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María Antonieta siendo llevada a su ejecución, 16 de octubre de 1793 |
A las cinco de la mañana, mientras María Antonieta escribe todavía su última carta, tocan ya a llamada los tambores en todas las cuarenta y ocho secciones de París. A las siete está en pie toda la fuerza armada; cañones dispuestos a ser disparados cierran los puentes y las grandes calles; destacamentos de guardia atraviesan la ciudad con bayoneta calada; la caballería forma grandes filas... Un inmenso movimiento de soldados, y todo contra una única mujer que ella misma no quiere otra cosa sino llegar pronto al fin. Con frecuencia, la fuerza tiene más miedo de la víctima, que la víctima de la fuerza. A las siete, la criada del carcelero se desliza silenciosamente en el calabozo. Sobre la mesa arden todavía las dos luces de cera; en el rincón está sentado el oficial de gendarmería, como una sombra vigilante. AL principio, Rosalía no ve a la reina; sólo después nota, toda espantada, que María Antonieta, completamente vestida de su negra ropa de viuda, está tendida en el lecho. No duerme. Sólo está fatigada y agotada por sus permanentes pérdidas de sangre.
La tierna aldeanita se aproxima temblorosa, conmovida por doble compasión: de la condenada a muerte y de su reina. «Señora -pronuncia sobrecogida al acercarse-, ayer por la noche no tomó usted ningún alimento, y casi nada durante el día. ¿Qué desea hoy por la mañana?» « Hija mía -le responde la reina sin levantarse-, ya no necesito nada; para mí está ya todo terminado.» Pero, como la muchacha le ofrezca de nuevo, insistentemente, una sopa que ha preparado especialmente para ella, acaba por decir, fatigada: « Bueno, Rosalía, tráigame usted el bouillon ». Toma algunas cucharadas; después, la muchachita la ayuda a cambiar de traje. Han recomendado a María Antonieta que no vaya al cadalso con la negra ropa de luto con que compareció ante los jueces: el llamativo traje de viuda podría excitar al pueblo. María Antonieta -¡qué le importa ahora un vestido!- no opone ninguna resistencia y decide llevar un ligero traje blanco de mañana.
Pero tampoco para esta última molestia le es ahorrada una última humillación. En todos estos días, la reina ha perdido sangre incesantemente; todas sus camisas están manchadas de ella. Por el natural deseo de recorrer corporalmente limpia su último camino, quiere cambiar ahora de camisa y ruega al oficial de gendarmes que está de guardia que se retire durante un momento. Pero el hombre, que tiene el severo encargo de no perderla de vista ni un segundo, declara que no le es permitido abandonar su puesto. Por tanto, se acurruca la reina en el estrecho espacio entre la cama y la pared, y mientras se cambia la camisa, la cocinera, compasiva, se coloca delante de ella para ocultar su desnudez. Pero ¿qué hacer con la ensangrentada camisa? Se avergüenza la mujer de dejar aquel lienzo maculado bajo la vista de aquel hombre desconocido, expuesto a las curiosas miradas de los que, pocas horas más tarde, deben venir para repartir la ropa de su pertenencia. Por tanto, la arrolla rápidamente en un pequeño envoltorio y lo introduce en un hueco que hay en el muro, detrás de la estufa.
Se viste entonces la reina con especial cuidado. Desde hace más de un año no ha vuelto a pisar la calle ni ha visto sobre su cabeza el cielo libre y dilatado: precisamente este último deseo debe hacerlo limpia y decentemente vestida; no es una vanidad femenina lo que la determina a ello, sino el sentimiento de la dignidad en esta hora histórica.
