sábado, 10 de noviembre de 2018

LOS DÍAS DEL REY LUIS XVI EN EL TEMPLE

Louis XVI in the Temple - Henri Pierre Danloux
 Con sus ventanas estrechas, de foso profundo y gruesas paredes de piedra, la pequeña torre fue un escenario sombrío para el drama a punto de empezar. Las habitaciones del rey estaban en el tercer piso y consistía en una antecámara con tres pequeñas habitaciones que irradian, cada una con su propia puerta. Una servía de dormitorio y las otras dos eran, respectivamente, la sala de lectura del rey, que contenía una chimenea y su comedor. La poca luz provenía de un gran marco de ventana protegida por rejas y contraventanas. Las paredes de la torre tenían nueve pies de espesor, la torre central cuadrada tenía cuatro torres redondas en cada esquina.

Solo había una escalera en la torre que llevaba de la almenada hasta el jardín en el patio. A lo largo de esta escalera la comuna había puesto siete guardias temporales, por lo que era imposible llegar de un piso a otro sin pasar a través de estos puntos de control, que fueron constantemente tripulados. Los pisos de la torre estaban protegidos por dos puertas, una de roble y otra de hierro. Los aposentos del rey tenían un falso techo y las paredes de piedra fueron enyesados, fueron cubiertas con un poco de pintado a mano. En el interior de la prisión, también pintado en la pared, en letras grandes, el texto de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

El mobiliario consistía en un pequeño escritorio, cuatro sillas cubiertas, un sillón, algunas sillas con fondo de caña, una mesa, un espejo sobre la chimenea y una cama cubierta de damasco verde. Los guardias Vivian en la torre cuando estaban de servicio. El primer piso se había convertido en una sala de guardias con algunos dormitorios. Las comidas se preparaban en el palacio y se llevaban a través del jardín hasta la torre.
 
Luis XVI en la torre del templo Jean Francois Garneray
La comuna endureció todas las regulaciones, la vida en el Temple estaba lejos del lujo. La cama del rey, poco más que un catre, había sido la cama del capitán de la guardia cuando el conde Artois estaba en la residencia, y los prisioneros estaban continuamente bajo vigilancia. Los guardias fueron elegidos de los patriotas de las secciones de parís, y se les instruyo para comportarse con Luis y su familia con la dignidad o la insolencia, de los hombres libres.

Los días de Luis en el Temple eran regulares y simples. Toda su vida había sido un prisionero de la costumbre: el confinamiento no interrumpió su vida ordenada de numerosas distracciones y deberes de cortejar al rey, a quien nunca le había gustado ser parte de un público y una monarquía artificial, cayo con gratitud en las rutinas forzadas del encarcelamiento. Se despertó a las 6am, se afeito a sí mismo, una idiosincrasia que sorprendió a sus sirvientes, y tuvo a Jean Baptiste Clery, su criado en prisión. Luego se retiró a la torre de estudio para leer y rezar.

La puerta de conexión del estudio con el dormitorio se mantuvo abierta por orden de la comuna para que Luis tuviera siempre a la vista de un guardia. Arrodillado en un pequeño cojín, el rey cautivo comenzó su día con varios minutos de oración. María Antonieta no abriría su puerta a nadie, su desprecio no disimulado por los guardias, ofendió a varios de sus cuidadores. Mientras la familia real comía, Clery y la sirviente Tyson, descendían a los apartamentos de la reina para tender las camas. El desayuno era abundante, que consistía en café, chocolate, frutas y productos lácteos. La charla alrededor de la mesa fue “cariñosa” y la primera comida del día siempre comenzó con el ritual domestico de toda la familia abrazando y besando al rey.

LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE

Luis se ocupó del delfín. En preparación para estas lecciones, Luis repaso su latín traduciendo las odas de Horacio, analizando Cicero, y releyendo Corneille y Racine, su favorito era ver al niño recitar los pasajes de Corneille. Fue seguido por la lección de geografía, Luis uso un mapa revolucionario de Francia, con sus divisiones políticas de ochenta y tres departamentos y con muchos de los nombres tradicionales de lugares alterados en un intento de borrar el pasado católico y monárquico.

Mientras Luis daba clases de geografía, María Antonieta daba instrucciones a su hija en las artes domésticas. El resto de la mañana se pasó cociendo, tejiendo o con agujas mientras el rey leyó o converso con su familia. Al mediodía las tres mujeres se retiraban a la habitación de madame Elisabeth para cambiarse; ellas fueron siempre acompañadas por un guardia. Se les permitió caminar por el jardín, pasando sucesivamente por los siete puestos de control. Durante su paseo los prisioneros reales fueron acompañados por cuatro oficiales municipales estacionados regularmente en el Temple.

Mientras los prisioneros almorzaban, Santerre, comandante de la guardia nacional de parís, visito cada una de las habitaciones en la torre en su gira oficial de inspección. A veces el rey le hablaba, María Antonieta se negó a decirle una palabra al antiguo cervecero. El rey instruyo al delfín en caligrafía, Clery copiaría los pasajes seleccionados por el rey de “las obras de Montesquieu y otros escritores famosos” como modelos de elegancia francés, que el niño copiaría en su cuaderno.

LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE

Al anochecer se sentaron alrededor de una mesa en el apartamento de la reina, mientras que María Antonieta leía en vos alta, generalmente una obra de historia elegida por Luis, a veces una obra “diseñada para instruir a los niños” mientras que alienta reflexiones melancólicas sobre sus circunstancias actuales. La familia entera se uniría derramando lagrimas sobre su destino.

El encarcelamiento del rey no fue duro. Todos los días en parís miles de prisioneros sufrieron más incomodidad y trato cruel que el rey se vio obligado a soportar. Pero si el rey no fue sometido a físicas privaciones, su encarcelamiento fue puntuado por una serie de pequeños insultos y molestias acopladas a una política de cortesía helada. Los guardias en el Temple sirvieron cuarenta y ocho horas a la vez, la mitad de servicio y medio libre, pero durante este periodo no se les permito salir del Temple.

Un oficial llamado James una vez siguió a Luis a su rincón de lectura, se sentó junto al rey, y se negó a salir. Luis se vio obligado a renunciare a su lectura por el día. Le Clerc, otro guardia, un día interrumpió a los delfines en su lección de escritura lanzando una diatriba sobre como el niño debe dársele una educación revolucionaria. Simón, otro guardia estaba encantado de ser grosero e insolente con el rey. Madame Royale, más tarde se quejó amargamente en sus memorias por los guardias que tenían “poco respeto por el rey”.
 
LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE

Los guardias detuvieron las lecciones de aritmética que madame Elisabeth dio al delfín, insistiendo en que le estaba enseñando un código numérico. La aguja de la reina no estaba permitida, por temor a que ella bordara mensajes en la obra. En general, sin embargo, michos guardias encontraron a la familia real “afable, simple e incluso encantadora”, y el rey se desvivió por aprender sus nombres e incluso la residencia de sus guardias. Luis, a través de práctica, tuvo que aprender el arte de ser misericordioso con sus sirvientes.

El 26 de septiembre, el consejo general prohibió a Luis que usara las medallas y condecoraciones y además de cortar sus paseos por el jardín. Tres días después decidieron trasladarlo a un lugar más seguro. El nuevo apartamento aun no estaba terminado, todavía apestaba a pintura, lo que hacía casi inhabitable y los nuevos cuartos eran más austeros y estrechos que los anteriores. No había espacio para clery, se le ordeno dormir en otra parte de la torre. El consejo confisco todas las armas, incluso la espada ceremonial del rey, junto con todos los bolígrafos, tinta y papel. El prisionero, adicto al diario, tuvo que pedir prestado un cuchillo a sus guardias para cortar las páginas de sus libros. Incluso las tijeras de costura de María Antonieta fueron confiscadas y el rey tenía prohibido afeitarse.

LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE
chapelle expiatoire,  Luis XVI en el Templo con el Delfín.
Luis respondió a estas órdenes con su combinación habitual de dignidad, coraje y testarudez. Cuando fue privado de afeitarse se puso en huelga, dejando crecer su barba. Se negó a ser afeitado por cualquier otra persona. Por las ultimas semanas de diciembre los exasperados guardias decidieron remitir las repetidas peticiones del rey al consejo general. Al día siguiente este cedió. A Luis se le permitirá afeitarse, pero solo en presencia de cuatro guardias.

