lunes, 15 de junio de 2015

EL COSTOSO PALACIO DE SAINT-CLOUD


La futura ampliación de su familia fue la motivación detrás del deseo de María Antonieta para adquirir una nueva propiedad en el otoño de 1784, saint-cloud, hasta entonces propiedad de la familia de Orleans, fue el palacio en cuestión. Con tres hijos, la Muette sería demasiado pequeña en el verano. Saint-cloud seria “una interesante adquisición para mis hijos y para mi”; ella también tenía que pensar en el futuro de los niños más pequeños, en comparación con las perspectivas a la espera del pequeño delfín deslumbrante. Además de ser una propiedad personal, todo esto parecía bastante razonable, al menos desde el punto de vista de la reina.

El precio de 6.000.000 libras fue alto, pero podría ser cubierto por otras ventas, como el castillo de la Trompette en burdeos. Naturalmente, el emperador José saludo con entusiasmo “esta nueva muestra de ternura” por parte del rey, ya que reforzaría la posición de su hermana.

representación de St. Cloud atribuido a Jean-Baptiste Mallet. Este es un gouache que representa el parque de Saint-Cloud en 1782.
Lamentablemente hubo otros intereses en el trabajo más allá de la preocupación materna. La idea de adquirir saint-cloud como una propiedad personal fue probablemente la inspiración de la casa real nombrado en noviembre de 1783, el barón de Breteuil, que lo veían como “el anillo en el dedo de la reina”.

La brecha de manipulación de Breteuil en la venta de saint-cloud en contra de la contraloría de finanzas, el señor de Calonne, María Antonieta nunca le gusto este último, a pesar de ser parte del conjunto polignac. Su reacia negativa a la adquisición de saint-cloud estaba en la superficie  una repulsión predecible contra el gasto. Este palacio provoco una oleada de impopularidad con la decisión imprudente para ser una propiedad personal. No había ninguna tradición de este tipo de regalos a una reina consorte francesa y saint-cloud no era una “casa de placer” apartada como el trianon. Fue, de hecho, lo sufrientemente cerca de parís para que todos tomen nota del comando desconocido “por orden de la reina”. Hubo protestas en cartas patentes del regalo del rey fueron registradas en el parlamento de parís. Uno de los miembros de la cámara grito que era "políticamente incorrecto e inmoral un palacio perteneciente a la reina".

Cualquiera que fuera la hostilidad por la posesión, saint-cloud proporciono a María Antonieta con una nueva oportunidad de disfrutar su amor ardiente por la decoración de interiores, la reina mostro discernimiento en lo que ella escogió y comisiono. De hecho, el elegante espíritu de maría Antonieta es quizás mejor representado por esas exquisitas piezas de su mobiliario que sobreviven hoy para apreciarlas.

festin celebrado en los jardines del saint-cloud en 1786.
58 piezas era de madera con incrustaciones de laca y adornadas con bronce dorado, a menudo con motivos de flores o niños jugando. Los diseñadores, tales como el ebanista Jean Henri Riesener que hizo más de 700 piezas de la colección real en general. La reina tenía una debilidad por los muebles con dispositivos mecánicos, David Roentgen de Neuwied, diseño una hermosa mesa de escribir coronada por la figura realista de una señora tocando un pequeño cavicornio. Sillas doradas y cómodas marquetería con monturas de bronce dorado en el sabor más rico Luis XVI estaban siendo entregadas a Saint-Cloud derecho a los primeros días de la Revolución Francesa. En 1790, Saint-Cloud fue el escenario de la famosa entrevista entre María Antonieta y Mirabeau.

lunes, 8 de junio de 2015

EL TEATRO DE LA REINA MARIE ANTOINETTE EN TRIANON


María Antonieta tenía un gusto por el teatro, una de las pasiones de la alta sociedad francesa, como todos los adolescentes de su tiempo. La opera de Versalles era un teatro de corte donde se jugaron en ocasiones tragedias solemnes; por el contrario, el “teatro privado”, tal como existía en muchas casas de campo, fue más bien la intención de familiares y amigos, que le apostaron a la comedia intima. En abril de 1775, la reina ordeno la construcción de una galería en el gran Trianon, un teatro temporal, con un vestíbulo, una sala semicircular. Pero la reina no estaba satisfecha con esta instalación y pidió a la primavera siguiente, la transferencia de chasis para el invernadero del Petit Trianon. El 23 de julio de 1776 dieron una presentación, a la que asistieron el rey, sus dos hermanos, la condesa de Provenza y las tres tías.

Pero esta breve instalación carecía de maquinaria o escenas que apresuradamente se erigían en el parque cuando era necesario. En 1777, María Antonieta dio la orden a Richard Mique para proponer un proyecto inspirado en la pequeña sala teatral del castillo de Choisy construido por Gabriel y fue rápidamente adoptado; el trabajo comenzó en junio de 1778. Se utilizo el sitio de un antiguo invernadero del jardín botánico de Luis XV, a pocos metros al este de la casa de las fieras. Destinado a ser oculto por los tilos y los setos del jardín ingles y el jardín alpino, la construcción de si mismo con un volumen rectangular sencilla montada en piedra de molino sin ninguna decoración exterior, con tejado de pizarra.

Sin embargo la entrada fue enmarcada por dos columnas jónicas que llevan un frontón triangular decorado con Tímpano, un genio de Apolo. El callejón se había erigido un marco enrejado cubierto de lino crudo, que conecta el teatro con el castillo, para protegerse de la intemperie y sobre todo del sol, y mantener su “complexión de sencillez”.

Anteriormente el escultor José Deschamps, propuso integrar en el frontón los atributos de los cuatro poemas liricos, heroicos, trágicos y cómicos. Pero ellos prefirieron un niño coronado por un laurel y la celebración de una lira, que se esculpió en piedra conflans. Los emblemas de la comedia y la tragedia, sin embargo, se añaden a los dos lados.


El interior, en cambio, estaba ricamente decorado, al menos en apariencia, porque las esculturas fueron hechas en cartón y yeso con líneas en alambre y pinturas en trampantojo. De hecho la reina había prometido que el gasto seria mínimo y el rey no había dudado en utilizar su casete personal, probablemente con el fin de contribuir a los gastos en cortinas y muebles de madera. La construcción costó 141.200 libras. El telón del proscenio, único lujo decorativo, de color azul con flecos de oro. El maquinista Pierre Boullet fue el encargado de la maquinaria del escenario.

La primera actuación se dio en el escenario del teatro de la reina el 1 de junio de 1780 y la inauguración solemne tuvo lugar el 1 de agosto del año siguiente.

