lunes, 24 de septiembre de 2018

LE HAMEAU DE LA REINE MARIE ANTOINETTE

  
La moda quiere todavía más autenticidad. Para desnaturalizar aún más a fondo la naturaleza, para embadurnar las decoraciones hasta el punto más refinado de viviente verdad, para realce de la manía de la veracidad, son introducidos auténticos figurantes en esta comedia pastoral, la más preciosamente representada de los tiempos; verdaderos aldeanos y verdaderas aldeanas, legítimas vaqueras con legítimas vacas, temeros, cerdos, conejos y ovejas, auténticos segadores y guadañeros, pastores, cazadores, lavanderas y queseros, para que sieguen, y laven, y estercoleen, y ordeñen, con objeto de que la comedia de figurillas se continúe alegre a incesantemente.

Un nuevo y más profundo zarpazo a la caja del Tesoro, y por orden de María Antonieta se desembala al lado de Trianón un teatro de muñecos en tamaño natural para aquellos juguetones niños grandes, con cuadras, pajares, graneros, con palomares y nidales de gallinas, el famoso Hameau . El gran arquitecto Mique y el pintor Huberto Robert dibujan, bosquejan y construyen ocho grandes chozas campesinas, copiadas con todo cuidado de las usuales en el país, con techumbres de paja, gallineros y estercoleros. A fin de que estas engañosas construcciones, que relumbraban como recién construidas en medio de aquella naturaleza costosamente lograda, por nada del mundo parezcan falsificadas, se imita exteriormente hasta la pobreza y la ruina de las verdaderas chozas de la miseria; a martillazos se producen grietas en los muros; se hacen románticos desconchones en los recovecos; vuelven a ser arrancadas algunas tablillas en los techos. 

vista de la aldea.
Huberto Robert pinta hendiduras figuradas en la madera, a fin de que todo haga impresión de podrido y antiquísimo; los humeros de las chimeneas son ennegrecidos con humo. Pero por dentro algunas de las casitas aparentemente arruinadas se hallan provistas de todas las comodidades, con espejos y estufas, billares y cómodos canapés. Pues si la reina se aburre alguna vez y tiene gusto en jugar a Jean-Jacques Rousseau, haciendo quizá manteca con sus propias manos, con sus damas de corte, en ningún caso es lícito que, al hacerlo, se ensucie los dedos. 

Marie Antoinette en la lechería del Hameau. escenas de su vida
Si visita, en su establo, a sus vacas Brunette y Blanchette , naturalmente es pulido antes el suelo como un parqué por una mano invisible; la piel de las vacas, almohazada hasta ser de un blanco de flores y un pardo de caoba; la espumeante leche es servida no en un grotesco cubo de aldeano, sino en vasos de porcelana especialmente hechos en la fábrica de Sèvres. Este Hameau , hoy encantador a causa de su ruina, era para María Antonieta un teatro a la luz del día, una comédie champêtre frívola, casi provocativa justamente a causa de su frivolidad. Pues mientras ya en toda Francia los aldeanos se amotinan, mientras la verdadera población campesina, abrumada de impuestos, exige tumultuosamente, con desmedida excitación, una mejora en su insostenible situación, en esta aldeíta de teatro a la Potemicine reina un abobado y embustero bienestar. 


Atadas con cintitas azules, son llevadas al pasto las ovejas; bajo una sombrilla, sostenida por una dama de la corte, contempla la reina cómo las lavanderas aclaran la ropa blanca en el arroyo murmurador: ¡ay!, es tan deliciosa esta sencillez tan moral y tan cómoda; todo es limpio y encantador en este mundo paradisíaco; tan pura y clara es aquí la vida como la leche que brota de la ubre de la vaca. Se ponen vestidos de fina muselina de una sencillez campestre (y se hacen retratar con ellos pagando algunos miles de libras); se entregan a inocentes placeres; rinden homenaje al goût de la nature con toda la frivolidad de los ahítos de todo. Pescan, cogen flores, pasean -rara vez solos- a través de los entrecruzados senderos, corren por las praderas, ven trabajar a los buenos aldeanos falsificados, juegan a la pelota, bailan minués y gavotas sobre campos floridos en lugar de hacerlo sobre pulidas baldosas, cuelgan columpios entre los árboles, construyen un chinesco juego del anillo, se pierden y se encuentran entre las casitas y los caminitos umbrosos, montan a caballo, se divierten y hacen representar comedias en medio de aquel teatro natural y, por último, acaban por representarlas ellos mismos para otros.

Y aquella pandilla se toma muy en serio su papel en esta comedia pastoril: en las mesas de mármol madame Lamballe reparte la leche. Madame Polignac y su hija, la duquesa de Guiche recolectan verduras en preciosos canastos con cintas rosadas. Por la orilla del lago las lavanderas del momento; la condesa de Chalons, de cuyas sonrisas para muchos caballeros sostuvo, con la condesa Diana, para desempeñar el papel, con la ropa de ébano en los batidores.

En el establo, donde las ovejas, inconscientes del honor de ser dispuestas para el recorte con unas tijeras de oro por parte del duque de Coigny. Desde lo alto de un árbol, el duque de Guines ameniza la jornada tocando su flauta; el conde Adhemar iza los sacos de maíz y la caoba, el barón de Besenval junto con el impaciente conde Artois ordeñan las vacas. madame Polastron reparte refrescos para alentar a los trabajadores.


Hay fiestas, ya en honor del esposo, o del hermano, ya de príncipes extranjeros, huéspedes de Versalles, a quienes María Antonieta quiere mostrar su encantado imperio; fiestas en las cuales millares de lucecitas escondidas, reflejadas por vidrios de colores, centellean en la oscuridad como amatistas, rubíes y topacios, mientras que chisporroteantes garbas de fuego surcan el cielo y una música, que toca invisible en un lugar próximo, se deja oír dulcemente. Se organizan banquetes de centenares de cubiertos; se construyen puestos de feria para bromas y danzas, y el inocente paisaje sirve, obediente, de refinada decoración de fondo a todo aquel lujo. No; no se aburre uno en medio de la «naturaleza». María Antonieta no se ha retirado a Trianón para hacerse reflexiva, sino para divertirse mejor y más libremente.

sábado, 8 de septiembre de 2018

LA EJECUCION DEL MARQUES DE FAVRAS (1790)

Thomas de Mahy: Caballero de la Orden Real y Militar de San Luis nacido el 26 de marzo de, 1744 condenado 18 de de febrero de, 1790 murió 19 con el valor de la renuncia y la firmeza de la conciencia tranquila y sin reproche , el grabado.
 La hora se acercaba cuando Luis XVI vería todas las prerrogativas de la realeza del, incluso el derecho del perdón. Ya, en los primeros meses de 1790, no se atrevió a salvar de la muerte a un realista cuyo crimen había sido un exceso de celo a la familia real. El patíbulo del marqués de Favras fue el preludio del andamio del rey.

El marqués de Favras nació en 1745, sirvió en el ejército con distinción y su esposa era una hija del príncipe de Anhalt-Schavenburg. Desde que la revolución comenzó, él había estado considerando un proyecto tras otro para rescatar a la monarquía de los peligros que la rodeaban. Creyendo que era necesaria una contrarrevolución, se involucró con los planes del conde de Provenza, hermano del rey para salvar a la familia real. Desafortunadamente, fue tan imprudente como para confiar en ciertos oficiales de la guardia nacional, que lo traicionaron.

El arresto del marqués de Favras, Revolución Francesa, el 24 de diciembre de 1789.
Un panfleto comenzó a circulare por todo parís, alegando que Favras había planeado rescatar a la familia real del palacio de las Tullerias, declarar regente al conde de Provenza, matar a Necker (ministro de finanzas), el marqués de LaFayette (comandante de la guardia) y Bailly (alcalde de parís) y contratar una fuerza de 30.000 soldados para sitiar parís.

Favras y su esposa fueron arrestados y encarcelados en la prisión de Abbaye. Como el nombre del conde de Provenza había sido implicado en la denuncia, el príncipe fue de inmediato a la comuna de parís para contrarrestar, sin un momento de retraso, los rumores sospechosos que podrían estar en circulación: “desde el día en que la segunda asamblea de notables me ha pronunciado sobre las cuestiones fundamentales que dividen las mentes de los hombres, no he cesado en creer que una gran revolución es inminente, que el rey, en virtud de sus intenciones, sus virtudes y su rango supremo, debe estar a la cabeza, ya que ni puede ser ventajoso para la nación sin ser igual al monarca, y, finalmente, esa autoridad real debería ser la muralla de la libertad nacional”.