A punto de ser privado de su único consuelo y placer en la cárcel, la compañía de su familia, Luis se lanzó apasionadamente a mas lecturas y oraciones mientras trabajaba en su defensa. Él se negó a pasear por el jardín, su única forma de ejercicio en prisión. Cada vez más buscaba consuelo en la religión. Poco a poco el encarcelamiento socavo la salud del rey, tanto emocional y física. El 15 de noviembre cayó enfermo. Con síntomas como fiebre alta, sudoración, pérdida de apetito y un dolor e garganta. Parece haber sido algún tipo de gripe. Los rumores de la enfermedad del rey se esparcieron por parís, se habló de que engañaría a la guillotina. Para disipar los rumores, la comuna ordeno boletines diarios de su salud y muchos de ellos publicados en la prensa, de macabra espera de su recuperación para ser ejecutado. El 23 de noviembre el médico privado de Luis, Lemonnier, informo que su paciente mejoro, el rey viviría para ser juzgado.

LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE
Luis XVI se desarmó en la torre del templo. "De mí no se tiene nada que temer".
En muchos sentidos, el sueño de Mirabeau de un rey patriota derivo de su poder proveniente del amor de sus súbditos, no estaba tan lejos. En la adversidad, Luis demostró ser atractivo, incluso un admirable personaje. Los meses en prisión revelan que podría haber sido, en otras circunstancias, un rey burgués: un hombre piadoso, un devoto esposo y padre, un decente hombre. La adversidad hizo que Luis no fuera tanto una figura popular, era demasiado tarde para eso, pero al menos un personaje simpático.

Mientras los diputados en la convención hablaron con desprecio de él como Luis el traidor, mientras buscaban presentar una sangrienta abstracción del engaño y la arrogancia, la superstición y la irresponsabilidad, la gente escuchaba historias de Luis en familia, de su amor para sus hijos, su preocupación por su esposa y hermana, su personal devoción. El espectáculo de un rey caído tenía el poder de mover los corazones de los hombres. En general el consejo preocupado pidió a los periódicos, en diciembre, dejar de informar detalles que puedan ganar la simpatía por los prisioneros.

LES JOURS DU ROI LOUIS XVI AU TEMPLE
pintura de Hauer: Luis XVI y su confesor, en el templo.
Los periódicos mas radicales intentaron neutralizar el crecimiento “ciudadanos –escribió PrudHomme- el lugar para Luis-Nerón y Antonieta-Medicis no está en la torre del Temple. La tarde del 10 de agosto sus cabezas deberían haber caído bajo la guillotina”. El propio Luis se negó resueltamente a explotar su situación, así como había rechazado años atrás el consejo de Mirabeau. Sus temas podrían llevarlo a la justicia ya que tenía el poder para hacerlo, pero creía que si destino estaba en las manos de Dios. Estaba decidido a vivir el papel del rey como él lo vio o, como él mismo lo expreso, recurriendo a el lenguaje de la religión: “beberé la copa hasta la escoria”.

jueves, 1 de noviembre de 2018

LA ASAMBLEA DE NOTABLES Y DESPIDO DE CALONNE (1787)

Impreso en color, grabado de Claude Niquet después de un dibujo de Very y Girardet, en representación de la Asamblea de Notables celebrada en Versalles el 22 de febrero de 1787.
Luis XVI preocupado por la situación interna del reino, ya que, desde 1776, ele estado vivió un endeudamiento y el déficit supero los 100 millones de libras. En agosto, Calonne había dado al rey un “plan de mejora de finanzas”, que consistió en la revisión completa de los impuestos reales. El sistema fiscal abogo por sentado que todos los franceses, sin excepción, estaban sujetos a impuestos. El parlamento era hostil, el público estaba alarmado, las combinaciones financieras habían fallado. Anticipándose a la oposición, el contralor general resolvió dar un golpe: le propuso al rey que reuniera una asamblea de notables, figuras prominentes del reino elegidas por su lealtad a los principios de la monarquía tradicional.

No era la primera vez que el rey de Francia tuvo que recurrir a este procedimiento. Fueron utilizados a menudo en el siglo XVI, y en 1626, Richelieu había convocado una reunión de este tipo, el último de su especie. Luis XVI adopto esta idea con entusiasmo: el pensamiento de imitar a Enrique IV, acercarse a su gente o al menos a sus representantes, para hablarles cara a cara. El día después de haber declarado a su consejo su intención de convocar a los notables, escribió a Calonne: “no dormí esa noche, pero fue divertido”.

En el intercambio del condado de Sancerre, perteneciente al conde d'Espagnac, Calonne fue acusado de haber sacrificado los intereses del rey a los de una persona a la que él había favorecido para compartir las ganancias él mismo. A esto, agregue la lesión de los contratos de arrendamiento y los tratados para la corona, que, en desafío a las ordenanzas y los reglamentos, nunca fueron proclamados en la subasta y siempre fueron hechos por personas todopoderosas con la ayuda de su riqueza y de sus alianzas.
La reina había ignorado este proyecto; ella estaba, se dice, despeinada por este silencio y, a veces permaneció varias horas pensativa y sin palabras que decir sobre el tema. El rey solo había abierto su mente a Miromenil y a Vergennes, que desde la muerte de Maurepas, llena, sin tener el título, las funciones de primer ministro. Lamentablemente, nueve días antes de la apertura de la asamblea, el 13 de febrero de 1787, Vergennes murió.

En este momento especialmente fue una gran pérdida. La razón tranquila y fría de este ministro, su veja experiencia había dado peso a los planes de Calonne, ya no había en el ministerio nadie que tuviese suficiente preponderancia para dirigir la opinión. Montmorin, quien lo sucedió, no tenía los mismos talentos ni la misma autoridad, y Breteuil, espíritu bastante mediocre, no muy querido por su brusquedad, estaba al lado del contralor general.


La demora incluso que trajo a la apertura de asamblea, sucesivamente arreglado para el 29 de enero, luego el 22 de febrero, fue un error, los notables, llegaron por un mes a parís, donde no sabían que hacer, aburridos por estos plazos y el tiempo que estaban perdiendo, no tenían otra ocupación que escuchar críticas y recibir quejas, el público se impaciento a su lado.

De hecho, como Luis XVI había temido, Calonne se enfrentó a los notables en posición. Sintiéndose atacado, Calonne se equivocó al atacar a su vez: su discurso a los notables, con una disculpa por su propio sistema, contenía una crítica disfrazada pero transparente de la administración de Necker, que lo hizo responsable de un déficit de 112 millones. Estos hombre elegidos en principio por su moderación y la docilidad, no quieren oír hablar de igualdad tributaria. Fue un diluvio de recriminaciones y quejas, algunas justas, otras apasionadas, en contra de un ministro cuya administración dejo mucho que criticar y cuya reputación estaba respondiendo mal a sus protestas de desinterés y ahorro. El Rey, para poner fin a esta discusión indecente, no quiso que se continuara, y prohibió que se imprimiera nada sobre el tema; pero Necker, basándose en la necesidad de defender su veracidad y su honor, se negó a obedecer, emitió un Memorándum justificativo en respuesta al ataque de Calonne.

En general, a Calonne se le reprochó haber esperado tres años enteros para establecer un estado de cosas alarmante; incluso se le acusó de haber exagerado la triste imagen, que contrastaba de manera tan desagradable con sus prodigiosidades e ilusiones anteriores; Finalmente, haber confundido y trastornado toda la contabilidad interna, con la intención de cubrir sus propias malas prácticas.
El 4 de abril, el trabajo de la asamblea fue suspendido por una semana. Boisgelin, arzobispo de Aix y Lomenie de Brienne, arzobispo de Toulouse, en secreto presentaron a María Antonieta dos memorandos de saludo notable. Se comprometieron a apoyar algunas reformas si un nuevo contralor general, digno de confianza fue nombrado inmediatamente. Los efectos cayeron, los ginebrinos tuvieron que responder a los ataques de Calonne en un memorando que María Antonieta mismo llevo al rey. Luis XVI, irritado, trato de exiliar a Necker. María Antonieta declaró su causa y finalmente, hizo que se viera obligado a retirarse a 20 millas de parís.