La entrada del teatro es a través de un portal de medio punto que da opuesto en dos habitaciones contiguas, y a la derecha, a los pisos superiores. La primera habitación, la chimenea, octagonal, se abre el auditorio por una cerradura de doble puerta equipada y decorada con relieves que representan a las musas, obra de Deschamps.


La habitación, oval, se cuelga con moaré y terciopelo azul, así como los apoyos y los asientos. Originalmente, la iluminación de la rampa está asegurada por medio de ochenta velas reflejadas por un cobre plateado. Durante las actuaciones, la sala toma su iluminación, equivalente tradicionalmente la de la escena, muchas lámparas de aceite dispuestas en cajas de estaño en las cornisas.

El foso de la orquesta puede sostener unos cuarenta músicos y la sala es de unos doscientos asientos. El balcón es apoyado por las consolas conformadas en piel de león y la segunda galería está decorada con un friso de acanto.

El techo pintado original de Jean-Jacques Lagrenée representa a Apolo en las nubes acompañado por gracias y musas, en torno al cual el aleteo de cupidos sosteniendo antorchas.


El teatro está lleno de esculturas, como hemos dicho por razones de economía hechas de cartón, sazonadas con medallas de oro amarillo y verde. los paneles están pintados a imitación de mármol blanco veteado. Se perfora el arco con niños sosteniendo guirnaldas de flores y frutas. En cada esquina una escultura de dos mujeres que sostienen un candelabro con un elegante gesto y llevan un gran cono cubierto con soles, rosas, lirios y las llamas de las velas. El telón, de color azul, con el apoyo de dos bustos de mujeres. El arco frontal incluye dos bueyes y entre ellos, el emblema de la reina sostenido por dos musas.


Se adjunta a la fachada occidental del teatro, un pequeño edificio de una sola planta para albergar a los músicos y artistas detrás del escenario. Por encima del vestíbulo un pequeño apartamento de Richard Mique. Presentado por María Antonieta, fue el arquitecto de honor y una muestra de su indudable talento y sobre todo, un testimonio de su docilidad a los caprichos de la reina.

domingo, 17 de mayo de 2015

EL DUELO DEL CONDE ARTOIS (1778)

Durante el carnaval de 1778 el conde Artois despedido por la ligereza de sus costumbres provoco un duelo de espadas con el duque de Borbón, en el centro de este evento se vieron involucradas dos mujeres.

El conde Artois - cuadro de Henri Pierre Danloux.
En este tiempo el conde Artois se había convertido en amante de madame Canillac y esta a su vez ya había tintineado en el lecho del duque de Borbón. Según el barón de Besenval: “la señora de Canillac, en su primera juventud, era pequeña, tenía un muy buen cutis, características agradables, excepto la nariz, las fosas nasales eran demasiados abiertas y de la boca que era desagradable, pero en general, fue una mujer bonita, cuya frescura desvaneció los defectos... El duque de Borbón pronto la convirtió en su amante, la duquesa se dio cuenta pero en lugar de utilizar o retener el papel de una mujer abandonada o medios suaves para atraer a su esposo, ella dio paso a las etapas de brillo que produjeron las cosas hasta el punto que la señora Canillac se vio obligada a retirarse”.

Bajo estas disposiciones en el baile de la ópera, el conde Artois, que dio su brazo a madame de Canillac, ambos enmascarados hasta los dientes. Se aferró a sus pasos y permitieron la libertad de la danza en el permiso del disfraz. Madame Canillac señalo a su amante a la duquesa que también se encontraba en la ópera y le pidió que fuera desagradable con ella, en una especie de venganza.

El conde Artois se dirigió a ella en la más insultante manera. La duquesa no pudo contener su ira, le arranco las cuerdas de la máscara y él igualmente furioso rompió la máscara que ocultaba el rostro de la dama.

Según los relatos de Alexander Dumas: "Una noche, en el baile de máscaras de la ópera, el conde de Artois dio su brazo a una mujer encantadora, un poco de luz al igual que las damas de la época. Se llamaba la señora de Canillac. Primero dama de honor de la señora de Borbón, algunos de unión, el ruido fue hasta el escándalo la obligó a salir de la casa de la princesa. Esa noche, la señora de Canillac cenó con el conde de Artois y este, en un momento de entusiasmo por los bellos ojos de la señora de Canillac, como Champagne hizo aún más chispeante la noche, el conde de Artois, protegido a sí mismo bajo la máscara, había prometido a su hermosa invitada vengar las declaraciones equivocadas hechas en su contra por la señora duquesa de Borbón: la oportunidad de cumplir su palabra pronto se presentó. Apenas entrado al baile, Su Alteza reconoció la señora de Borbón en un brazo de la máscara; se fue directo a ella, y abordar el caballero que le acompañaba, que trataba la princesa casi como si ella era una hija de alegría. Mientras la señora de Borbón, furioso y con ganas de saber lo que era la máscara que tuvo la audacia de atacar a ella, la señora de Borbón arrancó la máscara y reconoció al conde Artois”.

La duquesa tuvo la prudencia de no decir nada, se olvidó del insulto y todo lo relacionado con ello. El duque de Borbón no estaba satisfecho con las disculpas del conteo realizado en presencia del rey y la familia real, por lo que reto a un duelo de caballeros al conde Artois en el Bois Boulogne para defender el honor de su esposa.

El príncipe de Conde pidió la intervención del rey. Su majestad envió a ambas partes a su gabinete y como cabeza de la familia, les aconsejo pedirse disculpas y ser amigos, olvidando la ofensa. Ellos se reconciliaron al parecer, pero ni el duque ni la duquesa de Borbón estaban satisfechos. El duque no podía impugnar directamente al hermano del rey, pero no pudo ocultar su resentimiento, como descendiente de Enrique IV expresó su deseo de batirse en un duelo.


Orquestado por el padre de este, el príncipe de Conde, la reunión se llevó a cabo el 16 de marzo en el Bois Boulogne. El conde Artois rasgo el brazo de su oponente, por esta “primera sangre” el duelo fue detenido. El duque de Borbón y el príncipe Conde dieron las gracias al conde Artois por haberles hecho el honor de cruzar la espada con un príncipe de su casa. Los príncipes se abrazaron, convencidos de que cada uno había cumplido con su deber.

Según el barón de Besenval: “Tan pronto como entraron en el bosque, donde estaban unos veinte pasos; El conde de Artois tomó su espada en la mano; el duque de Borbón imitado. En él, cada uno tomó su espada desnuda bajo el brazo, y los príncipes se apartaron un lado de la otra, haciendo juntos. Todo el mundo se puso de pie en la puerta de madera, excepto el caballero de Crussol, que acompañaron a Su Alteza Real y el Sr. Vibraye, que había seguido los Borbones.