Cuidadosamente se ajusta el blanco vestido mañanero, envuelve su cuello con un fichu de suave muselina, escoge sus mejores zapatos; oculta sus encanecidos cabellos con una cofia de dos volantes. A las ocho llaman a la puerta. No, no es todavía el verdugo. No es más que el que le precede, el sacerdote; pero uno de esos que han prestado juramento a la República. La reina se niega cortésmente a confesarse con él; sólo reconoce como verdaderos servidores de Dios a los sacerdotes no juramentados, y, a la pregunta de si debe acompañarla en sus últimos pasos, responde con indiferencia: «Como usted quiera» .
Esta aparente indiferencia es, hasta cierto punto, el muro protector tras el cual prepara María Antonieta su energía para el último viaje. Cuando, a las diez de la mañana, entra el ejecutor Sansón, joven de estatura gigantesca, para cortarle los cabellos, deja tranquilamente que le ate las manos a la espalda y no opone ninguna resistencia La vida, ya lo sabe, no es posible salvarla; únicamente el honor. Pues ahora, ¡a no mostrar debilidad alguna delante de nadie! Sólo conservar la fortaleza y enseñar a todos los que desean verlo cómo muere una hija de María Teresa.
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Un grabado de María Antonieta con las manos atadas a la espalda, de una reimpresión británica del registro de su juicio. Alrededor de 1795. |
Hacia las once se abren las puertas de la Conserjería. Fuera está la carreta del verdugo, una especie de carro con adrales y al cual está enganchado un poderoso y pesado caballo. Luis XVI había sido conducido todavía a la muerte, solemne y respetuosamente, en su cerrada carroza de corte, protegido por las paredes de cristal contra la más grosera curiosidad y el más ofensivo odio. Pero, después, la República ha seguido avanzando desmedidamente en su camera impetuosa; también exige igualdad en el viaje de la guillotina; una reina no debe morir más cómoda que cualquier otro ciudadano; un carro de adrales es suficiente para la viuda de Capeto. Como asiento le sirve sólo una tabla puesta entre los travesaños, sin almohadón ni cubierta alguna; también madame Roland, Danton, Robespierre, Fouquier, Hébert, todos los que envían ahora a María Antonieta hacia la muerte, harán su último viaje sobre la misma dura tabla; sólo un breve trecho de camino precede la condenada a sus condenadores.
Primeramente surgen del oscuro pasillo de la Conserjería algunos oficiales, y detrás de ellos toda una compañía de la guardia con el fusil al hombro; después María Antonieta, tranquila y con seguro paso. El verdugo Sansón lleva cogido el extremo de la larga cuerda con la cual ha atado a la espalda las manos de la reina, como si hubiese peligro de que su víctima, rodeada de centenares de guardias y soldados, pudiera todavía escaparse.
Involuntariamente, la muchedumbre queda sorprendida por esta humillación insospechada a innecesaria. No se alza ninguno de los sarcásticos gritos habituales. En completo silencio, se deja que la reina avance hasta la carreta. Llegados allí, Sansón le ofrece la mano para subir. Junto a ella se sienta el clérigo Girard, vestido de paisano, mas el verdugo permanece en pie, inconmovible el semblante, con la cuerda en la mano; lo mismo que Carón las almas de los difuntos, lleva a diario su cargamento, con impasible corazón, a la otra orilla del río de la vida. Pero esta vez, tanto él como sus ayudantes, durante todo el trayecto llevan bajo el brazo el sombrero de tres picos, como si quisiesen disculparse de su triste oficio ante la mujer indefensa que conducen al patíbulo.
