domingo, 4 de junio de 2017

TRIANON: EL REFUGIO DE LA REINA MARIE ANTOINETTE


Con mano ligera y juguetona, María Antonieta coge la corona como un inesperado regalo; es todavía demasiado joven para saber que la vida no da nada de balde y que todo lo que se recibe del destino tiene señalado secretamente su precio. Este precio, María Antonieta piensa no pagarlo. Sólo toma a su cargo los derechos de la realeza y deja a deber sus obligaciones. Quiere reunir dos cosas que no son humanamente compatibles: quiere reinar y al mismo tiempo gozar. Como reina, quiere que todo sirva a sus deseos, cediendo sin vacilar ella misma a cada uno de sus caprichos; quiere la plenitud de poderes de la soberana y la libertad de la mujer; por tanto, gozar doblemente de su vida, juvenil y fogosa, poniéndola dos veces en tensión. 

Pero en Versalles no es posible la libertad. En medio d aquellas claras Galerías de Espejos no hay paso alguno que quede oculto. Todo movimiento está reglamentado, cada palabra es transportada más lejos por un viento traidor. Aquí no hay soledad posible ni fácil coloquio entre dos personas; no hay descanso ni reposo; el rey es el centro de un gigantesco reloj que señala, con implacable regularidad, cada uno de los actos de la vida, desde el nacimiento a la muerte, desde el levantarse hasta el irse a la cama; las mismas horas de amor se convierten en una cuestión de Estado. El soberano, a quien todo pertenece, pertenece él a su vez a todo y no a sí mismo. Pero María Antonieta odia toda vigilancia; de este modo, apenas llega a ser reina, cuando ya le pide a su siempre condescendiente esposo un escondrijo donde no tenga que serlo. Y Luis XVI, mitad por debilidad, mitad por galantería, le regala, como donación nupcial, el palacete estival de Trianón, un segundo reino chiquito, pero propiedad particular de la reina, en medio del poderoso reino de Francia. 


En sí mismo, no es ningún gran regalo el que María Antonieta recibe de su esposo al darle Trianón, pero es juguete que debe ocupar y encantar su ociosidad durante más de diez años.

el rey se convirtió en galán –señalo el 31 de mayo de 1774 el padre Baudeau en su crónica -, le dijo a la reina: ¿te gustan las flores? Bueno! Tengo un ramo de flores para ti. Este es el Petit Trianon”.

“señora, ahora soy capaz de satisfacer sus gustos -según los relatos de Bauchaumont- os ruego que acepte para su uso el Petit Trianon. Estos bellos lugares siempre han sido la residencia favorita de los reyes y debe así ser suyo”.


Con Trianón, este espíritu desocupado ha encontrado por fin una ocupación, un juego, que se renueva constantemente. Lo mismo que a la modista vestido tras vestido, lo mismo que al joyero de la corte alhajas siempre distintas, también tiene María Antonieta que encargar siempre algo nuevo para adornar su pequeño reino; al lado de la modista, del joyero, del director de ballets, del profesor de música y del maestro de baile, ahora el arquitecto, el constructor de jardines, el pintor, el decorador, todos estos nuevos ministros de su reino en miniatura, le llenan largas horas, ¡ay!, tan espantosamente largas, vaciando al mismo tiempo del modo más intenso el bolso del Estado. La principal preocupación de María Antonieta es su jardín, el cual, naturalmente, no debe semejarse en nada a los históricos jardines de Versalles; tiene que ser el más moderno, el más a la moda, el más original, el más coquetón de toda aquella época, un verdadero y auténtico jardín rococó.

De nuevo, María Antonieta, sabiéndolo o no sabiéndolo, sigue con este deseo el transformado gusto de su tiempo. Pues la gente ya está harta de los campos de césped, llanos y trazados a cordel por el general de jardinería Le Nôtre; de los setos recortados como con una navaja de afeitar, de sus geométricos adornos fríamente calculados en la mesa de dibujo, todo lo cual debía mostrar ostentosamente que Luis XIV, el Rey Sol, no sólo obligó al Estado, a la nobleza, a las clases sociales, a la nación entera, a adoptar la forma exigida por él, sino también al paisaje. La gente ha contemplado hasta hartarse esta verde geometría; está fatigada de esta masacre de la naturaleza; lo mismo que en todo el malestar cultural de la época, también en este punto vuelve a ser el enemigo de la «sociedad» Jean-Jacques Rousseau, el que pronuncia la palabra salvadora al exigir en La nueva Eloísa un «parque natural» .

