domingo, 16 de abril de 2017

LA BODA DE LUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE (16 MAYO 1770)


El miércoles 16 de mayo de 1770 la delfina llega con su sequito a Versalles. Todas las ventanas de la gran fachada estaban llena de curiosos. María Antonieta se benefició de la mañana brillante de mayo para su primera vista del palacio donde pasaría el resto de su vida. Terminado el protocolo, comenzaría los preparativos para la solemne boda.

Un momento imponente fue proporcionado cuando a María Antonieta fueron presentados las joyas magníficas, los diamantes y las perlas, que eran su ajuar como delfina. Anteriormente habían pertenecido a María Josefa, cuya riqueza de gemas en su muerte había sido valorada en casi 2 millones de libras. Como no existía una Reina de Francia, la delfina también recibió un collar fabuloso de perlas, el más pequeño "tan grande como una nuez de filberg", que había sido legado por Ana de Austria a sucesivas consortes. Esta princesa de los Habsburgo del siglo XVII que se casó con Luis XIII fue, por cierto, la propia antepasada de María Antonieta, así como la del Delfín. La novia añadió todo esto a las diversas joyas, entre ellas algunos Diamantes blancos, que había traído consigo de Viena.


Había una multitud de otros regalos lujosos proporcionados por el rey francés, tales como un ventilador incrustado en diamantes, y pulseras con su clave MA en los broches azules del esmalte, que también fueron adornados con los diamantes. La recompensa real llegó en un cofre carmesí de terciopelo, de seis pies de largo y más de tres pies de alto. Sus diversos cajones estaban forrados con seda azul cielo y tenían cojines a juego; La característica central era un parure de diamantes para la propia delfina, pero también había regalos etiquetados para sus asistentes. (Ella misma presentaría al príncipe Starhemberg con un magnífico conjunto de porcelana de Sèvres como recompensa por sus servicios.).

La auténtica celebración del matrimonio tiene lugar el 16 de mayo en Versalles, en la capilla de Luis XIV Tal acto de corte y Estado de la cristianísima Casa Real es un suceso demasiado íntimo y familiar, y al mismo tiempo demasiado augusto y mayestático, para que le sea permitido al pueblo ser espectador del mismo, aunque sólo sea tendiendo sus filas delante de la puerta. Sólo a la sangre más noble -con un árbol genealógico de cien ramas por lo menos- se le autoriza para penetrar en el recinto del templo, donde el centelleante sol de primavera, a través de las vidrieras de colores, hace relucir los bordados brocados, las sedas tornasoladas, el fausto infinitamente dilatado de las familias selectas, último faro del viejo mundo aún por una vez dominante.


El arzobispo de Reims actúa en la ceremonia. Bendice las trece monedas de oro y el anillo nupcial; el delfín le pone el anillo a María Antonieta en el dedo anular, le entrega las monedas de oro, y después ambos se arrodillan para recibir la bendición. Comienza la misa a los acordes del órgano; en el paternóster tienden un dosel de plata sobre las cabezas de la joven pareja; sólo entonces firma el rey el contrato matrimonial, y tras él, en riguroso orden jerárquico, todos los restantes parientes. Es un documento plegado en muchos dobles, enormemente largo; aún hoy se ven en el amarillento pergamino estas cuatro palabras: «Marie Antoinette Josepha Jeanne» , rasguñadas trabajosa y torpemente y como a tropezones por la mano infantil de la muchacha de quince años, y, junto a ellas -de nuevo cuchichean todos: mal agüero-, una dilatada mancha de tinta que a ella y sólo a ella entre todos los firmantes se le escapó de la rebelde pluma.


La panoplia completa de Versalles estaba ahora desatada sobre una figura central que, según las palabras de un observador, era tan pequeña y esbelta en su vestido de brocado blanco inflado con sus enormes aros a cada lado que parecía "no más de doce". La dignidad de María Antonieta, que tenía «el porte de una archiduquesa» -el resultado de esa rigurosa preparación de su niñez, que había sido la parte más eficiente de su educación- fue unánimemente elogiada. Y este era un lugar donde el estilo y la gracia de la auto-presentación eran de suma importancia. El delfín, por otra parte, fue generalmente reportado como frío, malhumorado o apático durante la larga misa, en Contraste con su novia. Y tembló de aprensión al colocar el anillo elegido en su dedo.
 
Ahora, terminada la ceremonia, le es magnánimamente permitido al pueblo que se regocije en la fiesta de los monarcas. Innumerables masas -medio París queda despoblado- se derraman por los jardines de Versalles, que en el día de hoy revelan también sus juegos de aguas y cascadas, sus sombrías avenidas y sus praderas; el placer principal debe constituirlo, por la noche, el fuego de artificio, el más soberbio que se haya visto jamás en una corte real. Pero el cielo, por su propia cuenta, prepara también luminarias. Por la tarde se amontonan tenebrosas nubes anunciando desgracias; estalla una tormenta; cae un espantoso aguacero, y el pueblo, privado del espectáculo, se precipita hacia París en rudo tumulto. Mientras que decenas de millares de criaturas humanas, trémulas de frío y empapadas de agua, huyen por los caminos, perseguidas por la tempestad, en confuso desorden, y los árboles del parque se retuercen azotados por la lluvia, detrás de las ventanas de la recién construida salle de spectacle , iluminada por muchos millares de bujías, comienza el gran banquete de bodas, según un ceremonial tradicional que ningún huracán ni ningún temblor de tierra pueden alterar: por primera y última vez. 


Luis XV intenta sobrepujar el esplendor de su gran antecesor Luis XIV. Seis mil invitados, elegidos entre la nobleza, han luchado con gran afán por obtener tarjetas de invitación, cierto que no para comer con el rey, sino únicamente para poder contemplar respetuosamente, desde la galería, cómo los veintidós miembros de la Casa Real se llevan a la boca cuchillo y tenedor. Los seis mil asistentes contienen el aliento para no perturbar la excelsitud de este gran espectáculo; sólo, delicada y veladamente, una orquesta de ochenta músicos, desde las arcadas de mármol, acompaña con Bus Bones el banquete regio. El carácter destacado de las fiestas se atribuía generalmente al alto rango de la novia: "El Delfín no se casa con la hija del Emperador todos los días". Luis XV se había casado con una princesa relativamente oscura, pero su nieto se casaba con "la hija de los Cesares”.

fuegos artificiales en honor al matrimonio del delfín de Francia.
Después, recibiendo honores de la guardia francesa, toda la familia real atraviesa por medio de las filas, humildemente inclinadas, de la nobleza: las solemnidades oficiales están terminadas y el regio novio no tiene ahora ningún otro deber que cumplir sino el de cualquier otro marido. Con la delfina a la derecha y el delfín a la izquierda, el rey conduce al dormitorio a la infantil pareja (juntos los dos suman apenas treinta años). Más aun hasta la cámara real penetra la etiqueta, pues ¿quién otro sino el propio rey de Francia en persona podría entregar al heredero del trono la camisa de dormir, y quién sino la dama de categoría más alta y más recientemente casada, en este caso la duquesa de Chartres, podría dar la suya a la delfina? En cuanto al tálamo mismo fuera de los novios sólo a una persona le es lícito acercarse a él: el arzobispo de Reims, que lo bendice e hisopea con agua bendita.


Por fin abandona la corte aquel recinto íntimo: por primera vez, Luis y María Antonieta se quedan conyugalmente solos, y las cortinas del dosel del lecho se cierran, crujientes, en torno de ellos: telón de brocado de una invisible tragedia. 

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