Juicio del marques de Favras
El discurso fue recibido con aplauso general, y el príncipe fue acompañado por la multitud de vuelta a el palacio de Luxemburgo, donde residía. En cuanto al desafortunado Favras, todo el mundo estaba contra él. Quince días más tarde, fue separado e su esposa y enviado a Chatelet para ser juzgado. Allí tuvo que ser guardado cuidadosamente por temor a que la gente lo asesine. Durante todo el juicio, que duro dos meses debido a la falta de pruebas y testimonios confusos de los testigos, la gente gritaba constantemente “¡a la farola con él!” y el propio LaFayette dijo: “si el señor de Favras no es condenado, no responderé por la guardia nacional”. Fue incluso necesario tener piezas de artillería y numerosas tropas constantemente firmes en el patio. La multitud había sido exasperada por la absolución del barón de Besenval y otros implícitos en el caso del 14 de julio.

La acusación principal contra él era su plan de traer tropas para atacar parís, pero esto nunca pudo ser probado. La única evidencia para ello fue una carta al señor de Foucault, que decía: “¿Dónde están sus tropas? ¿de qué dirección entraran a parís? me gustaría servir entre ellas”. Esto fue muy vago y no se descubrió ningún rastro de los caballeros que iban a hacer el supuesto ataque, o de los ejércitos suizos, alemanes o Piamontés esperando para ayudarlos.

Acontecimiento del 19 de febrero de 1790: el señor de Favras llegó a la puerta principal de Notre Dame, tomó con gran valor la antorcha quemándose con una mano, y en el otro su sentencia de muerte.
El 18 de febrero de 1790, a pesar de la falta de pruebas, fue declarado culpable y condenado a muerte. Después de escuchar la sentencia, dijo a los jueces: “le tengo una gran misericordia si el simple testimonio de dos hombres es suficiente para condenar a una persona inocente”. También comentó, cuando vio su orden de ejecución: “veo que ha cometido tres errores ortográficos”. La sentencia debía llevarse a cabo al día siguiente, en la Place Greve. 

A las tres de la tarde la horca estaba preparada, y el carro aguardaba al reo a la puerta del Châtelet. El marqués subió a él en cay con la cabeza y los pies desnudos: llevaba en la mano una vela de cera amarilla y al cuello la cuerda con que iba a ser ahorcado, y una de cuyas puntas tenía el verdugo. Tan pronto como la gente lo vio esta escena, rompieron en exaltado salvaje y gritos de alegría entusiasta. El escribano del Châtelet se preparaba para leer la sentencia, pero Favras se la tomó de las manos y la leyó en voz alta. Terminada la lectura, dijo con voz segura:

“Próximo a comparecer ante Dios, perdono a los que contra su conciencia me han acusado suponiéndome proyectos criminales. Amaba a mi rey, y moriré fiel a mis sentimientos, pero jamás he podido ni querido emplear medios violentos contra el nuevo orden de cosas. Sé que el pueblo pide a gritos mi muerte, y supuesto que ha menester una víctima, prefiero que su elección haya recaído en mí que, en otro débil, y a quien el aspecto de un patíbulo no merecido sumiría en la desesperación. Voy, pues, a espiar crímenes que no he cometido”

Luego, después de haberse inclinado ante el altar que veía a lo lejos, volvió a subir con pie firme al carro.

Era de noche, y las lámparas se encendieron sobre la Place de Greve; incluso pusieron una en el patíbulo. En el cadalso reitero su inocencia: “ciudadanos –dijo llorando el condenado- muero inocente, recen a dios por mí”. Luego dirigiéndose al verdugo, dijo: “ven, amigo, cumple con tu deber”.
  

Tan pronto como lo ahorcaron, varias voces gritaron: “encore!”, exigiendo, más ejecuciones. La gente quería llevar el cadáver, rasgarlo en pedazos y llevar la cabeza sangrante en el extremo de una pica. Con gran dificultad la guardia nacional pudo prevenir esta escena, digna de caníbales.

Madame Elizabeth quedo horrorizada por esta acción, en una carta a la marquesa de Bombelles escribió: “fui penetrada por la injusticia de la muerte del señor de Favras, por la forma excelente en que termino su vida y el amor que mostro por su rey” y si la marquesa hubiera estado en parís “se habría preguntado, como todos los que respiran en parís, tanto por la injusticia de su muerte como por el coraje con que se sometió a su condena. Solo dios, que se lo pudo haber dado. Así que espero haya recibido la recompensa por ello. Los corazones de hombres honestos le rinden el homenaje que se merece…”.

Se ha conservado una frase de la Memoria de Favras, que es una terrible acusación contra Monsieur de Provenza: «No me queda duda de que una mano invisible se une a mis acusadores para perseguirme. ¡Pero, que importa! Mis ojos siguen por todas partes al que me han nombrado; es mi acusador, y no creo que por ello sienta ni un remordimiento; pero hay un Dios vengador, y espero que tomará a su cargo mi defensa, porque nunca jamás han permanecido impunes crímenes como los suyos»


María Antonieta estaba muy triste por la muerte del marques, pero se vio obligada a ocultar su dolor. Ni siquiera podía consolar a su familia como a ella le hubiera gustado. Cuando pocos días después, Monsieur de La Villeurnoy llevo a su viuda e hijo a una cena publica del rey y la reina. María Antonieta, que estaba sentada cerca de Santerre, comandante de un batallón de la guardia nacional, no se atrevió a hablar con ellos. Más tarde fue a la habitación de madame Campan y grito: “he venido a llorar contigo. Necesitamos que perezcan las necesidades cuando somos atacados por hombres que unen todos los talentos a cama crimen, y defendidos por hombres que son muy estimables, me han comprometido con ambas partes presentando a la esposa y al hijo de Favras. Si fuera libre, debería haber tomado al hijo de un hombre que acababa de sacrificarse por nosotros, y lo habría puesto en la mesa, entre el rey y yo; pero, rodeado por los verdugos que acababan de matar a su padre, ni siquiera me atreví a mirarlo. Los relistas me culparan por no haber tomado al pobre niño y los revolucionarios se enfurecerán con la idea de que al presentarlo esperaban complacerme”.
 
Familia Favras
Ella, sin embargo, ordeno a madame Campan que le enviara varios rollos de papel con cincuenta Louis cada uno, con la seguridad de que tanto ella como el rey siempre se encargarían de ellos. Que tortura para la reina estar obligada al incesante disimulo, controlar su semblante, esconder sus lágrimas, sofocar sus suspiros, miedo a dar a conocer su simpatía y gratitud a sus amigos y defensores que rodee incluso en su palacio por los inquisidores, ella no se atrevió ni actuar ni hablar. Ella apenas se atrevió a pensar. Que tortura para un alma altiva y sincera, para una mujer quien, sin embargo, llevo su cabeza tan alta como la hija de los cesares alemanes, como reina de Francia y Navarra.

domingo, 2 de septiembre de 2018

LA PRINCESA Y LA BURGUÉS (MADAME JULIETTE RECAMIER)

Madame Royale.
En ocasiones, al público se le permitió circular alrededor de la mesa real. Los ojos de los espectadores que llagaron a admirar la magnificencia de Versalles y la propia atención de la familia real fueron, en ese día, atraídos por la belleza de una niña que estaba a la vanguardia de los curiosos. La reina comento que parecía tener la edad de Madame Royale, y envió a una de sus damas a pedirle a la madre de esta encantadora niña que la dejara ir a los apartamentos donde se retiraba la familia real.

Inmediatamente la pequeña Juliette Bernard, que un día pasaría a la historia como madame Recamier, fue llevada a los apartamentos privados. Allí, Juliette fue medida con madame Royale y encontraron que en altura era un poco más grande, tenía entonces once o doce años. Madame Royale ese día hizo pucheros al sentirse indignada por haber sido confrontada con una chica de clase media.

Retrato de la pequeña Juliette Récamier by
Jacques-Louis David
Madame Recamier más tarde se convirtió en la anfitriona del famoso salón donde se encontraba la sociedad elite. La extraordinaria belleza y el encanto de Juliette ganaron una gran multitud de admiradores. La dama refinada fue una de las primeras en adoptar el “sabor griego” en la ropa –vestidos de muselina traslucida simples- y desempeño un papel importante en la difusión del gusto por la antigüedad, entonces conocido como imperio. Amiga de madame Stael y luego de Chateaubriand, fue una figura calve en la oposición al régimen de Napoleón.

Para citar a Amelia Gere Mason en “las mujeres de los salones franceses”: “madame Recamier representa mejor que cualquier mujer de su tiempo los talentos peculiares que distinguen a los líderes de algunos de los salones más famosos. Tenía tacto, gracia, inteligencia, aprecio y el don de inspirar a los demás. Los hombres y mujeres más inteligentes de la época se encontrarían en su salón. Se encontró allí el genio, la belleza, el espíritu, la elegancia, la cortesía y la brillante conversación que es la herencia gala”

Retrato de Madame Récamier por Jacques-Louis David (1800, Louvre )
Madame Recamier alimentaria bien a sus invitados, luego presidiría la discusión mientras estaba recostada en un sofá, generalmente envuelta en un chal amarillo. En su juventud durante el reinado de Napoleón, se hizo famosa por el “baile de chal” que realizaría con el pelo suelto y tenía muchos admiradores. Muchos nobles y príncipes intentarían seducirla pero sin éxito; ella permaneció fiel a su esposo.

