domingo, 30 de agosto de 2015

EL ASUNTO DEL COLLAR


Una insospechada casualidad pone en manos de los De la Motte el naipe del triunfo. En una de sus reuniones refiere alguien que los pobres joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge, se encuentran en gran apuro. Han colocado todo su capital, lo mismo que una buena cantidad de dinero tomado en préstamo, en el más soberbio collar de diamantes que se ha visto jamás sobre la tierra. 

Realmente, había sido destinado para la Du Barry, la cual de fijo que lo hubiera adquirido si las viruelas no se hubiesen llevado a Luis XV; después, lo habían ofrecido a la corte de España y, por tres veces, a la reina María Antonieta, la cual, loca por las alhajas, compraba aturdidamente, en general sin preguntar mucho por el precio. Pero Luis XVI, aburrido y ahorrativo, no había querido adelantar el millón seiscientas mil libras que la alhaja costaba; ahora los joyeros se encontraban con el agua al cuello; los réditos se comían los hermosos diamantes; probablemente tendrían que deshacer el collar maravilloso y perder, con ello, todo su dinero.

Si la condesa de Valois, que estaba en un plano de tanta intimidad con la reina María Antonieta, lograra convencer a su regia amiga de que comprara aquella joya, a plazos naturalmente y con las mejores condiciones, ganaría con ello una bien jugosa zampada de ducados. La De la Motte, pensando celosamente en mantener en pie la leyenda de su influencia, tiene la bondad de prometer su intervención, y el 29 de diciembre los dos joyeros llevan a la calle Neuve-Saint-Gilles el precioso estuche para que sea visto por la condesa. 


¡Qué espectáculo! La De la Motte se queda sin aliento. Lo mismo que estos diamantes bajo la luz del sol, así centellean y relumbran osados pensamientos en su astuta cabeza.

¿Qué ocurriría si pudiera llevar al archi asno del cardenal a que comprara secretamente el collar para la reina? Apenas está de regreso de Alsacia, cuando la De la Motte lo pone en prensa para exprimirlo fuertemente. Un nuevo favor de la reina le hace amables guiños.

La reina desea comprar una preciosa alhaja, sin que lo sepa su marido, naturalmente, y para ello necesita un discreto intermediario; para esta secreta y honrosa misión ha pensado en Rohan, como muestra de confianza. En efecto, ya pocos días más tarde, la De la Motte puede comunicar triunfalmente al dichoso Boehmer que ha encontrado un comprador para la alhaja: el cardenal Rohan. El 29 de enero de 1785 es cerrado el trato de la compra en el palacio del cardenal, el Hotel de Estrasburgo, por un millón seiscientas mil libras, pagaderas antes de dos años en cuatro plazos semestrales. La joya debe ser entregada el 1° de febrero, y el primer plazo de pago vence el 1° de agosto siguiente. El cardenal rubrica de su propia mano las condiciones del contrato y se lo entrega a la De la Motte para que ésta lo presente a su «amiga» la reina; inmediatamente, el 30 de enero, trae la engañadora la respuesta siguiente: Su Majestad está conforme con todo. 


Pero, a un paso de la puerta de la cuadra, se encabrita el asno, hasta entonces tan dócil.En resumidas cuentas, se trata de un millón seiscientas mil libras, y ésta no es una bagatela ni aun para el príncipe más dilapidador de la época. En el caso de una fianza tan enorme, hay, por lo menos, que tener en la mano, para caso de muerte, algo como un reconocimiento de la deuda, un documento firmado por la reina. ¿Un escrito? ¡Con el mayor gusto! ¿Para qué se tendría, si no, un secretario? Al día siguiente, la De la Motte vuelve a traer el contrato: cada cláusula lleva al margen,mano propria , la palabra «aceptado», y al final del documento, la firma «autógrafa»: «Marie-Antoinette de France». Con algo de talento en su cabeza, el gran limosnero de la corte, miembro de la Academia, antiguo embajador, y, en sueños, ya futuro ministro, habría tenido que oponer al instante el reparo de que una reina de Francia jamás firmaba de otro modo un documento sino con su solo nombre, y que, por tanto, aquel Marie-Antoinette de France a la primera ojeada descubría ya la obra de un falsificador, pero no de uno hábil, sino de un inculto y de ínfima categoría. Mas ¿cómo dudar si la reina lo ha recibido a él personalmente y en secreto en el bosque de Venus? Solemnemente jura el deslumbrado cardenal a la embaucadora no dejar nunca de su mano este papel y no mostrárselo a nadie.


