domingo, 1 de abril de 2018

EL ESCÁNDALO DEL COLLAR DE DIAMANTES (1785)


Con su mirada de águila reconoció Napoleón la manifiesta falta de María Antonieta en el proceso del collar: «La reina era inocente, y para dar a conocer públicamente esta su inocencia, quiso que juzgara el Parlamento. El resultado fue que la reina fue tenida por culpable». En efecto, en esta ocasión María Antonieta perdió por primera vez su seguridad en sí misma. Mientras que en general pasa despreciativamente, sin volver la mirada, junto al apestoso fango de maledicencias y calumnias, esta vez busca refugio en un tribunal al que hasta entonces había menospreciado: el de la opinión pública. Años enteros se ha conducido de modo como si no oyera nada del zumbido de las flechas envenenadas lanzadas contra ella. Al solicitar ahora un proceso, en una repentina y casi histérica explosión de cólera, revela lo muy violenta y antigua que era ya la irritación de su orgullo; ahora, este cardenal de Rohan, que es quien se ha atrevido a avanzar más contra ella y de modo más visible, debe pagar por todos.  El odio contagiado por la madre ha llevado a María Antonieta a una irreflexiva precipitación. Y con aquel ademán torpe y violento cae de los hombros de la reina el manto protector de la soberana: se descubre a sí misma ante el odio general.

grabado que muestra el arresto del cardenal de rohan por parte de la guardia real.
Pues, por fin, ahora todos los secretos adversarios de la reina pueden reunirse para una acción común. María Antonieta ha puesto la mano, temerariamente, en todo un nido de serpientes de ofendidas vanidades. Luis, el cardenal de Rohan -¡cómo ha podido olvidarlo!-, es portador de uno de los más antiguos y gloriosos nombres de Francia, y aliado por la sangre de otras estirpes feudales, ante todo de los Soubise, los Marsan, los Condé; todas estas familias se sienten, como es natural, mortalmente ofendidas de que uno de los suyos haya sido detenido en el palacio del rey como un vulgar ratero. Por otra parte, el alto clero también está indignado. ¡Hacer prender por un grosero espadón a un cardenal, a una Eminencia, revestido de todos sus ornamentos, pocos minutos antes de decir la misa ante la faz del Señor! Las quejas llegan hasta Roma; tanto la nobleza como el estado eclesiástico se sienten afrentados en su totalidad. Resueltos a la lucha, se presenta en el ruedo el poderoso grupo de la francmasonería, pues no sólo a su protector el cardenal, sino también al dios de los sin Dios, a su jefe, al maestro de la orden, a Cagliostro, han llevado los gendarmes a la Bastilla; llega, por fin, ahora la ocasión de lanzar algunas grandes piedras contra los vidrios de la soberanía, del trono y del altar. 
Además, el pueblo, en general excluido de todas las fiestas y picantes escándalos del mundo de la corte, está encantado con todo el asunto. 

grabado satírico del cardenal de Rohan con el "Collar en camino a Roma" del siglo XVIII
Una vez, por fin, le es ofrecido un gran espectáculo: un cardenal, en propia persona, acusado públicamente, y, a la sombra de sus vestiduras cardenalicias de color púrpura, un verdadero muestrario de estafadores, trapaceros, alcahuetes, falsarios, y además de todo, en el último fondo -¡atractivo principal!-, la orgullosa, la soberbia, la perra austríaca. Asunto más divertido que este escándalo de la «bella Eminencia» no podía ser regalado a los aventureros de la pluma y el lápiz, a los autores de libelos, a los caricaturistas, a los voceadores de periódicos. las librerías son asaltadas por el público y la Policía tiene que intervenir en ello. Ni las obras inmortales de Voltaire, de Jean-Jacques Rousseau o de Beaumarchais conocieron en varios decenios las gigantescas ventas  que tienen estos escritos en una sola semana. Siete mil, diez mil, veinte mil ejemplares, todavía con la tinta húmeda, son arrancados de las manos de los vendedores, y en las Embajadas extranjeras los diplomáticos tienen que pasarse el día entero atando paquetes para enviar, sin pérdida de tiempo, a sus príncipes, llenos de curiosidad, los más recientes libelos sobre el escándalo de la corte de Versalles. Todo el mundo quiere leerlo todo y poder decir que lo ha leído; durante semanas enteras no hay otro tema de conversación; las más alocadas conjeturas son creídas ciegamente.

grabado que muestra al conde Cagliostro en las mazmorras de las bastilla.
Para asistir al propio proceso vienen grandes caravanas de provincias, nobles, burgueses, abogados; en París, los artesanos abandonan sus talleres. Inconscientemente, adivina el recto instinto popular que aquí no se verá solamente el proceso de una falta aislada, sino que de este pequeño y sucio ovillo saldrán espontáneamente todos los hilos que llevan a Versalles; el abuso de las lettres de cachet, de la nobleza, esas arbitrarias órdenes de prisión, las dilapidaciones de la corte, el mal estado de las finanzas, el escándalo de las indignas protecciones, todo puede ahora ser tomado desde su origen. Por primera vez, gracias a una grieta casualmente abierta, puede la nación columbrar el secreto mundo inaccesible hasta ahora para ella.



Se trata en este proceso de mucho más que de un collar; se trata del sistema de gobierno ahora existente, pues esta acusación, si es hábilmente dirigida, puede rebotar contra toda la clase directora, contra la reina, y con ella contra la monarquía. «¡Qué acontecimiento grande y prometedor! -exclama uno de los frondeurs habituales del Parlamento-. ¡Un cardenal, descubierto como estafador! ¡La reina, envuelta en un proceso escandaloso! ¡Cuánta basura sobre el báculo y el cetro! ¡Qué triunfo para las ideas de la libertad!» Aún no sospecha la reina qué males ha desencadenado con un único ademán precipitado. Pero cuando un edificio está reblandecido y tiene minados sus cimientos desde hace mucho tiempo, basta arrancar de la pared un solo clavo para que toda la fábrica se venga abajo.

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