domingo, 25 de marzo de 2018

LA MUERTE DEL EMPERADOR FRANCISCO ESTEBAN (1765)

La dicha de la imagen de la imperial familia personificada desapareció completamente. El emperador y la emperatriz emprenden la marcha a Innsbruck con el fin de celebrar el matrimonio de su segundo hijo superviviente, el archiduque Leopoldo con la hija del rey español. Fue pesando para ser tan esplendida ocasión con el fin de destacar no solo la majestad de ambas monarquías, sino también la naturaleza brillante de la alianza.


La emperatriz ordena la construcción de un arco de triunfo con el fin de conmemorar la valiosa alianza: “servirá como un recuerdo duradero de la ocasión. Yo le enviare un boceto de lo que me gustaría. Vi un arco más satisfactorio en Waizen, muy simple y muy al estilo romano. En Innsbruck debe ser muy alto, podría ser iluminado por tres noches: en honor a nuestra llegada, la venida de la novia y otra vez en la noche de bodas”.

Antes de salir de Viena el emperador francisco Esteban hizo una pausa, y en un impulso extraño se apresuró para dar a la pequeña Antonieta de nueve años un abrazo más. La tomo en sus rodillas y la abrazo una y otra vez. Antonieta se dio cuenta con sorpresa de que tenía lágrimas en los ojos. Veinticinco años después mas tarde, ella todavía recuerda el incidente con dolor, ella creía que francisco Esteban había tenido algún presentimiento de la gran infelicidad que sería su suerte. 


A pesar de la temprana hora, las calles estaban llenas de espectadores que animaron a los viajeros a su paso primero a san esteban para oír la misa y de allí al límite de la ciudad. El novio estaba acompañado por el emperador y l emperatriz, su hermano José, sus hermanas Marianne y María Cristina, y sus tíos, el príncipe Carlos y la princesa Charlotte de Lorena. Kaunitz, que en la ocasión del segundo matrimonio de José había sido avanzado al rango de príncipe del imperio, estuvo presente con sus majestades, junto con otros titulares de estado y un sequito aparentemente interminable. Fue, de hecho, un éxodo de toda la corte.

El 1 de julio el sequito llego a Innsbruck donde la imperial familia se unió con el huésped invitado especialmente por el emperador. Era el duque de Chablais, hijo del rey de Cerdeña y la hermana mayor de francisco. Cada uno sabía que la ocasión ameritaba para discutir la unión de la archiduquesa María Cristina con el joven duque. En el primer indicio de lo que estaba en la contemplación, María Cristina imploro a su madre para salvarla de la miseria de la unión con este primo desconocido. La situación hizo un llamamiento a la emperatriz. Pero se negó a intervenir antes de la salida de Innsbruck. Sin embargo, ella no dejo que le duque de Chablais tuviera el campo para sí mismo. El otro pretendiente, Alberto de Sajonia también fue invitado a Innsbruck. Su hermano Clemente de Sajonia, ahora un hecho y derecho obispo, iba a ser el celebrante principal en el matrimonio. 

Retrato del archiduque Leopoldo por Joseph Hickel
El 30 de julio, el emperador y Leopoldo se dirigieron a Botzen para cumplir con el tiempo de espera para la novia. Tres días después, la acompañaron a la capital de Tirol, debidamente pasando por debajo del arco de triunfo. Con esta hija en ley, María teresa era del todo satisfecha. Su primera impresión se registró para el beneficio de la electora de Sajonia: “la infanta tiene un cutis resplandeciente, con un bonito color de ojos azul claro, y el más bello pelo que he visto en mi vida. Ella tiene una figura muy fina, en una palabra, una encantadora joven, llena de vida y buen humor… mi felicidad podría ser demasiado completa si la salud de mi hijo no me provocar ansiedad. Durante el viaje mostro signos de fiebre”.

La ansiedad aumenta cuando se hizo evidente que Leopoldo había contraído un resfriado durante su ausencia de Innsbruck. Durante la ceremonia le costó mantenerse de pie y tan pronto termino, tuvo que ser llevado de la capilla a la cama. Cuando se hizo evidente que tendría que reservar toda su fuerza para el viaje a Florencia, hubo más objetos en el retraso de las celebraciones públicas de su matrimonio. En ausencia del esposo, los otros miembros de la familia imperial redoblaron sus esfuerzos para asegurar el éxito de las diversas festividades. 
 
Emperatriz Maria Theresa y Kaiser Franz-Stephan coronan el arco del triunfo en Innsbruck, que fue construido en 1765 para la boda de su segundo hijo mayor Leopold.
El 18 de agosto hubo una actuación especial en el teatro. El emperador se había quejado de dolores la noche anterior, pero, la sensación de mejoría por la mañana, se levantó como de costumbre y cumplió con los compromisos del día. Para obtener un breve descanso entre las funciones de la tarde, abandono el teatro antes del cierre de La, actuación. Había llegado al final del corredor entre el teatro y la residencia, cuando retornaron los síntomas angustiantes de la noche anterior, el emperador se inclinó hacia atrás en el ángulo dela puerta. José, su único acompañante le propuso que debería sentarse mientras el medico fue llamado. Pero antes de que pudiera caminar a través del pasillo cayó al suelo. Fue llevado a una vecina habitación, pero nunca recupero la conciencia y en unas pocas horas murió de un derrame cerebral masivo.

El primer pensamiento de José era su madre, pero apenas la verdad había sido aceptada, la emperatriz entro al cuarto. La conmoción en el palacio había provocado el presentimiento de que algo le había sucedido al emperador y ella había corrido al lugar. Estaba preparada para una enfermedad alarmante, pero no por el golpe que se produjo a raíz mismo de su ser. Aturdida por lo repentino y la gravedad, se arrodillo al lado de su marido, con los ojos secos, incapaz de moverse hasta por su propio bien.