Cuando era muy joven, la habían dado en matrimonio a un hombre rico tres veces mayor que ella. El matrimonio fue más una adopción que un verdadero matrimonio y probablemente fue una unión solo de nombre. Una vez, cuando un príncipe prusiano pidió su mano en matrimonio, Juliette pensó en buscar una anulación, pero Monsieur Recamier le suplico que no lo abandonara. Ella se quedó con él hasta su muerte, incluso después de que perdió toda su fortuna y Juliette tuvo que cambiar su elegante casa por una habitación en un antiguo monasterio. Sin embargo, tal era la leyenda de su salón, que los famosos autores y artistas seguían reuniéndose en su vivienda. Uno de los más prestigiosos fue el gran Chateaubriand.

Todas las opiniones políticas y todos los orígenes coexisten allí. Es necesario que la anfitriona despliegue todos sus talentos frente a la cada vez mayor cantidad de salones que se dan cita en la buena sociedad parisina. Juliette sabe cómo desarrollar más que cualquier otro de sus rivales su arte de la seducción para unir a sus invitados. Lecturas, conciertos y recitales están organizados, todos los cuales son oportunidades para atraer a los recién llegados.
El vizconde Chateaubriand fue el padre del romanticismo francés, ya que en sus escritos están las fascinaciones con la muerte, el misticismo, el amor no correspondido y la inconformidad que llegaron a caracterizar el movimiento romántico. También tuvo una carrera como político y diplomático, además de amante. Había sido un poco libre pensador, experimento una conversión religiosa dramática debido a la muerte de la mayor parte de su familia a manos de la revolución.

François-René, vicomte de Chateaubriand (1768-1848)
En sus memorias describe su primera entrevista con madame Recamier: “de repente, madame Recamier entro con un vestido blanco. Ella se sentó en el centro de un sofá de seda azul; madame Stael permaneció de pie y continúo su conversación, de una manera muy animada y hablando con bastante elocuencia; apenas respondí, mis ojos se fijaron en madame Recamier. Me pregunte si estaba viendo una imagen de ingenuidad o voluptuosidad. Nunca había imaginado nada para igualarla y estaba más desaminado que nunca; mi admiración despierta se convirtió en enojo conmigo mismo. Creo que le suplique al cielo que envejeciera a este ángel, que redujera su divinidad un poco, que pusiera menos distancia entre nosotros. Me dote de todas las perfecciones para complacerla; cuando pensé en madame Recamier disminuí sus encantos para acercarla más a mí: estaba claro que amaba la realidad más que el sueño”.

Madame Juliette Recamier Rodeada de figuras literarias y políticas: Charles Rodier, Chateaubriand, Sophie Gay, Benjamin Constant, Madame Ancelot, Madame de Stael, Ampere.
Muchos años y muchas mujeres más tarde, se encontró con Juliette nuevamente. Como Chateaubriand luego recordó: “alce los ojos y vi a mi ángel guardián en mi mano derecha”. Fue el comienzo de una amistad de por vida. Algunos han dicho que Juliette era la amante de Chateaubriand, pero no hay evidencia de que el romance haya sido consumado alguna vez. Nunca vivieron juntos y conservaron establecimientos separados.

Retrato de Juliette Récamier sentada, por el barón Gérard (1802).
Para él, ella fue la musa que lo inspiro. Cuando ambos era muy viejos y sus dos conyugues habían fallecido, Chateaubriand en su enfermedad avanzada todavía visitaría a Juliette, que estaba ciega. Víctor Hugo fue testigo de una de sus reuniones finales:

“El señor Chateaubriand, a comienzos de 1847, era un paralítico; madame Recamier estaba ciega. Todos los días a las 3 en punto, Chateaubriand fue llevado a casa de madame Recamier. Fue conmovedor y triste. La mujer que ya no podía ver extendió sus manos a tientas hacia el hombre que ya no podía sentir; sus manos se encontraron. ¡Alabado sea dios! La vida estaba muriendo, pero el amor aún vivía”.

“Ella fue la fuente oculta de mis afectos. Mis recuerdos de varias edades, tanto los de mis sueños como los de mis realidades, se han moldeado, mezclado en un conjunto de alegrías y dulces sufrimientos de los que se ha convertido en la encarnación visible. Ella gobierna mis sentimientos, de la misma manera que el Cielo ha traído la felicidad, el orden y la paz a mis deberes” - Francois Chateabriand.
Madame Recamier murió en 1849, llevándose consigo los últimos recuerdos de una era de revolución y agitación social, pero dejando atrás una leyenda de belleza que adornaba la época tumultuosa.

domingo, 26 de agosto de 2018

EL CONDE AXEL DE FERSEN: ¿LO ERA O NO LO ERA?

  
El nombre y la personalidad de Hans Axel de Fersen estuvieron largo tiempo envueltos en misterio. No se le cita en aquella pública lista impresa de amantes de la reina; tampoco en las cartas de los embajadores ni en los informes de los contemporáneos; Fersen no pertenece al número de los conocidos huéspedes del salón de la Polignac; dondequiera que hay luz y claridad no aparece su alta y grave figura. Gracias a esta prudente y calculada reserva se libra de las maliciosas conversaciones de las comadres de la corte, pero también la Historia lo desconoció largo tiempo, y acaso hubiera permanecido para siempre en la oscuridad del más profundo secreto de la vida de la reina María Antonieta si en la segunda mitad de la pasada centuria no se hubiese extendido un romántico rumor.

En un castillo sueco, inaccesibles y sellados, se conservaban fajos enteros de cartas íntimas de María Antonieta. Nadie, al principio, concedió crédito a este inverosímil rumor, hasta que de repente apareció una edición de aquella correspondencia secreta, la cual -a pesar de crueles mutilaciones en sus más reservadas particularidades coloca de pronto a aquel desconocido noble del Norte en el primero y preferente lugar entre los amigos de María Antonieta. Esta publicación transforma de modo fundamental la imagen del carácter de la mujer tenida hasta entonces por ligera; un drama íntimo se revela, magnífico y lleno de peligros; un idilio medio a la sombra de la corte real, medio ya a la de la guillotina; una de esas novelas conmovedoras como, en su tamaña inverosimilitud, sólo la Historia misma se atreve a componer; dos seres humanos, rendidos mutuamente en un ardiente amor, forzados por deber y prudencia a ocultar su secreto del modo más angustioso, siempre arrancados del lado uno del otro y siempre atraídos uno hacia otro en sus dos mundos apartados por distancias estelares; ella, reina de Francia; él, un pequeño y desconocido hidalgo de un país del Norte. Y como fondo del destino de estos dos seres humanos, un mundo que se viene abajo, tiempos apocalípticos, una página llameante de la Historia y tanto más llena de emoción cuanto que sólo poco a poco puede ser descifrada toda la verdad de to ocurrido por datos a indicios semi borrosos y mutilados.

el conde Axel de Fersen, Retrato de Carl Frederik von Breda
alrededor de 1800, Castillo de Löfstad , Suecia.
Este gran drama histórico de amor no comienza de modo pomposo, sino por completo en el estilo rococó del tiempo; su preludio hace el efecto de estar copiado de Faublas. Un joven sueco, hijo de un senador, heredero de un noble nombre, es enviado, a la edad de quince años, acompañado de un preceptor, a hacer un viaje que dure un trienio, cosa que, aun en el día de hoy, no es el peor sistema educativo para llegar a ser hombre de mundo.  Hans Axel hace en Alemania estudios superiores y aprende el oficio de las armas; en Italia, medicina y música; en Ginebra hace la visita, entonces inevitable, a la pitonisa de toda la sabiduría, al señor de Voltaire, que con su seco cuerpo, ligero como una pluma, envuelto en una bata bordada, lo recibe benévolamente. Con ello ha obtenido Fersen su bachillerato espiritual. Ahora sólo le falta el último barniz a este mancebo de dieciocho años: Paris, el fino tono de la conversación, el arte de los buenos modales, y entonces estará terminada la educación típica de un joven noble. Después, este perfecto caballero puede llegar a ser embajador, ministro o general; está abierto para él el mundo más alto.  Además de la nobleza, el decoro personal, una inteligencia mesurada y objetiva, una gran fortuna y el prestigio de ser extranjero, trae también consigo el joven Hans Axel de Fersen una carta especial de recomendación: es un hombre excepcionalmente bello.

erguido, ancho de hombros, con fuertes músculos, produce, como la mayoría de los escandinavos, una impresión varonil, sin ser por eso pesado ni macizo: con ilimitada simpatía se contempla en los retratos su semblante, abierto y de armoniosos rasgos, con claros y firmes ojos, sobre los cuales, redondas como cimitarras, se comban dos cejas sorprendentemente negras. Una libre frente, una boca cálida y sensual, que, según lo ha demostrado asombrosamente, sabe callar de modo impecable. Por el retrato puede comprenderse que una mujer verdadera se enamore de un hombre como éste y, más aún, que se confíe a él totalmente. Como causeur , como homme d'esprit , como hombre de mundo especialmente divertido, son pocos los que celebran a Fersen; pero a su inteligencia, un poco seca y casera, se añade una franqueza muy humana y tacto natural; ya en 1774 el embajador de Suecia puede comunicar al rey Gustavo: «De todos los suecos que estuvieron aquí en mis tiempos, fue éste el mejor recibido en el gran mundo».


