domingo, 28 de octubre de 2018

LOS PERROS EN TIEMPOS DE MARIE ANTOINETTE


María Antonieta amaba a los perros, especialmente los más pequeños. A lo largo de su existencia, tuvo muchos y de diferentes razas. El más famoso, es sin duda, Mops, aunque no hay certeza de que realmente lo llamara así. Fregonas es el nombre con que los alemanes llamaron a este tipo de raza.

El nombre “Carlin” fue acuñado en los años en parís, inspiración de un actor que jugo arlequín que llevaba una máscara negra que se parecía a la cara de estos pequeños perros lindos: su nombre era Carlo Bertazzi y todo el mundo le llamaba “Carlin” los perritos son a menudo mencionados en los informes del conde Mercy; el embajador estaba literalmente desesperado por el alboroto que formaban en la habitación de la reina. En total durante su reinado María Antonieta tuvo unos treinta perros.

La reina en una miniatura de Dumont con  uno de sus perros
En el libro de Caroline Weber “reina de la moda”, el autor habla de los Fregonas, el perrito que María Antonieta tuvo que dejar en Austria y que se reunió con su amante a través de los esfuerzos del conde Mercy. Fregonas también es citado por Joseph Weber, el hermano de leche de la reina, en sus memorias. Weber argumenta que el tribunal se opuso al regreso del perrito, pues según la etiqueta, María Antonieta debía dejar todo rastro de Austria atrás. Cuando María Antonieta furiosa exigió a su perrito de vuelta, madame Noailles simplemente le contesto: “puedes tener todos los perros franceses que queráis”. Pero la delfina hizo todo porque se lo enviaran desde Austria. 

El Carlin que estaba muy de moda en la corte de María Antonieta
Los perros eran un elemento importante en la sociedad aristocrática como tal. Un Leonberg fue destinado para la reina como parte de un presente por el conde Fersen, “no es un perro pequeño” y fue llamado cariñosamente “Odin”. Tales regalos caninos era una prueba de amistad, María Antonieta, por ejemplo, dio al conde Esterhazy un perro grande, de aspecto feroz, que fue nombrado Marcassin y como Odin de Fersen se convirtió en una característica un tanto malcriada de su vida. En las terrazas del castillo, se divirtió con los perros de caza de la guardia suiza, especialmente entrenados para detectar intrusos. 
 
María Antonieta recibiendo el perro ofrecido por fersen.
Un perro fue dado a María Antonieta en las tullerias por madame Lamballe, que la princesa trajo de Inglaterra, un Terrier llamado Thysbee, y que fue renombrado por la reina con apodos cariñosos de Mignon y Coco. De color blanco y rojo, manchado de negro, muy dulce y cariñosos, Coco tiene una historia especial. Celebrado por Jacques Delille en su poema “de la pitié”, Coco, acompaño a la familia real al temple y se convirtió en el compañero de juegos del pequeño Luis Carlos. 
 
El famoso coco que habría pertenecido al delfín
El 8 de junio de 1795, fecha de la supuesta muerte del rey niño, el perro le fue entregado a madame Royale, que también fue encarcelada en el temple. Unos meses más tarde la princesa fue liberada a cambio de algunos presos políticos, y se llevó con ella a Coco. Sorprendentemente, cuando Napoleón fue derrocado, Coco aún estaba vivo a la edad de 22 años. Cuando en 1814 madame Royale, ahora la duquesa de Angulema, regreso a Francia, tuvo con ella al inseparable Coco. Sacudido por el largo viaje, el perro murió a la llegada (algunos relatos nos dicen que murió de una caída desde el balcón del palacio del rey Stanislas Poniatowski). La duquesa de Angulema pidió un entierro adecuado para su perro y le dio el cuerpo a la princesa de Bearn que lo enterró en los jardines del hotel de Seignelay. 

Madame Royale, en los jardines del templo dibujando la fachada de su prisión en compañía de Coco y una cabra.pintura de Edward Matthew Ward (1870) 
Algunos biógrafos afirman que la reina trajo consigo a la Conciergerie a su pequeño perro (Coco), sin embargo, es necesario saber que las prisiones revolucionarias estaban llenas de animales sin amo. Madame Richard, la esposa del carcelero, que tomo a la reina con lastima; haría todo lo posible por suavizar su destino: es posible que este perro perteneciera a un prisionero ya guillotinado. 

Estela conmemorativa de Coco, último perro de Marie Antoinette en los jardines del hotel de Seignelay. 
El obispo Salomón, detenido en la celda después de María Antonieta declaro: “la primera mañana, cuando abrí mi puerta, un perro entro en mi habitación, salto a mi cama, dio la vuelta y se acostó allí. Era el perro de la reina, que Richard había recogido, y del que cuido mucho. Él vino, de esta manera para oler los colchones de su amante. Lo vi hacerlo todas las mañanas, a la misma hora, durante tres meses enteros y a pesar de todos mis esfuerzos. Nunca pude atraparlo”.
 