A la otra mañana, el 1° de febrero, el joyero entrega la alhaja al cardenal, el cual, por la noche, se lo lleva en su propia mano a la De la Motte, para convencerse personalmente de que será recibida por manos fieles a la reina. No necesita esperar mucho tiempo en la calle Neuve-Saint-Gilles; se oye ya por la escalera un paso varonil que se aproxima. La De la Motte suplica al cardenal que pase a una habitación inmediata, desde la cual podrá ver, por la puerta de cristales, la entrega de la joya hecha con toda formalidad y ser testigo de ella. En efecto, se presenta un joven totalmente vestido de negro -claro que vuelve a ser otra vez Rétaux, el valiente secretario-, y se anuncia con estas palabras: «De orden de la reina». ¡Qué admirable mujer es esta condesa de la Motte-Valois -no puede menos que pensar el cardenal-: qué discreta, fiel y hábilmente interviene en todos los asuntos de su amiga! Lleno de confianza le entrega el estuche a la De la Motte; ésta se lo tiende al misterioso mensajero, el cual, con su buena presa, desaparece con la rapidez con que ha venido, llevándose el collar, que no volverá a aparecer más hasta el día del Juicio. Conmovido, se despide el cardenal; ahora, después de tales amistosos servicios, no puede dilatarse mucho tiempo el que él, secreto auxiliar de la reina, tenga que ser el primer servidor del rey, el primer ministro de Francia.


Pocos días más tarde se presenta a la Policía de París un joyero judío para quejarse, en nombre de sus perjudicados compañeros de profesión, de que cierto Rétaux de Villette ofrece magníficos diamantes a tan viles precios que es forzoso pensar en un robo. El prefecto de Policía hace que el tal Rétaux comparezca ante él. Éste declara que ha recibido los diamantes, para su venta, de una parienta del rey, de la condesa de la Motte-Valois. ¿La condesa de Valois? Este noble nombre le produce al instante al funcionario el efecto de un purgante; con toda precipitación deja que se retire el mortalmente espantado Rétaux. Pero, en todo caso, la condesa se da ahora cuenta de que sería peligroso continuar deshaciéndose en el mismo París, a cualquier precio, de las piedras preciosas desmontadas del collar -al instante han despanzurrado y despedazado aquella pieza de caza, perseguida tanto tiempo-. Por ello, atiborra de brillantes los bolsillos de su bravo esposo y lo envía a Londres; bien pronto los joyeros de New Bond Street y de Piccadilly no pueden quejarse de no tener abundantes y baratas ofertas.


¡Hurra! Ahora hay dinero; de repente, mil veces más dinero del que pudiera haberse atrevido a soñar jamás esta embaucadora, la más osada de todas las que se tiene memoria. 

Con la insolente audacia que le ha hecho adquirir su increíble buen éxito, no vacila en mostrar altivamente estas nuevas riquezas; adquiere coches tirados por cuatro yeguas inglesas, contrata lacayos con soberbios uniformes, un negro cubierto de galones de plata desde la cabeza a los talones, alfombras, gobelinos, bronces y sombreros de plumas, un lecho cubierto de terciopelo escarlata. Después, cuando la digna pareja se traslada a su rica residencia de Bar-sur-Aube, no son necesarios menos de veinticuatro carros de transporte para conducir todas las preciosidades adquiridas con tanta rapidez. 