Los notables adoptaron el establecimiento de las asambleas provinciales, que transmitieron a la nación la administración que anteriormente estaba en manos del Rey; pero en cuanto a los nuevos impuestos, declararon que solo podían crearse con el consentimiento de los representantes de la nación nombrados por ella. Así, desde el primer momento, todo el proyecto de Calonne se derrumbó; hizo que el rey perdiera algunos de sus derechos, y no obtuvo nada. Pero incluso si el proyecto del ministro hubiera tenido el consentimiento de los notables, incluso si este consentimiento hubiera constituido una autorización suficiente, la ejecución habría sido impracticable; nunca el granjero, acostumbrado a cosechar el grano que sembró, le permitió removerlo; si, en ese momento, dejo una parte en el clero, era una percepción sancionada por el tiempo y consagrada por la religión, en un momento en que la Iglesia tenía el imperio más grande; una pequeña adición a las autoridades fiscales podría haber sido tolerada, pero una transmisión repentina de la masa principal de contribuciones en tal servicio era imposible; el nuevo diezmo solo pudo haber sido levantado por mano armada, y con violencia y lucha; y aún así, incluso si se hubiera podido recaudar pacíficamente, no habría llenado el objeto de reemplazar los impuestos suprimidos, y no habría dado un exceso de producto que llenó el déficit.
 

incapaz de que sus planes fueran adoptados, Calonne atacó a los notables por algunos calumnias que había difundido entre el público y, finalmente, se creyó secretamente molesto por el curador Miromesnil y el barón de Breteuil, ministro de la casa del rey, dos adversarios formidables, los desacreditó con el rey, y deseó, por el temor que inspiraría a su crédito y su poder, conquistar el consentimiento que no pudo obtener por persuasión. Calonne desconfiaba del guardián de los sellos, quien, según el cuidado que tenía por la magistratura, fue advertido, no sin algún fundamento, de compartir los sentimientos de este cuerpo, que era muy contrario a Calonne. Fue confirmado en esta creencia por un incidente que le dio gran probabilidad. Cuando había declarado a los notables que el déficit en las finanzas era muy anterior a su ministerio, y que Necker lo había creado, Joly de Fleury, el sucesor de Necker y predecesor de Calonne, declaró públicamente que fue Necker quien dijo la verdad. Calonne siendo educado, le había escrito para saber por él mismo si hubiera hecho la declaración que le fue atribuida. Joly de Fleury le respondió que esta observación era muy cierta y que la había mantenido porque, de hecho, tenía un conocimiento personal y cierto. Unos días después, el rey le dijo a Calonne que Joly de Fleury afirmó que el déficit en las finanzas era reciente. Calonne respondió que había oído hablar de esta charla, y que le había escrito a Joly de Fleury para una explicación, pero que no había recibido respuesta. "Debes haberlo recibido", dijo el rey.

El barón de Breteuil se sintió muy avergonzado de responder a los nobles, a los magistrados, a los prelados llamados a esta asamblea. Calonne instó al rey a despedir al barón, a quien la reina protegía; uno de los dos fue sucumbir en esta lucha: la reina prevaleció y Calonne se vio obligada a devolver su billetera en el momento en que menos lo esperaba; Hubo pocos momentos que él mismo había enviado por el canciller.
Calonne, tomado como una mentira, se escabulló, diciendo que aún no había tenido tiempo de leer sus últimas cartas, pero que, si Su Majestad lo permitía, las abriría de inmediato y regresaría con él. el rey le dijo que se fuera y regresó con explicaciones sobre esta carta, recibida y conocida desde hace varios días. Luis XVI le dijo que tenía un doble que el Guardián de los Sellos le había enviado; entonces Calonne ya no dudaba de que el ministro Miromesnil lo serviría, y le dijo al rey que no estaba  sorprendido que los notables se opusieran a todo lo que propuso, porque eran apoyados secretamente por una parte en el ministerio; que era necesario que su Majestad decidiera despedir al guardián de los sellos, o a él; que se ofreció voluntariamente a retirarse, disgustado por todas las contradicciones que experimentó, y que se mantuvo en el ministerio solo por el deseo de poner fin a la gran empresa que había iniciado para la restauración de las finanzas. . El rey accedió a la destitución del Guardián de los Sellos, y el Conde de Montmorin recibió instrucciones de ir y pedirle que renunciara. Miromesnil recibió el golpe con coraje, e incluso puso mucha grandeza en él; le dijo al conde de Montmorin que podía avergonzar al rey porque, como sobreviviente del canciller, según sus disposiciones, en esa capacidad era inamovible.

Calonne nombró al guardián de los sellos a el  presidente Lamoignon, con quien tuvo relaciones secretas y que, en el Parlamento, era el líder del partido opuesto a d'Aligre, enemigo de Calonne. No satisfecho con este éxito, el Contralor General nuevamente deseó despedir al Barón de Breteuil; pero el rey, que sabía que la reina lo honraba con su amabilidad, deseaba hablar con él de antemano, y la irritada reina representó al rey que no debía sacrificar a sus buenos sirvientes con un hombre como Calonne, que lo había embarcado. una empresa que todos los hombres iluminados declararon inaplicable, y que era necesario que Su Majestad se librara de un ministro insensato y necio.

Luis XVI no pudo dar el cambio al público, ni siquiera con respecto a esta destitución de Calonne ; Fue insultado por todas las sospechas que prestó. Este despido no parecía grave. Se pensó que la vergüenza del Contralor General era evidente, que esto era solo un truco doméstico contra los arrebatos de la reina, pero se dijo que Calonne nunca dejaría de dirigir a la administración.
A pesar de las presiones ejercidas sobre él todos los días, Luis XVI se mostró reacio a separarse de la contraloría general. Después de seis semanas, el 8 de abril, domingo de pascua, después de muchos retrasos, finalmente pidió su renuncia. Exiliado a su tierra, se fue furioso contra la reina a quien atribuyo, como la opinión pública, su desgracia y su exilio. Al mismo tiempo Miromesnil perdió su posición como guardián de los sellos. El día en que llegó esta caída tan deseada, fue una satisfacción universal en París; Cada uno se apresuró a llevar las noticias a todos los distritos de la capital y enviarlas a las provincias. Los propios hombres de la carta, que se habían permitido amplios jubilados por la vanidad interesada de este falso Colbert, fueron los primeros en desaprobar su administración y considerar su despido como un acontecimiento muy feliz para la nación.

Cuando dejó el ministerio, Calonne fue exiliada a Lorena, y luego se fue al extranjero. Su desgracia fue acompañada de reproches y humillaciones; se vio obligado a despojarse de la decoración del cordón azul que llevaba como tesorero de la orden del Espíritu Santo. Durante la revolución, en una conferencia con el emperador Leopoldo, explicó los medios para efectuar una contrarrevolución que, según él, era muy fácil. El emperador observó que, independientemente de la revolución, Francia se encontraba en una situación embarazosa por el mal estado de las finanzas. "Esto no es una dificultad", respondió Calonne, "no quiero más de seis meses para restaurar las finanzas". "Monsieur", dijo el emperador, "es desafortunado que no haya tenido esta idea cuando estuvo en la habitación. "
  
Calonne: "Mis queridos administradores, los he traído aquí para saber con qué salsa les gustaría comer".
Notables: "¡Pero no queremos ser comidos en absoluto!"
Calonne: "¡No estás respondiendo la pregunta!"
(Caricatura anónima de alrededor de 1787 que trata sobre la reunión de la Asamblea de Notables en 1787, Francia).
¿Cuál sería su reemplazo como contralor general? Choiseul estaba muerto el domingo 9 de mayo de 1785. Llevándose a la tumba el ultimo recuerdo de la juventud y la vida feliz de la reina. Dos nombres estaban presentes en el aire: Necker y el arzobispo de Toulouse, Lomenie de Brienne. El rey tenia igual repugnancia por ambos: “no quiero –diría un día- ni neckerianos, ni sacerdocio”. No estaba en desacuerdo con los talentos de Necker, pero temía los defectos de su personaje al llevarlo al ministerio.

Plagado de ansiedades que le causaron violentos ataques de llanto, Luis XVI en su confusión, converso con su esposa sobre el rumbo a tomar. Esta era la oportunidad perfecta para poner al arzobispo de Toulouse. Sin embargo, a pesar de sus vacilaciones y falta de experiencia, la reina le aconsejo también volver a Necker.

