domingo, 26 de agosto de 2018

EL CONDE AXEL DE FERSEN: ¿LO ERA O NO LO ERA?

  
El nombre y la personalidad de Hans Axel de Fersen estuvieron largo tiempo envueltos en misterio. No se le cita en aquella pública lista impresa de amantes de la reina; tampoco en las cartas de los embajadores ni en los informes de los contemporáneos; Fersen no pertenece al número de los conocidos huéspedes del salón de la Polignac; dondequiera que hay luz y claridad no aparece su alta y grave figura. Gracias a esta prudente y calculada reserva se libra de las maliciosas conversaciones de las comadres de la corte, pero también la Historia lo desconoció largo tiempo, y acaso hubiera permanecido para siempre en la oscuridad del más profundo secreto de la vida de la reina María Antonieta si en la segunda mitad de la pasada centuria no se hubiese extendido un romántico rumor.

En un castillo sueco, inaccesibles y sellados, se conservaban fajos enteros de cartas íntimas de María Antonieta. Nadie, al principio, concedió crédito a este inverosímil rumor, hasta que de repente apareció una edición de aquella correspondencia secreta, la cual -a pesar de crueles mutilaciones en sus más reservadas particularidades coloca de pronto a aquel desconocido noble del Norte en el primero y preferente lugar entre los amigos de María Antonieta. Esta publicación transforma de modo fundamental la imagen del carácter de la mujer tenida hasta entonces por ligera; un drama íntimo se revela, magnífico y lleno de peligros; un idilio medio a la sombra de la corte real, medio ya a la de la guillotina; una de esas novelas conmovedoras como, en su tamaña inverosimilitud, sólo la Historia misma se atreve a componer; dos seres humanos, rendidos mutuamente en un ardiente amor, forzados por deber y prudencia a ocultar su secreto del modo más angustioso, siempre arrancados del lado uno del otro y siempre atraídos uno hacia otro en sus dos mundos apartados por distancias estelares; ella, reina de Francia; él, un pequeño y desconocido hidalgo de un país del Norte. Y como fondo del destino de estos dos seres humanos, un mundo que se viene abajo, tiempos apocalípticos, una página llameante de la Historia y tanto más llena de emoción cuanto que sólo poco a poco puede ser descifrada toda la verdad de to ocurrido por datos a indicios semi borrosos y mutilados.

el conde Axel de Fersen, Retrato de Carl Frederik von Breda
alrededor de 1800, Castillo de Löfstad , Suecia.
Este gran drama histórico de amor no comienza de modo pomposo, sino por completo en el estilo rococó del tiempo; su preludio hace el efecto de estar copiado de Faublas. Un joven sueco, hijo de un senador, heredero de un noble nombre, es enviado, a la edad de quince años, acompañado de un preceptor, a hacer un viaje que dure un trienio, cosa que, aun en el día de hoy, no es el peor sistema educativo para llegar a ser hombre de mundo.  Hans Axel hace en Alemania estudios superiores y aprende el oficio de las armas; en Italia, medicina y música; en Ginebra hace la visita, entonces inevitable, a la pitonisa de toda la sabiduría, al señor de Voltaire, que con su seco cuerpo, ligero como una pluma, envuelto en una bata bordada, lo recibe benévolamente. Con ello ha obtenido Fersen su bachillerato espiritual. Ahora sólo le falta el último barniz a este mancebo de dieciocho años: Paris, el fino tono de la conversación, el arte de los buenos modales, y entonces estará terminada la educación típica de un joven noble. Después, este perfecto caballero puede llegar a ser embajador, ministro o general; está abierto para él el mundo más alto.  Además de la nobleza, el decoro personal, una inteligencia mesurada y objetiva, una gran fortuna y el prestigio de ser extranjero, trae también consigo el joven Hans Axel de Fersen una carta especial de recomendación: es un hombre excepcionalmente bello.

