lunes, 26 de diciembre de 2016

LA FAMILIA REAL ES TRASLADADA AL TEMPLE (1792)

llegada de la familia real al temple.
Es ya oscuro cuando la familia real llega delante del antiguo castillo de los templarios, el Temple. Las ventanas del edificio principal están iluminadas con innumerables linternas -¿no es aquél un día de fiesta popular?-. María Antonieta conoce este palacete.

Ha habitado aquí, durante los dieciocho años frívolos del rococó, el hermano del rey, el conde de Artois, su camarada de bailes y diversiones. Con repiqueteantes cascabeles, envuelta en preciosas pieles, fue hasta allí una vez, en invierno, catorce años hace, en un trineo ricamente decorado, para comer a toda prisa en casa de su cuñado. Hoy, unos amos de casa menos amables, los miembros de la Comuna, la invitan a quedarse allí permanentemente, y, en vez de lacayos, se alzan delante de las puertas, como cuidadosos vigilantes, guardias nacionales y gendarmes. La gran sala donde sirven la comida a los prisioneros es conocida por nosotros por un cuadro célebre: «Un té en casa del príncipe Conti». El mozuelo y la muchacha que entretienen en él con un concierto a una sociedad ilustre son nada menos que el niño de ocho años Wolfgang Amadeo Mozart y su hermana: música y alegría han resonado en este recinto; nobles señores, felices y gozadores de la vida, han habitado últimamente esta mansión.

"te en casa del príncipe conde". Fue en esta sala que se sirvió una comida generosa para la familia real. Nadie se atrevía a decir a María Antonieta que volvería a este palacio y que en una ocasión sugirió al su cuñado demoler las torres y que ahora serian su lugar de residencia.
Pero no es este elegante palacio, en cuyas cámaras, recubiertas de madera tallada y dorada, todavía queda quizás un suave aleteo de la argentina ligereza de las melodías de Mozart, lo que está destinado por la Comuna para residencia de María Antonieta y de Luis XVI, sino los dos torreones antiquísimos, redondos y de puntiagudo tejado, que se alzan junto a él. Edificados por los caballeros templarios de la Edad Media, con firmes sillares, como inexpugnable fortaleza, estos torreones, grises y tenebrosos, semejantes a la Bastilla, provocan primeramente un estremecimiento de supersticioso terror. Con sus pesadas puertas forradas de hierro, sus escasas ventanas, sus fúnebres patios entre murallas, hacen pensar en olvidadas baladas de otros tiempos, en la Santa Vehma, en la Inquisición, en antros de brujas y cámaras de tormento. De mala gana, con tímidas miradas, contemplan los parisienses esos restos últimos de una edad de violencia, que se han mantenido en pie, del todo inútiles y por ello doblemente misteriosos, en medio de un animado barrio de pequeños burgueses: era un símbolo de elocuencia cruel destinar estos viejos y ya inútiles muros para prisión de la vieja y ya inútil monarquía.


Las siguientes semanas sirven para aumentar la inviolabilidad de esta prisión dilatada. Se demuele una fila de casitas que rodean las torres, son echados abajo todos los árboles del patio, para que no impidan la vigilancia por ninguna parte; además, los dos patios que rodean a las torres, pelados y desnudos, son separados por un muro de piedra de los otros edificios, de modo que hay que atravesar primero tres recintos amurallados antes de que se penetre en la verdadera ciudadela. Se levanta en todas las salidas garitas de vigilancia, y en todas las puertas interiores que dan a los pasillos de cada piso se cuida de poner barreras para forzar a cada uno de los que entren o salgan a justificar su personalidad ante siete a ocho guardias diferentes. Como custodios, el consejo municipal, que responde de los prisioneros, elige a diario, echando suertes, cuatro diferentes comisarios que, alternativamente, vigilen día y noche todas las habitaciones y estén obligados, por la noche, a tomar en depósito la totalidad de las llaves de todas las puertas. Fuera de ellos y de los consejeros municipales, a nadie le es permitido penetrar sin una especial tarjeta de permiso de la municipalidad dentro de todo el recinto fortificado del Temple; ningún Fersen ni ningún otro amigo complaciente puede acercarse ya a la real familiar la posibilidad de hacer pasar cartas y de ponerse en contacto con los de fuera está -o por lo menos lo parece- irrevocablemente excluida.


De modo más grave hiere aún a la real familia otra medida de precaución. En la noche del 19 de agosto se presentan los funcionarios municipales con la orden de sacar de allí a todas las personas que no pertenezcan a la real familia. Especialmente dolorosa para la reina es la despedida de madame de Lamballe, que, estando ya en seguro refugio, había vuelto voluntariamente de Londres para testimoniar su amistad en la hora del peligro.