Bar-sur-Aube asiste a una inolvidable fiesta de Las mil y una noches. Suntuosos correos preceden a caballo al cortejo del nuevo gran mogol; después viene la berlina inglesa, laqueada de gris perla y tapizada con paño blanco; las mantas de raso que abrigan cada par de piernas (con las cuales hubieran hecho mejor en huir rápidamente al extranjero) ostentan las armas de los Valois: «Del rey, mi antepasado, tengo la sangre, el nombre y los luises.» El antiguo oficial de la gendarmería se ha vestido magníficamente: lleva anillos en todos los dedos, hebillas de diamantes en los zapatos, tres o cuatro cadenas de reloj centellean sobre su pecho heroico, y el inventario de su vestuario -pudo ser comprobado más tarde por los documentos del proceso- no registra menos de dieciocho trajes de seda o de brocado absolutamente nuevos, adornados con encajes de Malinas, botones de oro cincelados y preciosas pasamanerías. La esposa, por su parte, no queda en modo alguno tras de él en lo que se refiere al lujo; como un ídolo indio, relumbra y centellea cubierta de joyas. Tal riqueza no había sido aún vista jamás en la pequeña ciudad de Bar-surAube, y no tarda en ejercer su fuerza magnética. Toda la nobleza de la comarca afluye a esta casa y se recrea con los festines, dignos de Lúculo, que son aquí dados; regimientos de lacayos sirven los manjares más escogidos en la más preciosa vajilla de plata, se escucha música durante el banquete, y, como un nuevo Creso, el conde circula por sus salones principescos y esparce a manos llenas el dinero entre los invitados. 


De la Motte echa sus cuentas de un modo totalmente justo; piensa que si realmente ha de caer alguna vez sobre ellos un golpe desgraciado, tiene por delante quienes los defienden bien. Si llega a descubrirse el secreto... Pues bien, ya sabrá cómo arreglárselas el señor cardenal de Rohan. Tendrán mucho cuidado de no dejar que haga ruido un asunto que cubriría de eterno ridículo al gran limosnero de Francia. Preferiría pagar el collar de su propio bolsillo, muy calladamente y sin pestañear. ¿Para qué, pues, apresurarse? Con tal asociado en el negocio, ya puede uno dormir bien descansado en su cama cubierta de damasco. Y, verdaderamente, no se preocupan de nada la valiente De la Motte, su dignísimo esposo y el mañoso secretario, sino que gozan plenamente de las rentas que con hábil mano han sabido obtener del inagotable capital de la tontería humana.

Mientras tanto, hay, sin embargo, una pequeñez que le parece extraña al buen cardenal de Rohan. Había esperado que en la primera recepción oficial vería a la reina adornada con su precioso collar, y, probablemente, confiaba también obtener de ella alguna palabrita o una amistosa inclinación de cabeza, algún gesto de reconocimiento, invisible para todos los otros y sólo para él comprensible. Pero ¡nada! Fría como siempre, ve a María Antonieta pasar por su lado, y el collar no reluce sobre su blanco escote. «¿Por qué no lleva la reina mi alhaja?», acaba por preguntar, asombrado, a madame De la Motte. La astuta mujer no se pierde nunca por falta de respuesta; a la reina le repugna ponerse el collar antes de que esté completamente pagado. Sólo entonces quiere sorprender con él a su esposo. El paciente asno hunde de nuevo la cabeza en el pienso y se da por satisfecho. Pero al mes de abril sucede lentamente el de mayo, mayo se convierte en junio, cada vez se acerca más el 1° de agosto, término fatal de las primeras cuatrocientas mil libras. Para obtener un aplazamiento, inventa la trapacera un nuevo truco. Les refiere a los joyeros que la reina ha reflexionado y encuentra demasiado alto el precio; si los vendedores no quieren hacer una rebaja de doscientas mil libras, está decidida a devolver la joya. La ladina De la Motte cuenta con que los joyeros entrarán en negociaciones, y con ello irá pasando el tiempo. Pero se equivoca. Los joyeros, que habían fijado un precio demasiado alto, que se encuentran ya en grandes apuros, se declaran sencillamente conformes.