Al llegar a la pared, Sr. Vibraye que representaban a los dos campeones había mantenido sus espuelas, que puede afectar negativamente a ellos.

- Está bien, dijo a los príncipes.


Sr. Crussol tomó las del Conde de Artois; Sr. Vibraye elimina las del duque de Borbón. Este pensamiento caro al principio porque, levantándose, tomó bajo el ojo en la punta de la espada que el duque de Borbón aún bajo el brazo; un poco más arriba, se perforó el ojo.

El espolón eliminado, el duque de Borbón pidió permiso al señor conde de Artois a quitarse el abrigo, con el pretexto de que le molestaba. El conde de Artois echó; y el pecho descubrimiento, comenzaron a pelear. De repente el color montada en la cara de Su Alteza Real; ganó la impaciencia; redobló, y apretó lo suficiente el duque de Borbón para hacerle romper la medida. En ese momento, el duque de Borbón se tambaleó; la punta de la espada del conde de Artois le pasó bajo el brazo; De Crussol y el Sr. Vibraye convencido de que el duque estaba lesionado, se adelantó para instar a los príncipes de suspender”.


En cuanto al rey, la práctica del duelo estaba prohibido, por lo que condeno a los delincuentes al exilio de unos días: al conde Artois lo envió a pagar su penitencia a Choisy y el duque de Borbón a Chantilly.

domingo, 19 de abril de 2015

LA REINA MARIE ANTOINETTE SE HACE IMPOPULAR


Les Libelles sur Marie Antoinette

La hora del nacimiento del delfín había significado el apogeo del poder de María Antonieta. Al dar un heredero a la Corona había llegado a ser reina por segunda vez. Una vez más, el júbilo mugiente de la multitud le había mostrado inagotable capital de amor y confianza, a pesar de todos los desengaños, había en el pueblo francés para su Casa reinante y con qué poco esfuerzo podría un soberano unir toda la nación a su persona. Ahora sólo necesitaba la reina dar el paso decisivo de Trianón a Versalles y París, dejar el mundo del rococó por el mundo real, su volandera sociedad por la nobleza y el pueblo, y todo estaría asegurado. Pero, una vez más, después de las horas difíciles, María Antonieta se vuelve hacia lo fácil y placentero; tras las fiestas populares comienzan otra vez las costosas y funestas de Trianón. Pero esta vez ha llegado a su fin la gran paciencia del pueblo; María Antonieta ha alcanzado la divisoria de su dicha. Desde ahora en adelante, las aguas corren hacia lo profundo en sentido opuesto.

Al principio no ocurre nada visible, nada sorprendente. Sólo que Versalles está más y más silencioso; que cada vez hay menos damas y caballeros en las grandes recepciones, y los pocos que acuden muestran cierta positiva frialdad en su saludo. Todavía guardan las formas; pero a causa de la forma y no de la reina. Aún inclinan la rodilla en tierra, aún besan cortésmente la mano regia; pero ya no se disputan el favor de una conversación, las miradas siguen siendo sombrías a indiferentes. Cuando María Antonieta va al teatro, ya no se levanta precipitadamente, como antes, el público del patio y de los palcos; en la calle no resuena ahora el tanto tiempo grito familiar de «Vive la Reine!» . Aún no se manifiesta, en todo caso, ninguna pública hostilidad: sólo que se ha perdido aquel calor que antes presentaba un alma favorable al obligado respeto: todavía se obedece a la soberana, pero ya no se aclama a la mujer. Sirven respetuosamente a la esposa del rey, pero ya no se afanan celosamente en torno a ella. No se contradice abiertamente a sus deseos, sino que se guarda silencio: el duro, maligno y astuto silencio de una conspiración.

El cuartel general de esta secreta conjura está repartido entre los cuatro o cinco palacios de la familia real: el de Luxemburgo, el Palais Royal, el de Bellevue y hasta el mismo Versalles, todos se han coligado en contra de Trianón, la residencia de la reina. El coro de la malevolencia está dirigido por las tres viejas tías. No han olvidado todavía que la joven delfina ha huido de su escuela de malignidad y que la reina está muy por encima de ellas; enojadas porque no representan ya ningún papel, se han retirado al palacio de Bellevue. Allí, muy abandonadas y aburridas, permanecen en sus habitaciones durante los primeros años de triunfo de María Antonieta; nadie se preocupa de ellas, porque todas las atenciones se agitan y revolotean en torno a la joven y hechicera soberana, que tiene todo el poder entre sus ligeras y blancas manos.

Pero cuanto más se va haciendo impopular María Antonieta con tanta mayor frecuencia se abren las puertas del palacio de Bellevue. Todas las damas que no han sido invitadas a Trianón, la despedida «Madame Etiqueta», los ministros dimitidos, las mujeres feas y que, por consiguiente, han seguido siendo virtuosas, los gentileshombres retirados, los piratas de colocaciones que no han logrado presa, todos los que aborrecen el «nuevo orden de las cosas», que se duelen melancólicamente de la pérdida de la antigua tradición francesa, de la devoción y de las «buenas» costumbres, se dan cita en este salón de los menospreciados. La vivienda de las tías en Bellevue llega a ser una secreta botica de venenos, en la cual todos los rencorosos chismes de la corte, las más nuevas locuras de la «austríaca», sus aventuras galantes, son destilados gota a gota y conservados en frascos; aquí es donde se establece el gran arsenal de todas las maliciosas comadrerías, la tan temida calumnia; aquí es donde se compone, se leen en voz alta y se ponen en circulación los mordaces escritos que resuenan después alegremente por Versalles; aquí es donde se reúnen, con intenciones aviesas y disimuladas, todos los que querrían que la rueda del tiempo girara otra vez hacia atrás, todos los vivientes cadáveres desengañados, destronados, sin cargo alguno, las larvas y momias de un mundo pasado, toda la acabada generación vieja, para vengarse de ser vieja y acabada. Pero el veneno de este almacenado odio no se dirige contra el «pobre y buen rey», a quien, hipócritamente, compadecen, sino sólo contra María Antonieta, la joven, deslumbrante y dichosa reina. Más peligrosa que esta desdentada gente de ayer y anteayer, que ya no puede morder, sino sólo salpicar la baba, es la nueva generación, que nunca ha logrado todavía el poder y no quiere permanecer más tiempo en la oscuridad.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Versalles, con su conducta exclusivista a indolente, se ha apartado tanto, irreflexivamente, de la verdadera Francia, que ya no advierte siquiera las nuevas corrientes que agitan al país. Una burguesía inteligente acaba de abrir los ojos, se ha instruido acerca de sus derechos en las obras de Jean-Jacques Rousseau, mira en la vecina Inglaterra una democrática forma de gobierno; los que regresan de la guerra de la independencia norteamericana traen el mensaje de que existe un país extranjero en el cual la diferencia de casta y clases sociales ha sido suprimida por la idea de la igualdad y la libertad. Mas en Francia sólo ven estancamiento y decadencia, nacidos de la total incapacidad de la corte.

