domingo, 18 de junio de 2017

CHAUVEAU LAGARDE: EL ABOGADO DEFENSOR DE MARIE ANTOINETTE

Claude François Chauveau-Lagarde (1756 - 1741), sera no solo el abogado defensor de la reina sino tambien de Jean Sylvain Bailly , de Madame Roland y Charlotte Corday.
A diferencia de Luis XVI, había recibido varios meses para preparar su defensa con sus abogados, María Antonieta y los dos hombres que fueron escogidos para defenderla; Tronson Ducoudray Chauveau Lagarde tuvieron solo unas pocas horas en la noche antes de la audiencia. Como Chauveau Lagarde relato más tarde:

“... yo estaba en parís cuando recibí la noticia de que había sido nombrado junto al señor Tronson Ducoudray para defender a la reina ante el tribunal revolucionario, el juicio iba a comenzar a la mañana siguiente, a las ocho en punto.

De inmediato partí hacia la prisión lleno de un sentido de mi sagrado deber que ahora se me había impuesto a mí, mezclado con un intenso sentimiento de amargura.

La Conciergerie, como es bien sabido es la prisión en la que se limitan las personas a causa de ser juzgados de aquellos a ser ejecutados después de dictada.



Después de pasar a través de dos puertas a un pasillo oscuro que no se podía localizar sin la ayuda de una lámpara que ilumina la entrada. A la derecha están las celdas y, a la izquierda hay una cámara en la que la luz entra por dos pequeñas ventanas enrejadas que miran en el pequeño patio reservado para las mujeres.

Fue en esta sala que la reina estaba presa. Se dividió por una pantalla. A la izquierda, se encontraba un gendarme armado, y en la derecha la habitación ocupada por la reina que contenía una cama, una mesa y dos sillas. Su majestad estaba vestida con un traje blanco de una simplicidad extrema.

Nadie capaz de imaginación empática podía dejar de darse cuenta de mis sentimientos en encontrar en este lugar a la esposa de uno de los más dignos sucesores de San Luis y descendiente de los emperadores de Alemania, una reina que por su gracia y bondad había sido la gloria de la corte más brillante de Europa y el ídolo de la nación francesa.


Me presente a la reina con devoción respetuosa, sentí que mis rodillas temblaban bajo mis pies y mis ojos llenos de lágrimas. No pude ocultar mi emoción y mi vergüenza era mucho más grande que cualquiera podría haber sentido por haber sido presentado a su majestad en medio de su corte, sentada en un trono y rodeada con los adornos brillantes de la realeza.

Su recepción majestuosa me puso a gusto y me hizo sentir, mientras yo hablaba y ella escuchaba, que ella me honraba con su confianza. Leí su acta de acusación, que más tarde llego a ser conocido en toda Europa. No voy a recordar los detalles horribles.

Al leer este documento satánico, me sentí abrumado absolutamente, pero yo solo, porque la reina, sin mostrar emoción, me dio sus impresiones al respecto. Ella percibe, y había llegado a la misma conclusión, que el gendarme podía oír lo que se dijera allí. Pero ella no mostro ningún signo al respecto y continuo expresándose con la misma confianza.


Hice mis notas iniciales para su defensa y luego subí el registro para examinar lo que llamaron documentos pertinentes. Allí me encontré con un montón de papeles tan confusos y voluminosos que debería haber necesitado semanas enteras para examinarlos.

Cuando sugería a la reina que no sería posible para nosotros conocer todos estos documentos en tan poco tiempo y era indispensable pedir un aplazamiento para darnos tiempo de examinarlos, la reina dijo: “a quien debemos aplicar para eso?”.

Temía el efecto de mi pregunta y como me dijo en voz baja: “la convención nacional” dijo la reina volviendo la cabeza hacia un lado: “no, nunca!”...


Añadí que había que defender la persona de su majestad la reina no solo de Francia, sino también a la viuda de Luis XVI, madre de sus hijos y hermana en ley de nuestra princesa, que fueron acusados con ella en el proceso.

Sin pronunciar una sola palabra, aunque dejó escapar un suspiro de ella, la reina tomo la pluma y escribió a la asamblea en nuestro nombre, unas líneas llenas de dignidad noble en la que se quejaba de que no nos habían dado tiempo suficiente para examinar las pruebas y alego en nuestro nombre el respiro necesario.

La nota no fue trasmitida a Fouquier-Tinville, quien prometió que lo presentaría a la asamblea, pero, de hecho, no hizo con ella o al menos, nada útil para el día siguiente... la audiencia comenzó a las ocho de la mañana”.

domingo, 11 de junio de 2017

LOUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE: VIDA CONYUGAL

 
Aquella primera noche los novios solo duermen, el problema del matrimonio no consumado los primeros meses es de los recién casados, pero luego esto traspasa las habitaciones de ellos y se vuelve cada vez más grande hasta que toda Francia se mofa de la incapacidad del Delfín de Francia. Pero a pesar de que la situación empeora, el matrimonio no se consuma ni en un mes ni en un año, lo que atraerá serios problemas; algo detiene a Luis Augusto pero no se sabe que es.

Luis era un hombre muy inseguro, su inseguridad aumento al conocer a su bella esposa, en su diario escribió: “no pasó nada ni el primer día ni el día siguiente ni el próximo, es que ella es tan encantadora que me asusta, temo que yo le resulte poco encantador”. Y por lo que dice María Antonieta a su madre no se equivocaba, de inmediato se lo describe como gordito, retraído y extraño, así que sabemos que tampoco tenía ganas de consumar su relación. Lo increíble es que ambos son jóvenes en pleno desarrollo, muchos a esta edad tienen las hormonas alborotadas, y la única manera de liberarlas es teniendo sexo, pero en esa habitación dorada ¡no hay acción!.


Un año después del fatídico matrimonio en 1771 María Teresa le escribe a su hija: "caresses, cajolis" carícias y mimos, pero sin abusar de ellos, le dice la experimentada mujer, con esto mejora la situación y el Delfín visita cada noche a la Delfina pero no se consuma el matrimonio. Pasan dos años y la Emperatriz se impacienta ¿qué pasa con el heredero?. Marie Antoinette le confiesa a su madre de que podría ser «maladresse et jeunesse», en torpeza y juventud.

Pero la madre interviene de nuevo. Hace llamar al médico de la corte. Van Swieten y lo consulta sobre la incapacidad del delfín. El medico se encoge de hombros. Si una muchacha con tales atractivos no logra inflamar al Luis augusto, quedara sin efecto todo procedimiento medicinal. Marie teresa escribe a parís carta tras carta, finalmente, el propio Luis XV, con gran experiencia y ejercitado maestro en estos terrenos, interroga a su nieto: “¿es que no amas a tu esposa? A lo que él le respondió: la amo mucho con mi vida, no podría vivir sin ella, y estoy seguro que ella me aprecia pero necesito tiempo, solo un poco más de tiempo”. El médico de la corte, Lassone, es iniciado en el secreto y entonces se pone de manifiesto que esta impotencia del Delfín no es producida por ninguna causa espiritual, sino por un insignificante defecto orgánico: una fimosis.

“quien dice que el frenillo sujetó tanto el prepucio, que no cede a la introducción y causa dolor vivo en él, por el cual se retrae su majestad del impulso que conviene. Quien supone que dicho prepucio esta tan cerrado que no puede explayarse para la dilatación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo cual no llega la erección al punto de elasticidad necesaria” (informe secreto del embajador español).


Se suceden consultas tras consultas para saber si debe intervenir con su bisturí el cirujano, como se murmura cínicamente en las antecámaras. También María Antonieta, instruida por sus amigas experimentadas, hace todo lo posible para inducir a su esposo a que se someta al tratamiento quirúrgico. "Yo trabajo para determinar la pequeña operación que ya ha sido discutido y creo que es necesario" (escribe a su madre en 1775).

Pero Luis XVI, Delfín entre tanto ha llegado a ser rey, pero al cabo de cinco años sigue todavía sin ser esposo. Lo retrasa y titubea, prueba y vuelve a probar y esta terrible, repugnante y ridícula situación de eternos ensayos y eternos fracasos, provoca la burla de toda la corte, la rabia de Marie teresa y la humillación de Luis XVI, se prolonga aun durante otros veinticuatro meses, por siete años de ridículas luchas, por estas dos mil noches en las cuales María Antonieta, como mujer y como esposa, ha sufrido las más extensas humillaciones de su sexo.

"la frialdad del delfín, un joven esposo de tan solo veinte años, en relación con una mujer bonita para mi es inconcebible". la emperatriz Marie Teresa al embajador Mercy (3 enero de 1774).