Grabado que muestra el jardín ingles del Petit Trianon.
Cierto que, indudablemente, María Antonieta no ha leído jamás La nueva Eloísa. A Jean-Jacques Rousseau lo conoce, en el mejor de los casos, como compositor de ese rústico musical que se llama Le devin du village . Pero las concepciones de Jean-Jacques Rousseau flotan entonces en el aire. Marqueses y duques tienen los ojos llenos de lágrimas cuando se les habla de este noble defensor de la inocencia ( homo perversissimus en su vida privada). Le están agradecidos porque, después de haber agotado ellos todos los procedimientos para excitar sus nervios, les ha revelado dichosamente un último incentivo: el juego con la ingenuidad, la perversión de la inocencia, el disfraz de lo natural. Claro que también María Antonieta quiere tener ahora un jardín «natural», un paisaje «inocente»; a la verdad, el más natural de todos los jardines naturales de última moda. Y para ello reúne a los mejores y más refinados artistas del tiempo, a fin de que, del modo más artificial, le creen, a fuerza de sutileza, el jardín más ultranatural.

El templo del amor en el Trianon!
sin duda uno de los lugares mas hermosos y símbolo del amor entre Luis y Marie Antoinette.
Porque, ¡moda del tiempo!, se pretende en estos jardines «anglochinescos» no sólo representar a la naturaleza, sino la totalidad de la naturaleza; en el microcosmos de un par de kilómetros cuadrados figurar, en un resumen de juguete, el universo entero. Todo debe estar reunido en este minúsculo terreno: árboles franceses, indios y africanos, tulipanes de Holanda, magnolias del Mediodía, un lago y un riachuelo, una montaña y una gruta, románticas ruinas y casas de aldea, templos griegos y perspectivas orientales, molinos de viento holandeses, el norte y el sur, el este y el oeste, lo más natural y lo más extraño, todo artificial y todo que parezca auténtico, hasta un volcán arrojando fuego y una pagoda china quiso primitivamente el arquitecto estilizar en aquel trozo de terreno, grande como la mano, felizmente pareció que su proyecto resultaba demasiado caro. Impulsados por la impaciencia de la reina, centenares de obreros comienzan a hacer surgir como por encanto siguiendo los planes del constructor y del pintor, en medio del paisaje real, otro paisaje lo más pintoresco posible a intencionadamente tierno y natural. 

Detalle de una pintura del Belvédère y la gruta en el Petit Trianon de Claude-Louis Chatelet, 1785. 
Primeramente se traza un suave y líricamente murmurador arroyuelo, imprescindible accesorio de todo auténtico idilio pastoril, que come entre las praderas; cierto que el agua tiene que ser conducida desde Marly por una tubería de dos mil pies de largo, con la cual, al mismo tiempo, corre también mucho dinero por aquellos tubos; pero, y esto es lo principal, los meandros de su curso tienen un delicioso aspecto natural. Susurrando suavemente, desemboca el arroyo en el lago artificial, con islas no menos artificiales; se inclina amablemente para pasar bajo los lindos puentes, sostiene graciosamente el deslumbrante plumaje blanco de los cisnes. Como brotando de unos versos anacreónticos, se lanza un peñasco artificial con musgo, una disimulada y artificial gruta de amor y un romántico belvedere; nada permite sospechar que este paisaje, tan conmovedoramente ingenuo, haya sido dibujado, antes de nacer. en innumerables pliegos de colores y que de toda su traza fueran hechos primero veinte modelos de yeso, en los cuales el lago y el arroyuelo estaban representados con trozos de espejo recortados, y las praderas y árboles, lo mismo que en un «nacimiento», por medio de musgo teñido y pegado. Pero adelante.
 
Cada año tiene la reina un nuevo antojo; instalaciones cada vez más selectas y «naturales» deben hermosear su imperio; no quiere esperar hasta que estén pagadas las antiguas cuentas; tiene ahora su juguete y quiere seguir jugando con él. Como esparcidas a la casualidad y, sin embargo, bien calculado el sitio en que se alzan por el romántico arquitecto de la reina, se colocan en el jardín, para aumentar sus encantos, pequeñas preciosidades. Un templecillo consagrado al dios de aquella época, el templo del Amor, se levanta sobre una colinita, y su rotonda, abierta a la antigua, muestra de una de las más hermosas esculturas de Bouchardon, un amor que se construye un arco de mayor alcance con un trozo de la maza de Hércules. Una gruta, la gruta del amor, está tallada con tal habilidad en la roca, que la pareja que allí juguetee descubre a tiempo a los que se aproximen para no dejarse sorprender en sus ternezas. A través del bosquecillo serpentean senderos que se entrelazan; las praderas están bordadas con raras especies de flores; pronto, en medio de la cortina de verde follaje, reluce un pequeño pabellón de música, construcción octogonal de un blanco deslumbrante, y con todo ello, puestas en relación con gusto tan perfecto, unas cosas junto a otras y dentro de otras que, en realidad, en medio de esta gracia, ya no se conoce el artificio estudiado y rebuscado.