El último amigo leal de la reina,  ilustración

sábado, 20 de octubre de 2018

EL PROCESO CONTRA MARIE ANTOINETTE (1793)


El 12 de octubre, María Antonieta es llamada a la gran sala de las deliberaciones para el primer interrogatorio. Frente a ella se sienta Fouquier-Tinville, Herman, su adjunto, y los secretarios; al lado de ella, nadie. Ni un defensor, ni un auxiliar; nada más que el gendarme que la guarda. Pero en las largas semanas de soledad, María Antonieta ha concentrado sus energías. El peligro le ha enseñado a resumir sus pensamientos, a hablar bien y a callar aún mejor; cada una de sus respuestas se nos muestra como sorprendentemente precisa y cortante y, al mismo tiempo, como cauta y prudente. Ni por un solo momento abandona su calma; ni siquiera las preguntas más absurdas o pérfidas le hacen perder el dominio sobre sí. Ahora, en los últimos momentos de su vida, María Antonieta ha comprendido la responsabilidad que le impone su nombre; sabe que aquí, en esta semioscura sala de audiencia, tiene que ser la reina que no supo ser suficientemente en los magníficos salones de Versalles. No es a un abogadillo, lanzado por el hambre a la Revolución y que cree representar aquí el papel de acusador, a quien ella responde, ni tampoco a esos sargentos y escribanos disfrazados de jueces, sino al único juez verdadero y auténtico: a la historia.

«¿Cuándo llegarás por fin a ser tú misma?», había escrito, desesperada, veinte años antes su madre, María Teresa. A un palmo de la muerte, comienza por sus propias fuerzas a alcanzar María Antonieta aquella grandeza que hasta entonces sólo le habían dado prestada las exterioridades. A la pregunta formulada de cómo se llama, responde con voz alta y clara: «María Antonieta de Austria-Lorena, de treinta y ocho años de edad, viuda del rey de Francia». Pensando escrupulosamente en mantener en todos sus detalles la forma de un procedimiento legal, Fouquier-Tinville se atiene minuciosamente a las formalidades del interrogatorio y sigue preguntando, como si no lo supiera, dónde residía la acusada en el momento de su detención. Sin mostrar ironía, informa María Antonieta a su acusador de que nunca ha estado detenida, sino que la han ido a buscar a la Asamblea Nacional para conducirla al Temple.


Comienzan entonces las verdaderas preguntas y cargos en el patético estilo de la época; la acusan de haber mantenido, antes de la Revolución, relaciones políticas con el «rey de Bohemia y de Hungría»; de haber «dilapidado de una manera espantosa los bienes de Francia, fruto del sudor del pueblo, en sus placeres a intrigas con malvados ministros», y de haber hecho llegar a manos del emperador «millones que debían servir para ser empleados en contra del pueblo que la alimentaba».  Dentro de la Revolución, ha conspirado contra Francia, ha negociado con agentes extranjeros, ha impulsado al rey, su marido, a pronunciar el veto. María Antonieta rechaza todas estas inculpaciones objetiva y enérgicamente. Sólo ante una afirmación de Herman, enunciada con especial torpeza, se anima el diálogo.


-Fue usted quien enseñó a Luis Capet ese arte de profunda disimulación, con el cual engañó durante mucho tiempo al buen pueblo francés, que no sospechaba que se pudiera llevar hasta tal grado la maldad y la perfidia. 

A esta hueca tirada responde con tranquilidad María Antonieta: -Sí, el pueblo ha sido engañado; lo ha sido cruelmente, pero no por mi marido ni por mí. 

-¿Por quién, pues, ha sido engañado el pueblo? -Por aquellos que tenían en ello interés, y el nuestro no estaba en engañarlo. 

Ante esta ambigua respuesta, Herman salta inmediatamente. Espera impulsar a la reina a que pronuncie algunas palabras que puedan significar hostilidad hacia la República.

-¿Quiénes son, en su opinión, los que tenían interés en engañar al pueblo? Pero María Antonieta desvía hábilmente la cuestión. No lo sabe. Su propio interés ha sido ilustrar al pueblo y no engañarle.  Herman comprende la ironía de esta respuesta a insiste severamente: -No ha respondido usted claramente a mi pregunta. Pero la reina no se deja arrastrar fuera de su posición defensiva: -Respondería sin rodeos si conociera los nombres de las personas. 
  