El secreto traspasa sus habitaciones: charlan de ello todas las camareras, todas las damas de la corte, los caballeros y los oficiales, la servidumbre lo saben y las lavanderas de palacio. Hasta en su propia mesa tiene que soportar el rey algunas bromas pesadas acerca de ello. Este es el comienzo de la hostilidad hacia Marie Antoinette ya que no se acusaba a Luis Augusto el de la ausencia de descendencia, sino a Marie Antoinette, que como mujer se veía humillada frente a todos, desde sus damas, hasta su servicio y las mujeres del mercado murmuraban sobre la ineptitud de ella al no ser lo suficiente mujer de provocar que su esposo la hiciera su mujer. Cuando la carroza de Marie Antoinette pasaba clandestinamente en las madrugadas por París las mujeres del mercado al reconocerla alzaban a sus hijos en señal de burla por su incapacidad.

Como la capacidad de engendrar de un Borbón, en cuanto a la sucesión del trono, constituye un asunto de alta política, todas las cortes extranjeras se mezclan en el asunto del modo más insistente. Se hacen informes detallados del delicado asunto en las cortes de Cerdeña, Prusia y Sajonia; el más celoso de todos ellos, el embajador español, el conde de Aranda, hasta llega a hacer examinar las sabanas del lecho real por criados sobornados, para seguir del modo más minucioso la posible pista de todo suceso fisiológico. Por todas partes, por toda Europa, se ríen y bromean reyes y príncipes sobre el bochornoso asunto de su colega. No solo en Versalles, sino en todo parís y en Francia entera, la vergüenza conyugal del rey se habla en todas las calles, vuela de mano en mano en forma de libelos, panfletos y coplas pornográficas.


Esto determina el carácter del rey y la reina: Luis XVI se vuelve retraído, en la vida pública le falta la fuerza necesaria para decidirse a actuar. No sabe presentarse en público: no es capaz de mostrar una voluntad, ni mucho menos de imponerla. Desmañado, tímido y secretamente avergonzado, huye de toda sociedad en la corte y especialmente del trato con las mujeres. A veces intenta imponerse violentamente cierta autoridad, darse una apariencia viril, pero entonces se coloca siempre en un peldaño demasiado alto: se convierte en grosero, brusco y brutal, típico gesto de fingida fuerza, en la cual no cree nadie. Pero jamás logra presentarse a la gente de un modo libre, natural y consciente de sí mismo, y mucho menos con majestad. Porque no sabe ser hombre en su dormitorio, tampoco logra presentarse ante los otros como rey.

Sus aficiones personales son varoniles: la caza, duros ejercicios corporales y su taller de herrero. Apenas Luis se ha puesto su uniforme de gala y se presenta en medio de sus cortesanos, descubre que aquella fuerza es solo muscular y no del corazón, y al punto se ve turbado. Rara vez se le oye reír, rara vez se le ve realmente feliz y divertido.


Pero este sentimiento de secreta debilidad actúa del modo más peligroso en sus relaciones con su mujer. Luis XVI no encuentra a gusto en modo alguno, la vertiginosa y turbulenta manera de divertirse de la reina, la sociedad que la rodea, su disipación, su frivolidad nada regia. Pero no tiene ni la voluntad ni las fuerzas para intervenir en ello, se sonríe de sus excesos y en el fondo está orgulloso de tener una mujer universalmente admirada. Además ¿Cómo puede un hombre, con una mujer ante la cual todas las noches se cubre de vergüenza y que le conoce como desvalido y ridículo, desempeñar durante el día papeles de amo y señor?.

Por su incapacidad viril, Luis XVI aparece plenamente indefenso ante su mujer, sometido a ella, superior a él en inteligencia y se echa a un lado, consiente de su inferioridad, para no quitarle la luz. A su vez ella sonríe de este marido cómodo, pero lo hace sin malignidad, pues también ella lo quiere en cierta indulgente forma. Pues la deja regirse y gobernarse según su capricho; se retira delicadamente cuando siente que no es deseada su presencia; no penetra jamás sin anunciarse en la cámara de su esposa; marido ideal que, a pesar de su espíritu ahorrativo, vuelve siempre a pagar las deudas de la reina, le consiente todo. Cuanto más vive con Luis XVI, tanto más crece en ella la estimación por el carácter de su esposo, altamente merecedor de respeto, a pesar de todas sus debilidades.

Con desesperación ven los ministros, ve la emperatriz madre, ve toda la corte, como por esta trágica flaqueza todo el poder va a caer en manos de una joven aturdida, la cual lo malgasta con la mayor ligereza. Hasta cuando Luis XVI llego realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debería ser el dueño de Francia, continuo siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, solo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido.


No menos fatalmente influye el fracaso sexual de Luis XVI en el desenvolvimiento espiritual de María Antonieta. Su castidad despreocupada e intacta virginidad, durante dos mil noches su sexualidad es excitada infructuosamente de esta manera insatisfactoria, vergonzosa y deprimente, que ni una sola vez sacia sus apetitos. De este modo, no es necesario ser medico neurólogo para dictaminar que aquel fatídico exceso de vida, aquel perpetuo ir y venir y nunca estar satisfecha, aquella voluble carrera de placer en placer, son directa consecuencia típicamente clínica de un permanente esta de excitación sexual no satisfecha, producido por su esposo. Porque, en lo profundo de su ser, no ha sentido nunca verdaderas emociones y no ha podido sosegarse, esta mujer, aun no poseída al cabo de siete años de matrimonio, tiene necesidad de movimiento y ruido en torno de si, y lo que fue un infantil y regocijante afición al juego, se convierte poco a poco en un delirante y enfermizo furor de diversiones, considerado como escandaloso por toda la corte y contra la cual Marie teresa trata de luchar vanamente.

Lo mismo que en el rey la vitalidad insatisfecha se trasforma en rudo trabajo de herrero y en pasión por la caza, en oscuro y fatigante esfuerzo muscular, en la reina la falsamente dirigida y desaprovechadamente fuerza de sentimientos se refugia en tiernas amistades con mujeres, en coquetería con caballeros jóvenes, en preocupaciones por el adorno de su persona y otras satisfacciones semejantes, insuficientes para su temperamento.

Noches y noches huye del lecho conyugal, el triste lugar de su femenina humillación, y mientras su esposo y no esposo duerme profundamente reposando de las fatigas de la caza, ella se arrastra hasta las cuatro o las cinco de la mañana por bailes de ópera, salas de juego, cenas con compañías dudosas, excitándose con pasiones ajenas, reina indigna por haber caído en manos de un esposo impotente. Trata de llenar ese vacío que tiene de una manera equivocada, cada año que prolonga su desgracia hace que se vuelva cada vez más frívola, pero aquel vacío de amor nunca se llena, a pesar de que tenga el vestido más brillante, el diamante más caro, los zapatos más hermosos, el tocado más alto, nada de eso la satisface, es más, se siente más vacía que nunca, y esto se nota cuando le escribe a su madre que su parienta la duquesa de Chartres ha dado a luz en su primer embarazo a un niño muerto: “por muy espantoso que tenga que ser eso, querría por lo menos llegar hasta ahí”. Esto resume la desesperación de María Antonieta de ser madre.


Todo esto, no obstante, habría sido solo una tragedia privada, una desdicha como las que también hoy ocurren a diario detrás de las cerradas puertas de la intimidad. Pero las consecuencias de tal disgusto conyugal se extiende mucha más allá de la vida privada. Marido y mujer son aquí rey y reina; sin evasión se hallan siempre ante el deformante espejo cóncavo de la atención pública. Lo que en otros permanece secreto, alimenta en este caso charlas y murmuraciones. Una corte tan burlona como la francesa no se contenta, naturalmente, con la dolorosa comprobación de la desgracia. Sino que husmea sin cesar en torno a la cuestión de cómo se resarcirá María Antonieta del fracaso de su esposo.

Desde entonces toda la odiosa banda de chismosos no se preocupa más que de averiguar con quien engañara a su esposo. Justamente por no poder decirse nada preciso, el honor de la reina cae en frívolos comadreos. Un paseo a caballo con cualquier caballero y ya los desocupados charlatanes le han nombrado amante; una excursión matinal por el parque con damas de la corte y caballeros, y al punto se refieren las orgias más increíbles. Constantemente, el pensamiento de toda la corte está ocupado con la vida amorosa de la desengañada reina: los chismorreos se convierten en canciones, libelos y versos pornográficos. Primero son las damas de la corte las que se pasan de una a otras, detrás del abanico, esos versillos; después salen zumbando procazmente fuera de la real casa, son impresos y tienen gran éxito entre el pueblo.

depravada y pervertida, aquella gente no puede comprender lo natural, y pronto comienzan los cuchicheos y conversaciones sobre sádicas tendencias de la reina. "con gran liberalidad me han atribuido ambas inclinaciones, hacia las mujeres y hacia los amantes", le escribe, con toda franqueza y alegría, Marie Antoinette a su madre, bien segura de sus sentimientos; su sinceridad orgullosa desprecia a la corte, a la opinión publica y al mundo entero.

