domingo, 29 de enero de 2017

LA ENTREGA DE MARIE ANTOINETTE EN EL BOSQUE DE COMPIÈGNE (1770)


La corte de francesa tiene larga experiencia en costumbres distinguidas y es irreprochable en la misteriosa ciencia de las ceremonias. Un Luis XV, sabe cuál es la dignidad que corresponde a la prometida de un delfín. Incluso antes de su llegada, firma un decreto por el que la archiduquesa, habrá de ser saludada a su paso por todas las ciudades y pueblos de su camino con los mismos honres que si fuera su propia hija.

este un cartel publicado por la ciudad de Lambach en honor de María Antonieta durante su paso por esa ciudad el 23 de abril de 1770.
La llegada de María Antonieta constituye una inolvidable hora de fiesta para el pueblo francés, hace ya mucho tiempo no obsequiado con tales expansiones. Desde decenios atrás, Estrasburgo no ha visto ninguna futura reina, y acaso nunca ninguna en tal alto grado encantadora como esta muchachilla. Con sus cabellos rubio ceniza, sus esbeltas proporciones, la niña ríe y sonríe con sus azules ojos petulantes, desde detrás de los cristales de la carroza, a la innumerable muchedumbre que, adornada con sus campesinos trajes alsacianos, se ha precipitado de todas las aldeas y ciudades para aclamar el suntuoso cortejo. Cientos de niñas vestidas de blanco van delante de la carroza arrojando flores; han alzado un arco de triunfo; las puertas de la ciudad están cubiertas de guirnaldas; en la plaza municipal corre vino de las fuentes; bueyes enteros son asados en grandes espetones: gigantescas cestas de pan son repartidas entre los pobres. Por la noche son iluminadas todas las casas; ardientes sierpes de fuego ascienden lamiendo la torre de la catedral; relucen al trasluz, rojamente, los encajes de la fachada gótica de la iglesia. Por el Rin se deslizan incontables barcas y navecillas, que llevan farolitos como naranjas candentes y en las que arden antorchas de colores; entre los árboles, resplandecientes de luz, centellean bolas de cristal multicolores, y en la isla, visible para todos, como final de un grandioso fuego de artificio, llamean en medio de figuras mitológicas los monogramas enlazados del delfín y la delfina. Hasta altas horas de la noche, el pueblo, deseoso de espectáculos, recorre los muelles y calles; numerosas músicas retumban y ganguean; en cien lugares, hombres y muchachas se agitan animosamente al compás de la danza; parece haber venido de Austria, con esta rubia mensajera, una dorada edad de dichas, y una vez más el pueblo francés, amargado y resentido, alza su corazón hacia una alegre esperanza.

7 de mayo de 1770, María Antonieta llegó a Estrasburgo. Aquí es una ilustración de su entrada en la ciudad.
Pero también este magnífico cuadro encubre una pequeña hendidura oculta; también aquí, lo mismo que con los Gobelinos de la sala de recepción, ha entretejido simbólicamente el destino un signo de desgracia. Al día siguiente, como antes de la partida, quiere María Antonieta oír una misa; la recibe en el pórtico de la catedral, en lugar del venerado arzobispo, su sobrino y coadjutor, a la cabeza de la clerecía. Con aire un poco afeminado en sus flotantes vestiduras violeta, el mundano sacerdote pronuncia una alocución galante y patética -no en vano la Academia lo eligió para figurar en sus filas-, la cual culmina con estas cortesanas frases: «Sois para nosotros la viviente imagen de la venerada emperatriz a la que Europa desde hace mucho tiempo admira tanto como la venerará la posteridad. El alma de María Teresa se une ahora con el alma de los Borbones ». Después de la salutación, el cortejo se tiende respetuosamente hasta el fondo de la catedral, resplandeciente de luz; el joven sacerdote acompaña hasta el altar a la joven princesa y alza la custodia con mano fina de amante, ornada de anillos. Es Luis, príncipe de Rohan, el primero que le da la bienvenida en Francia, futuro héroe tragicómico del asunto del collar, el más peligroso adversario de María Antonieta, su más funesto enemigo. Y la mano que ahora se levanta sobre la cabeza de la princesa para bendecirla es la misma que más tarde arrojará al fango y al desprecio la corona y el honor de la reina.

la comitiva real en el bosque de compiégne.
No mucho tiempo le es lícito a María Antonieta detenerse en Estrasburgo, en esta Alsacia que aún es para ella una semipatria; cuando espera un rey de Francia, sería culpable todo retraso. Atravesando mugientes ríos de aclamaciones, bajo arcos triunfales y enguirnaldadas puertas de ciudades, el cortejo nupcial hace, por fin, rumbo a su primera meta, el bosque de Compiègne, donde, con gigantesca acumulación de coches, la familia real espera a su nuevo miembro. Cortesanos, damas de la corte, militares, guardias de corps, tambores, trompetas, bandas y charangas, todos con nuevos y resplandecientes trajes, se amontonan en grupos abigarrados; todo el bosque bajo la luz de mayo centellea con estos cambiantes juegos de colores. Apenas los clarines de uno y otro séquito anuncian la proximidad del cortejo nupcial, Luis XV abandona su carroza para recibir a la mujer de su nieto.

La curiosidad de Luis XV con respecto a su nuera fue por fin gratificada. Él tuvo ya un interrogatorio a su embajador en Austria acerca de su pecho y al ser contado con un rubor que el embajador no había mirado al seno de la archiduquesa, el rey respondió jovialmente: “¿no es así? Es lo primero que miro?”.