Después de esta primera escaramuza, el interrogatorio vuelve a ser objetivo. Se le pregunta sobre las circunstancias de la huida a Varennes; responde prudentemente, dejando a cubierto a todos aquellos secretos amigos suyos a quienes el acusador quiere envolver en el proceso. Sólo ante otra acusación estólida que le hace Herman vuelve a protestar vivamente: -Jamás cesó usted, ni un solo momento, de querer destruir la libertad; quería usted reinar a cualquier precio que fuera, y volver a subir al trono sobre el cadáver de los patriotas.

La reina responde, soberbia y duramente, a este campanudo galimatías (¡ah!, ¿por qué le han puesto como inquisidor a un imbécil como éste?) que ella y su marido «no tenían necesidad de volver a subir al trono; que ya estaban en él; que jamás desearon otra cosa que la felicidad de Francia, que ésta fuera dichosa, y que, con que lo fuera, ya estarían también ellos contentos». 

Herman entonces se hace más agresivo; cuanto más conoce que María Antonieta no se dejará apartar de su actitud prudente y segura y que no proporcionará ningún «material» para el proceso público, acumula las acusaciones con tanta mayor rabia; le reprocha el haber emborrachado a los regimientos flamencos, haber sostenido correspondencia con las cortes extranjeras, provocado la guerra a influido en el convenio de Pillnitz. Pero María Antonieta, de conformidad con los hechos, rectifica diciendo que la Convención Nacional fue quien declaró la guerra y que en el banquete de los soldados sólo pasó ella por la sala dos veces.


Pero Herman ha reservado para el final las preguntas más peligrosas, aquellas ante las cuales la reina, o tiene que renegar de sus propios sentimientos, o dejarse coger en alguna declaración contra la República. Toda una doctrina de derecho público se exige de ella: -¿Qué interés siente usted por las armas de la República? -La felicidad de Francia es lo que deseo por encima de -¿Cree usted que los reyes sean necesarios para la dicha del pueblo? -Un individuo no puede decidirlo. 

-¿Lamenta usted, sin duda, que su hijo haya perdido el trono al cual hubiera podido subir si el pueblo, instruido por fin acerca de sus derechos, no lo hubiera roto? -Jamás echaré nada de menos para mi hijo mientras su país sea dichoso.
Se ve que el juez instructor no tiene suerte. María Antonieta no hubiera podido expresarse nunca más sutil y astutamente que al decir que «jamás echará nada de menos para su hijo mientras su país sea dichoso», pues con este solo posesivo « su» ha dicho la reina, en el propio rostro del juez instructor, sin declarar abiertamente como no legítima a la República, que siempre considera a Francia como «suya» , como un país propiedad legal de su hijo; aun en el peligro, no ha renunciado a lo más alto, al derecho de su hijo a la corona. Después de esta última escaramuza, el interrogatorio marcha hacia su final rápidamente.


Se le pregunta si para la audiencia pública del proceso quiere elegir defensor. María Antonieta declara que no conoce a ningún abogado y acepta que le sean señalados de oficio uno o dos, aunque le sean personalmente desconocidos. En el fondo, sabe que todo ello es indiferente, ya sea amigo o desconocido, pues ahora en toda Francia no hay ya ningún hombre bastante valeroso para defender seriamente a la ex reina. Quien pronunciara públicamente una sola palabra en su favor pasaría inmediatamente del puesto de defensor al banquillo de los acusados.

Ahora que están cumplidas las apariencias externas de una instrucción legal puede el acreditado formalista que es Fouquier-Tinville ponerse al trabajo y redactar el acta de acusación. Su pluma corre sobre el papel veloz y ligera: quien tiene que fabricar cada día montones de acusaciones adquiere cierta rapidez de mano. En este caso, aquel abogadillo de provincias se cree obligado a emplear cierta poética elocuencia en este caso especial: cuando se acusa a una reina hay que hacerlo en un tono más solemne y poético que cuando sólo se trata de cortarle el pescuezo a cualquier costurerilla que ha gritado «Vive le Roi!». Por ello comienza su escrito en un tono extremadamente hinchado: «Habiendo examinado todas las piezas transmitidas por el acusador público, resulta que, al igual de las Mesalinas, Bomhildas, Fredegundas y Catalinas de Médicis, a quienes se calificó en otros tiempos de reinas de Francia y cuyos nombres, para siempre odiosos, no se borrarán jamás de los fastos de la historia, María Antonieta, viuda de Luis Capeto, ha sido, desde su establecimiento en Francia, azote y sanguijuela de los franceses». Después de este pequeño yerro histórico -pues en tiempo de Fredegunda y de Brunhilda no existía aún ningún reino en Francia- siguen las conocidas acusaciones: María Antonieta ha mantenido relaciones políticas con un hombre conocido por «rey de Bohemia y de Hungría»; ha enviado millones al emperador; ha participado en la «orgía de los guardias de corps»; ha desencadenado la guerra civil; ha provocado la matanza de los patriotas; ha transmitido al extranjero los planes de guerra.