Al mismo tiempo, este joven caballero no es ningún cacoquimio ni desdeña los placeres; las damas celebran en él un coeur de feu bajo una capa de hielo; no se olvida en Francia de divertirse y frecuenta asiduamente en París todos los bailes de la corte y de la alta sociedad. De este modo le ocurre una sorprendente aventura. Una noche, el 30 de enero de 1744, en el baile de la ópera, punto de cita del mundo elegante y también del dudoso, una mujer joven y esbelta, con delgado talle, vestida de un modo sorprendentemente distinguido y con un paso desusadamente alado, se dirige hacia él y traba una galante conversación, protegida por la máscara de terciopelo. Fersen, halagado por esta distinción, prosigue placentero en el tono más alegre, encuentra picante y divertida a su agresiva compañera y acaso se forja ya toda suerte de esperanzas para la noche. Pero entonces le sorprende que poco a poco algunos otros caballeros y señoras cuchichean curiosamente, formando círculo alrededor de los dos, y que él mismo y aquella dama con máscara llegan a ser el centro de una atención más viva a cada instante.
 

 Finalmente, la situación se va haciendo ya enojosa, cuando se quita la careta la galante intrigante: es María Antonieta -caso inaudito en los anales de la corte-, la heredera del trono de Francia, que, una vez más, se ha evadido del triste lecho conyugal de su dormilón esposo, ha venido a la redoute de la ópera y ha buscado un caballero extranjero para charlar un rato con él. Las damas de la corte procuran evitar un escándalo demasiado grande. Al punto rodean a la extravagante fugitiva y vuelven a llevarla a su palco. Pero ¿qué se mantendrá en secreto en este Versalles murmurador? Cada cual cuchichea y se asombra del favor hecho por la delfina, tan opuesto a la etiqueta; ya al día siguiente, probablemente, el embajador Mercy habrá dado quejas a María Teresa; de Schoenbrunn habrá sido enviado un correo urgente con una amarga carta esa cabeza de viento de su hija, diciéndole que debe dejar por fin esas inconvenientes dissipations y evitar que hablen más de ella a propósito de Juan o de Pedro en esas malditas redoutes. Pero María Antonieta tiene su voluntad propia; el joven le ha gustado, se lo ha dejado ver. A partir de aquella velada, aquel caballero, nada extraordinario ni por su categoría ni por su posición, es recibido con especial amabilidad en los bailes de Versalles. Ya entonces, después de un principio tan prometedor, ¿se desarrolló entre ambos cierto positivo afecto? Nada se sabe. En todo caso, este flirt -sin duda inocente- es pronto interrumpido por un gran acontecimiento, la muerte de Luis XV, que de la noche a la mañana convierte a la princesa en reina de Francia. Dos días más tarde -¿le habrán hecho alguna indicación?-, Hans Axel de Fersen regresa a Suecia.
 
El peluquero Leonard, que conocía a la corte tan bien, lo describió más románticamente como siendo un Apolo: alguien  con quien todas las  mujeres se enamoraron y de quien todos los hombres sentían celos.
El primer acto está terminado. Fue sólo una galante introducción, un preludio a la obra propiamente dicha. Dos muchachos de dieciochos años se han encontrado y han sido del agrado uno de otro; Traducido a la vida de hoy, equivale a una amistad de academia de baile, a un amorío entre colegas de instituto. Aún no ha ocurrido nada especial: aún no está afectado lo profundo de la sensibilidad.

Segundo acto. Al cabo de cuatro años, en 1778, vuelve Fersen a Francia; el padre envía al mozo, de veintidós años, para que se procure como esposa a alguna rica heredera, ya a una señorita de Reyel, de Londres, o a la señorita Necker, la hija del banquero de Ginebra, universalmente famosa más tarde con el nombre de Madame de Staël. Pero Axel de Fersen no muestra ninguna especial inclinación hacia el matrimonio, y pronto se comprenderá por qué. Apenas llegado, el joven aristócrata, vestido de gala, se presenta en la corte. ¿Lo conoce todavía?' ¿Habrá alguien que se acuerde de él? El rey corresponde displicente a su saludo; los demás miran con indiferencia al insignificante extranjero, nadie le dirige una amable palabra. Sólo la reina, apenas lo descubre, exclama bruscamente: «Ah! C'est une vielle connaissance». («¡Ah! nos conocemos ya desde hace tiempo.») No, no se ha olvidado de su bello caballero del Norte. Al punto se inflama nuevamente su interés por él -no era, pues, ninguna fogata de paja-. Invita a Fersen a sus reuniones; lo colma de amabilidades; lo mismo que al comienzo de su conocimiento en el baile de la ópera, es María Antonieta la que da los primeros pasos. Pronto puede comunicarle Fersen a su padre: «La reina, la princesa más amable que conozco, tuvo la bondad de preguntar por mí. Le ha preguntado a Creutz por qué no iba yo a sus partidas de juegos dominicales, y al saber que había ido en un día en el que no recibía, casi llegó a presentarme sus excusas». «¡Espantosa merced a este mancebo!», se siente uno tentado a decir, con palabras de Goethe, al ver que esta orgullosa, que ni siquiera corresponde al saludo de las duquesas, que durante siete años no le concedió ni una inclinación de cabeza a un cardenal de Rohan y durante cuatro a una Du Barry, se disculpe con un pequeño noble viajero porque una vez se haya molestado en venir en vano a Versalles.

Fersen ciertamente colocaba la necesidad de acción por encimas de su necesidad de casarse con un a heredera, aunque incluso en este caso estaba dispuesto a contemplar la hija viuda del barón de Breteuil, la conde de Matignon, como posible novia. Uno de los amigos suecos de Fersen, el barón Evert Taube, pensó que estaba “muy enamorado de ella”, o era de su dinero? En cualquier caso, la “disipada y elegante” condesa prefirió permanecer sola.
«Cada vez que le ofrezco mis respetos en su partida de juego, me dirige la palabra», le anuncia pocos días más tarde el joven caballero a su padre. Contra toda etiqueta, ruega una vez al joven sueco « la más amable de las princesas» que se presente en Versalles con el uniforme de su país, porque quiere ver --capricho de enamorada- cómo le sienta aquel exótico traje. El «bello Axel» accede, naturalmente, a este deseo. El antiguo juego ha comenzado de nuevo. 

Mas esta vez es ya un juego peligroso para una reina a quien la corte vigila con mil ojos de Argos. María Antonieta tendría ahora que ser más prudente, pues ya no es la princesa de dieciocho años de antes, cuyas locuras disculpaban su puerilidad y juventud, sino la reina de Francia. Pero su sangre se ha despertado. Por fin, al cabo de siete años espantosos, el inhábil esposo Luis XVI ha logrado realizar el acto conyugal, ha hecho realmente de la reina una esposa. Pero, sin embargo, ¿qué sentirá esta mujer de fina sensibilidad, de una belleza plenamente florecida y casi sensual, cuando compare a este panzudo esposo con su joven y brillante enamorado? Sin que ella misma tenga conciencia de ello, apasionadamente enamorada por primera vez, comienza a revelar a los ojos de todos los curiosos sus sentimientos hacia Fersen por el cúmulo de sus agasajos, y, más aún, por cierto rubor y confusión. Una vez más, como le ocurre con tanta frecuencia, es peligrosa para María Antonieta su más humana y atractiva cualidad: el que no puede ocultar sus simpatías y aversiones. 


Una dama de la corte afirma haber observado claramente que, una vez, al entrar inopinadamente Fersen, la reina comenzó a temblar, presa de dulce espanto; que otra vez, estando María Antonieta sentada al piano cantando el aria de Dido, ocurrió que delante de toda la corte, al pronunciar las palabras: « Ah!, cuan bien inspirada estuve cuando lo invite a la corte!» , dirigió con ilusión y ternura sus azules ojos, en general tan fríos, hacia el secreto (ya no tan secreto) elegido de su corazón. Se alzan ya murmuraciones. Bien pronto toda la sociedad de la corte, para quien las intimidades regias son los acontecimientos más importantes del mundo, observa la situación con apasionada ansiedad: ¿Será su amante? ¿Cuándo? ¿Cómo? Pues el sentimiento de la reina se ha manifestado harto públicamente para que cada cual pueda saber, cosa de que ella misma no tiene conciencia, que Fersen podría obtener de la joven reina cualquier favor, hasta el supremo, si tuviese el atrevimiento o la ligereza necesarios para intentar apoderarse de su presa.