La caída de Calonne fue el momento de la gran influencia de la reina. Vergennes estaba muerto y ella era una madre, lo que para Luis XVI era incluso más que hermosa. Ella fue calumniada; Tenía a su servicio todo lo que producía la acción más decisiva para un hombre del continente, honesto y débil. Ella sabía cómo llorar al respecto, y cómo aliviar con sus lágrimas todo lo que resistía sus arrebatos. Ella se había hecho cargo del rey por todo tipo de ascendentes; ¿Quién podría luchar contra su esfuerzo? Ella había llorado contra Calonne , cuando él decidió que el rey despidiera a Breteuil, y él mismo que había sido despedido.
Todavía con la esperanza de que solo la persona de Calonne, pero no el espíritu de la reforma fue rechazada por los notables, Luis XVI nombro en su lugar a Bouvard Fourqueux, viejo consejero de estado conocido por su honestidad. Decidido a seguir el programa propuesto por Calonne, Fourqueux se reunió inmediatamente con la misma resistencia de su predecesor. La situación financiera empeoro. En la reunión se habló por primera vez de reunir los estados generales.

Para hacer frente a los peligros que amenazaban, Montmorin y Lamoignon, el nuevo ministro de justicia, estaba más decidido que nunca a poner las finanzas en manos de Necker. Pero el rey unido a los puntos de vista de Breteuil desistió la propuesta y la candidatura de Lomenie de Brienne fue aceptada por Luis XVI sin dificultades. Se dice que sin Breteuil, el candidato de la reina en el consejo, Luis XVI había cedido ante Lamoignon y Montmorin, quienes insistieron con animada convicción en la urgencia del regreso de Necker. "Bien! solo recuérdalo ", dijo Luis XVI, con este cansancio. Pero en el momento de cerrar la reunión, Breteuil intervino y dijo que sería fatal para la autoridad hacer de un ministro un hombre que apenas llegó al lugar de su exilio; y exaltó los talentos de Brienne y su influencia en el montaje de notables. Sin embargo, nunca había tenido en alta estima a este sacerdote sin fe ni moral. Cada vez que la reina le había dicho sobre el prelado, él siempre se encogió de hombros. Dada la gravedad de la situación, en ausencia de otros candidatos serios, con la experiencia de Necker, Luis XVI estaba listo para la experiencia de Brienne. El 1 de mayo, fue nombrado jefe del consejo real de las finanzas. Bouvard Fourqueux presento su renuncia y el maestro Laurent Villedeuil contralor general.
 
Desde el 4 de Loménie Brienne, arzobispo de Toulouse, pensó para allanar el camino hacia el ministerio. El obispo de Orleáns fue encargado por el duque de Choiseul de elegir uno, mediante el abate de Vermont, quien Escribió todas las cartas de la reina, le informó de todo lo que podría ser útil saber y no dejó de alabar, tan hábilmente como le fue posible, al arzobispo protestante de Toulouse. Y hablar especialmente de sus talentos para la administración.
Para la mayoría de los contemporáneos este nombramiento fue obra de María Antonieta. Si la influencia de la reina gozaba un cierto peso, nos parece exagerado atribuir la responsabilidad de tal decisión. El rey nombro a Lomenie de Brienne porque él era el lidere de la oposición contra Calonne, porque su propaganda de restauración de finanzas parecía coherente, por último, debido a que los tres principales ministros estuvieron de acuerdo. María Antonieta había solamente ayudado a los ministros.

domingo, 28 de octubre de 2018

LOS PERROS EN TIEMPOS DE MARIE ANTOINETTE


María Antonieta amaba a los perros, especialmente los más pequeños. A lo largo de su existencia, tuvo muchos y de diferentes razas. El más famoso, es sin duda, Mops, aunque no hay certeza de que realmente lo llamara así. Fregonas es el nombre con que los alemanes llamaron a este tipo de raza.

El nombre “Carlin” fue acuñado en los años en parís, inspiración de un actor que jugo arlequín que llevaba una máscara negra que se parecía a la cara de estos pequeños perros lindos: su nombre era Carlo Bertazzi y todo el mundo le llamaba “Carlin” los perritos son a menudo mencionados en los informes del conde Mercy; el embajador estaba literalmente desesperado por el alboroto que formaban en la habitación de la reina. En total durante su reinado María Antonieta tuvo unos treinta perros.

La reina en una miniatura de Dumont con  uno de sus perros
En el libro de Caroline Weber “reina de la moda”, el autor habla de los Fregonas, el perrito que María Antonieta tuvo que dejar en Austria y que se reunió con su amante a través de los esfuerzos del conde Mercy. Fregonas también es citado por Joseph Weber, el hermano de leche de la reina, en sus memorias. Weber argumenta que el tribunal se opuso al regreso del perrito, pues según la etiqueta, María Antonieta debía dejar todo rastro de Austria atrás. Cuando María Antonieta furiosa exigió a su perrito de vuelta, madame Noailles simplemente le contesto: “puedes tener todos los perros franceses que queráis”. Pero la delfina hizo todo porque se lo enviaran desde Austria. 

El Carlin que estaba muy de moda en la corte de María Antonieta
Los perros eran un elemento importante en la sociedad aristocrática como tal. Un Leonberg fue destinado para la reina como parte de un presente por el conde Fersen, “no es un perro pequeño” y fue llamado cariñosamente “Odin”. Tales regalos caninos era una prueba de amistad, María Antonieta, por ejemplo, dio al conde Esterhazy un perro grande, de aspecto feroz, que fue nombrado Marcassin y como Odin de Fersen se convirtió en una característica un tanto malcriada de su vida. En las terrazas del castillo, se divirtió con los perros de caza de la guardia suiza, especialmente entrenados para detectar intrusos. 
 
María Antonieta recibiendo el perro ofrecido por fersen.
Un perro fue dado a María Antonieta en las tullerias por madame Lamballe, que la princesa trajo de Inglaterra, un Terrier llamado Thysbee, y que fue renombrado por la reina con apodos cariñosos de Mignon y Coco. De color blanco y rojo, manchado de negro, muy dulce y cariñosos, Coco tiene una historia especial. Celebrado por Jacques Delille en su poema “de la pitié”, Coco, acompaño a la familia real al temple y se convirtió en el compañero de juegos del pequeño Luis Carlos. 
 
El famoso coco que habría pertenecido al delfín
El 8 de junio de 1795, fecha de la supuesta muerte del rey niño, el perro le fue entregado a madame Royale, que también fue encarcelada en el temple. Unos meses más tarde la princesa fue liberada a cambio de algunos presos políticos, y se llevó con ella a Coco. Sorprendentemente, cuando Napoleón fue derrocado, Coco aún estaba vivo a la edad de 22 años. Cuando en 1814 madame Royale, ahora la duquesa de Angulema, regreso a Francia, tuvo con ella al inseparable Coco. Sacudido por el largo viaje, el perro murió a la llegada (algunos relatos nos dicen que murió de una caída desde el balcón del palacio del rey Stanislas Poniatowski). La duquesa de Angulema pidió un entierro adecuado para su perro y le dio el cuerpo a la princesa de Bearn que lo enterró en los jardines del hotel de Seignelay. 

Madame Royale, en los jardines del templo dibujando la fachada de su prisión en compañía de Coco y una cabra.pintura de Edward Matthew Ward (1870) 
Algunos biógrafos afirman que la reina trajo consigo a la Conciergerie a su pequeño perro (Coco), sin embargo, es necesario saber que las prisiones revolucionarias estaban llenas de animales sin amo. Madame Richard, la esposa del carcelero, que tomo a la reina con lastima; haría todo lo posible por suavizar su destino: es posible que este perro perteneciera a un prisionero ya guillotinado. 

Estela conmemorativa de Coco, último perro de Marie Antoinette en los jardines del hotel de Seignelay. 
El obispo Salomón, detenido en la celda después de María Antonieta declaro: “la primera mañana, cuando abrí mi puerta, un perro entro en mi habitación, salto a mi cama, dio la vuelta y se acostó allí. Era el perro de la reina, que Richard había recogido, y del que cuido mucho. Él vino, de esta manera para oler los colchones de su amante. Lo vi hacerlo todas las mañanas, a la misma hora, durante tres meses enteros y a pesar de todos mis esfuerzos. Nunca pude atraparlo”.
 