En forma algo más velada se alega la acusación de Hébert de que «es tan perversa y tan familiarizada está con todos los crímenes, que, olvidando su calidad de madre y los límites prescritos por las leyes de la naturaleza, no ha vacilado en entregarse con Luis Carlos Capeto, su hijo, y según confesión de este último, a indecencias cuya sola idea y nombre hacen estremecer de horror». Por el contrario, es cosa nueva y sorprendente la acusación de haber «llevado la perfidia y la disimulación hasta el punto de haber hecho imprimir y distribuir obras en las cuales se la describía bajo poco favorables colores..., para engañar a las potencias extranjeras persuadiéndolas de que era maltratada por los franceses». Por tanto, según la idea de Fouquier-Tinville, la misma María Antonieta había hecho circular los folletos tribadistas de La Motte y los otros innumerables libelos calumniosos. Por razón de todas estas inculpaciones, María Antonieta pasa, de la situación de simple vigilada, a la de acusada.

Este documento, que no es precisamente una obra maestra de sabiduría forense, es comunicado el 13 de octubre, húmeda todavía su tinta, al defensor Chaveau-Lagarde, el cual, acto seguido, se dirige a la prisión junto a María Antonieta. Leen juntos, la inculpada y su defensor, el acta acusatoria. Pero sólo el abogado se sorprende y emociona por el tono de odio con que está escrita. María Antonieta, que después de su interrogatorio no esperaba nada mejor, queda perfectamente tranquila. No obstante, el concienzudo jurista se desespera a cada paso. No, no es posible estudiar tal montón de acusaciones y documentos en una sola noche; sólo estará en disposición de ejercitar una eficaz defensa si puede, realmente, dar una ojeada de conjunto a aquel caos de papelotes.

   Por tanto, insiste con la reina para que pida un aplazamiento de tres días a fin de que pueda preparar de modo fundamental su discurso de defensa a base de los materiales aportados y el examen de las piezas probatorias.
-¿A quién tengo que dirigirme para eso? -pregunta María Antonieta.
-A la Convención.
-No, no; jamás.
-No debería usted
-dice Chaveau-Lagarde- renunciar a lo que la favorece por un inútil sentimiento de orgullo. Tiene usted el deber de conservar su vida; no sólo por usted, sino por sus hijos. 


Al oír que se trata de sus hijos, cede la reina. Escribe al presidente de la Asamblea: «Ciudadano presidente: los ciudadanos Tronson y Chaveau, que el Tribunal me ha dado como defensores, me hacen observar que sólo hoy se les ha hecho conocer su misión; debo ser juzgada mañana y les es imposible en tan corto plazo enterarse de las piezas del proceso y ni hacer siquiera una lectura de ellas. Debo, por mis hijos, no omitir ninguno de los medios necesarios para la completa justificación de su madre. Mis defensores piden tres días de aplazamiento; espero que la Convención se los concederá». 


De nuevo queda uno sorprendido al ver en este escrito la transformación espiritual de María Antonieta. Aquella que durante toda su vida fue una mala autora de cartas y una mala diplomática, comienza ahora a escribir regiamente y a pensar como persona responsable. Pues ni aun en aquel extremo peligro de su vida le hace a la Convención el honor de dirigirle un ruego, instancia suprema a la que legalmente tiene que apelar. No pide nada en su propio nombre -¡no, antes perecer!-, sino que sólo transmite la solicitud de un tercero; «mis defensores piden tres días de aplazamiento» es lo que allí pone, «y espero que la Convención se los concederá». Nada de «Así lo ruego». La Convención no responde. La muerte de la reina está decidida desde hace mucho tiempo; ¿para qué prolongar aún las formalidades anteriores a la vista del proceso? Toda vacilación sería una crueldad. A la mañana siguiente, a las ocho, comienza la vista, y todo el mundo sabe anticipadamente cómo terminará.

lunes, 15 de octubre de 2018

LA MUERTE DEL ARCHIDUQUE CARLOS JOSE (1761): EL HIJO FAVORITO DE LA EMPERATRIZ

Archduke Karl Joseph (1745–1761).Atribuido a Martin van Meytens.
Nacido el 31 de enero de 1745, el archiduque Carlos fue uno de los hermanos mayores de María Antonieta. Él era el hijo favorito de María Teresa; personaje animado, con una lengua afilada, pero la salud delicada, era muy prometedor y como un niño que había mostrado un gran interés por la música se convirtió también en violinista experto.

Él y su hermano mayor, José, no se llevaban bien. José varias ocasiones lo ridiculizo y Carlos, por su parte, no respeto el derecho de nacimiento de José e incluso con desconocidos le gustaba provocarlo imitando su voz y sus gestos. En poco tiempo la antipatía entre los dos hermanos tomo tonos preocupantes. Carlos era mucho más atractivo que José, y debía suceder a su padre como gran duque de Toscana, pero por supuesto no era casi tan esplendida como la posición futura de emperador de su hermano mayor.
  