erguido, ancho de hombros, con fuertes músculos, produce, como la mayoría de los escandinavos, una impresión varonil, sin ser por eso pesado ni macizo: con ilimitada simpatía se contempla en los retratos su semblante, abierto y de armoniosos rasgos, con claros y firmes ojos, sobre los cuales, redondas como cimitarras, se comban dos cejas sorprendentemente negras. Una libre frente, una boca cálida y sensual, que, según lo ha demostrado asombrosamente, sabe callar de modo impecable. Por el retrato puede comprenderse que una mujer verdadera se enamore de un hombre como éste y, más aún, que se confíe a él totalmente. Como causeur , como homme d'esprit , como hombre de mundo especialmente divertido, son pocos los que celebran a Fersen; pero a su inteligencia, un poco seca y casera, se añade una franqueza muy humana y tacto natural; ya en 1774 el embajador de Suecia puede comunicar al rey Gustavo: «De todos los suecos que estuvieron aquí en mis tiempos, fue éste el mejor recibido en el gran mundo».


Al mismo tiempo, este joven caballero no es ningún cacoquimio ni desdeña los placeres; las damas celebran en él un coeur de feu bajo una capa de hielo; no se olvida en Francia de divertirse y frecuenta asiduamente en París todos los bailes de la corte y de la alta sociedad. De este modo le ocurre una sorprendente aventura. Una noche, el 30 de enero de 1744, en el baile de la ópera, punto de cita del mundo elegante y también del dudoso, una mujer joven y esbelta, con delgado talle, vestida de un modo sorprendentemente distinguido y con un paso desusadamente alado, se dirige hacia él y traba una galante conversación, protegida por la máscara de terciopelo. Fersen, halagado por esta distinción, prosigue placentero en el tono más alegre, encuentra picante y divertida a su agresiva compañera y acaso se forja ya toda suerte de esperanzas para la noche. Pero entonces le sorprende que poco a poco algunos otros caballeros y señoras cuchichean curiosamente, formando círculo alrededor de los dos, y que él mismo y aquella dama con máscara llegan a ser el centro de una atención más viva a cada instante.
 

 Finalmente, la situación se va haciendo ya enojosa, cuando se quita la careta la galante intrigante: es María Antonieta -caso inaudito en los anales de la corte-, la heredera del trono de Francia, que, una vez más, se ha evadido del triste lecho conyugal de su dormilón esposo, ha venido a la redoute de la ópera y ha buscado un caballero extranjero para charlar un rato con él. Las damas de la corte procuran evitar un escándalo demasiado grande. Al punto rodean a la extravagante fugitiva y vuelven a llevarla a su palco. Pero ¿qué se mantendrá en secreto en este Versalles murmurador? Cada cual cuchichea y se asombra del favor hecho por la delfina, tan opuesto a la etiqueta; ya al día siguiente, probablemente, el embajador Mercy habrá dado quejas a María Teresa; de Schoenbrunn habrá sido enviado un correo urgente con una amarga carta esa cabeza de viento de su hija, diciéndole que debe dejar por fin esas inconvenientes dissipations y evitar que hablen más de ella a propósito de Juan o de Pedro en esas malditas redoutes. Pero María Antonieta tiene su voluntad propia; el joven le ha gustado, se lo ha dejado ver. A partir de aquella velada, aquel caballero, nada extraordinario ni por su categoría ni por su posición, es recibido con especial amabilidad en los bailes de Versalles. Ya entonces, después de un principio tan prometedor, ¿se desarrolló entre ambos cierto positivo afecto? Nada se sabe. En todo caso, este flirt -sin duda inocente- es pronto interrumpido por un gran acontecimiento, la muerte de Luis XV, que de la noche a la mañana convierte a la princesa en reina de Francia. Dos días más tarde -¿le habrán hecho alguna indicación?-, Hans Axel de Fersen regresa a Suecia.
 
El peluquero Leonard, que conocía a la corte tan bien, lo describió más románticamente como siendo un Apolo: alguien  con quien todas las  mujeres se enamoraron y de quien todos los hombres sentían celos.
El primer acto está terminado. Fue sólo una galante introducción, un preludio a la obra propiamente dicha. Dos muchachos de dieciochos años se han encontrado y han sido del agrado uno de otro; Traducido a la vida de hoy, equivale a una amistad de academia de baile, a un amorío entre colegas de instituto. Aún no ha ocurrido nada especial: aún no está afectado lo profundo de la sensibilidad.

