo la más divertida de toda la corte, la mundana que imprime el tono a aquella sociedad distinguida y ultrarrefinada, que vale, a sus ojos, por el mundo entero. Durante veinte años representa comedias en su escenario particular de Versalles, el cual, como una senda de flores japonesas, se alza sobre un abismo; enamorada de sí misma, representa, con gracia y buen estilo, los papeles de prima Donna, de perfecta reina del rococó. Mas ¡qué pobre es siempre el repertorio de este teatro de salón! Un par de menudas coqueterías efímeras, algunas tenues intrigas, muy poco espíritu y mucha danza.
En el curso de estos juegos y pasatiempos, no tiene ningún auténtico compañero como rey a su lado, ningún verdadero héroe como pareja en la representación; sólo un auditorio, siempre el mismo, esnob y aburrido, mientras por fuera de la adorada puerta de la verja un pueblo de millones de hombres confía en su soberana. Pero aquella ciega mujer no sale jamás de su papel; no se cansa de aturdir constantemente, con nuevas naderías, a su alocado corazón; hasta cuándo del lado de París retumban ya, amenazadores, los truenos sobre los jardines de Versalles, no cesa ella en su juego. Sólo en el momento en que la Revolución la arranca violentamente de esta angosta escena rococó, para arrojarla en el grande y trágico escenario de la Historia Universal, reconoce la reina el tremendo error de haber escogido, durante veinte años un insignificante papel de dama de salón, mientras que el destino le había proporcionado fuerzas y energía espiritual para desempeñar uno de heroína. Tarde advierte el error, pero no demasiado tarde, pues precisamente en la hora en que no tiene ya que vivir representando su papel de reina, sino que morir según él, en el trágico eplogo de esta comedia pastoril, alcanza la medida real de sus fuerzas. Sólo cuando el juego se convierte en cosa seria y cuando le quitan la corona, es cuando María Antonieta llega a tener un corazón de reina.
La idea de María Antonieta, o más bien su falta de idea al creer que casi durante veinte años se puede sacrificar lo esencial a lo insignificante, el deber al goce, lo difícil a lo fácil, Francia al pequeño Versalles, el mundo real a su mundo de juguete, esta falta histórica es casi inconcebible. Para comprender plásticamente su falta de sentido, lo mejor es echar mano de un mapa de Francia y trazar allí el estrecho campo de acción dentro del cual consumió María Antonieta los veinte años de su reinado. El resultado es asombroso, pues este círculo es tan pequeño que, en medio del mapa, apenas es más que un puntito. Entre Versalles, Trianón, Marly, Fontainebleau, SaintCloud, Rambouillet, seis palacios dentro de un espacio ridículamente pequeño, a pocas horas de camino unos de otros, gira incansablemente, de uno a otro lado, la dorada peonza del inquieto aburrimiento de la reina.
Ni una sola vez sintió María Antonieta en lo espacial, como tampoco en lo espiritual, la necesidad de franquear este polígono en que la mantiene encerrada el más estúpido de todos los demonios: el demonio del placer. Ni una sola vez, en casi la quinta parte de un siglo, satisfizo la soberana de Francia el deseo de conocer su propio reino, de ver las provincias cuya reina es; el mar que baña sus costas, las montañas, las fortalezas, las ciudades y catedrales, el país vasto y diverso. Ni una sola vez le roba una hora de tiempo a su ociosidad para visitar a uno de sus súbditos, o, por lo menos, para pensar en ellos; ni una sola vez pisa los umbrales de una casa burguesa; todo este mundo verdadero, ajeno a su círculo aristocrático, era de hecho, para ella, como no existente. Que todo alrededor de la ópera de París se tienda una ciudad gigantesca, densamente llena de miseria y descontento; que detrás de los estanques de Trianón, con sus patos chinos, sus bien cebados cisnes y sus pavos reales; detrás de la limpia y adornada aldea de decoración de teatro, proyectada por el arquitecto de la corte, caigan en ruina las verdaderas casas de aldeanos y estén vacíos los graneros; que al otro lado de las doradas verjas de su parque millones de hombres del pueblo trabajen y pasen hambre, pero siempre esperando, María Antonieta no lo ha sabido jamás. Acaso sólo esta ignorancia y esta voluntad de ignorar todo lo trágico y triste del mundo podía dar al rococó aquella gracia seductora, aquel encanto leve y despreocupado; sólo quien desconoce la gravedad del mundo puede jugar tan dichosamente. Pero una reina que se olvida de su pueblo, se atreve a jugar con gran riesgo. Una sola pregunta le hubiera revelado a María Antonieta cómo era el mundo; pero no quería preguntar. Una sola ojeada al carácter de la época, y lo hubiera comprendido: pero no quería comprender.