“nunca olvidare esa noche –escribe el príncipe Alberto a la electora de Sajonia- pensar en ello, el emperador muerto, la emperatriz consolada en sus apartamentos por su cuñado y hermana, las archiduquesas pesas del dolor, los huéspedes que llegan para la cena y rompieron a llorar hasta que todo el palacio resonaba con sollozos y gemidos”. 

Colocación del emperador muerto (en la sala gigante del Palacio Imperial de Hofburg Innsbruck)
En el trascurso de la mañana, María Teresa pidió ver a sus hijos e hijas que estaban en Innsbruck. Todos ellos llegaron incluso Leopoldo, aunque todavía era demasiado débil para caminar. En esta tarea dolorosa y en las oraciones para el alma del difunto, el primer día de viudez estuvo totalmente ocupada. No podía ser persuadida para emitir cualquier orden o expresar cualquier deseo que sea, ninguno iba a ver a sus ministros. Por lo tanto la responsabilidad de cada descripción recayó sobre el joven de veinticuatro años que, se convirtió sin más formalidad en el emperador José II. 

El duelo con mayor sinceridad lo padeció Josefa que escribió a su hermana: “no me siento cómoda al aceptar las felicitaciones por mi título de emperatriz. Lo he recibido a un costo demasiado alto. Si hubiera dependido de mí, yo hubiera elegido en lugar de permanecer como reina, que sobreviviera mi padre en ley. Soy incapaz de expresar mi sentimiento de pesar por su perdida. Él nunca hizo ninguna diferencia entre sus propios hijos y yo, y me encanto y lo honre como si efectivamente hubiera sido mi padre. Su memoria está grabada en mi corazón y mi agradecimiento para toda la vida”.


La segunda carta, casi textualmente, fue enviada a las Archiduquesas por su hermano, el emperador reinante, José II: "Perdónenme, mis queridas hermanas, si me abruman con la pena más terrible y, además, con todas las disposiciones que deben tomarse, me dirijo a ustedes de inmediato. Acabamos de sufrir el golpe más terrible que alguna vez nos haya podido pasar. Hemos perdido al padre más tierno y a nuestro mejor amigo. ¡Inclina la cabeza a los decretos del Señor! -Esperemos sin cesar por su alma, y ​​seamos más que nunca apegados a la única felicidad que nos queda, tu augusta madre. Su preservación es mi único cuidado en los momentos espantosos del presente. Si toda la amistad de un hermano, que ahora no puede ofrecérsela, como la poseyó hace mucho tiempo, parece ser de algún servicio, mándeme; Seré consolado al poder servirte. Los abrazo a todos. Solo pido compasión por los Hijos más infelices. Tu muy humilde servidor y hermano, JOSÉ ".

La devastación de la emperatriz era total. En su diario golpeo con una nota nostálgica: “mi feliz vida matrimonial duro veintinueve años, seis meses y seis días”. Como símbolo de dolor se cortó el pelo del cual una vez había estado tan orgullosa, cubrió sus apartamentos con terciopelos sombríos y ella misma llevaría nada más que negro de viuda por el resto de su vida. Todo en ella era y seguía siendo “oscuro y lúgubre”. Incluso hablo de retirarse del mundo y terminar sus días como abadesa del recién fundado convento de Salzburgo.

domingo, 18 de marzo de 2018

MARIE ANTOINETTE, ACUSADA DE INCESTO, "LLAMA A TODAS LAS MADRES"

Nunca estuvo la Revolución francesa en mayor riesgo que en aquel momento. Dos de sus principales plazas fortificadas, Maguncia y Valenciennes, han sido tomadas por el enemigo; los ingleses se han apoderado del más importante de sus puertos de guerra; la segunda gran ciudad de Francia, Lyon, está sublevada; están perdidas las colonias; en la Convención reina la discordia; en París, hambre y abatimiento: la República está a dos pulgadas de su pérdida.

Sólo una cosa puede ahora salvarla: una audacia desesperada, una provocación suicida; la República sólo puede sobreponerse a su miedo infundiéndolo ella misma. «Pongamos el terror a la orden del día»; esta frase espantosa resuena cruelmente en la sala da la Convención, y, sin miramiento alguno, confirman los hechos esta amenaza. Los girondinos son puestos fuera de la ley, el duque de Orleans y muchos otros son transferidos al Tribuna Revolucionario. La cuchilla está ya vibrando, cuando se levanta Billaud-Varennes y declara: «La Convención Nacional acaba de dar un gran ejemplo de severidad frente a los traidores que preparan la ruina de su país; pero todavía le falta dar un importante decreto. Una mujer, vergüenza de la humanidad y de su sexo, la viuda de Capeto, debe por fin expiar en el patíbulo sus crímenes. Ya se dice públicamente, por todas partes, que ha sido vuelta a llevar al Temple, que se la ha juzgado en secreto y que el Tribunal Revolucionario la ha declarado inocente, como si la mujer que ha hecho derramar la sangre de muchos millares de franceses pudiera ser absuelta por un jurado francés. Pido que el Tribunal Revolucionario se pronuncie esta semana sobre su suerte». 



Aunque esa proposición pida no sólo que se juzgue a María Antonieta, sino también claramente su ejecución, es adoptada por unanimidad. Pero, ¡cosa extraña!, Fouquier-Tinville, el acusador público, que de ordinario trabaja sin descanso, fría y velozmente, como una máquina, vacila también ahora de modo espantoso. Ni en esta semana, ni en la siguiente, ni siquiera en la otra, presenta su acusación contra la reina; no se sabe si alguien, secretamente, le detiene la mano, o si aquel hombre de corazón de bronce, que, en general, transforma con celeridad de prestidigitador el papel en sangre y la sangre en papel, no tiene realmente aún entre sus manos ningún firme documento probatorio. En todo caso, roncea y aplaza una y otra vez la acusación. Escribe al Comité de Salud Pública que le envíen el material del proceso, y, asombrosamente, también el Comité de Salud Pública, por su parte, se mueve con la misma sorprendente lentitud. 