Unánimemente, a la muerte de Luis XV, había esperado el pueblo que por fin estaría terminada entonces la vergüenza del gobierno de las favoritas, el escándalo de las indignas protecciones; en lugar de ellas, reinan otra vez ahora las mujeres: María Antonieta y, detrás de ella, la Polignac. La burguesía ilustrada ve con creciente amargura cómo se descompone el poder político de Francia, cómo crecen las deudas, cómo decaen el ejército y la armada; se pierden las colonias, mientras que, todo alrededor, los otros Estados se desarrollan activamente; y en dilatados círculos de opinión crece el deseo de poner fin a esta desorganización indolente.

Este mal humor, siempre creciente, de los auténticos patriotas y de los que conciben el sentimiento de lo nacional, se dirige principalmente -y no sin razón- contra María Antonieta. Incapaz y sin deseos de adoptar una verdadera resolución, el Rey -eso lo sabe todo el país- no significa nada como soberano; únicamente es todopoderoso el influjo de la reina. Ahora bien, María Antonieta habría tenido ante sí dos posibilidades: o tomar seria, activa y enérgicamente, lo mismo que su madre, los asuntos del gobierno, o separarse totalmente de ellos. El grupo austríaco intenta sin cesar impulsarla hacia la política, pero es en vano, porque para reinar o correinar habría que leer a diario, de un modo constante, papeles y documentos durante algunas horas; pero a la reina no le gusta leer. Habría que escuchar los informes de los ministros y reflexionar sobre ellos, y a María Antonieta no le gusta pensar. Ya sólo el escuchar significa para su espíritu volandero un severo esfuerzo. «Apenas oye cuando se le dice algo -se queja a Viena el embajador Mercy-, y casi nunca existe la posibilidad de tratar con ella de ningún asunto serio a importante o de atraer su atención hacia una cuestión trascendental. La sed de placeres ejerce sobre ella un poder misterioso.» En las circunstancias más favorables, cuando el embajador la estrecha muy vivamente con un encargo de su madre o de su hermano, responde la reina algunas veces: «Dígame usted lo que debo hacer y lo haré», y, en efecto, va a exponérselo al rey. Pero al día siguiente su inconstancia ha hecho que se olvide de todo, su intervención no va más allá de «ciertos impacientes impulsos» y, finalmente, Kaunitz, en la corte de Viena, acaba por resignarse. «No contemos jamás con ella para nada. Contentémonos con obtener, como de un mal pagador, lo que buenamente pueda obtenerse.» Hay que conformarse, le escribe a Mercy, ya que tampoco en otras cortes las mujeres intervienen en la política.

Pero ¡si, por lo menos, renunciara realmente a tomar en sus manos el timón del Estado! Entonces, siquiera, se habría conservado sin culpa ni responsabilidad. Pero, impulsada por la pandilla de los Polignac, se mezcla constantemente en la política tan pronto como hay que proveer un puesto de ministro, una plaza de gobernación del Estado: hace lo más peligroso que se puede hacer: habla de todo sin conocer, ni del modo más remoto, la materia; actúa como diletante y decide en un punto las cuestiones más capitales; malgasta exclusivamente en provecho de sus favoritos el poder enorme que ejerce sobre el rey.

«Cuando se trata de cosas serias -se lamenta Mercy-, al instante se siente acobardada a incierta en sus gestiones; pero cuando va impulsada por su sociedad pérfida a intrigante, hace todo lo preciso para cumplir los deseos de aquella gente.» «Nada ha contribuido más a suscitar el odio contra la reina -observa el ministro Saint-Priest- que estas intervenciones intermitentes y estos nombramientos injustos de protegidos suyos.» Pues como a los ojos de la burguesía es ella la que dirige los asuntos del Estado; como todos estos generales, embajadores y ministros colocados por ella no se acreditan capaces, el sistema de esta autocracia arbitraria sufre completo naufragio, y como Francia, con una velocidad cada vez mayor de torrente desbordado, camina hacia la bancarrota financiera, toda la culpa cae sobre la reina, del todo inconsciente de su responsabilidad. (¡Ay, si ella no ha hecho sino ayudar a algunas gentes simpáticas!) Todo lo que en Francia desea el progreso, un orden nuevo, justicia y actividad creadora, lanza censuras, se enoja y pronuncia amenazas contra esta despreocupada dilapidadora, contra la eternamente alegre castellana de Trianón, la cual sacrifica loca y neciamente el amor y bienestar de veinte millones de seres a una orgullosa pandilla de veinte damas y caballeros.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Al cabo de diez años de poder malgastados y disipados, María Antonieta se halla ya cercada por todas partes: en 1785, el odio está ya a punto de producir sus frutos. Todos los grupos hostiles a la reina -abarcan casi toda la nobleza y la mitad de la burguesía- han ocupado ya sus posiciones y sólo esperan la señal de ataque. Pero aún es demasiado fuerte la autoridad del poder hereditario; aún no se ha acordado ningún plan preciso. Sólo conversaciones en voz baja, cuchicheos, zumbidos y silbidos de flechas finamente emplumadas se perciben en Versalles; cada una de ellas lleva en su punta una gota de aretinesco veneno, y todas ellas, volando por encima del rey, apuntan a la reina. Hojillas impresas o manuscritas circulan de mano en mano, pasándoselas por debajo de la mesa, y son rápidamente escondidas en la casaca tan pronto como se oye un paso desconocido.