 

Los aparentes ridículos de las primeras noches y de los primeros años de la vida conyugal dan forma no solo al carácter de ambos esposos, sino que determina la configuración general del mundo. Las consecuencias venideras en esta muchacha de dieciocho años, ya reina, que bromea, sin sospecha alguna, con su marido inepto! Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un patíbulo lo que se alza al término de su vital carrera. Pero aquellos esposos destinados desde su origen a una suerte negra no reciben de los dioses ninguna indicación ni advertencia. Les dejan recorrer su camino, despreocupados y sin presentimientos, y desde el fondo de su propia persona, su destino crece y avanza a su encuentro.

domingo, 4 de junio de 2017

TRIANON: EL REFUGIO DE LA REINA MARIE ANTOINETTE


Con mano ligera y juguetona, María Antonieta coge la corona como un inesperado regalo; es todavía demasiado joven para saber que la vida no da nada de balde y que todo lo que se recibe del destino tiene señalado secretamente su precio. Este precio, María Antonieta piensa no pagarlo. Sólo toma a su cargo los derechos de la realeza y deja a deber sus obligaciones. Quiere reunir dos cosas que no son humanamente compatibles: quiere reinar y al mismo tiempo gozar. Como reina, quiere que todo sirva a sus deseos, cediendo sin vacilar ella misma a cada uno de sus caprichos; quiere la plenitud de poderes de la soberana y la libertad de la mujer; por tanto, gozar doblemente de su vida, juvenil y fogosa, poniéndola dos veces en tensión. 

Pero en Versalles no es posible la libertad. En medio d aquellas claras Galerías de Espejos no hay paso alguno que quede oculto. Todo movimiento está reglamentado, cada palabra es transportada más lejos por un viento traidor. Aquí no hay soledad posible ni fácil coloquio entre dos personas; no hay descanso ni reposo; el rey es el centro de un gigantesco reloj que señala, con implacable regularidad, cada uno de los actos de la vida, desde el nacimiento a la muerte, desde el levantarse hasta el irse a la cama; las mismas horas de amor se convierten en una cuestión de Estado. El soberano, a quien todo pertenece, pertenece él a su vez a todo y no a sí mismo. Pero María Antonieta odia toda vigilancia; de este modo, apenas llega a ser reina, cuando ya le pide a su siempre condescendiente esposo un escondrijo donde no tenga que serlo. Y Luis XVI, mitad por debilidad, mitad por galantería, le regala, como donación nupcial, el palacete estival de Trianón, un segundo reino chiquito, pero propiedad particular de la reina, en medio del poderoso reino de Francia. 


En sí mismo, no es ningún gran regalo el que María Antonieta recibe de su esposo al darle Trianón, pero es juguete que debe ocupar y encantar su ociosidad durante más de diez años.

el rey se convirtió en galán –señalo el 31 de mayo de 1774 el padre Baudeau en su crónica -, le dijo a la reina: ¿te gustan las flores? Bueno! Tengo un ramo de flores para ti. Este es el Petit Trianon”.

“señora, ahora soy capaz de satisfacer sus gustos -según los relatos de Bauchaumont- os ruego que acepte para su uso el Petit Trianon. Estos bellos lugares siempre han sido la residencia favorita de los reyes y debe así ser suyo”.


Con Trianón, este espíritu desocupado ha encontrado por fin una ocupación, un juego, que se renueva constantemente. Lo mismo que a la modista vestido tras vestido, lo mismo que al joyero de la corte alhajas siempre distintas, también tiene María Antonieta que encargar siempre algo nuevo para adornar su pequeño reino; al lado de la modista, del joyero, del director de ballets, del profesor de música y del maestro de baile, ahora el arquitecto, el constructor de jardines, el pintor, el decorador, todos estos nuevos ministros de su reino en miniatura, le llenan largas horas, ¡ay!, tan espantosamente largas, vaciando al mismo tiempo del modo más intenso el bolso del Estado. La principal preocupación de María Antonieta es su jardín, el cual, naturalmente, no debe semejarse en nada a los históricos jardines de Versalles; tiene que ser el más moderno, el más a la moda, el más original, el más coquetón de toda aquella época, un verdadero y auténtico jardín rococó.

De nuevo, María Antonieta, sabiéndolo o no sabiéndolo, sigue con este deseo el transformado gusto de su tiempo. Pues la gente ya está harta de los campos de césped, llanos y trazados a cordel por el general de jardinería Le Nôtre; de los setos recortados como con una navaja de afeitar, de sus geométricos adornos fríamente calculados en la mesa de dibujo, todo lo cual debía mostrar ostentosamente que Luis XIV, el Rey Sol, no sólo obligó al Estado, a la nobleza, a las clases sociales, a la nación entera, a adoptar la forma exigida por él, sino también al paisaje. La gente ha contemplado hasta hartarse esta verde geometría; está fatigada de esta masacre de la naturaleza; lo mismo que en todo el malestar cultural de la época, también en este punto vuelve a ser el enemigo de la «sociedad» Jean-Jacques Rousseau, el que pronuncia la palabra salvadora al exigir en La nueva Eloísa un «parque natural» .

Grabado que muestra el jardín ingles del Petit Trianon.
Cierto que, indudablemente, María Antonieta no ha leído jamás La nueva Eloísa. A Jean-Jacques Rousseau lo conoce, en el mejor de los casos, como compositor de ese rústico musical que se llama Le devin du village . Pero las concepciones de Jean-Jacques Rousseau flotan entonces en el aire. Marqueses y duques tienen los ojos llenos de lágrimas cuando se les habla de este noble defensor de la inocencia ( homo perversissimus en su vida privada). Le están agradecidos porque, después de haber agotado ellos todos los procedimientos para excitar sus nervios, les ha revelado dichosamente un último incentivo: el juego con la ingenuidad, la perversión de la inocencia, el disfraz de lo natural. Claro que también María Antonieta quiere tener ahora un jardín «natural», un paisaje «inocente»; a la verdad, el más natural de todos los jardines naturales de última moda. Y para ello reúne a los mejores y más refinados artistas del tiempo, a fin de que, del modo más artificial, le creen, a fuerza de sutileza, el jardín más ultranatural.

El templo del amor en el Trianon!
sin duda uno de los lugares mas hermosos y símbolo del amor entre Luis y Marie Antoinette.
Porque, ¡moda del tiempo!, se pretende en estos jardines «anglochinescos» no sólo representar a la naturaleza, sino la totalidad de la naturaleza; en el microcosmos de un par de kilómetros cuadrados figurar, en un resumen de juguete, el universo entero. Todo debe estar reunido en este minúsculo terreno: árboles franceses, indios y africanos, tulipanes de Holanda, magnolias del Mediodía, un lago y un riachuelo, una montaña y una gruta, románticas ruinas y casas de aldea, templos griegos y perspectivas orientales, molinos de viento holandeses, el norte y el sur, el este y el oeste, lo más natural y lo más extraño, todo artificial y todo que parezca auténtico, hasta un volcán arrojando fuego y una pagoda china quiso primitivamente el arquitecto estilizar en aquel trozo de terreno, grande como la mano, felizmente pareció que su proyecto resultaba demasiado caro. Impulsados por la impaciencia de la reina, centenares de obreros comienzan a hacer surgir como por encanto siguiendo los planes del constructor y del pintor, en medio del paisaje real, otro paisaje lo más pintoresco posible a intencionadamente tierno y natural. 

Detalle de una pintura del Belvédère y la gruta en el Petit Trianon de Claude-Louis Chatelet, 1785. 
Primeramente se traza un suave y líricamente murmurador arroyuelo, imprescindible accesorio de todo auténtico idilio pastoril, que come entre las praderas; cierto que el agua tiene que ser conducida desde Marly por una tubería de dos mil pies de largo, con la cual, al mismo tiempo, corre también mucho dinero por aquellos tubos; pero, y esto es lo principal, los meandros de su curso tienen un delicioso aspecto natural. Susurrando suavemente, desemboca el arroyo en el lago artificial, con islas no menos artificiales; se inclina amablemente para pasar bajo los lindos puentes, sostiene graciosamente el deslumbrante plumaje blanco de los cisnes. Como brotando de unos versos anacreónticos, se lanza un peñasco artificial con musgo, una disimulada y artificial gruta de amor y un romántico belvedere; nada permite sospechar que este paisaje, tan conmovedoramente ingenuo, haya sido dibujado, antes de nacer. en innumerables pliegos de colores y que de toda su traza fueran hechos primero veinte modelos de yeso, en los cuales el lago y el arroyuelo estaban representados con trozos de espejo recortados, y las praderas y árboles, lo mismo que en un «nacimiento», por medio de musgo teñido y pegado. Pero adelante.
 