Segundo acto. Al cabo de cuatro años, en 1778, vuelve Fersen a Francia; el padre envía al mozo, de veintidós años, para que se procure como esposa a alguna rica heredera, ya a una señorita de Reyel, de Londres, o a la señorita Necker, la hija del banquero de Ginebra, universalmente famosa más tarde con el nombre de Madame de Staël. Pero Axel de Fersen no muestra ninguna especial inclinación hacia el matrimonio, y pronto se comprenderá por qué. Apenas llegado, el joven aristócrata, vestido de gala, se presenta en la corte. ¿Lo conoce todavía?' ¿Habrá alguien que se acuerde de él? El rey corresponde displicente a su saludo; los demás miran con indiferencia al insignificante extranjero, nadie le dirige una amable palabra. Sólo la reina, apenas lo descubre, exclama bruscamente: «Ah! C'est une vielle connaissance». («¡Ah! nos conocemos ya desde hace tiempo.») No, no se ha olvidado de su bello caballero del Norte. Al punto se inflama nuevamente su interés por él -no era, pues, ninguna fogata de paja-. Invita a Fersen a sus reuniones; lo colma de amabilidades; lo mismo que al comienzo de su conocimiento en el baile de la ópera, es María Antonieta la que da los primeros pasos. Pronto puede comunicarle Fersen a su padre: «La reina, la princesa más amable que conozco, tuvo la bondad de preguntar por mí. Le ha preguntado a Creutz por qué no iba yo a sus partidas de juegos dominicales, y al saber que había ido en un día en el que no recibía, casi llegó a presentarme sus excusas». «¡Espantosa merced a este mancebo!», se siente uno tentado a decir, con palabras de Goethe, al ver que esta orgullosa, que ni siquiera corresponde al saludo de las duquesas, que durante siete años no le concedió ni una inclinación de cabeza a un cardenal de Rohan y durante cuatro a una Du Barry, se disculpe con un pequeño noble viajero porque una vez se haya molestado en venir en vano a Versalles.

Fersen ciertamente colocaba la necesidad de acción por encimas de su necesidad de casarse con un a heredera, aunque incluso en este caso estaba dispuesto a contemplar la hija viuda del barón de Breteuil, la conde de Matignon, como posible novia. Uno de los amigos suecos de Fersen, el barón Evert Taube, pensó que estaba “muy enamorado de ella”, o era de su dinero? En cualquier caso, la “disipada y elegante” condesa prefirió permanecer sola.
«Cada vez que le ofrezco mis respetos en su partida de juego, me dirige la palabra», le anuncia pocos días más tarde el joven caballero a su padre. Contra toda etiqueta, ruega una vez al joven sueco « la más amable de las princesas» que se presente en Versalles con el uniforme de su país, porque quiere ver --capricho de enamorada- cómo le sienta aquel exótico traje. El «bello Axel» accede, naturalmente, a este deseo. El antiguo juego ha comenzado de nuevo. 

Mas esta vez es ya un juego peligroso para una reina a quien la corte vigila con mil ojos de Argos. María Antonieta tendría ahora que ser más prudente, pues ya no es la princesa de dieciocho años de antes, cuyas locuras disculpaban su puerilidad y juventud, sino la reina de Francia. Pero su sangre se ha despertado. Por fin, al cabo de siete años espantosos, el inhábil esposo Luis XVI ha logrado realizar el acto conyugal, ha hecho realmente de la reina una esposa. Pero, sin embargo, ¿qué sentirá esta mujer de fina sensibilidad, de una belleza plenamente florecida y casi sensual, cuando compare a este panzudo esposo con su joven y brillante enamorado? Sin que ella misma tenga conciencia de ello, apasionadamente enamorada por primera vez, comienza a revelar a los ojos de todos los curiosos sus sentimientos hacia Fersen por el cúmulo de sus agasajos, y, más aún, por cierto rubor y confusión. Una vez más, como le ocurre con tanta frecuencia, es peligrosa para María Antonieta su más humana y atractiva cualidad: el que no puede ocultar sus simpatías y aversiones. 