El último amigo leal de la reina,  ilustración

sábado, 20 de octubre de 2018

EL PROCESO CONTRA MARIE ANTOINETTE (1793)


El 12 de octubre, María Antonieta es llamada a la gran sala de las deliberaciones para el primer interrogatorio. Frente a ella se sienta Fouquier-Tinville, Herman, su adjunto, y los secretarios; al lado de ella, nadie. Ni un defensor, ni un auxiliar; nada más que el gendarme que la guarda. Pero en las largas semanas de soledad, María Antonieta ha concentrado sus energías. El peligro le ha enseñado a resumir sus pensamientos, a hablar bien y a callar aún mejor; cada una de sus respuestas se nos muestra como sorprendentemente precisa y cortante y, al mismo tiempo, como cauta y prudente. Ni por un solo momento abandona su calma; ni siquiera las preguntas más absurdas o pérfidas le hacen perder el dominio sobre sí. Ahora, en los últimos momentos de su vida, María Antonieta ha comprendido la responsabilidad que le impone su nombre; sabe que aquí, en esta semioscura sala de audiencia, tiene que ser la reina que no supo ser suficientemente en los magníficos salones de Versalles. No es a un abogadillo, lanzado por el hambre a la Revolución y que cree representar aquí el papel de acusador, a quien ella responde, ni tampoco a esos sargentos y escribanos disfrazados de jueces, sino al único juez verdadero y auténtico: a la historia.

«¿Cuándo llegarás por fin a ser tú misma?», había escrito, desesperada, veinte años antes su madre, María Teresa. A un palmo de la muerte, comienza por sus propias fuerzas a alcanzar María Antonieta aquella grandeza que hasta entonces sólo le habían dado prestada las exterioridades. A la pregunta formulada de cómo se llama, responde con voz alta y clara: «María Antonieta de Austria-Lorena, de treinta y ocho años de edad, viuda del rey de Francia». Pensando escrupulosamente en mantener en todos sus detalles la forma de un procedimiento legal, Fouquier-Tinville se atiene minuciosamente a las formalidades del interrogatorio y sigue preguntando, como si no lo supiera, dónde residía la acusada en el momento de su detención. Sin mostrar ironía, informa María Antonieta a su acusador de que nunca ha estado detenida, sino que la han ido a buscar a la Asamblea Nacional para conducirla al Temple.


Comienzan entonces las verdaderas preguntas y cargos en el patético estilo de la época; la acusan de haber mantenido, antes de la Revolución, relaciones políticas con el «rey de Bohemia y de Hungría»; de haber «dilapidado de una manera espantosa los bienes de Francia, fruto del sudor del pueblo, en sus placeres a intrigas con malvados ministros», y de haber hecho llegar a manos del emperador «millones que debían servir para ser empleados en contra del pueblo que la alimentaba».  Dentro de la Revolución, ha conspirado contra Francia, ha negociado con agentes extranjeros, ha impulsado al rey, su marido, a pronunciar el veto. María Antonieta rechaza todas estas inculpaciones objetiva y enérgicamente. Sólo ante una afirmación de Herman, enunciada con especial torpeza, se anima el diálogo.


-Fue usted quien enseñó a Luis Capet ese arte de profunda disimulación, con el cual engañó durante mucho tiempo al buen pueblo francés, que no sospechaba que se pudiera llevar hasta tal grado la maldad y la perfidia. 

A esta hueca tirada responde con tranquilidad María Antonieta: -Sí, el pueblo ha sido engañado; lo ha sido cruelmente, pero no por mi marido ni por mí. 

-¿Por quién, pues, ha sido engañado el pueblo? -Por aquellos que tenían en ello interés, y el nuestro no estaba en engañarlo. 

Ante esta ambigua respuesta, Herman salta inmediatamente. Espera impulsar a la reina a que pronuncie algunas palabras que puedan significar hostilidad hacia la República.

-¿Quiénes son, en su opinión, los que tenían interés en engañar al pueblo? Pero María Antonieta desvía hábilmente la cuestión. No lo sabe. Su propio interés ha sido ilustrar al pueblo y no engañarle.  Herman comprende la ironía de esta respuesta a insiste severamente: -No ha respondido usted claramente a mi pregunta. Pero la reina no se deja arrastrar fuera de su posición defensiva: -Respondería sin rodeos si conociera los nombres de las personas. 
  

Después de esta primera escaramuza, el interrogatorio vuelve a ser objetivo. Se le pregunta sobre las circunstancias de la huida a Varennes; responde prudentemente, dejando a cubierto a todos aquellos secretos amigos suyos a quienes el acusador quiere envolver en el proceso. Sólo ante otra acusación estólida que le hace Herman vuelve a protestar vivamente: -Jamás cesó usted, ni un solo momento, de querer destruir la libertad; quería usted reinar a cualquier precio que fuera, y volver a subir al trono sobre el cadáver de los patriotas.

La reina responde, soberbia y duramente, a este campanudo galimatías (¡ah!, ¿por qué le han puesto como inquisidor a un imbécil como éste?) que ella y su marido «no tenían necesidad de volver a subir al trono; que ya estaban en él; que jamás desearon otra cosa que la felicidad de Francia, que ésta fuera dichosa, y que, con que lo fuera, ya estarían también ellos contentos». 

Herman entonces se hace más agresivo; cuanto más conoce que María Antonieta no se dejará apartar de su actitud prudente y segura y que no proporcionará ningún «material» para el proceso público, acumula las acusaciones con tanta mayor rabia; le reprocha el haber emborrachado a los regimientos flamencos, haber sostenido correspondencia con las cortes extranjeras, provocado la guerra a influido en el convenio de Pillnitz. Pero María Antonieta, de conformidad con los hechos, rectifica diciendo que la Convención Nacional fue quien declaró la guerra y que en el banquete de los soldados sólo pasó ella por la sala dos veces.


Pero Herman ha reservado para el final las preguntas más peligrosas, aquellas ante las cuales la reina, o tiene que renegar de sus propios sentimientos, o dejarse coger en alguna declaración contra la República. Toda una doctrina de derecho público se exige de ella: -¿Qué interés siente usted por las armas de la República? -La felicidad de Francia es lo que deseo por encima de -¿Cree usted que los reyes sean necesarios para la dicha del pueblo? -Un individuo no puede decidirlo. 

-¿Lamenta usted, sin duda, que su hijo haya perdido el trono al cual hubiera podido subir si el pueblo, instruido por fin acerca de sus derechos, no lo hubiera roto? -Jamás echaré nada de menos para mi hijo mientras su país sea dichoso.
Se ve que el juez instructor no tiene suerte. María Antonieta no hubiera podido expresarse nunca más sutil y astutamente que al decir que «jamás echará nada de menos para su hijo mientras su país sea dichoso», pues con este solo posesivo « su» ha dicho la reina, en el propio rostro del juez instructor, sin declarar abiertamente como no legítima a la República, que siempre considera a Francia como «suya» , como un país propiedad legal de su hijo; aun en el peligro, no ha renunciado a lo más alto, al derecho de su hijo a la corona. Después de esta última escaramuza, el interrogatorio marcha hacia su final rápidamente.


Se le pregunta si para la audiencia pública del proceso quiere elegir defensor. María Antonieta declara que no conoce a ningún abogado y acepta que le sean señalados de oficio uno o dos, aunque le sean personalmente desconocidos. En el fondo, sabe que todo ello es indiferente, ya sea amigo o desconocido, pues ahora en toda Francia no hay ya ningún hombre bastante valeroso para defender seriamente a la ex reina. Quien pronunciara públicamente una sola palabra en su favor pasaría inmediatamente del puesto de defensor al banquillo de los acusados.