Finalmente empaqueta algunos papeles sin importancia, las declaraciones sobre el asunto del clavel, una lista de testigos, los documentos del proceso del Rey. Pero todavía Fouquier-Tinville persiste en la inacción. Le falta todavía alguna cosa, la orden secreta de iniciar definitivamente el proceso o algún documento especialmente convincente, un hecho notorio, que pueda dar a su escrito de acusación un brillo y un fuego de auténtica indignación republicana, una falta totalmente irritante y provocativa, ya sea de la mujer, ya de la reina. De nuevo parece querer hundirse en arena la acusación exigida tan patéticamente. Entonces, Fouquier-Tinville, en el último momento, recibe súbitamente de Hébert, el más encarnizado y resuelto enemigo de la reina, un documento que es lo más espantoso a infame de toda la Revolución francesa. Y esta fuerte impulsión es decisiva: de repente se pone en marcha el proceso. 


¿Qué había ocurrido? El 30 de septiembre recibe Hébert, inopinadamente, una carta del zapatero Simón, el preceptor del delfín, escrita desde el Temple. La primera parte está trazada por una mano desconocida, con una decorosa y legible ortografía, y dice de este modo: «¡Salud! Ven pronto, amigo mío; tengo cosas que decirte y tendré gran placer en verte. Trata de venir hoy mismo, me encontrarás siempre como bravo y franco republicano». Por el contrario, el resto de la carta es de la propia mano de Simón, y, con su ortografía increíblemente grotesca, muestra el grado de instrucción de este  "preceptor". Hébert, celoso de su deber y enérgico, corre sin vacilar junto a Simón. Lo que oye le parece hasta tal punto siniestro, aun a este duro de cocer, que no quiere seguir interviniendo personalmente, sino que convoca una comisión de toda la Comuna, bajo la presidencia del alcalde, para que se traslade secretamente al Temple, y allí establecer el decisivo material acusador contra la reina, cosa que se hace en tres actos de interrogatorio, que todavía hoy se conservan. 

Llegamos ahora a aquel episodio de la historia de María Antonieta largo tiempo tenido por increíble y por psicológicamente inexplicable, y que sólo a medias es posible comprender por la funesta sobreexcitación del tiempo y por el envenenamiento sistemático de la opinión pública practicado durante años enteros. El pequeño delfín, un mozuelo muy precoz y arrogante, pocas semanas antes, en el tiempo en que estaba aún bajo la protección de su madre, se había herido en un testículo, con un bastón, jugando; un cirujano al que llamaron había construido una especie de braguero para el niño. Con esto parecía terminado y olvidado este incidente, ocurrido en el Temple todavía durante la estancia de María Antonieta. Pero ahora descubren un día Simón o su mujer que el niño, precoz y mal educado, se entrega a ciertas viciosas prácticas de muchachos, a los llamados plaisirs solitaires . El niño, sorprendido en su falta, no puede negarlo. Apretado a preguntas por Simón, para saber quién lo ha inducido a estos malos hábitos, dice, o el desdichado se deja persuadir para que diga, que su madre y su tía lo han impelido hacia este vicio. Simón, a quien de esta «tigresa» todo le parece verosímil, hasta lo más infernal, sigue preguntando más y más, honradamente indignado por esta perversidad de una madre, y finalmente lleva al muchacho hasta tan lejos, que acaba por afirmar que ambas mujeres, en el Temple, frecuentemente lo habían metido en su cama y que su madre había cometido con él actos incestuosos. 


Ante esta declaración tan espantosa de un niño que aún no ha cumplido los nueve años, un hombre sensato, en tiempos normales, habría sentido, naturalmente, la más extrema desconfianza. Pero el convencimiento del insaciable erotismo de María Antonieta ha penetrado tan hondo en la sangre de las gentes de la Revolución, gracias a los innumerables folletos calumniosos, que hasta esta insensata acusación de que su propia madre hubiera abusado sexualmente de un niño de ocho años y medio, no provoca ningún sentimiento de duda en Simón y Hébert. Por el contrario, a estos fanáticos y deslumbrados sans-culottes les parece la cosa completamente lógica y clara. María Antonieta, la archiprostituta babilónica, aquella desalmada tribada que desde los tiempos de Trianón está habituada a agotar por completo todos los días a algunas mujeres y algunos hombres, ¿no es natural, piensan ellos, que una tal loba, encerrada en el Temple, donde no encuentra ningún compañero para sus infernales locuras carnales, se precipite sobre su propio hijo, inocente y sin defensa? Ni un solo momento vacilan Hébert y su triste amigo, totalmente oscurecida su razón por el odio, de la justeza de las engañosas acusaciones del niño contra su madre. Ahora se trata sólo de establecer judicialmente, por escrito, toda esta ignominia de la reina, a fin de que toda Francia conozca la extrema depravación de la asquerosa austríaca, para cuya avidez de sangre y de lujuria la guillotina puede ser considerada como un leve castigo. De este modo, tienen lugar tres interrogatorios de un niño que aún no tiene nueve años, de una muchacha de quince y de madame Elisabeth: escenas hasta tal punto crueles y vergonzosas, que podría tenérselas por irreales si no existieran aún hoy los bochornosos documentos en el Archivo Nacional de París, cierto que amarillentos, pero claramente legibles y con las torpes firmas de los niños trazadas por su propia mano. 