Carlos José de Habsburgo-Lorena, por Johann Christoph von Reinsperger.
José envidiaba a su hermano menor por su inteligencia y por su habilidad para atraer a las personas con su encanto y comportamiento, el sentimiento era mutuo, ya que Carlos también odiada a su hermano mayor. Carlos se burló de él por su soberbia y pensó en sí mismo como alguien más digno para la corona del Sacro Imperio Romano, sosteniendo que él era el primogénito de Francisco durante su reinado como emperador. Se dice que Carlos, a menudo tenía la intención de competir con su hermano por la corona imperial.

El 1 de febrero de 1759, su cumpleaños, “no recibió el más mínimo elogio, porque no los merecía por el comportamiento que había exhibido. A decir verdad, fue un castigo de sus padres rebajarlo, porque la grandilocuencia de espíritu de este señorito había sido completamente inaceptable hacia sus sirvientes a quienes les expresaba comentarios impactantes y de lo más sensibles".

A principios de 1761 una calamidad cayó sobre la familia imperial. La viruela que era el azote de los siglos XVII y XVIII, estallo entre ellos; el archiduque Carlos, el ídolo de su padre y madre, el más prometedor de sus hijos y el favorito de todos, tuvo una repentina recaída, María Teresa, en Schönbrunn con su marido, se enteró de que Carlos, que permanecía en Viena, mostraba los primeros signos de viruela. Sin esperar, ella decide regresar. “El emperador ciertamente había hecho todo lo posible para que este evento prefiriera prolongar su estancia en Schönbrunn en lugar de acortarla, pero la mujer [la emperatriz] no quiso obedecer y no quiso permanecer separada de su hijo por más tiempo . y recibir noticias lo antes posible sobre la evolución de su enfermedad".

Al día siguiente, Khevenhüller escribió a su hijo Segismundo: "La erupción continúa hasta ahora como deseamos y nos jactamos de que será una especie benigna [...] Sin embargo, puedes juzgar bien que no estamos menos preocupados y por este mismo príncipe que es muy amable y como sabes, el niño de los ojos de sus padres […] y especialmente por su incomparable madre. Tiemblo cuando lo pienso porque ella no quiere protegerse".

Retrato de Karl Josef hacia 1760
por Johann Christoph von Reinsperger
Después de unos días de preocupación, la condición de Charles mejoró tanto que sus padres, su hermano y sus hermanas mayores ofrecieron acción de gracias y asistieron a un Te Deum . Pero apenas había transcurrido un año cuando Carlos volvió a enfermar, esta vez de escorbuto, del que murió el 18 de enero de 1761. María Teresa, que no se separó de su lado durante más de tres semanas, alternaba entre la esperanza y la desesperación. El 13 de enero, la señora Bentinck escribió: “El acontecimiento del día es tan triste, tan doloroso, tan abrumador. El archiduque Carlos será administrado en breve y no sabemos si este príncipe sólo pasará la noche. Juzgad el dolor de la Emperatriz, la mejor y más tierna de las madres. Era sumamente querido y preferido incluso por el emperador y la emperatriz […]. Todos temblamos ante el escenario que se prepara para el pobre y sensible corazón de la Emperatriz. Esta lúgubre ceremonia de la religión de este país, donde toda la augusta familia, toda la corte, todas las damas, toda la nobleza en traje ceremonial, están obligadas a acompañar al Santísimo Sacramento desde la iglesia hasta el lecho del moribundo. Esta triste procesión, estos vestidos de luto tienen algo tan aterrador que hasta los indiferentes se conmueven. Juzga lo que debe pasar en el corazón de una madre pobre y muy tierna". 

“a pesar de la mejora, todos los remedios y todos los esfuerzos hechos para someter la malignidad de la enfermedad, su alteza real fue atacado inesperadamente con un nuevo y violeto paroxismo el pasado sábado después de la medianoche, después de un día durante el cual había aparecido mejor esperanza que en cualquier otro. La constancia y la tranquilidad del ánimo, que hace que la admiración supere. Murió con coraje, resignación y la calma, admirable de hecho a su tierna edad de dieciséis años, y que demuestran los excelentes principios de la educación dada a todos los miembros de la familia. La amarga angustia de los soberanos y de todos los príncipes era indescriptible, y de hecho el dolor de toda la ciudad era muy similar, pues el archiduque era generalmente amado por sus cualidades y dones extraordinarios” (informe del embajador italiano Ruzzini).