Ahora que están cumplidas las apariencias externas de una instrucción legal puede el acreditado formalista que es Fouquier-Tinville ponerse al trabajo y redactar el acta de acusación. Su pluma corre sobre el papel veloz y ligera: quien tiene que fabricar cada día montones de acusaciones adquiere cierta rapidez de mano. En este caso, aquel abogadillo de provincias se cree obligado a emplear cierta poética elocuencia en este caso especial: cuando se acusa a una reina hay que hacerlo en un tono más solemne y poético que cuando sólo se trata de cortarle el pescuezo a cualquier costurerilla que ha gritado «Vive le Roi!». Por ello comienza su escrito en un tono extremadamente hinchado: «Habiendo examinado todas las piezas transmitidas por el acusador público, resulta que, al igual de las Mesalinas, Bomhildas, Fredegundas y Catalinas de Médicis, a quienes se calificó en otros tiempos de reinas de Francia y cuyos nombres, para siempre odiosos, no se borrarán jamás de los fastos de la historia, María Antonieta, viuda de Luis Capeto, ha sido, desde su establecimiento en Francia, azote y sanguijuela de los franceses». Después de este pequeño yerro histórico -pues en tiempo de Fredegunda y de Brunhilda no existía aún ningún reino en Francia- siguen las conocidas acusaciones: María Antonieta ha mantenido relaciones políticas con un hombre conocido por «rey de Bohemia y de Hungría»; ha enviado millones al emperador; ha participado en la «orgía de los guardias de corps»; ha desencadenado la guerra civil; ha provocado la matanza de los patriotas; ha transmitido al extranjero los planes de guerra.


En forma algo más velada se alega la acusación de Hébert de que «es tan perversa y tan familiarizada está con todos los crímenes, que, olvidando su calidad de madre y los límites prescritos por las leyes de la naturaleza, no ha vacilado en entregarse con Luis Carlos Capeto, su hijo, y según confesión de este último, a indecencias cuya sola idea y nombre hacen estremecer de horror». Por el contrario, es cosa nueva y sorprendente la acusación de haber «llevado la perfidia y la disimulación hasta el punto de haber hecho imprimir y distribuir obras en las cuales se la describía bajo poco favorables colores..., para engañar a las potencias extranjeras persuadiéndolas de que era maltratada por los franceses». Por tanto, según la idea de Fouquier-Tinville, la misma María Antonieta había hecho circular los folletos tribadistas de La Motte y los otros innumerables libelos calumniosos. Por razón de todas estas inculpaciones, María Antonieta pasa, de la situación de simple vigilada, a la de acusada.

Este documento, que no es precisamente una obra maestra de sabiduría forense, es comunicado el 13 de octubre, húmeda todavía su tinta, al defensor Chaveau-Lagarde, el cual, acto seguido, se dirige a la prisión junto a María Antonieta. Leen juntos, la inculpada y su defensor, el acta acusatoria. Pero sólo el abogado se sorprende y emociona por el tono de odio con que está escrita. María Antonieta, que después de su interrogatorio no esperaba nada mejor, queda perfectamente tranquila. No obstante, el concienzudo jurista se desespera a cada paso. No, no es posible estudiar tal montón de acusaciones y documentos en una sola noche; sólo estará en disposición de ejercitar una eficaz defensa si puede, realmente, dar una ojeada de conjunto a aquel caos de papelotes.

   Por tanto, insiste con la reina para que pida un aplazamiento de tres días a fin de que pueda preparar de modo fundamental su discurso de defensa a base de los materiales aportados y el examen de las piezas probatorias.
-¿A quién tengo que dirigirme para eso? -pregunta María Antonieta.
-A la Convención.
-No, no; jamás.
-No debería usted
-dice Chaveau-Lagarde- renunciar a lo que la favorece por un inútil sentimiento de orgullo. Tiene usted el deber de conservar su vida; no sólo por usted, sino por sus hijos. 


Al oír que se trata de sus hijos, cede la reina. Escribe al presidente de la Asamblea: «Ciudadano presidente: los ciudadanos Tronson y Chaveau, que el Tribunal me ha dado como defensores, me hacen observar que sólo hoy se les ha hecho conocer su misión; debo ser juzgada mañana y les es imposible en tan corto plazo enterarse de las piezas del proceso y ni hacer siquiera una lectura de ellas. Debo, por mis hijos, no omitir ninguno de los medios necesarios para la completa justificación de su madre. Mis defensores piden tres días de aplazamiento; espero que la Convención se los concederá». 


De nuevo queda uno sorprendido al ver en este escrito la transformación espiritual de María Antonieta. Aquella que durante toda su vida fue una mala autora de cartas y una mala diplomática, comienza ahora a escribir regiamente y a pensar como persona responsable. Pues ni aun en aquel extremo peligro de su vida le hace a la Convención el honor de dirigirle un ruego, instancia suprema a la que legalmente tiene que apelar. No pide nada en su propio nombre -¡no, antes perecer!-, sino que sólo transmite la solicitud de un tercero; «mis defensores piden tres días de aplazamiento» es lo que allí pone, «y espero que la Convención se los concederá». Nada de «Así lo ruego». La Convención no responde. La muerte de la reina está decidida desde hace mucho tiempo; ¿para qué prolongar aún las formalidades anteriores a la vista del proceso? Toda vacilación sería una crueldad. A la mañana siguiente, a las ocho, comienza la vista, y todo el mundo sabe anticipadamente cómo terminará.

lunes, 15 de octubre de 2018

LA MUERTE DEL ARCHIDUQUE CARLOS JOSE (1761): EL HIJO FAVORITO DE LA EMPERATRIZ

Archduke Karl Joseph (1745–1761).Atribuido a Martin van Meytens.
Nacido el 31 de enero de 1745, el archiduque Carlos fue uno de los hermanos mayores de María Antonieta. Él era el hijo favorito de María Teresa; personaje animado, con una lengua afilada, pero la salud delicada, era muy prometedor y como un niño que había mostrado un gran interés por la música se convirtió también en violinista experto.

Él y su hermano mayor, José, no se llevaban bien. José varias ocasiones lo ridiculizo y Carlos, por su parte, no respeto el derecho de nacimiento de José e incluso con desconocidos le gustaba provocarlo imitando su voz y sus gestos. En poco tiempo la antipatía entre los dos hermanos tomo tonos preocupantes. Carlos era mucho más atractivo que José, y debía suceder a su padre como gran duque de Toscana, pero por supuesto no era casi tan esplendida como la posición futura de emperador de su hermano mayor.
  
Carlos José de Habsburgo-Lorena, por Johann Christoph von Reinsperger.
José envidiaba a su hermano menor por su inteligencia y por su habilidad para atraer a las personas con su encanto y comportamiento, el sentimiento era mutuo, ya que Carlos también odiada a su hermano mayor. Carlos se burló de él por su soberbia y pensó en sí mismo como alguien más digno para la corona del Sacro Imperio Romano, sosteniendo que él era el primogénito de Francisco durante su reinado como emperador. Se dice que Carlos, a menudo tenía la intención de competir con su hermano por la corona imperial.

El 1 de febrero de 1759, su cumpleaños, “no recibió el más mínimo elogio, porque no los merecía por el comportamiento que había exhibido. A decir verdad, fue un castigo de sus padres rebajarlo, porque la grandilocuencia de espíritu de este señorito había sido completamente inaceptable hacia sus sirvientes a quienes les expresaba comentarios impactantes y de lo más sensibles".

A principios de 1761 una calamidad cayó sobre la familia imperial. La viruela que era el azote de los siglos XVII y XVIII, estallo entre ellos; el archiduque Carlos, el ídolo de su padre y madre, el más prometedor de sus hijos y el favorito de todos, tuvo una repentina recaída, María Teresa, en Schönbrunn con su marido, se enteró de que Carlos, que permanecía en Viena, mostraba los primeros signos de viruela. Sin esperar, ella decide regresar. “El emperador ciertamente había hecho todo lo posible para que este evento prefiriera prolongar su estancia en Schönbrunn en lugar de acortarla, pero la mujer [la emperatriz] no quiso obedecer y no quiso permanecer separada de su hijo por más tiempo . y recibir noticias lo antes posible sobre la evolución de su enfermedad".

Al día siguiente, Khevenhüller escribió a su hijo Segismundo: "La erupción continúa hasta ahora como deseamos y nos jactamos de que será una especie benigna [...] Sin embargo, puedes juzgar bien que no estamos menos preocupados y por este mismo príncipe que es muy amable y como sabes, el niño de los ojos de sus padres […] y especialmente por su incomparable madre. Tiemblo cuando lo pienso porque ella no quiere protegerse".