En las librerías del Palais Royal, muy distinguidos señores de la nobleza, que ostentan la cruz de San Luis y hebillas de diamantes en los zapatos, se hacen llevar por el vendedor a la trastienda, el cual, allí, después de haber atrancado cuidadosamente la puerta, saca de cualquier polvoriento escondrijo, entre libracos viejos, el último libelo contra la reina, aparentemente traído de contrabando de Londres o Amsterdam, pero el cual, en realidad, por su impresión asombrosamente reciente, está casi húmedo y hace sospechar que acaso haya sido impreso en la misma casa, en el Palais Royal, que pertenece al duque de Orleans, o en el de Luxemburgo. Sin vacilar, la clientela distinguida paga a menudo más monedas de oro por estos folletos que hojas se contienen en ellos; a veces, éstas no son más que diez o veinte, pero, en cambio, están abundantemente ornadas de lascivos grabados en cobre y salpimentadas de maliciosas bromas. Uno de tales licenciosos libelos infamatorios es el presente favorito que se puede ofrecer a una noble amante, a una de aquellas damas a quienes María Antonieta no hace el honor de invitar a Trianón; un regalo tan pérfido las alegra más que un anillo precioso o un abanico. Compuestos por un desconocido versificador, impresos por manos secretas, esparcidos por manos que no se dejan sorprender, estos difamatorios escritos contra la reina revolotean como murciélagos a través de las verjas del parque de Versalles y penetran en los salones de las damas y en los palacios de provincia; pero si el teniente de Policía quiere perseguirlos se siente de repente paralizado por fuerzas invisibles. Por todas partes se deslizan estos impresos: la reina los encuentra en la mesa de comer, bajo su servilleta; el rey, en su escritorio, en medio de los documentos; en el palco de la reina, delante de su asiento, está clavada en el terciopelo, con un alfiler, una maligna poesía, y por la noche, si se asoma a su ventana, oye las escarnecidas coplas que desde hace mucho tiempo ruedan por todas las bocas.

Les Libelles sur Marie Antoinette

Desde la hora en que la reina se encuentra encinta y este inesperado acontecimiento enoja del modo más profundo en la corte a los diversos pretendientes, se agudiza sensiblemente su tono. Precisamente ahora, cuando ya no es verdad, comienzan todos, intencionadamente y en voz alta, a escarnecer al rey como impotente y a la reina como adúltera, para desde el principio -ya se sospecha en favor de qué intereses -, colocar en posición de bastardía la eventual descendencia.

Especialmente desde el nacimiento del delfín, el indiscutible y legítimo heredero del trono, se dispara con bala rasa sobre María Antonieta desde aquellos ocultos y escondidos escondrijos. Sus amigas, la Lamballe y Polignac, son puestas en la picota como ejercitadas maestras en amorosos servicios lesbios: María Antonieta, como una erotómana insaciable y perversa; el rey, como un pobre cornudo; el delfín, como bastardo.
                                        Les Libelles sur Marie Antoinette

En 1785, el concierto de calumnias se halla ya en su apogeo; está marcado el compás, suministrada la letra. La Revolución sólo necesita después gritar en voz alta por las calles lo que había sido imaginado y versificado en los salones para llevar a María Antonieta ante el Tribunal. Los auténticos motivos de la acusación los ha dictado la corte, y la cuchilla que cae sobre la nuca de la reina ha sido puesta en los rudos puños del verdugo por unas manos aristócratas, delgadas, finas y llenas de anillos.

Los libelos contra María Antonieta son, en aquel momento, el negocio más lucrativo y, al mismo tiempo, no muy peligroso; así, la funesta moda sigue extendiéndose alegremente. El silencio y la charlatanería, el negocio y la ordinariez, el odio y la codicia, colaboran bien y fielmente en el encargo y la difusión de estos escritos. Y bien pronto sus esfuerzos reunidos han alcanzado el apetecido fin: hacer realmente odiada en toda Francia a María Antonieta como mujer y como reina.

Les Libelles sur Marie Antoinette
 
María Antonieta percibe claramente a sus espaldas este maligno poder; conoce los escritos vejatorios y adivina también quiénes son sus inspiradores. Pero su desenvoltura, su innato e ineducable orgullo habsburgués tienen por más animoso despreciar el peligro que salir a su encuentro cauta y prudentemente. Despreciativa, se sacude de su vestido estas salpicaduras. «Nos encontramos en una época satíricas -escribe a su madre con despreocupada mano-; las componen sobre todas las personas de la corte, hombres y mujeres, y la ligereza francesa ni ante el rey se ha detenido. En lo que a mí toca, tampoco he sido perdonada.» Eso es todo; aparentemente, no hay más enojo ni más rencor. ¿En qué puede dañarla que un par de moscones vengan a posarse en su traje? Bajo la coraza de su dignidad real se cree invulnerable para las flechas de papel. Pero olvida que una sola gota de este diabólico veneno de la calumnia, una vez penetrado en el torrente sanguíneo de la opinión pública, puede producir una fiebre ante la cual, más tarde, hasta los médicos más sabios permanecerán impotentes. Sonriente y ligera, María Antonieta pasa al lado del peligro. Las palabras no son para ella más que briznas en el viento. Para despertarla tiene que venir una tempestad.

domingo, 5 de abril de 2015

MADAME DE POLIGNAC ES NOMBRADA INSTITUTRIZ REAL

La reina fue ocupada en lo personal de la educación de sus hijos. Tal preocupación la manifestó a través de sus cartas a su amiga la princesa de Hesse. Una quiebra inesperada y horrible de una familia noble a principios del otoño de 1782, fue por lo tanto de interés particular para la reina porque se trataba de la real institutriz de sus hijos. Esta era la princesa de Guemenee que solo un año antes había desfilado tan felizmente con el delfín recién nacido en medio de las filas de cortesanos.

La quiebra por la suma de 33 millones de libras fue el mayor escándalo en Versalles. Los Rohan-Guemenee, como pareja, habían sido deslumbrante y por un tiempo era difícil creer en el colapso de su futuro tan brillante. La princesa finalmente renuncio a su puesto, el rey y la reina se comportaron tan bien y generosamente con la pareja, a pesar de los consejos del conde Mercy y Vermont que la reina evitara cualquier enredo en este asunto. María Antonieta aseguro una enorme pensión para la princesa en la rendición de su puesto, mientras que el rey compro la propiedad Guemenee en Montreuil.

¿Por tanto quién ocuparía este puesto tan importante? educar al futuro monarca desde niño significaría una influencia enorme de grande. Corrieron rumores de que la reina elegiría a su idolatra madame Polignac. Sin embargo la favorita seducida por la importancia del empleo, trato de anticiparse a decir que no lo aceptaría y siguió manteniendo su punto de vista de elegir una buena ama de llaves. Los cortesanos que se consideraban agraviados, de todos lo que se le concedió, siguieron circulando intrigas contra ella.