Ambas presienten que no volverán nunca a verse; en esta despedida, no presenciada por ningún testigo, tiene que haber sido cuando María Antonieta, como única muestra de cariño, le regaló a su amiga aquel mechón de cabellos, encerrados en un anillo, con esta trágica inscripción: «Encanecidos por la desgracia», y que más tarde se halló sobre el despedazado cadáver de la asesinada princesa. También la preceptora, madame de Tourzel, y su hija tuvieron que ser trasladadas de esta prisión a otra especial, a la Force; lo mismo que los acompañantes del rey: sólo un ayuda de cámara le es dejado para servir a su persona. Con ello queda destruida la última apariencia y brillo de una corte, y, en adelante, las personas de la familia real, Luis XVI, María Antonieta, sus dos hijos y la princesa Elisabeth, se hallan consigo mismas, solas por completo.


El temor de un acontecimiento es, en general, más insoportable que el acontecimiento mismo. Por mucho que la prisión signifique una humillación para el rey y la reina, ofrece, en primer lugar, cierta seguridad a sus personas. Los gruesos muros que los rodean, los patios cerrados de barricadas, los puestos de guardia con los fusiles permanentemente cargados, cierto que impiden toda tentativa de fuga, pero protegen, al mismo tiempo, contra todo ataque imprevisto. Ya no necesita la real familia, como en las Tullerías, acechar a diario y a cada hora todo rebato de campanas y redobles de tambores para saber si hoy o mañana hay que aguardar algún ataque. En este torreón solitario es la misma distribución de tiempo, ayer como hoy, el mismo aislamiento seguro y tranquilo y el mismo alejamiento de todos los sucesos del mundo. El gobierno de la ciudad hace, al principio, todo lo posible para cuidar del bienestar puramente material de la real familia prisionera; despiadada en la lucha, la Revolución, según su última voluntad, no es inhumana. Después de cada duro golpe, vuelve a suspender otra vez su marcha durante un momento, sin sospechar que precisamente estas pausas, estas aparentes renuncias, hacen aún más sensible para los vencidos su derrota.

Los primeros días después del traslado al Temple se esfuerza la municipalidad por presentar su prisión a los prisioneros como lo más aceptable posible. La gran torre es empapelada de nuevo y provista de muebles; se prepara todo un piso con cuatro habitaciones para el rey; cuatro habitaciones para la reina, su cuñada madame Elisabeth y los niños. Pueden en todo momento salir de la lúgubre y mohosa torre, ir a pasear por el jardín, y, ante todo, cuida la Comuna de que no carezcan de lo que, por desgracia, es lo más preciso para el bienestar del rey: una comida buena y abundante. Nada menos que trece personas cuidan a diario de su mesa; cada mediodía hay por lo menos tres sopas, cuatro principios, dos asados, cuatro platos ligeros, compota, fruta, vino de Malvasía, burdeos, champaña; de modo que al cabo de tres meses y medio, los gastos de cocina ascienden nada menos que a treinta y cinco mil libras. También se los provee abundantemente de ropa interior, de trajes y de todo lo que se refiere al pertrecho de la casa mientras Luis XVI no es todavía considerado como un criminal. Según sus deseos, recibe, para matar el tiempo, toda una biblioteca de doscientos cincuenta y siete volúmenes, en su mayor parte clásicos latinos; en esta primera época, muy corta, la prisión de la familia real no ha tenido en modo alguno carácter de castigo, y así, prescindiendo de la opresión moral, podían el rey y la reina llevar una vida tranquilamente cómoda y casi pacífica.


Por la mañana hace María Antonieta venir a sus niños y los instruye o juega con ellos; a mediodía comen reunidos; de sobremesa juegan una partida de chaquete o de ajedrez. Mientras el rey lleva después a pasear al delfín por el jardín y con él echa a volar cometas, la reina, que es demasiado orgullosa para pasear públicamente bajo vigilancia, se ocupa, en general, en su habitación, con labores de mano. Por la noche acuesta ella misma a los niños, y después charlan todavía un poco o juegan a las cartas; hasta alguna vez intentan tocar el clave, como en tiempos anteriores, o cantar un poco, pero, apartada del gran mundo y de sus amigas, le falta para siempre la perdida ligereza de su corazón. Habla poco, y prefiere estar sola o con los niños. Le falta como consuelo aquella gran piedad de Luis XVI y de su hermana, que rezan mucho y observan severamente todos los días de ayuno, con lo cual adquieren resignación y paciencia. La voluntad de vivir de la reina no se deja quebrantar tan fácilmente como la de aquellos seres de apagado temperamento: su pensamiento, hasta entre estos cerrados muros, está siempre dirigido hacia el mundo; su alma, habituada al triunfo, se niega todavía a renunciar, aún no quiere abandonar la esperanza -hacia dentro se reconcentran ahora sus no empleadas fuerzas-. Es la única que no se da por prisionera en la prisión; los otros sienten apenas su cautividad, y, si no fuera por la vigilancia y el eterno miedo del mañana, aquel pequeño burgués de Luis XVI y la monja de madame Elisabeth encontrarían realmente realizada la forma de vivir por la cual inconscientemente habían suspirado años y años: una pasividad sin responsabilidad ni pensamiento.