Una dama de la corte afirma haber observado claramente que, una vez, al entrar inopinadamente Fersen, la reina comenzó a temblar, presa de dulce espanto; que otra vez, estando María Antonieta sentada al piano cantando el aria de Dido, ocurrió que delante de toda la corte, al pronunciar las palabras: « Ah!, cuan bien inspirada estuve cuando lo invite a la corte!» , dirigió con ilusión y ternura sus azules ojos, en general tan fríos, hacia el secreto (ya no tan secreto) elegido de su corazón. Se alzan ya murmuraciones. Bien pronto toda la sociedad de la corte, para quien las intimidades regias son los acontecimientos más importantes del mundo, observa la situación con apasionada ansiedad: ¿Será su amante? ¿Cuándo? ¿Cómo? Pues el sentimiento de la reina se ha manifestado harto públicamente para que cada cual pueda saber, cosa de que ella misma no tiene conciencia, que Fersen podría obtener de la joven reina cualquier favor, hasta el supremo, si tuviese el atrevimiento o la ligereza necesarios para intentar apoderarse de su presa.

Pero Fersen es sueco; todo un hombre y todo un carácter; en las gentes del Norte, sin obstáculo alguno puede ir mano a mano un fuerte temperamento romántico con una razón serena y casi glacial. Al punto ve lo insostenible de la situación. La reina tiene por él un faible ; nadie lo sabe mejor que él mismo, pero aunque él, por su parte, ame y venere a esta encantadora joven, su honradez no le consiente abusar frívolamente de esta debilidad de los sentidos y poner vanamente en habladurías la fama de la reina. Unas francas relaciones provocarían un escándalo sin ejemplo; ya, con sus platónicos favores, se ha comprometido bastante María Antonieta. Por su parte, para representar el papel de un José y rechazaría y castamente los favores de una mujer joven, bella y amada, para ello se siente Fersen demasiado ardiente y juvenil. De este modo, este hombre magnífico realiza lo más noble que puede hacer un varón en situación tan delicada; pone mil leguas de distancia entre su persona y la mujer en peligro; se inscribe rápidamente, como ayudante de La Fayette, en el ejército que va a Norteamérica. Corta el hilo antes de que se enrede de un modo insoluble y trágico.

No había duda de la atracción física del conde Fersen. Tilly dijo que “era uno de los hombres más guapos que he visto”, incluso “su rostro helado” trabajaba a su favor, ya que todas las mujeres esperaban a “darle la animación”
Sobre esta despedida de los enamorados poseemos un documento indubitable, el informe oficial del embajador de Suecia al rey Gustavo, que atestigua históricamente la apasionada inclinación de la reina hacia Fersen. Escribe el embajador: «Tengo que comunicar a Vuestra Majestad que el joven Fersen ha sido tan bien visto por la reina que el hecho ha provocado las sospechas de algunas personas. Tengo que confesar que yo mismo creo que sentía algún afecto hacia él; he advertido indicios demasiado claros para poder dudar. El joven conde Fersen ha mostrado, en esta ocasión, una conducta ejemplar, por su humildad, su reserva y, sobre todo, por haberse decidido a embarcar para América. Con haber partido, ha alejado todo peligro; pero haber resistido a tal tentación exige, indudablemente, una decisión superior a su edad. Durante los últimos días, la reina no podía apartar de él los ojos y al mirarle estaban llenos de lágrimas. Suplico a Su Majestad que reserve este secreto exclusivamente para sí y el senador Fersen. Cuando los favoritos de la corte oyeron hablar de la partida del conde estaban todos encantados, y la duquesa de Fitz James le dijo: "¿Cómo, señor, abandona usted de este modo a su conquista?". "Si hubiese hecho una, no la abandonaría. Parto libre y sin pena de nadie." Vuestra Majestad convendrá en que tal respuesta fue de una prudencia y reserva superior a su edad. Por lo demás, la reina muestra ahora mucho más dominio de sí y más prudencia de lo que tenía antes».