El rey se debatió entre dos mujeres; la princesa de Chimay y madame de Duras, pero antes faltaba la opinión de la reina: “me temo, en la adoración aprobada por la princesa de Chimay podría garantizar en nuestros niños el sentimiento de la verdadera piedad. En cuanto a la señora de Duras, ella es muy inteligente y la educación superior va en detrimento de la dedicación. Así que mucho conocimiento puede ser esencial para un gobernador, pero me parece perjudicial para una ama de casa que debe limitarse a desarrollar el alma y el carácter de sus alumnos”.

El rey impresionado por esta sentencia pensó en que su esposa elegiría madame Polignac y se apresuró a difundir que esta iba a ser nombrada institutriz, Luis XVI dio plena confianza y estima a la favorita y más aún en dejar en sus manos la educación de los hijos de Francia. Por tanto la camarilla Polignac tejió una red para ratificar la confianza de la una y ablandar la apatía de la otra. El astuto barón de Besenval estuvo a cargo de este espinoso asunto: “aproveche el momento en que la reina iba de una habitación a otra -dice- me fui a ella y le pregunte lo que pensaba sobre los rumores que circulaban en el palacio, sobre la jubilación de la señora de Guemenee y su reemplazo por madame Polignac. La reina se detuvo y me miro como alguien que presenta una idea totalmente nueva, se quedó un momento sin hablar - ¿madame Polignac?- majestad tiene todas las cualidades necesarias para este puesto, creo que desagradara en el ojo público sino diera esa confianza a su amiga”.

En cualquier nivel normal, la Duquesa de Polignac tenía un carácter dulce y era una buena opción. Compartió las preocupaciones de la maternidad; su cuarto hijo, Camille, nació tres meses después del delfín.

Madame Polignac hablo con la reina. Con lágrimas manifestó su gratitud, luego hablo de las repercusiones que podrían surgir en su contra, pues la duquesa de Grammont codiciaba esta oficina: "no he prometido el puesto a nadie –respondió la reina- y yo solo daré a usted antes que cualquier persona. Confió ciegamente en que usted educara muy bien a mis hijos".


Pero Versalles no era un mundo normal. El peligro no radica en los vicios retratados en los folletos sobre la Polignac con títulos como “la princesa de priape” o “la mesalina francesa”. Tampoco Luis XVI que tomo la molestia de asegurar a la duquesa de antemano que iba a confiar fácilmente a sus hijos. Su dependencia agradeció en la capacidad de Yolanda de aliviar las amarguras de la reina.

Según el conde Mercy “la elección como institutriz no ha recibido la aprobación general”, La noticia no solo sorprendió a Versalles, el disgusto llego hasta Viena donde José II escribió a Mercy mostrando su desagrado: “el nombramiento de la señora Polignac, lo admito, me sorprendió como todas las personas sensatas, pero aun así, es un hecho y yo soy cuidadoso de no hablar en esos términos a la reina, pero no dejo de mostrar mi disgusto como una mujer tan impúdica se le asigné un cargo de tanta importancia”.

El nuevo cargo añadió a la lista de prestaciones de los Polignac, apartamentos en Versalles y el cargo lucrativo de director general de correos, dado al duque de Polignac. Es cierto que por 1782, María Antonieta ya estaba totalmente dominada por el conjunto de los Polignac.

A pesar de todo era una carga muy grande para una mujer de vida tranquila. La infancia del delfín Luis José, nacido débil y delicado, era doloroso, madame de Polignac fue despertada varias veces en la noche por los gritos del joven príncipe, cuya habitación estaba al lado de la suya. Las preocupaciones era la muerte de la esperanza dinástica de Francia. Su angustia se calmo un poco cuando nació el pequeño Luis Carlos, que se produjo tres años más tarde, pero su fatiga se duplica.
 

Mucho cuidado, ya que la rendición de cuantas, había alterado profundamente la salud de madame de Polignac, quien se vio obligada a considerar el retiro. De hecho, la etiqueta prohibió al gobernante alejarse por un momento de los estudiantes. Debía tener el permiso del rey y la reina, que rara vez se concede. Su renuncia no fue aceptada, hemos visto como con dificultad y en qué condiciones se le permitió a madame de Guemenee retirarse.

Esta vez madame de Polignac sintió un rechazo absoluto. Durante el viaje a Fontainebleau y con el pretexto de ir a las aguas solicito por segunda vez la renuncia. El rey termino por aceptada con la condición de que esperara un año para conseguir una persona adecuada para el cargo. La reina agrego que en su retorno de las aguas, ella compartiría con su favorita el cuidado de sus hijos.

Madame de Polignac solo podía retirar su renuncia en presencia de tal testimonio de amistad. Así que fue con su marido a las aguas termales; pasaron dos meses en tierras inglesas. La muerte de la princesa Sofía apresuro su volver.

Pero las horas tristes ya habían comenzado, la furiosa oposición había surgido contra el rey y la reina, en especial con tea la reina que fue criticada por su apego a madame de Polignac. Esta última supuestamente había acorralado todos los cargos, todos los honores para el beneficio de su familia.

domingo, 22 de marzo de 2015

LA CONQUISTA DE PARÍS (1773)

visita oficial de la delfina a paris!
En las noches oscuras, desde las colinas que rodean Versalles se ve claramente el reluciente halo de luces de París reflejándose en el cielo nuboso, tan cercano de la capital está el palacio; un cabriolé de muelles recorre el camino en dos horas; un peatón apenas necesita seis para ello. Por tanto, ¿Qué hubiera sido más natural sino que la nueva heredera del trono hiciese una visita a la capital de su reino dos, tres o cuatro días después de la boda? Pero el verdadero sentido, o más bien la falta de sentido del ceremonial, consiste precisamente en oprimir o torcer lo natural en todas las formas de la vida. Entre Versalles y París se alza para María Antonieta una muralla invisible: la etiqueta. Pues sólo con toda solemnidad, después de un especial anuncio, precedido de un permiso del rey, le es dado al heredero del trono de Francia entrar por primera vez en la capital con su esposa. Pero justamente esta solemne entrada, trata la querida parentela de retrasarla todo lo posible. Aunque entre ellos se aborrezcan mortalmente, las viejas tías beatas, la Du Barry y el par de ambiciosos hermanos, los condes de Provenza y Artois, todos trabajan en común, celosamente, para labrar la valla que cierra el camino de París para María Antonieta; no quieren concederle un triunfo que mostrará de modo harto visible su futura categoría. Cada semana, cada mes, la «camarilla» encuentra un nuevo impedimento, y pasan así seis meses, doce, veinticuatro, treinta y seis; un año, dos años, tres años, y María Antonieta continúa siempre prisionera detrás de las doradas rejas de Versalles. Por último, en mayo de 1773, pierde María Antonieta la paciencia y pasa abiertamente al ataque. Como los maestros de ceremonias, llenos de preocupación, menean siempre dubitativos sus empolvadas pelucas ante los deseos de la princesa, se hace ésta anunciar en las habitaciones de Luis XV. El rey no encuentra en tal pretensión nada de extraordinario y, débil ante las mujeres bonitas, dice al punto que «sí» y «amén» a la charmante esposa de su nieto, con gran enojo de toda la clique. Y hasta le deja libertad para que escoja ella misma el día de la entrada solemne.

