domingo, 15 de mayo de 2016

LA FAMILIA POLIGNAC

En un baile de corte, el año 1775, descubre la reina una joven a quien no conoce todavía, conmovedora en su modesta gracia, angelicalmente pura la mirada azul, de una delicadeza virginal toda la figura; a sus preguntas le dan el nombre de la condesa de Jules Polignac. Esta vez no es, como en el caso de la princesa de Lamballe, una simpatía humana que asciende poco a poco hasta la amistad, sino un repentino interés apasionado, una especie de ardiente enamoramiento. María Antonieta se acerca a la desconocida y le pregunta por qué se le ve tan rara vez en la corte. No es lo bastante acomodada para costear los gastos de la vida de palacio, confiesa sinceramente la condesa de Polignac, y esta franqueza encanta a la reina, pues ¿Qué alma pura tiene que ocultarse en esta mujer encantadora para que confiese con tan conmovedora sinceridad, a las primeras palabras, que padece la más terrible vergüenza en aquellos tiempos, el no tener dinero? ¿No será ésta, para ella, la amiga ideal tanto tiempo buscada? Al punto María Antonieta trae a la corte a la condesa de Polignac y amontona sobre ella tal suerte de sorprendentes privilegios que excita la envidia general; va con ella públicamente cogida del brazo, la hace habitar en Versalles, la lleva consigo a todas partes y hasta llega una vez a trasladar toda la corte a Marly sólo para poder estar más cerca de su idolatrada amiga, que está a punto de dar a luz. Al cabo de pocos meses, aquella noble arruinada ha llegado a ser dueña de María Antonieta y de toda la corte.


Pero, desgraciadamente, este ángel tierno a inocente no desciende del cielo, sino de una familia pesadamente cargada de deudas, que quiere amonedar celosamente para sí aquel favor inesperado; bien pronto los ministros de Hacienda saben algo de tal cuestión. 

Primeramente son pagadas cuatrocientas mil libras de deudas; la hija recibe como dote ochocientas mil; el yerno, una plaza de capitán, a lo que se añade, un año más tarde, una posesión rústica que rinde setenta mil ducados de renta; el padre, una pensión, y el complaciente esposo, a quien en realidad hace mucho tiempo que ha sustituido un amante, el título de duque y una de las prebendas más lucrativas de Francia: los correos. 

La cuñada Diana de Polignac, a pesar de su mala fama, llega a ser dama de honor de la corte, y la misma condesa Julia, aya de los hijos de la reina; el padre, además de su pensión, aún llega a ser embajador, y toda la familia nada en la opulencia y los honores, y derrama además sobre sus amigos el cuerno de la abundancia repleto de favores; en una palabra, este capricho de la reina, esta familia de Polignac, le cuesta anualmente al Estado medio millón de libras. «No hay ningún ejemplo -escribe espantado a Viena el embajador Mercy- de que en tan poco tiempo una suma de tanta importancia haya sido adjudicada a una sola familia.» Ni siquiera la Maintenon o la Pompadour han costado más que esta favorita de ojos angelicalmente bajos, que esta tan modesta y bondadosa Polignac. 


Los que no son arrebatados por el torbellino contemplan, se asombran y no comprenden la ilimitada condescendencia de la reina, que deja que abuse de su nombre regio, de su posición y de su reputación aquella parentela indigna, aprovechada sin valor alguno. 

Todo el mundo sabe que la reina, en cuanto a inteligencia natural, fuerza de alma y lealtad, está colocada cien codos por encima de aquellas criaturas que forman su diaria compañía. Pero en las relaciones humanas nunca decide la fuerza, sino la habilidad; no la superioridad de inteligencia, sino la voluntad. María Antonieta es indolente y los Polignac ambiciosos; ella es inconstante y los otros tenaces: se mantiene sola, pero los otros han formado una cerrada camarilla que aparta intencionadamente a la reina de todo el resto de la corte; divirtiéndola, la conservan en su poder. ¿De qué sirve que el pobre viejo confesor Vermond amoneste a su antigua discípula diciéndole: «Sois demasiado indulgente respecto a las costumbres y a la fama de vuestros amigos y amigas», o que la reprenda, con notable atrevimiento, diciéndole: «La mala conducta, las peores costumbres, una reputación averiada o perdida, han llegado a ser justamente los medios para ser admitido en vuestra sociedad?». ¿De qué sirven tales palabras contra aquellas dulces y tiernas conversaciones, cogidas del brazo; de qué la prudencia contra esta diaria astucia, todo cálculo? La Polignac y su pandilla poseen las llaves mágicas de su corazón, ya que divierten a la reina, ya que combaten su aburrimiento, y al cabo de algunos años María Antonieta está por completo en poder de aquella banda de fríos calculadores. En el salón de la Polignac, los unos apoyan las aspiraciones de los otros a obtener puestos y colocaciones; mutuamente se procuran prebendas y pensiones: cada uno parece preocuparse sólo del bienestar de los demás, y de este modo corren por entre las manos de la reina, que no se da cuenta de nada, las últimas fuentes áureas de las agotadas cámaras del tesoro del Estado en favor de unos pocos. 

“Cuando estoy sola contigo ya no soy una reina, soy yo!”.
Los ministros no pueden impedir este impulso. « Faites parler la Reine .» Haga usted que hable la reina en su favor, responden, encogiéndose de hombros, a todos los solicitantes; porque categorías y títulos, destinos y pensiones, únicamente los confiere en Francia la mano de la reina, y esta mano la guía invisiblemente la mujer de ojos de violeta, la bella y dulce Polignac. 

Con estas permanentes diversiones, el círculo que rodea a María Antonieta va haciéndose inaccesiblemente limitado. Las otras gentes de la corte lo advierten pronto; saben que detrás de aquellas paredes está el paraíso terrenal. Allí florecen los altos empleos, allí manan las pensiones del Estado, allí, con una broma, con un alegre cumplido, se recoge un favor al cual muchos otros, con perseverante capacidad, vienen aspirando desde hace decenios. En aquel dichoso más allá reina eternamente la serenidad, la despreocupación y la alegría, y quien ha penetrado en estos campos elíseos del favor real tiene para sí todas las mercedes de la tierra. No es milagro que todos los expulsados fuera de aquellos muros, la antigua y meritoria nobleza, a la que no es permitido el acceso a Trianón, cuyas manos, igualmente ávidas, jamás se han humedecido con la lluvia de oro, estén cada vez agriadas de modo más violento. 

¿Somos, pues, menos que esos arruinados Polignac?, rezongan los Orleans, los Rohan, los Noafles, los Marsan. ¿De qué sirve tener un rey joven, modesto y honesto, que por fin no es juguete de sus maîtresses , para que después de la Pompadour y de la Du Barry tengamos otra vez que mendigar de una favorita lo que nos pertenece por razón y derecho? ¿Debe realmente soportarse este descarado modo de dejarse a uno a un lado, esta osada desconsideración de la joven austríaca, que se rodea de mozos extranjeros y mujeres dudosas, en lugar de hacerlo de la nobleza originaria del país o domiciliada en él desde siglos remotos? Cada vez más estrechamente se agrupan los excluidos unos con otros; cada día, cada año, crecen sus filas. Y pronto, por las ventanas del desierto Versalles, un odio con cien ojos fija sus miradas en el despreocupado y frívolo mundo de juguete de la reina. 

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