La miserable carreta avanza lentamente, bamboleándose sobre el pavimento. Con toda intención se deja tiempo para que cada cual pueda considerar suficientemente este espectáculo único. Sobre su duro asiento, le daña a la reina hasta el tuétano de los huesos cada vaivén de la grosera carreta sobre el mal pavimento, pero, inconmovible el pálido semblante, con sus ojos orlados de rojo mirando fijos ante sí, María Antonieta no da ninguna muestra de miedo o de dolor a las apretadas filas de curiosos. Reconcentra todas las fuerzas de su alma para mantenerse enérgica hasta el final, y en vano sus más crueles enemigos acechan para sorprender en ella un momento de debilidad o desaliento. Pero nada desconcierta a María Antonieta, ni siquiera que, junto a la iglesia de Saint-Roch, las mujeres allí reunidas la reciban con los habituales sarcásticos clamores, ni que el comandante Grammont, para animar la fúnebre escena, cabalgue delante del carro de la muerte con su uniforme de guardia nacional y, blandiendo el sable, exclame: « ¡Aquí tenéis a la infame Antonieta! Se ha fastidiado ahora, amigos míos».
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María Antonieta conducida a la horca - François Flammeng 1887 |
El semblante de la reina permanece inmóvil, como de bronce; parece no oír ni ver nada. Las manos atadas a la espalda le hacen levantar un poco más la cabeza; mira derechamente ante sí, y todos los abigarrados y bárbaros cuadros de la calle no penetran ya en sus ojos, que, en su interior, se encuentran ya anegados por la muerte. Ni un estremecimiento mueve sus labios, ningún escalofrío recorre su cuerpo; totalmente señora de sus fuerzas, permanece allí sentada, orgullosa y desdeñada, y hasta el mismo Hébert tiene que confesar al día siguiente en su Père Duchéne : «Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz a insolente».
La gigantesca Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia, está llena de gente. Diez mil personas se encuentran allí de pie desde por la mañana temprano, para no perder aquel espectáculo único de ver cómo una reina, según la grosera frase de Hébert, es «afeitada por la navaja nacional». Horas enteras lleva ya de espera la curiosa muchedumbre. Para no aburrirse, se charla un poco con una linda vecinita, se ríe, se bromea, se compran periódicos o caricaturas a los voceadores, se hojea el más reciente folleto de la actualidad: Les Adieux de la Reine à ses mignons et mignonnes o Grandes fureurs de la ci-devant Reine. Se trata de adivinar, en voz baja, qué cabezas caerán aquí, en el cesto, en los días siguientes, y, mientras tanto, se adquiere limonada, panecillos o nueces de los vendedores callejeros: la gran escena bien merece un poco de paciencia.
Sobre este hervidero de curiosos, negro y ondulante, se elevan rígidamente dos siluetas, las únicas cosas sin vida en aquel espacio cargado de animación humana: la esbelta línea de la guillotina, con su puente de madera que lleva del más acá al más allá; en lo alto de su yugo centellea, bajo el turbio sol de octubre, el brillante indicador del camino, la cuchilla recién afilada. Ligera y esbelta, se recorta sobre el cielo gris, juguete olvidado de un dios horrendo, y los pájaros, que no sospechan la tenebrosa significación de este cruel instrumento, juguetean despreocupadamente sobre él en sus revoloteos. Severa y grave se levanta allí al lado, dominando a esta tremenda puerta de la muerte, la gigantesca estatua de la Libertad, sobre el pedestal que sostuvo en otro tiempo la estatua de Luis XV.
Tranquilamente se muestra allí sentada la inaccesible diosa, coronada la cabeza con el gorro frigio, meditando con la espada en la mano; permanece allí sentada, piedra sobre piedra, la diosa de la Libertad, y mira soñadora ante sí. Sus blancos ojos sin pupila miran más allá de la muchedumbre, eternamente inquieta, que se tiende a sus pies, y mucho más allá de la inmediata máquina mortífera, fijándose en algo lejano a invisible. No ve en torno suyo lo humano, no ve la vida, no ve la muerte, la incomprensible y eternamente diosa amada, con sus soñadores ojos de piedra. No oye los gritos de todos aquellos que la llaman, no advierte las guirnaldas que se cuelgan en torno a sus rodillas de piedra, ni la sangre que abona la tierra bajo sus pies. Símbolo de un eterno pensamiento, extraño entre los hombres, permanece silenciosa y contempla en la lejanía una invisible meta. Ni pregunta ni sabe qué cosas se realizan en su nombre.