Quería permanecer en su aislamiento alegre, juvenil y sin ser importunada. Dirigida por un fuego fatuo, gira incansablemente a la redonda, y con sus marionettes de corte, en medio de una cultura artificial, consume los años decisivos, y que no pueden recuperarse, de su vida.
Ésta es su culpa, su innegable culpa: haberse acercado a la tarea más recia en la Historia con una frivolidad sin igual; haber entrado en el conflicto más duro de aquel siglo con blando corazón. Innegable culpa, y, sin embargo, venial, porque comprensiblemente, dada la magnitud de la tentación, hasta un carácter mucho más fuerte apenas hubiera podido resistirlo. Llevada del cuarto de los niños al lecho nupcial; llamada de la noche a la mañana, y como en un sueño, de las habitaciones interiores de un palacio al poder supremo; aún no acabada de formar, aún no despierta espiritualmente, esta alma sin malicia, no muy fuerte, no muy lúcida, se siente de repente, a manera de un sol, rodeada por la danza de planetas de la admiración. ¡Y qué miserablemente bien ejercitada está esta gente para seducir a una mujer joven! ¡Qué astutamente enseñada para mezclar los venenos de la fina adulación! ¡Qué ingeniosa en la habilidad de encantar con nonadas! ¡Qué magistral en la alta escuela de la galantería y en el arte de los feacios de tomar la vida a la ligera! Expertos y más que expertos en todas las seducciones y debilidades del alma, los cortesanos atraen, ya desde el principio, a su mágico círculo a este cándido corazón de muchacha, curioso aún de sí mismo. Desde el primer día de su reinado, María Antonieta flota en lo alto de la nube de incienso de una ilimitada idolatría.
Lo que dice pasa por sabio; lo que hace, por ley; lo que desea es cumplido. Si tiene un capricho, a la mañana siguiente está convertido ya en una moda. Si hace una tontería, toda la corte la imita entusiasmada. Su presencia es el sol de esta muchedumbre vana y ambiciosa; su mirada es un regalo; su sonrisa, una ventura; su llegada, una fiesta. Cuando tiene una recepción, todas las damas, las más viejas como las más jóvenes, las más distinguidas como las que acaban de ser presentadas en la corte, hacen los esfuerzos más convulsos, los más divertidos, los más ridículos, los más bobos, para atraer sobre su persona, aunque no sea más que por un segundo, la atención de la reina; para pillar una amabilidad, una palabra, y si no puede ser esto, por lo menos para ser notada y no pasar sin ser vista. En la calle, una y otra vez la aclama el pueblo, que confía en ella, agolpándose en tropel a su paso; en el teatro, se levanta para saludarla la totalidad del auditorio, desde la primera localidad hasta la última, y cuando pasa por la Galería de los Espejos ve en ellos, magníficamente vestida y elevada en las alas de su propio triunfo, a una mujer joven y linda, despreocupada y feliz, más hermosa que la más hermosa de la corte, y con ello -ya que confunde aquella corte con el mundo- la más hermosa de la tierra.