Retrato de Karl Josef hacia 1760
por Johann Christoph von Reinsperger
Después de unos días de preocupación, la condición de Charles mejoró tanto que sus padres, su hermano y sus hermanas mayores ofrecieron acción de gracias y asistieron a un Te Deum . Pero apenas había transcurrido un año cuando Carlos volvió a enfermar, esta vez de escorbuto, del que murió el 18 de enero de 1761. María Teresa, que no se separó de su lado durante más de tres semanas, alternaba entre la esperanza y la desesperación. El 13 de enero, la señora Bentinck escribió: “El acontecimiento del día es tan triste, tan doloroso, tan abrumador. El archiduque Carlos será administrado en breve y no sabemos si este príncipe sólo pasará la noche. Juzgad el dolor de la Emperatriz, la mejor y más tierna de las madres. Era sumamente querido y preferido incluso por el emperador y la emperatriz […]. Todos temblamos ante el escenario que se prepara para el pobre y sensible corazón de la Emperatriz. Esta lúgubre ceremonia de la religión de este país, donde toda la augusta familia, toda la corte, todas las damas, toda la nobleza en traje ceremonial, están obligadas a acompañar al Santísimo Sacramento desde la iglesia hasta el lecho del moribundo. Esta triste procesión, estos vestidos de luto tienen algo tan aterrador que hasta los indiferentes se conmueven. Juzga lo que debe pasar en el corazón de una madre pobre y muy tierna". 

“a pesar de la mejora, todos los remedios y todos los esfuerzos hechos para someter la malignidad de la enfermedad, su alteza real fue atacado inesperadamente con un nuevo y violeto paroxismo el pasado sábado después de la medianoche, después de un día durante el cual había aparecido mejor esperanza que en cualquier otro. La constancia y la tranquilidad del ánimo, que hace que la admiración supere. Murió con coraje, resignación y la calma, admirable de hecho a su tierna edad de dieciséis años, y que demuestran los excelentes principios de la educación dada a todos los miembros de la familia. La amarga angustia de los soberanos y de todos los príncipes era indescriptible, y de hecho el dolor de toda la ciudad era muy similar, pues el archiduque era generalmente amado por sus cualidades y dones extraordinarios” (informe del embajador italiano Ruzzini).

El sarcófago de bronce, obra de Moll con rica ornamentación, se levanta sobre una base de mármol, sostenido por cuatro águilas y dos pies de volutas. Cuatro cabezas de ibis, símbolos de la resurrección, sirven como asas. La sección central del lado largo derecho muestra el retrato en relieve del Archiduque con la inscripción: Carolus Archidux Avst.
La señora Bentinck escribió a su madre: “El pobre archiduque Carlos murió el día 24 de su enfermedad, en el momento en que se habían levantado las mayores esperanzas de su recuperación. La triste emperatriz está devastada. Se había acostado después de tantos días de angustia, empezó a respirar y creyó que su hijo estaba salvo. Cuando despertó, le avisaron de su muerte. Demuestra firmeza, sensibilidad y una piedad ejemplar y verdaderamente heroica. Ella es la más tierna, la mejor de las mejores madres y este hijo fue quizás el más querido de sus hijos".

Maria Teresa experimentó un largo duelo por este hijo, más largo al parecer que por sus otros hijos. “Su pérdida nunca abandonará mi corazón. Cuando otros lo olviden, se volverá más vívido en mi casa". Su dolor sólo parece aliviarse ante la tumba de su hijo en la cripta de los Capuchinos. “No dormí dos noches y me sentí tan agitada que quería sangrar, pero desde entonces todo ha estado en calma. Yo estuve allí y al pie de la tumba de este querido hijo. Sentí un dulce consuelo que no puedo expresar y ni siquiera mis arrepentimientos son ya tan intensos. Ellos [los consuelos] están mezclados con una dulzura interior".

Cualesquiera que fueran sus dolores posteriores por la muerte de dos de sus hijas, nunca volvería a mostrar ese rostro de mater dolorosa .

sábado, 13 de octubre de 2018

FRANCIA DECLARA LA GUERRA A AUSTRIA (1792)

Luis XVI sanciona la declaración de guerra en la Asamblea Legislativa.
Receta antiquísima: cuando los Estados y gobiernos no saben ya cómo dominar una crisis interna, tratan de desviar la atención hacia fuera; conforme con esta ley permanente, los directores de la Revolución, para librarse de la inevitable guerra civil, exigen desde meses atrás la guerra con Austria. Al aceptar la Constitución, es cierto que Luis XVI ha disminuido su categoría regia, pero la ha asegurado. La Revolución debía estar ahora terminada para siempre -y los espíritus cándidos como La Fayette así lo creen-, mas el partido de los girondinos, que domina en la recién elegida Asamblea Nacional, es republicano de corazón. Quiere suprimir la monarquía, y para ello no hay mejor medio que una guerra, la cual, inevitablemente, tiene que poner a la familia real en conflicto con la nación, pues la vanguardia de los ejércitos extranjeros la forman los dos bulliciosos hermanos del rey y el Estado Mayor enemigo está sometido al hermano de la reina.

Que una guerra no ayudará a sus asuntos, sino que puede dañarlos, lo sabe muy bien María Antonieta. Cualquiera que sea su desenlace militar, tiene que ser perjudicial para ellos. Si los ejércitos de la Revolución alcanzan la victoria contra los emigrados, los emperadores y los reyes, es indudable que Francia no continuará soportando un «tirano». Si, de otra parte, las tropas nacionales son vencidas por los parientes del rey y de la reina, es indudable que el populacho de París, excitado espontáneamente o por elementos interesados, hará responsables a los prisioneros de las Tullerías. Si vence Francia, perderán el trono; si vencen las potencias extranjeras, perderán la vida. Por este motivo, ha conjurado María Antonieta, en innumerables cartas, a su hermano Leopoldo y a los emigrados para que se mantengan tranquilos, y aquel soberano, prudente, vacilante, que calcula con frialdad y es íntimamente enemigo de la guerra, se ha sacudido literalmente de sobre sí a los príncipes y emigrantes, que hacen sonar sus sables, evitando todo lo que pudiera significar una provocación.

Los tres emperadores alemanes que afrontaron la revolución francesa: Jose II, Leopoldo II y Francisco II.
Pero hace mucho tiempo que se ha oscurecido la buena estrella de María Antonieta. Todo lo que tiene preparado el destino en cuanto a sorpresas se vuelve contra ella. Precisamente ahora, el 1º de marzo de 1792, una enfermedad repentina arrebata la vida de su hermano Leopoldo, el mantenedor de la paz, y quince días más tarde, el pistoletazo de un conspirador da muerte al mejor defensor de la idea monárquica entre los soberanos europeos, a Gustavo de Suecia. Con ello ha llegado a ser inevitable la guerra. Pues el sucesor de Gustavo no piensa ya en sostener la causa monárquica, y el sucesor de Leopoldo II no se preocupa de su pariente consanguínea, sino que exclusivamente presta atención a sus propios intereses. En este emperador Francisco II, de veinticinco años, limitado, frío, totalmente sin corazón, en cuya alma no brilla ya ninguna chispa del espíritu de María Teresa, no encuentra María Antonieta ni inteligencia ni voluntad de comprensión. Recibe secamente sus mensajes y con indiferencia sus cartas; aunque su familiar se encuentre en el más espantoso de los dilemas, aunque las medidas que el emperador adopta pongan en peligro la vida de la reina, nada de ello le preocupa. Ve sólo la coyuntura de aumentar su potencia y rechaza todos los deseos y solicitudes de la Asamblea Nacional fría y provocativamente.

El tribunal de Viena se mostró intratable. Prohibió a los príncipes que tenían posesiones en Lorena Y Alsacia recibir las indemnizaciones ofrecidas por Francia a cambio de sus derechos feudales, y amenazó con anular cualquier tratado privado que pudiera concluir sobre ellos. Los electores de Treves, Colonia y Mayence favorecieron discretamente la imposición de tropas por parte de los príncipes emigrantes, e incluso pagaron subsidios para su apoyo. Se negaron a reconocer a los embajadores de Luis XVI, mientras reconocían los plenipotenciarios de estos príncipes. Se habló de celebrar un congreso en Aix-La-Chapelle con el propósito de intimidar a la asamblea nacional.