María Antonieta elige el 8 de junio. Pero como el rey ha dado definitivamente su permiso, divierte a la petulante princesa hacerle secretamente una jugarreta al odiado reglamento de palacio, que durante tres años ha tenido cerrado para ella el camino de París. Y así como a veces algunos enamorados novios, sin que la familia lo sospeche, anticipan la noche de bodas antes de la bendición sacerdotal, para añadir a su goce el encanto de lo prohibido, también María Antonieta convence a su esposo y a su cuñado, muy poco antes de la entrada pública en París, para hacer allí una excursión secreta. Algunas semanas antes de la visita oficial, ya tarde, por la noche, hacen enganchar las carrozas y, disfrazados y con careta, se dirigen al baile de la ópera, en la Meca, en París, la ciudad prohibida. A la mañana siguiente, como se presenta muy como es debido a la primera misa, esta no permitida aventura queda desconocida por completo. No hay ningún escándalo y, sin embargo, María Antonieta ha tomado su primera venganza de la odiada etiqueta. Después de haber saboreado en secreto el paradisíaco fruto de París, tanto más poderosamente impresiona a la princesa la entrada pública y solemne.

multitudes acuden a  saludar el cortejo que lleva a los delfines en su visita a paris.
Después del rey de Francia, también el rey del cielo da su aprobación solemne: este 8 de junio es un radiante día de verano que atrae, como espectadores, a una muchedumbre que la vista no consigue abarcar. Todo el camino de Versalles a París se transforma en un doble seto humano, ininterrumpido, mugiente, sobre el cual se agitan sombreros, pintorescamente salpicados de banderas y guirnaldas. En la puerta de la ciudad, el mariscal De Brissac, gobernador de la capital, espera la carroza de gala para presentar respetuosamente, en una bandeja de plata, a los pacíficos conquistadores, la llave de la ciudad. Después vienen las placeras del mercado; vestidas con sus mejores galas, presentan las primicias de la estación, frutos y flores, recitando dinásticos versos. Al mismo tiempo retumban los cañones de los Inválidos, del Ayuntamiento y de la Bastilla. La carroza de gala recorre lentamente toda la ciudad; va a lo largo del muelle de las Tullerías hasta Notre-Dame; en todas partes, en la catedral, en los conventos, en la universidad, son recibidos con discursos; pasan a través de un arco de triunfo, erigido expresamente, y por medio de bosques de banderas; pero la acogida más hermosa es la que a los dos les hace el pueblo.


Por docenas de miles, por centenares de millares afluyen las gentes por todas las calles de la gigantesca ciudad para ver a la joven pareja, y el espectáculo inesperado de aquella joven esposa, encantadora y encantada, provoca indecible entusiasmo. Aplauden, lanzan exclamaciones, agitan pañuelos y sombreros; mujeres y niños se apretujan para llegar más cerca, y cuando María Antonieta, desde el balcón de las Tullerías, contempla las inmensas oleadas de aquella delirante muchedumbre, dice casi espantada: «¡Dios mío, cuánta gente!», pero entonces el mariscal De Brissac se inclina hacia ella y le responde con una galantería auténticamente francesa: «Señora, que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres enamorados de Vuestra Alteza».

La impresión de este primer encuentro de María Antonieta con el pueblo es inmensa. De natural poco reflexiva, pero dotada de rápida comprensión, no concibe las cosas sino sólo por una inmediata y personal impresión, por intuitiva labor de sus sentidos y de sus ojos. Sólo en aquellos minutos, cuando la masa anónima, tan grande que no se puede abarcar con la vista, gigantesca selva viviente con banderas, griterío y agitar de sombreros, asciende mugidora hacia ella en cálidas oleadas, sospecha por primera vez el esplendor y la grandeza de su posición a que el destino la ha elevado. Hasta entonces, en Versalles, le han hablado llamándola Madame la Delfina, pero eso no era más que un título entre mil otros, un peldaño superior dentro de la rígida escala interminable de la nobleza, una palabra vacía de sentido, un concepto helado. Ahora, por primera vez, comprende María Antonieta plásticamente, el inflamado sentido y la orgullosa promesa que se contienen en estas palabras: «heredera del trono de Francia». Conmovida, le escribe a su madre: « El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al vernos. En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento. Antes de retirarnos hemos saludado con la mano al pueblo, lo que causó gran alegría. ¡Qué dicha es, en nuestro alto estado, poder adquirir con tanta facilidad el afecto de las gentes! Y, sin embargo, nada hay tan precioso: lo he comprendido bien y jamás he de olvidarlo».

Son éstas las primeras palabras verdaderamente personales que se encuentran en las cartas de María Antonieta a su madre. Las impresiones fuertes son siempre accesibles a su natural fácilmente emocionable, y la bella conmoción producida en ella por este afecto popular, en modo alguno merecido y, sin embargo, tan violento a impetuoso, provoca en su pecho un magnánimo sentimiento de gratitud. Pero si es rápida en la comprensión, también lo es en el olvido.

Al cabo de algunas otras excursiones a París, ya recibe estas manifestaciones de júbilo como homenaje debido a su categoría y situación y se alegra de ello del modo infantil a inconsciente como recibe todos los dones de la vida. Le parece maravilloso verse envuelta ruidosamente por la ardiente muchedumbre, dejarse amar por ese desconocido pueblo; en adelante sigue disfrutando de este amor de veinte millones de criaturas como de un derecho propio, sin sospechar que el derecho impone también deberes y que el amor más puro acaba por fatigarse si no se siente correspondido. 