Cada año tiene la reina un nuevo antojo; instalaciones cada vez más selectas y «naturales» deben hermosear su imperio; no quiere esperar hasta que estén pagadas las antiguas cuentas; tiene ahora su juguete y quiere seguir jugando con él. Como esparcidas a la casualidad y, sin embargo, bien calculado el sitio en que se alzan por el romántico arquitecto de la reina, se colocan en el jardín, para aumentar sus encantos, pequeñas preciosidades. Un templecillo consagrado al dios de aquella época, el templo del Amor, se levanta sobre una colinita, y su rotonda, abierta a la antigua, muestra de una de las más hermosas esculturas de Bouchardon, un amor que se construye un arco de mayor alcance con un trozo de la maza de Hércules. Una gruta, la gruta del amor, está tallada con tal habilidad en la roca, que la pareja que allí juguetee descubre a tiempo a los que se aproximen para no dejarse sorprender en sus ternezas. A través del bosquecillo serpentean senderos que se entrelazan; las praderas están bordadas con raras especies de flores; pronto, en medio de la cortina de verde follaje, reluce un pequeño pabellón de música, construcción octogonal de un blanco deslumbrante, y con todo ello, puestas en relación con gusto tan perfecto, unas cosas junto a otras y dentro de otras que, en realidad, en medio de esta gracia, ya no se conoce el artificio estudiado y rebuscado.

Le Belvédère y vista de la gruta del amor en Trianon
En sentido político, su capricho le cuesta más caro a la reina. Pues al dejar ociosa en Versalles a toda la camarilla de cortesanos, le quita a la corte el sentido de su existencia. La dama que tiene que entregar los guantes a la reina, aquella dama que le aproxima respetuosamente su vaso de noche, las damas de honor y los gentileshombres, los miles de guardias, los servidores y los cortesanos, ¿qué van a hacer ahora sin su cargo? Sin ocupación alguna, permanecen sentados el día entero en el Oeil-de-boeuf , y lo mismo que una máquina, cuando no trabaja, es roída por la herrumbre, así se ve invadida esta corte, desdeñosamente abandonada, de un modo cada vez más peligroso, por la hiel y el veneno. Pronto llegan tan adelante las cosas, que la alta sociedad, como por un pacto secreto, evita el concurrir a las fiestas de la corte: que la orgullosa «austríaca» se divierta en su « petit Schoenbrunn», en su « petite Viena»; para recibir sólo una rápida y fría inclinación de cabeza se considera demasiado buena esta nobleza, que es tan antigua como los Habsburgos.

Gluck Playing for Marie Antoinette at the Trianon.
Cada vez más pública y francamente, crece la fronde de la alta aristocracia francesa contra la reina desde que ha abandonado Versalles, y el duque de Lévis describe muy plásticamente la situación: "En la edad de las diversiones y de la frivolidad, en la embriaguez del poder supremo, a la Reina no le gustaba imponerse traba alguna; la etiqueta y las ceremonias eran para ella motivos de impaciencia y de aburrimiento. Le demostraron... que en un siglo tan ilustrado, en el que los hombres se libraban de todos los prejuicios, los soberanos debían librarse de esas molestas ataduras que les imponía la costumbre: en una palabra, que era ridículo pensar que la obediencia de los pueblos depende del número mayor o menor de horas que la familia real pase en un círculo de cortesanos fastidiosos y hastiados... Fuera de algunos favoritos que debían su elección a un capricho o a una intriga, fue excluida toda la gente de la corte. La alcurnia, los servicios prestados, la dignidad, la alta cuna, no fueron ya títulos para ser admitido en el círculo íntimo de la familia real. Sólo los domingos podían aquellos que habían sido presentados en la corte ver durante algunos momentos a los príncipes. Pero la mayor parte de estas personas perdieron pronto el gusto por esta inútil molestia, que sabían que no les era agradecida en modo alguno; reconocieron, por su parte, que era una tontería venir hasta tan lejos para no ser mejor recibidos, y dejaron de hacerlo... Versalles, el escenario de la magnificencia de Luis XIV, adonde se venía ansiosamente de todos los países de Europa para aprender refinadas formas de vida social y de cortesía, no era ya más que una pequeña ciudad de provincia, a la cual no se iba más que de mala gana y de la cual volvían todos a alejarse lo más rápidamente posible". 

Imagenes del Petit Trianon en la serie anime Le Chevalier D'Eon.
También este peligro lo previó desde lejos María Teresa a su debido tiempo: «Yo misma conozco todo el aburrimiento y vacío de las ceremonias de corte, pero, créeme, si se las abandona surgen de ello inconvenientes aún mucho más importantes que estas pequeñas incomodidades, especialmente entre vosotros, con una nación de tan vivo carácter» No obstante, cuando María Antonieta no quiere comprender, no tiene sentido alguno el pretender razonar con ella. ¡Cuántas historias a causa de la media hora de camino separada de Versalles a que vive! Más, en realidad, estas dos o tres millas le han alejado para el resto de su vida, tanto de la corte como del pueblo. Si María Antonieta hubiese permanecido en Versalles, en medio de la nobleza francesa y siguiendo las costumbres tradicionales, en la hora del litigio habría tenido a su lado a los príncipes, a los grandes señores y al conjunto de la aristocracia. Por otra parte, si hubiese intentado, lo mismo que su hermano José, acercarse democráticamente al pueblo, los cientos de miles de parisienes, los millones de franceses la habrían idolatrado. Pero María Antonieta, individualista absoluta, nada hace para agradar a la nobleza ni al pueblo; piensa sólo en sí misma, y a causa de este capricho favorito de Trianón es igualmente mal querida tanto del primero como del segundo y del tercer estado; porque quiso estar demasiado sola gozando de su dicha, estará igualmente solitaria en su desdicha, y se ve forzada a pagar un juego infantil con su corona y con su vida. 



domingo, 28 de mayo de 2017

EL CARDENAL DE ROHAN POR IMBERT DE SAINT-AMAND

  
Louis Rene Edouard de Rohan nació en 1734. Su alto rango le permitió rápidamente convertirse en dignatario eclesiástico. Cuando María Antonieta llego a Francia, en 1770, para casarse con el delfín, fue sufragánea de su tío, el cardenal Constantin de Rohan, príncipe obispo de Estrasburgo. En ausencia de su tío, que estaba enfermo, recibió a la delfina en las puertas de la catedral y le dio la bienvenida a tierras francesas. El 21 de junio, en el próximo año, María Antonieta escribió a su madre: “se dice que el obispo sufragánea de Estrasburgo ira a Viena. Pertenece a una familia muy grande, pero su vida hasta el momento ha sido mucho más la de un soldado que de un obispo”.

Por su parte, María Theresa escribió al conde Mercy, 8 de julio: “tengo todas las razones para estar insatisfecha con la elección de una persona tan inútil para el puesto de embajador de Francia en esta corte. Me hubiera negado a recibirlo, si no hubiera sido detenida por la consideración y la molestia que causaría a mi hija esta acción”.

Jonathan Pryce como el Cardinal Louis de Rohan en el film:The Affair of the Necklace.
Una vez en Viena, el príncipe Luis, por lo que el futuro entonces cardenal representaba extraordinaria pompa y lujo. Su manera de vivir era real: él mantenía un establo de cincuenta caballos, tenía dos carros estatales con un costo de veinte mil francos cada uno, un primer caballerizo, siete ayudas de noble cuna, con su tutor y guardián, dos gendarmes que hacen los honores de la alcoba, un jefe de cocina, cuatro lacayos de librea de oro, seis ayudas de cámara de chambre, doce lacayos de la casa, dos cargadores, diez músicos revestidos en escarlata, un administrador, un tesorero; por último, para el trabajo diplomático, cuatro secretarias y cuatro caballeros. Todo esto ponía a la corte de María Theresa en ridículo. Su galantería era notoria. Siempre estaba en el teatro. Solía llevar diferente uniforme en las partidas de caza.

Un día del corpus, él y toda su embajada, en sus uniformes verdes acuchilladas con oro, rompió a través de una procesión que bloqueo su camino, para unirse a una partida de caza propuesta por el príncipe de Paar. Su prodigalidad era excesiva, y la conducta de su suite era más escandalosa. La emperatriz furiosa escribió al conde Mercy: 19 enero de 1772: “no puedo más que expresar mi desaprobación del embajador Rohan. Utiliza un lenguaje inadecuado a su condición de eclesiástico y como ministro, deja que fluya de la manera más descarada en cada ocasión, sin conocimiento de los asuntos y sin los dones necesarios, lleno de ligereza, presunción e indiferencia... su suite es también una colección de personas que tienen necesidad de mérito y de la moral”.


Todos los días María Theresa se quejó más. Ella volvió a escribir al conde Mercy, 18 marzo 1772: “el príncipe de Rohan me sagrada más y más, él es un hombre brusco... al emperador le gusta hablar con él, pero solo saca estupidez, presumiendo la charla”. 1 septiembre del mismo año: “Rohan es siempre el mismo, casi todas nuestras mujeres, jóvenes y viejas, bonitas y feas, son, no obstante, fascinadas por este villano extravagante y ridículo”. 15 mayo 1773: “él es insoportable” y en julio: “no hay necesidad de esperar cualquier cambio en la conducta del príncipe de Rohan. Él es incorregible y sus sirvientes, los sinvergüenzas, son al igual que su maestro sin valor. Corrompe mi pueblo, exactamente como su maestro corrompe la nobleza. Su insolencia va a los excesos más salvajes”.