María Antonieta en la Conciergerie. Simon Gervais, s. XIX
En el primer interrogatorio, el 6 de octubre, aparecen el alcalde Pache, el síndico Chaumette, Hébert y otros miembros de la Comuna; en el segundo, el 7 de octubre, se lee también entre las firmas el nombre de un célebre pintor, que, al mismo tiempo, es uno de los seres más versátiles de la Revolución: David. Primeramente es llamado como testigo principal el niño de ocho años y medio; al principio se le pregunta sobre estos sucesos ocurridos en el Temple, y el charlatán mozuelo, sin comprender el alcance de sus declaraciones, traiciona a los secretos auxiliares de su madre, ante todo a Toulan. 

Después llega a tratarse del escabroso asunto, y dice aquí el documento: «Habiendo sido sorprendido varias veces, en su cama, por Simón y su mujer, encargados por la Comuna de vigilarle, cometiendo consigo mismo indecencias dañosas para su salud, les aseguró que había sido iniciado por su madre y su tía en sus hábitos perniciosos, y que diferentes veces se habían divertido viéndole practicarlos delante de ellas, cosa que con mucha frecuencia tenía lugar cuando lo hacían acostar entre las dos; que tal como el niño se ha explicado, nos ha hecho comprender que una vez su madre lo hizo aproximarse a ella, de lo que resultó una cópula, y él resultó con una hinchazón en uno de los testículos, por lo cual lleva un vendaje, y que su madre le recomendó que jamás hablara de ello; que este acto fue repetido varias veces después; añadió que otros cinco particulares conversaban con mayor familiaridad que los otros comisarios del Consejo con su madre y con su tía». 


Con tinta sobre papel y siete a ocho firmas abajo queda establecida esta monstruosidad; la autenticidad de las actas, el hecho de que el deslumbrado niño haya prestado realmente esta espantosa declaración no puede ser negado; cuando más, podría objetarse que precisamente aquel pasaje que contiene la acusación de incesto con el niño de ocho años y medio no se encuentra en el texto mismo, sino que ha sido añadido ulteriormente al margen; manifiestamente, los mismos inquisidores habrán deliberado entre sí para establecer auténticamente esta infamia. Pero hay una cosa que no se puede refutar: la firma de «Louis Charles Capet» se encuentra bajo la declaración con letras gigantescas, trabajosamente dibujadas con infantil torpeza. El propio hijo ha presentado en realidad, ante estas gentes desconocidas, la más infame de todas las acusaciones contra su propia madre. 

Pero no hay bastante con este delirio; los jueces instructores quieren desempeñar su comisión a fondo. Después del mozuelo, que aún no tiene nueve años, es traída su hermana, la muchacha de quince. Chaumette le pregunta «si cuando jugaba ella con su hermano no la tocaba éste donde no debía ser tocada, y si la madre y su tía no la hacían acostar entre ellas». Responde que «no». Entonces, ¡espantosa escena!, ambos niños, el de nueve años y la de quince, son colocados uno frente a otro para disputar, delante de los inquisidores, acerca del honor de su madre. El pequeño delfín mantiene su afirmación, y la de quince años, intimidada por la presencia de aquellos hombres severos, y aturdida por aquellas preguntas inconvenientes, vuelve a refugiarse siempre en la declaración de que no sabe nada, de que no ha visto nada de todo aquello. Ahora es llamada como tercer testigo madame Elisabeth, la hermana del rey; con esta enérgica señorita de veintinueve años no son tan fáciles las cosas para los que interrogan como con los dos niños, cándidos y aterrorizados.

madame elisabeth en cautiverio.
Pues apenas le han presentado el texto de la declaración del delfín, cuando la sangre sube a las mejillas de la ofendida muchacha, rechaza despreciativamente el papel y dice que tal ignominia está demasiado por debajo de su persona para que pueda responder siquiera a ella. Ahora, nueva escena infernal, la colocan delante del muchacho. Mantiene éste, enérgica y descaradamente, que ella y su madre lo han inducido a estas deshonestidades. Madame Elisabeth no puede contenerse por más tiempo: «Ah, le monstre!» , exclama irritada, con un justo y arrebatado furor, al ver que este insolente y embustero monicaco afirma tales desvergüenzas. Pero los comisarios han oído ya todo lo que querían. El acta de estos interrogatorios es firmada también pulcramente y Hébert lleva, triunfal, los tres documentos al juez de instrucción con la esperanza de que ahora está desenmascarada y queda puesta en la picota la reina, para los contemporáneos y para la posteridad, para ahora y para siempre. Patrióticamente hinchado el pecho de orgullo, se pone con esta denuncia a disposición de las autoridades para comparecer ante la barra del Tribunal a testimoniar la infamia incestuosa de María Antonieta. 

Esta declaración de un hijo contra su propia madre, cosa quizá sin ejemplo en los anales de la historia, ha sido desde siempre el gran enigma para los biógrafos de María Antonieta; y para salvar este pequeño escollo, los defensores apasionados de la reina han recurrido a las más tortuosas explicaciones y deformaciones. Hébert y Simón, a quienes describen constantemente como diablos hechos carne, se habrían asociado, según ellos, para esta conjura, obligando bajo poderosas coacciones al pobre a inocente niño a que se dejara arrancar esta vergonzosa acusación. Lo habrían hecho manejable- primera versión monárquica- en parte con golosinas y en parte con el látigo, o si no -según versión igualmente falsa desde el punto de vista psicológico- lo habrían embriagado antes con aguardiente. Su declaración había sido prestada en estado de embriaguez, no siendo válida por eso. Ambas afirmaciones, no probadas, se contradicen, ante todo, con la descripción de esta escena, clara y absolutamente imparcial, que traza un testigo ocular de ella, el secretario Daujo, que escribió por su mano el acta del último interrogatorio: « El joven príncipe estaba sentado en un sillón, balanceando sus piernecitas, cuyos pies no llegaban al suelo. Interrogado sobre las cosas, le preguntaron si eran verdaderas, y respondió afirmativamente...». Toda la conducta del delfín muestra más bien una insolencia desafiadora y juguetona. Resulta también indudable, del texto de las otras dos actas, que el mozuelo no procedió, en modo alguno, bajo una coacción externa, sino que, por el contrario, con infantil obstinación -se advierte también en ello cierta maldad y afán de venganza- repitió libremente contra su tía la monstruosa afirmación.
 