El sarcófago de bronce, obra de Moll con rica ornamentación, se levanta sobre una base de mármol, sostenido por cuatro águilas y dos pies de volutas. Cuatro cabezas de ibis, símbolos de la resurrección, sirven como asas. La sección central del lado largo derecho muestra el retrato en relieve del Archiduque con la inscripción: Carolus Archidux Avst.
La señora Bentinck escribió a su madre: “El pobre archiduque Carlos murió el día 24 de su enfermedad, en el momento en que se habían levantado las mayores esperanzas de su recuperación. La triste emperatriz está devastada. Se había acostado después de tantos días de angustia, empezó a respirar y creyó que su hijo estaba salvo. Cuando despertó, le avisaron de su muerte. Demuestra firmeza, sensibilidad y una piedad ejemplar y verdaderamente heroica. Ella es la más tierna, la mejor de las mejores madres y este hijo fue quizás el más querido de sus hijos".

Maria Teresa experimentó un largo duelo por este hijo, más largo al parecer que por sus otros hijos. “Su pérdida nunca abandonará mi corazón. Cuando otros lo olviden, se volverá más vívido en mi casa". Su dolor sólo parece aliviarse ante la tumba de su hijo en la cripta de los Capuchinos. “No dormí dos noches y me sentí tan agitada que quería sangrar, pero desde entonces todo ha estado en calma. Yo estuve allí y al pie de la tumba de este querido hijo. Sentí un dulce consuelo que no puedo expresar y ni siquiera mis arrepentimientos son ya tan intensos. Ellos [los consuelos] están mezclados con una dulzura interior".

Cualesquiera que fueran sus dolores posteriores por la muerte de dos de sus hijas, nunca volvería a mostrar ese rostro de mater dolorosa .

sábado, 13 de octubre de 2018

FRANCIA DECLARA LA GUERRA A AUSTRIA (1792)

Luis XVI sanciona la declaración de guerra en la Asamblea Legislativa.
Receta antiquísima: cuando los Estados y gobiernos no saben ya cómo dominar una crisis interna, tratan de desviar la atención hacia fuera; conforme con esta ley permanente, los directores de la Revolución, para librarse de la inevitable guerra civil, exigen desde meses atrás la guerra con Austria. Al aceptar la Constitución, es cierto que Luis XVI ha disminuido su categoría regia, pero la ha asegurado. La Revolución debía estar ahora terminada para siempre -y los espíritus cándidos como La Fayette así lo creen-, mas el partido de los girondinos, que domina en la recién elegida Asamblea Nacional, es republicano de corazón. Quiere suprimir la monarquía, y para ello no hay mejor medio que una guerra, la cual, inevitablemente, tiene que poner a la familia real en conflicto con la nación, pues la vanguardia de los ejércitos extranjeros la forman los dos bulliciosos hermanos del rey y el Estado Mayor enemigo está sometido al hermano de la reina.

Que una guerra no ayudará a sus asuntos, sino que puede dañarlos, lo sabe muy bien María Antonieta. Cualquiera que sea su desenlace militar, tiene que ser perjudicial para ellos. Si los ejércitos de la Revolución alcanzan la victoria contra los emigrados, los emperadores y los reyes, es indudable que Francia no continuará soportando un «tirano». Si, de otra parte, las tropas nacionales son vencidas por los parientes del rey y de la reina, es indudable que el populacho de París, excitado espontáneamente o por elementos interesados, hará responsables a los prisioneros de las Tullerías. Si vence Francia, perderán el trono; si vencen las potencias extranjeras, perderán la vida. Por este motivo, ha conjurado María Antonieta, en innumerables cartas, a su hermano Leopoldo y a los emigrados para que se mantengan tranquilos, y aquel soberano, prudente, vacilante, que calcula con frialdad y es íntimamente enemigo de la guerra, se ha sacudido literalmente de sobre sí a los príncipes y emigrantes, que hacen sonar sus sables, evitando todo lo que pudiera significar una provocación.

Los tres emperadores alemanes que afrontaron la revolución francesa: Jose II, Leopoldo II y Francisco II.
Pero hace mucho tiempo que se ha oscurecido la buena estrella de María Antonieta. Todo lo que tiene preparado el destino en cuanto a sorpresas se vuelve contra ella. Precisamente ahora, el 1º de marzo de 1792, una enfermedad repentina arrebata la vida de su hermano Leopoldo, el mantenedor de la paz, y quince días más tarde, el pistoletazo de un conspirador da muerte al mejor defensor de la idea monárquica entre los soberanos europeos, a Gustavo de Suecia. Con ello ha llegado a ser inevitable la guerra. Pues el sucesor de Gustavo no piensa ya en sostener la causa monárquica, y el sucesor de Leopoldo II no se preocupa de su pariente consanguínea, sino que exclusivamente presta atención a sus propios intereses. En este emperador Francisco II, de veinticinco años, limitado, frío, totalmente sin corazón, en cuya alma no brilla ya ninguna chispa del espíritu de María Teresa, no encuentra María Antonieta ni inteligencia ni voluntad de comprensión. Recibe secamente sus mensajes y con indiferencia sus cartas; aunque su familiar se encuentre en el más espantoso de los dilemas, aunque las medidas que el emperador adopta pongan en peligro la vida de la reina, nada de ello le preocupa. Ve sólo la coyuntura de aumentar su potencia y rechaza todos los deseos y solicitudes de la Asamblea Nacional fría y provocativamente.