Francois II en 1792.
Austria, que había enviado cuarenta mil hombres a los países bajos y veinte mil al Rin, acababa de firmar un tratado de alianza con Prusia, “para poner fin a los problemas en Francia”. Dumouriez exigió urgentemente al tribunal de Viena que se explicara a sí mismo. Finalmente envió al embajador francés, el marqués de Noailles, una nota seca, cortante y formal exigiendo el restablecimiento de la monarquía francesa. “la nación, por lo tanto –dice Dumouriez- no puede aceptar esta condición excepto violando su constitución… podría ser tan humillante una obediencia esperada de una gran nación, orgullosa de haber conquistado su libertad? Y eso por el bien de colocarse una vez más bajo el yugo de nobles que, habiendo abandonado a su propio rey, ahora amenazan con volver a entrar a su país con espada y fuego”.

Toda la asamblea nacional razono de la misma manera que Dumouriez. Un grito de guerra surgió por todos lados. Los Girondinos vieron en ella la consagración indispensable de la revolución. Ciertos reaccionarios, sofocando el sentimiento de patriotismo en sus corazones estaban igualmente ansiosos de la guerra, en su secreta esperanza de que sería desastroso para el ejercito francés y daría como resultado el restablecimiento del antiguo régimen.

Luis XVI viene a anunciar a los miembros que se declara la guerra al rey de Bohemia y Hungría
Los ministros fueron unánimes y el entusiasmo universal. Incluso si lo hubiera deseado, Luis XVI no podía resistir más. El 20 de abril de 1792. Fue a la asamblea nacional. El salón estaba lleno de una multitud que comprendía la importancia y la solemnidad del acto a punto de realizarse. Después de una larga resistencia –y, según se afirma, con lágrimas en los ojos-, se ve obligado Luis XVI a declarar la guerra al rey de Hungría. Luego presta la mayor atención al informe del ministro de asuntos exteriores y, con los gestos de su cabeza y manos, pareció aprobarlo en todos los aspectos.

¿De qué lado está el corazón de la reina en esta guerra? ¿Con su antigua o con su nueva patria? ¿Con los ejércitos franceses o con los extranjeros? Negarla es mentir. Porque María Antonieta, que ante todo se siente reina y, sólo después, reina de Francia, no sólo está contra aquellos que han limitado su poder real y a favor de los que quieren fortalecerla en sentido dinástico, sino que llega a hacer todo lo permitido y no permitido para acelerar la derrota francesa y promover la victoria del extranjero. «Dios quiera que algún día queden vengadas todas las provocaciones que hemos recibido en este país», escribe a Fersen, y aunque hace mucho tiempo que ha olvidado su lengua materna y se ve obligada a hacer que le traduzcan las cartas escritas en alemán, escribe de este modo: «Más que nunca me siento ahora orgullosa de haber nacido alemana». Cuatro días antes de que sea declarada la guerra transmite al embajador austríaco -es decir, traidoramente- los planes de campaña del ejército revolucionario, hasta el punto en que son conocidos por ella. Su situación es perfectamente clara: para María Antonieta, las banderas austríaca y prusiana no son nunca enemigas, y la francesa tricolor sí lo es.


Indudablemente -la palabra viene al instante a los labios-, ésta es una manifiesta traición a la patria, y los tribunales de todos los países calificarían hoy de criminal tal conducta. Pero no hay que olvidar que el concepto de lo nacional y de la nación no estaba todavía formado en el siglo XVIII sólo la Revolución francesa comienza a darle forma en Europa. El siglo XVIII, a cuyas concepciones está indisolublemente unida María Antonieta, no conoce todavía ningún otro punto de vista que el puramente dinástico; el país pertenece al rey; allí donde esté el rey, está el derecho; quien lucha por el rey y la monarquía, combate indudablemente por la causa justa. Quien se alza contra la monarquía es un insurgente, un rebelde, aun cuando combata por su propio país. La absoluta falta de desenvolvimiento de la idea de patria produce, sorprendentemente, en esta guerra una disposición antipatriótica en la sensibilidad del campo adversario; los mejores alemanes: Klopstock, Schiller, Fichte, Hölderlin, por la idea de la libertad anhelan la derrota de las tropas alemanas, que todavía no son tropas del pueblo, sino los ejércitos de la causa del despotismo. Celebran la retirada de las fuerzas prusianas, mientras que, a su vez, en Francia, el rey y la reina saludan la derrota de sus propias tropas como una ventaja personal. A un lado y otro, la guerra no se hace por intereses del país, sino por una idea, la de la soberanía o de la libertad. 

Declaración de guerra al rey de Bohemia y Hungría fecha 25 de abril 1792 y firmada por Luis XVI
Y nada caracteriza mejor la notable confusión entre las concepciones del antiguo y del nuevo siglo como el hecho de que el caudillo de los ejércitos aliados alemanes, el duque de Brunswick, un mes antes de la declaración de guerra, delibere aún seriamente sobre si no será preferible para él tomar el mando de las tropas francesas contra las alemanas. Se ve bien que los conceptos de patria y nación no estaban todavía bien claros en 1791, en el espíritu del siglo XVIII. Sólo esta guerra, creando los ejércitos nacionales y la conciencia nacional, y con ello las espantosas luchas fratricidas entre naciones enteras, producirá la idea del patriotismo nacional que ha de heredar el siglo siguiente.

Primavera de 1792 voluntarios que salen del ejército
De que María Antonieta desee la victoria de las potencias extranjeras, lo mismo que del hecho de su traición al país, no se tiene en París ninguna prueba. Pero si el pueblo, como masa, no piensa nunca lógicamente y conforme a un plan, tiene sin embargo una facultad para el husmeo más elemental y animal que la del individuo aislado; en lugar de actuar reflexivamente, lo hace por instinto, y este instinto es casi siempre infalible. Desde el primer momento siente el pueblo francés en la atmósfera la hostilidad de las Tullerías; sin que tenga de ello puntos externos de referencia, ventea la traición militar, realmente ocurrida, de María Antonieta a su ejército y a su causa; y a cien pasos del palacio real, en la Asamblea Nacional, uno de los girondinos, Vegniaud, lleva abiertamente la acusación a la sala de sesiones. «Desde esta tribuna de donde os hablo se descubre el palacio donde unos consejeros perversos extravían y engañan al rey que la Constitución nos ha dado, forjan las cadenas con que quieren prendernos y preparan las maniobras que deben entregarnos a la Casa de Austria. Veo las ventanas del palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se combinan los medios de volver a sumirnos otra vez en los horrores de la esclavitud.» Y a fin de que se reconozca claramente a María Antonieta como la verdadera instigadora de esta conjuración, añade amenazadoramente: «Que todos los habitantes sepan que nuestra Constitución no concede inviolabilidad más que al rey.
Que sepan que la ley alcanzará allí, sin distinción, a los culpables y que no habrá ni una sola cabeza a la cual se le pruebe culpabilidad que pueda librarse de la cuchilla».

  
El duque de Brunswick observando el ejército francés
La Revolución comienza a comprender que sólo puede vencer al enemigo exterior librándose igualmente del de dentro de casa. A fin de poder ganar la gran partida ante el mundo, tiene que haber dado jaque mate al rey en sus influencias. Todos los verdaderos revolucionarios intervienen ahora enérgicamente en este conflicto; de nuevo marchan en vanguardia los periódicos y exigen la destitución del rey; nuevas ediciones del famoso escrito La vie scandaleuse de Marie-Antoinette son repartidas por las calles, a fin de reanimar con nueva energía el antiguo odio. En la Asamblea Nacional son presentadas intencionadamente proposiciones con las cuales se espera llevar al rey a tener que hacer use de su constitucional derecho de veto; ante todo, aquellas a las que Luis XVI, como católico ferviente, no puede nunca dar su aprobación, como la de desterrar violentamente a los clérigos que se han negado a prestar juramento a la Constitución: se procura provocar un rompimiento oficial. Y, en efecto, el rey saca por primera vez fuerzas de flaqueza y opone su veto. Mientras fue fuerte, jamás había hecho use de sus derechos; ahora, a un palmo de la ruina, este hombre desdichado, en uno de los momentos más inoportunos y contraproducentes, intenta mostrar por primera vez su valor. Pero el pueblo no quiere sufrir ya la oposición de este títere. Este veto, debe ser la última palabra del rey contra su pueblo.