Pero Fersen es sueco; todo un hombre y todo un carácter; en las gentes del Norte, sin obstáculo alguno puede ir mano a mano un fuerte temperamento romántico con una razón serena y casi glacial. Al punto ve lo insostenible de la situación. La reina tiene por él un faible ; nadie lo sabe mejor que él mismo, pero aunque él, por su parte, ame y venere a esta encantadora joven, su honradez no le consiente abusar frívolamente de esta debilidad de los sentidos y poner vanamente en habladurías la fama de la reina. Unas francas relaciones provocarían un escándalo sin ejemplo; ya, con sus platónicos favores, se ha comprometido bastante María Antonieta. Por su parte, para representar el papel de un José y rechazaría y castamente los favores de una mujer joven, bella y amada, para ello se siente Fersen demasiado ardiente y juvenil. De este modo, este hombre magnífico realiza lo más noble que puede hacer un varón en situación tan delicada; pone mil leguas de distancia entre su persona y la mujer en peligro; se inscribe rápidamente, como ayudante de La Fayette, en el ejército que va a Norteamérica. Corta el hilo antes de que se enrede de un modo insoluble y trágico.

No había duda de la atracción física del conde Fersen. Tilly dijo que “era uno de los hombres más guapos que he visto”, incluso “su rostro helado” trabajaba a su favor, ya que todas las mujeres esperaban a “darle la animación”
Sobre esta despedida de los enamorados poseemos un documento indubitable, el informe oficial del embajador de Suecia al rey Gustavo, que atestigua históricamente la apasionada inclinación de la reina hacia Fersen. Escribe el embajador: «Tengo que comunicar a Vuestra Majestad que el joven Fersen ha sido tan bien visto por la reina que el hecho ha provocado las sospechas de algunas personas. Tengo que confesar que yo mismo creo que sentía algún afecto hacia él; he advertido indicios demasiado claros para poder dudar. El joven conde Fersen ha mostrado, en esta ocasión, una conducta ejemplar, por su humildad, su reserva y, sobre todo, por haberse decidido a embarcar para América. Con haber partido, ha alejado todo peligro; pero haber resistido a tal tentación exige, indudablemente, una decisión superior a su edad. Durante los últimos días, la reina no podía apartar de él los ojos y al mirarle estaban llenos de lágrimas. Suplico a Su Majestad que reserve este secreto exclusivamente para sí y el senador Fersen. Cuando los favoritos de la corte oyeron hablar de la partida del conde estaban todos encantados, y la duquesa de Fitz James le dijo: "¿Cómo, señor, abandona usted de este modo a su conquista?". "Si hubiese hecho una, no la abandonaría. Parto libre y sin pena de nadie." Vuestra Majestad convendrá en que tal respuesta fue de una prudencia y reserva superior a su edad. Por lo demás, la reina muestra ahora mucho más dominio de sí y más prudencia de lo que tenía antes».

Este documento, los defensores de la «virtud» de María Antonieta lo agitan sin cesar, desde entonces, como el estandarte de la inocencia de la reina, cándida como una flor. Fersen se ha sustraído, en el último momento, a una pasión adúltera; con un sacrificio digno de admiración, los dos enamorados han renunciado uno a otro; la gran pasión ha permanecido «pura»; éstos son sus argumentos. Pero este testimonio no atestigua nada definitivo, sino sólo el hecho provisional de que en 1779 no habían ocurrido aún las últimas intimidades entre María Antonieta y Fersen. Sólo los años siguientes serán los decisivamente peligrosos para esta pasión. Estamos sólo al final del acto segundo y lejos aún de sus más profundas complicaciones.


 Acto tercero: nuevo regreso de Fersen. Directamente desde Brest, donde desembarca, en junio de 1783, al cabo de cuatro años de voluntario destierro con el cuerpo auxiliar de los americanos, se precipita sobre Versalles. Epistolarmente había estado desde América en relación con la reina, pero el amor exige la presencia real. ¡Que no tengan ahora que volver a separarse, que por fin pueda establecerse junto a ella, que no haya ninguna distancia más entre sus miradas! Evidentemente por deseo de la reina, solicita al punto Fersen el mando de un regimiento francés. ¿Por qué? Este enigma no es capaz de resolvérselo en Suecia el viejo y económico senador su padre. ¿Por qué quiere Hans Axel permanecer en Francia? Como soldado experimentado, como heredero de un nombre de antigua nobleza, como favorito del romántico rey Gustavo, podría elegir en su país el puesto que más le agradara. ¿Por qué, pues, en Francia?, se pregunta una y otra vez el senador, enojado y desengañado. Y el hijo, para engañar al escéptico padre, inventa rápidamente que lo hace para casarse con una rica heredera, con la señorita Necker y sus millones suizos. 

Esta pintura de Auguste Couder que se encuentra en la galería Versailles  muestra una escena de la Batalla de Yorktown durante la Guerra Revolucionaria Americana. Vemos al General Rochambeau con George Washington en un lado y su ayuda de campo en el otro. Según Herman Lindqvist, el ayudante de campo no es otro que Axel de Fersen: Sin embargo, la pintura no se hizo durante la vida de Fersen: parece que en 1836.
Pero la verdad de todo es que piensa en cualquier cosa menos en casarse, como lo revela la carta íntima que, al mismo tiempo, escribe a su hermana, en la que, con toda sencillez, le entrega las llaves de su corazón. «He tomado la resolución de no contraer nunca matrimonio; sería contranatural... La única a quien querría pertenecer y que me ama, no puede ser mía. Por tanto, no quiero ser de nadie.» ¿Está bastante claro? ¿Hay que preguntar todavía quién es esa «única» que le ama y que nunca podrá pertenecerle como esposa, como abreviadamente llama Fersen a la reina en sus Diarios? Tienen que haber pasado cosas decisivas para que tan abiertamente se atreva a confesarse a sí mismo y a su hermana que está seguro del cariño de María Antonieta. Y cuando le escribe al padre que hay otras «mil razones personales que no puede confiar al papel y que le retienen en Francia», detrás de esas mil razones no hay más que una sola que no quiere comunicar: el deseo o la orden de María Antonieta de tener siempre cerca de sí a su dilecto amigo. Pues, apenas Fersen ha solicitado ahora un mando de regimiento, ¿quién le ha hecho « la merced de intervenir en el asunto»? María Antonieta, que, por lo demás, no se ha ocupado nunca de mandos militares. Y ¿quién, contrariamente a todo uso, anuncia la rápida obtención del cargo al rey de Suecia? No el jefe supremo del ejército, único calificado para ello, sino, en una carta de su puño y letra, su mujer, la reina.

Lady Elizabeth Foster en su diario privado aún más concluyente escribió el 29 de junio de 1791: “considerado como el amante y fue sin duda el amigo íntimo de la reina en estos últimos ocho años”. También lo alabo por ser “tan modesto en su gran favorecer… tan valiente y leal en su conducta que él era el único en escapar del repudio general acumulado sobre sus amigos”.
En éste o en los años siguientes es cuando con las mayores probabilidades hay que colocar el comienzo de aquellas íntimas relaciones, o más bien, aún más íntimas, entre María Antonieta y Fersen. Cierto que todavía durante dos años -muy contra su voluntad tiene Fersen que acompañar como ayudante en su viaje al rey Gustavo; pero después, en 1785, se queda definitivamente en Francia, y estos años han transformado totalmente a María Antonieta. El asunto del collar ha aislado a esta mujer, que creía demasiado en el mundo, abriendo su espíritu hacia lo fundamental de la vida. Se ha retirado del torbellino de la sociedad de las gentes ingeniosas y poco seguras, de las divertidas y traidoras, de las galantes y perdidosas; en vez de los muchos compañeros sin valor alguno, su corazón, hasta entonces engañado, descubre ahora un amigo verdadero. En medio del odio general, ha crecido ilimitadamente su necesidad de ternura, de confianza, de amor; está ahora madura no para disiparse más tiempo, vana y locamente, en el ilusorio espejo de la admiración general, sino para entregarse a un ser humano, con ánimo franco y resuelto. Y Fersen, por su parte, bello carácter caballeresco, no ama, en realidad, a esta mujer con toda la plenitud de sus sentimientos, sino desde que la ve calumniada, infamada, perseguida y amenazada; él, que se retiró tímidamente ante sus favores mientras ella era idolatrada por el mundo y estaba rodeada de mil aduladores, sólo se atreve a amarla desde que se ha quedado solitaria y necesitada de protección. «Es muy desgraciada -escribe Fersen a su hermana-, y su valor, digno de admiración por encima de todo, la hace aún más atractiva. Mi única pena es no poder compensarla de todas las cuitas y no poder hacerla tan feliz como ella merece.» Cuanto más desgraciada es la reina, cuanto más abandonada y perseguida, tanto más poderosamente crece en él la voluntad viril de compensarla de todo por medio del amor: «Elle pleure souvent avec moi, jugez si je dois l'aimer» . Y cuanto más próxima está la catástrofe, tanto más impetuosa y trágicamente se sienten impulsados los dos uno hacia el otro; ella, al cabo de infinitas decepciones, para encontrar una última dicha junto a él; él, para reemplazar en el corazón de ella, con su caballeresco amor, mediante una abnegación sin límites, el reino perdido.
 