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María Antonieta sentada en un carro, junto a Girard, sacerdote constitucional de Saint-Landry |
De pronto se agita la muchedumbre, se alza en conmoción, para quedar después súbitamente muda. En este silencio se oyen ahora unos salvajes gritos que llegan desde la calle Saint-Honoré; se ve la caballería que precede al cortejo, y después, bamboleándose al dar la vuelta a la esquina, la trágica carreta con la mujer amarrada que en otro tiempo fue señora de Francia; de pie, detrás de ella, con la cuerda llevada orgullosamente en una mano y humildemente el sombrero en la otra, viene Sansón, el verdugo. Un silencio total se hace ahora en la plaza gigantesca. Los vendedores no lanzan sus pregones, enmudece toda lengua; tan grande llega a ser el silencio, que se perciben los pesados pasos del caballo y el chirriar de las ruedas. Las diez mil personas que poco antes charlaban y se reían animadamente, se sienten de pronto oprimidas y contemplan con una mágica emoción de horror a la pálida mujer atada que no mira a nadie. Sabe que aquello no es más que la última prueba. Sólo cinco minutos hasta morir, y después la inmortalidad.
La carreta se detiene delante del patíbulo. Tranquila y sin auxilio de nadie, «con aire aún más sereno que al salir de la prisión», asciende la reina, rechazando toda ayuda, las escaleras de tablas del cadalso; sube exactamente con la misma alada facilidad, calzando sus negros zapatos de satén de tacones altos, por esta última escalera, como en otro tiempo por las escalinatas de mármol de Versalles. Ahora, por encima del repulsivo verbeneo de las gentes, una última mirada que se pierde en el cielo. ¿Reconoce, al otro lado de la plaza, en medio de 1a neblina otoñal, las Tullerías, en las que ha vivido y sufrido indecibles dolores? ¿Recuerda todavía, en estos últimos minutos, ya los postreros, el día en que estas mismas muchedumbres la saludaron con entusiasmo, en el mismo jardín, como heredera del trono? No se sabe. Nadie conoce los últimos pensamientos de un moribundo. Ya está terminado todo. Los verdugos la cogen por los hombros; la arrojan, con un rápido impulso, sobre el tablero, con la nuca bajo el filo; un tirón de la cuerda, un relámpago de la cuchilla, que cae zumbando, un golpe sordo, y Sansón coge ya por los cabellos la cabeza que se desangra, alzándola bien visible a los cuatro lados de la plaza.
De repente, el horror que cortaba el aliento de las diez mil personas se resuelve ahora en un salvaje grito de «¡Viva la República!» que retumba al salir de unas gargantas libradas ahora de una furiosa congoja. Después, la muchedumbre se dispersa casi presurosa. Parbleu! , realmente son ya las doce y cuarto, más que tiempo para la comida del mediodía; ahora, de prisa a casa. ¿Para qué estar aún más tiempo dando vueltas por allí? Mañana, y todas las próximas semanas, y meses, podrá casi todos los días, en la misma plaza, contemplarse veces y veces idéntico espectáculo. Es más de mediodía. La muchedumbre se ha dispersado. En un carretoncillo se lleva el ejecutor de la justicia el cadáver, con la sangrienta cabeza entre las piernas. Algunos gendarmes guardan todavía el cadalso. Pero nadie se preocupa de la sangre que va empapando lentamente la tierra; aquel lugar vuelve a quedar vacío.
Sólo la diosa de la Libertad con sus soñadores ojos de piedra, ha permanecido inmóvil en su sitio, y contempla sin cesar, allá en lo remoto, una meta invisible. No ha visto ni oído nada. Severamente, columbra una eterna lejanía más allá de las salvajes y locas acciones de los hombres. No sabe ni quiere saber qué cosas se hacen en su nombre.