Bassenge compone el borrador de una carta que debe anunciar a la reina su conformidad, y Boehmer se la entrega a la reina, con la aprobación de Rohan, el 12 de julio, día en el cual María Antonieta debe recibir, en propia mano, otra joya del joyero. La carta dice de este modo: «Señora, nos encontramos en el colmo de la dicha al atrevernos a pensar que las últimas condiciones de pago que nos han sido propuestas, y a las cuales nos hemos sometido con celo y respeto, son una nueva prueba de nuestra sumisión y obediencia a las órdenes de Vuestra Majestad, y tenemos una verdadera satisfacción al pensar que la más bella joya de diamantes que existe en el mundo servirá para la más alta y mejor de todas las reinas». 

Esta carta, por su forma retorcida, es, en el primer momento, incomprensible para quien no conozca el asunto. Pero, no obstante, leyéndola atentamente y reflexionando un instante, tendría la reina que haberse preguntado, asombrada: ¿qué condiciones de pago son ésas? ¿Qué joya de diamantes? Pero es ya sabido, por cien otras ocasiones, que es raro que María Antonieta lea atentamente hasta el final ningún manuscrito o impreso; la aburre mucho; el reflexionar seriamente no fue nunca su fuerte. Además, sólo abre la carta cuando Boehmer ha sido ya licenciado. Como ella -totalmente desconocedora de los acontecimientos- no comprende el sentido de estas frases devotas y complejas, ordena a su camarera que vuelva a llamar a Boehmer para que se las explique. Pero, por desgracia, el joyero ha salido ya de palacio. Bueno; ya se sabrá lo que quiere decir ese loco de Boehmer. «Ya me lo dirá la próxima vez», piensa la reina, y al instante arroja la esquela al fuego. Esta destrucción de la carta, el que la reina no pregunte cosa alguna, produce en el primer momento -como todo en el asunto del collar- un efecto de inverosimilitud, y hasta historiadores tan sinceros como Luis Blanc han querido ver en esta rápida destrucción un sospechoso indicio, como si la reina, a pesar de todo, hubiera sabido algo ya de este turbio negocio. En realidad, esta quema veloz no tiene nada de extraño en una mujer que durante toda su vida ha destruido inmediatamente cada uno de los escritos dirigidos a ella, por miedo a su propia negligencia y al espionaje de la corte; En resumidas cuentas, lo que en general era un acto prudente, fue en este caso una imprudencia. 

Numerosas casualidades tuvieron, por tanto, que darse juntas para que el engaño no fuera descubierto antes. Pero ahora de nada sirven ya todas las prestidigitaciones; se acerca el 1° de agosto y Boehmer quiere su dinero. La De La Motte ensaya todavía un último medio defensivo: descubre repentinamente su juego ante los joyeros, y les declara cínicamente: «Han sido ustedes engañados. El escrito de garantía que posee el cardenal lleva una firma falsa. Pero el príncipe es rico y puede pagar». Con ello espera desviar el golpe; confía en que los joyeros -y en realidad de un modo completamente lógico- se precipitarán ahora enojados ante el cardenal, le informarán de todo, y él, por temor a quedar para siempre en ridículo delante de toda la corte y de la sociedad entera, se callará la boca, avergonzado, y preferirá soltar un millón seiscientas mil libras. Pero Boehmer y Bassenge no piensan como lógicos ni como psicólogos, y únicamente tiemblan por su dinero. No quieren tener nada que ver con el cardenal, cargado de deudas. La reina, la cual creen ambos, que está mezclada en el asunto, ya que ha silenciado su carta, representa para ellos un deudor mucho más solvente que aquel fanfarrón cardenal. Y además, en el peor de los casos, en lo cual se equivocan nuevamente, la reina posee el collar, la preciosa prenda. 

Se ha llegado ahora a un punto donde el embrollo no puede ya dar más de sí. Y con un solo ruidoso empujón, a esta torre de Babel de embustes y de recíprocos engaños se viene abajo fragorosamente cuando Boehmer acude a Versalles y solicitar audiencia de la reina. Al cabo de un minuto saben los joyeros y sabe la reina que hay ignominiosas mentiras en el asunto; pero quién es el auténtico impostor debe mostrarlo el proceso.

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