Ahora que este cariño, superficial en otro tiempo, ha llegado a llenar el alma y que el amorío se ha convertido en amor, hacen ambos todos los imaginables esfuerzos por mantener ocultas sus relaciones ante el mundo. Para despistar toda malicia, hace María Antonieta que el joven oficial no sea enviado a la guarnición de París, sino a una situada muy cerca de la frontera, a Valenciennes. Y si «se»(así se expresa Fersen reservadamente en su Diario) le llama a palacio, oculta, bajo toda especie de artificios, entre sus amigos el verdadero objeto del viaje, a fin de que de su presencia en Trianón no pueda deducirse ninguna consecuencia. «No le digas a nadie que te escribo desde aquí -le advierte desde Versalles a su hermana-, pues fecho todas mis otras cartas desde París.Adiós, tengo que ir junto a la reina.»
  

Jamás acude Fersen a las reuniones de los Polignac, jamás se deja ver en el círculo íntimo de Trianón, jamás toma parte en las excursiones en trineo, bailes y partidas de juego; allí deben continuar pavoneándose y haciéndose notar los aparentes favoritos de la reina, los cuales, sin sospechado, los ayudan, con sus galanterías, a tener oculto ante la corte el secreto verdadero. Ellos dominan de día; la noche es el imperio de Fersen. Ellos rinden pleito homenaje y hablan de ello; Fersen es amado y guarda silencio. Saint-Priest, el bien iniciado que todo lo sabe -menos que su propia mujer está loca por Fersen y que le escribe ardientes cartas de amor-, informa con aquella seguridad que hace que sus afirmaciones sean más valiosas que los de otros: Fersen se dirigía tres o cuatro veces por semana hacia el lado de Trianón. La reina, sin séquito alguno, hacía lo mismo, y esto causaban públicas murmuraciones, a pesar de la modestia y reserva del favorito, el cual, externamente, jamás dio a conocer en nada su posición, y, de todos los amigos de la reina, fue siempre el más discreto. En todo caso, en el término de cinco años, sólo algunas breves y raras horas hurtadas para estar juntos son concedidas a los enamorados, pues a pesar de su valor personal y de lo seguras que son sus camareras, María Antonieta no puede osar demasiado; sólo en 1790, poco tiempo antes de su separación, puede decir Fersen, con enamorada beatitud, que al fin le ha sido dado pasar un día entero con ella.

Únicamente ahora, en lo más extremo del peligro, cuando todos los otros han huido, se presenta aquel que, en los tiempos de la dicha, se había ocultado discretamente, el único amigo, dispuesto a morir con ella y por ella; magníficamente varonil se recorta ahora la silueta de Fersen, oscura hasta ese momento, sobre el lívido y tempestuoso cielo de la época. Cuanto más amenazada está la amada, tanto más crecen las energías de él; despreocupadamente, se plantan los dos más allá de las fronteras de lo convencional, que hasta entonces se alzaban entre una princesa de Habsburgo y reina de Francia y un extranjero hidalgo sueco. A diario aparece Fersen en palacio, todas las cartas pasan por su mano, toda resolución es meditada con él, las cuestiones más difíciles, los secretos más peligrosos le son confiados; conoce, y nadie más que él, todas las intenciones de María Antonieta, todos sus cuidados y esperanzas; también él solo sabe de sus lágrimas, de su desaliento y de su amargo duelo. Precisamente en el momento en que todo el mundo la abandona, en que lo pierde todo, encuentra la reina lo que durante toda su vida había buscado vanamente: el amigo honrado, sincero, animoso y varonil. 

Fersen había sido juguete con planes de matrimonio que siempre se basan en el dinero, nunca en el amor. Una futura cónyuge era Germanie Necker, heredera del protestante suizo y ex ministro de hacienda: “su padre tiene una gran fortuna… No recuerdo que aspecto tiene”, comento. Pero ella prefirió al compañero sueco de Fersen, el barón de Stael.
seis años después de la muerte de la reina. Fersen debe representar al gobierno sueco en el Congreso de Rastatt. Entonces Bonaparte le declara bruscamente al barón de Edelsheim que no negociará con Fersen, cuyas opiniones monárquicas conoce y que, además, «se ha acostado con la reina». No dice «estuvo en relaciones con ella» , sino que pronuncia provocativamente la frase casi obscena «se ha acostado con la reina». Al barón de Edelsheim no se le ocurre defender a Fersen; también a él le parece la cosa plenamente natural. Por tanto, sólo responde, sonriéndose, que creyó que estas noticias del ancien regimehacía tiempo que estaban concluidas y que eso no tenía nada que ver con la política. Y después va a buscar a Fersen y le repite la conversación. Y Fersen, ¿qué hace? O más bien, ¿qué tenía que haber hecho si las palabras de Bonaparte hubiesen contenido una mentira? ¿No tenía que haber defendido al instante a la reina difunta contra esa acusación, caso de que hubiera sido injusta? ¿No debería haber gritado que era calumnia? ¿No debería haber retado inmediatamente a un duelo a aquel generalito corso de reciente cochura, que, además, para su acusación había elegido los términos más gráficos y groseros? ¿Le es permitido a un hombre honrado y recto dejar acusar a una mujer de haber sido su amante si realmente no lo ha sido? Ahora o nunca tiene Fersen la ocasión, y hasta el deber, de echar abajo una afirmación que circula en secreto desde hace mucho tiempo, deshacer de una vez para siempre semejante rumor.

Pero ¿qué hace Fersen? ¡Ay!, guarda silencio. Toma la pluma y anota pulcramente en su Diario toda la conversación de Edelsheim con Bonaparte, incluyendo la imputación de haberse acostado él con la reina. En la más profunda intimidad consigo mismo, no tiene palabras para atenuar esta afirmación, «infame y cínica» en opinión de sus biógrafos. Baja la cabeza, y con este signo presta su aquiescencia. Cuando, algunos días más tarde, las gacetas inglesas comentan este incidente y «con ello hablan de él y de la desgraciada reina», añade en su Diario: «Le qui me choqua» , es decir, « lo que fue enojoso para mí». Ésta es toda la protesta de Fersen, o más bien su no protesta. Una vez más, el silencio habla más claro que todas las palabras. 
 

Se ve, por tanto, que lo que los timoratos herederos trataban de ocultar tan celosamente, el hecho de que Fersen hubiera sido amante de María Antonieta, el amante mismo no lo negó jamás. Por docenas aparecen más y más detalles demostrativos de una porción de hechos y documentos: el que su hermana le conjure, al dejarse ver él públicamente en Bruselas con otra querida, a que haga de modo que ella no sepa nada, porque se ofendería (¿con qué derecho, hay que preguntar, si no fuese su amante?); el que en el Diario esté borrado el pasaje en el que Fersen anota que ha pasado la noche en las Tullerías, en las habitaciones regias; el que, ante el tribunal revolucionario, una camarera declare que con frecuencia alguien salía secretamente del cuarto de la reina. 

Pero ¿y el rey? En todo adulterio, la tercera persona, la engañada, representa el papel delicado, penoso y ridículo, y, en interés de Luis XVI, pueden haber sido ensayados buena parte de los ulteriores oscurecimientos de aquella relación triangular. En realidad, Luis XVI no fue en modo alguno un cornudo ridículo, pues conoció sin duda alguna estas relaciones de Fersen con su mujer. Saint-Priest lo dice expresamente: «Había encontrado medio y manera de llevarlo hasta el punto de que aceptara sus relaciones con el conde Fersen». 


Esta interpretación se acomoda perfectamente con el cuadro de la situación. Nada era más extraño a María Antonieta que la hipocresía y disimulación; un cazurro engaño a su esposo no corresponde con su conducta espiritual, y tampoco la promiscuidad indecente, con tanta frecuencia usada, esa fea comunidad simultánea entre esposo y amante, no puede pensarse de ella, dado su carácter. Es indudable que, tan pronto como se establecieron sus relaciones con Fersen -relativamente tarde, lo más probable sólo entre los quince y los veinte años de su matrimonio-, María Antonieta cortó las relaciones corporales con su esposo; esta sospecha, puramente psicológica, es sorprendentemente confirmada por una carta del imperial hermano de la reina, el cual ha sabido, no sabemos cómo, en Viena, que su hermana quiere retirarse del comercio con Luis XVI después del nacimiento de su cuarto hijo; la fecha concuerda exactamente con el comienzo de sus relaciones más estrechas con Fersen. Aquel a quien le guste ver claro, verá con claridad esta situación. María Antonieta, casada por razón de Estado con un hombre sin ningún atractivo, a quien no ama, reprime durante años su necesidad espiritual de amor en obsequio de estos deberes conyugales. Pero tan pronto como ha dado a luz dos hijos varones, cuando, por tanto, ha proporcionado a la dinastía herederos al trono de indudable sangre borbónica, siente como terminados sus deberes morales para con el Estado, la ley y la familia y se cree por fin libre. 