Cuando la delfina salió de su carruaje a la alfombra ceremonial que había sido establecida, fue el duque de Choiseul quien recibió el privilegio del primer saludo. Presentada por el príncipe de Starthemberg; María Antonieta exclamo: “¡nunca olvidare que hayas sido responsable de mi felicidad!” – y el de Francia – contesto Choiseul suavemente.

El duque de Croy, primer caballero del bed chambrer, presento debidamente a “madame la dauphine”, con lo cual María Antonieta se arrojó de rodillas delante de “mosieur frére et grand cher cher”, ahora para ser “papa”. Cuando se levantó –el rey se sintió conmovido por el gesto conmovedor de sumisión-, María Antonieta vio ante ella una figura distinguida con “grandes y llenos ojos prominentes y penetrantes y nariz romana”, un monarca que incluso a los sesenta años era generalmente considerado como “el hombre más guapo de su corte”. El rey, experimentado, en fresca carne de muchacha y altamente sensible a aquella encantadora gracia, se inclina, tierno y satisfecho, hacia la juvenil, rubia y apetitosa criatura, alza a la novia de su nieto y la besa en ambas mejillas.


Sólo entonces le presenta a su futuro esposo, de cinco pies y diez pulgadas de alto, el cual, rígido, desmañado y aturdido, se mantiene a un lado; ahora, por fin, alza los adormecidos ojos cortos de vista y, sin especial entusiasmo, según ordena la etiqueta, besa ceremoniosamente a su novia en la mejilla. En la carroza, María Antonieta se sienta entre el abuelo y el nieto, entre Luis XV y el futuro Luis XVI. El señor viejo parece representar mejor el papel de novio; charla animadamente y hasta hace un poco la corte a su nueva nieta, mientras el futuro esposo se aburre y se mantiene en un rincón, silencioso.

En suma, Luis augusto no era precisamente la figura idealizada de los retratos y de la miniatura que María Antonieta había recibido. Por la noche, cuando los desposados, y ya casados per procurationem , se van a dormir a sus respectivas habitaciones, el triste amante no le ha dicho aún una sola palabra tierna a aquella encantadora muchachuela, y como resumen de la jornada decisiva sólo escribe en su diario esta seca línea: « Entrevue avec Madame la Dauphine». Treinta y seis años más tarde, en el mismo bosque de Compiègne, otro soberano de Francia, Napoleón, esperará también como esposa a otra duquesa austríaca, a María Luisa. No será tan bonita ni apetecible como María Antonieta aquella regordeta, aburrida y dulce Luisa. Pero, sin embargo, el hombre enérgico y el amante toman al instante posesión, tierna y fogosamente, de la novia que le es destinada. En la misma noche le pregunta Napoleón al obispo si el matrimonio celebrado en Viena le da ya derechos conyugales, y, sin esperar respuesta, saca las conclusiones; a la mañana siguiente, los dos, ya reunidos, se desayunan en el lecho. Pero María Antonieta, en el bosque de Compiègne, no ha encontrado un hombre ni un amante: nada más que un novio por razón de Estado.

el rey presenta la futura novia al delfín luis augusto.
En cuanto a las tías reales, de treinta y ocho, treinta y siete y treinta y seis, respectivamente, el malicioso anecdotista inglés Horace Walpole las había descrito como “torpes y rechonchas viejas”. De hecho, la mayor y más inteligente, madame Adelaida, había tenido un cierto encanto en su juventud, aunque ahora se hubiera desvanecido; madame Victoria no era mala, pero se había vuelto tan gorda que su padre la apodo “cerda”; mientras que madame Sofía, conocida como “grub”, ya que inclinaba la cabeza hacia el costado como una liebre asustada. Estos apodos de guardería otorgados por el rey (Adelaida era “rag”) arrojaron un engaño cálido y acogedora luz sobre estas tres mujeres decepcionadas en Versalles, pero, como descubriría María Antonieta, el afecto no era realmente su principal atributo, al menos en lo que se refería a la “autrichienne”. También descubriría que su marido el delfín, robado de su propia madre hace tres años, estaba dedicado a sus tías.

Luis XV, por su parte, vio a una encantadora niña que tenía aproximadamente la edad de las ninfas adolescentes que había acostumbrado a visitar en diversos establecimientos (en realidad burdeles reales) en el distrito llamado parc des cerfs. Ella era sin embargo muy diferente de esas rosadas criaturas, los tipos de frescura y sensualidad, medio conocedoras, medio inocentes, retratadas por Fragonard. Para la madame Adelaida había otra niña que había llegado a Versalles. La tez de María Antonieta era su mejor rasgo, la deslumbrante piel blanca y el maravilloso color natural que compensaba el menos afortunado “labio austriaco”. Pero su figura subdesarrollada – por desgracia para las esperanzas del rey- era espontánea y un poco infante. ¿Qué vio Luis augusto? En su diario de caza, iniciado cuatro años antes, en el que solo se veían acontecimientos importantes, informó brevemente: “encuentro con la delfina”, sin comentar su reacción ante la apariencia física de María Antonieta.

Aquí es un grabado de la llegada de la procesión que lleva la archiduquesa María Antonieta en Versalles, 16 de Mayo, 1770.
La comitiva llego a Versalles a eso de las nueve de la mañana. Todas las ventanas de la gran fachada estaban llena de curiosos. María Antonieta se benefició de la mañana brillante de mayo para su primera vista del palacio donde pasaría el resto de su vida. Terminado el protocolo, comenzaría los preparativos para la solemne boda.

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