¿Cómo con un corazón infantil, con una energía mediana, defenderse contra la bebida embriagadora y adormecedora de la felicidad, bebida que está formada con las más picantes y dulces esencias del sentimiento, con la mirada adoradora de los hombres, con la envidia admirativa de las mujeres, con el rendimiento del pueblo y con su propio personal orgullo? ¿Cómo no convertirse en ligera donde todo es tan ligero, donde el dinero surge constantemente de siempre renovados pedacitos de papel y donde una palabra escrita apresuradamente en un pliego, hace brotar millares de ducados y surgir, como por encanto, piedras preciosas, jardines y palacios; donde el suave aliento de la dicha adormece los nervios de un modo tan dulce y fascinador? ¿Cómo no ser despreocupada y frívola cuando hay unas alas que, caídas del cielo, se implantan en vuestras juveniles espaldas relucientes? ¿Cómo no perder el suelo bajo los pies al ser arrebatado por tales seducciones? Esta frivolidad en la concepción de la vida, que, considerada en un aspecto histórico, es, indudablemente, una falta de la reina, era, al mismo tiempo, la falta de toda su generación; precisamente por su perfecta adhesión al espíritu de su tiempo ha llegado a ser María Antonieta la representación típica del siglo XVIII. El rococó, esta quintaesencia y sutil floración de una civilización muy antigua, del siglo de las manos finas y ociosas, del espíritu mimado y dilapidador, quería, antes de perecer encarnarse en una figura.
Ningún rey, ningún varón hubiera podido representar a este siglo de las damas en el libro de imágenes de la Historia; sólo en la figura de una mujer, de una reina, podía representarse visiblemente, y esta reina del rococó lo ha sido, en forma simbólica, María Antonieta. La más despreocupada de las despreocupadas, la más derrochadora entre las derrochadoras, y entre las mujeres elegantes y coquetas la más lindamente elegante y la más consciente coqueta, vino a expresar en su propia persona, de un modo inolvidable y con una precisión verdaderamente documentaria, las costumbres y la artística forma de vivir de este siglo . «Es imposible -dice de ella madame de Staël- poner más gracia y bondad en la cortesía. Posee una especie de sociabilidad que nunca le permite olvidar que es reina, y siempre hace como si lo olvidara.» María Antonieta jugaba con su vida como con un instrumento muy delicado y frágil. En lugar de ser humanamente grande para todos los tiempos, se hizo de este modo la expresión característica de su época, y mientras descuidaba insensatamente su fuerza interior, dio, sin embargo, una significación a su vida; en ella culmina y termina el siglo XVIII.
La madre a mil leguas de camino la amonesta y le pide reflexiones, pero no ejercen ninguna influencia sobre la insensata, llegada ya tan adelante en el camino de sus locuras que no comprende que no se la comprenda. ¿Por qué no gozar de la vida? No tiene ningún otro sentido sino ése. Y con conmovedora franqueza responde a las advertencias maternas que le comunica el embajador Mercy: «¿Qué quiere? Tengo miedo de aburrirme».
«Tengo miedo de aburrirme.» Con esa frase ha pronunciado María Antonieta la palabra definidora de su tiempo y de toda su sociedad. El siglo XVIII toca a su fin, ha realizado su sentido. El reino está fundado, Versalles construido; la etiqueta es perfecta; la corte ahora, no tiene en realidad ya nada más que hacer; los mariscales como no hay guerra, se han convertido en puros títeres de uniforme: los obispos, como aquella generación ya no cree en Dios, son unos galantes señores con sotana violeta; la reina, como no tiene al lado un verdadero rey, ni un heredero del trono que educar, se ha trocado en una alegre mundana. Aburridos y sin comprender, se alzan todos ellos ante las poderosas mareas de la época, y si a veces se sumergen en ellas con curiosas manos, sólo es para extraer algunas piedrecillas brillantes; sonriendo como los niños, al ver lo fácilmente que relumbran entre sus dedos, juegan con el monstruoso elemento. Pero nadie, entre ellos, sospecha el crecimiento cada vez más rápido del nivel de las aguas; y cuando por fin advierten el peligro, la huida es ya inútil, el juego está perdido y su vida amenazada.