Al cabo de veinte años sacrificados a la política, esta mujer, tan castigada en la última y trágicamente emocionante hora, se refugia en su puro y natural derecho de no negarse por más tiempo al hombre desde hace mucho tiempo amado, que para ella, en un solo sujeto, es amigo y amante, confidente y compañero, animoso como ella misma y dispuesto, por su afán de sacrificio, a corresponder al que ella le hace. ¡Qué pobres son todas las artificiales hipótesis de una reina dulzonamente virtuosa frente a la clara realidad de su conducta y cuánto rebajan su valor humano y su dignidad espiritual precisamente aquellos que quieren defender incondicionalmente el regio « honor» de esta mujer! Pues jamás una mujer es más honrada y noble que cuando cede plena y libremente a unos sentimientos que no la engañan, probados durante años; jamás una reina es más reina que cuando procede humanamente. 

domingo, 19 de agosto de 2018

LUIS XVI Y SU APOYO A LA INDEPENDENCIA DE ESTADOS UNIDOS

Cosiendo un símbolo,Betsy Ross cose la primera bandera de EE.UU ante George Washington, óleo por J. L. Ferris, siglo XIX.
El primer evento político del reinado de Luis XVI fue la guerra de los estados unidos. Cuando gran Bretaña trato de establecer colonias con un impuesto sobre el té, las mujeres de Boston se comprometieron por un acuerdo especial a no utilizar esta bebida, por las calles de la ciudad fue arrastrado el retrato del autor de este impuesto con su nombre escrito en letras grandes; esta efigie fue colgada en una horca y quemada.

Pocos días después de este evento, los funcionarios estadounidenses se reunieron, y, por un acto solemne, declararon las colonias libres e independientes, y la defensa de cualquier relación con Inglaterra. Queriendo justificar su conducta ante las naciones el congreso emitió un manifiesto: “declaramos que no queremos dejar a nuestros hijos una servidumbre vergonzosa. Nuestra causa es justa, nuestros recursos son grandes; declaramos, en la cara de los cielos y de la tierra, que vamos a utilizar las armas firmes que nuestros enemigos nos han obligado a tomar, resueltos a morir libres que esclavos vivos. No luchamos para hacer conquista; mostramos al mundo el triste espectáculo de un pueblo indignado…”

En mayo de 1776, mientras Washington defendía Nueva York del asedio inglés, los representantes de las colonias en el Segundo Congreso Continental tomaron una decisión irreversible: separarse de la Gran Bretaña. Entre los hombres que se encuentran de pie en el centro de la imagen se distingue a John Adams (izquierda), Jefferson (el más alto), Benjamin Franklin (izquierda) y, sentado de espaldas con las piernas cruzadas, el presidente del Congreso, Hancock, recibiendo el borrador de la Declaración elaborado por el Comité de los cinco.
La gente de Nueva York tan pronto como se publicó el acta de independencia, corrió en masa a la plaza pública y cortaron la estatua de bronce de George III, los restos se convirtieron en instrumentos de guerra. El grito de la insurrección estadounidense hizo eco en toda Europa y causo un gran fermento. Ningún soberano estaba asustado por sus principios, capaz de conmocionar a todos los gobiernos sobre sus antiguos fundamentos. El rey de Prusia, Federico II y la zarina Catalina hablaron con indignación del despotismo de George III. Otros dos reyes, Gustavo de Suecia y Estanislao de Polonia ensalzaron con complacencia las máximas legislaciones de américa.

Tras la lectura por primera vez en la ciudad de la Declaración de Independencia, un grupo de patriotas se dirigen a Bowling Green y derriban la estatua ecuestre del rey George III (rey de Gran Bretaña e Irlanda). La estatua, realizada en plomo, es fundida y convertida en munición para los mosquetes de los patriotas. La pintura, obra de Johannes Adam Simon Oertel
Francia, sobre todo, recibió con gran entusiasmo las doctrinas, las hijas de la filosofía. La guerra a favor de los insurgentes fue el voto de la nación, fue una oportunidad para debilitar a Inglaterra. De hecho, en su preámbulo, se observaron los siguientes principios, que parecía surgir del seno de la filosofía francesa: “todos los hombres han sido creados iguales, han sido dotados por el creador de ciertos derechos inalienables; para asegurar el disfrute de estos derechos, los hombres han establecido entre ellos gobiernos cuya autoridad justa emana del consentimiento de los gobernados; siempre que cualquier forma de gobierno se vuelva destructiva para los fines para los cuales fue establecida, las personas tiene el derecho de cambiarla”.

George Washington, en un retrato de Charles Peale. Washington aparece con la faja azul de comandante en jefe, junto a un cañón tomado a los británicos en la batalla de Trenton, de finales de 1776. Academia de Bellas Artes, Filadelfia.
En 1776, tres comisionados americanos, Benjamín Franklin, Arthur Lee y Silas Deane llegaron a Francia a buscar ayuda del gabinete de Versalles. Su situación era difícil al principio: el gabinete francés, de hecho, no estaba listo para romper con Inglaterra, el gobierno no pudo recibir oficialmente a los diputados; el ministro de asuntos exteriores, Vergennes, se contentó con verlos en secreto.

Exaltada por las ideas de la época y deseosa de borrar la vergüenza de la guerra de los siete años, la joven nobleza francesa quería reunir militares, equipar bracos e ir en multitudes para américa. Sin embargo, aunque Francia estaba listo para apoyar aun lucha contra el odioso rival, estaba contento de seguir la pendiente de los eventos. Mientras el gobierno se mostró reacio, los oficiales jóvenes, ávidos de gloria y maniacos de la libertad, se escaparon en la emulación de la corte y los ejércitos, cruzaron los mares y ofrecieron su espada a los estadounidenses.

George Washington Saluda Lafayette en Mount Vernon.
El gabinete británico, dirigido por Lord North, un hombre habilidoso en intrigas parlamentarias, reprocho la rebelión de las colonias americanas, lejos de sentirse conmovido por el amor y el fermento que excitaba constantemente envía ayuda a los generales encargados de someter a los rebeldes. Compro soldados a todos los príncipes alemanes y levanto contra las colonias feroces hordas de indios, que llevaron la desolación y la muerte por todos lados.

Ante la noticia de la rendición de Saratoga (1777), los estadounidenses reanudaron la ofensiva e todas partes. En Francia, la opinión pública y la fuerza de los acontecimientos llevaron al gobierno a tomar una decisión. Entrenado por su generosidad de ideas, la filantropía, la dedicación y el deseo de vengar los insultos que había recibido de su rival, la nación exigía la guerra, además los envidos de los estados unidos exigieron una respuesta definitiva. Maurepas y Vergennes se esforzaron en consecuencia por clamar los escrúpulos de Luis XVI, que no estaba convencido de la justicia de su causa, se mostró reacio a tomar las armas contra los ingleses, aunque a veces se mostró molesto por su dominio.
 
Franklin se presenta al rey en Versalles.
Franklin, Deane y Arthur Lee se presentaron al rey como miembros de los estados unidos de américa; “recibieron -dice una crónica de la época- todos los honores y los oficiales saludaron la bandera. Franklin se dispensa desde la etiqueta de llevar la espada”. Al firmar con los estadounidenses un tratado de amistad el gobierno francés no declaro la guerra a Inglaterra, pero sus nuevos lazos le hicieron prever que se podría romper la paz entre las dos coronas. Su propósito esencial era mantener la libertad, la soberanía, la independencia absoluta e ilimitada de los estados unidos. Ante la noticia del feliz resultado de su diplomacia, el viejo Franklin aplaudió y exclamo: “nuestra república, nacida el 4 de julio de 1776, acaba de ser bautizada, y debo admitir que ella tiene una bella madrina”.

Una flota de conde barcos y cuatro fragatas al mando del vicealmirante, el conde Estaing, salieron de Toulon el 13 de abril de 1778, hacia américa. Otra flota se formó en el puerto de Brets, y pronto un ejército destinado a aterrizar en Inglaterra, para humillar el orgullo británico, se reúne en las costas de Francia. La guerra iba a recibir un amplio desarrollo y sus operaciones debían abarcar las diferentes regiones del océano.