Le Belvédère y vista de la gruta del amor en Trianon
En sentido político, su capricho le cuesta más caro a la reina. Pues al dejar ociosa en Versalles a toda la camarilla de cortesanos, le quita a la corte el sentido de su existencia. La dama que tiene que entregar los guantes a la reina, aquella dama que le aproxima respetuosamente su vaso de noche, las damas de honor y los gentileshombres, los miles de guardias, los servidores y los cortesanos, ¿qué van a hacer ahora sin su cargo? Sin ocupación alguna, permanecen sentados el día entero en el Oeil-de-boeuf , y lo mismo que una máquina, cuando no trabaja, es roída por la herrumbre, así se ve invadida esta corte, desdeñosamente abandonada, de un modo cada vez más peligroso, por la hiel y el veneno. Pronto llegan tan adelante las cosas, que la alta sociedad, como por un pacto secreto, evita el concurrir a las fiestas de la corte: que la orgullosa «austríaca» se divierta en su « petit Schoenbrunn», en su « petite Viena»; para recibir sólo una rápida y fría inclinación de cabeza se considera demasiado buena esta nobleza, que es tan antigua como los Habsburgos.

Gluck Playing for Marie Antoinette at the Trianon.
Cada vez más pública y francamente, crece la fronde de la alta aristocracia francesa contra la reina desde que ha abandonado Versalles, y el duque de Lévis describe muy plásticamente la situación: "En la edad de las diversiones y de la frivolidad, en la embriaguez del poder supremo, a la Reina no le gustaba imponerse traba alguna; la etiqueta y las ceremonias eran para ella motivos de impaciencia y de aburrimiento. Le demostraron... que en un siglo tan ilustrado, en el que los hombres se libraban de todos los prejuicios, los soberanos debían librarse de esas molestas ataduras que les imponía la costumbre: en una palabra, que era ridículo pensar que la obediencia de los pueblos depende del número mayor o menor de horas que la familia real pase en un círculo de cortesanos fastidiosos y hastiados... Fuera de algunos favoritos que debían su elección a un capricho o a una intriga, fue excluida toda la gente de la corte. La alcurnia, los servicios prestados, la dignidad, la alta cuna, no fueron ya títulos para ser admitido en el círculo íntimo de la familia real. Sólo los domingos podían aquellos que habían sido presentados en la corte ver durante algunos momentos a los príncipes. Pero la mayor parte de estas personas perdieron pronto el gusto por esta inútil molestia, que sabían que no les era agradecida en modo alguno; reconocieron, por su parte, que era una tontería venir hasta tan lejos para no ser mejor recibidos, y dejaron de hacerlo... Versalles, el escenario de la magnificencia de Luis XIV, adonde se venía ansiosamente de todos los países de Europa para aprender refinadas formas de vida social y de cortesía, no era ya más que una pequeña ciudad de provincia, a la cual no se iba más que de mala gana y de la cual volvían todos a alejarse lo más rápidamente posible". 

Imagenes del Petit Trianon en la serie anime Le Chevalier D'Eon.
También este peligro lo previó desde lejos María Teresa a su debido tiempo: «Yo misma conozco todo el aburrimiento y vacío de las ceremonias de corte, pero, créeme, si se las abandona surgen de ello inconvenientes aún mucho más importantes que estas pequeñas incomodidades, especialmente entre vosotros, con una nación de tan vivo carácter» No obstante, cuando María Antonieta no quiere comprender, no tiene sentido alguno el pretender razonar con ella. ¡Cuántas historias a causa de la media hora de camino separada de Versalles a que vive! Más, en realidad, estas dos o tres millas le han alejado para el resto de su vida, tanto de la corte como del pueblo. Si María Antonieta hubiese permanecido en Versalles, en medio de la nobleza francesa y siguiendo las costumbres tradicionales, en la hora del litigio habría tenido a su lado a los príncipes, a los grandes señores y al conjunto de la aristocracia. Por otra parte, si hubiese intentado, lo mismo que su hermano José, acercarse democráticamente al pueblo, los cientos de miles de parisienes, los millones de franceses la habrían idolatrado. Pero María Antonieta, individualista absoluta, nada hace para agradar a la nobleza ni al pueblo; piensa sólo en sí misma, y a causa de este capricho favorito de Trianón es igualmente mal querida tanto del primero como del segundo y del tercer estado; porque quiso estar demasiado sola gozando de su dicha, estará igualmente solitaria en su desdicha, y se ve forzada a pagar un juego infantil con su corona y con su vida. 



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