Ya en su primera visita, María Antonieta ha conquistado París. Pero, al mismo tiempo, también París ha conquistado a María Antonieta. Desde ese día vive entregada a esta ciudad. Con frecuencia, y muy pronto con demasiada frecuencia, se traslada a la seductora capital, inagotable en placeres; ya de día, en un cortejo principesco, con todas las damas de su corte; ya de noche, con un pequeño séquito íntimo, para ir al teatro o a los bailes y entregarse privadamente a extravagancias y caprichos de un género más o menos pernicioso. Sólo ahora, cuando se ha desprendido de la uniforme distribución del tiempo del calendario de la corte, se da cuenta aquella seminiña, aquella indisciplinada mozuela, de lo mortalmente aburrido que es el palacio de Versalles, con sus centenares de ventanas y sus bloques de piedra y mármol, donde todo son reverencias a intrigas y fiestas con rigidez de almidón; de lo fastidiosas que son aquellas criticonas y gruñonas tías, con las cuales tiene que ir a misa por las mañanas y calcetear por la noche. 

Fantasmal, momificada y artificiosa, comparándola con la torrencial plenitud de vida de París, le parece toda la existencia de la corte, sin alegría ni libertad, con actitudes horriblemente afectadas, eterno minué con iguales eternas figuras, los mismos acompasados movimientos a idéntico espanto. Es para ella como si se hubiese escapado al aire libre desde un invernadero. Aquí, en la confusión de la gigantesca ciudad, puede uno sumergirse y desaparecer, sustraerse al implacable horario de la distribución del día y jugar con el azar; aquí puede uno vivir su propia vida y gozar de ella, mientras que allí sólo se vive para la galería. De este modo, con regularidad, rueda ahora una carroza por el camino de Versalles, dos o tres noches por semana, llevando a París unas mujeres contentas y engalanadas que no regresarán hasta que palidezca el cielo del alba.

Pero ¿qué ve de París María Antonieta? En los primeros días examina por curiosidad toda suerte de cosas dignas de ser vistas: los museos, los grandes comercios; asiste a una fiesta popular, y hasta una vez a una exposición de pinturas. Mas con ello queda plenamente satisfecha, para los próximos veinte años, su necesidad de instruirse en París. 

En general, se consagra exclusivamente a los lugares de diversión: va con regularidad a la ópera, a la Comedia Francesa, a la Comedia italiana, a bailes, mascaradas; visita las salas de juego; Lo que más la atrae son los bailes de la ópera, pues la libertad del disfraz es la única permitida a aquella joven prisionera de su categoría. Con el antifaz sobre el semblante, una mujer puede permitirse algunas bromas que en otro caso habrían sido imposibles a una Madame la Delfina. Puede tener algunos minutos de lozana conversación con caballeros desconocidos -el aburrido a incapaz esposo se ha quedado a dormir en casa-; puede dirigirle la palabra a un joven seductor, y, cubierta por la máscara, charla con él hasta que las damas de honor vuelven a llevarla al palco; puede bailar, esto es, aquietar hasta el cansancio un cuerpo ágil y cálido; aquí es lícito reír sin preocupaciones; ¡ay, en París se puede pasar la vida tan deliciosamente! Pero jamás, en todos aquellos años, penetra en una casa burguesa, jamás asiste a una sesión del Parlamento o de la Academia, jamás visita un hospital, un mercado; ni una sola vez intenta conocer algo de la existencia cotidiana de su pueblo. 

María Antonieta permanece siempre, en estas escapadas parisienses, dentro del estrecho círculo centelleante de los placeres mundanos, y piensa haber hecho ya bastante por las buenas gentes, correspondiendo con una sonrisa indolente a sus entusiastas aclamaciones; y he aquí que la muchedumbre continúa siempre formando muros de vítores a su paso, y lo mismo la ovaciona la nobleza y la rica burguesía cuando, por la noche, aparece en el antepecho del palco. Siempre y en todas partes, la mujer joven siente que se aprueba su alegre ociosidad, sus francas excursiones de placer; por la noche, cuando va a la ciudad y las gentes regresan fatigadas de su trabajo, y lo mismo por la mañana, a las seis, cuando «el pueblo» vuelve a ir a sus labores. ¿Qué puede, pues, haber de indebido en esta arrogancia, en este libre vivir para sí misma? En la impetuosidad de su alocada juventud, María Antonieta piensa que todo el mundo está contento y sin cuidados, porque ella misma no tiene preocupaciones y es feliz. Pero mientras que en su falta de presentimientos se imagina renunciar a la corte y hacerse popular en París con sus diversiones, pasa realmente en su lujosa carroza de muelles, encristalada y chirriante, durante veinte años, al lado del verdadero pueblo y del París verdadero, sin verlos.


La poderosa impresión del recibimiento de París ha transformado algo en María Antonieta. La admiración ajena fortalece siempre el sentimiento de confianza en sí mismo; una mujer joven a quien millares de personas han asegurado que es hermosa, se hermosea todavía más con la conciencia de su hermosura; así le ocurre también a esta muchacha intimidada que hasta entonces se había sentido siempre en Versalles como extranjera y superflua. Pero ahora un juvenil orgullo, asombrado de sí mismo, extingue plenamente en su ser toda inseguridad y recelo; ha desaparecido la muchacha de quince años que, protegida y tutelada por un embajador y el confesor, por tías y parientes, se deslizaba por los salones haciendo una reverencia delante de cada dama de honor. Ahora María Antonieta ha aprendido de repente a guardar el porte debido a su categoría, cosa que tanto tiempo se deseó de ella; se impone tiesura dentro de sí; erguida y con su gracioso paso alado, se desliza por en medio de todas las damas de la corte como entre subordinadas. Todo se transforma en ella. La personalidad de la mujer comienza a revelarse; su letra misma de pronto se transforma: hasta entonces desmañada, con gigantescas formas infantiles, se estrecha ahora, en sus lindas esquelas, con un carácter nervioso y femenino. Claro que la impaciencia, la inconstancia, lo desconocido a irreflexivo de su ser no desaparecerán jamás por completo de su escritura; pero, en cambio, comienza a manifestarse en ella cierta independencia. Ahora estaría madura esta muchacha ardiente, totalmente llena de sentimiento de su palpitante juventud, para vivir una vida personal, para amar a alguien. No obstante, la política la ha unido con ese zamborotudo esposo, que ni siquiera es todavía hombre, y como María Antonieta no ha descubierto aún su corazón y a su alrededor no sabe de ningún otro a quien amar, esta muchacha de dieciocho años se enamora de sí misma. El dulce veneno de la adulación se precipita ardiente por sus venas. Cuanto más se la admira, más quiere ser admirada, y antes de ser soberana por la ley quiere como mujer, someter a su dominio, con su gracia, a la corte, la ciudad y el reino. Tan pronto como llega a ser consciente de sí misma, siente el afán de ponerse a prueba. 

domingo, 15 de marzo de 2015

El templo del amor - film "Louis XVI l'homme qui ne voulait pas être roi" (2011)