Este documento, los defensores de la «virtud» de María Antonieta lo agitan sin cesar, desde entonces, como el estandarte de la inocencia de la reina, cándida como una flor. Fersen se ha sustraído, en el último momento, a una pasión adúltera; con un sacrificio digno de admiración, los dos enamorados han renunciado uno a otro; la gran pasión ha permanecido «pura»; éstos son sus argumentos. Pero este testimonio no atestigua nada definitivo, sino sólo el hecho provisional de que en 1779 no habían ocurrido aún las últimas intimidades entre María Antonieta y Fersen. Sólo los años siguientes serán los decisivamente peligrosos para esta pasión. Estamos sólo al final del acto segundo y lejos aún de sus más profundas complicaciones.


 Acto tercero: nuevo regreso de Fersen. Directamente desde Brest, donde desembarca, en junio de 1783, al cabo de cuatro años de voluntario destierro con el cuerpo auxiliar de los americanos, se precipita sobre Versalles. Epistolarmente había estado desde América en relación con la reina, pero el amor exige la presencia real. ¡Que no tengan ahora que volver a separarse, que por fin pueda establecerse junto a ella, que no haya ninguna distancia más entre sus miradas! Evidentemente por deseo de la reina, solicita al punto Fersen el mando de un regimiento francés. ¿Por qué? Este enigma no es capaz de resolvérselo en Suecia el viejo y económico senador su padre. ¿Por qué quiere Hans Axel permanecer en Francia? Como soldado experimentado, como heredero de un nombre de antigua nobleza, como favorito del romántico rey Gustavo, podría elegir en su país el puesto que más le agradara. ¿Por qué, pues, en Francia?, se pregunta una y otra vez el senador, enojado y desengañado. Y el hijo, para engañar al escéptico padre, inventa rápidamente que lo hace para casarse con una rica heredera, con la señorita Necker y sus millones suizos. 

Esta pintura de Auguste Couder que se encuentra en la galería Versailles  muestra una escena de la Batalla de Yorktown durante la Guerra Revolucionaria Americana. Vemos al General Rochambeau con George Washington en un lado y su ayuda de campo en el otro. Según Herman Lindqvist, el ayudante de campo no es otro que Axel de Fersen: Sin embargo, la pintura no se hizo durante la vida de Fersen: parece que en 1836.
Pero la verdad de todo es que piensa en cualquier cosa menos en casarse, como lo revela la carta íntima que, al mismo tiempo, escribe a su hermana, en la que, con toda sencillez, le entrega las llaves de su corazón. «He tomado la resolución de no contraer nunca matrimonio; sería contranatural... La única a quien querría pertenecer y que me ama, no puede ser mía. Por tanto, no quiero ser de nadie.» ¿Está bastante claro? ¿Hay que preguntar todavía quién es esa «única» que le ama y que nunca podrá pertenecerle como esposa, como abreviadamente llama Fersen a la reina en sus Diarios? Tienen que haber pasado cosas decisivas para que tan abiertamente se atreva a confesarse a sí mismo y a su hermana que está seguro del cariño de María Antonieta. Y cuando le escribe al padre que hay otras «mil razones personales que no puede confiar al papel y que le retienen en Francia», detrás de esas mil razones no hay más que una sola que no quiere comunicar: el deseo o la orden de María Antonieta de tener siempre cerca de sí a su dilecto amigo. Pues, apenas Fersen ha solicitado ahora un mando de regimiento, ¿quién le ha hecho « la merced de intervenir en el asunto»? María Antonieta, que, por lo demás, no se ha ocupado nunca de mandos militares. Y ¿quién, contrariamente a todo uso, anuncia la rápida obtención del cargo al rey de Suecia? No el jefe supremo del ejército, único calificado para ello, sino, en una carta de su puño y letra, su mujer, la reina.

