domingo, 8 de enero de 2017

LOS HERMANOS DE LUIS XVI: LOS CONDES DE PROVENZA Y DE ARTOIS

Un grabado de Louis-Auguste, el delfín, y sus hermanos Louis-Stanislas-Xavier y Charles Philippe-. Circa 1770-1774.
Entre los grupos rivales, los revolucionarios y los reaccionarios, se mantiene aislado el enemigo de la reina acaso más peligroso y funesto, el propio hermano de su marido, Monsieur Estanislao Javier, conde de Provenza, más tarde el rey Luis XVIII.

Solapado y tenebroso, intrigante y cauto, no se liga, para no comprometerse demasiado pronto, con ninguno de los grupos mencionados; oscila de derecha a izquierda, esperando que el destino le revele su auténtica hora. Ve sin disgusto las dificultades crecientes, pero se guarda muy bien de criticarlas en público; como un negro y silencioso topo, excava subterráneamente sus galerías y espera la hora en que la posición de su hermano esté lo suficientemente desquiciada. Pues sólo si Luis XVI y Luis XVII dejan el campo libre puede, por fin, llegar a ser rey Estanislao Javier, conde de Provenza, bajo el nombre de Luis XVIII, meta de su ambición, secretamente sustentada desde su infancia. Ya una vez se había entregado a la justificada esperanza de ser regente y legítimo sucesor de su hermano; los siete años trágicos en que permaneció estéril el matrimonio de Luis XVI a causa del ominoso obstáculo habían sido para su impaciente ambición las siete vacas gordas de la Biblia. Pero después vino el desaforado golpe contra sus embarazadas esperanzas hereditarias; cuando María Antonieta dio a luz una niña, él dio suelta, en una carta al rey de Suecia, a esta dolorosa confesión: «No me oculto a mí mismo que el suceso me ha conmovido muy sensiblemente... En lo exterior, me hice muy pronto dueño de mí mismo y he seguido la misma conducta de antes, en todo caso sin expresar una alegría que hubiera sido tenida por falsa, como en realidad lo habría sido... En lo interior me fue más difícil salir triunfador. A veces aún se me subleva el sentimiento, pero confío en mantenerlo a raya si no puedo vencerlo por completo». El nacimiento del delfín destroza después completamente sus últimos sueños de heredar el trono. Ahora queda cerrado para él el camino recto.

retrato del conde de Provenza.
Pero una vez que se le pone a un ser humano el sello de inferioridad en un lugar visible, ese constante sentimiento de inferioridad tiene que debilitarlo o fortalecerlo de forma decisiva; semejante presión puede quebrar un carácter o endurecerlo de manera fantástica. En cambio, en las naturalezas fuertes la postergación incrementa todas las fuerzas oscuras y sometidas; donde el camino recto hacia el poder no se les franquea de buen grado, aprenderán a crear el poder por sí mismos. Este conde de Provenza es una naturaleza fuerte. La furiosa decisión de sus antepasados reales, su orgullo y su voluntad de poder se agitan fuertes y tenebrosos en su sangre; como hombre, supera en una cabeza en porte, inteligencia y clara decisión la pequeña estirpe de rapiña.

Sus objetivos son amplios, sus planes están pensados desde una perspectiva política; inteligente como su hermano, este hombre es inconmensurablemente superior a él en prudencia y experiencia varonil. Lo mira como quien mira jugar a un niño, y le deja jugar mientras su juego no perturbe sus movimientos. Porque, como hombre maduro, no obedece tampoco como su cuñada a vehementes y nerviosos impulsos, no tiene nada de heroico como gobernante, pero a cambio conoce el secreto del saber esperar y tener paciencia, que es mayor garantía del éxito que el entusiasmo rápido y apasionado. El primer signo de verdaderas dotes para la política siempre será que un hombre renuncie de antemano a exigir para sí lo inalcanzable.
 
Grabado que muestra de perfil al conde de Provenza junto a su esposa
Marie Joséphine de Saboya.
Renuncia a las insignias del poder, al brillo aparente, pero sólo para sujetar con más fuerza en sus manos el poder real. Tiene que recorrer aquellos caminos, tortuosos a hipócritas, que finalmente -claro que sólo al cabo de treinta años- han de conducirle a la anhelada cima. La oposición del conde de Provenza no es, como la del duque de Orleans, una franca llama de odio, sino un fuego de envidia que arde lentamente bajo el disfraz de la ceniza; mientras María Antonieta y Luis XVI conservaron indiscutido en sus manos el poder, el secreto pretendiente de la corona se mantiene frío y silencioso, sin manifestar públicamente ni la menor pretensión; sólo con la Revolución comienzan sus sospechosas idas y venidas, las extrañas conferencias del palacio de Luxemburgo. Pero apenas ha logrado salvarse felizmente al otro lado de la frontera, cava valientemente, con sus provocativas proclamas, las tumbas de su hermano, de su cuñada y de su sobrino, en la esperanza -en efecto realizada- de encontrar en sus ataúdes la anhelada corona.

Por su parte el conde de Artois, una fina cabeza, un espíritu flexible y cultivado, no ama como Provenza el poder, no es autoritario y orgulloso. Como príncipe real, lo que le gusta es el juego intrincado y desconcertante de la vida y la intriga, el arte de la combinación; no le interesan los rígidos principios, la religión y la patria, la reina y el reino, sino el arte de tener una mano en todas partes y atar o soltar los hilos a su capricho. No es ni verdaderamente leal ni verdaderamente desleal a María Antonieta, por la que siente una curiosa inclinación personal, la servirá mientras tenga éxito, y la abandonará al llegar el peligro.

Retrato del conde de Artois
Como algún individuo masculino de la familia tiene que acompañar a la reina en sus diversiones, el conde de Artois, es el que coma a su cargo el papel de ángel tutelar. Aturdido, frívolo, descarado, pero hábil y manejable, padece igual temor que María Antonieta ante el aburrimiento o el tener que ocuparse de cosas serias. Conquistador, pródigo, divertido, elegante, fanfarrón, más descarado que valiente, más jactancioso que verdaderamente apasionado, conduce a aquella alocada pandilla adondequiera que haya algún nuevo sport , alguna nueva moda, un nuevo placer, y pronto tiene más deudas que el rey, la reina y toda la corte reunidos. 

Grabado que muestra de perfil al conde Artois junto a su esposa Marie-Thérèse de Saboya.
El conde de Artois es el comandante electo de la guardia de corps con la cual María Antonieta emprende sus correrías diurnas y nocturnas por todas las provincias de la alegre ociosidad; esta tropa es realmente reducida, y en ella cambian constantemente los cargos directivos, pues la indulgente reina dispensa a sus satélites toda clase de transgresiones, deudas y arrogancias, una conducta provocativa y excesivamente familiar, aventuras galantes y escándalos, pero cada cual tiene agotado el caudal del regio favor tan pronto como comienza a aburrir a la reina. Pero precisamente por ser así concuerda admirablemente con María Antonieta. No estima ella en mucho a este impertinente atolondrado, ni mucho menos le ama, aunque las malas lenguas lo hayan afirmado con ligereza. Hermano y hermana, en su furia de placeres, se cubre las espaldas y forman en poco tiempo una pareja inseparable.

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