Fue durante su embajada en Viena que Rohan perdió la amistad de María Antonieta. Una noche, madame Du Barry leyó en voz alta, en la cámara del rey, en presencia del delfín, una carta en la que el embajador describe a la emperatriz María Theresa como sostiene en una mano un pañuelo con el cual secar las lágrimas que derrama sobre los males de Polonia, mientras que en la otra está llevando una espada con la cual dividir ese desafortunado país. La carta que era confidencial, había sido escrita, no a madame Du Barry sino al duque de Aiguillon. María Antonieta, sin embargo pensaba que fue escrito a la condesa y no pudo perdonar al embajador.

El rey luis XVI recibido por el cardenal de Rohan en el portal de abadía Saint-.Waast (1778).Detalle de grabado.
Su cargo como representante de Francia solo duro dos años. Cuando Luis XVI ascendió al trono, por influencia de la condesa de Marsan fue nombrado gran limosnero de Francia, a la muerte del cardenal de la Roche-Aymon en 1777. Luego se convirtió en príncipe obispo de Estrasburgo en 1779, a la muerte de su tío, cuya sufragánea el había sido. Obtuvo el sombrero de cardenal a través del favor de Stanislao Poniatowski, rey de Polonia y la abadía de Saint-Waast, con un enorme ingreso. Fue admitido en la academia francesa y elegido director de la Sorbona.

Parte de la época en que vivió en parís, los hizo en la espléndida mansión de la Rue Vieille de Temple, que es ahora la imprenta nacional, y parte de las veces en Saverne, en un magnifico palacio. La baronesa de Oberkirch que lo visito allí en 1780, quedo impresionada por la pompa que esta representaba. Ella lo describe tan guapo, educado, majestuoso, que sale de su capilla en una sotana de seda escarlata y cubierto de joyas de un valor inestimable. Cuando él oficio en Versalles llevaba un alba, para las grandes ceremonias, encajes valiosos que apenas se atrevían a tocarlo; los brazos y el lema se dispusieron en medallones por encima de las flores grandes, y se estima en un valor de cien mil francos. En su mano llevaba un misal iluminado, una herencia familiar. “él vino a nosotros -madame de Oberkirch continuo- con un aire de galantería de una gran señor y la cortesía como yo rara vez he visto. El cardenal era altamente educado y muy amable”.

panfleto que circulo durante la época del proceso del collar, la gente comienza a darse cuenta de la corrupción en la iglesia, aunque es bastante ingenioso su forma de critica.
Este apuesto prelado, tan rico y halagado, como gran limosnero de Francia, estaba a la cabeza del episcopado y el clero, ningún obispo podía ver al rey con excepción de su permiso. Pero no estaba satisfecho con ser un príncipe de la casa de Rohan, cardenal, gran limosnero de Francia, caballero del espíritu santo, obispo de Estrasburgo, príncipe de Hildesheim, abad de Noirmoutiers y de Saint-Waast, director de la Sorbona, supervisor del asilo de ciegos, poseedor de ingresos entre 800,000 francos de los ingresos de la iglesia, miembro de la academia francesa, un hombre de la más alta moda, favorito de todas las finas damas de la corte de Viena y Versalles: este hombre ambicioso quería algo más. Lo que pidió al destino. Tener el poder ilimitado y el rango de primer ministro, la alegría de ver a todos sus rivales a sus pies.

escena del film The Affair of the Necklace, donde vemos como el cardenal sueña con la reina entregándole las insignias de primer ministro.
Pero que impidió la realización de esta visión del orgullo y la gloria. Solo una persona, la reina. ¿Cómo podría, él tan glorioso y fascinante, no tuvo éxito en conquistar a esta mujer? El príncipe de Rohan, no agrada a la reina! María Antonieta siguió manteniendo una helada actitud hacia él. Ella nunca le dirigió una palabra para el gran limosnero de Francia. Él de buena gana habría dado todos sus ingresos de la iglesia por una palabra, por una sonrisa. Su más ardiente deseo era convertirse en su favorito, el cual era el objetivo de su mente.

-tomado del libro: Marie Antoinette And The End Of The Old Regime -Imbert De Saint Amand 

domingo, 21 de mayo de 2017

EL CASO DE GUINES

En medio de la coronación de Reims y los primeros meses de reinado, María Antonieta se vio envuelta en una disputa en la cual no tenía nada que ver pero tomo partido influenciada por la camarilla de la cual se estaba rodeando. La resolución del llamado “affair de Guines” se convirtió en una lucha de voluntades políticas.

El conde de Guines, embajador de Francia en Inglaterra, había sido demandado en 1772 por su ex-secretario, que lo acuso de malversación de fondos, ganancias ilícitas y divulgar secretos de estado para sus propios intereses. El señor de Garnier estaba mostrando una venganza terrible, porque había sido arrojado a la bastilla durante varios meses por especulación en algunos casos de contrabando, además su amo lo había abandonado.

Retrato del duque de Guines. artista:Louis Vigée
En 1772, el duque de Aiguillon fue ministro de asuntos exteriores y Guines, a principio de las investigaciones, se creía la victima de un complot dirigido contra los amigos de Choiseul. Una lluvia de libelos cayó sobre parís. El juicio en Chatelet se prolongo, en la adhesión de Luis XVI, el conde de Guines había escrito al nuevo rey para desafiar a D`Aiguillon y buscar justicia. Vergennes como canciller aprovecho la oportunidad para deshacerse de Guines de esta embajada y si es posible de otras embajadas futuras. Junto a Maurepas apoyaron a D`Aiguillon, y el rey se mostro reacio a tomar partido a pesar de las incesantes recriminaciones de la reina. María Antonieta, que no sabía nada de la realidad de este caso, soñaba con la absolución brillante de Guines y ofensivamente la desgracia para D`Aiguillon. Por consejo de Besenval, María Antonieta comenzó a trabajar en contra del ministro. No pasaba un día sin que ella atacara al rey sobre este tema. Aburrido por las escenas de su esposa, vencido por las lágrimas, Luis XVI prometió el exilio de Aiguillon a su tierra.

Armas ancestrales de la familia de Guines.
Al comienzo del nuevo año de 1775, Turgot había terminado de desarrollar el texto de cuatro edictos cuyas consecuencias fueron, más o menos de largo plazo, a alterar las estructuras de la monarquía. Luis XVI palideció ante los archivos preparados por su ministro. Mientras el rey y el ministerio pensaban solo en edictos, una segunda ráfaga del caso de Guines cayó. Impulsada por los más desastrosos asesores, María Antonieta locamente participo de nuevo en esta dudosa batalla.

Vergennes había revelado en el consejo que el conde de Guines, que desde hace varios meses, había recuperado su embajada en Londres, se entrego a extrañas negociaciones diplomáticas. Había asumido iniciativas peligrosas y fuera de lugar, en contra de las instrucciones del rey y Vergennes. De hecho, él había sugerido a la embajada española que, denunciando el pacto de la familia franco-español, Luis XVI no apoyaría a Carlos III si se fuera a la guerra contra Portugal para ajustar a su favor la vieja disputa colonial de América.

El conde Mercy fue el primero en advertir a la reina sobre este peligroso hombre. así lo describe en una carta a la emperatriz,17 de junio de 1779: " Estoy cada vez más triste con la influencia momentánea que lleva el duque de Güines con la reina. Este personaje es peligroso en varios aspectos, que es bastante inteligente, intrigante, un personaje muy ambiguo, muy ambicioso y aliado abiertamente con el conde de Maurepas".
Guines había declarado además, a la corte de St. James que Francia nunca iría a ayudar a los “insurgentes” de América. Por lo tanto ¿con que propósito fue trabajar el conteo de Guines? Sus maniobras fueron el resultado de un espíritu áspero o un proyecto de plan que llevaría a Francia a la guerra? El embajador se inspiro por Choiseul, que defendía una guerra de venganza contra Inglaterra, para volver al poder por un conflicto? Algunos especulaban.

Recordando la implacabilidad con que María Antonieta había apoyado al embajador en el caso anterior en su contra, los ministros buscaron maneras de neutralizarla. Los Choiseulistas, que permanecieron en una expectativa cautelosa durante días, cambiaron repentinamente de táctica. Pusieron a Guines como una víctima de Malesherbes y Turgot. “la visión del partico era obligar al departamento a justificar públicamente al señor de Guines y obligarlo a reparar. Su esperanza es revertir a Vergennes, perturbar el funcionamiento de un ministerio unido y desacreditar a Malesherbes y Turgot”-señalo el Abad de Veri.