Tratado de Alianza con Francia firmado el 6 de febrero de 1778 en el Hôtel de Crillon
El 11 de julio de 1778, Gerard, ministro plenipotenciario del rey de Francia, llego a Filadelfia. Los representantes de los estados dieron una solemne audiencia al enviado del rey más poderoso de Europa. Gerard a continuación dio un discurso en nombre del rey: “los tratados celebradas entre su majestad cristiana y los estados unidos de américa es una sorprendente prueba de su sabiduría y magnanimidad respetable a todas las naciones. Virtuosos ciudadanos de estados unidos, en particular, nunca olvidar la atención benévola que se la ha dado a la violación de sus derechos; la mano protectora de la providencia se ha dignado a elevarlas a un amigo y un aliado tan poderoso como ilustre”.

La pelea era inminente. Fue con secreta satisfacción que los estados de Europa se enteraron de esta ruptura entre Francia e Inglaterra. En Rusia, Catalina II podía librar la guerra contra los otomanos y aun ampliar su imperio a su costa. Todos esperaban enriquecerse con todo lo que las potencias rivales perderían de su comercio; en cuanto a España, el viejo rey, Carlos III, había ofrecido su mediación innecesaria, vacilo declarar para Francia, su aliado, por temor a un levantamiento de sus propias colonias, exaltado por la situación inglesa, se llevo los tesoros de México y Perú.

Para evitar un enfrentamiento abierto y directo con la Corona de Inglaterra, la España de Carlos III y su ministro Floridablanca diseñaron un discreto plan de ayuda que interesaba la estrategia en diversos frentes: libertad para los navíos americanos que hostigaban a los barcos ingleses recalaran libremente en los puertos del Misisipi controlados por España; envió de fuertes remesas de dinero para la causa independentista de las Trece Colonias; y envió de armas, pertrechos, mantas y vestuario con destino al ejercito comandado por George Washington, quien consideró indispensable la ayuda de la flota española y de sus posiciones en Norteamérica, que incluían el control de La Florida, La Louisiana y el Misisipi.
Más tarde la realidad se impuso, España declaró la guerra a Inglaterra, y se llegó a considerar la posibilidad de invadir Gran Bretaña mediante el concurso de una armada francoespañola, plan que resultó de difícil ejecución y pronto fue desechado. Para su entrada abierta en el conflicto, el gobierno español había firmado el llamado tratado de Aranjuez, acuerdo secreto con Francia sellado en Aranjuez el 12 de abril de 1779, por el cual España conseguía una serie de concesiones a cambio de unirse a Francia en la guerra. Ésta prometió su ayuda en la recuperación de Menorca, Mobile, Pensacola, la bahía de Honduras y la costa de Campeche y aseguró que no concluiría paz alguna que no supusiera la devolución de Gibraltar a España. Esto provocó que los británicos tuvieran que desviar a Gibraltar tropas destinadas en un principio a las colonias.

De esta forma se lograron los objetivos españoles en América: expulsar a los británicos tanto del golfo de México como de las orillas del Mississipi y conseguir la desaparición de sus asentamientos en la América Central, aunque no se pudo restablecer la soberanía de la corona española sobre Gibraltar.

El Tratado de Aranjuez fue un acuerdo entre Francia y España firmado en Aranjuez el 12 de abril de 1779 por el diplomático francés  Conde de Vergennes y el primer ministro español el Conde de Floridablanca, por el cual España intervenía en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos.
Los puertos de Toulon y Brest, en Francia, que estaban inicialmente bloqueados por los británicos, fueron desbloqueados por la falta de medios de los ingleses para mantenerlos en jaque. Con los puertos atlánticos abiertos, los franceses pudieron llevar tropas a América al mando de Marie-Joseph Paul Gilbert du Motier, Marqués de La Fayette, quien alcanzó el grado de general-mayor y comandante de las tropas de Virginia, y de Jean-Baptiste Donatien de Vimeur, Conde de Rochambeau, Mariscal de Campo y Teniente General de las tropas francesas, cuya ayuda fue de gran importancia para los colonos. Tiempo después Holanda se incorporó a la coalición formada por España y Francia, con ambiciones de ganar ventajosas posiciones para el dominio de los mares.

En 1781, 8.000 soldados británicos al mando del general Charles Cornwallis fueron rodeados en Virginia, en el último reducto, por una flota francesa y un ejército combinado franco-estadounidense a las órdenes de George Washington, integrado por 16.000 hombres. Tras el sitio de Yorktown, Cornwallis se rindió, y el gobierno británico propuso la paz. En la batalla murieron 156 ingleses, 326 fueron heridos, y se rindieron 7.018 soldados. Del otro bando murieron 52 franceses y 20 independentistas, siendo los últimos muertos en combate durante la Guerra de la Independencia.

La rendición de Lord Cornwallis, el 19 de octubre de 1781 en YorktownEsta pintura de Washington en Yorktown cuelga en la Rotonda del Capitolio, y fue pintada por Constantino Brumidi.
Cuando el marqués de LaFayette regreso a la fragata estadounidense de La Alianza para acelerar la partida de las tropas auxiliares y reasumir su lugar en el ejército francés, fue objeto de la idolatría de los parisinos. El rey no lo recibiría primero por respeto a la disciplina militar que había violado. Capitán en un regimiento de Francia, LaFayette había desertado para volar en ayuda de los insurgentes de américa. Más tarde, los ministros y Luis XVI lo recibieron con toda la amabilidad más rara. Maria Antonieta misma, compartiendo el entusiasmo universal, deseaba ver a este voluntario de la libertad y aplaudió su noble devoción.

Las victorias de Suffren en las indias orientales no ejercieron una gran influencia en las condiciones de paz con Inglaterra. La reputación de la marina británica había caído, el sufrimiento del comercio, la deuda había incrementado en el reino en dos mil millones y medios y la perdida de varias colonias. Comenzaron negociaciones bajo la mediación de Austria y Rusia. Estas negociaciones continuaron después de la muerte de Rockingham, que fue reemplazado por Lord Shelburne, a pesar de la retirada de Fox y sus amigos, y la entrada al ministerio del joven William Pitt, heredero del odio apasionado de su padre contra Francia.

Esta miniatura de Luis XVI realizado por Sicardi, fue donada por el rey para Benjamin Franklin, antes de abandonar Francia después de completar su función de embajador de Estados Unidos durante ocho años. El retrato fue rodeado por 408 diamantes engastados en dos anillos concéntricos cubierto con una pequeña copa, también de diamantes.
Las negociaciones terminaron en las preliminares de la paz, firmadas el 20 de enero de 1783, entre Francia e Inglaterra; y entre Inglaterra y España. La posición, ahora amenazadora en el parlamento, los saludo con violentos murmullos; encontró exorbitantes las concesiones otorgadas a los enemigos de gran Bretaña. El señor Shelburne renuncio a su cargo y dio paso a la monstruosa coalición Fox y el norte que no se negó a ratificar el pacto que había sido firmado en Versalles el 3 de septiembre de 1783.

Gran Bretaña reconoció formalmente la plena independencia de los estados unidos de américa, El hecho de que Gran Bretaña perdiese todas las posesiones en el continente americano al sur de Canadá y al norte de Florida, hacía imposible un desenlace militar favorable para los británicos, solicitando éstos el cese de las hostilidades.

"Ruego, señor Adams, que los Estados Unidos no sufran indebidamente por su falta de monarquía". El Rey Jorge III de Gran Bretaña, al entonces Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos ante el Tribunal de Santiago, el Honorable Sr. John Adams, con motivo de la audiencia de Adams con el Rey el 1 de junio de 1785.
Esta paz de Versalles provoco gran alegría en el reino, aunque solo obtuvo beneficios mediocres. Siempre fiel a su habitual generosidad y satisfacerse para asegurar el triunfo de la causa que defendía, Francia pareció olvidar que el triunfo le había costado sangre preciosa, el trabajo enorme y mil cuatrocientos millones, humillo el orgullo de una nación rival, debilito su supremacía comercial, reclamo la libertad de los mares y borro la mancha impresa en el frente de Francia por el vergonzoso tratado de 1765.

Esta guerra, también, no tuvo los resultados esperados por la realeza y la nobleza, no revivió la riqueza nacional, pero ahueco el abismo del déficit y acelero la revolución que derrocaría el viejo edificio social. Los jóvenes oficiales franceses que habían luchado en estados unidos bajo la bandera de la libertad y la igualdad, regresaron al país que ya estaba bajo una intolerable incomodidad. Acogidos con entusiasmo, difundieron allí estas ideas republicanas de las cuales habían estado enamorados y en cuyas mentes, más ardientes que pensantes, pensaban encontrar el remedio para los males que pesaban sobre Francia.

La delegación de los Estados Unidos en el Tratado de París incluyó a John Jay , John Adams, Benjamin Franklin , Henry Laurens y William Temple Franklin. La delegación británica se negó a posar, y la pintura nunca se completó.