¿Cómo se explica esto? No es cosa excesivamente difícil para nuestra generación, que está instruida de modo mucho más fundamental que las de tiempos anteriores, científica y psicológicamente, sobre las mentiras de las declaraciones infantiles en materia sexual y que se ha acostumbrado a acercarse a estos extravíos psíquicos de los menores con mayor comprensión. Ante todo, tenemos que dejar a un lado la versión sentimental de que el delfín hubiera sentido una espantosa humillación al ser entregado al zapatero Simón y que echara muy de menos a su madre; los niños se habitúan con sorprendente rapidez a todo ambiente desconocido y, por muy terrible que pueda parecer a primera vista, probablemente el chico de ocho años y medio se encontraba mejor con el rudo pero jovial Simón que en la torre del Temple con las dos mujeres, constantemente de luto y deshechas en llanto, que durante todo el día le daban lecciones, le obligaban a estudiar y trataban de obligar al niño, como futuro roi de France , a mantener artificialmente una severa conducta y dignidad. Pero con el zapatero Simón el pequeño delfín está plenamente libre; bien sabe Dios que no se le atormenta mucho para que aprenda; puede jugar por todas partes como quiera, sin preocuparse ni inquietarse por nada; es muy probable que para él fuera más divertido cantar la Carmagnole con los soldados que rezar el rosario con la devota y aburrida madame Elisabeth. Pues cada niño tiene instintivamente en sí la tendencia a rebajarse, y se defiende contra la cultura y las buenas manera que le son impuestas; se siente mejor entre personas despreocupadas y sin educación que bajo la coacción de la cultura; donde reina mayor libertad, mayor naturalidad y se exige menos dominio de sí mismo, puede desplegar con más fuerza to que hay de realmente anárquico en su naturaleza. 


El deseo de una elevación social sólo se presenta con el despertar de la inteligencia, a los diez, y a veces a los quince años; pero, en realidad, todo niño de buena familia envidia a sus camaradas de escuela proletarios, a quienes les es permitido todo to que a él le prohíbe su bien cuidada educación. Con esta veloz transformación de la sensibilidad que es característica de los niños, parece que el delfín -y esta cosa plenamente natural no querían admitirla a ningún precio los biógrafos sentimentales- se desprendió muy pronto de la melancólica esfera maternal y se habituó a la menos coactiva del zapatero Simón, cierto que inferior pero más divertida para él; su propia hermana confiesa que el pequeño cantaba a gritos canciones revolucionarias; otro testigo de fiar habla de una expresión del delfín respecto a su madre y a su tía hasta tal punto grosera que ni siquiera se atreve a repetirla. Acerca de la especial predisposición de este niño a mentir por fantasía, poseemos, fuera de eso, el más irrefutable testimonio; nada menos que su propia madre había dicho ya de él, cuando tenía cuatro años y medio, en aquellas instrucciones a la gouvernante: «Es muy indiscreto; repite fácilmente lo que ha oído decir; y con frecuencia, sin querer mentir, añade to que le hace ver su imaginación. Es su mayor defecto y del cual es preciso corregirle». 

En esta descripción de su carácter nos da María Antonieta el dato decisivo para la solución del enigma. Y se complementa lógicamente con unas palabras de la declaración de madame Elisabeth. Se sabe que casi siempre los niños atrapados en la ejecución de un acto prohibido tratan de echar la culpa sobre alguna otra persona. Por una instintiva medida de protección (porque sospechan que sólo a disgusto se hace responsable a un niño), declaran casi siempre que han sido «incitados» por alguien. En el caso que nos ocupa, la declaración de madame Elisabeth aclara la situación por completo. Dice terminantemente -y de este hecho, con insensatez, se ha prescindido en general- que su sobrino estaba, en realidad, entregado a aquel vicio juvenil desde hacía tiempo, y recuerda con precisión que, tanto ella como la madre, han solido reprenderlo con violencia por ello. Aquí tenemos la verdadera solución. El niño, por tanto, había sido ya sorprendido antes por su madre y por su tía y probablemente castigado con mayor o menor severidad. Al preguntarle Simón de quién procede aquella mala costumbre, al instante la relaciona, en forma muy comprensible en la trabazón de sus recuerdos, con la primera vez que fue encontrado practicándola, y de modo totalmente fatal piensa en aquellas que lo han castigado por ello. Inconscientemente se venga del castigo y, sin sospechar las consecuencias de tal declaración, cita el nombre de quienes lo castigaron como el de las personas que lo iniciaron en el vicio, y responde afirmativamente y sin vacilar, y, por tanto, con apariencias de la más extrema veracidad, a una pregunta sugestionadora que en este sentido le dirigen. Ahora se encadena muy claramente el curso de todo. 
 