Lady Elizabeth Foster en su diario privado aún más concluyente escribió el 29 de junio de 1791: “considerado como el amante y fue sin duda el amigo íntimo de la reina en estos últimos ocho años”. También lo alabo por ser “tan modesto en su gran favorecer… tan valiente y leal en su conducta que él era el único en escapar del repudio general acumulado sobre sus amigos”.
En éste o en los años siguientes es cuando con las mayores probabilidades hay que colocar el comienzo de aquellas íntimas relaciones, o más bien, aún más íntimas, entre María Antonieta y Fersen. Cierto que todavía durante dos años -muy contra su voluntad tiene Fersen que acompañar como ayudante en su viaje al rey Gustavo; pero después, en 1785, se queda definitivamente en Francia, y estos años han transformado totalmente a María Antonieta. El asunto del collar ha aislado a esta mujer, que creía demasiado en el mundo, abriendo su espíritu hacia lo fundamental de la vida. Se ha retirado del torbellino de la sociedad de las gentes ingeniosas y poco seguras, de las divertidas y traidoras, de las galantes y perdidosas; en vez de los muchos compañeros sin valor alguno, su corazón, hasta entonces engañado, descubre ahora un amigo verdadero. En medio del odio general, ha crecido ilimitadamente su necesidad de ternura, de confianza, de amor; está ahora madura no para disiparse más tiempo, vana y locamente, en el ilusorio espejo de la admiración general, sino para entregarse a un ser humano, con ánimo franco y resuelto. Y Fersen, por su parte, bello carácter caballeresco, no ama, en realidad, a esta mujer con toda la plenitud de sus sentimientos, sino desde que la ve calumniada, infamada, perseguida y amenazada; él, que se retiró tímidamente ante sus favores mientras ella era idolatrada por el mundo y estaba rodeada de mil aduladores, sólo se atreve a amarla desde que se ha quedado solitaria y necesitada de protección. «Es muy desgraciada -escribe Fersen a su hermana-, y su valor, digno de admiración por encima de todo, la hace aún más atractiva. Mi única pena es no poder compensarla de todas las cuitas y no poder hacerla tan feliz como ella merece.» Cuanto más desgraciada es la reina, cuanto más abandonada y perseguida, tanto más poderosamente crece en él la voluntad viril de compensarla de todo por medio del amor: «Elle pleure souvent avec moi, jugez si je dois l'aimer» . Y cuanto más próxima está la catástrofe, tanto más impetuosa y trágicamente se sienten impulsados los dos uno hacia el otro; ella, al cabo de infinitas decepciones, para encontrar una última dicha junto a él; él, para reemplazar en el corazón de ella, con su caballeresco amor, mediante una abnegación sin límites, el reino perdido.
 

Ahora que este cariño, superficial en otro tiempo, ha llegado a llenar el alma y que el amorío se ha convertido en amor, hacen ambos todos los imaginables esfuerzos por mantener ocultas sus relaciones ante el mundo. Para despistar toda malicia, hace María Antonieta que el joven oficial no sea enviado a la guarnición de París, sino a una situada muy cerca de la frontera, a Valenciennes. Y si «se»(así se expresa Fersen reservadamente en su Diario) le llama a palacio, oculta, bajo toda especie de artificios, entre sus amigos el verdadero objeto del viaje, a fin de que de su presencia en Trianón no pueda deducirse ninguna consecuencia. «No le digas a nadie que te escribo desde aquí -le advierte desde Versalles a su hermana-, pues fecho todas mis otras cartas desde París.Adiós, tengo que ir junto a la reina.»
  

Jamás acude Fersen a las reuniones de los Polignac, jamás se deja ver en el círculo íntimo de Trianón, jamás toma parte en las excursiones en trineo, bailes y partidas de juego; allí deben continuar pavoneándose y haciéndose notar los aparentes favoritos de la reina, los cuales, sin sospechado, los ayudan, con sus galanterías, a tener oculto ante la corte el secreto verdadero. Ellos dominan de día; la noche es el imperio de Fersen. Ellos rinden pleito homenaje y hablan de ello; Fersen es amado y guarda silencio. Saint-Priest, el bien iniciado que todo lo sabe -menos que su propia mujer está loca por Fersen y que le escribe ardientes cartas de amor-, informa con aquella seguridad que hace que sus afirmaciones sean más valiosas que los de otros: Fersen se dirigía tres o cuatro veces por semana hacia el lado de Trianón. La reina, sin séquito alguno, hacía lo mismo, y esto causaban públicas murmuraciones, a pesar de la modestia y reserva del favorito, el cual, externamente, jamás dio a conocer en nada su posición, y, de todos los amigos de la reina, fue siempre el más discreto. En todo caso, en el término de cinco años, sólo algunas breves y raras horas hurtadas para estar juntos son concedidas a los enamorados, pues a pesar de su valor personal y de lo seguras que son sus camareras, María Antonieta no puede osar demasiado; sólo en 1790, poco tiempo antes de su separación, puede decir Fersen, con enamorada beatitud, que al fin le ha sido dado pasar un día entero con ella.