Grabado de Adrien-Louis de Bonnières como conde de Guines.
Para evitar que María Antonieta se convirtiera en jefe de la camarilla de Guines, Turgot tuvo la idea de convocar al embajador no solo para el rey y sus ministros, sino también a la reina. El Abad de Veri señalo: “en el fondo del corazón honesto, aunque en presencia de la reina, Turgot dijo -los intereses del rey son básicamente los intereses de la reina, y una mujer debe tener alguna influencia en las decisiones del rey, ¿no sería mejor, ya sea la suya una Pompadour o una Du Barry? Nuestro cargo es iluminar su camino cuando estamos con ellos y evitar los peligros de la falta de ignorancia y la intriga”.

María Antonieta que sin duda sintió la ofensa de Turgot tomo la causa del conde de Guines contra el departamento, poniéndose a la cabeza de una verdadera cábala. El 3 de marzo Guines, finalmente regreso a Francia, entrego una carta a Vergennes en la que quería aclarar ante los ojos del rey y de asegurar que él no se había hecho indigno de la protección de la reina. Sin embargo el caso de Guines fue aplazado a una fecha posterior debido a que el rey y los ministros estaban demasiado preocupados con los edictos de Turgot.
 
Grabado del duque de guines entonces ya con su titulo.El Duque de Levis nos ha dejado el siguiente retrato. "El Duque de Guines fue embajador en Berlín antes de ser enviado a Inglaterra. tenía más espíritu y, sobre todo, más habilidad que el cardenal de Rohan, y la Reina tenia mucho gusto por él que tenía una aversión al cardenal. estaba más favorecido a su vanidad de haber agradado al gran Federico, que lo admitió en sus amigos íntimos y a menudo tocaba música con él, porque estaban jugando tanto en la flauta en una gran perfección en Versalles, fue considerado uno de los hombres más amables de la corte y, de hecho, era una broma fina y picante en lugar de sátira, la burla era su fortaleza y su gravedad era tan imperturbable”.
El 10 de mayo de 1776, a pesar de que aun no eran oficiales, dos noticias corrieron con la velocidad de un rayo: Turgot fue deshonrado y el conde de Guines se convirtió en duque. La destitución de Turgot no sorprendió, pero la segunda dejo a la corte aturdida. “la gracia que el rey acaba de hacer al señor de Guines nombrándolo duque es el trabajo de la reina -escribió Creutz a Gustavo III- esta princesa se ha comportado en este caso con un secreto y habilidad por encima de su edad, ella nunca dijo una palabra en público sobre este caso todo este tiempo; se creía que se había dado por vencida y de repente, nos acaba de dar el efecto más grande estallando en su haber. Ya no dudamos el poder que tiene sobre el rey”.

Esta vez Mercy parece muy preocupado: “no puedo y no debo ocultar su majestad -escribió a la emperatriz- en las últimas semanas, las cosas tomaron un giro aquí contrario al verdadero bien de la reina... me digno a observar los efectos del crédito de la reina, que podría ganar un día los justos reproches de su marido y de toda una nación. En el caso de Guines, el rey estaba en una clara contradicción con ella misma. Mediante cartas escritas de su propia mano al conde Vergennes y el conde Guines, completamente opuesta a las otras letras, socava todos sus ministros con el conocimiento de la opinión publica que no conoce algunas de estas circunstancias y que lo hace también consciente de que todo esto se hace por la voluntad de la reina y un tipo de violencia por su parte contra el rey”. Nuevos caprichos, nuevas locuras.

domingo, 14 de mayo de 2017

LA FUGA A VARENNES (1791)

La noche de este 20 de junio de 1791, ni aun el observador más desconfiado habría podido advertir nada sospechoso en las Tullerías: como siempre, los guardias nacionales están en su puesto; como siempre, las camareras y los lacayos se han retirado después de la cena, y en el gran salón están sentados pacíficamente, como a diario, el rey, su hermano el conde de Provenza y los otros miembros de la familia, jugando al chaquete o entregados a una pacífica conversación. ¿Es para asombrarse el que la reina, a eso de las diez, se levante en medio de la conversación y se aleje durante algún tiempo? En modo alguno. Acaso tenga que atender a algún pequeño cuidado o que escribir una carta; no la sigue ningún sirviente y, cuando sale al pasillo, lo encuentra completamente solitario. 

Pero María Antonieta se detiene un instante, con los nervios tensos, y escucha, conteniendo el aliento, el pesado paso de los guardias; después sube corriendo hasta la puerta de la habitación de su hija y golpea suavemente. La princesa se despierta y llama espantada a la segunda gouvernante , la señora Brunier; llega ésta y se asombra de la incomprensible orden de la reina de que vista a todo correr a la niña, pero no se atreve a oponer ninguna resistencia. Mientras tanto, la reina ha despertado también al delfín al abrir las cortinas de damasco del baldaquín del lecho, y murmura tiernamente a su oído: «Ven, levántate; nos vamos de viaje. Vamos a una fortaleza donde hay muchos soldados». Borracho de sueño, el príncipe balbucea alguna cosa; pide un sable y su uniforme, ya que debe estar en medio de soldados. «Pronto, pronto, partamos», le ordena María Antonieta a la primera gouvernante , madame de Tourzel, que hace mucho tiempo que está iniciada en el secreto y que, bajo pretexto de que van a un baile de máscaras, viste al príncipe de niña. Ambas criaturas son llevadas, sin rumor alguno, por las escaleras abajo hasta la habitación de la reina. Allí los espera una divertida sorpresa, pues al abrir la reina el armario de la pared sale de él un oficial de la guardia, un tal señor Malden, a quien el infatigable Fersen ha escondido previsoramente allí. Los cuatro se dirigen ahora con toda rapidez hacia la salida que no está guardada. 

Grabación en representación del rey, la reina, el delfín y la señora de touzel durante el viaje hacia varennes.
El patio está en una oscuridad casi completa. En la larga fila están colocados los carruajes; algunos cocheros y lacayos se pasean ociosos o charlan con los guardias nacionales, que han dejado a un lado sus pesados fusiles -¡tan hermosa y suave es la noche veraniega!- y no piensan ni en el deber ni en el peligro. La reina abre personalmente la puerta y mira hacia fuera: su aplomo no la abandona ni un momento en esta hora decisiva. Y de la sombra de los coches sale un hombre disfrazado de cochero que coge, casi sin decir palabra, la mano del delfín: es Fersen, el infatigable, que desde la mañana temprano viene realizando una tarea sobrehumana. Ha encargado los postillones, ha disfrazado de correos a los tres guardias de corps, colocado a cada cual en su debido sitio. Ha sacado de contrabando de palacio las cosas necesarias para la noche, preparado la carroza y, además, por la tarde, consolado a la reina, conmovida hasta el llanto. Tres, cuatro o cinco veces, en ocasiones disfrazado, otras con su traje habitual, ha ido de un extremo a otro de París para disponerlo todo. Ahora se juega la vida al sacar de palacio al delfín de Francia, y no desea ninguna otra recompensa sino una agradecida mirada de la amada, que a él y sólo a él confía a sus hijos. 

Las cuatro sombras se pierden, deslizándose por la oscuridad; la reina cierra suavemente la puerta. Sin ser notada, con leves y despreocupados pasos, vuelve a entrar en el salón, como si hubiese salido para ir a buscar una carta, y sigue charlando con aparente indiferencia, mientras los niños, conducidos felizmente por Fersen a través de la gran plaza, son colocados en un anticuado fiacre donde al instante vuelven a sumergirse en el sueño; al mismo tiempo, en otro coche, las dos camareras de la reina son enviadas a Claye. Hacia las once comienza la hora crítica. El conde de Provenza y su mujer, que, a su vez huirán igualmente en esta noche, salen del palacio como de costumbre; la reina y madame Elisabeth se dirigen a sus habitaciones. Para no despertar ninguna sospecha, la reina se hace desnudar por su camarera y encarga el coche para salir a la mañana siguiente. A las once y media tiene que estar terminada la inevitable visita de La Fayette al rey; da órdenes la reina para que se apaguen las luces y, con ello, la señal de que puede retirarse la servidumbre. 


Pero apenas se ha cerrado la puerta detrás de las camareras, cuando la reina vuelve a levantarse, se viste rápidamente y, a la verdad, con un traje poco llamativo, de seda gris, y un sombrero negro con un velillo violeta que hace irreconocible su semblante. Ahora no queda más que bajar calladamente la escalerita que lleva directamente hasta la puerta donde espera un hombre de confianza y atravesar la oscura plaza de Carrousel; todo resulta excelentemente. Pero, desgraciada coincidencia, precisamente en este momento se acercan unas luces y un coche, precedido de guardias a caballo y portadores de antorchas: el marquez de La Fayette, que viene de convencerse de que, como siempre, todo está en el más perfecto orden. La reina, ante el resplandor de las luces, se arrima rápidamente a la pared, en la oscuridad, bajo el arco de la puerta, y tan próxima a su persona pasa rozando la carroza de La Fayette, que podría haber tocado las ruedas. Nadie se ha fijado en ella. Un par de pasos más y está junto al coche de alquiler que contiene lo que más ama sobre la tierra: Fersen y sus hijos. 