Una vez envuelto en la mentira, el niño no puede ya retroceder; al contrario, tan pronto como advierte que se concede fe a sus afirmaciones y hasta que se las cree con placer, se siente plenamente seguro de su mentira y continúa afirmando alegremente todo lo que le preguntan los comisarios. Mantiene firmemente su versión, por un instinto de propia defensa, desde que nota que le evita un castigo. Hasta a psicólogos más diestros que estos maestros zapateros, ex cómicos, pintores y escribanos les habría costado trabajo no ser engañados en el primer momento al oír una declaración tan clara y firmemente expresada. Pero, además, en este caso especial, los investigadores estaban bajo la influencia de una sugestión colectiva; para ellos, lectores diarios del Père Duchéne , esta espantosa acusación del hijo concordaba plenamente con el carácter infernal de la madre, la cual, en los folletos pornográficos que circulaban por toda Francia, era presentada como resumen de todos los vicios. Ningún crimen, ni aun el más absoluto, podía sorprender a estos hombres sometidos a una sugestión, si se acusaba de él a María Antonieta. Así no se asombraron durante mucho tiempo, no meditaron a fondo, sino que, con la misma despreocupación que el niño de nueve años, plantaron sus firmas bajo las mayores infamias que hayan sido inventadas jamás contra una madre. 

El impenetrable aislamiento de la Conserjería protegió dichosamente a María Antonieta de conocer en seguida esta monstruosa declaración de su hijo. Sólo el penúltimo día de su vida, el acta acusatoria la enteró de esta humillación suprema. Durante decenios había soportado sin abrir los labios todos los ataques posibles contra su honor, las más infames calumnias. Pero ésta, verse tan espantosamente calumniada por su propio hijo, este tormento no imaginable, tiene que haberla conmovido hasta la más profunda intimidad de su alma. Hasta el mismo umbral de la muerte le acompaña este martirizador pensamiento; todavía tres horas antes de ser guillotinada, esta mujer, en general tan dueña de sí, escribe a madame Elisabeth, como ella acusada: «Sé cuánta pena ha debido producirle ese niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiere y hasta lo que no comprende. Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el precio de sus bondades y de su ternura hacia las dos».


A Hébert no le ha resultado lo que se proponía: deshonrar a la reina ante el mundo con estrepitosa acusación; al contrario, en el curso del proceso, el hacha por él blandida se le escapa de las manos y viene a golpear en su propia nuca. Pero ha logrado una cosa: herir mortalmente el alma de una mujer ya entregada a la muerte, envenenando aún en mayor grado sus horas postreras. 

domingo, 11 de marzo de 2018

LA FORMA EN QUE LUIS XVI FOMENTO EL CULTIVO DE PAPA

 Una pintura de Henri Gervex que representa a Luis XVI y María Antonieta visitando Parmentier en sus campos de papa, 1904.
Originaria de américa del sur donde se conoce con el nombre de papa, la patata llego a España hacia 1535. Los campesinos miran con ojos funestos a esta planta, que florece bajo el suelo, en el dominio del demonio, y no bajo el ojo de dios como los cereales. En Europa, son los irlandeses quienes lo adoptan primero a gran escala. De hecho, no tienen otra opción. Eso es todo o mueren de hambre, porque los ingleses, muy justos como siempre juegan, monopolizan todo el trigo irlandés. Poco a poco, la planta conquista Austria, Alemania, suiza e incluso el este de Francia. A fínales del siglo XVI, el famoso agrónomo Olivier de Serres lo cultivo en el Vivarais. Luego gano en Lyonnais, Dauphine y Franche-Comte. Pero los campesinos lo reservan exclusivamente para sus cerdos, comparándolo con una hierba de brujas, otros creen que puede transmitir la lepra.

El rey Federico II examinando un cultivo de papas. Óleo de Robert Warthmüller (1886).
El farmacéutico del ejercito Antonie Parmentier descubre la papa durante su encarcelamiento en Westfalia durante la guerra de los siete años. De hecho, los amistosos alemanes alimentan a sus prisioneros franceses con las gachas de papa que sirve para los cerdos. En su libertad, Parmentier regresa regordete como un pequeño a Holanda. Además, cuando en 1771, la academia de ciencias de Besançon lanzo una competencia titulada: “¿Cuáles son las plantas que podrían sustituirse en caso de escasez por las que se usan comúnmente y cuál debería ser la preparación?”, él se apresura a entregar un informe para enfatizar las virtudes de la papa. El gano la competencia de manos abajo por la fabricación de panes de papa. En 1772, justo después de su nombramiento como boticario principal del hotel Des Invalides, la facultad de medicina de parís declaro segura la patata, lo que levanta la prohibición del parlamento de parís que llego a su consumo desde 1778.

Cesto con papas de Vincent van Gogh (1885).
Parmentier comienza a cultivar papas en tierras alquiladas a monjas cerca de Les Invalides. Organiza cenas en las que se invita a científicos como Benjamín franklin y Lavoisier, a quien le propone veinte platos a base de tubérculos. Incluso publica un libro de cocina en 1777 titulado “aviso a las buenas amas de casa de las ciudades y el campo, sobre la mejor manera de hacer su pan”. Pero eso no es suficiente para convencer a los franceses de poner la papa en su mesa y los campesinos para cultivarla.

En 1785, expulsado `por las monjas, Parmentier busca nuevo terreno para plantar sus tubérculos. El rey Luis XVI, que apoya los esfuerzos de los agrónomos en favor de la papa, le otorga dos ocres de tierra en la llanura de Sablons, Nevilly, un sitio anteriormente utilizado como campo de maniobras por las tropas. La tierra es pobre, pero esto no es un problema para las papas.

Antoine-Augustin Parmentier
Es entonces cuando Parmentier tiene una idea genial: para hacer creer que sus “Parmetieres” son una delicia reservada para la mesa del rey y los altos señores, los mantiene vigilados por los soldados durante todo el día. Solo que, se cuida de no quitar toda la guardia durante la noche. Como resultado, pequeños ladrones irrumpen en el campo pata robar las preciosas patatas.