Únicamente ahora, en lo más extremo del peligro, cuando todos los otros han huido, se presenta aquel que, en los tiempos de la dicha, se había ocultado discretamente, el único amigo, dispuesto a morir con ella y por ella; magníficamente varonil se recorta ahora la silueta de Fersen, oscura hasta ese momento, sobre el lívido y tempestuoso cielo de la época. Cuanto más amenazada está la amada, tanto más crecen las energías de él; despreocupadamente, se plantan los dos más allá de las fronteras de lo convencional, que hasta entonces se alzaban entre una princesa de Habsburgo y reina de Francia y un extranjero hidalgo sueco. A diario aparece Fersen en palacio, todas las cartas pasan por su mano, toda resolución es meditada con él, las cuestiones más difíciles, los secretos más peligrosos le son confiados; conoce, y nadie más que él, todas las intenciones de María Antonieta, todos sus cuidados y esperanzas; también él solo sabe de sus lágrimas, de su desaliento y de su amargo duelo. Precisamente en el momento en que todo el mundo la abandona, en que lo pierde todo, encuentra la reina lo que durante toda su vida había buscado vanamente: el amigo honrado, sincero, animoso y varonil. 

Fersen había sido juguete con planes de matrimonio que siempre se basan en el dinero, nunca en el amor. Una futura cónyuge era Germanie Necker, heredera del protestante suizo y ex ministro de hacienda: “su padre tiene una gran fortuna… No recuerdo que aspecto tiene”, comento. Pero ella prefirió al compañero sueco de Fersen, el barón de Stael.
seis años después de la muerte de la reina. Fersen debe representar al gobierno sueco en el Congreso de Rastatt. Entonces Bonaparte le declara bruscamente al barón de Edelsheim que no negociará con Fersen, cuyas opiniones monárquicas conoce y que, además, «se ha acostado con la reina». No dice «estuvo en relaciones con ella» , sino que pronuncia provocativamente la frase casi obscena «se ha acostado con la reina». Al barón de Edelsheim no se le ocurre defender a Fersen; también a él le parece la cosa plenamente natural. Por tanto, sólo responde, sonriéndose, que creyó que estas noticias del ancien regimehacía tiempo que estaban concluidas y que eso no tenía nada que ver con la política. Y después va a buscar a Fersen y le repite la conversación. Y Fersen, ¿qué hace? O más bien, ¿qué tenía que haber hecho si las palabras de Bonaparte hubiesen contenido una mentira? ¿No tenía que haber defendido al instante a la reina difunta contra esa acusación, caso de que hubiera sido injusta? ¿No debería haber gritado que era calumnia? ¿No debería haber retado inmediatamente a un duelo a aquel generalito corso de reciente cochura, que, además, para su acusación había elegido los términos más gráficos y groseros? ¿Le es permitido a un hombre honrado y recto dejar acusar a una mujer de haber sido su amante si realmente no lo ha sido? Ahora o nunca tiene Fersen la ocasión, y hasta el deber, de echar abajo una afirmación que circula en secreto desde hace mucho tiempo, deshacer de una vez para siempre semejante rumor.

Pero ¿qué hace Fersen? ¡Ay!, guarda silencio. Toma la pluma y anota pulcramente en su Diario toda la conversación de Edelsheim con Bonaparte, incluyendo la imputación de haberse acostado él con la reina. En la más profunda intimidad consigo mismo, no tiene palabras para atenuar esta afirmación, «infame y cínica» en opinión de sus biógrafos. Baja la cabeza, y con este signo presta su aquiescencia. Cuando, algunos días más tarde, las gacetas inglesas comentan este incidente y «con ello hablan de él y de la desgraciada reina», añade en su Diario: «Le qui me choqua» , es decir, « lo que fue enojoso para mí». Ésta es toda la protesta de Fersen, o más bien su no protesta. Una vez más, el silencio habla más claro que todas las palabras. 
 