Más difícil se hace la escapatoria para el rey. Primeramente tiene que soportar aún la visita de todas las noches de La Fayette, y tan larga es aquella vez que hasta para aquel hombre de sangre espesa resulta difícil permanecer tranquilo. A cada instante se levanta de su asiento y se acerca a la ventana, como si quisiese contemplar el cielo. Por fin, a las once y media, se despide el pesado visitante. Luis XVI se dirige a su alcoba, y aquí comienza el último combate desesperado con la etiqueta, que lo protege de una manera excesivamente previsora. Conforme a un antiquísimo uso, el ayuda de cámara del Rey tiene que dormir en su habitación, con un cordón atado a la muñeca, en forma que el monarca sólo necesite mover la mano para despertar al punto al durmiente. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey recibiendo la visita de La Fayette.
Por tanto, si Luis XVI quiere ahora escaparse, el infeliz tiene que librarse de su propio ayuda de cámara. Luis XVI se deja, pues, desnudar sosegadamente; como de costumbre, se tiende en el lecho y cierra por ambos lados las coronas del baldaquín, como si quisiera dormirse. En realidad, sólo espera el minuto en que el criado se traslada al gabinete vecino para desnudarse, y entonces, en este breve momento -la escena sería digna de Beaumarchais-, el rey se desliza rápidamente por detrás del baldaquín; se escabulle, descalzo y en camisa de noche, por la puerta que lleva a la abandonada habitación de su hijo, donde le han colocado un sencillo traje, una grosera peluca y -¡nueva vergüenza!- un sombrero de lacayo. Mientras tanto, el fiel sirviente vuelve a entrar en el dormitorio, con suprema precaución, reteniendo angustiosamente el aliento, por miedo de despertar a su bien amado rey, que descansa bajo el baldaquín, y se amarra, como todos los días, el extremo del cordón a la muñeca. Por la escalera se desliza, entre tanto, en camisa, hasta el piso bajo, Luis XVI, descendiente y heredero de san Luis, rey de Francia y de Navarra, llevando en el brazo la casaca gris, la peluca y el sombrero de lacayo, y allí le espera, para mostrarle el camino, oculto en el armario de pared, el guardia de corps señor de Malden. 

Irreconocible con su sobretodo verde botella y el sombrero de lacayo sobre la ilustrísima cabeza, el rey atraviesa tranquilamente por el desierto patio de su palacio; los guardias nacionales, no muy celosos de su guardia, lo dejan pasar sin reconocerlo. Con ello parece logrado lo más difícil, y a medianoche toda la familia está reunida en el fiacre ; Fersen, disfrazado de cochero, asciende al pescante, y, con el Rey disfrazado de lacayo y su familia, corre a través de París. 
¡A través de París! ¡Desdichada idea la de atravesar París! Pues Fersen, el aristócrata, está acostumbrado a dejarse llevar por sus cocheros, no a guiar él mismo los caballos, y no conoce el infinito laberinto de calles de la intrincada ciudad. Fuera de eso, quiere también por precaución -¡fatal precaución!-, en vez de salir inmediatamente de la ciudad, pasar aún por la calle de Matignon, para comprobar si ha partido ya la gran carroza. Sólo a las dos de la madrugada, en lugar de hacerlo a la medianoche, sale con su precioso cargamento por la puerta de la ciudad; se han perdido dos horas, dos horas irrecuperables. 

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde vemos al rey por fin llegar a la berlina.
Detrás de la barrera del portazgo debe esperar la enorme carroza. Primera sorpresa: no está allí. De nuevo se pierde algún tiempo hasta que, por fin, se la descubre enganchada con un tiro de cuatro caballos y con linternas sordas. Ahora acerca Fersen el fiacre al otro coche, a fin de que la familia real pueda pasar de uno a otro sin mancharse los zapatos -¡sería espantoso!- con el lodo de los caminos franceses. Son las dos y media de la madrugada, en vez de las doce de la noche, cuando por fin se ponen en marcha los caballos. Fersen no economiza los latigazos, y en una media hora están en Bondy, donde un oficial de la guardia los espera ya con ocho nuevos caballos de postas, bien reposados. Aquí hay que despedirse. No es cosa fácil. De mala gana ve María Antonieta cómo los abandona el único ser en quien puede confiar, pero el rey ha declarado expresamente que no desea que Fersen los acompañe más adelante. El motivo se ignora. 

Quizá para no llegar junto a sus fieles partidarios con este amigo demasiado íntimo de su esposa; quizá por consideración hacia el mismo Fersen; en todo caso, consigna éste en su diario: «Il n'a pas voulu» . Por otra parte, está acordado que Fersen los buscará tan pronto estén definitivamente libertados: corta despedida, por tanto. De este modo, Fersen, a caballo, ya se elevan vívidos resplandores sobre el horizonte, anunciando un cálido día de verano, se acerca al carruaje y grita intencionadamente, para engañar a los postillones desconocidos: «¡Adiós, madame de Korff!» .
Ocho caballos tiran mejor que cuatro; al alegre trote de los animales, la inmensa carroza se columpia sobre la cinta gris de la carretera. 


Todos se muestran de buen humor; los niños han dormido bien, el rey está más contento que de costumbre. Bromean acerca de los nombres fingidos que se han adjudicado; la señora Tourzel pasa por ser la distinguida señora madame de Korff; la reina, por gouvernante de los niños, y se llama madame Rochet; el rey, con su sombrero de lacayo, es el intendente Durand; madame Elisabeth, la doncella; el delfín se ha convertido en una niña. Realmente, en aquel cómodo carruaje, la familia se siente más libremente reunida que en su palacio, donde estaban acechados por cien lacayos y seiscientos guardias nacionales; pronto se anuncia aquel fiel amigo de Luis XVI, que jamás le abandona: el apetito. Son desempaquetadas las abundantes provisiones de boca, comen copiosamente en vajilla de plata, vuelan por las ventanillas los huesos de pollo y las botellas vacías, y tampoco son olvidados los buenos guardias de corps. Los niños están encantados de la aventura, juegan en el coche; la reina charla con todos, y el rey utiliza esta insospechada ocasión para conocer su propio reino: saca un mapa y sigue con gran interés el desarrollo del viaje, de aldea en aldea, de caserío en caserío, de legua en legua. Poco a poco se apodera de todos un sentimiento de seguridad. 


En los primeros cambios de tiro, a las seis de la mañana, los ciudadanos están todavía en sus camas y nadie pregunta por los pasaportes de la baronesa de Korff; si pasan ahora felizmente a través de la gran ciudad de Châlons, está ya todo ganado, pues, a cuatro leguas de este último obstáculo, en Pont-de-Somme Vesles, el primer destacamento de caballería espera ya a los viajeros al mando del joven duque de Choiseul. Por fin, Châlons a las cuatro de la tarde. No es, en modo alguno, por malicia por lo que tantas gentes se reúnen delante de la casa de postas. Cuando llega una diligencia se desea obtener de los postillones, con toda rapidez, las últimas noticias de París o, en otro caso, entregarles una carta o un paquetito para la próxima parada; por otra parte, en una pequeña ciudad aburrida, entonces como ahora, es un placer el charlar, gusta ver gente forastera y un hermoso coche. ¡Dios mío, qué cosa mejor puede hacerse en un ardiente día de verano! Con competencia profesional señalan los entendidos la carroza.

grabado que muestra a la familia real durante su viaje.
Comprueban primeramente, con respeto, que todo está flamante y es de una desacostumbrada elegancia, cubierta de damasco, admirablemente tapizada, magníficos equipajes: cierto que los viajeros deben de ser nobles, probablemente emigrados. En realidad, no es escaso el interés por verlos, por conversar con ellos; pero, cosa rara: ¿por qué, pues, estas seis personas, en un maravilloso y ardiente día estival, después de tan largo viaje, permanecen obstinadamente encerradas en su carroza, en lugar de apearse para estirar un poco las piernas o beber, charlando, un vaso de vino fresco? ¿Por qué estos lacayos galoneados se dan descaradamente tanta importancia, como si fuesen algo excepcional? ¡Extraño, muy extraño! Comienza un suave murmullo; alguien se acerca al maestro de postas y le murmura algo al oído. Éste aparece sorprendido, altamente sorprendido. Pero no se mete en cosa alguna y deja que el coche prosiga tranquilamente su viaje; no obstante -nadie sabe cómo-, media hora después, toda la ciudad comenta y chacharea que el rey y la familia real ha pasado por Châlons. 