Durante la primera floración, Parmentier ofrece un ramo de hermosas flores blancas para el rey y la reina: “señor, quiero ofreceros un ramo digno de su majestad: la flore de una planta que puede solucionar la alimentación de los franceses”. El rey que ya había leído sus estudios sobre la papa, tomo el ramo, lo contemplo un momento y dijo: “Monsieur Parmentier, un hombre como vos no puede recompensarse con dinero, pero hay una moneda quizá digna de ellos, dadme su mano y acompáñeme a besar a la reina”. Ese mismo día, sirvió en la mesa real un plato de “Parmentieres”.

Parmentier mostrando las papas a Luis XVI.
Convencido de su importancia para nutrir su pueblo, el rey acepta en agosto de 1786 lucir un ramo de sus flores durante una recepción, prendiendo algunas de ellas en el pelo de María a Antonieta y de otros cortesanos. Luis XVI, además incluyo varios platos con patatas en el menú de la cena. El ejemplo empezó a cundir en otras mesas de la aristocracia y así la papa gracias al rey gano su puesto en el palara francés.

Parmentier presenta un ramo de flores de patata a María Antonieta y Luis XVI. 1901 Petit Journal ilustración.

domingo, 4 de marzo de 2018

INSTALACION DE LA FAMILIA REAL EN LAS TULLERIAS (1789)


Comienza el drama de las Tullerias. Es el 6 de octubre de 1789. La hora es diez de la noche. Después de un día de sufrimiento indescriptible, la familia real, que salió de Versalles a la una de la tarde, había entrado en el hotel de Ville en parís hacia las nueve en punto. “siempre es con placer y confianza –Luis XVI había dicho- que me encuentre en medio de los habitantes de mi buena cuidad de parís”. Al repetir el discurso del rey, el alcalde, Bailly, había olvidado las palabras “con confianza”. La reina las recordó al instante. “caballeros -prosiguió Bailly- son más afortunados que si lo hubiera ducho yo mismo”. 

Entonces Luis XVI y su familia regreso a las Tullerias. No fue sin vacilación y tristeza cuando entraron. El palacio parecía más sombrío por el contraste entre su fachada negra y las iluminaciones en las calles vecinas. Deshabitada la mayoría desde Luis XV. ¿Era sombrío para la hija de Marie teresa? ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué puede deparar el futuro? ¿Qué se puede esperar? ¿Qué temía? ¿Cómo ocultara ella los sentimientos de indignación y de ira sagrada que estallan en un corazón noble? ¿Qué figura puede hacer ella en la presencia de este trastorno desenfrenado? ¿Cómo soportar humillaciones supremas que golpean al linaje de San Louis, de enrique IV y Luis XIV?. La atmosfera esta sobrecargada con tormentas.

María Antonieta se siente rodeada de furias. Se podría decir que desde cada ventana, desde cada lado de la pared, desde detrás de cada mueble, los puñales apuntan a la augusta víctima. La mujer más intrépida temblaría. Oh! Que mañana! Que despertar! Y sin embargo, los rayos de esperanza estaban aquí y allá para brillar a través de este cielo nublado. La presencia del rey y su familia en la capital produjo un cierto cese de la tormenta. Las panaderías y ano estaban asediadas, había suficiente comida. La gente abarrotada hacia las Tullerias, las avenidas, los patios, los jardines, fueron encerrador por la multitud.
 

En la mañana del 7 de octubre, las mismas mujeres, que, a horcajadas de los cañones, habían rodeado ayer el transporte de la familia real con amenazas e insultos, se metieron debajo de las ventanas de la reina y exigieron presentar su homenaje. María Antonieta se mostró a la multitud. Como su bonete sombreada parcialmente su rostro, se le rogo que lo quitara, que se la pudiera ver mejor. Ella concedió la solicitud. La realeza ya no era más que un juguete, con el que la gente se divirtió antes de romperlo. Las mujeres que ayer se aferraron a los escalones del carruaje real, se aferraron a sus puertas y se inclinaron sobre María Antonieta, tratando de tocarla, de ensuciarla con la respiración, ahora estaban en diálogo con ella.
  
“ama a los habitantes de tu buena ciudad” dijo uno. “los ame en Versalles, los amare de igual manera en parís” respondió la reina. “si, si” dijo otro “pero el 14 de julio querías sitiar la ciudad y bombardearla”. “se lo dijeron –contesto la reina- y lo creyeron, fue lo causo los problemas del pueblo y del mejor de los reyes”. Una tercera mujer se dirigió al soberano y el grito “alemán!”. La reina volvió su mirada y dijo: “ya no lo entiendo, me he convertido en una mujer francesa tan minuciosa que incluso he olvidado mi lengua materna”. Hubo estallidos de aplausos. Las mujeres le pidieron a la reina las flores y las cintas de su gorro. Ella las desabrocho y se las dio. La multitud grito, larga vida a nuestra buena reina!.

Mientras los patios y los jardines de las Tullerias resonaron con vítores, los guardaespaldas, pálidos, encorvados y con las marcas de la angustia que habían padecido la noche anterior, recorrían los paseos públicos, bajo la escolta de la guardia nacional, ayer sus vencedores, hoy sus camaradas. Fueron recibidos por todos lados. Hubiera dicho que la reconciliación estaba completa. Durante todo el día, innumerables delegaciones visitaron al rey. Luis XVI, siempre optimista, parecía haber olvidado totalmente la violencia del día anterior. Sus cortesanos estaban lejos de compartir su serenidad. La etiqueta se mantenía, pero los caballeros unidos a su servicio cumplieron con sus deberes tristemente.