El tribunal de Viena se mostró intratable. Prohibió a los príncipes que tenían posesiones en Lorena Y Alsacia recibir las indemnizaciones ofrecidas por Francia a cambio de sus derechos feudales, y amenazó con anular cualquier tratado privado que pudiera concluir sobre ellos. Los electores de Treves, Colonia y Mayence favorecieron discretamente la imposición de tropas por parte de los príncipes emigrantes, e incluso pagaron subsidios para su apoyo. Se negaron a reconocer a los embajadores de Luis XVI, mientras reconocían los plenipotenciarios de estos príncipes. Se habló de celebrar un congreso en Aix-La-Chapelle con el propósito de intimidar a la asamblea nacional.

Francois II en 1792.
Austria, que había enviado cuarenta mil hombres a los países bajos y veinte mil al Rin, acababa de firmar un tratado de alianza con Prusia, “para poner fin a los problemas en Francia”. Dumouriez exigió urgentemente al tribunal de Viena que se explicara a sí mismo. Finalmente envió al embajador francés, el marqués de Noailles, una nota seca, cortante y formal exigiendo el restablecimiento de la monarquía francesa. “la nación, por lo tanto –dice Dumouriez- no puede aceptar esta condición excepto violando su constitución… podría ser tan humillante una obediencia esperada de una gran nación, orgullosa de haber conquistado su libertad? Y eso por el bien de colocarse una vez más bajo el yugo de nobles que, habiendo abandonado a su propio rey, ahora amenazan con volver a entrar a su país con espada y fuego”.

Toda la asamblea nacional razono de la misma manera que Dumouriez. Un grito de guerra surgió por todos lados. Los Girondinos vieron en ella la consagración indispensable de la revolución. Ciertos reaccionarios, sofocando el sentimiento de patriotismo en sus corazones estaban igualmente ansiosos de la guerra, en su secreta esperanza de que sería desastroso para el ejercito francés y daría como resultado el restablecimiento del antiguo régimen.

Luis XVI viene a anunciar a los miembros que se declara la guerra al rey de Bohemia y Hungría
Los ministros fueron unánimes y el entusiasmo universal. Incluso si lo hubiera deseado, Luis XVI no podía resistir más. El 20 de abril de 1792. Fue a la asamblea nacional. El salón estaba lleno de una multitud que comprendía la importancia y la solemnidad del acto a punto de realizarse. Después de una larga resistencia –y, según se afirma, con lágrimas en los ojos-, se ve obligado Luis XVI a declarar la guerra al rey de Hungría. Luego presta la mayor atención al informe del ministro de asuntos exteriores y, con los gestos de su cabeza y manos, pareció aprobarlo en todos los aspectos.

¿De qué lado está el corazón de la reina en esta guerra? ¿Con su antigua o con su nueva patria? ¿Con los ejércitos franceses o con los extranjeros? Negarla es mentir. Porque María Antonieta, que ante todo se siente reina y, sólo después, reina de Francia, no sólo está contra aquellos que han limitado su poder real y a favor de los que quieren fortalecerla en sentido dinástico, sino que llega a hacer todo lo permitido y no permitido para acelerar la derrota francesa y promover la victoria del extranjero. «Dios quiera que algún día queden vengadas todas las provocaciones que hemos recibido en este país», escribe a Fersen, y aunque hace mucho tiempo que ha olvidado su lengua materna y se ve obligada a hacer que le traduzcan las cartas escritas en alemán, escribe de este modo: «Más que nunca me siento ahora orgullosa de haber nacido alemana». Cuatro días antes de que sea declarada la guerra transmite al embajador austríaco -es decir, traidoramente- los planes de campaña del ejército revolucionario, hasta el punto en que son conocidos por ella. Su situación es perfectamente clara: para María Antonieta, las banderas austríaca y prusiana no son nunca enemigas, y la francesa tricolor sí lo es.