Pero la guardia está allí. Sin interrupción se les recuerda con ello a los cautivos que hay otro poder que rige su destino. En el comedor ha colgado en la pared la Comuna la edición en folio del texto de la Declaración de los derechos del hombre, fechada en una forma dolorosa para un rey: «Año primero de la República». Sobre las placas de latón de su estufa tiene que leer el rey: «Libertad, igualdad, fraternidad». A la hora de la comida de mediodía aparece un comisario o el comandante como huésped no invitado. Cada pedazo de su pan es cortado por una mano extraña para investigar si acaso no contendrá algún mensaje secreto; ningún periódico puede entrar en el recinto del Temple; cada uno que penetra en la torre o sale de ella es registrado del modo más minucioso por los guardias, en busca de los papeles que pueda llevar escondidos, y, además, las puertas de las habitaciones regias son cerradas por fuera. Ni un solo paso puede dar el rey o la reina sin que detrás de ellos, con el fusil cargado al hombro, aparezca la sombra de un guardia, ni tener ninguna conversación sin testigos, ni leer ningún impreso sin censurar. Sólo en su apartado dormitorio conocen la dicha y la merced de estar solos consigo mismos.


Tal hombre, puesto como señor y vigilante de la real familia, goza evidentemente, con todo el contento de un alma pequeña, de la posibilidad de que le sea lícito tratar de un modo que le haga bajar la cabeza a toda una archiduquesa de Austria y reina de Francia.De una cortesía intencionadamente helada en el trato personal, y siempre cuidadoso de mostrar que él es el auténtico representante de la nueva justicia, da libre curso Hébert, en el Pére Duchéne , con groseras injurias a su enojo porque la reina rehúsa toda conversación con él; es la voz del Père Duchéne la que solicita ininterrumpidamente el «salto de carpa» y el rasoir national para el «borracho y su golfa» , los mismos a quienes el señor procurador Hébert visita todas las semanas del modo más cortés. Indudablemente que las palabras de su boca eran más violentas que los sentimientos de su corazón; pero ya hay una innecesaria humillación para los vencidos en el hecho de encargar precisamente al más despiadado y más insincero de todos los patriotas de que sea jefe supremo de la prisión. Porque el miedo a Hébert actúa naturalmente sobre los soldados de la guardia y los empleados. Por temor a ser considerados como negligentes, tienen que hacer mayores crueldades de las que querrían hacer; mas de otra parte, sus gritos de odio han servido a los encerrados de modo sorprendente, pues los honrados y cándidos artesanos y pequeños burgueses que Hébert coloca como guardianes han leído siempre en las páginas del Pére Duchéne cosas terribles acerca del «sanguinario tirano» y de la austríaca prostituta y dilapiladora. Y ahora, destinados al servicio de vigilancia, ¿qué es lo que ven? Un inocente y gordo burgués que con su hijito de la mano, va a pasear por el jardín y mide, con él mismo, cuántas pulgadas y pies cuadrados tiene de superficie el patio; lo ven comer mucho y con regodeo, dormir y estar inclinado sobre sus libros.

Pronto reconocen que este torpe y buen padre de familia no es capaz de hacer daño ni a una mosca; es verdaderamente difícil odiar a un tal tirano, y si Hébert no vigilara tan severamente, los soldados de la guardia probablemente habrían charlado con aquel humilde señor como con un camarada del pueblo, bromeando con él y hasta jugando a las camas. La reina, naturalmente, impone mayores distancias. María Antonieta, en la mesa, ni una sola vez dirige la palabra a los inspectores, y cuando viene una comisión y le pregunta si desea alguna cosa o tiene alguna queja que dar, responde invariablemente que no desea ni apetece nada. Prefiere echar sobre sí todas las desazones a pedir un favor a ninguno de los guardianes de su prisión. Pero precisamente esta altivez en la desgracia impresiona a aquellos hombres simples y, como siempre, una mujer que sufre visiblemente provoca especial compasión.

grabado que muestra a luis XVI rodeado de sus dos hijos en la prisión del temple.
Pero a poco, los guardianes, que en realidad comparten la prisión con los prisioneros, llegan a sentir cierta inclinación hacia la reina y la real familia, y sólo esto explica la posibilidad de diversas tentativas de evasión; si, como se dice en las Memorias monárquicas, los soldados de la guardia se condujeron de un modo extremadamente áspero y acentuando su republicanismo; si, al pasar arriba y abajo, lanzaban una grosera blasfemia o silbaban más ruidosamente de lo que fuera menester, tal cosa sólo ocurría realmente para disimular cierta íntima compasión ante los vigilados. Mejor que los ideólogos de la Convención, ha comprendido el pueblo bajo que los vencidos merecen respeto en su desgracia, y ante los soldados del Temple, aparentemente tan groseros, ha encontrado la reina mucho menos odio y menos actos odiosos que en los salones de Versalles en otros tiempos.


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