Muchos ya había emigrado, pero por otro lado, había una mujer que, a la primera mención del peligro, se había apresurado al puesto de honor y devoción, fue la princesa de Lamballe. A las nueve de la tarde del 7 de octubre ella estaba sentada tranquilamente con su suegro, el duque de Penthievre, en el castillo de Eu, cuando un correo llego a toda velocidad trayendo la noticia de lo que había pasado en Versalles durante los últimos dos días. “oh papa!”, exclamo la princesa, “que acontecimientos tan terribles! Debo ir de inmediato”. A medianoche, en un clima espantoso, madame Lamballe dejo el castillo, para regresar a toda prisa a parís. Llego allí durante la noche del 8 de octubre y tomo sus habitaciones en la planta baja del pabellón de Flora. En su calidad de superintendente, dio varias veladas allí, algunas de las cuales hizo su aparición María Antonieta. Pero cuando la reina rápidamente se convenció de que su posición ya no permitía su asistencia a grandes recepciones, permaneció en sus propios apartamentos, leyendo, orando, cosiendo y supervisando la educación de sus hijos.

Madame Elisabeth escribió al Abad de Lubersac el 16 de octubre: “la reina, que ha tenido un coraje increíble, comienza a estar en mayor favor con el pueblo. Espero que con el tiempo y con prudencia inquebrantable, podamos recuperar el amor de los parisinos, que simplemente han sido engañados”. Durante varios días la gente continúo obstruyendo los patios de las Tullerias. Su indiscreción fue llevada a tal punto que varias mujeres del mercado se aventuraron a subir al apartamento de madame Elisabeth. Cada instante personas venían a hacer comentarios escandalosos e indignos bajo las ventanas del castillo. El abuso fue tan grande, que uno de los ministros propuso prohibir la entrada al palacio. “no –dijo el infortunado monarca- pueden presentarse, tendremos valor para escucharlos”.


Un día, cuando estas fingidas delegaciones estaban hostigando a Luis XVI, uno de ellos se atrevió a acusar a la reina, que estaba presente, en la mayoría de los términos ofensivos. “usted confunde -dijo el rey, gentilmente- la reina y yo no tenemos intenciones con las que se nos acreditan. Actuamos en concierto para su bienestar común”. Cuando la delegación se retiró, María Antonieta se puso a llorar.

Augeard, su secretario privado, da cuenta en sus muy curiosas memorias de una conversación que tuvo con ella poco después de los días de octubre: “su majestad esta presa”. “dios mío! ¿Qué estás diciendo?”. “Señora, es cierto, desde el momento cuando su majestad dejo de tener una guardia de honor, usted es una prisionera”. “estos hombres aquí, sostengo, están más atentos que nuestros guardia”. Augeard le aconsejo a la reina que se reuniera con su hermano, el emperador, él agrego: “solo se de una manera, pero eso es infalible, de salvar al rey, a usted misma, a sus hijos y a toda Francia. Es mejor para usted que se valla. Ya no se puede establecer en contra de la nueva constitución que quieren darnos y sus vidas estarían a salvo”.


Se le presentó un plan de fuga extremadamente preciso. A las siete y media de la tarde, vestida de sirvienta, acompañada de sus hijos (el Delfín vestido de niña), salía de las Tullerías por una escalera que bajaba del desván al patio de los Príncipes. Allí la esperaría un coche que la llevaría al hotel de Augeard donde tomaría otro coche. Le aseguró que llegaría a Reims a las nueve de la mañana y que llegaría, por la tarde, al castillo de La Tour, en territorio del Imperio, a diez leguas de Luxemburgo. Antes de su partida, la reina obviamente debería advertir en secreto a su marido. Sin embargo, para que él no se viera comprometido, por la noche entregó una carta a una doncella, con la misión de entregársela al rey a la mañana siguiente. Este mensaje era para anunciar que ella “se condenaba a un retiro profundo fuera de sus estados, donde sólo regresaría cuando allí se restableciera la tranquilidad”. La reina escuchó atentamente a Augeard, pero no se atrevió a separarse del rey. “Temo demasiado por sus días”, le dijo. Augeard insistió: “Los salvará, señora, porque cuando ya no tengan a la madre y a los niños a su disposición, preferirán envolver al rey en algodones antes que causarle el más mínimo daño. Esta gente sabe que los reyes nunca mueren en Francia".

La reina pidió un tiempo de reflexión. Augeard pensó que ella estaría de acuerdo con su plan. En mapas que le compraron, trazó la ruta que le transmitió. Pero María Antonieta se negó a embarcarse en semejante aventura sola con sus hijos. El 19 de octubre su decisión fue irrevocable: permaneció en París. El rey acababa de enviar al duque de Orleans a Inglaterra. La reina, que lo creía responsable de los disturbios del 5 y 6 de octubre, estaba convencida de que había ordenado su asesinato. La distancia con este príncipe al que odiaba ayudó a tranquilizarla. “Cuando él esté allí, estaremos más tranquilos y seguros”, le dijo a Augeard.

Augeard insistió largamente con ella, describiendo su situación en los términos más dramáticos y asegurándole que pronto sería demasiado tarde para pensar en huir. La reina permaneció inquebrantable. "No! No me iré! mi deber es morir a los pies del rey". Sin embargo, añadió que no renunciaba por completo a la idea de escapar. "Creo que sólo puedo realizarlo con el rey", le dijo finalmente.

La reina tenía razón. Ella permaneció valientemente en el puesto de devoción y peligro. Aquellos que trataron de convencerla de que abandonara a su esposo dieron un consejo indigno de su elevado corazón. Siguiendo ese consejo la hija de la gran María Teresa podría haber salvado la vida, pero habría perdido algo más deseable: su honor.