Pero ellos ni saben ni sospechan nada; por el contrario, a pesar de toda su fatiga, se encuentran grandemente divertidos, pues en la próxima parada los espera ya Choiseul con sus húsares; entonces quedarán acabados los disimulos y fingimientos, se tirará lejos el sombrero de lacayo y se romperán los falsos pasaportes; se oirá por fin otra vez el «Vive le Roi! Vive la Reine!» , gritos que han sido silenciados durante tanto tiempo. Llena de impaciencia, madame Elisabeth mira una y otra vez por la ventanilla para ser la primera en saludar a Choiseul; los postillones alzan su mano, para resguardarse los ojos del sol poniente y ver a to lejos el centellear de los sables de los húsares. Pero, nada. Nada. Por fin descubren a un jinete, pero sólo uno, aislado, un oficial de la guardia que se ha adelantado. 
-¿Dónde está Choiseul? -le gritan.
-Se ha ido.
-¿Y los otros húsares? -No hay nadie aquí.

imagenes de "L'évasion de Louis XVI" donde el rey recibe la mala noticia que los husares se han ido.
 De repente cesa el buen humor. Hay algo que no funciona como es debido. Y, además, va oscureciendo, se hace de noche. Es cosa siniestra viajar ahora por lo desconocido, por lo incierto. Pero no hay vuelta posible, ni posibilidad de detenerse: un fugitivo no tiene ante sí más que un solo camino: ¡adelante!, ¡adelante! La reina anima a los otros. Si faltan aquí los húsares, se encontrarán dragones en Sainte-Menehould, que sólo está a dos horas de camino, y entonces estarán a salvo. Estas dos horas se hacen más largas que el día entero. Mas -¡nueva sorpresa!- tampoco en Sainte-Menehould hay ninguna escolta. Los soldados han esperado largo tiempo, han pasado el día entero en las posadas, y allí, por aburrimiento, han trincado tan recio y armado tal alboroto que han provocado la curiosidad de toda la población. Por último, el comandante, aturdido por una embrollada comunicación del peluquero de la corte, ha considerado más prudente llevarlos fuera de la población y hacerlos esperar más lejos, al borde del camino, quedándose allí él solo. 

Por último llega pomposamente la carroza de ocho caballos y detrás de ella el cabriolé de dos, y constituye, para aquellos buenos ciudadanos, el segundo inexplicable y misterioso acontecimiento del día. Primero aquellos dragones que llegaron y anduvieron dando vueltas por allí, sin que se supiera por qué ni para qué; ahora los dos carruajes con distinguidos postillones de librea. Y ¡fijaos en lo respetuosamente, en la obsequiosidad con que el comandante de dragones saluda a estos extraños huéspedes! No, no es ya respeto, sino reverencia; todo el tiempo, mientras habla con ellos, permanece con la mano en la gorra. El maestro de postas Drouet, miembro del club de los jacobinos y feroz republicano, lo observa perspicazmente. Tienen que ser gentes de la alta aristocracia, o más bien emigrados, chusma dorada a quienes los nuestros deberían echar mano. En todo caso, comienza por ordenar en voz baja a sus mozos de mulas que no se apresuren demasiado para servir a estos misteriosos pasajeros, pero el tiro llega a estar cambiado y soñolientamente sigue tambaleándose la carroza con sus soñolientos ocupantes. 


Mas apenas han transcurrido diez minutos desde su partida cuando, súbitamente, se extiende el rumor -¿ha traído alguien la noticia desde Châlons o el instinto popular ha adivinado rectamente?- de que la familia real iba en aquel coche. Todos se alborotan y agitan; el comandante de dragones advierte al punto el peligro y quiere hacer que sus soldados salgan al galope para ir como escolta. Pero es ya demasiado tarde; la muchedumbre, exacerbada, se opone violentamente, y los dragones, caldeados por el vino, fraternizan con el pueblo y no obedecen ya. Algunos hombres resueltos hacen tocar a generala, y, mientras que todo anda revuelto en estrepitoso tumulto, un hombre aislado toma una trascendental resolución: el maestro de postas Drouet, buen jinete desde su servicio militar, manda que le ensillen un caballo, y a todo galope, acompañado por un camarada, atravesando atajos, precede a la pesada carroza en su llegada a Varennes. Allí será posible realizar un minucioso interrogatorio de los sospechosos viajeros, y si realmente fuera el rey..., entonces, ¡ay de él y de su corona! Lo mismo que en otros millares de ocasiones, también esta vez la acción enérgica de un solo hombre enérgico modifica el curso de la Historia. 

Mientras tanto, el gigantesco coche del rey va rodando por las revueltas del camino que desciende a Varennes. Veinticuatro horas de viaje bajo una cubierta abrasada por el sol, estrechamente oprimidos unos contra otros, han fatigado a los viajeros; los niños duermen desde hace rato, el Rey ha recogido cuidadosamente sus mapas, la reina va en silencio. Sólo falta una hora; una hora última y estarán bajo la protección de una segura escolta. Pero, nueva sorpresa: no hay ningún caballo en el convenido lugar para cambiar de tiro fuera de los muros de la ciudad de Varennes. En la oscuridad, van tanteando por todas partes, llaman a las ventanas y les responden airadas voces. Los dos oficiales que tenían la misión de esperar aquí -no debe elegirse a Fígaro como mensajero- han llegado a creer, por los embrollados discursos del peluquero Léonard, enviado por delante, que el rey no vendrá ya. Se han echado a dormir, y este sueño es tan funesto para el rey como aquel de La Fayette el 6 de octubre de 1789. Por tanto, ¡adelante con los fatigados caballos hasta dentro de Varennes! Acaso allí se encontrará un tiro de recambio. Pero, segunda sorpresa: bajo el arco de la puerta de la ciudad surgen algunos jóvenes delante del postillón delantero y le ordenan: «¡Alto!». En un instante, ambos carruajes se ven rodeados y seguidos por una banda de mancebos. Drouet y su acompañante, que han llegado con diez minutos de anticipación, han ido a sacar de sus camas o de las tabernas a toda la juventud revolucionaria de Varennes. «¡Los pasaportes!», ordena alguien. 


«Tenemos prisa, necesitamos llegar pronto», responde desde el coche una voz femenina.
Es la que pasa por madame Rochet, en realidad la reina, la única que conserva su energía en el peligroso momento. Pero de nada sirve la resistencia; tienen que seguir hasta la próxima posada, la cual ostenta como muestra: «Au grand monarque» -¡qué ironía de la Historia!»-, y allí se encuentra ya el alcalde, abacero de profesión, que responde al sabroso nombre de «Sauce» y que quiere ver los pasaportes. El tenderillo, en el fondo devoto del rey y lleno de miedo de ir a caer en un enojoso asunto, examina rápidamente los pasaportes y dice: «¡Están en regla!». Él, por su parte, dejaría seguir viajando los coches con toda tranquilidad. Pero ese joven Drouet, que no quiere soltar presa, pega un puñetazo sobre la mesa y exclama: «Son el Rey y su familia, y si usted los deja pasar al extranjero, será usted reo de alta traición» . Tal amenaza penetra en un buen padre de familia hasta la médula de los huesos. Al mismo tiempo comienza a retumbar el rebato de las campanas tocadas por los camaradas de Drouet; se encienden luces en todas las ventanas, toda la ciudad está alarmada. En torno a los coches se congrega una muchedumbre cada vez más numerosa; no es posible pensar en proseguir el camino sin acudir a la violencia, pues los caballos de refresco no están aún enganchados. Para salir del apuro, propone el valiente alcalde-tendero que, como quiera que es demasiado tarde para continuar viaje, la señora baronesa de Korff y los suyos pasen la noche en su casa.

 
Hasta mañana temprano, piensa para sí astutamente, tiene que haberse aclarado todo, en un sentido o en otro, y estará libre de la responsabilidad que ha caído sobre él. No queda ningún recurso mejor que dilatar las cosas, y como los dragones no han de dejar de venir, acepta el rey la invitación. No pueden pasar más de dos o tres horas antes de que Choiseul o Bouillé se encuentren allí. De este modo, Luis XVI entra tranquilamente en la casa con su peluca postiza, y su primer acto regio es pedir una botella de vino y un pedacito de queso. «¿Es el rey? ¿Es la reina?», murmuran, inquietos y excitados, las viejecillas y los aldeanos que han acudido allí. 

Pues tan alejada se encuentra entonces una pequeña ciudad francesa de la grande a invisible corte, que ni uno sólo de todos estos súbditos ha visto jamás el semblante del Rey en otra forma que en las monedas, y tienen que enviar ex profeso un mensajero en busca de un noble, a fin de que pueda establecer finalmente si aquel viajero desconocido no es otra cosa, en realidad, sino el lacayo de una tal baronesa Korff o Luis XVI, el cristianísimo rey de Francia y de Navarra. 
 
Otra caricatura que muestra a la familia real pasar por las alcantarillas para escapar ...