Indudablemente -la palabra viene al instante a los labios-, ésta es una manifiesta traición a la patria, y los tribunales de todos los países calificarían hoy de criminal tal conducta. Pero no hay que olvidar que el concepto de lo nacional y de la nación no estaba todavía formado en el siglo XVIII sólo la Revolución francesa comienza a darle forma en Europa. El siglo XVIII, a cuyas concepciones está indisolublemente unida María Antonieta, no conoce todavía ningún otro punto de vista que el puramente dinástico; el país pertenece al rey; allí donde esté el rey, está el derecho; quien lucha por el rey y la monarquía, combate indudablemente por la causa justa. Quien se alza contra la monarquía es un insurgente, un rebelde, aun cuando combata por su propio país. La absoluta falta de desenvolvimiento de la idea de patria produce, sorprendentemente, en esta guerra una disposición antipatriótica en la sensibilidad del campo adversario; los mejores alemanes: Klopstock, Schiller, Fichte, Hölderlin, por la idea de la libertad anhelan la derrota de las tropas alemanas, que todavía no son tropas del pueblo, sino los ejércitos de la causa del despotismo. Celebran la retirada de las fuerzas prusianas, mientras que, a su vez, en Francia, el rey y la reina saludan la derrota de sus propias tropas como una ventaja personal. A un lado y otro, la guerra no se hace por intereses del país, sino por una idea, la de la soberanía o de la libertad. 

Declaración de guerra al rey de Bohemia y Hungría fecha 25 de abril 1792 y firmada por Luis XVI
Y nada caracteriza mejor la notable confusión entre las concepciones del antiguo y del nuevo siglo como el hecho de que el caudillo de los ejércitos aliados alemanes, el duque de Brunswick, un mes antes de la declaración de guerra, delibere aún seriamente sobre si no será preferible para él tomar el mando de las tropas francesas contra las alemanas. Se ve bien que los conceptos de patria y nación no estaban todavía bien claros en 1791, en el espíritu del siglo XVIII. Sólo esta guerra, creando los ejércitos nacionales y la conciencia nacional, y con ello las espantosas luchas fratricidas entre naciones enteras, producirá la idea del patriotismo nacional que ha de heredar el siglo siguiente.

Primavera de 1792 voluntarios que salen del ejército
De que María Antonieta desee la victoria de las potencias extranjeras, lo mismo que del hecho de su traición al país, no se tiene en París ninguna prueba. Pero si el pueblo, como masa, no piensa nunca lógicamente y conforme a un plan, tiene sin embargo una facultad para el husmeo más elemental y animal que la del individuo aislado; en lugar de actuar reflexivamente, lo hace por instinto, y este instinto es casi siempre infalible. Desde el primer momento siente el pueblo francés en la atmósfera la hostilidad de las Tullerías; sin que tenga de ello puntos externos de referencia, ventea la traición militar, realmente ocurrida, de María Antonieta a su ejército y a su causa; y a cien pasos del palacio real, en la Asamblea Nacional, uno de los girondinos, Vegniaud, lleva abiertamente la acusación a la sala de sesiones. «Desde esta tribuna de donde os hablo se descubre el palacio donde unos consejeros perversos extravían y engañan al rey que la Constitución nos ha dado, forjan las cadenas con que quieren prendernos y preparan las maniobras que deben entregarnos a la Casa de Austria. Veo las ventanas del palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se combinan los medios de volver a sumirnos otra vez en los horrores de la esclavitud.» Y a fin de que se reconozca claramente a María Antonieta como la verdadera instigadora de esta conjuración, añade amenazadoramente: «Que todos los habitantes sepan que nuestra Constitución no concede inviolabilidad más que al rey.
Que sepan que la ley alcanzará allí, sin distinción, a los culpables y que no habrá ni una sola cabeza a la cual se le pruebe culpabilidad que pueda librarse de la cuchilla».

  
El duque de Brunswick observando el ejército francés
La Revolución comienza a comprender que sólo puede vencer al enemigo exterior librándose igualmente del de dentro de casa. A fin de poder ganar la gran partida ante el mundo, tiene que haber dado jaque mate al rey en sus influencias. Todos los verdaderos revolucionarios intervienen ahora enérgicamente en este conflicto; de nuevo marchan en vanguardia los periódicos y exigen la destitución del rey; nuevas ediciones del famoso escrito La vie scandaleuse de Marie-Antoinette son repartidas por las calles, a fin de reanimar con nueva energía el antiguo odio. En la Asamblea Nacional son presentadas intencionadamente proposiciones con las cuales se espera llevar al rey a tener que hacer use de su constitucional derecho de veto; ante todo, aquellas a las que Luis XVI, como católico ferviente, no puede nunca dar su aprobación, como la de desterrar violentamente a los clérigos que se han negado a prestar juramento a la Constitución: se procura provocar un rompimiento oficial. Y, en efecto, el rey saca por primera vez fuerzas de flaqueza y opone su veto. Mientras fue fuerte, jamás había hecho use de sus derechos; ahora, a un palmo de la ruina, este hombre desdichado, en uno de los momentos más inoportunos y contraproducentes, intenta mostrar por primera vez su valor. Pero el pueblo no quiere sufrir ya la oposición de este títere. Este veto, debe ser la última palabra del rey contra su pueblo.