Se ve, por tanto, que lo que los timoratos herederos trataban de ocultar tan celosamente, el hecho de que Fersen hubiera sido amante de María Antonieta, el amante mismo no lo negó jamás. Por docenas aparecen más y más detalles demostrativos de una porción de hechos y documentos: el que su hermana le conjure, al dejarse ver él públicamente en Bruselas con otra querida, a que haga de modo que ella no sepa nada, porque se ofendería (¿con qué derecho, hay que preguntar, si no fuese su amante?); el que en el Diario esté borrado el pasaje en el que Fersen anota que ha pasado la noche en las Tullerías, en las habitaciones regias; el que, ante el tribunal revolucionario, una camarera declare que con frecuencia alguien salía secretamente del cuarto de la reina. 

Pero ¿y el rey? En todo adulterio, la tercera persona, la engañada, representa el papel delicado, penoso y ridículo, y, en interés de Luis XVI, pueden haber sido ensayados buena parte de los ulteriores oscurecimientos de aquella relación triangular. En realidad, Luis XVI no fue en modo alguno un cornudo ridículo, pues conoció sin duda alguna estas relaciones de Fersen con su mujer. Saint-Priest lo dice expresamente: «Había encontrado medio y manera de llevarlo hasta el punto de que aceptara sus relaciones con el conde Fersen». 


Esta interpretación se acomoda perfectamente con el cuadro de la situación. Nada era más extraño a María Antonieta que la hipocresía y disimulación; un cazurro engaño a su esposo no corresponde con su conducta espiritual, y tampoco la promiscuidad indecente, con tanta frecuencia usada, esa fea comunidad simultánea entre esposo y amante, no puede pensarse de ella, dado su carácter. Es indudable que, tan pronto como se establecieron sus relaciones con Fersen -relativamente tarde, lo más probable sólo entre los quince y los veinte años de su matrimonio-, María Antonieta cortó las relaciones corporales con su esposo; esta sospecha, puramente psicológica, es sorprendentemente confirmada por una carta del imperial hermano de la reina, el cual ha sabido, no sabemos cómo, en Viena, que su hermana quiere retirarse del comercio con Luis XVI después del nacimiento de su cuarto hijo; la fecha concuerda exactamente con el comienzo de sus relaciones más estrechas con Fersen. Aquel a quien le guste ver claro, verá con claridad esta situación. María Antonieta, casada por razón de Estado con un hombre sin ningún atractivo, a quien no ama, reprime durante años su necesidad espiritual de amor en obsequio de estos deberes conyugales. Pero tan pronto como ha dado a luz dos hijos varones, cuando, por tanto, ha proporcionado a la dinastía herederos al trono de indudable sangre borbónica, siente como terminados sus deberes morales para con el Estado, la ley y la familia y se cree por fin libre. 

Al cabo de veinte años sacrificados a la política, esta mujer, tan castigada en la última y trágicamente emocionante hora, se refugia en su puro y natural derecho de no negarse por más tiempo al hombre desde hace mucho tiempo amado, que para ella, en un solo sujeto, es amigo y amante, confidente y compañero, animoso como ella misma y dispuesto, por su afán de sacrificio, a corresponder al que ella le hace. ¡Qué pobres son todas las artificiales hipótesis de una reina dulzonamente virtuosa frente a la clara realidad de su conducta y cuánto rebajan su valor humano y su dignidad espiritual precisamente aquellos que quieren defender incondicionalmente el regio « honor» de esta mujer! Pues jamás una mujer es más honrada y noble que cuando cede plena y libremente a unos sentimientos que no la engañan, probados durante años; jamás una reina es más reina que cuando procede humanamente. 

1 comentario:

  1. É um insulto para Marie o fato das pessoas ainda a julgarem como adúltera, ninguém cogita o fato dela ter sido fiel e amado o marido. Afinal hoje é provado que todos os filhos dela eram legítimos filhos do rei.

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